Escritos políticos
Jorge F. Vidovic L.(Compilador)
Rafael María Baralt
RAFAEL MARÍA BARALT
OBRAS COMPLETAS
V
ESCRITOS POLÍTICOS
Fondo Editorial de la Academia de Historia del estado Zulia
Ediciones Clío
Maracaibo 2022
Venezuela
Rafael MaRía BaRalt.
Retrato publicado en La Ilustración (Caracas), núm. 3, del 31de mayo de
1854.
Escritos políticos
Rafael María Baralt (autor)
Jorge F. Vidovic L. (compilador)
@Academia de Historia del estado Zulia / Ediciones Clío, 2022
Fondo editorial de la Academia de Historia del estado Zulia
Director: Juan Carlos Morales Manzur
Maracaibo, Venezuela
1ra edición digital
Hecho el depósito de ley:
ISBN: 978-980-7984-28-7
Depósito legal: ZU2022000186
Obra en portada:
Título: Faces de Rafael María Baralt
Técnica: Óleo sobre tela. Medidas: 1,20 x 80 cm.
Colección: Galería Institucional de la UNERMB
Portada: Julio García Delgado
FONDO EDITORIAL DE LA
ACADEMIA DE HISTORIA DEL
ESTADO ZULIA
El Fondo Editorial de la Academia de Historia del estado
Zulia, busca promover las publicaciones sobre Historia local
y Regional e Historia venezolana, especialmente las investiga-
ciones que aportan conocimientos inéditos o enriquezcan la
producción cientíca sobre distintas temáticas de la Historia.
Se persigue que la Academia de Historia del estado Zulia,
genere una producción editorial propia, desarrollada funda-
mentalmente por historiadores, con altos niveles de calidad e
innovación, tendientes a satisfacer las necesidades de acceso al
conocimiento y consolidar una producción editorial para ofre-
cer a la colectividad en general, como aporte a sus objetivos y
nes institucionales.
El proyecto nace de la conuencia de dos circunstancias
que justican su carácter netamente académico: la convicción
de que todavía es posible hacer un libro de calidad, tanto en
contenidos como en presentación formal, y la participación de
prestigiosos historiadores en el desarrollo del proyecto a n de
garantizar un marco de seriedad y rigor cientíco
Juan Carlos Morales Manzur
Director del Fondo Editorial
ISBN: 978-980-7984-28-7
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FUNDACIÓN EDICIONES CLÍO
La Fundación Ediciones Clío constituye una institución sin nes
de lucro que procura la promoción de la Ciencia, la Cultura y la For-
mación Integral dirigida a grupos y colectivos de investigación. Nues-
tro principal objetivo es el de difundir contenido cientíco, humanís-
tico, pedagógico y cultural con la intención de Fomentar el desarrollo
académico, mediante la creación de espacios adecuados que faciliten
la promoción y divulgación de nuestros textos en formato digital. La
Fundación, muy especialmente se abocará a la vigilancia de la imple-
mentación de los benecios sociales emanados de los entes públicos
y privados, asimismo, podrá realizar cualquier tipo de consorciado,
alianza, convenios y acuerdos con entes privados y públicos tanto de
carácter local, municipal, regional e internacional.
La publicación de Los Escritos Políticos de Baralt representa un
nuevo esfuerzo realizado por la Academia de la Historia del estado
Zulia, Ediciones Clío y otras instituciones académicas con el n de
dar a conocer parte de sus escritos y aportes en esta materia. En torno
a su pensamiento político, hay que agregar que a pesar de estar inuen-
ciado por los socialistas utópicos y los anarquistas; el socialismo con el
que Baralt se identicó fue el de los cambios graduales o un socialismo
reformista apostando a la construcción de una sociedad más justa sin
la mediación de la fuerza o estallido social, no se mostró partidario de
la lucha de clases, aunque consideraba de vital importancia la igualdad
de derechos entre éstas. Esto lo aleja del marxismo y del socialismo
cientíco, y lo acerca más a los liberales progresistas.
Atentamente;
Dr. Jorge Fyrmark Vidovic López
https://orcid.org/0000-0001-8148-4403
Director Editorial
https://www.edicionesclio.com/
ISBN: 978-980-7984-28-7
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ÍNDICE GENERAL
Rafael María Baralt. 1810-1860 ..................................................... 11
Prólogo ................................................................................................ 21
I PARTE
Formación de un carácter.– oscilación y constante cívica ........ 37
Advertencia bibliográca ................................................................. 73
I. Sobre la libertad de comercio ...................................................... 89
II. Sobre la República del Ecuador y el General Juan José Flores 109
Colaboraciones en “El Espectador” .............................................155
Dos Brindis .......................................................................................185
Las desavenencias de El Siglo ..................................................... 191
Segundo prospecto de “El Siglo...................................................205
Traducción y refutación del libro de Francisco Pedro Guillermo
Guizot “De la Democracia en Francia ........................................223
Programas políticos (1° parte) ...................................................... 287
Programas Políticos (2° parte) ...................................................... 417
Historia de las Cortes ..................................................................... 599
II PARTE
Las ideas políticas de Baralt ...........................................................687
Lo pasado y lo presente ..................................................................701
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Apuntes bibliográcos ....................................................................811
Causa formada .................................................................................837
Apéndice ...........................................................................................935
Libertad De Imprenta ....................................................................949
Revista Política .................................................................................106
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RAFAEL MARÍA BARALT
1810-18601
Jorfe F. Vidovic
1 Resumen Biográfico elaborado por el Dr. Jorge F. Vidovic ORCID:
https://orcid.org/0000-
0001-8148-4403
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Rafael María Baralt es sin duda un escritor reconocido en Vene-
zuela, Hispanoamérica y España; su producción intelectual y los apor-
tes en materia literaria los encontramos en el campo de la historia, es-
critos costumbristas, poesía, escritos políticos a través de sus artículos
de prensa, en sus trabajos lológicos mediante los diccionarios que
escribió y nalmente; en su contribución como diplomático represen-
tando a Venezuela, España y República Dominicana. Destacó como
uno de los grandes prosistas de la lengua castellana, hasta el punto de
gurar como el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la
Real Academia de la Lengua Española en el año de 1853.
Nace en Maracaibo un 03 de julio de 1810, hijo del coronel venezo-
lano Miguel Antonio Baralt de ascendencia catalana y de Ana Francis-
ca Pérez de nacionalidad dominicana; crece mientras se lleva a cabo la
guerra de independencia latinoamericana e irrumpe en la vida pública
y cultural venezolana cuando se ha disuelto la Gran Colombia. Cabe
destacar que cuando Venezuela declara su independencia en 1810 la fa-
milia Baralt Pérez se traslada a Santo Domingo, lugar donde el futuro
escritor transcurre su infancia y parte de la adolescencia. De igual ma-
nera, se estima que la familia Baralt Pérez regresó a Maracaibo en el año
1821, pues antes de esa fecha, su padre don Miguel Antonio Baralt gu-
ra como Capitán y con el cargo de comandante Volante de Maracaibo;
para ese entonces el joven Rafael María ingresa a la milicia incorporán-
dose al Cuerpo de Cazadores Volantes del departamento de San Carlos
obedeciendo órdenes de su padre con tan solo 11 años de edad.
El historiador Germán Cardozo arma que para 1824 el escritor
viaja a Bogotá; en esa ciudad estudia latinidad en el convento de Santo
Domingo, derecho público y losofía en el colegio de los Claustros de
San Bartolomé y Nuestra Señora del Rosario, hasta alcanzar el título
de bachiller. De regreso a Maracaibo en 1828 lo encontramos como
uno de los rmantes del Acta de Separación de la Provincia de Mara-
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caibo de la Gran Colombia; al tiempo que se incorpora a las las del
ejército como sub teniente de milicias; allí comienza su travesía entre
cuarteles y libros. Don Pedro Grases señala que al regresar a Mara-
caibo Baralt se inicia como editor principal del “Patriota del Sulia
cuando éste ve la luz el 16 de febrero de 1829.
Posteriormente Baralt, asume la administración de Correos del De-
partamento del Zulia y actúa como ocial del Estado Mayor y secretario
del General Santiago Mariño en la Campaña de Occidente. A solicitud
del general Mariño, comienza a compilar y ordenar los documentos re-
lativos a esa campaña, rmando posteriormente la introducción que los
presenta. Según la opinión del historiador Augusto Mijares, este trabajo
no fue de gran calidad debido a la inmadurez del escritor y su corta edad;
sin embargo, igualmente arma que once años después se convertirá en
un estupendo escritor, valeroso y sagaz historiador. Es claro que ambas
actividades, las de editor y compilador, brindan al futuro historiador sus
primeras experiencias en el campo de la escritura y la milicia, pues actúa
paralelamente entre estas dos actividades por lo menos hasta 1841.
Alrededor del año 1830, Baralt decide trasladarse a Caracas; en la
capital, ingresa como funcionario al Ministerio de Guerra y Marina,
al mismo tiempo estudia en la Academia Militar de Matemáticas de
Juan Manuel Cajigal, donde se gradúa de agrimensor público en 1832
y desempeña la “Cátedra de Filosofía. Su permanencia en Caracas le
permite incorporarse a la vida intelectual y cultural de la nación; ini-
ciándose por los caminos de la literatura, la poesía y la historia.
En la capital; Baralt se preocupó por estar al corriente de los aconteci-
mientos culturales colaborando con su escritos en el Correo de Caracas,
cuyo fundador y propietario fue el sabio don Juan Manuel Cajigal. También
publicó algunos de sus escritos en la revista literaria “La Guirnalda” revista
de efímera existencia. Abraham Belloso armó que Baralt“no escatimó su
cooperación literaria a quienes se la solicitaron; y en los periódicos y revistas ca-
raqueños la rma de Rafael María Baralt no faltaba en ellos, haciéndose de
una nombradía literaria que no tardó en traspasar los ámbitos de la patria2.
2 Belloso, Abraham. “Don Rafael María Baralt”. Tomado de la Revista Baraltiana N 6 ediciones de
La universidad del Zulia. Maracaibo junio de 1966. Pág. 106
Presentación / Jorge F. Vidovic L.
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También en Caracas se incorpora como numerario de la Sociedad
Económica de Amigos del País a mediados de 1833; en esta última,
colaboró a través de escritos al lado de intelectuales de la talla de Blas
Bruzual, Tomás Lander, Fermín Toro, Agustín Codazzi, Juan Vicente
González, Domingo Navas Spínola, Carlos Soublette, Manuel Feli-
pe Tovar, José Ángel Álamo, Felipe Fermín Paul, Juan Nepomuceno
Chávez, José María Vargas entre otros. Su contribución en esta etapa
de su vida la encontramos en textos costumbristas y de prosa poéticas;
las estas de Belem, los Escritores y el Vulgo, Adolfo y María, Idilios;
son una pequeña muestra de su talento de juventud.
En el sentido anterior, Baralt describe con humor los temas más
candentes para los periódicos, con alusiones agudas y claras sobre el
conocimiento político, la inmigración, el ejército, las milicias, la lite-
ratura, la educación. Procura hacer las criticas generales, emboscadas
en la chanza y la ironía como lo aconsejaba Larra, principio que se
repetía en los artículos costumbristas que escribe en Caracas. El estilo
de la prosa y los temas seleccionados vinculan a Baralt con el clima ro-
mántico de su tiempo de manera que los caracteres de su obra reejan,
sin duda, el nivel de formación que tenía. Al sucederse la Revolución
de las Reformas en 1835, peleó contra Santiago Mariño, su antiguo
jefe, y fue ascendido a Capitán de Artillería, pero decidió dejar las ar-
mas y dedicarse a escribir. También en Caracas se casa con la dama ca-
raqueña Teresa Manrique; de esta unión nace su segunda hija Manuela
Luisa Baralt Manrique, en 1833.
Para 1839 el General José Antonio Páez encarga al coronel Agus-
tín Codazzi elaborar la cartografía nacional; Codazzi conociendo las
cualidades de Baralt lo invita a colaborar con él y le propone que es-
criba un resumen de la historia de Venezuela. Por su parte, el Capitán
de Artillería, Baralt, desde 1837 venía compilando en comunión con
Ramón Díaz, gran parte de la documentación necesaria para la edi-
ción de una obra de Historia de Venezuela apta para la enseñanza en
la escuela. La fortuna le sonríe cuando por iniciativa de Codazzi se le
invita a colaborar para que redacte la parte histórica que complementa
el trabajo geográco. Es así como nace, en comunión con el atlas de
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Agustín Codazzi, su famoso Resumen de Historia Antigua y Moderna
de Venezuela publicado en Paris en el mes de septiembre de 1841. Ese
mismo año, especícamente en Caracas, empiezan a admirarse mapas,
atlas, historia y geografía.
Indudablemente la prosa del resumen de Historia de Venezuela,
escrita a los treinta años de edad, es testimonio irrefutable de que en
la persona de Baralt el escritor y el estilista están ya formados. De to-
das sus producciones posteriores se le puede comparar únicamente la
prosa del discurso de incorporación a la Academia Española en 1853,
redactado en el momento de plenitud del escritor. Sin embargo, las
pasiones políticas imperantes en la época rebotan contra aquel mo-
numento de sobriedad, de sabiduría y de justeza con que ha escrito su
historia. Los ánimos se vuelven contra Baralt. Él habla del “crimen
que ha cometido al escribir con pluma recia y veraz, la historia de su
patria, y luego de hondas reexiones decide irse a vivir a España, en
donde vislumbra un amplio escenario para sus actividades de escritor.
Afortunadamente para él un nuevo encargo del General Páez lo obli-
ga a alejarse nuevamente de Venezuela; esta vez se dirige a Inglaterra
con la responsabilidad de buscar información que permita esclarecer
los límites fronterizos entre su país y la Guyana Inglesa. El encargo
diplomático lo termina diligentemente, pero paradójicamente decide
quedarse en el viejo continente; de Inglaterra se traslada a Sevilla hasta
1845.
En Sevilla comienza a escribir sonetos e incursiona con poemas
en versos; sin duda, Baralt fue uno de los escritores americanos que
ha exteriorizado más, y en mejor forma, la angustia de la patria leja-
na y el presentimiento de no volver a ella.El Viajero” y “Adiós a la
Patriason exponentes del estado anímico del poeta. Y del prosista,
basta este fragmento:“¡Salve, tierra de mis padres, tierra mía, tierra de
mis hijos!”. En esta forma de su poesía entra con más vigor su erudi-
ción y el conocimiento del idioma en el dominio del verso. De allí en
adelante se suma a los círculos literarios de la península ibérica donde
hace abundante periodismo y se asimila a la vida política de ese país.
Allí publica posteriormente “El libro Poesías” (1848), “Libertad de
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Imprenta” (1849), “Prospecto de Diccionario Matriz de la Lengua
Castellana” (1850), “Diccionario de Galicismos” (1855).
Es más que evidente que el mundo poético de Baralt lo constituye
de manera especial dos tópicos de innegable trascendencia como son
los temas religiosos y los temas patrióticos, a cada uno de estos tópicos
están consagrados buena parte de sus mejores sonetos y odas que lejos
de estrechar su horizonte poético ni de caer en una monotonía le per-
miten crear un conjunto de composiciones de sorprendente variedad
y calidad. Por otro lado, sus epigramas son como documentos íntimos
y casi autobiográcos pues expresan realidades amargas que el poeta
experimentó; de ahí, que en la mayor parte de los casos escriba de ma-
nera ingeniosa y punzante.
En la ciudad capitalina, sería periodista, escritor, poeta y crítico
literario. Escribió enEl Tiempo, El Siglo,El Espectador, El Clamor
blico, El Siglo Pintoresco y el Semanario Pintoresco Español. Publicó
la Antología Española, Programas Políticos con Nemesio Fernández
Cuesta, la Historia de las Cortes, Libertad de Imprenta, Lo Pasado y
lo Presente, La Europa de 1849 y la Biografía del Pbro. D. Joaquín Lo-
renzo Villanueva. Es pertinente aclarar que el año de 1849 represento
uno de los períodos de mayor producción ensayística y literaria, pues
se dedica a escribir sobre ideología y política en periódicos de Madrid
y cuya síntesis está representada por la publicación en 1849 de dos
libros titulados Escritos Políticos” y “Libertad de Imprenta.
Sobre su pensamiento político, habría que añadir que no dejó de
ser liberal; desde ahí, buscó dar respuestas a los problemas que carac-
terizaban a las sociedades americanas y europeas, especialmente re-
exionó sobre los problemas políticos y sociales de su época, lo que
representa una importante contribución al pensamiento losóco
latinoamericano. En torno a su pensamiento político, hay que aclarar
que si bien Baralt estaba identicado con el pensamiento liberal, en
sus escritos se observa cierta tendencia a reconocer y aprobar un mo-
delo socialista. Cabe mencionar, en este sentido, el planteamiento de
uno de sus estudiosos en esta área: el Dr. Johan Méndez Reyes quien;
al plantearse dicha interrogante, arma:
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A pesar de estar inuenciado por los socialistas utópicos y
los anarquistas, el socialismo con el que Baralt se identicó fue el de
los cambios graduales o un socialismo reformista (…) Apostando a la
construcción de una sociedad más justa sin la mediación de la fuerza
o estallido social, no se mostró partidario de la lucha de clases, aunque
consideraba de vital importancia la igualdad de derechos entre éstas,
esto lo aleja del marxismo y del socialismo cientíco, y lo acerca más a
los liberales progresistas
Entre otros logros literarios ya mencionados se encuentra el ha-
ber obtenido un resonante triunfo en el Liceo de Madrid con su Oda
a Cristóbal Colón, mientras emprendió una obra de gran aliento, el
diccionario matriz de la lengua castellana. Este esfuerzo le permitió ser
elegido unánimemente, el 15 de septiembre de 1853 para ocupar un
sillón vacante como miembro de la Academia de la Lengua Española
en sustitución de Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas; el
27 de noviembre del mismo año se incorpora como orador de orden
leyendo un discurso de recepción en la misma academia. Esta elección
lo ubica como el primer latinoamericano en ocupar dicho honor. Su
discurso para el día de la recepción fue considerado por Marcelino
Menéndez y Pelayo, como la obra maestra de Baralt.
Sobre sus trabajos de crítica literaria es notable el discurso pro-
nunciado en el Ateneo de Madrid en enero de 1847, sobre Chateau-
briand y sus obras, publicado luego con todos los honores; también se
incorporan otros escritos como: El Carácter Nacional, el temor de la
muerte, Certamen Poético del Liceo, Sobre la literatura criolla y por
supuesto su escrito más emblemático el Discurso de recepción pro-
nunciado en la Real Academia Española el año de su nombramiento.
El prestigio de Baralt se aanzará en los difíciles círculos literarios
y políticos de Madrid; como periodista doctrinal y como escritor en
prosa y verso, alcanzará entre los años de 1849 y 1850 su mayor re-
nombre. Son, sin duda; los años más fecundos de su empresa literaria.
Su fama de escritor talentoso y su reconocimiento como integrante de
la Real Academia Española, le granjearon el afecto de la Reina Isabel
II hasta el punto de permitirle acceder al cargo de Administrador de
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la Imprenta Nacional, director de la Gaceta de Madrid y Comendador
de la Real Orden de Carlos III, con dispensa del pago de derechos;
cargos que asumió hasta el año de 1857.
En el año 1854, la República Dominicana, patria de la madre de
Baralt, lo designa como ministro Plenipotenciario en España para que
actúe como mediador entre esa república y la Madre Patria. Tres años
después se presentaron ciertas contrariedades a raíz de un encargo di-
plomático hecho a Baralt quien actuaba como mediador entre ambas
naciones; por circunstancias políticas es violada su correspondencia
ocial, cuando se discute la interpretación de un tratado; sus opinio-
nes sobre personalidades españolas, ventiladas a la luz pública, hacen
que España lo desconozca como embajador y lo priva de sus cargos po-
líticos en 1857. Este aciago acontecimiento en su vida le dejan cesante,
humillado y con un juicio por traición.
Aunque la sentencia fue absolutoria, su moral queda deshecha y
todo ello apresuró su fallecimiento, el 4 de enero de 1860, a los 49
años y medio de edad. Tras su muerte hubo duelo en Madrid y en
Venezuela, y también en Santo Domingo; nación a la que donó su
biblioteca. Para colmo, sus restos se extraviaron y tuvieron que trans-
currir 122 años para su regreso a la Patria, aunque el Senado de la Re-
pública le había concedido los honores del Panteón Nacional desde el
10 de julio de 1943 y sólo, el 24 de noviembre de 1982 logra hacerlo
cuando son encontrados sus restos.
ConsideraCiones finales
Tres virtudes anidaron en el carácter de Rafael María Baralt: Espíri-
tu de superación, constancia y fortaleza, pues como hemos observado,
su vida fue sacudida no pocas veces por dicultades y tropiezos; y a
pesar de esto siempre supo –salvo en los últimos momentos aciagos de
su vida- reponerse ante la adversidad, para erguirse victorioso frente al
fracaso.
A pesar del poco tiempo de su existencia física, Baralt creó un esti-
lo propio y nos dejó obras que le acreditan como maestro de la lengua
castellana. En los últimos años de su vida desde España; Baralt tiene
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voz de continente. Es el alma de América, hablando desde Europa en
cátedras de sociología y de humanidad; es el maestro, en toda la pleni-
tud de su mensaje. Habla, escribe, piensa, y sus ideas, grandes y signa-
das de eternidad, ruedan, por sobre el lo de su época hasta alcanzar
el germen de los siglos. Sus obras aún son consultadas por lectores que
quieren profundizar en el mundo de la historia, la lología, la poesía o
simplemente por aquellos que estudian la historia de las ideas políticas
en Venezuela y Europa.
Concluimos señalando que Baralt“dio todo lo que pudo, y al hacer-
lo no desperdició tiempo. Su obra escrita es testigo de ello, a lo que habría
que añadir el cúmulo de responsabilidades administrativas, políticas y
diplomáticas que asumiera en forma diligente y responsable. Baralt no
cejó en su empeño de llevar a término una meta de gran importancia en
su proyecto de vida: insertarse en el principal foco cultural del mundo his-
panoamericano, en España, con la intención de crecer como intelectual
y poner a disposición de la patria grande, Hispanoamérica, lo mejor de
sí mismo: su pensamiento progresista y al mismo tiempo moderado; su
anhelo de igualdad, de libertad y de civilización; sus ganas de conservar
y enriquecer la herencia hispana, es decir, de prolongar en el tiempo todo
aquello que debía unir indefectiblemente a España con las nacientes re-
públicas de América: un idioma, una fe, una historia, en una palabra:
la cultura3”.
Fuente: Rafael María Baralt – Antología
Dr. jorge f vidovic Compilador)
https://libros.edicionesclio.com/index.php/inicio/catalog/
book/45
3 Parra Contreras Reyber. “ Baralt. Escritos Politicos”……
ISBN: 978-980-7984-28-7
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PRÓLOGO1
Reyber Parra Contreras2
1 Publicado originalmente como prólogo de: Rafael María Baralt. Antología de Escritos Políticos. Se-
lección y prólogo de Reyber Parra Contreras. Colección Biblioteca de Autores Zulianos, 1.
Maracaibo: Ediciones del Vicerrectorado Académico de la Universidad del Zulia, 2010. Obra
impresa, conmemorativa del bicentenario del natalicio de R. M. Baralt.
2 Profesor de historia de Venezuela en la Universidad del Zulia. Individuo de Número de la Aca-
demia de Historia del Estado Zulia. Editor de la Revista Latinoamericana de Difusión Cientíca y
Revista de la Universidad del Zulia. ORCID:
https://orcid.org/0000-0002-3231-9214
. E-
mail:
reyberparra@gmail.com
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“No es pueblo, no, el que carece de opiniones
jas respecto de sus grandes intereses.
Rafael María Baralt, Lo pasado y lo presente,1849.
“Dos poderes se disputan el gobierno del
mundo y se anatematizan con el furor que
pudieran hacerlo dos cultos enemigos:
La economía política o la tradición; y el
socialismo o la utopía.
Rafael María Baralt, Programas políticos,1849
Con ocasión del bicentenario del nacimiento de Rafael María Ba-
ralt, la Universidad del Zulia promovió algunas actividades culturales
con el n de honrar a este personaje de gran relevancia en la historia de
Venezuela, cuyo legado trascendió el suelo patrio y abarcó el ámbito
hispanoamericano. Una de las iniciativas para tal n, consistió en la
edición impresa de dos obras: Rafael María Baralt. Discurso de ingreso
en la Real Academia Española y Rafael María Baralt. Antología de Es-
critos Políticos, donde tuvimos la oportunidad de prologar y dirigir el
proceso editorial de ambas publicaciones.
Transcurrido poco más de un decenio de la edición impresa de
la Antología de Escritos Políticos, la Academia de Historia del Estado
Zulia, gracias a la iniciativa del Académico Jorge Vidovic, nos ofrece
una edición digital de los escritos políticos de Baralt, presentes en sus
Obras Completas. El prólogo de esta nueva edición recoge en forma
íntegra el texto que sirvió de prólogo a: Rafael María Baralt, Antolo-
gía de Escritos Políticos, cuyo contenido presentamos a continuación.
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En el presente año 2010 celebramos en Venezuela el bicentenario
del nacimiento de Rafael María Baralt: connotado hombre de letras
que nació en Maracaibo, el 03 de julio de 1810, en el albor de la lu-
cha independentista venezolana. Su nombre es hoy recordado, entre
otras razones, por la trascendencia de su producción intelectual3 y por
haber merecido ser el primer hispanoamericano en formar parte, en
calidad de numerario, de la Real Academia Española.
La ocasión del bicentenario es propicia para reexionar en torno a la
prolífera obra de este preclaro escritor, que además de descollar por sus
contribuciones en materia literaria, historiográca y periodística, logró
incursionar con acierto en el análisis del panorama político europeo de
mediados del siglo XIX, exponiendo sin tapujos sus convicciones de-
mocráticas y los principios modernos que anidaban en su conciencia.
Aunque existe una brecha espacio-temporal entre el mundo en que
vivió Baralt y nuestra contemporaneidad nacional y latinoamericana,
todavía hoy podemos hallar en sus escritos importantes contribucio-
nes para la comprensión de nuestra realidad política y social. Si bien
sus reexiones y propuestas políticas se circunscribieron al ámbito eu-
ropeo de mediados del siglo XIX, todas ellas están cargadas de prin-
cipios, valores y orientaciones de orden ético que no han perdido, ni
perderán, su vigencia en el tiempo. Baralt, al igual que Fermín Toro y
Cecilio Acosta, tiene hoy mucho que decirle al pueblo de Venezuela.
De ahí el interés de varias generaciones de escritores venezolanos
en interpretar el pensamiento político e ideológico de Rafael María
Baralt. A mediados del siglo XX, por ejemplo, surgieron valiosas con-
tribuciones en esta materia, las cuales provinieron de autores como:
Pedro Grases, Ramón Díaz Sánchez, Agustín Millares Carlo y Augus-
to Mijares4, quienes a su vez respaldaron la iniciativa de la Universidad
3 De su autoría sobresalen los siguientes trabajos: Documentos militares y políticos relativos a la campaña de
vanguardia dirigida por el Excmo. Sr. Santiago Mariño, publicados por un ocial del Estado Mayor del Ejército (1830);
Resumen de la historia de Venezuela (1841); Programas políticos (1849); Libertad de imprenta (1849); Historia de
las Cortes (1849); Lo pasado y lo presente(1849); Diccionario matriz de la lengua castellana (prospecto 1850);
Discurso de incorporación a la Real Academia Española (1853); Diccionario de galicismos (1855).
4 Véase: GRASES, Pedro (1959) Rafael María Baralt (1810-1860). Caracas: Ediciones de la Funda-
ción Eugenio Mendoza. Biblioteca Escolar, Colección de Biografías N° 35; GRASES, Pedro (1968).
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del Zulia de rescatar los escritos de Baralt y facilitar el estudio de los
mismos mediante la edición de sus Obras completas.
En esta oportunidad, queremos analizar algunos aspectos del pen-
samiento político de Rafael María Baralt, en particular lo que tiene ver
con su interpretación del progreso, del cristianismo, de la democracia
y del socialismo: realidades de su mundo y también del nuestro, que
encuentran en Baralt la justa valoración de un escritor equilibrado.
La formación intelectual e ideológica de Rafael María Baralt es-
tuvo signada por las transformaciones políticas, sociales, económicas
y culturales del mundo occidental, cuyos orígenes se remontan a la
época del Renacimiento para más tarde intensicarse con la Revolu-
ción Francesa y la crisis del industrialismo. A lo largo de este período
surgieron diversas ideas o planteamientos en los cuales se reivindicada
la libertad del individuo, la justicia social y la igualdad, es decir, los
derechos de todos los hombres en el marco de la convivencia social.
De esta manera, la consolidación de la modernidad jugará un papel
preponderante en la formación intelectual de aquellos escritores de los
siglos XVIII y XIX, que se identicaron con la idea del cambio y con
la necesidad de “experimentar” nuevas alternativas políticas, económi-
cas y sociales que permitieran superar los males heredados del pasado:
pobreza, ignorancia, absolutismo, desigualdades e injusticias. Baralt fue
uno de esos intelectuales que, lejos de estar conforme con el orden del
momento, apostó por la consecución de verdaderas transformaciones.
En este conglomerado intelectual existía una plena adhesión a
la idea del progreso como condición posible y necesaria en toda so-
ciedad. Lo que es propio del mundo, de la vida, de los hombres es el
movimiento y no el quietismo 5. El mismo Baralt armaba que “la con-
Advertencia bibliográfica. En: Rafael María Baralt. Obras completas VI. Escritos políticos. Maracaibo:
Universidad del Zulia, 1968; DÍAZ SÁNCHEZ, Ramón (1968). Prólogo. En: Rafael María Baralt.
Obras completas VI. Escritos políticos. Maracaibo: Universidad del Zulia, 1968; MILLARES CARLO,
Agustín (1969). Rafael María Baralt 1810-1860: estudio biográco, crítico y bibliográco. Caracas: Uni-
versidad Central de Venezuela; MILLARES, Augusto (1972) Prólogo. En: Rafael María Baralt. Obras
completas VII. Escritos políticos. Maracaibo: Universidad del Zulia, 1972.
5 Los historicistas, los iluministas y más tarde los evolucionistas dieron gran importancia a este
planteamiento.
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dición de la vida es el movimiento, y (...) la condición del movimiento
es el progreso6. Tal convicción deja entrever la presencia de la visión
racionalista del prepositivismo en las reexiones de Baralt7.
¿Cómo puede hacerse tangible, real, concreto el cambio, es
decir, el progreso? Baralt pensaba que era posible lograrlo mediante
la aparición de verdaderas revoluciones. Creía que el progreso debía
entenderse como consecuencia de las revoluciones que traen consigo
cambios favorables e ideas útiles. Así lo atestigua la historia, escenario
de múltiples revoluciones que a lo largo del tiempo hicieron posible la
consolidación de la libertad o la «emancipación del pensamiento8.
Sin embargo, a juicio de Baralt no es necesario destruir o desechar
los fundamentos morales y culturales de un pueblo para alcanzar su
progreso. Europa, y Occidente en general, deben transitar la senda del
progreso sin renunciar, por ejemplo, al cristianismo: “la fuente de la
civilización moderna (...) el círculo (de antemano trazado) dentro del
cual se han de realizar todas las transformaciones progresivas del esta-
do social de nuestro tiempo9.
El mejor modelo de lo que es una auténtica revolución se encuen-
tra en el cristianismo, pues de éste provienen consecuencias favora-
bles, que se expresan en buena parte de los principios modernos con
los cuales se identicó el mismo Baralt:
“Revolución y profundísima, que dura todavía, fue el cristianismo
en sus efectos morales, políticos, religiosos y sociales; ¿o negaréis por
ventura que es cristiana la civilización de nuestros tiempos, o que son
cristianas las ideas de libertad, de igualdad y de fraternidad que sirven de
fundamento más o menos ostensibles a las instituciones europeas?” 10.
Del seno del cristianismo, y más especícamente de la Iglesia
6 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Obras completas VI. Escritos
políticos. Maracaibo: Universidad del Zulia, 1968, p. 278.
7 TINOCO, Antonio (2010). Rafael María Baralt y el prepositivismo en Venezuela. En: Revista de la
Universidad del Zulia. Tercera Época. Año1, Número1, septiembre-diciembre del 2010, pp. 63-84.
8 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Antología de escritos políticos, p.37.
9 BARALT, Rafael María (1849). Segundo prospecto de El Siglo. En: Antología de escritos políticos, p. 28.
10 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Antología de escritos políticos, p.37
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Católica, surgió un orden civilizatorio que, aunque imperfecto, puede
conducir a niveles superiores de progreso o evolución11. Una manifes-
tación necesaria de este proceso ascendente es, según Baralt12, la “evo-
lución social” que desembocará en la democracia. Este sistema polí-
tico es, desde su perspectiva de análisis, inseparable del cristianismo:
“Digámoslo de una vez con gratitud y noble orgullo: La Iglesia
y los papas salvaron la civilización, y de esta civilización es sustancia
y vida el cristianismo: y tal es en este punto nuestra incontrastable
convicción, que si no concebimos gobierno alguno estable y bien or-
denado fuera del círculo democrático, tampoco concebimos que sea
posible la democracia sin el cristianismo13.
Baralt deja claramente establecido que el ideal de la democracia
-antítesis del absolutismo- no es ajeno a lo pregonado por la Iglesia,
sino que más bien se desprende de la doctrina y de los principios que
esta fue esparciendo en Europa, entiéndase: convivencia solidaria en-
tre los hombres, igualdad y justicia.
La democracia es, para Baralt, el nivel superior de un proceso cuyo
desarrollo se evidencia ahí donde la Iglesia ha sembrado los principios an-
tes mencionados, los cuales son, sin lugar a dudas, pilares de la Moderni-
dad. Nuestro objeto, arma Baralt, es la democracia, por ser esta el “último
término político de la civilización moderna14. Sin embargo, su visión del
progreso y del carácter evolutivo de las sociedades, le lleva a armar que
no descarta la posibilidad del surgimiento de “nuevas formas políticas”,
que pudieran ser necesarias para “las transformaciones” de la humanidad.
¿Cuál es, en este sentido, el modelo de la democracia expuesto
por Baralt? Se trata de un sistema político garante de la libertad, y por
11 Esta valoración positiva de la Iglesia por parte de Baralt también estuvo acompañada de varias
reflexiones en las cuales abogaba por la autonomía de los Estados en relación con la Sante Sede.
Consideraba necesario que entre el Estado y la Iglesia debía establecerse una convivencia ar-
moniosa, lo que a todas luces deja entrever su deseo -y el de muchos intelectuales progresistas
de la época- de lograr que se superara en forma definitiva los excesos de poder y los conflictos
protagonizados por ambas partes en diversos momentos de la historia europea.
12 BARALT, Rafael María (1849). Segundo prospecto de El Siglo. En: Obras completas VI, op. cit., p.191.
13 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Obras completas VI, op.cit., p.338.
14 BARALT, Rafael María (1849). Segundo prospecto de El Siglo. En: Antología de escritos políticos, p. 29.
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ende, contrario a cualquier régimen tiránico; su Norte es la defensa de
los derechos individuales y sociales de la población, así como la gober-
nabilidad y estabilidad de esta.
“Esa democracia, la única verdadera, es compatible con el vario
orden social de las diversas naciones civilizadas; se llama, y es, hija del
cristianismo; proclama y arma la libertad como condición del orden,
el orden como apoyo de la libertad, el poder fuerte y completo como
garantía del uno y de la otra; fortalece todos los intereses legítimos;
protege todos los derechos; cumple todos los deberes y es amiga de
todas las clases: enemiga tan solo de la arbitrariedad y de la tiranía15.
En la práctica, la democracia debe complementarse y articularse
con un modelo de organización político gubernamental que favorezca
el equilibrio del poder y la participación ciudadana. Es por ello por
lo que Baralt sitúa a la democracia de la mano con el sistema federal.
En sus escritos hace referencia a “la forma federativa democrática. Se
trata de una propuesta que consiste en facilitar el protagonismo del
elemento comunal”, sin descuidar la “inspección y supervisión del
Estado” en los asuntos de interés local y nacional. Así, pues, su obje-
tivo es claro: propiciar la participación de las comunidades locales y
regionales en la toma de decisiones y en la solución de sus problemas,
sin dejar a un lado la supervisión e intervención del gobierno central.
Baralt, al respecto, apostó por el equilibrio entre dos tendencias anta-
gónicas: centralización y autonomía:
“Pedimos una nueva ley de Ayuntamientos y Diputaciones Pro-
vinciales que restituya la vida al elemento comunal, sin menoscabo,
antes con medra y provecho, de la inspección y supervigilancia del
Estado (...)
(...) Y en cuanto a la Federación misma debemos prevenir que ha-
biendo muchas maneras de ella preferimos la que mejor y más ajus-
tadamente concilia la unidad del todo con la independencia de las
partes”16.
15 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Antología de escritos políticos, p. 47.
16 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Segunda parte. En: Antología de escritos polí-
ticos, p. 138.
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En lo atinente a la “federación democrática, al igual que en todo
su pensamiento político, Baralt se distancia de los extremos y de toda
posición radical infructuosa. El centralismo es un extremo que puede
conducir al despotismo, mientras que el autonomismo acarrea el peli-
gro de la “disolución social”17.
Justamente, tratando lo relativo a la democracia, Baralt se identi-
ca con esta, pero al mismo tiempo rechaza que sea confundida con las
falsas revoluciones, que no pasan de ser revueltas o simples motines.
La democracia puede surgir como consecuencia de los cambios posi-
tivos que acarrean las verdaderas revoluciones, mas no debe confun-
dirse su funcionamiento con los desmanes de las revueltas que, por sí
solas, no son revoluciones. En los escritos políticos de Baralt, el orden,
la igualdad y la libertad, forman parte de la democracia; mientras que
la anarquía, la violencia y la tiranía están dentro de lo que Guizot lla-
mó “idolatría de la democracia.
“(...) La ‘idolatría de la democracia’ no era más que la conceptua-
lización de las protestas, hechos violentos, revueltas que afectaban
fundamentalmente a Francia, como consecuencia de la conciencia de
explotación que desarrolló la ‘clase proletaria u obrera, la cual se lanzó
a la rebeldía, aupada - en algunos casos - por la ideología socialista y
sus connotados representantes18.
La democracia, para Baralt, es ajena a una manera de entender el
socialismo, que consiste en reivindicar los derechos de las clases des-
poseídas mediante las revueltas y la “tiranía de la sociedad sobre el
individuo”; a su vez, la democracia es afín a un modelo socialista don-
de se apuesta en favor de la igualdad y de la “reforma lenta y juiciosa.
Tenemos entonces que la posición de Baralt con relación al socia-
lismo es dual: por un lado, rechaza que sea la causa de los trastornos, la
turbación y la violencia que experimentaban algunos países europeos
-principalmente Francia- a raíz de la lucha del proletariado en contra
de las clases poderosas; de otro lado, valora en forma positiva que se
17 Ibidem
18 PARRA, Reyber (2010). Visión del socialismo en el pensamiento de Rafael María Baralt. En: Revista de
la Universidad del Zulia. Tercera Época. Año 1, Número 1, Septiembre - Diciembre del 2010, p. 47.
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asuma el socialismo como partidario de la reivindicación del proleta-
riado, mediante la adopción de reformas racionales, que hicieron po-
sible la vivencia de la democracia, la igualdad, la libertad y la justicia.
Este acercamiento de Baralt al socialismo fue propiciado por dos
circunstancias enlazadas a su vida:
En primer lugar, Baralt se caracterizó por ser un intelectual con-
trario al “espíritu exclusivo, inexible y pedantescamente dogmático
de sistema19, lo cual signica que, aunque fue un liberal20, o un liberal
progresista21, esto no le impidió identicarse con los planteamientos de
otras corrientes ideológicas, especícamente los provenientes del so-
cialismo, doctrina con la que entró en diálogo y supo reconocerle sus
cualidades (valoración positiva, vinculada con la democracia), así como
denunciar sus contradicciones, entre estas la “idolatría de la democracia.
A su vez, Baralt estuvo notablemente marcado por la experien-
cia de observar en forma directa las injustas condiciones de vida a las
que habían sido sometidas las clases desposeídas en ciudades como
Londres y París. Esta cruda realidad de pobreza y explotación no pasó
desapercibida en sus reexiones; en ellas se observa cierto grado de
sensibilidad social, que le lleva a denunciar el trato inhumano que
recibían los grupos más vulnerables de aquellas localidades, sin que
existiera, en los sectores gubernamentales y en las clases pudientes, el
menor interés por la suerte de éstos, es decir, del destino de los niños
y de las mujeres que debían trabajar jornadas interminables en las fá-
bricas para sobrevivir:
“(...) Merced a la industria (...) Vemos que el hombre teme ya la
competencia de los niños y de las mujeres en el trabajo; también que
todos, ellos y ellas, ponen manos a la obra antes de la época de su com-
pleto desarrollo orgánico y viven encadenados a una sola ocupación
mecánica, privados de toda cultura moral e intelectual, apremiados,
sin consideración de sus fuerzas, mal vestidos y peor mantenidos, ex-
19 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Segunda parte. En: Antología de escritos polí-
ticos, p.98.
20 MILLARES CARLO, Agustín (1969). Op cit.; MIJARES, Augusto (1972). Op.cit.
21 DÍAZ SÁNCHEZ, Ramón (1968). Op.cit.
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puestos sin esperanza de amparo a todos los azares de sus enfermizas
profesiones (...) ¿Y qué sucede? que su constitución física se enaque-
ce; que nacen enclenques y contrahechos (...) que mueren en or, so-
los, sin consuelo como para hacer aprovechamiento de los anteatros
anatómicos: esclavos de la sociedad en vida; ludibrios de la curiosidad
cientíca en su muerte”22.
En la conciencia política de Baralt está presente la inconformi-
dad de un intelectual que no aprueba las desigualdades y las injusticias
sociales. Su compromiso con los ideales de igualdad y justicia, le lleva a
buscar en el socialismo las respuestas acerca del origen de estos males,
que en su época se habían diseminado por la Europa industrializada.
A partir de su acercamiento con el socialismo utópico, entenderá que
entre las causas de esta situación se encuentra la existencia de una clase
social a la que, en sintonía con Saint-Simon, catálogo de “parásita” y
dueña de grandes riquezas. Se trata de los grandes capitalistas (indus-
triales y banqueros), de quienes dice lo siguiente:
“Porque entre el estado llano y el pueblo, así como entre la no-
bleza de linaje y el estado llano existe a modo de cuña de dislocación
y quebrantamiento una clase parásita e incorregible, que a todas las
demás absorbe, domina y vicia fomentando sus discordias con el oro y
con el fraude. Poseedora de inmensos capitales, formados día por día y
hora por hora con diabólico afán del sudor y la sangre de los pueblos,
sírvese ahora de ellos para trocar en derecho el abuso de sus infames
granjerías (...) A ella se deben todas las miserias de nuestra ngida so-
ciedad, y es ella la única responsable de sus crímenes. Ella es la que ex-
cita y acalora esa reacción fría y cruel que inunda en sangre la Europa
(...) Ella la que a trueco de impedir la emancipación del proletariado
quiere llegar (...) a la extinción de todas las humanas libertades (...)” 23.
A esta clase social de grandes capitalistas les crítica haber someti-
do a los trabajadores a lo que Marx y Engels llamaron la “alienación, y
que Baralt entiende de la siguiente manera: quienes forman “la masa
22 BARALT, Rafael María (1849). Lo pasado y lo presente. En: Obras completas VII, op.cit, pp. 116-
117.
23 BARALT, Rafael María (1849). Lo pasado y lo presente. En: Antología de escritos políticos, p. 168.
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de la población europea (...) trabajan o mueren; y para trabajar no ven-
den las fuerzas, sino la misma vida, que la industria paga como quiere,
o como puede, imponiendo sus inexorables condiciones24.
Baralt entendía perfectamente que esta situación desigual e in-
justa formaba parte de las anomalías del sistema capitalista, que en sus
escritos aparece identicado como la tradición o la “Economía polí-
tica. Creía que el norte de dicho sistema se encaminaba a “legitimar y
santicar el egoísmo25.
Frente a los trastornos sociales del capitalismo, Baralt apela a su
creencia en el cambio, la evolución y las transformaciones, pues “lo
que debe ser no existe”, y en consecuencia encuentra en la “verdadera
escuela socialista” una alternativa para alcanzar el nuevo orden de in-
clusión e igualdad que anhelaba. Sin embargo, no respalda o aprueba
el socialismo desaforado de quienes “aspiran a reconstruir la sociedad
sobre bases extravagantes o quiméricas26.
En realidad, también el socialismo requiere ser replanteado. In-
cluso, debe someterse a una “crítica profunda” por parte de la misma
Economía política. En este sentido, lo que Baralt plantea es el equili-
brio, el diálogo, la complementación entre estos dos sistemas opuestos.
Se trata, en denitiva, de conciliar dos aspectos esenciales del mundo
o de la historia: “conservación y movimiento27. Conservación, en el
sentido de preservar y defender las conquistas alcanzadas en el pasado:
libertad individual, libertad de trabajo, sufragio universal, la familia,
la herencia y la soberanía del pueblo; movimiento, entendido como la
negación del quietismo y el estancamiento, cuyo propósito consiste en
mejorar y superar en el presente el legado del pasado.
En síntesis, podemos concluir diciendo que en lo que respecta
a sus ideas políticas, Baralt se nos presenta como un claro exponente
de la tradición ilustrada y, más allá, de la modernidad. Su pensamien-
24 BARALT, Rafael María (1849). Lo pasado y lo presente. En: Obras completas VII, op.cit., p. 116.
25 BARALT, Rafael María (1849). Programas políticos. Primera parte. En: Antología de escritos polí-
ticos, p.57.
26 Ibídem, p.58.
27 Ibídem, p.60.
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to está signado por la presencia de un conjunto de ideales modernos:
igualdad, libertad, justicia y progreso. Todos estos ideales fueron el
fundamento de sus convicciones políticas, las cuales le llevaron a re-
chazar el quietismo y a promover la búsqueda de nuevas alternativas
que facilitasen el cambio o la transformación social.
La noción de movimiento o cambio social en Baralt no consiste
en aceptar la anarquía o la violencia como mecanismo para reivindicar
los derechos de una clase social explotada. Por el contrario, se trata
de procurar un orden de justicia que nazca de reforma racionales, sin
negar el pasado, sino más bien partiendo de éste para preservar su he-
rencia y para corregir sus defectos
La economía política o el capitalismo forma parte del pasado de
Europa: un pasado cargado de tropiezos en el orden social y de con-
quistas en materia de derechos políticos y económicos. El socialismo,
en contraposición, representa una parte de su futuro, en la medida en
que logre retomar de éste su interés por la consecución de la igualdad
y la justicia social.
El curso de la historia avanza hacia la conquista de la democra-
cia, sistema que a juicio de Baralt es fruto de cristianismo. Occiden-
te, entonces, debe preservar sus raíces cristianas (de donde procede
su civilización) para ir dando pasos que le conduzcan a la vivencia de
la experiencia democrática en el marco de una organización guberna-
mental federal. Democracia y federación van de la mano en un proce-
so ascendente de verdadero progreso.
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FORMACIÓN DE UN CARÁCTER.–
OSCILACIÓN Y CONSTANTE CÍVICA1
por Ramón Díaz Sánchez
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Obvio parece explicar que para formarse un juicio veraz de la obra
de un hombre es menester estudiarlo en su cabal estructura humana,
vale decir en sus actos y peripecias de todas clases. La prescindencia de
un requisito tan importante es la causa de que no pocos de nuestros
próceres, sin excluir al más conspicuo de ellos –Bolívar– circulen por
ahí en imágenes deformadas y rodeados de leyendas innecesarias.
En Baralt se ha producido este caso y ello ha contribuido a que no
hayamos podido mirarlo tal como es, es decir, como uno de los intelec-
tuales venezolanos de principios del siglo pasado en los cuales se mani-
estan de modo dramático los fenómenos psicológicos de la historia.
Ese hombre de cabeza romántica, de abundante melena negra y de bigo-
te agareno, es un temperamento ardoroso, pero surcado de depresiones
en cuya mentalidad universal sobrevive el complejo étnico. Detrás de su
pensamiento abierto a las inquietudes contemporáneas se advierte un
corazón impetuoso predispuesto a las rebeldías y a las protestas.
He hablado antes de un temperamento ardoroso surcado de de-
presiones y voy a tratar de explicar, aunque sea brevemente, esta ca-
racterística que observo en el personaje. En efecto, si le seguimos con
atención a lo largo de sus andanzas, no podemos dejar de advertir
cómo tras un período de exaltación y de euforia hay casi siempre otro
de replegamiento en Baralt, que parece buscar, por el contraste entre
las emociones y las ideas, un interno equilibrio o una afectiva com-
pensación que le reconcilie consigo mismo. Y esta compensación la
encuentra por lo común en la poesía, en la literatura imaginativa y en
otras disciplinas mentales que como la lingüística llenaron buena par-
te de su actividad intelectual. Semejante característica, que va a acom-
pañarlo hasta el n de sus días, comienza a hacerse evidente desde la
adolescencia, cuando, desplazado de su ambiente nativo, se encuentra
de pronto en medio de las fragorosas agitaciones que precipitan el n
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de aquella efímera estructura político-militar que conocemos con el
nombre de Gran Colombia.
Bien explicada está por los historiógrafos nacionales esa primera
etapa de la vida de nuestro escritor. Llevado a Bogotá por su tío don
Luis –que fue senador al Congreso grancolombiano–, por los años
de 1826 a 1828, cursa estudios de derecho y losofía, y percibe, con
apasionado fervor juvenil, el sentimiento de oposición a Bolívar que
conmovía a aquella parte de la República. Vuelve a su país y encuentra
que la temperatura separatista y antibolivariana no es aquí menos in-
tensa que en la Nueva Granada. El 16 de enero de 1830, no cumplidos
n los veinte años, suscribe el acta segregativa de Maracaibo, y no
contento con este gesto puramente político, se lanza a subrayarlo de
hecho incorporándose al ejército que conduce a la frontera del Táchi-
ra el separatista Santiago Mariño. Ya había en la historia del joven una
tradición militar que tuvo su inicio cuando apenas contaba once años,
como abanderado del cuerpo de cazadores volantes de Maracaibo.
Pero también había una tradición civil y humanista adquirida en los
claustros de Santo Domingo, de San Bartolomé y de Nuestra Señora
del Rosario en la culta capital bogotana. Y es esta última la que va a
privar a la postre en su pensamiento.
De no escasa importancia para la comprensión de Baralt es esta pri-
mera etapa de su existencia. Secretario de Mariño y luego ocial de su
Estado Mayor, él participa en aquella campaña que contribuye a la diso-
lución de la Gran Colombia y al aniquilamiento de su creador. En esta
oportunidad produce su primer escrito hasta hoy conocido y que nos lo
presenta ya como un correcto escritor: la “Introducción” a los Documen-
tos militares y políticos relativos a la campaña de vanguardia dirigida por
el Excmo. Sr. Santiago Mariño, publicados por un Ocial del Estado Ma-
yor del Ejército, cuya impresión se hizo en Guanare y Valencia en 1830.2
Con razón se ha hecho notar la elegancia de esta prosa juvenil que
distingue a Baralt como un escritor de raza. No es frecuente hallar en
un joven de veinte años tal dominio y plasticidad estilística. Sin em-
2 Pedro Grases. “Primer escrito conocido de Baralt”, en Temas de bibliografía y cultura venezolanas.
p. 161.
Formación de un carácter - Oscilación y constante cívica / Ramón Díaz Sánchez
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bargo, no es esto lo que constituye el valor substancial de ese texto; lo
es su signicación en la historia psíquica de su autor. Si Baralt posee ya
un estilo excelente, necesario es reconocer que aún no ha llegado para
él la edad de la comprensión, la certidumbre del juicio histórico. Es
todavía un muchacho del trópico inamado por irreexivo idealismo.
Todo lo contrario del historiador que va a madurar después.
La primera oscilación trascendente del espíritu de ese joven que
sabe escribir pero que todavía no ha aprendido a pensar, es la que nos
coloca frente a la singularidad de su caso, obligándonos a mirarlo con
particular atención. Ella se evidencia a raíz de aquellos tumultuosos
sucesos de los que surge la nueva República, y tiene el singular atracti-
vo que acompaña a toda precocidad. Ascendido a teniente y dedicado
a estudiar matemáticas, el imberbe Baralt es además profesor de loso-
fía y funcionario del Ministerio de Guerra y Marina. Sus pensamien-
tos han emprendido ya nuevos rumbos y en su relativo recogimiento
su mente digiere las proteínas históricas que nutren la política nacio-
nal. Por estos años se casa, se gradúa de agrimensor y participa en los
trabajos de la Sociedad Económica de Amigos del País en la que un
grupo de hombres maduros ensayan una auscultación responsable del
organismo de la nación. Una nueva salida a los campos de Marte –esta
vez en defensa de la legalidad representada por el doctor Vargas– y de
nuevo al retiro donde las letras le ofrecen un lenitivo y un camino para
la recticación que medita. Hele allí, en su laboratorio ideológico, do-
sicando sus poéticos ltros mientras en la mente madura su designio
de historiador. La Guirnalda, El Correo de Caracas y El Liberal. pu-
blican sus artículos costumbristas. Las cuartillas moldean los primeros
capítulos del Resumen de la historia de Venezuela y el Catecismo de la
misma materia que rmará en colaboración con Manuel María Urba-
neja y que no se publicará hasta después de su muerte.3
la historia de Venezuela
Itil parece decir que la obra capital de Baralt, realizada en su pro-
pio país, es el Resumen de la historia de Venezuela, del cual se han ocu-
3 1865.
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pado exhaustivamente los críticos de varias generaciones.4 Trabajo de
tanta sustancia debió reclamar a su autor mayor preparación de la que
comúnmente se le supone. De consiguiente, coincido con los que creen
que fue comenzada en los alrededores de 1837, por designio e inspira-
ción espontánea del escritor y no por encargo de Agustín Codazzi para
servir de complemento a la Geografía y el Atlas que éste preparaba. Basta
recorrer los tres volúmenes de esa obra para advertir que el historiador
se había preparado metódicamente, no sólo con la consulta de una bi-
bliografía de circunstancias, sino asimilando otros conocimientos que
le permitirían formarse un criterio losóco propio. Si para el desarro-
llo especíco de la peripecia venezolana consultó a Muñoz, Navarrete,
Herrera, Irving, Oviedo, Robertson, Depons, Humboldt, Montenegro
y Colón, Yanes y otros historiógrafos que enumera, para lo losóco
estudió a Voltaire, considerado en su tiempo como el eje ideológico de
una nueva historiografía que comienza con el siglo XVIII.
Lo más reciente que se conocía en aquellos días, en materia de his-
toria venezolana, era el texto de Feliciano Montenegro y Colón, quien
en su cuarto volumen llega hasta los acontecimientos de las Reformas.
Pero la obra de Montenegro parecía ya deciente, primero por su for-
ma simple y supercial y luego porque da preferencia a las acciones
guerreras. La de Baralt, en cambio, además de superar a aquélla en
estilo, presta atención a otras circunstancias históricas en las que se
sigue el proceso del pueblo venezolano y los elementos de su carácter.
Desprovista de Introducción, esta obra ofrece, al nal del tomo prime-
ro, las reexiones del historiógrafo acerca de los factores geográcos,
étnicos, económicos y culturales que contribuyen a delinear la sono-
mía nacional. Y allí queda también consignado el criterio del escritor.
La falta de educación general, y en particular la de bellas letras, es la
causa a que atribuye Baralt la incultura de un pueblo lleno de ímpetus
democráticos, pero sin otros elementos intelectuales para el momento
en que se desencadenaban los movimientos políticos que lo conduci-
rían a la independencia. ¿A quién hacer responsable de esa incultura?
Baralt no vacila en decirlo: a la potencia conquistadora que le regateó
4 Resumen de la historia de Venezuela, por Rafael María Baralt y Ramón Díaz. (Hay varias ediciones:
París, Curazao, Maracaibo y la de la Academia Nacional de la Historia).
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la enseñanza tozudamente. Así dice: “Las primeras ideas de los natu-
rales acerca de las humanidades las aprendieron en libros extranjeros.
Y explica cómo los franceses del siglo XVIII fueron leídos antes que
los españoles del Siglo de Oro. Finalmente, señala una trascendencia
especial a la poesía. “¡Cuánto nos hace gozar el poeta! Con él reímos
o lloramos, con él perfeccionamos el entendimiento, con él hallamos
consuelo en las desgracias de la vida.
Es en el segundo y tercer volúmenes del Resumen donde se manies-
ta esa típica cualidad de Baralt que va a ser la constante de su conducta
a lo largo de toda su obra: la del sentimiento de la justicia. Al entrar a
narrar la lucha de independencia él sabe que ha penetrado en un cam-
po asaz peligroso, lleno de consecuencias para su vida. La Historia que
es en sus manos obra de estilo –“el estilo es el hombre”, va a decir con
Buon trece años más tarde, en los umbrales de la Academia– es sobre
todo obra de conciencia. Al redactar las páginas donde trata las últimas
décadas de aquellos sucesos, sabe que está recticando su juventud. Y
apenas cuenta treinta años. Diríase que un concentrado acto de contri-
ción le llevara deliberadamente a la piedra del sacricio. Frescos, actua-
les, podría decirse, los acontecimientos de la destrucción de Colombia,
el joven historiador desafía el resentimiento y la inquina de muchos que
sienten aún el rubor de sus actos, pero que disponen de suciente poder
para aniquilar a quien ose sacarlos a luz. Entredicho todavía el nombre
de Bolívar y proscritos sus huesos que no se han descarnado del todo,
él, escritor casi oscuro, modesto burócrata en una Secretaría de Estado,
se atreve a reivindicarlo y a colmarlo de elogios. Si la historia escrita por
este hombre no tuviera otros méritos, ése bastaría para singularizarla.
No es una mera producción de la inteligencia. Es una de las más altas
manifestaciones morales de la cultura venezolana.
la gran Crisis.– el adiós a la patria
Se ha referido ya al pormenor toda la anécdota de Baralt en ese pe-
ríodo de tres años en el cual se realiza la edición del Resumen, en el que
se da comisión al autor para que vaya a estudiar los linderos de la Gua-
yana en litigio con Inglaterra y en el que se le envía luego a Londres y
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poco después a Sevilla a trabajar en la misma materia. Asociado con
Ramón Díaz y Codazzi marcha a París en 1841. De vuelta a Caracas
sale casi inmediatamente a cumplir sus nuevos encargos.
¿ué impresiones llevaba Baralt cuando partió por segunda vez
hacia Europa? No se puede pensar sino que debieron ser optimistas,
pues la acogida que tuvo su libro fue favorable. Mas apenas cae éste en
las manos de determinadas personas cuando comienzan a burbujear
los rumores y a acumularse la tempestad. Es posible que el escritor se
hubiese enterado de estos presagios estando todavía en su país y que,
temeroso de represalias, solicitase su envío a Londres; lo cierto es que
apenas vuelve la espalda comienza a moverse la intriga, cuyo radio es
tan amplio que envuelve también a Codazzi y a Díaz.
Deducciones se han hecho posteriormente para desvirtuar la ver-
sión de que existiesen en realidad semejantes intrigas o de que a cau-
sa de ellas se viese Baralt obligado a expatriarse. La verdad es que las
hubo y que su origen hay que buscarlo en el Senado de la República.
De esto habla Codazzi con precisión en un memorial que recoge Ma-
rio Briceño Iragorry.5
uejoso del injusto trato que recibió del Senado después de la pu-
blicación de sus admirables trabajos, el ilustre geógrafo se expresa del
modo siguiente: “La misma mayoría –la de la Cámara de representan-
tes– tuve a mi favor; mas pasado al Honorable Senado fue allí, después
de fuertes y acalorados debates, admitido a discusión [el proyecto de
Decreto por el cual se le condonaba la deuda que había contraído para la
publicación], por once votos contra diez. Ellos me dieron a conocer las
razones en que se apoyaban los votos negativos, reducidos a considerar
como parte integrante de mis trabajos la historia de Venezuela, obra ex-
clusiva de los señores R. M. Baralt y R. Díaz, únicos responsables de sus
propios fallos. Empero –prosigue Codazzi– si la historia no está escrita
con imparcialidad, si oculta algo, si elogia a quien no debe, si olvida a
unos y ensalza con injusticia a otros, si, en n, ella no es de la aprobación
de la mitad del Senado, es preciso convenir que nada tiene de común
5 Pasión y triunfo de dos grandes libros, por Mario Briceño Iragorry. Publicaciones de la Academia
Nacional de la Historia, 1941. Reproducido en Baraltiana, núm. 6 (mayo de 1966), pp. 61-97.
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con los trabajos puramente cientícos del exponente”. Y párrafos más
adelante formula una pregunta en la que queda sintetizado todo el al-
cance de la injusticia: “¿Seré culpable por haber escogido al capitán R.
M. Baralt para redactar la historia, o porque éste se asociase al señor R.
Díaz”. Inútil fue que Codazzi emplazase a los confabulados para que ex-
pusiesen sus reparos públicamente. El silencio fue la respuesta. Era más
cómoda la venganza anónima y subterránea, que una polémica en la que
los intrigantes hubiesen llevado la peor parte.
Hubo, pues, mar de fondo –y podrido– en aquel memorable evento
de la cultura venezolana. Si Baralt hubiese escrito un texto de historia
para halagar la vanidad y las pasiones de un puñado de ilustres descono-
cidos, a estas horas estaría justamente olvidado. Hoy, empero, su obra
es un hito, un ejemplo cimero de sinceridad y de valor ciudadano. Sin
embargo, Baralt, Díaz y Codazzi tenían motivos para sentirse ofendidos
y cada uno a su modo expresó su protesta renunciando a los galardones
que el país les debía: Codazzi prescindiendo de cobrar el precio de su
trabajo, Díaz rechazando un destino que le ofreciera el gobierno y Ba-
ralt renunciando a lo más caro que hay para un ciudadano: la patria.
También ha sido objeto de conjeturas el exacto motivo que tuvo
Baralt para abandonar su país. Secretario del doctor Alejo Fortique,
nuestro ilustre representante en el litigio con los ingleses por los lími-
tes de Guayana, el escritor permanece en Londres desde noviembre
de 1841 hasta febrero de 1842. En marzo llega a Sevilla y en abril va
a Madrid con la misión de acopiar documentos en los archivos de la
Península para reforzar la reclamación. De este modo transcurre un
año. El conicto se produce en 1843, cuando el gobierno de Venezue-
la le priva de su destino sin mayores explicaciones. ¿Cuáles intrigas y
cuáles inuencias se movieron durante su ausencia para humillarlo de
esta manera? Unos párrafos entresacados de la correspondencia del
doctor Fortique con el presidente de la República, general Soublette,
nos van a orientar en estas indagaciones que han permanecido hasta
ahora en una misteriosa penumbra:6 He aquí lo que escribe Fortique
6 Correspondencia de Alejo Fortique. Archivo del General Carlos Soublette en la Academia Na-
cional de la Historia.
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a Soublette en 16 de enero de 1844: “Ya sabía yo que Cajigal y Baralt
estaban quejositos, con algo más y es que me atribuyen la supresión
de sus destinos. Esto se llama pagar por otro, sin más razón que la de
ser más débil. No sé si Vmed. recuerda un loco que hubo en Caracas
llamado «ue te coje la Luna». Tan furioso lo volvió el tal nombre
que al oírlo fajaba con las ventanas, burros u objeto cualquiera que
hallaba cerca. Yo soy pues el burro de estos señores, que como objeto
inmediato pago lo que el Congreso debe sin atender aquí a mi silencio
y sufrimiento...
El 3 de junio vuelve Fortique a tratar el asunto y dice: “ue qué se
ha hallado en Sevilla Baralt? Le diré en reserva, porque puede servir
de explicación de mi conducta, que cuando regresó de España don
Pepe París, andaba yo por el campo cazando, única vez que me he se-
parado de Londres, por causa mía, aunque sólo duró la ausencia diez
días, y esto por no poder resistir los deseos de cazar a pie y a caballo
en Inglaterra ni negarme a las instancias de varios señores que me con-
vidaban y ofrecían sus campos, casas y compañía. Mas a mi regreso
me vi con un señor que fue a España con París quien me dijo que
Baralt estaba hecho un sevillano, que escribía en los periódicos contra
Espartero; que estaba formando no se qué obra; que tenía un baúl
de papeles sacados o copiados de los archivos; y que en nada pensaba
menos que regresar a Caracas”... Y el 16 de junio de 1845, después
del viaje que el mismo Fortique hizo a España para rmar el tratado
de reconocimiento, paz y amistad, escribe al Presidente de nuevo: “A
Baralt lo vi en Sevilla vestido y mal vestido de sevillano. Siento no
haber sabido para entonces que se quejaba, durante el sitio de aquella
ciudad, puesto por Espartero, de no poder mudarse de la casa donde
vivía, y donde caían muchas balas, porque no pagándole un medio de
sus sueldos la República, no tenía con qué pagar el alquiler que debía.
Supe también en Cádiz que era segundo ocial del Gobierno policial,
con 25 pesos de sueldo al mes, que escribía en los periódicos y que
estaba amancebado. ¡Buen secretario me enviaron de allá!”
Por lo que de estos párrafos se colige, ni Fortique buscó a Baralt ni
Baralt trató de acercarse a Fortique en España. Había roto con su país a
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causa de las intrigas de un grupo de compatriotas descontentos porque
había escrito de ellos cosas desagradables. El escritor comía su miseria y
se preparaba en el exilio para una nueva vida del pensamiento. Acopiaba
nuevas vivencias y encontraba nuevos amigos. De esta época crítica son
sus poemas Adiós a la Patria y Patria adoptiva. En el segundo decía:
Del reino de la aurora
que el Atlántico mar sonoro baña
y Febo ardiente dora,
viene un triste que implora
asilo en tu regazo, ¡oh madre España!
………………………………………………
Recíbeme piadosa,
hora que vuelve contra ti su rueda
Fortuna caprichosa,
por que en tu suerte odiosa
llorar contigo y consolarte pueda.
un liberal progresista
“Hora que vuelve contra ti su rueda Fortuna caprichosa, así cantó
Baralt a España cuando le pidió asilo para su tristeza. Y no mentía.
Desgarrada por la reciente guerra carlista, la vieja nación sangraba en
medio de los odios políticos que en vano se querían mitigar desde los
estrados de un trono en el que se sentaba una niña de trece años rodea-
da de recelos e intrigas.
Las guerras carlistas fueron, según sus historiadores, “la conmo-
ción interna más grande sufrida por España desde el advenimiento de
los Reyes Católicos.7 No se trató de un mero conicto dinástico, sino
de una profunda cuestión de principios: de un lado, el pasado, o sea lo
que los adictos del pretendiente don Carlos calicaban de “tradición
española” y cuyo lema o divisa era “Altar y Trono” y del otro el “Libera-
lismo, que para los carlistas carecía de principios, porque negaba que
todo poder viene de Dios, armando en cambio que el poder nace de
un pacto entre hombres.
7 Juan José Peña e Ibáñez: Las guerras carlistas. San Sebastián, Edit. Española, 1940.
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Copio estos conceptos precisamente de un historiador tradiciona-
lista –Juan José Pa e Ibáñez– para determinar con exactitud el cam-
po ideológico en el cual se sitúa el expatriado venezolano y para esbo-
zar los motivos de su actitud, que en ocasiones parece contradictoria,
ante la reina Isabel II y los gobiernos que la sostienen. “Aquel infante
Carlos María Isidro –escribe el historiador mencionado– que no se
doblegó ante Napoleón en Bayona, adquiriendo así categoría de Rey,
iba a ser símbolo de la España Nacional, la del Catolicismo y la Tradi-
ción. Y la pobre doña Isabel sería desde la cuna, más que estandarte,
esclava de la Revolución, la Irreligión, el Liberalismo y la Antipatria.
El interés principal de la vida española residía en aquellos momen-
tos en la política. Recticada la tradición autocrática de la cual fue re-
presentante Fernando VII, la monarquía isabelina se lanzaba, aunque
vacilante, por un cauce liberal lleno de seducciones para la juventud
librepensadora. A Baralt, como americano y como hombre de ideas
liberales, la coyuntura debió serle atractiva. Casi podría decirse que la
emancipación de los pueblos de América era un hecho ya digerido por
lo que al historiador de la independencia venezolana no debió resul-
tarle chocante vivir en España.
En dos alas se había dividido el liberalismo español para participar
en la lucha política y propugnar las reformas constitucionales: una que
se llamó “progresista” y otra “moderada. Baralt era progresista, o lo
que es lo mismo, hombre de izquierda. Sus amigos guraban entre
los más inquietos y audaces, contándose entre ellos los correligiona-
rios de Alberto Lista, el viejo poeta y profesor revolucionario, cuyo
nombre se relaciona con la historia moderna de Venezuela a través de
Antonio Leocadio Guzmán, su discípulo. Estos son los que allanan al
nuevo amigo el camino hacia la notoriedad y el éxito desde las páginas
de los periódicos de Sevilla y Madrid y los que le ayudan a resolver
el problema económico en aquellos años de 1845 cuando el doctor
Alejo Fortique, diplomático renado, amigo de cazar a caballo con los
aristócratas ingleses, lo encuentra malvestido de sevillano y sin dinero
para pagar la casa en que vive. Ya se verá a Baralt, en 1848, participar
en la apoteosis de Lista en una Corona poética, que a raíz de su muerte
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entretejen los versos de Hartzenbusch, Ferrer del Río, Adolfo de Cas-
tro, Carolina Coronado y otros poetas:
Levanta de la tumba, ¡oh de la hispana
ilustre juventud émulo y guía!
Ya está el expatriado en su nueva patria. Ya se bate por ella como si
hubiese nacido en su suelo. Progreso, he ahí su divisa. Progreso, palabra
mágica que deslumbra a los liberales de todo el mundo. Baralt, embriaga-
do por esta palabra, asimila conocimientos para intervenir en las grandes
batallas de 1848 y 1849. Mientras tanto, en su lejano país nativo, frente a
ese mar que ya no volverá a ver, el avatar venezolano de las mismas doc-
trinas inicia sus sacudidas siguiendo la inspiración de Tomás Lander y de
Antonio Leocadio Guzmán. ¿Y qué hace Fermín Toro, el buen amigo de
los años de 40 y 41, en ese escenario erizado de gritos de negros y de pro-
testas de agricultores quebrados? También él interviene, pero con ideas de
un socialismo armonioso que Carlos Marx va a llamar utópico.
baralt e isabel segunda
Para 1843, cuando el general Espartero abandonaba la regencia del
reino y Baralt decía adiós a su patria, Isabel II contaba trece años de
edad y ceñía la corona de España. Entró entonces a gobernar Joaquín
María López y adelantó la mayoría de la princesa, la que fue procla-
mada reina y juró la Constitución. Su primer ministro fue Olózaga,
quien presentó un programa de cariz progresista. Pero Olózaga disol-
vió las Cortes y el escándalo lo echó del poder. Forma entonces gobier-
no González Brabo, pero no logra que las cosas marchen mejor. Es el
sino de España y de los pueblos de sangre española, condenados a ba-
lancearse entre la anarquía y el despotismo. El desdichado matrimonio
de la joven reina con su primo don Francisco de Asís de Borbón trae
un nuevo motivo de desencanto, porque con él da principio el perío-
do de las “libidinosas veleidades, que convierten la real alcoba en un
pasaje de favoritos. Militares como Serrano y Puig Moltó, cantantes
como Mirall, Valdemosa y Obregón, músicos como Arrieta, aris-
cratas como el marqués de Bedmar y el duque consorte de Baena, y
algunos otros son los que se ocupan en mitigar las nostalgias de una
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soberana sentimental que continúa siendo para los liberales un símbo-
lo de progreso.
¿Cuál es, en presencia de esta palaciega pavana, la actitud del ve-
nezolano? No ha faltado en nuestro país –gente romántica, desde
luego– quien haya querido ver en Baralt una especie de reedición de
aquel Manuel Mallo que distrajo las siestas de María Luisa en las au-
sencias del Príncipe de la Paz, pero esto es pura imaginación. Baralt
sólo se acercaba a Palacio en muy contadas ocasiones y esto a través de
los secretarios.
Tales lucubraciones de la imaginación tropical, tienen, sin embar-
go, una explicación en la conducta dúplice del escritor ante la salerosa
reina española. Para mirar a Isabel, nuestro compatriota utiliza una
lente de doble foco: a la soberana la mira como político; a la mujer
como poeta. Y si como lo primero es un radical que no vacila en herir
el trono con las echas de sus sarcasmos, como lo segundo es un ro-
mántico que sabe decir piropos en estilo neoclásico.
Más de un poema dedica Baralt a Isabel II. Dos, por lo menos, de
ellos, están destinados a celebrar sus bodas con don Francisco de Asís,
en uno le dice:
Es tu nombre, Isabel, tu nombre puro
al caro nombre de tu esposo unido
en feliz himeneo;
tu nombre que resuena al estampido
del nacional clamor...
A otro da por pretexto el monumento que la reina hizo erigir a don
Agustín de Argüelles, y allí la exalta con metáforas de jardín:
¡Rosa de la hermosura coronada!
de las tres rosas que la tierra admira
bajo el regio docel, la más hermosa!
Y aún un tercero, con ocasión del nacimiento de la Princesa de
Asturias:
¡La Reina es madre! Venturoso día
luce por n en el oriente hispano:
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présago de salud, con hondo arcano
a Trono y Pueblo el Hacedor le envía.
Muchas de las peripecias del reinado de esta mujer coronada y ávi-
da se reejarán en el espíritu de Baralt por esa admiración y reverencia
poética que hubo de guardarle toda la vida. Pero la actitud del poeta
puede explicarse por la realidad misma de España y por las vicisitudes
de su política. Isabel reina pero no gobierna, debió pensar el aedo con
un poco de ingenuidad. En medio de la corrupción y de los desmanes
que la rodeaban, los liberales seguían mirándola como un símbolo y
una esperanza. Adviértase que Baralt, muerto en 1860, no conoció
sino a una bella mujer que apenas llegaba a los treinta años, y si ya la
conducta de ésta era blanco de sátiras y libelos, esta circunstancia po-
día ser atenuada –liberalmente, desde luego– por otras consideracio-
nes muy de la época. La esposa desencantada tenía hasta cierto punto
derecho a buscar su felicidad en gracia del sacricio que le imponía el
bienestar de sus súbditos.
Otra, distinta, es la Isabel II que pinta un siglo después don Ra-
món María del Valle Inclán. Terciada la capa castiza sobre el agresivo
muñón de estilista, este romántico Bradomín se mete en aquella Cor-
te de los Milagros y desnuda a la reina maja, desnuda a Sor Patrocinio,
la de las llagas, y desnuda a los frailes, a los cortesanos y a los señoritos
tronados que llenaban de pestilencias los ya marchitos brocados del
trono, para exhibirlos a todos en su mísera corrupción.
Dentro de un arco histórico de casi veinte años, Baralt va a asistir
en España a diversos avatares de la política: a la transición de 1843-44,
a la “cada moderada” de 1844-54 (que es su período más intenso
de escritor y de combatiente político), a la llamada “Vicalvarada” que
inicia el bienio progresista de 1854-56, a la ya mencionada vuelta a la
moderación y a los primeros dos años de la “Unión Liberal”. Y aquí
concluirá. uizá, a no ser por los sinsabores que aigieron su espíritu
y aceleraron su muerte, hubiese llegado a alcanzar una posición polí-
tica más resaltante. Pero los hados lo habían decidido de modo distin-
to. Como ocurre a los espíritus ardorosos, el suyo estaba condenado a
arder brevemente. ¡Cuántas cosas ocultas, cuántas especulaciones que
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escapan a la historiografía y a la crítica podrían ocupar la atención de
un biógrafo liberal para quien la imaginación no fuese una prisione-
ra! Los hados, que suelen también ser piadosos, ahorraron a nuestro
escritor los últimos tambaleos de aquel reinado y el batacazo de 1868
que aventó a Isabel al destierro y poco después a la muerte. Con todo,
¡cómo lacerarían el corazón de Baralt esas historias de alcoba y esas
patrañas de Sor Patrocinio y demás fantasmones de la “Camarilla”!
el esCritor radiCal
Si bien polarizada por un creciente interés político, la atención de
nuestro poeta no estuvo totalmente absorbida por una pasión especí-
camente política, sino en los años de 1848 y 49, que son para toda
Europa dos años trascendentales. Recuérdese que en España se vivía
entonces la década moderada, cuya moderación no era lo suciente-
mente benigna como para que se la tomase el pie de la letra. Esta últi-
ma circunstancia es quizá la que explica la dirección literaria y artística
que tomó el inquieto venezolano en 1847.
La Antología Española, obra de mucho atuendo, es típica de esa
época. Concebida y planeada a nes del mencionado año 47, adquiere
forma concreta el primero de enero de 1848. Baralt parece haber apla-
zado toda otra gestión, para entregarse de lleno a esta empresa en la
que cifraba sus ambiciones más apremiantes. Su objeto fundamental
es la crítica, mas no una crítica restringida, sino muy amplia, en la que
quepan las letras, las ciencias, las bellas artes, la economía. uiere, y lo
dice, hacer de esta obra una sólida realidad, incluso desde el punto de
vista de las nanzas: seria, puntual y tan notable en su género que pre-
sentase un visible contraste con todo lo que hasta entonces se hubiese
intentado en tierra española en el mismo género. “Pocas necesidades
hay hoy en España –dice en el editorial del primer número–más evi-
dentes y apremiantes que la de un gran periódico cientíco y literario,
no, cual algunos lo conciben, pequeño de formas, pobre de materias,
ligero en ideas, supercial en la erudición, vano en la crítica; sino cual
debe ser: una vasta Antología en donde quepa desahogadamente cuan-
to concierne al movimiento literario patrio y extranjero: en donde los
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principios del gusto establezcan cátedra: en donde la crítica sea una
verdadera y fecunda enseñanza: en donde la losofía estética dicte sus
leyes: en donde las artes y las ciencias que con ellas tienen más íntimo
y directo contacto posean intérpretes venerandos: en donde, nal-
mente, el autor, el actor, el público, y en abstracto el arte, reconozcan
jueces al par que severos imparciales”.
Como se ve, lo único que no guraba en la Antología era la po-
lítica, y tan permanente parecía este designio que el piloto suelta las
velas para una navegación sin escalas. Iba a navegar en mares de poesía,
entre coordenadas de ensueño y bajo cielos abstractos, para la coloni-
zación de la cultura europea que vivía momentos de paz dedicada a las
especulaciones más puras y al regodeo de las musas.
Pero, ¿no sospechaba el ilusionado Jasón lo cercana que estaba la tem-
pestad? Necesario es que lo creamos así a juzgar por aquellos indicios.
El estallido se produce en París en febrero de 1848, un mes des-
pués de la aparición de la Antología, y el mundo todo se estremece
en sus más profundos estratos. Revisando la historia personal de Ba-
ralt podría decirse que ésta es la tercera revelación en su trayectoria de
hombre de pensamiento. Predispuesto desde años atrás por sacudidas
frecuentes, y aleccionado por una prédica en la que resonaban las vo-
ces de hombres como Fourier, Proudhon, Luis Blanc, Cabet y otros
apóstoles de las nuevas doctrinas sociales, el proletariado francés se
lanzaba a la acción y casi llegaba a ocupar el poder. La Segunda Repú-
blica, obra de aquella revolución, quería ser popular y social y efectiva-
mente lo fue por breves momentos.
Aunque transitorio y fugaz –como que en seguida la burguesía
tomó la ofensiva– este acontecimiento tiene para la historia contem-
poránea una trascendencia de proyecciones inusitadas. Europa, su-
mida en la atmósfera de sus hermosas teorías humanísticas, vuelve la
mirada a París y queda desconcertada. Luego, impulsada por una acti-
vidad delirante, se pone a revisar sus ideas. Y lo primero que considera
necesario recticar es la mentalidad de la historia. ¿ué había sido la
historia hasta aquellos momentos? Un aparato de síntesis en el que
todo convergía hacia las clases que se consideraban predestinadas para
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ejercer el poder. Éste –el poder– era un privilegio de la cultura, es ver-
dad; pero como la cultura era un privilegio de la riqueza, mucho había
que pensar de las pretensiones de las nuevas tendencias. ¿ué iba a
ocurrir en el mundo si estas tendencias triunfaban? La máxima con-
quista de los tiempos modernos, la revolución burguesa y capitalista
que había derrocado al antiguo régimen, heredero del feudalismo, era
la institutora de un liberalismo teórico al que se dio como eje político
una Constitución democrática provista de un articio parlamentario,
de normas electorales y de una maquinaria legislativa, pero sin modi-
car en el fondo el status tradicional que alejaba de la órbita del Estado
a las clases más bajas, al llamado proletariado, por lo cual mantenía en
el mismo ritmo de explotación unilateral las relaciones del capital y
el trabajo. ¿Era acaso posible un orden distinto? La experiencia de fe-
brero de 1848 venía a demostrar que las masas del pueblo, ese amorfo
conglomerado que las clasicaciones del viejo régimen habían relega-
do a un estado de parias, no sólo pensaban que aquello era viable, sino
que podía realizarse inmediatamente.
Baralt –ya se ha dicho y se va a ver mejor en los años que siguen–
poseía para los fenómenos de la política una especie de hiperestesia en la
que se juntaban la exaltación emotiva y el amor al estudio. Estimulado
por los sentimientos más radicales dentro de la órbita liberal de su tiem-
po, su condición de intelectual estudioso no le hubiese permitido con-
vertirse en el líder de un movimiento encaminado a traspasar las fronte-
ras de un mundo ideológico ajeno a sus nociones estéticas; sin embargo,
demócrata hasta el fanatismo, pobre de bienes concretos y resentido por
las variadas vicisitudes que acibararon su vida, nada le hubiese impulsa-
do a contrariar las reivindicaciones más extremistas en benecio de una
organización que ya envejecía y cuya corrupción le inspiraba tan acerbas
censuras. Desde luego, su propia existencia experimentó una instantá-
nea transformación. La Antología desapareció y sus ideas de abstracción
y de estética fueron abandonadas en el desván de los sueños angélicos.
Al relatar los acontecimientos de 1848, Fueter señala en su Historia
de la historiografía moderna,8 que lo ocurrido en Francia mostró cómo
8 Ed. D. Fueter: Historia de la historiografía moderna. II (Buenos Aires, Edit. Nova, 1953), p. 208.
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ese estrato social –el de los trabajadores– “podía ser también una fuerza
política independiente”. Y añade: “Los historiadores que fueron testigos
de ese acontecimiento, a una edad en que podían comprenderlo, no ol-
vidaron jamás la impresión que produjo esta primera revolución social”.
Ese fue, exactamente, el caso de Rafael María Baralt en España. De trein-
ta y ocho años de edad, formado en un clima revolucionario desde los
días de su infancia, testigo y actor de las conmociones que desgarraron
la gran concepción de Bolívar; adscrito, por tradición y temperamento,
a las ideas democráticas, ávido de reformas, captador insaciable de nue-
vos conocimientos, curioso analítico de todo lo que signicase novedad
en ideas y doctrinas, provisto de un hipertroado sentido de la justicia,
libre de complicidades políticas, romántico y desheredado de la fortuna,
es de imaginarse cómo se reejarían en su espíritu aquellos sucesos.
No deja de ser curioso que ya para el mes de febrero, coincidiendo
con el movimiento francés, aparezcan en Madrid los primeros artícu-
los de Baralt sobre libertad de imprenta.9 Nada más antitético de la
índole de la Antología y nada más signicativo para la época, si se con-
sidera que lo que caracterizó la década moderada fueron precisamente
las limitaciones impuestas a la opinión. Esos artículos que se inician
en las columnas de El Siglo, abarcan un período de casi dos meses, o
sea, desde el 11 de febrero hasta el 24 marzo. Baralt se sitúa en la opo-
sición y a su lado aparece otro publicista que le va a acompañar en sus
campañas de estos dos años: Nemesio Fernández Cuesta.10
Obvio parece decir que los argumentos del criollo a propósito de
la libertad de expresión son lúcidos y concluyentes. Con dicultad se
encontrarían razonamientos más especícos para la defensa de una
conquista que constituye el orón más lozano del liberalismo idealis-
ta. Aún en los días que corren, la teoría de Baralt nos parecería convin-
cente, si no fuese por los cambios que se han operado en los últimos
tiempos por las nuevas corrientes políticas.
9 Libertad de imprenta, por R. M. Baralt. Introducción de don Nemesio Fernández Cuesta. Madrid,
Imprenta de la Calle de San Vicente, 1849.
10 Fernández Cuesta es quien recoge y prologa casi toda la producción de Baralt en 1848 y 49.
Grases ha determinado hasta dónde llegó la colaboración de ambos escritores.
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Naturalmente, Baralt no iba a contentarse con esos artículos. Su
actividad, impulsada por una urgencia febricitante, lo arrastrará por
diferentes caminos y lo enfrentará a diversos temas. Unido a Fernán-
dez Cuesta, que desde luego compartía sus ideas, escribe sin tregua y
sus libros se multiplican. He aquí la lista de aquellos de los que ten-
go noticia: Libertad de Imprenta, Programas políticos, La Europa en
1848, Lo pasado y lo presente, Refutación a M. Guizot, Historia de las
Cortes de 1848 a 1849. Y todo esto en dos años.11
Por su trabajo sobre Programas políticos se puede advertir que el
acontecimiento de Francia tuvo en España una honda repercusión Es
una crítica conceptuosa en la que se alude a esa masa de “hombres
despreciados”, mantenidos fuera del “círculo en que se mueven las am-
biciones de los magnates” y los cuales “se arman y se disponen para la
pelea” en defensa de “las verdades expatriadas del mundo ocial del
gobierno. No se trata –dice– de un movimiento ocasional ni inmo-
tivado, sino de un impulso que insurge contra la descomposición, de-
rribando imperios.
En este trabajo, el escritor se maniesta lleno de euforia porque
nunca tuvo a su alcance razones más contundentes en apoyo de sus
principios. La condición de la vida es el movimiento y “la humani-
dad se ha movido. La condición del movimiento es el progreso y “la
humanidad ha progresado. Ya debía estar enterado, para expresarse
con tanto énfasis, de las conquistas obtenidas por los proletarios pari-
sienses a través de un gobierno provisional en el que guraban, junto
con Lamartine, el poeta, el socialista Luis Blanc y el proletario Albert.
Esas conquistas comprendían: la reducción de la jornada de trabajo,
el sufragio universal, el acceso a la Guardia Nacional, reservado hasta
entonces a la burguesía de clase media, la creación de una comisión de
reformas sociales y el derecho al trabajo, a cuyo efecto se crearon los
Talleres Nacionales franceses.
11 Además publicó otros trabajos. R. Blanco Fombona recogió y prologó algunos en un volumen
que se titula Letras Españolas. Madrid, 1918. Edit. América. Sobre la autenticidad de esta colec-
ción se han formulado objeciones. Las citas que se hacen de ella a propósito de la polémica de
Baralt con El Heraldo en torno a las ideas de Proudhon pueden ser suprimidas sin que alteren la
orientación del presente estudio.
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Huelga decir que la revisión de los programas políticos que se ha-
bían publicado en España es una tarea en la que Baralt y Fernández
Cuesta ponen el mayor entusiasmo y circunspección. Ambos son
estudiosos y parecen haber comprendido el problema en sus vastas
proyecciones sociales. Históricamente se había producido un cambio
profundo, pero los teorizantes hispanos, los críticos de la política y
los inventores de fórmulas destinadas a conciliar las inquietudes del
pueblo con el orden tradicional, seguían contemplando el fenómeno
desde el punto de vista ocial, cual si la estructura del Estado burgués
fuese algo irrecticable. Baralt mira esto como un error y expone sus
argumentos. Lo que no parece advertir aún es el signicado de su
propio papel dentro del nuevo esquema social. uizá no se ha dado
cuenta de que, producto de una cultura burguesa y adicto a un orden
burgués por lo que atañe a la economía, si el cambio alcanzase su total
expresión, él mismo tendría que desaparecer, si se ha dar crédito al im-
placable dictamen de Marx y Engels. “Cuando el proletariado –dicen
los autores del Maniesto Comunista publicado en aquellos mismos
momentos– capa inferior de la sociedad presente, se levante, todas las
demás capas superiores que forman la sociedad moderna serán destrui-
das forzosa e inevitablemente por la explosión de ese levantamiento.
Evidentemente nos hallamos aquí ante un Baralt nuevo y casi des-
conocido para sus compatriotas venezolanos que hemos examinado
su obra y estudiado su pensamiento a través de su Historia de Vene-
zuela, de su Diccionario de galicismos, de sus páginas costumbristas, de
sus poesías y de su celebrado discurso de la Real Academia Española.
“‘Este Baralt polémico y analítico de los años 48 y 49 es una revelación
sorprendente. Nuestro ilustre colega don Augusto Mijares, que lo ha
examinado ya a la luz de sus obras de crítica socialista, no disimula la
sorpresa que esto le produce y señala con perspicacia las inesperadas
audacias a que conducen al escritor sus entusiasmos de aquellos días.
¿Ha leído Baralt a Marx y comulga con sus ideas? Esta es la pregun-
ta que se formula Mijares, quien, para formarse idea coherente de las
proyecciones históricas del problema, acude a Bertrand Russell y relee
sus reexiones sobre La dialéctica en la historia y en particular sobre
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sus referencias a Hegel. Y, en efecto, el pensamiento de Baralt sobre
los procesos históricos coincide con el pensamiento hegeliano, que es
a la vez el pensamiento marxista hasta el momento en que se opera el
divorcio de la proyección idealista y de la materialista.
Pero, ¿ha leído Baralt a Marx para los días en que escribe sobre Pro-
gramas políticos y en que redacta su refutación a Guizot? Un lector tan
acucioso y atento que conoce a Proudhon y simpatiza con sus ideas, que
cita a los más modernos autores ingleses, franceses, alemanes y de otros
países, que no se asusta ante los mayores atrevimientos, no es extraño
que conociera también a los grandes dialécticos comunistas. “Claro está
–observa Mijares– que se puede ser hegeliano sin ser marxista. Y ahí re-
side, por lo menos en parte, la clave de un problema mental que convier-
te a Baralt, después de un siglo de muerto, en personaje de nuestros días.
Como es sabido, el Maniesto Comunista, redactado por Marx y
Engels, apareció en 1848. Una edición francesa fue publicada a me-
diados del mismo año. Y allí, tras examinar históricamente el proceso
del feudalismo, de la burguesía y del moderno capitalismo, los auto-
res llegan a esta enfática conclusión: “La burguesía no sólo ha forjado
las armas a que ha de sucumbir, sino que, además, ha engendrado los
hombres que han de manejarlas: éstos son los obreros modernos, los
proletarios. Yo creo que para penetrar el verdadero sentir de Baralt
acerca de esta dialéctica hay que leerlo con mucho cuidado y detener
la atención en su concepción de las utopías ideológicas. “Pues bien
–escribe en alguna parte–:12 el resultado de tamaña oposición entre
lo tradicional y lo quimérico o hipotético, es llevar de la mano a la
sociedad a una fusión, composición, síntesis, eclecticismo o térmi-
no medio, el cual subsiste hasta que la libertad progresiva lo juzga de
nuevo embarazoso y lo expulsa a su vez con el auxilio de otra utopía,
vencedora hoy para ser vencida mañana. De lo cual podría deducirse
que el escritor se inclinaba a una transacción para resolver el problema
conforme a lo que en su tiempo se entendía por progreso.
Otra de las producciones de nuestro escritor por aquellos días es la
ya citada refutación a Guizot. Lo que induce a Baralt a esta tentativa
12 Programas políticos. 1849.
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polémica es, probablemente, la decepción. François Pierre Guillau-
me Guizot, historiador y político, fue una de las más notables guras
del liberalismo francés a principios del siglo XIX. Ministro en varias
oportunidades del gobierno de Luis Felipe y autor de obras como la
Historia de la revolución de Inglaterra, Historia de la civilización en
Francia y otras de no menos enjundia, sus ideas lo denen como un
discípulo de la historiografía de la Ilustración, conduciéndole a posi-
ción tan moderna como la de armar que el poder absoluto es ilegí-
timo en sí. Puede incluso creerse que Baralt leyese a Guizot y sintiese
algunas anidades con él. Pero Guizot es desplazado por la revolución
del 48 y reacciona contra ese movimiento acusándolo de “idolatría de-
mocrática. Ante semejante actitud, el venezolano se siente decepcio-
nado. Entonces arremete contra su libro De la democracia en Francia
–enero de 1849– y reduciéndolo a epítomes lo pulveriza sistemática-
mente, como en la contestación de un libelo.
¿Y qué era lo que reclamaba Guizot para restablecer la autoridad
liberal en Francia? Un gendarme, la restauración del sistema napoleó-
nico. ue es lo que no admite Baralt, quien no obstante reconocer
el liberalismo de Bonaparte, encuentra que la teoría de Guizot no
coincide con su concepción del progreso. No; el viejo maestro no ha
entendido la lucha nueva en la que no se trata de una administración
más o menos equitativa, sino de la distribución de los bienes socia-
les. Si el régimen de privilegios establecido por la burguesía capitalista
resultaba ya inoperante, había que cambiarlo incluso por medio de
la violencia; sólo que sin destruir –así pensaba Baralt– los principios
morales de la cultura, de la economía y de la política en nombre de los
cuales se derrocaron el feudalismo y las viejas aristocracias.
La Historia de las Cortes españolas de 1848 y 1849, libro que viene
después, está inspirada en las mismas ideas que caracterizan la produc-
ción de Baralt en este bienio. El polemista desafía al gobierno y se juega
el pellejo en plena década reaccionaria. Su voz debió producir sobresal-
tos, desconanza y admiración, según los intereses de quienes la oyeran.
Y paralelamente su notoriedad debió extenderse quizá hasta lo popular.
Por este libro sabemos a cuáles extremos se había llegado en España en
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esos años cruciales. Facultado el gobierno para suspender las garantías
constitucionales y decidido a acallar a la oposición, podía prender, ex-
trañar, requisar y aun fusilar a cualquier español que se hiciese reo polí-
tico. En consecuencia, los liberales fueron apaleados, secuestrados, acri-
billados y formados en cuerdas para ser conducidos a Cádiz, Valencia,
Cuba, Canarias y Filipinas. A esto se le llamaba moderación. El Heraldo
–señalaba Baralt en un tono que recuerda tiempos cercanos de nuestro
país– “no se contentaba con estos consejos ni con aplaudir los desmanes
del gobierno, como era de su ocio, sino que prodigando a las víctimas
los dictados de pillos, ladrones, asesinos y otros de este jaez, excitaba a
cada paso y en cuanto estaba de su parte las iras del Poder.
De mucho interés son las polémicas del escritor con este periódico.
La relativa a Proudhon, por ejemplo, es notable porque gira en torno
a Dios y a la religión. Baralt deende a Proudhon de la tacha de ateo
y asegura que el publicista francés creía en el Ser Supremo. Pero lo que
más le interesa es la interpretación proudhoniana de la revolución de
febrero. Para Proudhon, como para Marx y Engels, ese movimiento fue
sustancialmente económico. Desde el punto de vista de la economía
social consistía en el “derecho al trabajo. El derecho al trabajo es el “de-
recho al crédito” y envuelve por lo tanto una reciprocidad de derechos.
“Si el crédito es recíproco –decía Proudhon–, es «gratuito» porque
haciéndose todos los negocios al contado mediante la reciprocidad, el
crédito viene a ser simplemente una forma de «cambio». Y como el
cambio excluye la idea de todo alquiler o interés del capital, desaparece
la articial y contradictoria distinción establecida entre el acreedor y el
que recibe el crédito, entre el capitalista y el trabajador, quedando por lo
tanto abolidos los cinco mil millones de renta anual que paga en Francia
el trabajo al capital, sobre una producción de nueve o diez mil millones;
todo para el trabajador, todo para el hombre emprendedor, para el que
inventa, para el que tiene la iniciativa; nada para el capitalismo parásito,
nada para el comercio de especulación y de agiotismo.
Pero escandalizaba menos al periódico moderado la cuestión econó-
mica que la religiosa. He aquí las palabras de Proudhon que sacaban a
El Heraldo de quicio: “Si posible fuera que aquease en sus resoluciones
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el secreto poder que gobierna al mundo, no faltaría una cabeza bastan-
te fuerte para subyugar al destino; si posible fuera que Dios vacilase,
un hombre lo reemplazaría. Y Baralt, que comprendía el peligro que lo
rondaba, aguzaba el ingenio para explicar aquellas palabras de un modo
ortodoxo. Por un momento nos parece que va a recordar al Bolívar del
año 12: “Si la naturaleza se opone a nuestros designios, lucharemos con-
tra ella y la venceremos. Pero no, no lo recuerda.
Simultáneamente con la Historia de las Cortes aparece, en 1849,
otro libro de Baralt en el que gura también el nombre de Fernán-
dez Cuesta. Se titula Lo pasado y lo presente y contiene un ensayo
de crítica sociológica en el que se articulan situaciones pretéritas con
acontecimientos actuales para deducir consecuencias moralizantes.
El propósito de los autores es conmover a los hombres que llevan la
carga de un Estado caótico, enloquecido y plagado de vicios, a n de
que orienten su actividad hacia soluciones honestas y racionales. La
historia española surge en estas meditaciones tensa y apremiante, pero
transparente y exacta. Esta es la virtud del historiador, y Baralt, que lo
es, se remonta a los tiempos del gran imperio transoceánico para com-
pararlos con los que corren, abrumados por la pobreza y la corrupción
¿Por qué España perdió su pasado poder? Por la incapacidad de sus
gobernantes, por la pereza institucional, por la ruinosa acción de la
Iglesia, por la pérdida de los designios históricos, por los deplorables
monarcas, los malos soldados y los desastrosos partidos; por los tozu-
dos prejuicios incrustados en el alma de las regiones, por el fantasma
aniquilador de los fueros y, en una palabra, por la anarquía caracterís-
tica de la raza. Del Ejército dice: “Nada aprovechan los vistosos uni-
formes, ración cumplida ni cuantiosas pagas para el bien de la tropa,
si al lado de estas consideraciones necesarias de su disciplina, conser-
vación y decoro, no se procuran esotras que guardan una más estrecha
relación con el soldado, no en cuanto máquina, sino en cuanto ser mo-
ral e inteligente; pues no se trata solamente de poseer y ostentar aquí y
allí brillantes regimientos que se muevan y gesticulen con maravillosa
precisión y conformidad a la voz de sus jefes, sino también de com-
pletar la educación moral y religiosa de sus individuos, de inculcarles
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saludables máximas de virtud y buen comportamiento, de sacarlos
aprovechados en el ejercicio de ocios y artes útiles, de devolverlos, en
n, a sus familias, si ricos en honor y gallardía, no pobres en caudal de
buenas costumbres y de medios pecuniarios.
Pero quizá lo más interesante de este libro sea la dura crítica que
Baralt hace al partido Progresista, al que llega a llamar inel. En esto
no reconoce atenuantes. Formadas en los aciagos días de 1808, cuan-
do el ejército napoleónico invadió España y destronó a sus monarcas,
el ala moderada y la progresista del liberalismo español sólo se pusie-
ron de acuerdo para respaldar a Isabel II frente al carlismo; después no
hicieron más que vociferar y cometer torpezas. “Por una singular y casi
inexplicable alucinación –se revela en estas páginas de Baralt– el Par-
tido Progresista, inel a sus instintos y a sus antecedentes históricos y
políticos, formó la Constitución de 1837, aquella transacción entre el
espíritu democrático y el espíritu conservador”, etc.
No conozco hasta este momento el trabajo de nuestro compatriota
sobre La Europa en 1848, y lo lamento, porque debe ofrecer obser-
vaciones del mayor interés histórico y losóco. Tampoco algunos
escritos menores sobre personajes de aquella época. Sin embargo, no
creo que esto importe mucho, pues por las obras que tengo a la vista se
puede seguir con toda claridad la trayectoria ideológica de Baralt y los
motivos que demarcaron su conducta en cada momento. Sus arreba-
tos, suscitados por lo común por el ambiente que le rodea, se polarizan
profundamente hacia el atraso del país donde vive y lucha. “Para los
doctrinarios españoles –exclama irritado– todas las revoluciones son
insurrecciones merecedoras de exterminio a fuego y sangre. Lo uno: lo
otro que la democracia es lo mismo que la demagogia. Y tercero, que
toda idea liberal es una idea socialista. ¿Por qué ese odio a la demo-
cracia y a la soberanía del pueblo? ¿Por qué esa disconformidad con
el progreso? ¿Por qué, incluso, ese espanto frente a las conmociones
inherentes a toda revolución progresista? “De una revolución habéis
nacido –les dice–, y una serie de revoluciones han preparado vuestra
aparición en el mundo... Revolución, y profundísima, que dura to-
davía, fue el cristianismo en sus efectos morales, políticos, religiosos
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y sociales: ¿o negaréis por ventura que es cristiana la civilización de
nuestros tiempos, o que son cristianas las ideas de libertad, de igualdad
y fraternidad que sirven de fundamento más o menos ostensible a las
instituciones europeas?”.13
En estas frases, que copio por su sentido esencial, está sintetizado
el ideario de Baralt. Todo lo demás que llega a enunciar, todas las re-
exiones por las que le vemos acercarse a las doctrinas más radicales
y catastrócas, son explosiones de un temperamento emotivo que se
conmueve ante toda manifestación justiciera y ante toda idea generosa.
“No basta –arma en la oportunidad que cito– que a los sacudimientos
revolucionarios sucedan calamidades y ruinas para decidir que las ideas
representadas por una revolución deben desecharse”. Y añade a conti-
nuación: “Si valiera el argumento de la difícil y por lo común sangrienta
aplicación de las ideas útiles al estado social de las naciones, no ya las
conmociones puramente políticas y religiosas, sino la propagación de
las luces, los grandes descubrimientos, las conquistas del comercio, los
adelantos de la industria: en suma, cuantos elementos constituyen la ci-
vilización y la cultura de las sociedades modernas, habrían incurrido en
el anatema de la razón y en la excomunión del buen sentido.
el aCadémiCo
Tras de los años febriles de 1848 y 49 se produce una nueva tre-
gua durante la cual vuelve nuestro escritor a interesarse en las letras
puras y principalmente en la lengua que habla. ¿ué ha ocurrido?
¿Cuál peripecia particular ha ocasionado este vuelvan caras? Puede
que fuesen las consecuencias de la política moderada, pero puede,
asimismo, que algo tuviera que ver en ello la situación exterior. Para
1850 ya los sucesos de Francia habían cambiado de orientación con
los feroces y victoriosos avances de la burguesía reaccionaria, y como
si esto no fuese bastante, el propio pueblo francés –principalmente
el de las provincias– había manifestado en las urnas su repulsa contra
los planteamientos del proletariado parisiense. El sufragio universal,
que se consideró un instrumento decisivo para llevar la revolución al
13 Ibíd. 1ª parte, p. 265.
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poder, sirvió en realidad para colocar en la Presidencia a Luis Napo-
león, convirtiéndolo poco después en una reedición de su prestigioso
tío Bonaparte. Esta era la realidad de aquel interesante momento, y
Baralt debió sentirse confundido y al mismo tiempo atemorizado por
las duras reacciones que eran de preverse en España.
Sea lo que fuese, lo cierto es que en 1850 Baralt ha silenciado sus
altas voces políticas y se ha sumergido nuevamente en el amor de las
musas y de la gramática. En contraste con sus impetuosos escritos
del bienio anterior, en 1850, casi precipitadamente, da a la estampa
el prospecto de su Diccionario matriz de la lengua castellana y al año
siguiente lo envía a la Real Academia para que ésta se sirva estudiarlo
y manifestarle su parecer. Al mismo tiempo trabaja en otra obra de se-
mejante naturaleza: el Diccionario de galicismos, que aún le consumirá
casi un lustro de recatada y esforzada labor.
No entraré aquí a examinar las cualidades intrínsecas de estos dos
conocidos trabajos, pues ello ha sido hecho por reputados especialis-
tas. Me limitaré, de consiguiente, a decir que en mayo de 1853 –co-
nocida ya la opinión favorable de la Academia acerca del Diccionario
matriz– nuestro compatriota se dirige nuevamente a la docta insti-
tución para solicitar el asiento que había dejado vacante la muerte de
Donoso Cortés, marqués de Valdegamas. Y cosa admirable: la Acade-
mia lo acoge unánimemente en setiembre del mismo año.
Del discurso de Baralt en su recepción académica se han hecho
los mayores elogios. Don Marcelino Menéndez Pelayo lo considera
su obra maestra. En realidad, es un trabajo notable de erudición, de
espíritu crítico y de profundo sentido histórico, en el que su autor,
además, hace verdadero derroche de culta, pero demoledora, ironía.
No era poca tarea para un hombre de las ideas y del temperamento de
Baralt, en una situación como la que cruzaba el país en medio de las
reacciones políticas y religiosas, ante el ruidoso fracaso del socialis-
mo en Europa y ante la marejada de ditirambos que se había volcado
sobre la obra de Donoso Cortés en la culta y escéptica Francia, hacer
el panegírico de aquel escritor cuyo pensamiento representaba todo
lo que puede haber de retrógrado y de autocrático en el tradicional
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dogmatismo español.14 Sin embargo, Baralt afronta esa empresa y sale
triunfante en ella. Pocas veces hemos visto vapulear con más elegancia
y renamiento a un difunto a quien las pasiones se empeñan en man-
tener vivo por obra y gracia del odio y del fanatismo. Es una paliza ad-
ministrada con varas de nardo. Y si hubo oculta intención en colocar
a Baralt en aquel riesgoso trance, no fue poco el chasco que se llevaron
los maquinadores del truco.
No he visto hasta ahora examinar el discurso de la Academia desde
este punto de vista. La verdad es que si se puede considerar como una
obra maestra, no lo es menos por el valor y la inteligencia del escritor
que por su erudición y buen gusto.
Del Diccionario matriz podríamos decir aún algo más sobre la
magnitud de la empresa, más propia para un equipo de especialistas
que para las fuerzas y conocimientos de un solo hombre, y también
acerca de los sinsabores que produjo a Baralt la severidad con que
fue tratado por algunos comentaristas; pero esto quedará para otra
oportunidad. Sobre el de galicismos haré algunas observaciones rela-
cionadas con la mentalidad del autor, con sus proyecciones históricas
y con el criterio que aquel mantenía sobre Francia a propósito de su
inuencia política, ideológica y artística.
Como hecho concreto, el Diccionario de galicismos es una protes-
ta contra el inusitado incremento de la lengua francesa en la hispa-
na. Baralt no veía con beneplácito el que una nación, poseedora de
un idioma tan rico y de un tan brillante pasado histórico, ocurriese
al vecino para pedirle ayuda que no requería. Mas esta actitud, que
hasta el prologuista del Diccionario –Juan Eugenio Hartzenbusch–
encuentra en cierta medida excesiva, no era en Baralt absoluta. Como
espíritu culto él no negaba, muy al contrario, reconocía los valiosos
aportes de Francia a la cultura española en materias tan nobles como
las letras, el arte, la losofía y la política. Precisamente en su polémi-
ca con El Heraldo sobre Proudhon, analizando las condiciones de la
política en los pueblos anglosajones y las tendencias imperialistas de
14 El libro de Donoso, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, era en aquellos momentos
una brutal clarinada de la reacción española contra las ideas revolucionarias que Baralt profesaba.
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la poderosa autocracia rusa, llegaba a la conclusión de que las pocas
conquistas que en tales campos había España obtenido le llegaron del
otro lado del Pirineo. “¿ué son por ventura –decía– sino francesas
todas las transformaciones políticas, sociales y económicas que se han
efectuado en la Madre Patria? ¿De dónde tomó España ese movimien-
to, esa inspiración, que la condujo a arrojar de sí el absolutismo para
abrazarse a la tabla de salvación que le ofrece el ideal democrático?”
Este contraste –lengua-política– que coloca a Baralt en una conducta
dual ante Francia, es digno de más detenido estudio en cuanto al es-
píritu de ambos pueblos. Él no hace este análisis, por lo menos en sus
trabajos que conocemos, pero su conducta en sí misma es un alegato
de dilatado sentido histórico. En alguna parte, al referirse al arte euro-
peo, observa que el de los pueblos anglosajones es sólido y áspero y el
francés no como un encaje.
Lamentablemente en España –y así lo insinúa namente Hart-
zenbusch– no es sólo la política la que se ha mantenido en atraso, sino
también el arte y las letras; de donde resulta que el lenguaje, instru-
mento del pensamiento, tiene que ser el primero en liberalizarse, en
oxigenarse y en relacionarse con los progresos de otras naciones para
mantenerse ágil y vigoroso. No deja de ser curioso que Baralt, tan am-
plio y revolucionario en ideas, en cuestiones de idioma se mostrase
conservador y cayese casi en el mismo extremo de ciertos cerebros
inmóviles para los que el vocablo “académico” parece signicar mo-
micación.
el bienio progresista
Ha transcurrido un año desde el memorable momento en que un
escritor indiano pisó por primera vez los umbrales de la Real Acade-
mia Española, y ha sonado la hora en que la política nacional española
inicie un nuevo vaivén en su historia. Estamos en 1854 y ha concluido
la “cada moderada” para comenzar el “bienio progresista. ¿ué es y
qué signica el bienio progresista? Es el resultado de una sublevación
militar consumada en las cercanías de la población de Vicálvaro (de
allí el mote de “Vicalvarada” con que se le distingue en la historia de
Formación de un carácter - Oscilación y constante cívica / Ramón Díaz Sánchez
67 ISBN: 978-980-7984-28-7
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España) y va a desencadenar una nueva serie de convulsiones políticas.
Sus jefes son, en lo militar O’Donnell, en lo civil Cánovas del Castillo
y otros políticos. Entrará luego, volviendo por su prestigio, el general
Espartero, y todo, a la postre, quedará reducido a sangre de mártires y
a palabras que el viento barre.
Pero este acontecimiento sirve para que Baralt, progresista y vehe-
mente, vuelva de nuevo la espalda a las musas y se entregue con reno-
vado entusiasmo a las especulaciones de la política. De esta época son
sus colaboraciones para la Revista Española de Ambos Mundos que él
intitula “Revista Política.
Hay guerra entre liberales y el polemista predica la unión. Sí, que
se unan los liberales, que se consume la necesaria unidad de la demo-
cracia; he allí la divisa del escritor. Pero no en vano pasan los años
y esta vez el venezolano se nos presenta casi bordeando el ideario
conservador. “Todos los principios intolerantes en el orden político
–arma en esta ocasión– son falsos; y por más que parezca paradóji-
co, el único medio de progresar es conservar; y la sola vía que se pre-
senta para lograr los nes de la revolución, es renunciar a los medios
revolucionarios.15
Pero esto hay que interpretarlo. No es que Baralt haya dejado de
ser un liberal y un demócrata; es que ha anado sus experiencias en
concordancia con su maduro sentido histórico. Para quien como él ha
seguido el desenvolvimiento de los sucesos dentro de sus lineamientos
sociales, la historia es la que gobierna, y la historia no es una compla-
ciente alcahueta, sino una exible guía. Por esto no olvida que está en
España, hablando a un pueblo y a un gobierno españoles y haciendo
frente a una situación española. Situarlo en su tiempo histórico es el
deber del crítico que, a cien años de distancia de aquellos hechos, ven-
ga a examinar sus ideas y a juzgar su conducta.
Es curiosa también la actitud de Baralt, por la época que nos ocupa
ante la reina Isabel II. Ya no es una niña Su Majestad, sino una mu-
jer hermosa que interviene en las cosas de la política. Bien sabido es
que, por sus compromisos con la Santa Sede, la Corona española debía
15 “Revista política”, en la Revista Española de Ambos Mundos (Madrid, 1854), III, p. 265.
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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oponerse a la desamortización de los bienes del clero propugnada por
el ministro O’Donnell, y que a causa de este conicto se vendría aba-
jo ese Ministerio. Pues bien, Baralt que conocía todo eso, Baralt, que
era un vehemente propugnador de aquella medida, ante la reina maja
olvida tales cuestiones y sólo tiene ojos para su belleza. Un día –el
domingo 25 de marzo de 1855– se reúne la Corte para la coronación
del poeta uintana, y nuestro compatriota está entre los invitados.
Nobles, políticos, señoritos, soldados y gentes del pueblo se congregan
para mirar a la soberana cuando coloque sobre las sienes del viejo bar-
do el laurel de la gloria circunstancial. Y Baralt toma notas. “La Reina
–escribe en su «Revista Política»– llevaba un magníco traje blanco
de seda, bordado de verde y adornado con encajes; y un precioso ade-
rezo de perlas y brillantes.
¿Es esto cuanto el político tiene que decir de esta dama que inuye
en la dirección del país y que se inclina, olvidando el origen de su poder,
hacia los intereses que combatieron sus partidarios? Nada más, por lo
pronto. No se podrá decir que sea éste uno de los trabajos de Hércules.
Pero, ¿qué queréis? Onfala fue también mujer bella. Y Baralt, si no emu-
la a Hércules, es por lo menos poeta. “El señor Hartzenbusch –el mismo
que prologaría el Diccionario de galicismos– tomó la bandeja en que
estaba la corona, y puso ésta en manos del señor Duque de la Victoria,
de quien la recibió S. M. la Reina para ceñir con ella, como lo hizo, las
sienes del afortunado vate, en medio de un profundo recogimiento de la
concurrencia, a que luego sucedió grande, espontánea y calorosa explo-
sión de vítores a S. M. y al poeta coronado.
Baralt sueña. El sueño uía tórrido de su espíritu. Cuenta apenas
cuarenta y cinco años, y aunque la muerte se acerca a pasos apresurados,
él no lo sabe y quiere soñar aún. uizá se mira a sí mismo en ese escena-
rio donde se destaca la gura del venerable uintana con su laurel en la
frente. Pero esto no es más que sueño. La realidad, agazapada, no tardará
en traerle nuevas angustias y tras de éstas el reposo denitivo.
Un año antes, en 1854, la República Dominicana, patria de su ma-
dre le había designado Ministro plenipotenciario en España; dos años
después –en 1857– un deplorable incidente ocurrido en Santo Do-
Formación de un carácter - Oscilación y constante cívica / Ramón Díaz Sánchez
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mingo a causa de ciertas intrigas políticas, le deja cesante, humillado,
y por añadidura privado de aquellos puestos que se le habían otorgado
en la Madre Patria: la administración de la Imprenta Nacional y la di-
rección de la Gaceta. Además, le arrojaba en un juicio tribunalicio que
casi le ponía en el papel de traidor. Y este es el principio del n. ¿ué
importa ya que su conducta quede, como había de quedar, reivindica-
da? Su corazón agoniza colmado de pesadumbre. Las pascuas de 1859
debieron de ser muy amargas para este hombre del trópico que quiso
hacer de su espíritu un templo de la justicia.
Año nuevo. Las uvas del tiempo. Gritos, en la calle, que vocean
la “Unidad Liberal”. Sueños. Recuerdos. El cuatro de enero de 1860
muere un poeta, mientras Madrid se arrebuja en un liviano sudario
de nieve.
reflexiones finales
Después de estudiar a Baralt en sus distintas facetas intelectuales,
creo que, en denitiva, su verdadera y sustancial proyección está en
su obra de historiador. Es ésta la que realiza con más fervor, con más
integral sentido de su función, con mayor universalidad de conceptos
e incluso con más dominio profesional. Penétrese a fondo en la mé-
dula de sus escritos y se advertirá que en todos y cada uno de ellos, sin
excluir los de naturaleza poética, lo que rige y conduce el discurso es
un interno designio histórico. Visto así el personaje, ciertos aspectos
de su problemática intelectual –y principalmente el de su estilo–, que-
darán explicados.
Por su expresión estilística y por su posición ante las cuestiones
trascendentales del raciocinio, no menos que por su actitud ante la
autoridad del lenguaje, Baralt es un clasicista; más cuando se enfren-
ta a los problemas de la política, es un revolucionario pugnaz que no
logra disimular sus impulsos románticos. Es esta, de consiguiente, la
faz que nos muestra la verdadera naturaleza de su carácter y la legí-
tima orientación de su pensamiento. Si las circunstancias en las que
tuvo que moverse como escritor no le permitieron realizar una obra
historiográca más denida y más persistente –dentro de las normas
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que trazan la sonomía de este género literario– culpa no fue de su
vocación, sino de las circunstancias. Baralt pobre, Baralt condenado a
vivir una vida breve, Baralt impetuoso y áspero, lacerado y poco propi-
cio a doblegarse a las injusticias, no podía adaptarse a las modalidades
de una existencia pacíca para buscar, como lo hizo Bello, el clima
adecuado a la realización de una obra acumulativa y paciente. Por eso
su producción, variada y dispersa, está marcada por ese signo proteico
que le balancea como un vivo péndulo entre la polémica y la intro-
versión, y que le induce a ver en la poesía un como recinto forticado
desde cuyas almenas podía vigilar y aun disparar contra los adversarios
de sus ideas.
Una nueva corriente venezolana de los estudios históricos ha que-
rido ver en Baralt el representante por excelencia de lo que se ha dado
en llamar en nuestro país “historiografía tradicional”. Es posible, en
efecto, que en ciertos aspectos, esta apreciación no carezca de base. Sin
embargo, puede armarse que tal postulado reposa, sustancialmente,
en la ignorancia de la obra que realizó el gran escritor en España en
sus intensos períodos de lucha. Juzgar a Baralt, como historiador, úni-
camente por el Resumen de la historia de Venezuela, es dejar fuera del
examen la parte más sustantiva de sus ideas. Es, pues, necesario estu-
diarlo en conjunto, a la luz de toda su obra, para formar un criterio de-
nitivo sobre el contenido de ésta y sobre las proyecciones histórico-
losócas que contiene.
Es en Europa, dentro del círculo cada vez más extenso de las doc-
trinas sociales, donde nuestro escritor aprehende la positiva sustancia
de su concepción de la historia. Es allí donde estudia a los grandes
historiadores modernos y donde se relaciona con sus teorías. Si es ver-
dad que en algún momento expresó este concepto que le atribuye la
nueva crítica: “Los trabajos de la paz no dan materia a la historia: cesa
el interés que ésta inspira cuando no puede referir grandes crímenes,
sangrientas batallas o calamitosos sucesos”, también lo es que en sus
trabajos políticos dirigió su mirada a la economía, a los grandes pro-
blemas sociales y a los temas de la cultura, los que fueron incorporados
sin vacilar a su concepción de la historia. Ese polemista que estudia
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a Proudhon y refuta a Guizot, ese penetrante espíritu crítico que se
familiariza con las doctrinas de los historiadores ingleses, franceses,
alemanes e italianos, ¿no había de llegar a la comprensión de que las
batallas y los crímenes de carácter político son, antes que una causa,
una consecuencia? Yo me pregunto, cuando releo los trabajos lingüís-
ticos de Baralt, si no estudiaría también a Guillermo de Humboldt, el
gran hablista prusiano que reunió de manera tan sugestiva las especu-
laciones idiomáticas con las históricas.
Poco conocido en nuestros países, o más bien eclipsado por la
deslumbrante personalidad de su hermano Alejandro, Guillermo de
Humboldt es una de las más destacadas personalidades cientícas a
nales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Para un espíritu como el
de Baralt, seducido por los complejos secretos de la lengua en sus rela-
ciones con el pensamiento, no pudo ser ignorada esa luminosa menta-
lidad de su tiempo en la que connan Idioma e Historia.16
Es Baralt un historiador liberal, un continuador de la tradición -
losóca del siglo XVIII, que tuvo su gran eclosión revolucionaria a
nes de esa centuria. En este sentido, volteriano y rusoniano en esen-
cia, debe considerársele como un propugnador de las ideas burguesas.
Lo que le da un interés especial en el conjunto de los historiadores de
habla española, en su época, es su irresistible curiosidad por las más
avanzadas doctrinas y la lucidez y valor con que las propugna.
16 Guillermo de Humboldt es quien primero formula la teoría de los orígenes de la ideología
histórica. (Véase Fueter, op. cit., tomo II, p. 100).
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ADVERTENCIA BIBLIOGRÁFICA
por Pedro Grases
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La incorporación desde 1842, de Rafael María Baralt a la vida públi-
ca de la Península –literaria y política– ha sido señalada por todos sus
biógrafos. A medida que se ha ido avanzando en la investigación o iden-
ticación de sus escritos, en la oportunidad de preparar la edición de sus
Obras Completas, emprendida por La Universidad del Zulia, se ha visto
más claramente que la participación de Baralt en el pensamiento políti-
co español es mucho mayor de la que se le reconoce hasta el momento.
Su papel de redactor en importantes periódicos de Madrid durante mu-
chos años, en los que escribió la sección editorial casi sin interrupción,
así como su cooperación activa en las las del partido liberal español,
habrán de merecer algún día el debido estudio que ponga en su lugar la
intervención del ilustre zuliano en la sociedad hispánica en el curso de
los años cruciales del siglo XIX, particularmente de 1845 a 1857.
En estos dos tomos de Escritos políticos se recoge un buen acopio de
textos, en cuya ubicación ha colaborado de forma magistral y ecaz el
señor Jorge Campos, especialista notorio en la investigación literaria del
Romanticismo español.1 Sabemos que no está completa la adjudicación
de los escritos de Baralt en la prensa española, con todo y la intensa y
amplia búsqueda llevada a cabo. Aunque los grandes depósitos heme-
rográcos de Madrid han brindado riquísimas colecciones para la tarea
(Hemeroteca Municipal, Hemeroteca Nacional, Biblioteca Nacional,
principalmente) no está sucientemente desbrozado el camino para la
1 He aquí la relación de los periódicos, y revistas y publicaciones de Madrid, que han sido examina-
dos: Hoja Litográca, 1842; Semanario Pintoresco Español, 1845-1847; El Tiempo, 1845-1847; El Siglo
Pintoresco, 1845-1847; El Espectador, 1846-1847; Museo de las Familias, 1843-1860; El Clamor Público,
1847-1848; Antología Española, 1848; Álbum Religioso, 1848; El Español, 1848; El Siglo, 1848-1849;
La Academia, 1849; La Ilustración, 1849-1857; Corona Poética a Alberto Lista, 1849; El Bardo, 1850; La
España, 1851, 1853; Heraldo, 1849-1854; Álbum del Bardo, 1850; El Siglo XIX, 1854; Adelante, 1854-
1855; La Unión Liberal, 1854; La Esperanza, 1856; La América, 1857-60; El Mundo Pintoresco, 1858-60;
Merlín, 1856; El Miliciano, 1854; Gaceta de Madrid, 1848-1849, 1853, 1855, 1856, 1857, 1860; La
Carta, 1847-1848; La Correspondencia de España, 1860; La Asociación, 1860.
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investigación bibliográca española en el siglo XIX y se carece de reper-
torios o guías que simpliquen la labor. Por otra parte, la historia misma,
política, cultural, de las instituciones, no está bastante trillada, para que
no deje resquicios al trabajo erudito.
Con todo, estos dos volúmenes aspiran a presentar a Rafael María
Baralt, en este aspecto prácticamente negligido, de modo aceptable.
Como todo intento inicial de exhumación de textos presentará fallas
y vacíos que somos los primeros en lamentar. Si dispusiéramos de me-
jores instrumentos de investigación respecto a la historia de los par-
tidos políticos peninsulares en el siglo XIX y en relación con la vida
interna de los órganos de prensa, podría caminarse sobre terreno más
seguro, mientras que ahora nos perdemos en conjeturas que debemos
desechar para no incurrir en ligerezas al preparar la presente edición.
ueda, todavía, vasto campo para futuras pesquisas, especialmente en
los artículos editoriales de los periódicos en que está probada la pre-
sencia de Rafael María Baralt, y buena prueba de esto son los tres que
con el título de “República del Ecuador” escribió en El Tiempo, del
cual era redactor principal, en 1846, para esbozar la historia de aquella
República y presentar a sus lectores la persona de su ex presidente el
general Juan José Flores, quien se hallaba desterrado en Madrid, y seis
más destinados a combatir enérgicamente la expedición militar que
éste preparaba con la mira de recuperar el poder perdido. El texto de
los nueve aludidos artículos de Baralt se publicó en el Libro La pro-
yectada expedición de Flores al Ecuador,2 con prólogo del doctor Ángel
Francisco Brice y advertencia y notas de Pedro Grases, juntamente
con las opiniones, que vieron la luz en otros periódicos madrileños,
favorables o adversas a los propósitos del caudillo venezolano, con las
intervenciones parlamentarias, a principios de 1847, del general Ros
de Olano sobre el mismo asunto, y con la reimpresión del folleto pu-
blicado en Bayona y fechado en marzo del mismo año, que Flores diri-
gió a los ecuatorianos para explicar y justicar su conducta. En el lugar
correspondiente reproducimos los escritos de Baralt en cuestión y una
nota editorial que apareció asimismo en El Tiempo del 22 de agosto de
1846, y que posiblemente salió de la pluma de nuestro escritor.
2 Polémica periodística y parlamentaria (1846-1847). [Maracaibo, Impr. del Estado], 1964. 349 pp.
(Biblioteca de Autores y Temas Zulianos, núm. 5).
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* * *
En esta compilación reproducimos los textos, con las indispensa-
bles notas bibliográcas, para el conocimiento del estudioso de la obra
de Baralt. ueremos en esta advertencia, limitarnos a la presentación
de los volúmenes. Pero, por lo que pueda ser útil, insertamos el testi-
monio de unas noticias recogidas en el curso de la investigación, que
no caben propiamente en el cuerpo del repertorio de escritos.
En primer lugar, el texto de la carta-petición formulada a Isabel II,
por los “redactores de los periódicos progresistas”, rmada en Madrid
el 6 de marzo de 1848, carta que fue publicada como “Suplemento, en
hoja suelta, de todos los periódicos que constan al pie: Eco del Comer-
cio, El Espectador, El Clamor Público, El Siglo.
Dice:
“Por conducto del Excmo. Sr. Gobernador de Palacio se ha solicitado
el competente permiso para poner en las reales manos la siguiente
P  . .
Señora:
“Los que suscriben, redactores de los periódicos progresistas, en uso
del derecho que concede a todos los españoles el art. 3° de la ley fun-
damental,
“Suplican a V. M. se digne, llegado caso, negar su sanción al proyecto
de ley presentado por el gobierno a las Cortes, pidiendo autorización
para suspender las garantías consignadas en el art. 7° de la Constitu-
ción, y levantar un empréstito de doscientos millones.
“Dios guarde la vida de V. M. dilatados años. Madrid, 6 de marzo de
1848.
Señora.
A.L.R.P.D.V.M.
“Por El Eco del Comercio,
Juan Antonio de Meca.– Manuel Díaz Ilarraza.– Francisco Labra-
dor.– F. Javier Moya.
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Por El Espectador
Antonio Ribot y Fonseré.– Miguel Agustín Príncipe.– Ramón Gi-
rón.– Ramón Satorres.– Mariano del Castillo.– Joaquín Martínez.
“Por El Clamor Público,
Fernando Corradi.– José Gálvez Cañero.– Agustín Letamendi.–
Juan Antonio Rascón.– Felipe Picón.– Augusto Ulloa.– Tomás Ro-
dríguez Rubí.
“Por La Prensa,
Mariano Pérez Luzaró.– Santiago Alonso Valdespino.– Ventura Ruiz
Aguilera.– Leopoldo Barthe.
“Por El Siglo,
Simón Santos Lerín.– Rafael María Baralt.– Nicolás María Rivero.–
Francisco Díaz uintero.– Luciano Pérez de Acevedo.– Gabriel Es-
trella.– Nemesio Fernández de la Cuesta.– Francisco Martín Serra-
no.– José María de La Llana.
Tal publicación suscitó revuelo en los medios políticos de Madrid,
por ser Baralt nacido en Venezuela. Tuvo que publicar el grupo de
periódicos rmantes de la carta transcrita una defensa de Baralt, con
los datos biográcos de su persona, como garantía y apoyo al derecho
de intervenir en los asuntos públicos peninsulares, en tanto que dis-
frutaba también de ciudadanía española. A ello se reere este suelto,
aparecido en El Siglo, núm. 59, Madrid, 9 de marzo de 1848. Es elo-
cuente de por sí:
“Los periódicos progresistas, respetando las graves razones que nos
movieron a publicar la sucinta biografía política del redactor princi-
pal de nuestro periódico D. Rafael María Baralt, han comprendido
que nuestro objeto principal ha sido el de revindicar los derechos que
éste tiene a la ciudadanía española, poniendo su persona bajo la salva-
guardia de las leyes patrias. En consecuencia, se han limitado discreta-
mente, unos, a trasladar nuestra manifestación a sus columnas, otros,
a hacer mención de ella: pero todos conviniendo en la exactitud del
hecho que quisimos poner, y hemos puesto, fuera de toda duda.
“He aquí cómo se explica acerca del mismo asunto El Español de ayer:
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Hemos visto ayer en El Siglo una biografía del señor don
Rafael María Baralt, uno de sus ilustrados directores. En ella
se indican recelos de que al señor Baralt se le persiga supo-
niéndole extranjero por haber nacido en uno de los Estados
de América. Por nuestra parte, no abrigamos semejantes te-
mores: hemos considerado siempre al señor Baralt como espa-
ñol, porque ha nacido en dominios españoles, y ha obtenido
empleos en España, y el gobierno no creemos haya pensado en
hostilizar a ningún escritor público, sólo por serlo. Creemos
que en este mismo sentido se explicarán los periódicos más
allegados al ministerio.
Agradecemos a El Español esta nueva prueba de su cortesanía y de su jus-
ticia; pero debemos advertir que nosotros no hemos tenido la intención de
expresar contra el gobierno de S. M. un temor formal de que éste quisiese
propasarse a cometer un acto de violencia, autorizándose con la calicación,
mal dada, de extranjero, a nuestro compañero y amigo. Semejante táctica,
por lo poco generosa anti-española, desdeciría mucho de un gobierno vigo-
roso y de la hidalguía de los señores Ministros, para que nosotros, sin pruebas
inconcusas, se la atribuyésemos. Las expresiones que aluden a persecución en
el escrito a que nos referimos, maniestan, pues, tan sólo la previsión de un
caso hipotético; y han tenido por principal objeto dejar sentada una verdad
incontrovertible para nes cuyo secreto seguimos reservándonos.
* * *
Damos a continuación algunas noticias relativas a la actividad pe-
riodística de Baralt.
“Parece que el Sr. Baralt ha renunciado a la plaza de ocial auxiliar en
el negociado de Ultramar”.
“Sabemos de una manera cierta, que va a ser director del periódico
político que con el título de El Siglo XIX, verá la luz el lunes próxi-
mo. (En: El Miliciano, núm. 24, Madrid, 14 de agosto de 1854).
Advertencia importante.
“El mal estado de su salud y la necesidad de reponerla en el extranjero
impide a don Rafael María Baralt continuar al frente de EL SIGLO
XIX. Por lo cual, desde el día 10 del presente mes inclusive se hará
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cargo de su dirección don José Heriberto García de uevedo, cuyo
acuerdo se toma con asentimiento y conformidad del señor don Juan
Herreros, socio industrial de la empresa. (En: El Siglo XIX, año I,
m. 74, Madrid 7 de noviembre de 1854).
Había sido su Director desde el comienzo del periódico en agosto
de 1854.
* * *
La colaboración de Baralt en la prensa española fue abundantísi-
ma. Habrá sentido él mismo la angustia de que se diluyera su obra en
el inmenso maremágnum de los periódicos y feneciera todo en el ano-
nimato a que está condenado tal tipo de escritos. De ahí que naciera la
iniciativa de recoger los escritos en un vasto programa editorial, para
el cual se asoció con don Nemesio Fernández Cuesta, compañero de
redacción de Baralt en varias de las empresas en que éste tenía función
de Redactor principal y responsable.
¿Cuál fue el proyecto? Veámoslo.
En la “Primera Parte” de la obra Programas políticos, rmada por
Rafael María Baralt y Nemesio Fernández Cuesta, publicada en Ma-
drid, 1849, aparece, en la página de la contraportada, la siguiente re-
lación:
A esta publicación seguirán:
Programas políticos (segunda parte). Su examen histórico y cientíco.
Historia de las Cortes de 1848 a 1849.
La Europa de 1849.
Catecismo losóco-político.
Porvenir del mundo con relación a los sistemas losóco-políticos más
en boga.
De la libertad de comercio en general, y de su aplicación en España.
El verdadero honor.
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El hábito hace al monje (novela)
Folleto de folletos, o juicio de las producciones más notables que han visto
la luz pública desde principios de 1849 respecto de la política y la admi-
nistración del país.
El tráco de esclavos.
España y los españoles.
Reforma colonial”.
O sea, doce títulos de estudios eminentemente políticos, sociales y
económicos, pues salvo El hábito, hace al monje, subtitulado “novela,
el enunciado de cada obra nos da idea clara de tal carácter.
Además, en esta misma publicación de la “Primera Parte” de Pro-
gramas políticos, gura en la nota núm. 11, una explicación del pro-
yecto:
“El presente escrito puede considerarse como el punto de partida de
donde arrancaremos para exponer nuestro sistema completo de prin-
cipios, ora en una obra especial, ora por medio de diversos opúsculos
que, sucediéndose en orden metódicamente, tratarán una a una todas
sus partes componentes.
Al relacionar esta nota con el programa de publicaciones que he-
mos transcrito, se comprende perfectamente que Baralt y Fernández
Cuesta emprendían una acción editorial de altos nes políticos en los
primeros meses del año de 1849.
En esta misma nota núm. 11, se explican los propósitos que im-
pulsaban a Baralt y Fernández Cuesta para acometer tamaña empresa.
Después de referirse a trabajos periodísticos, utilizados en la obra, dice
que:
...llevando puesta nosotros la mira a derribar las mal fundadas má-
quinas de los adversarios de la democracia, bien así como a esclarecer
y propagar los genuinos principios de ésta, hemos debido natural-
mente pensar en reunir en un cuerpo único de doctrina todos estos
trabajos, que esparcidos se perderían, o vendrían a carecer por falta de
ordenamiento y cohesión de la debida importancia.
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ueda, pues, claro el pensamiento de la colección, en dos puntos
fundamentales: 1. La ordenación sistemática de la exposición doctri-
nal de los principios de la democracia; y 2. El aprovechamiento de los
artículos ya publicados en periódicos, “que esparcidos se perderían,
o carecerían de importancia, “por falta de ordenamiento y cohesión.
Llega a tener un título general la colección: Obras políticas, econó-
micas y sociales, por D. Rafael María Baralt y D. Nemesio Fernández
Cuesta.
* * *
Ahora bien: ¿se llevó a término el proyecto? ¿Se imprimieron los
doce títulos previstos en el aviso que hemos reproducido?
Según se nos alcanza, sólo vieron la luz pública dos de las obras enu-
meradas en el referido programa editorial: La “Segunda parte” de los
Programas políticos; y la Historia de las Cortes de 1848 y 1849. Creemos
que los demás títulos no llegaron a ser publicados, pues alguna huella
hubieran dejado. En lugar de las publicaciones previstas, se editaron
otras: Lo pasado y lo presente; Causa formada al brigadier don Eduar-
do Fernández San Román y Las Angélicas fuentes, de Joaquín Lorenzo
Villanueva, con estudio biográco preliminar de Baralt y Fernández
Cuesta. Todas ellas impresas en Madrid, en la Imprenta de la calle de San
Vicente a cargo de Celestino G. Álvarez, excepto la Causa formada al
brigadier... que fue impresa en la Imprenta de Andrés Peña.
Ahí termina la obra que consta escrita en colaboración de Baralt y
Fernández Cuesta, pues en el libro Libertad de Imprenta, sólo el Pró-
logo (16 páginas) es de Nemesio Fernández Cuesta, mientras que el
texto (123 páginas) es la simple reproducción de los artículos de Baralt
publicados en El Siglo, desde el 11 de febrero al 24 de marzo de 1848.
El examen de las publicaciones referidas nos proporciona el dato de
la fecha de impresión, con la que podemos ordenar cronológicamente
la aparición de las obras de carácter político publicadas en 1849, por
Baralt solo, o por Baralt y Fernández Cuesta:
1.– La traducción y refutación a la traducción de La Democracia en
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Francia, de François Guizot. Por el hecho de estar referida en una de
las notas de la “Primera Parte” de Programas Políticos, ha de haber sido
impresa con anterioridad a dicha obra.
2.– La “Primera Parte” de Programas Políticos va fechada al nal del
texto, antes de las notas, en Madrid, 19 de junio de 1849.
3.– La “Segunda Parte” de Programas Políticos lleva la fecha de Ma-
drid, 15 de junio de 1849.
4.– La Historia de las Cortes de 1848 a 1849, está fechada en Ma-
drid, a 14 de agosto de 1849.
5.– Lo pasado y lo presente, consta impresa en Madrid, a 17 de se-
tiembre de 1849.
6.– Las Angélicas fuentes, de Joaquín Lorenzo Villanueva, aparece
datada por el impresor, en Madrid, a 26 de octubre de 1849.
y 7.– La libertad de imprenta lleva la fecha impresa en Madrid, 28
de diciembre de 1849.
Gracias a la buena costumbre del impresor al datar al nal del im-
preso, la fecha de terminación de la obra de imprenta puede estable-
cerse con toda seguridad la cronología de las publicaciones que hoy
conocemos. Es digno de atención el hecho de que la última de ellas,
Libertad de imprenta, haya sido simplemente prologada por Fernán-
dez Cuesta.
* * *
Ignoramos las causas que hicieron modicar el propósito editorial
expuesto en el aviso de la “Primera Parte” de Programas políticos, que he-
mos reproducido, pero de los doce libros anunciados, únicamente apa-
recieron dos, pues no creo que ninguno de los títulos que se editaron sin
estar enumerados en la referida lista sea simple cambio de título.3
Han sido infructuosos todos los esfuerzos empleados en la pesqui-
sa y localización de las otras obras anunciadas: La Europa en 1849;
3 Tengo alguna duda sólo en lo que atañe a Lo pasado y lo presente, que puede quizás tener alguna
relación con el anunciado, España y los españoles. Pero nada puede afirmarse sobre seguro.
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Catecismo losóco-político; Porvenir del mundo; De la libertad de co-
mercio en general; El verdadero honor; El hábito hace al monje; Folleto
de folletos; El tráco de esclavos; España y los españoles, y Reforma co-
lonial.
¿Se habrán quedado en el tintero? ¿Fueron simple proyecto? Es
posible.
Creo que no llegaron a publicarse nunca en forma de libro, como
edición individualizada, pero estimo que no puede aseverarse rotun-
damente que no fueron escritas, o por lo menos existan, si no todos
en buena parte, probablemente impresos, los materiales para compo-
nerlas.
Me apoyo en lo siguiente:
En primer lugar, hay que tener en cuenta el modo y la forma de
la colaboración de Nemesio Fernández Cuesta en las obras que rma
con Baralt. Se deduce muy claramente que el principal papel de Fer-
nández Cuesta fue el de refundidor o reelaborador (sin que ello signi-
que desmedro alguno para su persona), de los textos ya publicados
por Baralt, sin rma, en los periódicos de los que era redactor.
Así se desprende de las notas puestas a los libros publicados, pues
no hay otra manera de entender las reiteradas citas a Baralt, que apare-
cen constantemente en las mencionadas notas. Sólo se comprenden,
si se contemplan como resultado de la tarea de refundir unos textos
anteriores, pues ni Baralt ni nadie se citaría a sí mismo, como si fuese
un tercero en la obra que él mismo rma.
Léase, por ejemplo, con detenimiento esta nota, de la “Primera
Parte” de Programas políticos:
Véase El Siglo (2ª época), número 116, 135, 144 y 154, donde hemos
tratado más detenidamente estas cuestiones. Con frecuencia tendre-
mos que acudir a esa fuente, por la sencilla razón de ser unas mismas
las doctrinas que aquí sostenemos y las que en las columnas de dicho
periódico defendimos. Nos importa hacer patente de este modo la
jeza e invariabilidad de nuestras doctrinas; y por otra parte mete-
mos sin escrúpulo la mano en arca propia para aprovechar trabajos ya
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hechos, que de paso perfeccionamos y pulimos. Los artículos que de
los números citados hemos tal vez extractado y cual refundido, son
de don Rafael María Baralt; y por regla general debe entenderse que
también son suyos los que en adelante citemos, así de la 2a. como de
la 1a. época de El Siglo, a menos que no advirtamos cosa en contrario,
registrando en notas especiales el nombre de sus autores.
No queda mucha duda sobre el tipo de colaboración que hay que
reconocerle a Fernández Cuesta. Realizaba su trabajo sobre materiales
ya impresos, y es Fernández Cuesta quien habla en las notas.
Ahora bien: si pensamos en la referencia ya transcrita acerca del
propósito fundamental de la colección planeada: “reunir en un cuer-
po único de doctrina todos estos trabajos, que esparcidos se perderían,
o vendrían a carecer por falta de ordenamiento y cohesión de la debida
importancia, no es aventurado deducir de ello que si no la totalidad,
una buena parte del material que se habrían propuesto recoger Baralt
y Fernández Cuesta en los títulos no editados en libro, pueda existir
en forma de artículos, editoriales o no, en los periódicos en que cola-
boró Baralt.
Creo que hay, por lo menos, una prueba de ello. Baralt había publi-
cado en La Floresta Andaluza (Sevilla), en 1843 y 1844, una serie de
tres artículos sobre la obra de José Joaquín de Mora, De la libertad del
Comercio. Pues bien: una de las publicaciones nonatas, previstas en el
plan expuesto en Programas políticos, era De la libertad de comercio en
general, y de su aplicación en España.
Juzgo que no es descabellado sostener la conclusión de que haya otros
títulos, si no todos, en la misma condición. Reitero mi convencimiento
de que una investigación más a fondo en los periódicos que redactó o
en los que colaboró Baralt nos daría respuesta armativa a mi sospecha.
Mucho más, si seguimos como vía de orientación las denominaciones
indicadas en el programa hecho público por Baralt y Fernández Cuesta.
Sería, posiblemente, inútil el buscar las obras impresas, por los tí-
tulos dados en el proyecto, pero considero enormemente provechosa
la investigación por los temas que ahí se anuncian en los periódicos en
que intervino Baralt.
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* * *
Por lo que conozco, fue Víctor Zerpa en el Prólogo a la edición
de las Poesías de Baralt (Curazao, 1888), el primero que acepta como
realmente existentes las publicaciones anunciadas en Programas polí-
ticos. Dice:
“Concretándonos a las publicaciones de Baralt en España, sólo he-
mos tenido ocasión de ver, a más de sus poesías y su insuperable dis-
curso ante la Real Academia Española, las que, ya de su sola pluma, ya
en colaboración con don Nemesio Fernández Cuesta, corren en va-
rios tomos que se conocen con el título de Obras de Baralt y Cuesta”.
Y añade en nota:
“En las Obras de Baralt y Cuesta (Madrid, 1849) se hallan insertas o
anunciadas las siguientes publicaciones hechas por ellos y que en la
mayor parte son tratados extensos, obras bastantes para que se forme
de cada una de ellas un libro voluminoso.
A continuación transcribe la lista de los doce títulos de Programas
políticos, más los de los impresos que realmente se hicieron.
Los biógrafos posteriores han repetido estas armaciones de Zerpa
y de ahí ha nacido la confusión que he tratado de establecer.
* * *
Me he referido a que, a mi juicio, fue la angustia de que la obra se
perdiese lo que impulsó a Baralt a acometer la empresa de agruparla
para su preservación. Tenemos otro caso en el propio Baralt: el de la
copia de sus Poesías, en los sencillos manuscritos que se conservan en
la Biblioteca de la Real Academia Española, en Madrid. No una, sino
dos veces realiza Baralt el trabajo de copiarse a sí mismo.
En estos manuscritos quiso también incluir su obra en prosa, pero
seguramente por el desánimo en que cae en los últimos años de su vida,
después del lamentabilísimo incidente con Santo Domingo, así como
su última enfermedad y la prematura muerte, le impidieron llevar a tér-
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mino su propósito.
En la relación de sus obras en prosa, que constan en algunas notas
de dichos manuscritos aparecen dos obras, que no pueden identicar-
se de modo absolutamente seguro con lo que de él conocemos, ya que
no disponemos de otra guía que la del título que se proponía darle.
Son: Pensamientos sobre la sociedad, el poder y el gobierno;4 y Pensa-
mientos sobre la libertad.5 Salvo que algún hallazgo nos lo aclare, no
podremos precisar con exactitud de qué se trata.
* * *
En la presente edición se han dispuesto los escritos políticos de
Rafael María Baralt por orden cronológico. Falta sólo advertir que hay
materias conexas al contenido de estos dos volúmenes en el tomo de
Historia (vol. II) y en el “Epistolario, incluido en el tomo de Estudios
literarios y correspondencia.6
* * *
En un hombre de convicciones políticas tan acendradas como fue
Rafael María Baralt su pensamiento y su doctrina aoran en casi todos
sus escritos.
4 ¿Sería una parte escogida de los escritores de carácter político?
5 ¿Sería la ordenación sistemática de su credo liberal? ¿Quizás con La libertad de imprenta algún otro
trabajo seleccionado?
6 Particularmente en su carta de 25 de julio de 1854.
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I
SOBRE LA LIBERTAD DE COMERCIO
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aRculos cRíticos soBRe el liBRo
De la libertad del comercio
por José Joaquín de Mora*
artíCulo primero
Tales tiempos de tristes y calamitosas circunstancias, abandonados
de la mano de Dios, alcanzamos, que la aparición de un libro grave,
bien escrito y concienzudamente pensado, es en nuestro horizonte
literario una tan insólita como sorprendente novedad. Dedicados
exclusivamente a los debates y querellas de una política insustancial
y pueril; trabajados por la insensata comezón de variar las formas,
creyendo neciamente cambiar con ellas la esencia de nuestras cosas, y
olvidados del importantísimo negocio de la felicidad material, única
y verdadera fuente de las mejoras intelectuales y morales que deben
conducirnos a la fruición completa de la libertad, corremos hoy, des-
atentados y locos, el deshecho temporal de la anarquía, y semejante
en un todo la nación a la nave que zozobra, hemos echado al mar uno
por uno los riquísimos tesoros que constituían la fuerza, la virtud y
la sabiduría de nuestros padres. Así el habla; así la original y graciosa
sonomía de nuestra literatura; así el diamantino temple de nuestro
carácter, la lealtad proverbial de nuestro corazón, el vigor y la lozanía,
* Rafael María Baralt publicó una serie de tres artículos dedicados a la obra de José Joaquín de
Mora. Aparecieron en La Floresta Andaluza, núms. 43, 45 y 46, de 16 de noviembre y 21 de
diciembre de 1843 y 12 de enero de 1844. Se publicaba en Sevilla. Preparaba otra edición el
propio Baralt, según consta en el plan de ediciones de 1848. En sus manuscritos de la Real Aca-
demia Española, en Madrid, figura la referencia a copia de este trabajo (Nota de P. G.).
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tan encomiados antes, de nuestro ingenio; así, en n, nuestras costum-
bres y tradiciones, nuestra sencillez y buen sentido nacional, cuanto
constituía nuestra gloria y fuerza como pueblo, nuestro valor y ciencia
como hombres, todo ha sido arrojado al agua para correr en lastre a
merced del huracán que, tarde o temprano, sumergirá en las olas revo-
lucionarias el ya desmantelado y hendido bajel de nuestra patria.
No que algunas veces, abriéndose camino por entre las ruinas y ma-
lezas de nuestro yermo campo literario, no haya recreado nuestra vista
una que otra rara y preciosísima or de ingenio y de ciencia, como para
protestar contra la esterilidad que se atribuye al terreno intelectual de
nuestra España y animar al trabajo el hoy tan decaído espíritu de sus hi-
jos. Pero esas ores, poéticas y literarias por lo común, si bien revelan la
nunca agotada savia del suelo que abonaron e hicieron fructicar tantos
y tan peregrinos ingenios, maniestan la pobreza de nuestros estudios
en las ciencias graves, y el abandono en que yace el culto de aquellas artes
modestas y laboriosas que forman la riqueza del hogar y son el funda-
mento de la fuerza y bienandanza de las sociedades.
Mas no podía a la verdad ser de otra manera. Nuestras mezquinas
revoluciones han removido y trastornado la tierra, cual un arado de
fuego, aniquilando las antiguas semillas sin deponer por eso en ella
otras nuevas. Revoluciones sin principio generador, sin idea madre,
sin fundamento social, han buscado, a falta de la fuerza moral de la
doctrina, la fuerza bruta de las pasiones; y en vez de visitar el país para
fecundarlo con la verdad, eterna por esencia, lo han recorrido en todos
sentidos para imponerle el error, por precisión perecedero. De aquí
su infecundidad, de aquí sus repeticiones; de aquí la imperfección de
sus obras y la inseguridad de sus resultados. Porque no hay revolución
alguna posible y muchísimo menos, provechosa, si antes de pasar a la
mano del pueblo, no ha hecho mansión en su cabeza; si antes de ser un
hecho no ha sido una idea. ¿Cuál fue la nuestra cuando combatimos
por la libertad contra el pendón de la igualdad civil, enarbolado por
la Francia republicana y defendido por la Francia imperial? Entonces
nos suicidamos a fuer de hidalgos en nombre del honor; y después,
en los trastornos periódicos que apellidamos neciamente revolucio-
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nes nacionales, ora hayamos defendido o combatido a una familia, a
una mujer o a un hombre, nuestros estandartes han representado casi
siempre un soldado, una reina o una dinastía, pero no un principio
luminoso, no una idea fecunda y general.
No cumple a nuestro objeto averiguar en un mezquino artículo de
crítica literaria los motivos de esa falta de “racionalidad especulativa y
práctica, que ha hecho de nuestras revoluciones otras tantas anoma-
lías y de nuestros cambios políticos otros tantos absurdos. Sean ellos
los que fueren, tenemos por averiguado que a esa falta debe atribuirse
la que se ha notado de hombres eminentes y especiales durante el cur-
so de las sangrientas revueltas en que nos hemos agitado sin adelantar
un solo paso en la carrera del orden, de la organización, del bienestar
y de las mejoras materiales. Las guerras de pasiones, de familias o de
hombres producirán siempre alteraciones y dislocaciones transitorias,
pobres y perecederas como los intereses que representan, no siendo
dados el porvenir y la eternidad sino a los grandes principios y gene-
rosas ideas que tienen por norte, móvil y objeto a la gran familia hu-
mana. Cuando esos principios y esas ideas sembradas en el mundo por
la razón suprema han sido maduradas por el tiempo, y elaboradas por
la reexión en el seno de una sociedad digna de defenderlas, no faltan
nunca ocasiones a los hechos, ni los hombres a las cosas; porque Dios
es quien ha señalado de antemano su tiempo a cada fruto y un sega-
dor a cada espiga madura de los campos. No así, cuando queriendo los
hombres corregir la inmutable sabiduría de la naturaleza, destruyen
sus obras al anticipar por medios articiales la época de sus productos.
El riquísimo suelo de España no es, pues, culpable de la esterili-
dad de sus revoluciones, como tampoco son responsables de los des-
aciertos, torpezas y crímenes de éstas, los principios ingeridos fuera
de tiempo en el vetusto y carcomido tronco de sus instituciones na-
cionales. Hasta ahora esas convulsiones, que por decoro o vanidad
hemos llamado movimientos sociales; esos locos arrebatos que hemos
bautizado con el nombre de enérgicas manifestaciones de la opinión
pública; esos delirios, que apellidamos razón de las masas y opiniones
de un pueblo, no han sido más que epilepsia, ebre e insania de un
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cuerpo, robusto aún, que emplea las fuerzas de la naturaleza contra
los desaciertos de los charlatanes y el efecto mortífero de medicamen-
tos venenosos. Nuestras revoluciones han dado sus frutos naturales.
Hijas del error, han producido errores; nacidas de intereses parciales
extraños al pueblo, han entronizado banderías opresoras del pueblo;
perpetradas con fraudes, con amaños criminales y con violencias, han
privado de dignidad moral a España; han adulterado el carácter na-
cional; han corrompido las virtudes públicas; han hecho crónico el
azote de las insurrecciones y motines; han poblado, en n, la patria de
parásitos, de empleómanos y de traidores, más fatales que el hambre y
que la peste, para el suelo infeliz en que pululan. La literatura, en tan-
to, hija variable de los tiempos, espejo el de sus diversas índoles, ter-
mómetro invariable del calor vital de las naciones, después de haberse
elevado con nuestras armas a la altura de los dominadores del mundo,
ha seguido paso a paso las fases de nuestra gloria y descendido con
ella a remedar sin gracia las literaturas extranjeras, llegando a ser en su
pobreza, desaliño y corrupción una perfecta imagen del inconcebible
desconcierto, de los vicios y de la locura de nuestra sociedad.
Así, los que eles a la religión literaria de nuestros antiguos no se
desdeñan de quemar incienso en el ara de sus dioses y de sus musas;
los que celosos de nuestras glorias pasadas, al par que amantes de los
progresos racionales de la cultura y de la civilización, admiten de buen
grado el culto de las ciencias y de las artes modernas, sin revestirlas
por eso con el postizo y profanador ropaje del extranjero; los que, en
n, puros de las manchas de nuestras revueltas han sabido mantenerse
fuera de las órbitas revolucionarias, dedicados al estudio de la sabi-
duría; éstos, decimos, han merecido bien de la razón y de la patria, y
a ellos debemos hoy volver los ojos para pedirles consejo y guía en el
intrincado y obscuro laberinto a que nos han conducido tantos críme-
nes y tan inconcebibles desconciertos.
Tal es el caso en que se encuentra el autor del libro que vamos a
analizar rápidamente; y si no nos engamos, el libro mismo es a un
tiempo el consejo y la guía que buscamos.
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artíCulo segundo
Cuando por medio de una abstracción de la mente prescindimos de
nuestros vínculos personales con las cosas pasadas o presentes, y a título
de observadores imparciales, nos damos a pensar de buena fe sobre el
origen, la tendencia, los resultados y el porvenir probables de nuestras
revoluciones, crueles verdades surgen con fuerza y luz irresistible de ese
caos en que ninguna voz humana ha podido hasta ahora, ni podrá acaso
jamás imponer silencio y paz a los desacordados elementos. Pero entre
esas desconsoladoras verdades, una sobre todo llama la atención del ló-
sofo y del hombre de estado; y es la de que en un país donde se han en-
sayado todos los sistemas conocidos de gobierno político, ni los gober-
nantes ni los gobernados han dedicado un solo esfuerzo grave y robusto
de la inteligencia al establecimiento de un plan administrativo, tribu-
tario o de hacienda, ni a la prueba de una doctrina económica, agraria
o comercial. Todas las fuerzas nacionales y la energía toda del carácter
español se han gastado exclusiva e inútilmente en la región tempestuo-
sa de la política, sin cuidarnos en lo más mínimo de las leyes orgánicas
de administración, ni en el fomento, reforma o creación de los diversos
ramos que constituyen la seguridad, la riqueza, la ilustración y la mora-
lidad de un pueblo; antes bien, empleando en destruirnos mil veces más
constancia, valor e inteligencia de las que nos hubieran sido necesarias
para sacar el país de su abatimiento y abyección, si más unidos, más jui-
ciosos o menos ignorantes y perversos, hubiéramos apartado el corazón
y la mente de nuestra frenética ambición individual para ponerlos en
la noble ambición de la gloria y de la felicidad de nuestra patria. Y es
más todavía; pues al lado de esta verdad descuella la no menos triste de
haber sido inútiles cuantas sangrientas revoluciones hemos promovido
para conseguir un buen gobierno, pudiendo decirse que semejante al
Dorado de los conquistadores de América, se aleja de nosotros a medi-
da que con más calor y más plausibles esperanzas lo perseguimos. Así
como nuestros padres cuando pedían a las vírgenes tierras del Nuevo
Mundo una comarca de oro y plata, despreciamos nosotros el suelo que
pisamos y buscamos la riqueza y la ventura en la región de las quimeras.
Acaso como ellos llegaremos tarde al desengaño, cuando desmayado el
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corazón, muerta la fe, después de haber gastado el cuerpo y el alma de la
patria en prosecución de una utopía, echemos la vista en derredor y no
encontremos sino desiertos donde creíamos hallar campos maravillosos
y mágicas ciudades.
No pertenecemos nosotros al número de los que creen que las for-
mas del gobierno político, provincial o municipal son meras abstraccio-
nes y articios inútiles sin inuencia alguna en el desarrollo y fomento
de la prosperidad pública, ni que éste pueda alcanzarse siempre que las
leyes administrativas y económicas no alteren su acción, impidan su mo-
vimiento o vicien sus fuentes naturales. Profesamos la doctrina que une
íntimamente la libertad política a la civil y ésta a la industrial; juzgamos
incompatible todo género de esclavitud y opresión con el poder, la ven-
tura y la dignidad de un pueblo, y vivimos en la profunda convicción de
que la libertad, siendo como es el origen, la condición y la garantía de todo
bien, es y debe ser una, indivisible y homogénea, tan necesaria en las ma-
sas como en el individuo; en el gobierno como en la familia. Mas no por
esto se nos oculta que España posee hoy los principales elementos de esa
libertad indispensable al ejercicio de su vida política, y que una extensión
más lata de semejantes elementos no vale la pena de ser adquirida a fuerza
de revoluciones sangrientas, cuando el tiempo, la ilustración y el progreso
de la riqueza pública la traerán pacíca y oportunamente al país. No es
libertad política lo que falta en España. Falta patriotismo en los hombres
encargados de regir el timón del Estado; faltan costumbres públicas y pri-
vadas que suplan por la insuciencia y la ambigüedad de las leyes; falta
instrucción primaria en las masas y una mejor dirección de la académica;
falta moralidad, industria, población, comercio y crédito; falta, en n, esa
paz bienaventurada, sin la cual es inútil el efecto de las leyes, la virtud de
los hombres y el benecio de la libertad.
Pero entre todos estos medios indispensables de orden, de riqueza
y de felicidad, ¿cuál es el más importante en sus resultados, el más fácil
en su aplicación, el más general en su benéca inuencia? Nosotros
creemos rmemente, con el señor Mora, que es la “libertad del comer-
cio” entendiendo por ésta la facultad ilimitada de exportar e importar
todo género de productos naturales y fabriles, con los derechos más
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bajos, compatibles con las necesidades del sco, y sin otras obligacio-
nes, requisitos o diligencias que las absolutamente indispensables para
asegurar el pago de aquellas exacciones.1
Los lectores inteligentes en la ciencia económica observarán que esta
denición, o mejor dicho, explicación de “la libertad de comercio” restrin-
ge y limita la signicación, absoluta de ésta y no contiene en sí el principio
completo de la teoría que representa; pero es deber nuestro declarar que a
esta restricción ha sido conducido el autor por las circunstancias actuales
del país en que escribe.
A vista, dice el señor Mora,2 de tan enormes y mortíferos resultados
(los de la esclavitud del comercio y régimen opresivo de las aduanas), que
sería en vano negar, estando como están al alcance de todo el mundo, y
formando como forman el inagotable asunto de tantas quejas y recla-
maciones; y no siendo difícil demostrar, como esperamos demostrarlo
en el curso de esta obra, que la emancipación del comercio, lejos de ser
perjudicial a los intereses que se quiere asegurar con su opresión, les es en
alto grado favorable y ventajosa, es por cierto digno de admiración que
no haya existido todavía un gobierno bastante magnánimo y sagaz para
romper de una vez tantos vínculos afrentosos, tantas incómodas barreras,
ni un hombre público bastante ingenioso y entendido, para reemplazar
las sumas que producen al erario los derechos de importación, por otras
contribuciones menos erizadas de peligros y menos fértiles en desastres
y miserias. La destrucción total de las aduanas, la abolición completa de
los resguardos, la facultad indenida de importar géneros extranjeros sin
someterse a una sola formalidad, ni contribuir con un solo peso al tesoro
con tal que se proporcionasen a éste otros medios de llenar aquel vacío, no
produciría el más pequeño perjuicio a los individuos, ni a la masa común
que no fuese más que sucientemente compensado por benecios direc-
tos e indirectos, trascendentales a todas las clases de la sociedad.
»Mas, a pesar de esta enorme desproporción entre estos dos
opuestos sistemas... hay (es preciso confesarlo) circunstancias irresisti-
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blemente imperiosas que trazan límites al celo del lántropo y lo obli-
gan a ceder suspirando a la fuerza de las cosas y a los errores que han
llegado a identicarse con los cimientos del orden existente.
»España se halla en este caso. Su tesoro tiene vastas e imperiosas nece-
sidades que no bastaría a cubrir ningún sistema de contribuciones exclu-
sivamente directas. Es forzoso que salgan de los contribuyentes, y que la
riqueza mercantil contribuya, como todas las otras, al sostén de las cargas
públicas... Teniendo presentes las condiciones de la sociedad en que vivi-
mos, los empeños de su gobierno, la extensión de servicios públicos que
la civilización requiere, y el impulso que todos los ramos de felicidad pú-
blica deben recibir del foco de la autoridad, diremos, copiando a un gran
economista: «que los más decididos abogados del tráco libre reconocen
inequívocamente la justicia de los derechos que se le imponen, como ne-
cesarios a la existencia del gobierno y al desempeño de sus compromisos;
que los principios del tráco libre no se oponen a las exigencias scales,
con tal que se mantengan en los límites de la moderación y de la imparcia-
lidad; que todo lo que demanda es una entera y perfecta libertad de com-
prar en el mercado más barato y de vender en el más caro; por último, que
se satisface con que se consulten antes que todo, en materia de legislación
comercial, los intereses del que consume»”.
Nuestra opinión (muy humilde por cierto) sobre este punto es que
la libertad absoluta del tráco, la supresión completa de los derechos de
importación y la consecuente destrucción de las aduanas no sólo son
medidas de la más grande conveniencia, sino que en nada se oponen
a la justísima proporción con que todas las clases y todas las industrias
deben concurrir al sostén del Estado y al pago de las dependencias nece-
sarias a la conservación del orden público. Los derechos de importación
y los innitos gastos que hace además el extranjero para introducir sus
mercaderías en nuestra España, por ejemplo, recaen directamente sobre
nosotros por el aumento proporcional de los precios a que en fuerza
de la necesidad los compramos; por manera que en este sentido sería
inexacto sostener que el comercio exterior paga al Estado un contingen-
te cualquiera de contribuciones generales o especiales. Lo paga cierta-
mente; pero no en virtud y por consecuencia de la reacción que ejercen
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ellos sobre las producciones de la industria nacional, alterando los valo-
res que damos en cambio de los que nos ofrecen. Este mecanismo es el
mismo que establecería cualquier sistema de impuestos que gravase di-
ferentemente la propiedad y la industria del país, porque semejante sis-
tema alteraría por el mero hecho el valor de las producciones extranjeras
que se emplean en el comercio. Una misma es la razón: ellas son pagadas
con los productos nacionales, y en el precio denitivo de ésta entran
las exigencias scales como costo necesario de producción. Así pues, la
compensación de los impuestos se obtiene por el productor nacional,
tanto en la venta interior como en la que podemos llamar exterior; sien-
do en consecuencia evidente que las naciones, al cambiar sus productos
sobrantes recargados con los tributos scales, se pagan sin quererlo unas
a otras gran parte de los gastos indispensables a la conservación del go-
bierno y al desempeño de sus compromisos.
Por lo demás, si como es justo, en materia de legislación comer-
cial deben consultarse antes que todo los intereses del que consume,
recordamos que esta teoría se funda en los mismos principios que la
de derechos de importación, con las notables diferencias de ser la que
sostenemos más económica e innitamente más sencilla y más bene-
ciosa para el país. Para convencernos de ello bastará observar que,
aumentando las contribuciones el precio de los productos nacionales,
y en consecuencia, de los extranjeros que por ellos se cambian, aquella
contribución será más justa y útil que grave solamente en lo preciso,
que se imponga con menos extorsiones, que no aumente el gravamen
necesario con perjudiciales gastos de percepción, y nalmente, que se
obtenga por medios sencillos y en virtud de operaciones determinadas
por datos ciertos. Pues bien: cualquiera contribución que se impon-
ga a la industria nacional evita al pueblo: 1°, el pago de un resguardo
marítimo: 2°, el de un resguardo terrestre: 3°, el de erección y conser-
vación de las aduanas: 4°, el de los empleados de éstas: 5°, los fraudes
de sus dependientes: 6°, los fraudes e inmoralidad del contrabando.
La facilidad que se atribuye a la manera de cobrar el impuesto sobre
el comercio extranjero es, pues, aparente; y si se le deende alegando
la favorable circunstancia de ser pagado irremisiblemente por el con-
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sumidor nacional, responderemos con Channing:3 “No somos admi-
radores de la gran ventaja que se atribuye a los aranceles, a saber: que
evitan los impuestos directos y sacan grandes sumas de los pueblos
sin que ellos sepan que las pagan. En primer lugar, un pueblo libre
debe saber lo que paga por serlo y pagarlo gustoso, desdeñando que lo
engañen para mantener el gobierno como desdeñaría el mismo arti-
cio para la manutención de su familia. Después, no creemos que los
gobiernos deban recibir grandes ingresos, porque un tesoro opulento
está en gran peligro de ser un instrumento de corrupción para los que
gobiernan y para los gobernados. ¡Ojalá desaparecieran de un todo
los aranceles! Con ellos desaparecerían las causas de las envidias, de
las guerras, del perjurio, del contrabando, de innumerables fraudes y
crímenes y de un tejido de trabas que encadenan el tráco, destinado
por su naturaleza a ser tan libre como el viento.
¿Es este sistema un sueño? El raciocinio dice que no y la experiencia,
lejos de condenarlo como absurdo, lo ha absuelto completamente en los
imperfectos ensayos que de vez en cuando se han hecho para probarlo.
Ante el tribunal infalible de la ciencia, el comercio libre es una teoría
perfecta: sometido al crisol de la práctica es un hecho asequible. ¿
importa que se le desconozca? Tarde o temprano entrará en el orden de
las ideas inconcusas y de los hechos necesarios al modo de ser racional
y material del género humano. El sistema prohibitivo y la esclavitud del
comercio son hechos recientes en la vida del mundo. Más antiguo era el
poder absoluto de los reyes, y ha caído: más antigua era la aristocracia
del nacimiento, y las ideas nobiliarias caminan hoy más que de prisa a
tomar su lugar entre las más grandes locuras y preocupaciones de los
hombres. Por fortuna, la verdad triunfa siempre en el espacio y en el
tiempo sin más apoyo que sus propias fuerzas. ¿De qué ha servido ni
servirá la compresión de la ignorancia o de los abusos? Su movimiento
es la ascensión, su condición la victoria, su destino el imperio.
Por lo demás, nosotros, que por una parte vemos en el de este sistema
el triunfo denitivo de la libertad, y por otra juzgamos necesario con-
servar a las teorías toda la universalidad de sus desarrollos y resultados,
3 Página 32.
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hemos cumplido un deber al devolver a la del comercio libre su unidad
y naturales consecuencias. En cuanto a las especiales circunstancias en
que España se encuentra, somos de sentir que lo que en ella mayormen-
te se opone al establecimiento de un sistema de impuestos tal como lo
aconsejan la ciencia, la humanidad y la civilización, es la falta de una
estadística completa que revele a la nación los arcanos de su existencia,
la medida de sus fuerzas, la vitalidad de su industria, los datos, en n, in-
dispensables para proceder con acierto en el difícil negocio de fundar su
administración económica. País sin fábricas ni manufacturas; país sin
vinculaciones ni privilegios; país de experimentos y de ensayos, ningu-
no, en medio de sus trastornos, y de su pobreza, podría mejor y más fá-
cilmente que el nuestro, abrir al mundo una nueva carrera de progresos,
colocándose al frente de la nueva reforma comercial. Nació en España
con el descubrimiento del Nuevo Mundo el sistema prohibitivo. ¡Cuál
y cuán grande no sería nuestra gloria si, después del de la esclavitud, dié-
ramos el ejemplo de la libertad! Nos deberían por segunda vez las nacio-
nes modernas los benecios de su industria, los elementos de su riqueza
y la mejor garantía de su prosperidad.
artíCulo terCero
Después de haber explicado el señor Mora lo que entiende por li-
bertad de comercio en general, y por libertad de comercio con relación
al estado presente de España en el artículo primero de su obra, pasa en
los siguientes a tratar de su inuencia en la creación y acumulación de
capitales, en la agricultura y en la población, en las relaciones mutuas de
los pueblos, en la industria fabril interior, en las costumbres públicas,
y nalmente, en el tesoro nacional. Abarcan estas importantes discu-
siones los siete primeros capítulos del libro. En el octavo y siguientes
hasta el 13 inclusive, que es el último, desmenuza y pulveriza, una por
una, las principales objeciones que se ha opuesto hasta ahora al sistema
que deende; y son la dependencia exterior, la balanza del comercio, la
extracción de dinero, el fomento de la industria interior y la reciproci-
dad de medidas restrictivas entre las naciones modernas. En un capítulo
supernumerario titulado “Conclusión, indica el señor Mora algunas
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reformas importantes que exige nuestro sistema scal y que, juntamente
con la libertad de comercio, son necesarias para que éste ocupe en la
sociedad el lugar que le corresponde y produzca todos los bienes que
de su ensanche y consolidación deben aguardarse. Finalmente, en un
Apéndice”, investiga el autor las causas públicas y secretas del predomi-
nio que, no obstante su falsedad y perjudicialísima inuencia, obtiene
en la práctica el sistema restrictivo, y por virtud de las cuales parece con-
solidarse más cada día en las principales naciones del mundo civilizado;
hace observar con mucho tino las muy favorables circunstancias en que
se encuentra España para adoptar sin graves tropiezos el del tráco libre,
y concluye haciendo un cálculo (el más fundado por cierto que haya-
mos visto hasta ahora) sobre la extensión de nuestro comercio ilícito y la
suma total del contrabando.
¡Lástima grande para nosotros, al menos los que esto escribimos,
que en medio de la brillante y luminosa argumentación que desenvuelve
este precioso libro, se haya deslizado incidentalmente una opinión, si no
errónea, muy controvertible en general, y de todos modos muy aventu-
rada, peligrosa y fuera de sazón en nuestra España! ueremos hablar de
los mayorazgos y vinculaciones, cuya apología hace de buen grado y con
calor el señor Mora, al tratar de la acumulación de la propiedad territo-
rial. Copiemos sus palabras, que siempre son claras y elegantes.
“Hay otra verdad, dice,4 emanada del mismo principio («el capital
pone al capitalista en aptitud de mejorar los productos y de abreviar
el tiempo que se emplea en su manipulación») que han oscurecido
en nuestros días el espíritu de sosma, el furor de las innovaciones y
el inmoral e imprudente empeño de destruir como viciosas y funes-
tas al bien público, «todas» las instituciones de las generaciones que
nos han precedido. Aludimos a la guerra declarada a la acumulación
de propiedad territorial; error que se disfraza frecuentemente bajo la
máscara de una mal entendida benevolencia en favor de las clases hu-
mildes y que se fortica con el abuso de las ideas populares, el odio a
la desigualdad y las propensiones antiaristocráticas que han puesto a la
moda las revoluciones.
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Y más adelante:5 “Bien sabemos que de esta doctrina no hay más
que un paso a la apología de los mayorazgos y vinculaciones, y que por
consiguiente le alcanzan los anatemas que contra estas instituciones han
fulminado los escritores y los congresos... Es cierto que en algunos países
los mayorazgos han producido fatales consecuencias: pero el hecho solo
de que en Inglaterra, no sólo no han dado los mismos frutos, sino que
han servido de base a un desarrollo increíble de riqueza, a una masa de
prosperidad que no tiene ejemplo en la historia: este solo hecho basta
para convencerse de que los inconvenientes de la institución no están en
ella misma, sino en circunstancias colaterales que tanto inuyen en ella
como en todos los otros resortes del mecanismo de la sociedad”.
No tratando el señor Mora sino por incidente y muy de paso la
cuestión de mayorazgos y vinculaciones, no debemos nosotros (aun
supuesto el caso de que pudiésemos hacerlo en la ocasión presente)
combatirla de una manera más formal y detenida. Vamos por tanto a
indicar solamente nuestros principios y opiniones generales respecto a
ella, por vía de protesta contra una doctrina que juzgamos perjudicial,
y a la que una opinión tan respetable como la del señor Mora, y un libro
tan excelente como el suyo, prestan sin duda alguna un grande apoyo.
1° Observamos desde luego que del argumento citado puede de-
ducirse lógicamente una consecuencia contraria a la que ha obtenido
el señor Mora; y efectivamente, ¿qué más motivos militan para supo-
ner que ciertas circunstancias colaterales han modicado en pernicio-
so sentido los mayorazgos y vinculaciones, buenos de suyo, que para
atribuir a éstos una inuencia perniciosa en circunstancias conoci-
damente favorables a la creación, al desarrollo y a la distribución de
la riqueza? Para responder a esta pregunta bastaría referir el previo
examen que supone al país clásico de la aristocracia moderna: a la In-
glaterra, deudora, según el autor, a los mayorazgos y vinculaciones de
la base en que se ha fundado el colosal edicio de su riqueza, y (aña-
diremos nosotros) de su aparente bienandanza. Pero preguntaremos
solamente: en un sentido estrictamente económico, ¿puede atribuirse
a la constitución de la propiedad territorial, o lo que es lo mismo, a las
5 Página 47.
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inmensas vinculaciones de los nobles ingleses, la prosperidad del país
más manufacturero del mundo? ¿Y podrá resolverse armativamente
esta cuestión cuando ella es la causa principal, si no única, de las di-
cultades que de continuo ofrece la legislación sobre cereales, y de los
males innitos que de ésta resultan en perjuicio de la agricultura y de
la industria de aquel país?
2° Admitimos que la extremada división de la propiedad territorial
es uno de los mayores obstáculos que se oponen a los adelantos de la
agricultura, pero no hallamos razones para preferir a este mal el que
indispensablemente se origina de la amortización en el caso de las vin-
culaciones. La amortización, se dirá, no ahoga siempre todos los gér-
menes de progreso: testigo la Inglaterra. Respondemos que ésta debe
en gran parte a la industria fabril los inmensos capitales consagrados al
cultivo; el cual no existiría acaso en el feliz estado en que se encuentra,
si por una ventura sin ejemplo no hubiera coincidido el progreso de
las artes con el de la agricultura en el país de esos admirables insula-
res. Además, los conocimientos que allí se han aplicado y se aplican
al benecio de la tierra, y el excelente sistema de arrendamientos han
debido necesariamente atenuar los males de la amortización, y falta ver
con todo, según dice muy bien un escritor español,6 si destruida que
fuese, no se elevaría aún más y nos parecería más admirable, lo que en
su estado presente vemos ya como tan alto y distinguido. Puede, pues,
decirse que en Inglaterra la agricultura ha progresado, no precisamen-
te por efecto de las vinculaciones, sino a pesar de ellas, y en virtud de
aquellas circunstancias colaterales de que hablamos hace poco.
3° La extremada división de la propiedad territorial es un mal, sino
imaginario, por lo menos notablemente pasajero. En un país que prospera de
un modo simultáneo en todos los ramos de su riqueza, la propiedad de todas
especies tiende a acumularse por el mismo principio que la tierra libre corre a
las manos que pueden hacerla más productiva, al paso que la tierra vinculada
destruye a la larga la producción en manos del colono. La trasmisión igual de
la herencia, nos dirán, tiende constantemente a dividir. Sí; pero este principio
de división lucha también constantemente y de una manera desventajosa con
6 Pacheco, Estudios de legislación y jurisprudencia, p. 137.
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un principio de unidad y de acumulación inherente a la naturaleza humana;
y si el progreso de la riqueza es permanente, llegará el caso en que la acción de
la divisibilidad del patrimonio pierda casi del todo su inuencia. La tierra es
nita; sus productos son nitos; la perfectibilidad de sus productos es nita.
La tierra no puede aspirar como las artes al porvenir inconmensurable de ade-
lantos y mejoras que tienen por base e instrumento la expansión indenida de
la inteligencia. Si esto, como creemos, es así, el caso de que acabamos de hablar
llegará cuando, alcanzado el término necesario del cultivo, se establezca entre
la industria, la agricultura, el comercio y la población un nivel económico y
social, que ponga la riqueza pública al abrigo de las alteraciones y peripecias
que son un efecto indispensable de las leyes sobre la propiedad, tal como hasta
ahora hemos convenido en considerarla y respetarla.
4° Se alega el ejemplo de la Inglaterra, el de Austria y el de la Lom-
bardía en favor de las vinculaciones. Exhibimos en contra el de los Es-
tados Unidos y el de Chile.7 Del primero de estos países dice el señor
Mora: “Su producto neto es mucho mayor que en el país más rico de
Europa, y de aquí nace principalmente el crecimiento portentoso que
allí toman la riqueza pública y la población. Téngase también en cuen-
ta la creciente prosperidad de La Habana, y no olvidemos que sería
muy aventurado atribuir el atraso de la agricultura en Francia a solo la
constitución legal de las propiedades, cuando existen muchas concau-
sas poderosas que a ello contribuyen.
5° “Las dicultades, dice Pacheco,8 que de continuo ofrece aquella
legislación sobre cereales (la de Inglaterra) maniestan que todavía hay
que hacer algo allí para poner en orden y en nivel completo, económi-
ca o socialmente el cultivo del país..., pero nosotros (los españoles) no
tenemos las circunstancias favorables de aquel Estado: carecemos de sus
conocimientos teóricos y de aplicación; carecemos de esa masa prodi-
giosa de capitales arrojados en provecho de la agricultura. Ninguna de
las ventajas directas ni colaterales que allí se encuentran, podemos lison-
jearnos de gozar en la Península. Sólo en el mal nos parecemos; con la
7 Chile debe al Sr. Mora mucha parte de su ventura, si, como debemos, atribuimos ésta a sus leyes
económicas y fiscales. El Sr. Mora, dio el plan para el arreglo de su deuda y de su sistema de hacienda.
8 Pacheco, obra citada, pág. 137.
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diferencia que allí está contrarrestado, atenuado, vencido, mientras aquí
está exagerado y subido a su mayor altura... No se desconozca, pues, que
la amortización es un mal de fatales consecuencias...
6° Bajo los aspectos político y social la cuestión de mayorazgos,
lejos de ser dudosa, es, a nuestro modo de entender, incontrovertible
en el sentido en que nosotros la sostenemos.
7° Los mayorazgos y vinculaciones son contrarias al derecho na-
tural.
8° Se oponen al espíritu democrático, que desde tiempos bien anti-
guos reina en la sociedad española, y mayormente desde el advenimiento
al trono de la casa de Borbón, que todo lo aseguró y conrmó en esa vía.
9° Se oponen a los antiguos usos de Castilla, en donde el mayoraz-
go se introdujo como excepción y privilegio.
10. Se oponen a las más generales opiniones difundidas en la Pe-
nínsula por el espíritu losóco desde la guerra de la independencia, y
más y más arraigadas en la nación después de 1820 y 1823, después de
la nueva lucha de sucesión, del trastorno de 1836, y de la constitución
de 1837.
11. Creemos con Royer-Collard que la aristocracia no puede ser
creada por las leyes, y que ya no puede nacer de la conquista.
12. Los mayorazgos se oponen a las ideas morales de nuestro tiem-
po.
13. Y son imposibles, por haber desaparecido las instituciones y
costumbres que los sostenían en la época en que nacieron y se conso-
lidaron.
Pero ya lo hemos dicho: el señor Mora ha tratado incidentalmen-
te esta cuestión, y cualquiera que sea el grado de verdad de nuestras
opiniones respectivas, en nada puede ni debe disminuirse por ellas la
excelencia de su libro, consagrado con especialidad a otras cuestiones
diferentes.
Lo decimos con profunda convicción: la obra del señor Mora
es notabilísima en el fondo y en la forma. Jamás hemos visto tratada
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la cuestión del “comercio libre” con más claridad, con más lógica, con
ejemplos mejor escogidos, con más elegancia, pureza y amenidad en la
dicción. Sólo un disgusto hemos experimentado al leerla; y es el de que
su autor, en vez de tratar un punto aislado de Economía política, no haya
dedicado sus tareas a formar un curso general y completo de la ciencia.
Algunos, preguntarán acaso si era esta la más oportuna ocasión de
publicar un libro sobre la Libertad de comercio, cuando nuestras anti-
patías hacia la Inglaterra harían impopular un arreglo comercial con
ella, fundado en bases de amplia liberalidad. Nosotros contestamos
que las verdades útiles siempre son oportunas, y que no sería un buen
patricio el que rehusara decirlas a sus conciudadanos, por el temor de
ser calumniado o malamente comprendido.
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SOBRE LA REPÚBLICA DEL ECUADOR Y
EL GENERAL JUAN JOSÉ FLORES
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RepúBlica del ecuadoR* 1
artíCulo
El antiguo reino de uito, hoy república del Ecuador, era una par-
te integrante de la de Colombia2 en 1830; el general Juan José Flores,
que merecía la conanza de Bolívar, era entonces Jefe superior civil de
aquel vasto territorio, y se hallaba autorizado para legislar en lo econó-
mico y gubernativo: mandaba en Jefe también el ejército.
La paz y el orden reinaban en el Ecuador, y Flores se ocupaba en
las mejoras útiles del país, cuando Venezuela, en los primeros meses
de aquel año, se emancipó de Colombia, y Bolívar dejó el mando para
venir a Europa.3 En tal estado fundó Flores la independencia del Ecua-
dor trocando su autoridad casi ilimitada por una presidencia de cuatro
años que le ofrecieron los pueblos.
Grandes y muchas dicultades hubo al pronto de encontrar el
nuevo presidente para consolidar la obra de organizar en nación in-
dependiente un país que no había sido en lo antiguo más que colonia,
y que había pasado en los tiempos modernos por las difíciles pruebas
de la guerra civil y del yugo militar. Sucientes de suyo esas dicul-
tades para hacer ardua, complicada y azarosa la situación política de
Flores, no tardó éste mucho en verlas aumentarse con otras que la am-
bición de pueblos extraños y los instintos revolucionarios de la tropa
1 Cumplimos la palabra que dimos ayer a nuestros lectores de ampliar las noticias que publicó
sobre este país la Gaceta.
2 La República de Colombia se componía de la antigua capitanía general de Venezuela, Virreinato
de la Nueva Granada, y Presidencia de Quito.
3 Cuando se disponía a hacer este viaje murió en Santa Marta, provincia de Cartagena de Indias.
* Artículos publicados en El Tiempo (Madrid), núms. 693, 1° de julio, 694, 2 de julio y 695, 3 de
julio de 1846 (Nota de P.G.).
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le suscitaron de consuno. La Nueva Granada desconoció el derecho
que tuviera el Ecuador para constituirse en nación independiente, y
el ejército vencedor en Ayacucho y Tarqui, envanecido con sus triun-
fos, se sublevó contra la república. Flores, el a sus juramentos y con-
secuente a la causa que habían abrazado los pueblos, corrió entonces
los más crueles azares de su vida. Con la Constitución en una mano y
con la espada en la otra, hizo frente al peligro, y después de una cruda
campaña que sería largo y enojoso historiar aquí, sometió a los suble-
vados, restableció el orden público, y aanzó a un mismo tiempo la
independencia y las instituciones.
Un año después de esto alcanzó un tratado en que la Nueva Grana-
da reconocía la existencia política del Ecuador.
Tan importantes servicios daban a Flores justos títulos de mereci-
miento, y parecían deber augurarle una administración pacíca que le
dejara espacio y vagar para beneciarla en pro de su patria adoptiva;4 pero
desgraciadamente sucedió lo contrario. El señor Vicente Rocafuerte,5
desterrado de Méjico por su carácter travieso y enredador, llegó a
Guayaquil,6 hizo estallar una revolución (año de 1833) y proclamó la
necesidad de convocar un nuevo Congreso constituyente para reformar
la Constitución política del país. Flores voló entonces a Guayaquil a la
cabeza de un puñado de hombres, y asaltó la plaza defendida por las
tropas sublevadas, por la fragata Colombia de 64 cañones, y por algunas
goletas y lanchas de guerra. La toma de Guayaquil por el Salado,7 fue
calicada por los hombres del arte de prodigiosa e increíble.
No obstante, tan gloriosa empresa, la guerra continuó con encarni-
zamiento, porque no era dable a Flores vencer sin buques ni artillería
la escuadra sublevada. Por lo cual muchos sangrientos combates se su-
cedieron en el mismo año de 1833, en el de 34 y primeros meses del de
35, y muchos prodigios de valor y constancia ilustraron aquella guerra
4 El general Flores es venezolano.
5 Algunos nuevos Estados de América han suprimido por ley el título honorífico de Don.
6 Puerto principal del Ecuador.
7 Brazo de mar cubierto en sus márgenes por bosques espesos de mangles nacidos en ciénagas
profundas.
Sobre la República del Ecuador y el general Juan José Flores / Rafael María Baralt
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memorable y luctuosa en medio de una peste asoladora que diezmaba
el país al par y tan aprisa como el hierro y el plomo. Como quiera, el
abordaje de las fuerzas sutiles hecho por hombres embarcados en frá-
giles canoas, el reñido combate sostenido durante once horas contra
toda la escuadra, la toma de Rocafuerte a retaguardia de sus fuerzas
navales, y la batalla de Miñarica8 con 800 soldados mandados por Flo-
res contra 3.500, son hechos de armas que atestiguan la delidad del
que sostuvo las instituciones, y la ingrata versatilidad de los que quisie-
ron cambiarlas después de establecidas, y herir el pecho del presidente
en la aurora de la república que él había fundado y sostenido con ries-
go de su vida y con la pérdida de su omnímoda autoridad.
Terminada la guerra, podía temerse que Flores, embriagado con
un triunfo que el entusiasmo popular y la admiración de las nacio-
nes americanas ensalzaban a porfía, hiciera pesada su autoridad a los
vencidos imponiéndoles a manera de yugo la victoria. Lo contrario
sucedió; pues con sorpresa y pasmo universal de propios y de extraños,
Flores deja el mando y se retira a la vida privada, después de perdonar
al general vencido y permitirle que desde el campo de su derrota fuese
a vivir tranquilamente en el seno de su familia.
Pero, ¿a quién entrega Flores el mando? Lo que vamos a decir es in-
creíble y sin ejemplo: con igual razón puede tomarse por un capítulo de
las Vidas de Plutarco, que por un rasgo de la historia fabulosa de los Doce
pares. En cuanto a nosotros, debemos decir que no siempre concedemos
a los hombres constituidos en dignidad el derecho de ser magnánimos.
Sea lo que fuere, lo cierto es que Rocafuerte se hallaba en capilla
para ser pasado por las armas como jefe de la insurrección, y que Flores
lo sacó de ella para darle un mando superior en el mismo Guayaquil.
No contento con esto le eleva en seguida al solio de la república, le da el
primero pruebas de obediencia, y para sostenerle pone a la disposición
del vencido triunfante su inuencia y su espada. Tales hechos produje-
ron, como era natural, honda impresión en los estados sudamericanos:
los pueblos mismos, así abandonados por su libertador a los caprichos
de un insensato, rebelde poco antes, batieron las palmas arrebatados
8 Dada a las faldas del Chimborazo.
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por la alucinación de tan extraña longanimidad; de todas partes recibió
Flores cordiales felicitaciones; y el primer poeta de América, el cantor
de Junín, el Herrera de los trópicos, elevó a su gloria un monumento
que inmortaliza a un tiempo al héroe y al vate.9
Rocafuerte, con el carácter y denominación de jefe supremo de
la república, convocó un congreso constituyente que se reunió en
Ambato el año de 1835. Este congreso, conocido con el nombre de
Convención de Ambato, constante anhelo de Rocafuerte y objeto de
la oposición de Flores, dio una Constitución que tuvo desde luego
por contrarios a los mismos amigos del nuevo jefe de la república, y al
partido que vencido poco antes había sido llamado luego por Flores al
ejercicio de la actividad. Más tarde explicaremos el singular fenómeno
de una Constitución repudiada por el partido en cuyo reinado se ha
hecho; por el pronto, y para la inteligencia de los sucesos posteriores,
nos limitaremos a estampar aquí el hecho de que ese partido protestó
contra la nueva ley fundamental, culpándola de haber sido formada
sin su participación directa ni indirecta.
Todos los males que han caído sobre el Ecuador desde el año de
1835 acá, y los que ahora sufre, y los que en el porvenir le esperan,
tienen su origen en los acontecimientos que acabamos de referir so-
meramente, aunque con severa exactitud e intachable imparcialidad.
artíCulo
Flores entre tanto cultivaba las letras y se consolaba de sus disgustos
políticos con el comercio de las musas. Cuatro años vivió consagrado
a ellas, al estudio de las artes, al de la administración y la economía
públicas, atesorando cuantos conocimientos son necesarios al hom-
bre de Estado, al guerrero y al diplomático. Merced a una constancia
admirable, a un método seguro y a una cabeza de magníca organiza-
ción, Flores, soldado casi desde la cuna, y soldado tan infatigable que
en veintidós años no había depuesto nunca las armas, es hoy, todavía
joven, un hombre distinguido entre los más distinguidos de Europa.
9 Pronto publicaremos la famosa oda del señor Olmedo. De ella se puede decir que es la obra
maestra de la literatura americana.
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Sus honrosas y gratas ocupaciones fueron, sin embargo, interrumpi-
das con frecuencia. Elegido senador por las provincias de Loja y Manabí,
desempeñó este cargo presidiendo el Senado en la legislatura de 1837.
Habiendo asomado una revolución en el año siguiente para destituir al
presidente Rocafuerte, Flores recomendó la obediencia a los pueblos y a
las tropas, reunió un cuerpo de voluntarios compuesto en su mayor par-
te de mozos de labor de sus haciendas, y puesto a la cabeza de él sostuvo
al gobierno y le hizo salir triunfante de la revolución. Y después de haber
recorrido el país, pasado revista al ejército, predicando, en n, por todas
partes la sumisión a las autoridades constituidas, regresó de nuevo a su
casa de campo, y otra vez cambió la espada por los libros.
Sostenido por tan robusto brazo pudo ver Rocafuerte terminar pa-
cícamente el período de su presidencia en 1839. Flores había cumpli-
do sus promesas, y el pueblo que le veía crecer en ciencia, en virtudes y
en heroísmo, lo sacó de su retiro aquel año llevándolo en alas del más
vivo entusiasmo al primer puesto de la república por medio de unas
votaciones casi unánimes.
Uno de sus primeros actos fue la amalgama y fusión de los partidos po-
líticos en que se hallaba dividido el país, empleando al efecto el sistema de
una conciliación inteligente y de una admisión equitativa de todos ellos a
los empleos y servicios del Estado. Colocó, pues, indistintamente en la ad-
ministración pública a los ciudadanos de más méritos y de probidad reco-
nocida. En seguida dio su apoyo al presidente constitucional de la Nueva
Granada marchando en persona a la cabeza del ejército ecuatoriano para
sostenerle contra un insigne criminal, de nombre Obando, que había pro-
vocado la guerra civil en aquella rica y hermosísima comarca. Concluida
la campaña regresó Flores a uito, y en ella recibió un decreto de gracias
del Congreso neogranadino y una espada de honor del ejército de aquella
nación. Grande fue el crédito que alcanzó el Ecuador en aquella época por
los servicios de su presidente; pero desgraciadamente no impidieron ellos
que nuevas y más serias disensiones intestinas asomasen otra vez la cabeza,
y al n, cobrando cuerpo, trastornasen el Estado.
Pues, fue el caso que convocado el parlamento ecuatoriano para la
legislatura de 1841 se anuló a sí propio con haber anulado la mayoría
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de sus miembros en el acto del examen y calicación de las actas elec-
torales. En vano (como lo han confesado hasta sus mismos enemigos)
empeñó Flores toda la legítima inuencia que le daban su alto puesto
y su carácter para impedir aquel mal, aquel escándalo; en vano ma-
nifestó que si las Cámaras legislativas quedaban sin “quorum” legal y
sin posibilidad de ser renovadas por falta de autorización competente,
se vería acéfala la república y expuesta a todo linaje de vicisitudes: las
malas pasiones triunfaron y la nación quedó sin Congreso. En tal es-
tado, opinaron los senadores que si el poder ejecutivo salía de la órbita
de sus atribuciones constitucionales para ingerirse en las elecciones,
serían nulos los actos del Congreso, porque éste procedería en tal caso
de un origen vicioso. El Consejo de Estado, los tribunales de justicia,
los ayuntamientos y hasta los dictámenes de algunos hombres políti-
cos de fuera de la república a quienes se consultó, todos convinieron
unánimemente en la forzosa necesidad de convocar un nuevo Con-
greso constituyente, o sea Convención, que legitimase sus actos e im-
pidiese el caso próximo y azaroso de que la república fuese gobernada
por autoridades de “hecho. Añádase a todo esto que los periódicos
de la oposición combatían y desacreditaban la Constitución de Am-
bato por ser, decían, la obra exclusiva de un partido, y que también
había llegado la ocasión de reformarla, según se disponía en uno de
sus mismos artículos. Flores, en consecuencia, convocó la nueva Con-
vención y dimitió el mando de la república. En hecho y en principio
esta conducta del Presidente es intachable, y la unidad de pareceres le
daba mucha fuerza. Así considerada, no puede menos de convenirse
que con ella dio Flores una nueva y espléndida prueba de ese respeto a
la opinión pública que, como hemos visto, caracteriza sus actos públi-
cos desde el año de 1830, era de los gobiernos normales de Venezuela,
Nueva Granada y Ecuador.
Eligieron los pueblos para el nuevo congreso constituyente lo me-
jor y más granado entre los hombres de todos los partidos que habían
dividido antes el país; y por la primera vez se vio en el Ecuador una
asamblea nacional compuesta de los principales propietarios, de los
primeros comerciantes, de los literatos de más valía, de los militares
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más distinguidos. Esta asamblea dio una nueva Constitución y eligió
por presidente a Flores. El cual, no sin verdadera repugnancia, aceptó
la magistratura suprema, vencido por el convencimiento de que su in-
uencia y su práctica de los negocios eran necesarios para plantear las
nuevas instituciones, halagado quizá también por la espontaneidad y
la unanimidad de los votos con que le favorecieron los diputados, y
en los que veía con razón un elemento de fuerza, una condición de
permanencia, y un título de legítima propiedad.
Flores recibió entonces felicitaciones universales de la nación
ecuatoriana, y los ánimos más asombradizos y reacios a la esperanza,
las concibieron profundas y dulces de un porvenir dichoso para el
pueblo. ¿Y cómo no? Flores había ganado con servicios impagables la
amistad de los gobiernos vecinos, y el crédito de las potencias extran-
jeras con el religioso cumplimiento de sus palabras y empeños inter-
nacionales. Flores había reconciliado al Ecuador con la antigua madre
patria, y cumplido religiosamente el tratado celebrado con ella hasta
casi extinguir su deuda. Flores había conado los empleos públicos a
los hombros más aptos para desempeñarlos: había contraído su prin-
cipal atención a los adelantamientos intelectuales y materiales: había,
en n, hecho o propuesto cuanto le aconsejaban su propia gloria y
patriotismo para unir su nombre a los progresos que debían asegurar
la paz y la ventura de su patria adoptiva.
Otra vez, sin embargo, las más bellas y justas esperanzas vinieron a
tierra al soplo abrasador de las revoluciones; otra vez las revoluciones
sustituyeron, según su costumbre, lo desconocido a lo conocido, lo
absurdo a lo racional, y la regularidad el desorden; como siempre, el
fondo asomó a la supercie, y la plebe dio un demoledor a las institu-
ciones, y un perseguidor al país.
Vicente Ramón Roca, pues, hombre sin instrucción y de malas pa-
siones, levantó el estandarte de la rebeldía y logró generalizar ésta en
Guayaquil al grito de “libertad y odio a los extranjeros. ¡Extraña cosa!
Hacía poco que ese mismo hombre ejerciendo un cargo público en
Guayaquil se había hecho tan odioso, que Flores, no obstante su bue-
na voluntad y su repugnancia a las destituciones, llegó a persuadirse
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de la imposibilidad de sostenerlo sin riesgo de la tranquilidad pública.
Ahora el que abusó de la autoridad contra el pueblo, convirtiéndose
en esbirro de policía, hace aceptar un tribunado de revolución; y las
turbas que le maldecían como magistrado legal, le siguen y ensalzan
como faccioso.
Tal es el origen: los nes son dignos del principio. Roca prodiga
ascensos militares, riega el dinero que ha sacado de las arcas públicas,
y destierra del país a los que cree sospechosos de hostilidad a sus pro-
yectos o de odio a su persona.
artíCulo
El momento escogido por Roca y sus secuaces para turbar, hasta
cierto punto a mansalva, el orden público, era excelente, porque en la
estación de las lluvias, Guayaquil, invadido por su río, se inunda y que-
da, semejante a una isla, incomunicado con las provincias del interior
y aun con los pueblos comarcanos. No pudo por lo tanto el gobierno
reocupar la ciudad defendida por los buques de guerra de que se ha-
bían apoderado los facciosos, y se limitó a organizar, no sin muchas
dicultades, su cuerpo de tropas en la hacienda llamada Elvira, situada
en la ribera izquierda del río Guayas.
Allí atacaron a Flores los sublevados engreídos con la superioridad
que les daban sus buques y gruesa artillería; pero mal le avino a su
arrogancia, pues fueron derrotados con pérdida de ochocientos hom-
bres entre muertos y heridos. Renovaron, con eso y todo, tenaces la
agresión en un vivo ataque que duró siete horas de nutrido fuego a tiro
largo de pistola; mas fueron igualmente rechazados con pérdidas con-
siderables. Y convencidos entonces de que no les era posible triunfar,
se pusieron a la defensiva y a esperar, ando la victoria al tiempo, y al
progreso de la división y del desorden.
No se hizo este último esperar; que en los pueblos nuevos no dis-
ciplinados con la práctica de las instituciones, cunde pronto el tras-
torno y se encienden y bravean las ambiciones al pérdo halago de los
empleos, y al del latrocinio colectivo e impune de las turbas. Pero al
mismo tiempo que Roca, siempre al grito salvaje de “extermino a los
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extranjeros, difundía el espíritu de sedición en los pueblos del interior
de la comarca, negociaba con Flores, cuya actitud belicosa le asustaba.
Propuso, pues, al Presidente que dimitiera el mando de la república, y
que aceptase en cambio de la magistratura suprema el título y la auto-
ridad de general en jefe del ejército. Para determinarlo a ello le argüía
con las fuerzas crecientes de la revolución, con la necesidad de refor-
mar la Constitución en un sentido más democrático, y con la presión
de elegir (éste era para Roca el punto cardinal de la cuestión) un nuevo
Presidente. No, añadía, porque Flores fuese odiado del pueblo; pero
antes bien porque le amaba como a su fundador y caudillo quería con-
servarlo al frente de las armas: sino porque en su calidad de extranjero
no debía ocupar el primer puesto de la república. Roca, como se ve,
deseaba que Flores repitiese en su persona el pasado ejemplo de Roca-
fuerte, cambiando su título de faccioso por el de magistrado supremo,
y sosteniéndole con la espada de Miñarica. ¡Tan cierto es que el abuso
de las más nobles virtudes puede convertirse en incentivo de críme-
nes! Y aquí se verá con cuánta razón dijimos que los males pasados, los
presentes y los venideros del Ecuador, reconocían por fuente y origen
la magnanimidad, heroica sí, pero también romanesca, de aquel per-
dón político. Pero volvamos al general Flores.
Su respuesta a Roca fue corta y fácil. No temía las fuerzas de la
insurrección porque en todas partes la había contenido, y en aquel
mismo instante el jefe de ella pactaba; indicio cierto de que no tenía
conanza en el triunfo por las armas. ¿Cómo ni por qué iba a renun-
ciar la presidencia obedeciendo al deseo o al apremio de una facción,
para trocar su autoridad civil por la de general en jefe? Entendía que
la Convención había tenido el derecho de elegirle, y él la libertad de
aceptar o no su elección, según su voluntad. Ahora, si la cuestión no
era de principios, sino personal; si a vueltas de todo aquel respeto y
amor a su persona, existía una oposición decidida al ejercicio de su
autoridad legal; si debajo de aquellos ofrecimientos de mando más
restricto, pero siempre importante, se ocultaba una celada de traición
ulterior, origen seguro de nuevos trastornos y más derramamiento de
sangre, su conducta haría patente el amor que profesaba a ese país, que
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si no el de su nacimiento, era el de su esposa, el de sus hijos, y el de sus
más grandes servicios.
Roca fue en aquella ocasión franco, o mejor diremos, desvergon-
zado, confesando que allí no se trataba de principios, sino pura y sim-
plemente de persona: el objeto de la lucha era la presidencia para él, y
los empleos ocupados por los extranjeros para sus amigos. Con lo cual
vino Flores a persuadirse de que el honor y el patriotismo le hacían
un deber de dar n con su desprendimiento a una guerra que tenía
por único objeto su persona, y tomó en consecuencia la resolución
espontánea de salir del país, rmando antes un tratado que escudase a
los eles servidores del gobierno contra todo ataque a sus propiedades
y personas. En cumplimiento de esta resolución desarmó las tropas y
dispuso que las divisiones acantonadas en el interior se sometiesen al
convenio que conocerá la historia con el nombre de tratado de Elvira.
Hecho lo cual se alejó de aquella tierra inhospitalaria e ingrata, no sin
haber escrito a sus moradores una despedida en que se notan las bellas
frases siguientes:
“¡Ojalá que este sacricio sea tan grato para vosotros, como es sa-
tisfactoria para mí la convicción de que jamás he usurpado la pública
autoridad, ni ensangrentado el cadalso político en los tres períodos
constitucionales que se me ha conado la primera magistratura po-
pular!”.
¿uién podía suponer que esta conducta del general Flores, rara,
ejemplar en las repúblicas de América, fuese mal correspondida? ¿Ni
quién que un tratado solemne, humano, útil a los mismos facciosos, y a
cuyo cumplimiento empeñaron éstos el honor nacional y comprome-
tieron el nombre de la revolución, hubiese sido violado y en seguida
formalmente anulado? Pues ambas cosas han sucedido con agravio de
la fe debida a los tratados, con escándalo de la moral pública, y con
mengua del crédito de aquel malhadado país, oprimido por una fac-
ción de ambiciosos sin alma, sin corazón y sin cabeza.
El rico propietario Valdivieso, respetable ciudadano encargado del
poder ejecutivo durante la ausencia de Flores en la Elvira, luego que
recibió las comunicaciones en que éste le participaba su resolución,
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celebró un nuevo tratado con los facciosos, y abolió su autoridad, de-
poniendo al mismo tiempo las armas nacionales.
Mas no bien se habían consumado estos actos solemnes, cuando
Roca, dueño ya de todo el país, se entregó sin freno ni pudor a todo
género de persecuciones. El mismo Valdivieso y otras dignísimas per-
sonas fueron encarceladas para obligarlas a entregar considerables su-
mas de dinero, y más tarde condenadas a destierro. Los jefes y ocia-
les del ejército sufrieron la misma suerte. Más cruel fue la del bizarro
general venezolano Otamendi, pues le asesinaron en presencia de su
esposa y de sus hijos. Las iniquidades fueron tantas y tales, que ya no
se ocultaban en las sombras de la noche, ni se urdían bajo el velo del
misterio. El nuevo Sila formaba sus listas de proscripción en la plaza
pública, y sus lectores perdieron el temor a la luz del día.
En medio de estos horrores se reunió en Cuenca una convención
compuesta de los más exaltados revolucionarios, y dirigida por Roca.
Sus primeros actos, dignos en un todo de su impuro origen, sanciona-
ron dos grandes injusticias, dos odiosos crímenes. El primero anuló
los tratados por medio de los cuales había adquirido la revolución su
fácil triunfo, hijo de la magnanimidad patriótica de Flores; el segun-
do borró de la lista militar a los fundadores de la independencia que,
eles al gobierno legítimo, habían derramado su ya escasa sangre en
defensa del orden, inseparable de la verdadera libertad. Después hizo
una Constitución en que lo absurdo rivaliza con lo imposible, lo libe-
ral con lo servil: Constitución unas veces democrática, otras absolu-
tista; verdadero galimatías de cuanto la ignorancia demagógica puede
inventar de más propio para hacer a su tiempo odioso e imposible el
gobierno representativo. Esa constitución excluye de los benecios de
la ciudadanía a los extranjeros, y sacrica a la corte de Roma el pa-
tronato que los nuevos Estados hispanoamericanos han heredado de
los reyes católicos. Esta abdicación disparatada de un derecho natu-
ral a todos los pueblos independientes, produjo una reacción entre
los mismos convencionales revolucionarios, y de sus resultas quedó
el clero sin fuero eclesiástico, viéndose así la monstruosa anomalía de
coexistir en una misma ley fundamental los dos polos opuestos del
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sistema ultramontano: el gran dogma y la grande herejía de la teocra-
cia moderna. Por último, procedió la Convención a elegir presidente
de la república y aunque Roca tenía asegurados para sí los votos, fue
tal la desaprobación que halló en muchos su nombramiento, que la
elección duró tres días, disputada y reñida, hasta que un voto ganado
con dinero la decidió. Así quedó sellada la degradación del Ecuador,
y para colmo de males las imprudencias de su nuevo presidente han
provocado conictos serios con la Nueva Granada, que aunque no
concluyan en una guerra declarada, no por eso producen menos males
en lo presente, ni dejan de amenazar otros aún mayores para lo futuro.
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la expedición del geneRal floRes*
artíCulo
Hace poco tiempo se ocupó El Clamor Público en los rumores que
circulaban acerca de una expedición contra la república del Ecuador,
mandada por el general Flores y protegida por nuestro gobierno, pro-
vocando explicaciones de éste sobre tan grave empresa.
Resueltos nosotros a ocuparnos también de este asunto tan amplia
y profundamente como su importancia requería, determinamos esperar
a que el gobierno por medio de sus órganos manifestase al país cuál era
el objeto, cuáles eran los medios, cuáles podían ser las consecuencias de
este proyecto, o a que el diario que lo denunció tornase a provocarlo.
Han pasado varios días; ¡pero en vano! Ni el gobierno se ha dado
siquiera por entendido de aquella provocación, ni el periódico que la
hizo ha tenido por conveniente insistir en ella.
En este concepto, y enterados ya de una manera indudable del esta-
do y del n de este plan inconcebible, nosotros recogemos esa cuestión
abandonada, nosotros mantenemos el campo prohijando la causa que
El Clamor Público despierta, para examinar y combatir el paso más in-
justo, el paso más impolítico, el paso más escandaloso de este gobierno
que tantos pasos escandalosos, injustos e impolíticos ha dado.
Entremos, pues, en la cuestión.
El Heraldo del domingo anunció haber salido de la capital los o-
ciales, sargentos y cabos de los dos batallones que, a su entender, de-
bían formar el núcleo del cuerpo de tropas que acompañarían al gene-
ral Flores en su expedición americana. Esta noticia, lanzada al público
* Artículos publicados en El Tiempo (Madrid), núms. 730, 13 de agosto, 713, 14 de agosto, 732, 15
de agosto, 733, 16 de agosto, 734, 18 de agosto, y 735. 19 de agosto de 1846 (Nota de P. G.).
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sin ninguna especie de comentario, redactada en términos concisos,
desnuda de aparato, ¿es en efecto tan insignicante como aparenta
creerlo El Heraldo?, ¿o hay debajo de ella un abismo? ¿Ocultará la sim-
plicidad afectada de nuestro colega, como en otro tiempo la supuesta
estolidez del primer Bruto, el proyecto de destruir un reinado, el plan
de conmover un pueblo, la voluntad de conquistar un mundo? No es
gratuita esta duda. Hijo de héroes y patrono de guerreros, el sueño do-
rado de El Heraldo es la conquista, su instinto la guerra, su profesión
las armas, su solaz el combate.
Cuando los lectores de nuestro colega tendieron la vista sobre el anuncio
indicado, sin duda algunas preguntarían, como los nuestros preguntarán:
¿qué nuevas tierras ha deparado a España la Providencia? ¿ué nuevas co-
marcas ha descubierto para ella Colón? ¿ué nuevos imperios va a conquis-
tar para ella Hernán Cortés?
ue los lectores de El Heraldo y los nuestros vuelvan de su asom-
bro: la expedición española que se prepara, no tiene el noble origen
que las otras; la raza de nuestros héroes se ha extinguido; la España
conquistadora yace, desde mucho tiempo, sometida a la omnímoda
voluntad del extranjero.
Otra duda. ¿Se halla nuestro país en guerra con alguno de América?
¿Va a pedir nuestro gobierno satisfacción de algún insulto, reparación
de algún agravio, hechos al pabellón o a los intereses nacionales? Es-
paña, por fortuna, está en paz con todos los pueblos de la tierra, ya casi
olvidados de su nombre; y vivamos seguros de que si nuestro pabellón
padece alguna injuria o reciben nuestros intereses un agravio, los here-
deros del general Narváez vengarán el uno o repararán el otro, ni más ni
menos que se vengó el de Marruecos y se reparó el de Gibraltar.
¿A dónde, pues, se dirige una expedición compuesta de españo-
les, reclutada con permiso especial del gobierno, en las las mismas de
nuestro ejército, y preparada y dispuesta en la capital de la monarquía,
con gusto y apoyo de la corte?
Se dirige contra la república del Ecuador, antigua colonia de España,
cuya nacionalidad ha reconocido ésta no hace mucho: se dirige contra
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un pueblo con quien nos ligan tratados que él, por su parte, ha cumpli-
do religiosamente: se dirige contra un país donde existe una legación
diplomática española: se dirige, en n, contra un gobierno cuyo recono-
cimiento ha vuelto a conrmar el nuestro formalmente, en el hecho de
haber puesto el “exequatur” a su cónsul general en nuestra corte.
La última duda que se podía formar sobre esta expedición sería,
pues, la de que el pueblo o el gobierno contra los cuales se intenta, hu-
biesen pedido auxilio a nuestro pueblo o a nuestro gobierno, ora para
rechazar una invasión exterior, ora para sofocar una revolución intes-
tina. Ninguno de estos dos casos existe: ni el pueblo ni el gobierno del
Ecuador han pedido a España su protección ni su ayuda para uno u
otro de ellos. Hay más. El hecho de haber sido pedidas, no autorizaba
a nuestra patria ni a su gobierno para concederlas; pues, por una parte,
la república del Ecuador no puede estar en guerra sino como aliado de
España, y, por otra, la intervención en negocios domésticos, opuesta a
los principios de derecho internacional que la Europa reconoce y aca-
ta, mayor y más formalmente que a ninguna otra injerencia se oponían
a la de España, contra la cual pueden conservar aún los habitantes de
aquellas comarcas los rencores suscitados por la pasada cruda guerra
de su independencia. Si esto decimos, por ser cierto, aludiendo al caso
de que hubiese sido pedida nuestra intervención, ¿qué diremos res-
pecto del caso contrario? Porque efectivamente, el caso actual es abso-
lutamente opuesto al que hemos gurado. La intervención aquí no se
ha pedido: se impone. La intervención aquí no se dirige a favorecer el
gobierno del Ecuador: se encamina a destruirlo. La intervención aquí,
nalmente, no tiene por objeto sofocar en aquella república amiga, en
aquel país hermano una revuelta, sino provocarla.
Nuestro gobierno consiente, pues, en favorecer directa e indirec-
tamente esta agresión contra una potencia aliada nuestra; nuestro go-
bierno mancomuna su responsabilidad con la de los invasores; nuestro
gobierno compromete los intereses nacionales y los intereses de los
españoles establecidos en todos los dominios de la América extran-
jera; nuestro gobierno viola los tratados y conculca los principios del
derecho de gentes tutelares de la paz de las naciones; nuestro gobierno
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se expone a las reprensiones y a la burla de las potencias protectoras
de la independencia americana; nuestro gobierno, por último, se hace
revolucionario: y ¿para qué? Para sustituir en el Ecuador un gobierno
a otro gobierno, un hombre (mejor dicho) a otro hombre: acaso un
nombre a otro nombre. Desesperado, sin duda, por no haber podi-
do hacer otro tanto en Portugal, nuestros desacordados gobernantes
creen más asequible la empresa en las apartadas regiones del Nuevo
Mundo, porque en ellas no ven tan de cerca como en Lisboa el fantas-
ma amenazador de la Inglaterra. ¡Pobres miopes, objeto de la irrisión
de propios y de extraños! Si las aceradas mercuriales de lord Palmers-
ton no han venido todavía a helarles la sangre en las venas, es porque
la Gran Bretaña, harto asustada, ya con la preponderancia que sus re-
cientes tratados con las repúblicas americanas hacen reconquistar a
España diariamente en el Nuevo Mundo, ve con gusto que de nuevo y
por dilatados años se pierda con esta expedición, que en su portentosa
ignorancia miran nuestros ministros como una muestra de elevada sa-
biduría y de profética previsión.
Todas estas consideraciones nos mueven a examinar minuciosamen-
te el hecho bajo todas sus fases posibles, a n de presentarlo, cual en sí
sea, a la vista y juicio del país. Para ello diremos cuál es el concepto que
la expedición nos merece, ya mirada a la luz de los principios, ya a la luz
de la conveniencia. Examinaremos si ella es, como nos parece, más per-
judicial todavía a España que a América. Prejuzgaremos (a tal evidencia
somos conducidos por la naturaleza de las cosas) su resultado necesario.
Y ya que todos nos contradijesen; ya que Dios oscureciese todas las inte-
ligencias para que no seamos entendidos; ya que la ciega fortuna viniese
a desmentir con hechos contrarios nuestros juicios, siempre diremos: la
razón y la justicia están de nuestra parte, y la victoria momentánea del
error y de la violencia no prevalecerán por siempre contra ella.
artíCulo
Cuando el general Flores, lanzado del Ecuador por una revolución
vino a refugiarse a Europa y aportó a nuestras playas hospitalarias, no-
sotros los primeros le abrimos nuestros brazos, y le prodigamos nues-
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tros elogios; porque ningún homenaje nos parecía excesivo para dar al
verdadero mérito una gran prueba de consideración, y porque quería-
mos consolar al ilustre emigrado, en el suelo de la antigua madre pa-
tria, de la injusticia y de la ingratitud de sus conciudadanos en el suelo
de la república que él formó. Una mano amiga del general Flores, sin
dejar por ello de serlo de la más severa verdad, trazó en las columnas
de El Tiempo la historia, en realidad funesta, de la última revolución
ecuatoriana, y deplorando la caída de aquel hombre distinguido, pre-
sidente legítimo de la república, anatematizó, como debía, los medios
empleados para derrocarlo.
Lo que entonces dijimos ahora lo decimos y siempre lo repetire-
mos: la sustitución de Roca a Flores en el gobierno de la república del
Ecuador, fue la sustitución del hecho al derecho, del motín a la ley, del
desorden a la libertad.
Así que, si por una de esas súbitas reacciones del espíritu público tan
frecuentes en los países, el Ecuador hubiera llamado a su seno al ilustre
proscrito que prerió el ostracismo al derramamiento de sangre herma-
na; si, amenazado como lo está de una guerra desigual con sus vecinos,
hubiera reclamado nuevamente el poderoso auxilio de la espada ven-
cedora en Pichincha, en Tarqui y Miñarica, nosotros habríamos visto
en ese arrepentimiento, en esa sensatez, en esa justicia solemne, si bien
tardía, de todo un pueblo, un augurio divino de los días de gloria y de
felicidad a que deben estar llamados nuestros hermanos de Ultramar,
bajo el imperio de un gobierno sensato, inteligente y benéco.
Pero el fundador de la república: el hábil político que le dio in-
dependencia, libertad y leyes: el guerrero denodado que derramó su
sangre en defensa de los derechos del pueblo: el magistrado incontras-
table que no cedió a la revolución hasta ser vencido por ella: el que
por primera vez tuvo miedo de ver correr sangre, porque esa sangre
era de hermanos, no es, no puede ser el mismo hombre que mendi-
gando el auxilio de naciones extrañas, quiere volver hoy rodeado de
una cohorte pretoriana a reconquistar el poder público en su patria.
Llamado por ella hubiera sido un salvador, un héroe: invadiéndola, es
un usurpador y no otra cosa. Revista el general Flores con los colores
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que quiera esta expedición en que están de su parte algunos españoles,
y contra él y contra ellos sus compatriotas ecuatorianos. Por más que
haga, la conciencia pública, el instinto universal de la justicia, su pro-
pia conciencia y su propio instinto le dirán que su papel ha cambiado,
y que sus gloriosos antecedentes le señalaban otro camino diferente
del que va a emprender. ¡Deplorable triunfo de los enemigos del gene-
ral Flores! ¡Deplorable obcecación de sus amigos!
El general Flores se llama presidente constitucional del Ecuador, y no
lo es. Lo era cuando Roca usurpó el poder, pero dejó de serlo desde que
él mismo, viéndose vencido por la revolución, pactó con ella en la Elvi-
ra, hizo deponer las armas al ejército leal, y se expatrió voluntariamente.
Esta renuncia implícita del antiguo presidente fue elevada a la categoría
de hecho legal por los representantes del país en aquella época, por el re-
conocimiento posterior de las potencias amigas, y por el tiempo, que es el
gran conrmador de los intereses revolucionarios. ¿ué otros orígenes,
diferentes de éstos, tuvo, en diversas épocas y circunstancias, la autoridad
que el mismo general Flores ha ejercido en el Ecuador durante veinte años
con diversas denominaciones? Dígalo la historia: dígalo el mismo general.
El general Flores alega tal vez la violación del convenio de la Elvira,
celebrado con los revoltosos, el asesinato de Otamendi y el destierro
de sus amigos, cuya seguridad fue garantizada por aquel tratado. Pero
el general Flores olvida que, reducido ya a la condición de hombre pri-
vado, no puede ser juez de un gobierno ya constituido: olvida también
que ese gobierno puede cohonestar la violación más o menos alta y pú-
blica de ese convenio con el derecho que tiene a conservarse evitando
las celadas de esos mismos amigos ociosos y sus propios amagos de
invasión: olvida, nalmente, que la parte esencial, la verdadera parte
constitutiva de ese convenio fue cumplida cuando se le permitió su
salida del país con los honores de la guerra, y con el respeto constante
que el nuevo gobierno le ha tributado.
¡Itil afanar! ¡Trabajo ocioso el de buscar motivos o pretextos a
una expedición semejante! Mejor que todas las razones, mejor que to-
dos los argumentos, mejor que todas las pinturas, nos la harán conocer
en su carácter verdadero sus medios, sus nes y tendencias.
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Nosotros nos imaginamos ya al general Flores surcando los ma-
res con un ejército, o una cohorte, si se quiere, de españoles armados,
con rumbo a las ahora pacícas playas del Ecuador. Pasa al Cabo de
Hornos o el Estrecho de Magallanes, acércase; divísanle desde las ri-
beras del Guayas sus conciudadanos en medio de lanzas y bayonetas
extranjeras. Supongamos por un momento que no tienen noticia de su
expedición, y que un grito general lanzado por la América indignada
desde el uno al otro de sus extremos, no ha aparejado contra él una
resistencia de muerte. “¿ué objeto trae? ¿A qué vendrá?”, pregun-
tarán. “Si viene como amigo, si vuelve a vivir con nosotros, ¿por qué
este aparato de guerra? Y si viene a derramar nuestra sangre, si viene
como enemigo, ¿por qué es nuestro enemigo? ¿Por qué pretende de-
rramar nuestra sangre? ¿ué signica ese ejército? ¿Con qué condi-
ciones ha obtenido su favor y ayuda? El general Flores quiere conquis-
tar al Ecuador como se conquista un país despoblado o salvaje; pero,
¿con qué derecho? ¿Está vinculado el poder en su persona? ¿Veinte
años de dominio en nuestra tierra han exasperado su ambición lejos
de calmarla? ¿Tantos honores, tantos bienes, tantos gloriosos galar-
dones concedidos a sus virtudes y servicios, son por ventura títulos a
su ingratitud? ¿Es el Ecuador su patrimonio? ¿Es suya nuestra tierra,
son suyos nuestros tesoros, para que así reparta la una como prodigue
los otros en pago de nuestros hermanos muertos y de nuestros hoga-
res abrasados? ¿Es justo, es legal, es siquiera disculpable que el general
Flores estipule condiciones con nuestros invasores, hipotecando, cual
si fuera herencia de sus padres, la tierra, los tesoros, la sangre y las leyes
de su patria? ¿uién es, por n, ahora el general Flores, el antiguo
presidente del Ecuador? ¿Es un libustero que viene por su propia
cuenta a conquistar un patrimonio; o es un enviado de España que
con soldados y con órdenes de la antigua madre patria, trae el encargo
de recuperar las colonias, cuya independencia ha reconocido?
He aquí cómo se presentará esa expedición a los ojos de toda la
América independiente; como no puede menos de presentarse a los
ojos del mundo civilizado; condenada por los principios, odiosa por
los medios, y amenazada por los resultados. A esta expedición sin em-
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bargo da el gobierno español armas, soldados, y tal vez dinero. Ni le
importa a ese gobierno, tan enemigo de las revueltas, empujar y favo-
recer una rebelión, ni exponer la fortuna y la existencia de nuestros
compatriotas en aquellos países, ni arriesgar las simpatías y la inuen-
cia de esta nación en las que fueron sus colonias, y hoy son sus aliadas.
Fuera concebible, explicable, y aun digna de excusa la expedición
al Ecuador en un general que ha mandado con honra y gloria en aquel
país; lo que nunca concebiríamos, aun hecha esta suposición gratuita,
es el amparo que le presta el gobierno español con mengua de su nom-
bre y con grave daño de los intereses de la patria.
A desarrollar esta idea consagraremos los artículos sucesivos.
artíCulo
Ya hemos probado que ningún motivo de justicia asiste al general Flo-
res para recuperar a mano armada el poder de que le privó en su patria una
revolución victoriosa ante la cual abdicó él mismo su autoridad; también
hemos hecho ver hasta la evidencia que, lejos de tener España ningún de-
recho para favorecer tan descabellada pretensión, ofende y vulnera al ha-
cerlo cuantos derechos sirven de égida a la independencia de las naciones
y a la paz del mundo. Repetimos, pues, lo que dijimos al concluir nuestro
artículo anterior: “Nos es imposible concebir por qué presta su amparo
el gobierno español a la expedición del general Flores con mengua de su
nombre y con grave daño de los intereses de la patria. Por cuya razón no
parecerá extraño en nosotros, el empeño de desentrañar del fondo de este
misterio profundo los orígenes probables de una conducta que reprueban
a un tiempo la justicia, la moral y la convivencia del país.
¿Será uno de ellos que el general Flores haya obtenido ese amparo
con anticipadas concesiones contrarias a la independencia y a la liber-
tad de su patria? Así claramente lo han asegurado un periódico de esta
corte y otro de Bayona, debiendo, según el último de ellos, formarse
una monarquía con los Estados del Ecuador y del Perú-Bajo, reunidos
bajo el cetro de un infante de España. El general Flores en semejante
caso vendría a ser el Monk de una restauración monárquica, y pasando
de espontáneo a delegado, cambiaría de naturaleza el papel que ahora
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quiere representar en la intentona para justicarla a los ojos de los ami-
gos de la nacionalidad de aquellos pueblos.
Si el general Flores, deseoso de ofrecer a España un aliciente para
esta expedición, ha indicado como hacedero un cambio semejante en
las instituciones de las nuevas naciones americanas, el gobierno ha de-
bido considerar, que el intentarlo sólo sería capaz de producir graves
conmociones y catástrofes.
A un cambio político en los Estados americanos, se oponen sin duda
la universal opinión de sus habitantes, la naturaleza misma del país, los
antecedentes de esas nuevas naciones, los intereses creados por sus revo-
luciones, la política de sus aliados de Europa, y el principio general que
sirve de fundamento a la diplomacia general del Nuevo Mundo. ¿Ignora
el gobierno, ignora el general Flores, que existen tratados entre varias
de esas naciones (las más cercanas entre sí) que declaran caso de guerra
y de federación la tentativa extranjera o interior que tuviera por objeto
variar en ellas el actual sistema de gobierno? ¿Y ha olvidado el ministerio
actual la oposición reciente que ha encontrado en Méjico un proyecto
semejante al que ahora se pretende llevar a cabo en las repúblicas de la
América meridional? Y cuenta que en Méjico la intervención española
no había pasado de meros conatos y estaba muy distante de tener el ca-
rácter determinado, decidido y público que le conocemos respecto del
Ecuador. Sin embargo de lo cual, ha bastado ella, tal cual era, para com-
plicar la posición de Paredes, para favorecer los proyectos antipatrióti-
cos de Santa Ana, para concitar contra España la prensa mejicana, y para
poner, en n, en grave conicto la seguridad, la opinión y los intereses
de nuestros compatriotas establecidos en aquella comarca.
¿Cuál será, pues, el efecto que cause en las repúblicas americanas
la noticia de un favor tan visible acordado a los proyectos invasores
del general Flores, y van también acompañadas con la de las intencio-
nes que ella envuelve respecto de sus instituciones nacionales? Fácil es
preverlo. No es imposible que juzguen justo motivo de guerra entre
aquellos países y el nuestro la expedición por sí sola, aunque se veri-
cara de cuenta y riesgo del general Flores, por el hecho de haberse
reclutado con más o menos disimulo en España, a sabiendas de su go-
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bierno y con su apoyo. Nosotros no tenemos por desatinada la idea de
semejante guerra, y estaríamos muy lejos de reírnos de ella si por ven-
tura llegase a declararse, porque esa guerra sería (como ya otra vez lo
ha sido) la ruina de nuestro comercio ultramarino. Convenimos, sin
embargo, en que no se declarará; pero preguntamos: ¿será indiferente
para nosotros que a la noticia de esta expedición, los Estados america-
nos reanimen contra nosotros sus ya casi apagados odios, suspendan
sus relaciones con la madre patria, se nieguen al cumplimiento de sus
recientes pactos, expulsen de su territorio a nuestros compatriotas, o
los persigan? ¿Sí o no? Graves errores reinan generalmente entre no-
sotros respecto de los Estados americanos que antes fueron colonias
nuestras, y uno de ellos es la importancia que se les atribuye en nuestro
bien o en nuestro daño. Tan distantes nos hallamos nosotros de parti-
cipar de él, que tenemos la íntima convicción de que en aquellos países
está vinculada la prosperidad futura de nuestra patria.
Y he aquí que el gobierno actual de España, ese gobierno que igno-
ra no sólo la historia moderna, sino la geografía de América, no bien
repuesto de los ataques que ha sufrido por sus ridículas intentonas de
intervenciones en Méjico y en Portugal, se dispone a llevar a cabo una
menos disimulada, menos disculpable, más injusta en las distintas re-
giones de la América meridional. He aquí que ese gobierno, amparan-
do a las claras, sin pudor, sin rebozo, un proyecto descabellado en sí,
vituperable por su objeto, fatal por sus consecuencias, trabaja contra
una nación amiga, ora para privarla de su independencia, ora para va-
riar sus instituciones, y en todo caso y de cualquier manera que se mire,
para favorecer la ambición de un extranjero. He aquí que ese gobierno,
clamando siempre contra las conspiraciones, armado siempre contra
ellas, tomándolas constantemente por pretexto de sus desafueros, de
sus violencias y de su inacción, lleva la insurrección a países amigos,
hermanos, con quienes nos ligan tratados, intereses y esperanzas. He
aquí que ese gobierno, sometido por debilidad y por ineptitud a fuer-
tes potencias ante las cuales tiembla de miedo, se cree fuerte con los
débiles y abusa de sus recursos para aplicarlos a una empresa, fecunda
sólo en males, rica sólo de vergüenza y deshonor.
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¿Con qué derecho, le preguntamos, con qué derecho pedirá ma-
ñana el auxilio del país para sofocar las rebeliones que de continuo
le amenazan, él que favorece rebeliones semejantes a esas que quiere
y debe combatir? ¿Con qué derecho se llamará defensor de las insti-
tuciones patrias un gobierno que conspira contra las de otros países
amigos? ¿Con qué fuerza, con qué prestigio, con qué aureola de mo-
ralidad y de probada justicación se levantará al lado del trono para
defenderlo contra los ataques de sus enemigos un gobierno que da
tropas y ofrece recursos a un soldado para derrocar la autoridad le-
gítima de su patria? ¿Y cuáles serán el respeto, la alta consideración,
las simpatías que merezca a las potencias extranjeras, a los gobiernos,
a los pueblos del mundo civilizado, un gobierno que ataca a los go-
biernos y a los pueblos amigos, envuelto en los misterios tenebrosos
de una conspiración? Vergüenza nos causa, a nosotros hijos de esta
tierra desgraciada, oír las justicaciones que exhiben con la timidez
que es de suponer, los amigos de la expedición en abono de los mi-
nistros sus favorecedores. Llámese expedición armada: llámese re-
cluta voluntaria e inofensiva: llámese enganche de colonos: llámese
allegamiento de emigrantes ¿qué importa? ¿ué tienen que ver los
nombres con la esencia de las cosas, ni los disimulos con las realida-
des? El gobierno debe combatirla, y la patrocina; el gobierno puede
evitarla, y la consiente.
Díganos si no el gobierno: los soldados, los ociales que acompa-
ñan al general Flores en su expedición: los ociales, los soldados que
con él se han comprometido, ¿han salido y salen diariamente sí o no,
de las las del ejército español? Esos ociales, sí o no, ¿han recibido
pagas anticipadas de enganche militar de la caja particular del gene-
ral Flores? Esos ociales, y algunos jefes, también españoles, que los
mandan, ¿han recibido, sí o no, despachos de grados y empleos rma-
dos por el general Flores, ni más ni menos que si ya fueran servidores
americanos del caudillo expedicionario? Y para facilitar ese enganche,
esa recluta cuyos caracteres todos indican un alistamiento militar, ¿es
cierto, sí o no, que el gobierno ha concedido licencias por tal o cual
tiempo a los soldados, a los ociales y a los jefes?
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ueremos y tenemos derecho a exigir que los periódicos ministeriales
contesten paladinamente a estas preguntas, no porque nosotros vacilemos
en cuanto al sentido de la respuesta, sino porque es preciso que el gobierno
se desmienta a sí propio, negando, o ponga, armando, fuera de toda po-
sible duda la cuestión. En el primer caso tendremos una nueva prueba de
su moralidad y su decoro gubernativos; en el segundo quedará sancionada
con sus propias palabras su ya harto conocida ineptitud.
Los hechos que hemos presentado en forma dubitativa son de todo
punto ciertos y de notoriedad pública. Ahora bien: ¿indican ellos que
el general Flores prepara una expedición militar contra el Ecuador?
Absurdo sería negarlo. Y en semejante caso, ¿es justo, es conveniente,
es político que el gobierno español la proteja? No se diga que el Sr.
Istúriz ignora el objeto del alistamiento, pues en primer lugar el Sr.
Istúriz es cómplice de él, como acabamos de probar, y cuando así no
fuera, el gobierno español no puede ignorar lo que sabe el público, lo
que la prensa nacional ha revelado, y lo que la extranjera ha empezado
ya a condenar. Y supongamos que hasta ahora lo haya ignorado: hoy
lo sabe. ¿Por qué no lo evita? ¿Por qué no vuelve sobre sus pasos? ¿Por
qué no recoge las licencias dadas a ociales y soldados? ¿Por qué no
prohíbe a todos y cada uno de ellos aceptar pagas, grados y empleos
del general Flores? ¿Por qué no se opone a su embarque?
Hoy, pues, pesa sobre el gobierno español un tremendo cargo de
complicidad en el infausto proyecto que éste prepara y acalora para
llevar la guerra al Ecuador. La culpa es grave y no tiene la excusa de ser
involuntaria. La prensa entera no puede menos de ocuparse de esta
gravísima cuestión, y nosotros esperamos de sus principios de justicia,
que reprobarán altamente como nosotros el favor que presta el mi-
nisterio a una expedición encaminada a destruir un gobierno, a quien
debemos cumplir la palabra de amistad que le hemos dado.
artíCulo
Varios son y todos importantes los intereses españoles vinculados hoy
en las repúblicas americanas: unos son permanentes, otros transitorios.
Todos ellos van a ser lastimados con la expedición del general Flores.
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Después de la larga y cruda guerra cuyo resultado fue separar por
siempre de la madre patria aquellas antes preciosas colonias suyas,
muy pocos compatriotas nuestros permanecieron en el territorio ame-
ricano. Unos, que emigraron durante la contienda, fueron a buscar
refugio en las islas españolas y en las extranjeras del archipiélago de
Colón, abandonando sus bienes a la conscación de los nuevos go-
biernos. Otros, más desgraciados aún, perecieron en la lucha, dejando
a sus familias arruinadas en poder de los vencedores. Muchos desterra-
dos; y sólo muy pocos que prometieron neutralidad o se ladearon a la
revolución permanecieron tranquilos en el suelo de las colonias eman-
cipadas. No tratamos aquí de hacer recriminaciones ni de renovar la
memoria de ofensas ya olvidadas y en gran parte también reparadas.
La guerra es la guerra, y sería desatino exigirle mansedumbre y tem-
planza en los momentos de su más terrible efervescencia.
Mas es lo cierto que cuando nuestros infelices conciudadanos va-
gaban sin pan ni hogar por las comarcas de América, o regresaban
desesperados a Europa, perdida ya la fortuna adquirida en muchos
años de incesantes laboriosas fatigas, nuestro comercio de Ultramar
moría a manos de los ávidos corsarios de todas las naciones (y también
españoles) que con patentes colombianas lo perseguían en los mares
del Nuevo Mundo, y en ocasiones hasta en nuestras mismas costas a
la vista de Cádiz y de Gibraltar. Con el odio a los españoles y con la
interrupción de su comercio, empezaron a perderse en aquellos países
el gusto a las producciones peninsulares, los hábitos que mantenían
vigente su consumo, las relaciones entre unas y otras casas mercantiles,
la ación a las producciones literarias españolas, y hasta la memoria de
los antiguos dulces y estrechos lazos que en mejores días unieron a la
madre patria con sus emancipadas hijas. Prontos y hábiles los extran-
jeros, principalmente los ingleses y los norteamericanos, en aprove-
charse de esta situación, recogieron la herencia de España, basaron en
la perdida inuencia de ésta su propia preponderancia, y así llenaron
con sus mercancías los países americanos, como se ligaron estrecha-
mente con sus gobiernos por medio de tratados y convenciones di-
plomáticas. La Gran Bretaña, por ejemplo, celebró con la república
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de Colombia un tratado único en su especie: un tratado sin límite de
tiempo, perpetuo, que le aseguraba todas las ventajas que pudieran
algún día concederse a las más favorecidas naciones. Este absurdo pac-
to, que aún existe por haberlo raticado después cada una de las tres
repúblicas en que la de Colombia se subdividió, se dirigía, como es cla-
ro, a impedir con maravillosa cautela, de parte de la Inglaterra, los be-
necios que pudiera España recibir de sus antiguas colonias el día en
que éstas, olvidados ya sus rencores por la negociación a la querencia
maternal antigua anudando las ligaduras de sus mutuos inolvidables
afectos. Como se ve, la Inglaterra de habernos hecho “perder”, quería
impedirnos “readquirir”.
Pues bien: a dicha nuestra, más que la habilidad egoísta de nuestra
el aliada, ha podido en América la gratitud nativa de sus hijos; la
sangre, la lengua, la religión y las costumbres que le legamos; acaso
también nuestras lantrópicas leyes; y mucho, mucho, el comporta-
miento digno, leal y caballeresco del comercio español en aquellas
regiones. Así que, apenas apagado el incendio de la guerra y amor-
tiguadas un tanto las pasiones revolucionarias, fue admitido nuestro
pabellón con marcado favor en los puertos de las nuevas repúblicas;
nuestros hermanos tornaron a establecerse en ellas libremente; mu-
chos alcanzaron completa naturalización y ocuparon altos puestos en
la política, en la administración y en el ejército; y, últimamente, hemos
celebrado tratados que aseguran a España amplias indemnizaciones de
sus pérdidas, en cambio de la cesión de sus antiguos derechos y por la
promesa de su amistad. Chile, Méjico, el Ecuador y Venezuela han ra-
ticado ya tratados semejantes, y para formar otros iguales se esperan
de un momento a otro en nuestra corte a los plenipotenciarios de la
Nueva Granada y de Bolivia.
Los intereses que esos ajustes diplomáticos crean, amplían o in-
demnizan son muy considerables, y aún pueden ser mayores si pro-
curamos unir a ellos otros nuevos por medio de conversaciones co-
merciales subsecuentes. Por ellos reconocen y ofrecen liquidar y pagar
los Estados americanos la parte de deuda española que les cupo en su
calidad de antiguas colonias, unas hasta el año de 1810, otras hasta el
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de 1821. Por ello también se reconocen y ofrecen liquidar y pagar por
los Estados americanos los secuestros hechos a nuestros conciudada-
nos durante la guerra. He aquí los que hemos llamado intereses tran-
sitorios. Mas no por ello, repetimos, menos importantes. Ellos, si no
remedian, indemnizan una gran parte de nuestras pérdidas, devuelven
su fortuna a nuestros hermanos eles, enjugan muchas lágrimas, reani-
man muchas muertas esperanzas.
Precursores de otros bienes mayores, los obtenidos abren de nuevo
a nuestro decaído comercio y a nuestra incipiente industria esos ricos
mercados de donde nos apartó un momento la guerra, y a donde vol-
vemos en alas de la paz con honda pena de las naciones extranjeras
que creían haberlos monopolizado en provecho propio para siempre.
Consulte el gobierno en los archivos de la secretaría de Estado las no-
tas pasadas por la Inglaterra al conde de Ofalia sobre el reconocimien-
to de los Estados americanos: compulse los protocolos anglo-hispanos
relativos a esta cuestión y a otras varias políticas, económicas y mer-
cantiles que de ella se desprenden, y verá los esfuerzos que en todos
tiempos y ocasiones ha hecho la Gran Bretaña para impedir la resu-
rrección de nuestra preponderancia en aquellas comarcas. Siempre y
por doquiera el ojo avizor de nuestros aliados ha visto en la vuelta de
nuestra inuencia y de nuestro comercio a América, si no la ruina de
su inuencia y de su comercio, a lo menos la disminución sensible de
éste y el desaparecimiento de aquélla.
Fácil es, pues, de concebir el placer con que la Gran Bretaña, la
Francia y los Estados Unidos verán comprometida a nuestra patria en
una empresa cuyo verdadero nombre1 y objeto, de todos, conocido,
comprometerá aquellos preciosos intereses hasta el punto de hacer
dudosa su adquisición.
Nosotros apelamos en esta cuestión, no al juicio de la prensa espa-
ñola, cuyo signicativo silencio revela la cohibición o la complicidad;
no a la buena fe, a la rectitud, ni al honor de un gobierno que no se
atreve a dar la más pequeña aclaración sobre ella; no a los ilusos espa-
1 El Español se lo ha dado: Legión española al mando del general Flores. ¿Es este, pues, un agente de la
corte de España, como lo temíamos nosotros?
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ñoles que sin el más pequeño conocimiento de los nuevos Estados de
América se lanzan ciegos o engañados a una expedición cuyo menor
inconveniente es el de ser impracticable; no, en n, a ciertos ambi-
ciosos incorregibles que, enemigos de determinados gobiernos ameri-
canos, fundan la restauración de antiguas esperanzas defraudadas en
el trastorno a mano airada de ellos. Apelamos sí y con conanza, a
nuestros compatriotas avecindados en las repúblicas americanas, con
bienes y familia en sus territorios: apelamos a las casas de comercio
que mantienen relaciones con ellas: apelamos a los fabricantes penin-
sulares que cambian con ellas sus productos: apelamos al erario pú-
blico que espera indemnizaciones por la deuda colonial: apelamos a
los interesados en los secuestros: apelamos, nalmente, a los agentes
diplomáticos residentes en aquellos distantes parajes; y les pregunta-
mos: ¿creen que el comercio, que se funda en la conanza; creen que
la seguridad, que tiene por base la simpatía; creen que las indemniza-
ciones, que requieren buena voluntad; creen que las buenas relaciones
diplomáticas, que dependen de la franqueza, de la rectitud, de los ser-
vicios mutuos de las naciones amigas, padecerán o no padecerán con
las maniobras que el gobierno español tolera y autoriza en su propio
territorio, para que se lleve a cabo una expedición cuyo solo anuncio
producirá en todos los ángulos de América una explosión de justa ira,
sino una reacción a las venganzas y a los rencores pasados?
¡Oh, inaudita ceguedad! ¡Oh, inconcebible ineptitud! ¿ué con-
testará el gobierno a los ministros americanos residentes en esta corte
cuando le interpelen, si ya no le han interpelado, acerca de su compli-
cidad en este asunto? ¿ué dirá a los plenipotenciarios de Bolivia y
de la Nueva Granada cuando, llegados a Madrid con ánimo de tratar,
declaren, como declararán, no tener conanza en un ministerio que
viola la fe de los tratados, y lleva en plena paz una guerra traidora al
corazón de un país hermano? ¿ué responderá a las repúblicas ame-
ricanas cuando éstas protesten contra la madre patria, que da amparo
a las conspiraciones fraguadas contra ellas? ¿Y qué cuando los agentes
diplomáticos residentes en América le digan: con vuestra conducta los
tratados celebrados no se cumplen, los odios reviven, las desconan-
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zas renacen: con vuestra conducta el comercio español interrumpido
vuelve a manos de los extranjeros: con vuestra conducta nuestros con-
ciudadanos son objeto de duras represalias justicadas por el temor de
que todo español sea cómplice de su gobierno en la empresa de turbar
la paz, de atacar la independencia, y de ajar la majestad de estos pue-
blos: con vuestra conducta, en n, nosotros, que antes éramos trata-
dos a nombre de España como hijos de esta tierra, tenemos que cubrir
nuestros ojos y cerrar nuestros oídos para no oír ni ver la indignación
de que somos blanco?
Nosotros sí, y no nuestros vergonzantes adversarios en esta cues-
tión, somos los que tenemos el derecho de avergonzarnos de ser espa-
ñoles, cuando tales torpezas presenciamos, y cuando medimos la ver-
güenza de que cubre el gobierno el nombre y la majestad de la patria.
artíCulo
A los que ciegos de ambición o animados de un deplorable espíritu
aventurero se han lanzado a esta expedición bajo la fe de un hombre
preocupado con una idea ja, y aguijado por un deseo que le impide
ver sus peligros propios y a mayor abundamiento los ajenos, pregunta-
ríamos de buena gana, ¿sabéis siquiera los recursos con que ella cuenta
para asegurar su buen éxito? ¿Sabéis tan sólo la situación ya que no
las circunstancias todas del país a donde va a llevar la guerra? ¿Podéis
medir los obstáculos que encontrará en su marcha, y los que la esperan
a su arribo? ¿Conocéis su itinerario?
Admiración y lástima nos causa a un tiempo la indiferencia con
que nuestros expedicionarios españoles miran la averiguación de estas
circunstancias tan útiles de saber en todo tiempo y respecto de toda
empresa ¡cuánto más en los tiempos presentes, y respecto de una em-
presa en cuyo término puede hallarse la muerte! Y debemos decirlo:
apenas uno que otro de esos hombres ilusos ha sondeado con ojo r-
me, sereno y claro el peligro: apenas uno que otro jefe, poseedor de los
secretos de la expedición, sabe hoy cuál es la parte fuerte o aca de ella.
Pero esta seguridad de los caudillos, se dirá, debe servir de garantía a
las huestes justicando su conanza. Cuando el soldado está colocado
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en situación de cumplir un deber, responderemos, la orden de sus jefes
debe bastarle: entonces rige con imperio absoluto el bien o la gloria de
la patria: entonces el jefe y el soldado no tienen más inspiración que la
del patriotismo. Mas cuando las empresas no son nacionales, cuando
son concebidas en un espíritu de ambición personal, cuando las diri-
ge un jefe cualquiera en su propio nombre y provecho, el soldado no
tiene obligación de cerrar los ojos, ni debe dormirse en la conanza
de que sus caudillos conocen y arrostran el peligro. Aquí los intereses
son diversos: el enganchado tiene uno, el enganchador tiene otro dis-
tinto. Y en prueba de ello quisiéramos que alguno se tomara el trabajo
de manifestarnos el lazo común que une la conveniencia particular
del general Flores con la de los que le acompañan, y qué puntos de
contacto tienen los motivos determinantes del uno con los que guían
a los otros. El general Flores, con familia en el Ecuador, con bienes
amenazados de conscación, con amigos que le excitan, con punzan-
tes recuerdos del poder perdido que lo soliviantan, y con esperanzas
de ambición que le desvanecen, ¿está en el mismo caso que el humilde
expedicionario que deja aquí la esposa, los hijos, la familia; que deja lo
conocido por lo desconocido; que a las esperanzas ciertas sustituye las
dudosas? El general Flores, que camina en pos de un trono escondido
entre las nieblas del Chimborazo, ¿ganará en la expedición al igual
del pobre obrero destinado a clavar las cuatro tablas doradas que lo
formen? Sólo una cosa hay común entre el general Flores y sus com-
pañeros: el aciago destino que a todos aguarda si la malhadada expe-
dición fracasa; porque la muerte no hará distinción entre grandes ni
pequeños el día de su triunfo: pero el general Flores podrá consolarse
entonces de su desgracia con las razones que le obligaron a desaarla,
y con la idea de los intereses que quería conquistar. ¿ué razones, qué
ideas consolarán a los que hoy les siguen como un rebaño de ovejas sin
ideas que los determinen, sin razones que los disculpen?
El Clamor Público, único periódico español que ve claro con no-
sotros en este asunto, se nos ha adelantado en hacer una reexión de
exactitud y de verdad profundas. Copiaremos sus palabras.
“Concluiremos proponiendo una duda que difícilmente podrá
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resolverse. Deseamos que se nos diga bajo qué bandera y con qué do-
cumentos emprenderá su derrotero la expedición. ¿Será acaso bajo el
pabellón español y con patente real de nuestro gobierno? Esto equi-
valdría a una declaración de guerra. ¿Será con bandera ecuatoriana?
El general Flores no tiene ningún derecho para abanderar con los
colores del Ecuador, ni habrá tampoco agente consular de la misma
república que se atreva a cometer contra su patria un acto tan insigne
de traición. ¿Navegarán por ventura sin pabellón legítimo y sin pape-
les autorizados? Entonces se exponen a ser apresados y tratados como
piratas. He aquí el conicto, he aquí los peligros que corren los espa-
ñoles comprometidos en esta temeraria empresa, en cuya suerte nos
interesamos con la mayor sinceridad.
Pero no es este, por desgracia, ni el único ni acaso el mayor de los
obstáculos con que tendrá que luchar la expedición. Uno de los prin-
cipales consiste en lo largo del viaje, y en la diversidad de gentes con
que se hace; pues, ora siga el derrotero del cabo de Hornos, ora el del
estrecho de Magallanes, tres meses por lo menos se emplearán en reco-
rrerlo, y esto no es tan fácil con enganchados irlandeses2 como lo sería
con enganchados españoles. El general Flores ha olvidado, sin duda, las
dicultades casi insuperables que jefes británicos y con recursos supe-
riores a los que él puede tener a su disposición, tocaron en la empresa
de conducir soldados irlandeses a América en la época de la revolución
hispanoamericana. ¿No recuerda el general Flores, hijo de Venezuela, y
soldado de Venezuela por aquel tiempo, que se sublevaron mil veces en
el camino, y que apenas llegados al territorio de la entonces incipiente
república, sus mismos jefes y los jefes indígenas desesperaron muchas
veces de poder contenerlos? Y luego, ¿cuántos buques de transporte se
etarán para conducir la expedición entera? ¿Cuántos para conducir
los mantenimientos que tan largo viaje requiere? ¿Irán solos esos bu-
ques, o los acompañarán otros de guerra para protegerlos contra la ma-
rina del Ecuador, y muy probablemente contra las del Ecuador, el Perú
y la Nueva Granada reunidas? Si lo primero, ¿cuál será su seguridad?
Si lo segundo, ¿cómo, dónde y con qué fondos y autorización se hará
2 El general Flores recluta también en Irlanda. La cruzada se predica en todas partes.
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ese armamento? No se diga que la expedición puede acortar camino
cruzando el istmo de Panamá; porque esto es visiblemente imposible:
ni se conteste que adquirirá doble velocidad empleando buques de va-
por, porque esto es visiblemente absurdo. ¿Dónde existen depósitos de
carbón en el largo itinerario de Irlanda o España al Ecuador? Y dado
que los hubiese, ¿cuántos de tales buques sería necesario disponer para
conducir la expedición haciendo a un mismo tiempo los ocios incon-
ciliables de bajeles de transporte, de carga y de guerra? El tiempo lo
dirá: si la expedición no muere en el viaje a manos de la sublevación in-
terior; si no perece por falta de mantenimiento; si no es apresada por
la marina americana; si no se frustra por la tardanza, que dará tiempo a
preparar la defensa en el país invadido y sus convecinos, la expedición
llegará diezmada por el escorbuto, por las ebres americanas, por el
cambio súbito de climas y por las enfermedades endémicas que son el
azote de los extranjeros en las latitudes intertropicales.
Para luchar con semejantes obstáculos se necesitan las fuerzas y
los recursos de todo un pueblo rico y próspero, tal como la Inglaterra;
pero la Inglaterra dejará a sus banqueros la gloria de jugar este azar y
la vergüenza de perderlo. ¿Bastará, sin embargo, el crédito de una casa
mercantil de Londres para cubrir los gastos de tan contingente y cos-
tosa expedición? ¿uién asegura el reembolso de sus fondos? ¿Cuál es
su hipoteca? El Ecuador indudablemente pagaría si el general Flores
triunfase, ya lo sabemos; pero, ¿quién pagará si, como es probable, la
expedición no sale al mar, o si, como es posible, llega a su destino y
es vencida? No somos nosotros los que podemos resolver estas dudas.
Cumple hacerlo al hombre que se vanagloria de haber impedido con
su salida del Ecuador el derramamiento de sangre humana, y que, arre-
pentido sin duda de su heroísmo, quiere volver a él a riesgo de verterla
a torrentes.
Hasta aquí (y nos reservamos otros muchos) los peligros del viaje.
Pues mayores aun los hay en el arribo.
Cuenta el general Flores con que los pueblos del Ecuador se arro-
dillarán a su presencia, que el ejército de Roca depondrá las armas, que
la revolución se declarará, sin combatir, vencida. ¿No podrá ser este
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un error a que han inducido al general Flores sus amigos, su familia, y
los enemigos naturales de todo gobierno existente? Si tal y tan grande
es la conanza del caudillo americano, ¿por qué mendiga el auxilio de
los extranjeros? ¿Por qué tan formidables aparatos marciales, indicio a
un tiempo de su ambición y de sus temores? Y si tal y tan grande es su
popularidad en el Ecuador, ¿cómo fue vencido por Roca? ¿Cómo se
ladeó el pueblo a su enemigo? ¿Cómo se sublevó el ejército? ¿Cómo le
hizo traición la marina?
Sépalo España, sépalo la Europa: la revolución que expulsó al ge-
neral Flores de su patria adoptiva se hizo al grito nacional de “abajo
los extranjeros, grito salvaje, si se quiere; pero que revela en el fondo
de la sociedad que lo lanza un mal latente, un padecimiento continuo,
cuyo remedio tan sólo se ve en la proscripción de una clase entera de
hombres, inofensivos unos, útiles otros. El mal, el padecimiento real-
mente existían, porque el general Flores lastimó durante veinte años
de mando la majestad de aquel pueblo, favoreciendo con no disimula-
da parcialidad y en todas ocasiones a los extranjeros con perjuicio de
los naturales. Enhorabuena diese con ello el general Flores una mues-
tra de acierto en la elección de empleados y de amigos: enhorabuena
sirviesen esos extranjeros para más y mejor que los ecuatorianos; mas
el hecho así se explica, y una vez explicado hará conocer con cuánta
redoblada indignación no verá aquel país al general Flores invadir su
tierra rodeado de europeos, odiosos los unos por su lengua extraña
y sus costumbres exóticas, aborrecibles los otros por su conducta del
momento mirada a la luz de los rencores pasados.
ue nadie se alucine con vanas esperanzas, ni con falaces previsio-
nes. El Ecuador declarará naturalmente guerra a muerte a sus invasores,
apellidándolos piratas, y su resistencia será sostenida y apoyada por los
países circunvecinos, aliados naturales suyos en el común peligro. La
única coyuntura favorable a la expedición era la guerra que amenaza-
ba dividir aquella república de la república de Nueva Granada; y ya no
existe, porque según noticias recientes de los Estados Unidos, Venezuela
ha interpuesto entre las dos sus buenos ocios de amiga y de hermana.
Nuestros conciudadanos no pondrán, pues, su pie en tierra del Ecua-
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dor para pasar por un arco de triunfo levantado en la playa: acaso sea
para pasar bajo las horcas caudinas. Si son vencidos, una muerte cruel les
aguarda: si salen vencedores, allí están las enfermedades, los odios con-
centrados, la miseria y las conspiraciones que acabarían con ellos poco a
poco, no sin hacerles maldecir mil veces ante su ceguedad y su torpeza.
Valgan en nuestro abono y para su enseñanza los tristes ejemplos pasa-
dos. De los quince mil héroes que llevó Morillo a Venezuela el año de
1815, ¿cuántos tornaron al seno de la madre España? ¿Dónde están las
reliquias del lucido ejército español que sucumbió con Laserna en Aya-
cucho? Noble y valeroso pueblo español: almas generosas que deseáis el
triunfo de la libertad de los pueblos: patricios a quienes duele en el alma
la abyecta sumisión en que yace España respecto del extranjero, ¿debéis
llevar las desolaciones de la guerra a un país hermano que en nada os ha
ofendido? ¿Debéis privarle de su independencia? ¿Por qué vais a atacar
su libertad? ¿Veríais con gusto que una nación os combatiese para hace-
ros colonos de otra, o para imponeros por la fuerza el yugo de uno de
vuestros conciudadanos, malamente llamado “necesario”?
Por lo que toca al general Flores (con la más profunda convicción
lo decimos), algún día llegamos a creer que su grande alma preferiría el
veneno de Temístocles a los triunfos de Coriolano; que no hay perdón
glorioso, que no hay arma brillante cuando el uno ondea y la otra se
esgrime contra el seno de la patria. Todavía es tiempo de elegir entre la
lealtad y la rebelión: un paso, una palabra sola, y la posteridad le colo-
cará entre los héroes o entre los azotes de los pueblos.
Y no olvide que en América ningún caído se ha levantado. ¿Nada le
dice el cadalso de Iturbide? ¿Es sorda su memoria al terrible recuerdo
de su maestro y amigo Bolívar, expirando entre la oscuridad y la tristeza
del destierro?
***
Antes de ayer llegó un correo de gabinete francés, con pliegos que
provocaron un consejo de ministros. Ignórase a punto jo el objeto
de este consejo, aun cuando se cree que tenía relación con proyectos
revolucionarios.
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***
En el asunto de la Legión Española, que se está organizando con-
tra el gobierno del Ecuador, hay muchas, muchísimas cosas notables.
Entre ellas no lo son las menos el silencio tenazmente guardado por
muchos periódicos autorizados, y las palabras y argumentos con que
la excusa alguno que otro diario.
La Esperanza decía ayer que esa expedición era una empresa alta-
mente patriótica y nacional, como si pudiera ser nacional ni patriótico
el proteger una invasión armada contra una nación amiga.
El Popular emplea hoy en un ligero artículo otro medio no menos
singular; dice así:
“Cuatro artículos, de otras tantas columnas cada uno, lleva escri-
tos El Tiempo acerca de la expedición del general Flores, poniendo en
ellos al gobierno que no hay por dónde cogerle. Todo eso estaría muy
en su lugar si el gobierno tuviese algo que ver con esa expedición; pero
si es ajeno a ella, si se reduce a dejar que algunos españoles vayan a bus-
car en la guerra su subsistencia, como otros la buscan en el comercio,
creemos que no hay bastante motivo para tanto ruido. Era necesario,
para hablar de esta manera, que mediase antes alguna explicación y se
supiera que efectivamente ha tenido alguna parte el gobierno.
Asombra que se escriba esto aquí, en Madrid, donde todo el mun-
do sabe, donde todos palpamos la parte que tiene el gobierno en esa
expedición. Dice El Popular que nuestros cargos estarían en su lugar
si el gobierno tuviera algo que ver en esa expedición. ¿Ignora El Popu-
lar que se están dando licencias a innitos ociales para que formen
parte de ella? ¿Ignora que se les conservan sus empleos para cuando
vuelvan? ¡Si vuelven! ¿Ignora que los cuadros se están organizando
a la vista del gobierno mismo? ¿No comprende nuestro colega que
el gobierno no solamente no debe proteger esa incalicable empresa,
sino que además debe impedirla? ¿No alcanza que esa expedición no
podría llevarse a efecto sin la aprobación y el consentimiento del go-
bierno? ¿No sabe que el general Flores ha tenido varias conferencias
con el gobierno para lograr los auxilios que está recibiendo?
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¿Por qué no entra El Popular, por qué no entran todos los demás
periódicos en franca y leal contienda con nosotros, ellos para defender
esa expedición, nosotros para combatirla? Si la causa es buena, ¿por
qué se la deja indefensa? Y si es mala, ¿por qué no se la combate? Bue-
na o mala, es un hecho de sobrada importancia, para que deba pasar
desapercibido a los ojos de la prensa.
artíCulo y último
Hemos concluido la ingrata tarea que voluntariamente nos im-
pusimos de poner en claro la desconveniencia e injusticia de esta em-
presa, y hoy damos n a nuestros artículos sobre ella sin perjuicio de
volver a tratarla si nuevos hechos, nuevos incidentes o nuevas razones
vienen a conrmar, ampliar o modicar nuestros ya emitidos juicios;
que empresas semejantes no pertenecen, por desgracia, al número de
aquéllas cuyos males en un momento se tocan y con un esfuerzo de
intensa previsión se profetizan. Sino antes bien fecundas en tristes re-
sultados van sembrándolos en su camino desde su nacimiento hasta
su muerte, y aún más allá de ésta sobre generaciones inocentes de sus
culpas.
Vista la expedición del general Flores bajo todos sus aspectos y
examinadas una por una todas sus condiciones de posibilidad y con-
veniencia, nos ha sido fácil probar que éstas no existen y que aquéllos
son falsos. Falsos aspectos y condiciones inexistentes constituyen, en
efecto, el deleznable fundamento de la expedición, que sólo dos pe-
riódicos de esta corte, El Popular y La Esperanza, se han atrevido a
sostener con lisura y poco envidiable franqueza. Cuando descartando
de la cuestión las razones americanas y españolas la hemos examinado
únicamente bajo el punto de vista personal del caudillo encargado de
llevar a cabo su idea, hemos hallado que la idea es injusticable y que
el caudillo es culpable ante el derecho y ante la majestad de su patria.
Cuando hemos hecho aparecer en la controversia a los países tran-
satlánticos cuya independencia ataca la expedición, los hemos visto
oponiendo a ella como escudo los tratados en que España reconoce
esa independencia, el derecho de gentes que la protege, los sentimien-
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tos de justicia universal que la amparan. Si haciendo abstracción de
la justicia del derecho y de la moral, quisimos alguna vez examinar
el provecho que podría resultar a nuestra patria de ser injusta, de ser
atentatoria, de ser inmoral, hemos hallado que en ninguna ocasión se
puede probar mejor que en la presente la verdad profunda del princi-
pio que une estrechamente para naciones e individuos la rectitud a la
utilidad, el buen proceder a la conveniencia. Y últimamente, cuando
hemos examinado el hecho como solamente realizable, hemos puesto
en evidencia que, bien examinado es improbable, y que, llevado por
desgracia a cabo, será fatal.
Ahora bien: ¿qué sentimiento, que interés nos ha movido a entrar
de los primeros en esta desagradable contienda contra una empresa en
que muchos españoles toman parte, y que acaudilla un hombre emi-
nente, tan eminente por su valor y por sus prendas morales, que acaso
sean ellas las únicas que la revistan con colores halagüeños y le den
lejanas probabilidades de triunfo a los ojos de sus secuaces y amigos?
¿No fuimos nosotros los primeros que, haciendo cumplida justicia al
general Flores, deploramos como una calamidad para el Ecuador su
destierro de aquel país, y erigimos en nuestras columnas un arco de
triunfo a sus virtudes de magistrado y de guerrero, a sus dotes de lite-
rato y de estadista, a sus sobresalientes cualidades de hombre público
y privado? ¿Por qué, pues, rompimos el silencio cuando toda la prensa
enmudecía?
Tales son los cargos que nos hace ayer El Español en un artículo en
que, no pudiendo menos de declararse contra la empresa, quiere paliar
su tardía confesión con lo inoportuno e injusticable de la nuestra.
¡Maniesta contradicción de nuestro colega! Porque desde el momen-
to en que él mismo se ladea a nuestra opinión reprobando en térmi-
nos formales la empresa, nuestra polémica queda con su propio voto
declarada justicable y oportuna. “La cuestión de la revolución del
Ecuador no es la cuestión de una expedición española contra aquella
república, y los elogios dispensados antes al general Flores, no eran un
compromiso para no declararnos después contra su empresa. Tiene
razón El Español: esto es lo que nosotros por su boca contestamos a
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sus propios cargos, y no es motivo para que la contestación no sea sa-
tisfactoria el que nuestro colega la haya previsto y estampado. ¡Bueno
sería que una respuesta, en sí exacta, en sí justa, dejase de ser lo uno y
lo otro, porque nuestros contrarios la hubiesen adivinado, sin rebatir-
la! Semejante peregrina invención produciría en el foro, por ejemplo,
singulares resultados; pues bastaría que un abogado hiciese la defensa
de la parte opuesta para ganar la causa de su propio cliente. Dejando,
por lo tanto, a un lado este pobre argumento de El Español, le diremos
que cuando una mano amiga del general Flores estampó, con pleno
conocimiento nuestro, los artículos apologéticos a que alude, no había
llegado aún a conocimiento de nuestro Diario, ni acaso al de nadie,
la noticia de que el ilustre jefe americano intentase una expedición
contra su patria. A haberlo sabido, no habríamos por cierto impedido
la publicación de unos elogios que creemos justos, y respecto de los
cuales entonces y ahora nos asociamos con quien los escribió; pero sin
duda alguna habríamos salvado nuestra responsabilidad de una mane-
ra conveniente respecto de la expedición que reprobamos. El Tiempo
no es representante especial en la prensa española de ningún partido
americano, ni mucho menos ha intentado nunca serlo de ningún jefe
o bandería de aquel país, cuando para ello hubiese debido faltar a sus
principios y a las convicciones de su conciencia. Defendió al general
Flores contra el intruso Roca, porque al hacerlo creía defender los
principios tutelares del orden y del sosiego de los pueblos, de la estabi-
lidad y la legitimidad de los gobiernos. Si ha reprobado y reprueba su
expedición, es porque cree que ella se opone a esos mismos principios,
cambiada como lo está ya la posición del general Flores respecto de
su país, y del gobierno que hoy lo rige. Véanse estos mismos artículos
que El Español quiere hallar contradictorios con los anteriores, y dos
cosas, entre otras, verá patentes: primera, la constante estimación per-
sonal que conservamos al ilustre venezolano; segunda, la reprobación,
casi diríamos el desdén, con que hemos visto la elevación de Roca y
la conducta que observa en el gobierno de su patria. En uno de esos
artículos dijimos: “la sustitución de Roca a Flores en el gobierno de la
república del Ecuador, fue la sustitución del hecho al derecho, del mo-
tín a la ley, del desorden a la libertad”. Ningún inconveniente tendría-
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mos en añadir: “de la barbarie a la inteligencia. Y recuerde también
nuestro colega que en el mismo lugar añadimos: “así que, si por una de
esas súbitas reacciones del espíritu público tan frecuentes en los países
nuevos, el Ecuador hubiera llamado a su seno al ilustre proscrito que
prerió el ostracismo al derramamiento de sangre hermana; si, ame-
nazado como lo está, de una guerra desigual con sus vecinos, hubiera
reclamado nuevamente el poderoso auxilio de la espada vencedora en
Pichincha, en Tarqui y Miñarica, nosotros habríamos visto en ese arre-
pentimiento, en esa sensatez, en esa justicia solemne, si bien tardía de
todo un pueblo, un augurio divino de los días de gloria y de felicidad
a que deben estar llamados nuestros hermanos de Ultramar, bajo el
imperio de un gobierno sensato, inteligente y benéco.
Ninguna de estas opiniones ha variado en nosotros. Lejos de ello si,
desistiendo de su proyectada expedición, el general Flores consintiese,
por su bien y por su gloria en esperar tranquilamente entre nosotros
el fallo del tiempo sobre las actuales cuestiones americanas, y la justi-
cia que en días acaso no muy remotos no dejará de hacerle la opinión
pública en su patria al comparar su administración con la actual, no-
sotros nos apresuraríamos a ofrecer ahora, “como poco antes de esta
polémica y con las mismas condiciones lo hicimos, nuestro Diario
y nuestra pluma para contribuir de todas maneras a apresurar el día
de su completa justicación y el de su triunfo. Triunfo este pacíco,
noble, dichoso, útil a América, conveniente a España, salvador de la
gloria hoy comprometida de uno de nuestros hermanos de Ultramar
más beneméritos e ilustres.
Mas no pudimos, no podemos, cuando esta malhadada expedición
se presenta a nuestra vista con los colores de la injusticia y de la descon-
veniencia más completas, prescindir de reprobarla con todas nuestras
fuerzas. Duro ha sido el empeño para nosotros que, así estimamos al
general Flores, como disculpamos en nuestro corazón los motivos que
lo dirigen en una empresa cuyo valor admiramos por más que deplore-
mos sus probables aciagas consecuencias. Valor, sí, valor casi sobrehu-
mano se necesita para arrostrar, no los peligros que amenazan la vida,
familiares a tan insigne guerrero, sino los que exponen la seguridad de
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su familia, el lustre de su nombre, el porvenir moral de toda su, hasta
hoy, gloriosa e inmaculada existencia.
Y he aquí precisamente una de las razones que nosotros, admirado-
res sinceros del hombre, entusiastas del guerrero, estimadores del ciu-
dadano, hemos tenido para interponernos entre él y su empresa como
un obstáculo que, apartándolo de ella, lo devolviese puro y sin mancha
a nuestro afecto. Porque nosotros nos hemos dicho y nos decimos: “si
el general Flores en vez de imitar a los revolucionarios de su patria, da
a ésta y al mundo el ejemplo de una desgracia inmerecida sobrellevada
con dignidad y con templanza: si el general Flores, en lugar de seguir
las huellas de sus enemigos, los avergüenza a fuerza de magnanimidad,
los vence a fuerza de virtudes, su vuelta es segura, la justicia de su país
infalible. Y si por ventura esperase en vano: si los hombres le negasen
su fallo favorable: si la ceguedad de sus conciudadanos fuese tan incu-
rable que preriesen el mal de un gobierno insensato y oscuro al suyo
inteligente y glorioso, ¿qué importa? ¿No está ahí la opinión imparcial
del mundo culto para absolverlo? ¿No está ahí la historia para apre-
ciarlo? ¿ué viene a ser el mando momentáneo y aictivo para quien
posee la gloria imperecedera y generosa?”
Esto nos hemos dicho, esto nos decimos, y el tiempo hará bueno si
nuestra amistad por el general Flores es mayor o menor que la de los que
otras cosas diferentes o contrarias dicen. Sirva ello, pues, de contestación
a nuestro colega, a quien, por lo demás, estimamos nos haya ofrecido la
ocasión de hacer respecto del general Flores una aclaración importante.
No culpamos sus intenciones; no creemos que ellas sean las de sacricar
la libertad de su patria a serviles teorías, ni su independencia a los ex-
tranjeros. Creemos, al contrario, que sus proyectos respecto del Ecuador
son generosos, y que sus planes van encaminados con sana intención a
su pacicación y a su dicha. Más diremos, en prueba de nuestra impar-
cialidad: ningún hombre mejor que él, ni con más títulos, ni con más
recursos de todo género, puede llevar a cabo en América esos generosos
proyectos, esos fecundos planes. Culpamos, sí, al gobierno español, de
acalorar y proteger una empresa que la justicia y la convivencia reprue-
ban en sus medios y esencia, por más que pueda aparecer plausible en
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sus nes. Y le culpamos a él mismo porque, atendiendo al interés de sus
amigos más que al suyo propio, y dejándose dominar por sentimientos a
que un hombre público no debe dar cabida, compromete con su impa-
ciencia su nombre, su gloria, su verdadera utilidad, cifradas todas en el
tranquilo esperar de los acontecimientos.
Respecto de nuestra pobre amistad hacia su persona, ella durará
tanto en público como nuestro humilde Diario, y en nuestro corazón
tanto como nuestra vida.
Los periódicos de Madrid y la expedición Flores3.
El Espectador dedica dos largos artículos editoriales a combatir la
expedición del Ecuador, haciendo resaltar lo que tiene de impolítica,
y lo mucho que de perjudicial a los intereses de España en América:
tarea que desempeña con gran copia de datos históricos y con abun-
dancia de excelentes consideraciones que prueban en sus autores un
estudio concienzudo del asunto. Enemigo de la expedición, El Espec-
tador hace, no obstante, a su presunto jefe los elogios que merecen su
elevado carácter moral y sus servicios a la causa de la libertad. Proceder
este equitativo que, dejando a un lado la cuestión de personas, con-
sidera sólo la de las cosas, y da mayor relieve y fuerza a la razón por
medio de la imparcialidad.
Y ahora que hablamos de esto, bueno será hacer una ligera reseña
de la marcha que ha seguido en la prensa la cuestión y del estado en
que hoy se encuentra.
Es sabido que El Clamor fue quien la lanzó al público. Después
seguimos nosotros: en pos de nosotros La Esperanza, El Popular, El
Heraldo, El Español, El Nuevo Espectador, El Eco, El Imparcial y El
Espectador.
De estos periódicos sólo La Esperanza y El Popular han defendido
paladinamente la expedición. El Heraldo ha declarado que a sus ojos
no tiene importancia, y El Imparcial ha publicado un artículo remiti-
do en que se hace la apología de ella. Los demás la combaten.
3 Nota editorial, atribuible a Baralt, publicada en El Tiempo, N° 738, Madrid, 22 de agosto de 1846.
(Nota de P. G.).
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Después de lo que nosotros hemos dicho sobre el asunto, no nos
cumple insistir más en él sosteniendo una polémica enojosa con aque-
llos de nuestros colegas que han manifestado opiniones contrarias a las
nuestras. Y a la cuestión está dilucidada competentemente; el público
la conoce por todas sus fases; el gobierno puede ya, con conocimiento
de causa, medir sus consecuencias. Nuestro deber, por lo tanto, está
cumplido, y sólo falta que el testimonio del tiempo derogue o sancio-
ne las conclusiones que hemos sustentado en el certamen periodístico.
Entonces cada cual recibirá de la opinión la parte de elogio o de censu-
ra que haya merecido por su comportamiento en la contienda.
Debemos, no obstante, pedir al público testimonio de un hecho
importante que a este negocio se reere, y que, no sólo deja vigente,
sino que corrobora los cargos que con motivo de él hemos hecho al
gobierno. El hecho es el siguiente:
El periódico ministerial publicó en la tarde del día 19 del actual
un artículo en que hacía la apología de la expedición, y explicaba al
mismo tiempo la conducta que respecto de ella ha observado el go-
bierno. Mala o buena, esta conducta estaba ya explicada, y daba mo-
tivo a conformidad o réplica, según las respectivas opiniones, porque
la explicación partía de los acusados, partía de los ministros. Es, pues,
muy de notar que el mismo periódico, en su número siguiente, haya
publicado una ADVERTENCIA en que declara que el artículo apo-
logístico es remitido, y que por consiguiente la redacción no carga con
su responsabilidad.
De donde se deduce que el gobierno no ha hablado, no se ha ex-
plicado, y tiene aún sobre sí el reato de los cargos que con tal motivo
se le han hecho.
He aquí lo que queríamos dejar testimoniado.
Por lo demás, el parlamento, cuando haya parlamento, sabrá lo que
le toca hacer en esta cuestión, que vivirá largo tiempo para vergüenza
del gobierno y para desgracia del país.
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El Eco publicó ayer el siguiente suplemento:
“Habiéndosenos recogido por orden del jefe político nuestro nú-
mero de hoy, hemos impreso una hoja en que sencillamente anunciá-
bamos este suceso; pero también esta hoja ha sido recogida por man-
dato de la misma autoridad.
»ueremos que nuestros suscritores tengan noticia de la causa
por qué no reciben hoy El Eco del Comercio; y por eso no decimos una
palabra más
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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ISBN: 978-980-7984-28-7
Jorge F Vidovic L (Compilador)
COLABORACIONES EN “EL
ESPECTADOR”
(Noviembre de 1847)
157 ISBN: 978-980-7984-28-7
Jorge F Vidovic L (Compilador)
1
polítiCa1
Madrid, 7 de noviembre
Al emprender de nuevo la enojosa tarea de publicistas (porque enojo-
sa es en los tiempos que alcanzamos) conviene ante todo dejar claramente
denida y asentada la posición que a ocupar vamos en la prensa periódica;
en esa arena que la moderna civilización ha abierto a todas las grandes ideas
y a cuantos principios encierran un germen fecundo de porvenir y de vida,
para que puedan combatir, triunfar y realizarse en las diferentes esferas que
el desenvolvimiento necesario y progresivo de la humanidad abarca. Por
fortuna, son harto conocidos nuestros principios y nuestras ideas en su más
alta generalidad, para que debamos ahora detenernos en hacer una exacta
exposición de ellas; que no data de ayer nuestra existencia política, ni nos ha
faltado ocasión de explanar los unos y las otras cuando en diferentes perío-
dos y circunstancias las grandes cuestiones de nuestra época hemos agitado
y controvertido. Con decir que somos y continuaremos siendo hombres
de progreso y de porvenir, dicho se está que el deber, en toda su pureza, y
la moralidad, en su más alto punto, serán los únicos principios que guíen
nuestra pluma, las únicas inspiraciones a que obedecerá nuestra conciencia.
Convencidos, como profundamente lo estamos, de los inmensos benecios
que a vuelta de graves cargas nos han legado en herencia las generaciones
pasadas, creemos que es obligación de la presente transmitir sin menoscabo
a las futuras tan sagrado depósito, y transmitirlo antes bien con todos los
aumentos y mejoras posibles, siquiera hayan éstas de conseguirse a fuerza de
abnegación y sacricios. uédense en buen hora los goces y las delicias para
1 Siete editoriales publicados, bajo la rúbrica Política, en dicho periódico madrileño: 1. Año 7°,
núm. 360, 8 de noviembre; 2. Año 7°, núm. 361, 3 de noviembre; 3. Año 7°, núm. 362, 10 de
noviembre; 4. Año 7°, núm. 363, 11 de noviembre; 5. Año 7° núm. 364, 12 de noviembre; 6. Año
7°, núm. 365, 13 de noviembre, y 7. Año 7°, núm. 366, 14 de noviembre de 1847. (Nota de P.G.).
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los hombres que habiendo perdido completamente la fe en el rudo choque
de las antiguas y las nuevas ideas, se han lanzado en el confuso caos del más
deplorable escepticismo, o en las supuestas vías de conciliación de un eclec-
ticismo no menos embrollado e infecundo; enciérrense los unos y los otros,
si así les place, en el estrecho y mezquino círculo de los intereses egoístas de
actualidad; que nosotros tenemos a dicha haber conservado pura y ardien-
te la fe en medio del universal trastorno, y no retrocedemos ni admitimos
transacción de ningún género ante la irresistible fuerza de nuestras profun-
das convicciones. El deber, la abnegación y el sacricio: tal es la teoría que
venimos a defender y practicar, aquí donde la corrupción y el egoísmo han
asentado su campo, amenazando acabar con todos los sentimientos nobles y
elevados en que estriba la salvación y el progreso de nuestra nacionalidad y el
cumplimiento de la función, cualquiera que ella sea, que en el vasto organis-
mo de la humanidad a nuestra patria la Providencia haya reservado.
Dicho esto de paso, porque no necesitamos hacer más extensa y
detallada profesión de fe de nuestros principios losócos y políticos,
vengamos ya a nuestro principal objeto, que es señalar clara y deter-
minadamente nuestra posición con respecto a los hombres que tienen
hoy en su mano la dirección de la cosa pública.
Si juzgar debiéramos por su origen al actual gabinete, o por los
antecedentes del hombre que lo preside y que realmente le imprime
su carácter, deberíamos desde luego considerarlo como una calamidad
para el país, y declararle una guerra a muerte sin tregua ni descanso;
porque su origen adolece del mismo vicio que ha presidido a la forma-
ción de todos los gabinetes casi desde un año a esta parte, y los antece-
dentes de su jefe podrán signicar cuanto se quiera, menos el respeto a
la legalidad y a las prácticas constitucionales. Pero nosotros, que que-
remos moralidad en el gobierno, la queremos también en la oposición,
y sólo atenderemos a los actos del gabinete Narváez, para juzgarlo con
la imparcialidad y la justicia que conviene a hombres, cuyo único norte
es el bien público. Su vicioso origen puede subsanarlo, entrando en las
condiciones del régimen constitucional, y justo es reconocer que para
ello ha dado el primer paso, convocando inmediatamente las Cortes:
los antecedentes de su jefe, puesto que de la peor naturaleza posible,
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porque han revelado una tendencia decidida a la más intolerable y ver-
gonzosa dictadura, que es la dictadura de la fuerza bruta, no son tales,
sin embargo, que rechacen toda idea de arrepentimiento y enmienda
o de modicación, por lo menos, al aspecto de épocas, y circunstan-
cias de todo punto diversas. Si por sus actos, pues, hemos de juzgarlo,
examinaremos sus actos desde el día de nuestra suspensión, anudando
así el hilo de nuestras interrumpidas tareas y satisfaciendo a la par la
deuda que con nuestros constantes suscritores teníamos contraída.
Ante todo, se nos presenta el decreto en favor de la libre emisión del
pensamiento, levantando algunas de las trabas y vejámenes que pesaban
sobre la imprenta. Nada más satisfactorio para nosotros que cumplir
con nuestros adversarios los deberes de la justicia, apresurándonos a ma-
nifestar nuestra aprobación más explícita a una medida tan conforme
con nuestras doctrinas, y que revela a la par lo que desearíamos ver en
todos los gobiernos, es decir, el íntimo sentimiento de su fuerza, o al me-
nos, la apariencia de este sentimiento, que es lo más probable en el caso
presente. Pero sea de ello lo que quiera, fáltanos aún ver realizadas mu-
chas condiciones, para poder aprobar ampliamente y sin ninguna espe-
cie de reserva la conducta del gobierno en este punto. No bastan medi-
das aisladas, que se publican hoy por medio de un decreto y que mañana
otro decreto puede cambiar o modicar: preciso es remontarse al origen
del mal y jar invariablemente en una ley las verdaderas disposiciones
liberales sobre imprenta, las únicas que pueden asegurar el cumplimien-
to del artículo constitucional en su letra y en su espíritu, ofreciendo al
mismo tiempo a la prensa española las condiciones de libertad e inde-
pendencia de que hoy carece y sin las cuales esa preciosa institución de
los pueblos modernos degenera y se corrompe. Si el gobierno quiere dar
una muestra de constitucionalismo y de respeto a la legalidad, fuerza
es que con la mayor urgencia, y como trabajo preferente, se apresure a
someter a las Cortes un proyecto de ley que garantice la libre emisión
del pensamiento y ponga término a esa serie absurda de disposiciones
arbitrarias y tiránicas que por tanto tiempo nos han regido. Entonces, y
sólo entonces, habrá cumplido su deber en este punto y tendrá derecho
a nuestro franco y sincero apoyo, que le prestaremos a fuer de leales ad-
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versarios; porque allí donde viéramos el triunfo de nuestras doctrinas,
allí estaremos con nuestras débiles fuerzas, sean o no nuestros correli-
gionarios políticos los que pongan aquéllas en práctica.
Los nombramientos, remociones y reposiciones de altos funciona-
rios, así en Madrid como en las provincias, son otros tantos actos del go-
bierno que deben jar nuestra consideración. Por regla general, nosotros
no nos oponemos a que el gobierno ejerza omnímodamente la facultad
de nombrar y separar a todos aquellos funcionarios que por el carácter
mismo de sus atribuciones, deban estar completamente identicados
con el pensamiento político del gabinete; y mucho menos, cuando las
remociones y separaciones lleven el sello de una justa reparación, como
acontece con algunas de las que se han decretado en los días anteriores.
Hay, empero, un nombramiento, que tanto por la elevada categoría
de la ilustre persona que de él fue objeto, como por otras mil considera-
ciones obvias y palpables, exige de nosotros más detenido examen y más
especial juicio. Claro es que hablamos del nombramiento del Duque de
la Victoria como embajador extraordinario de España en Londres.
Según parece, y según confesión de los mismos periódicos que apoyan
al actual gabinete, este nombramiento estaba ya convenido, si no resuelto,
por el anterior ministerio, y el actual no ha tenido más parte en este nego-
cio que aceptar las cosas tales como se hallaban a su advenimiento al poder.
Para nadie puede ser un enigma el objeto, que así los unos concibiendo el
pensamiento, como los otros aceptándolo y ejecutándolo, se proponían.
No era posible que pesase por más tiempo una injusta y odiosa exclusión
sobre el distinguido español que tantos y tan considerables servicios ha
prestado a la causa de la libertad y de su reina, y a quien su carácter de se-
nador electo le daba además el derecho de presentarse a tomar asiento en
la Alta Cámara; convenía, por otra parte, al partido dominante mantener
alejado de España a un hombre que está llamado a ser el jefe principal y el
centro de unidad de que tanto necesita hoy nuestro partido, después de
las violentas sacudidas que produjeron su desorganización en los últimos
años: y nada conciliaba mejor ambos extremos que un nombramiento de
tan elevado carácter, con el cual se conseguía impedir por ahora la vuelta
a España del ilustre Duque, al paso que se le daba una prueba incontesta-
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ble de deferencia y consideración. No negamos que la conducta del actual
gabinete ha sido en este negocio para con el general Espartero, tan civil y
delicada cual convenía que lo fuese. Mas por lo mismo, nos creemos con
el derecho de exigir de nuestros adversarios y del gobierno mismo, que
tributen la debida justicia a los motivos dignos y honrosos que ha tenido
el ilustre general para no aceptar aquel nombramiento; motivos que por
pagar civilidad con civilidad y delicadeza con delicadeza, no ha querido
tal vez consignar en su ocio de renuncia, y que a nosotros, eles intér-
pretes, como creemos serlo en esta ocasión, de sus sentimientos, nos cum-
ple exponer y manifestar. No es solamente la necesidad de atender a sus
negocios domésticos, por tanto tiempo abandonados, la que ha obligado
al Duque de la Victoria a hacer renuncia del alto puesto que el gobier-
no le conaba; que no puede ser de grave peso esta consideración para el
hombre que en mil ocasiones ha pospuesto sus intereses, su tranquilidad
y hasta su vida al servicio de la patria y del trono constitucional de nuestra
reina. No: otras consideraciones de más elevado carácter han debido pesar
en el ánimo del ilustre Duque, y si por cortesía las ha callado, tócanos a
nosotros, que podemos hacerlo sin faltar a ella, revelarlas.
El general Espartero no podía ni debía aceptar un nombramiento
como el de que se trata, de un gobierno vicioso en su origen y que aún
no ha purgado este defecto, achaque harto común en nuestra época,
con el bautismo del Parlamento. No hace mucho tiempo que los ór-
ganos más autorizados del partido moderado, censuraron al general
Narváez por haber aceptado un cargo análogo del gabinete Pacheco,
que adolecía exactamente del mismo vicioso origen. ¿Y querrán nues-
tros colegas que el Duque de la Victoria aceptase ahora de un gabinete
presidido por el Duque de Valencia, lo que en el mismo Duque de
Valencia no hace mucho que les pareció censurable? Más adelante,
cuando el gabinete Narváez se purique de su pecado original en las
aguas del Parlamento, tal vez no rehusaría el general Espartero lo que
hoy por la pureza de sus sentimientos de dignidad y constitucionalis-
mo se ha visto obligado a rehusar, porque el cargo de embajador no es
de los que exigen en los que lo desempeñan unidad de miras políticas
con el gobierno que los nombra; y sucede diariamente que hombres
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discordes en cuanto a la política interior, ven de una misma manera
el sistema que conviene seguir en las relaciones internacionales. És-
tos han debido ser los principales motivos de la renuncia del general
Espartero, y esperamos que el gobierno y nuestros adversarios sabrán
apreciar todo lo que hay de noble y elevado en su conducta.
Por no dilatar más este artículo, y porque la importancia de la materia
exige más detención y espacio del que hoy tenemos, dedicaremos otro espe-
cialmente a la nueva cuestión que suscita la determinación que ha tomado
el gobierno en vista de la renuncia del Duque de la Victoria. Bástenos indi-
car por hoy que no podemos admitir, ni admitiremos jamás, el principio
inconstitucional y absurdo de que se halle al arbitrio del gobierno alejar del
Parlamento a cuantos jefes militares le plazca, fundándose en disposiciones
de otra época, cuya aplicación sería hoy contraria a los buenos principios
constitucionales, y falsearía la base fundamental de nuestras instituciones.
2
Madrid, 8 de noviembre
En nuestro primer artículo de ayer expusimos las verdaderas razones de
dignidad y de constitucionalismo que, a no dudarlo, han debido pesar en el
ánimo del ilustre Duque de la Victoria para renunciar el alto puesto de em-
bajador extraordinario de S.M. en Londres. Cúmplenos hoy examinar de-
tenidamente hasta qué punto se ha excedido el gobierno, si es cierto, como
nos decía en su última carta nuestro corresponsal de aquella Corte, que en
vista de la decisión irrevocable del Duque le había comunicado el señor
Istúriz la orden de que permaneciese en el extranjero, al parecer indenida-
mente. Para proceder con claridad en una cuestión que si bien presenta a
primera vista los caracteres de personal, es una de las más graves y trascen-
dentales que pueden ocurrir en la región de los principios, consideraremos
al señor Duque de la Victoria como revestido de la doble personalidad, o
más bien, del doble carácter de general español y de miembro electo del
Senado, y así bajo el uno como bajo el otro aspecto, demostraremos palpa-
blemente que la mencionada orden del gobierno es, a todas luces, ilegal y
contraria a los buenos principios constitucionales.
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ue el general Espartero, como militar español, debe estar sujeto a
la ordenanza y bajo la inmediata dependencia del ministro de la Gue-
rra, cosa es que nadie pondrá en duda; mas esto no quiere decir que
el gobierno puede a su arbitrio alejar o mantener alejados del reino a
los militares que le plazca. Se concibe muy bien, que sólo en el caso
de conferirle a un militar alguna comisión del servicio en país extran-
jero, es cuando puede obligársele a salir de su país, y a permanecer en
el que se le haya designado para el desempeño de su comisión. ¿Y se
halla por ventura en este caso el general Espartero? Es evidente que
no, y que sin cometer un odioso atentado, no puede obligársele ni por
un momento siquiera a permanecer fuera del reino. Si para justicar
su extrañamiento se quiere apelar a la facultad que el gobierno tiene
de enviar de cuartel a los ociales generales, señalándoles el punto de
su residencia, basta el simple buen sentido para comprender que sería
hasta risible designar como cuartel un país extranjero, ni punto alguno
que no se hallase comprendido en las circunscripciones militares del
territorio español; demás de que, por su categoría de capitán general
de ejército, no se halla el Duque de la Victoria en este caso, antes por
el contrario, tiene derecho a escoger el punto de su residencia, bien así
como sucedió no ha mucho al actual presidente del Consejo.
Pues si consideramos al general Espartero como miembro electo
del alto cuerpo colegislador, aquí el atentado pasa ya a ser crimen, y
crimen de tal entidad como lo es impedir a un elegido de la corona
el ejercicio de sus funciones legislativas; crimen que en todas las na-
ciones donde se comprenden y se practican los verdaderos principios
del gobierno representativo, daría margen a una acusación contra el
ministro que lo cometiese y a la imposición de una pena terrible, pro-
porcionada a la ofensa que habría recibido la majestad nacional.
Es evidente, pues, que bajo cualquier aspecto sería atentatoria a los
más sagrados derechos y contraria a los buenos principios constitucio-
nales, la orden comunicada al señor Duque de la Victoria, de que nos
habla nuestro corresponsal de Londres.
Mas prescindiendo de estas consideraciones de legalidad que limi-
ta la cuestión de que se trata a muy estrecho campo, todavía queremos
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conceder a nuestros adversarios la ventaja de elevarla al terreno vago e
indenido de la conveniencia pública, seguros de vencerlos también en
esta nueva trinchera. Veamos, pues; ¿en qué se opone a la conveniencia
pública, qué males, qué trastornos puede causar al país la venida del ex
general? Ningunos, nosotros lo aseguramos, y los que supongan en el
general Espartero otras intenciones que la de ser el súbdito más leal de
la reina y el más ardiente partidario de las instituciones, de la legalidad y
del orden, calumnian gratuitamente al hombre que, tal vez por su nimio
respeto a la Constitución y a las leyes, se dejó arrebatar de las manos el
poder que legítimamente le había conferido la representación nacional.
Dígase que se temen las muestras de adhesión y simpatía que por do-
quiera habrá a su llegada el hombre a quien tantos servicios deben las insti-
tuciones, el trono y el país; dígase que estas demostraciones herirían dema-
siado tal vez a ciertas celosas rivalidades; dígase que su presencia reanimaría
el abatido espíritu de un partido sobre el cual han pesado tantas desgracias
en tres años de eterna duración; en tres años que deseamos entregar comple-
tamente al olvido; dígase que a su voz y bajo el prestigio de su popularidad,
este partido se agruparía, recobrando nuevo vigor y vida con la poderosa
organización de que hoy carece; dígase, en n, que lo que se teme es perder
un poder por malos medios conquistado y sostenido, poder débil y suspicaz
y receloso como lo son todos los poderes que no se fundan en las verdaderas
condiciones del régimen constitucional; y no se busquen risibles y pueriles
subterfugios para justicar, o cohonestar siquiera, un acto, que por decencia,
por decoro, ni aun los órganos más autorizados de la imprenta moderada se
han atrevido a justicar ni cohonestar.
Débannos esta justicia nuestros colegas moderados; los unos guar-
dan un silencio harto signicativo sobre este hecho; y los que, como El
Español, le han dedicado algunas reexiones, terminan reconociendo
que la razón y la justicia están de nuestra parte, porque la renuncia del
general Espartero, como acto lícito en sí, no debe servir de pretexto
para cambiar violentamente el estado legal en que la amnistía y el nom-
bramiento de senador han colocado al Duque de la Victoria.
Y vea aquí ahora El Español, si es cierto que tal orden ha sido
comunicada al ilustre general, como por más de una razón creemos,
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cuánto se engañaba al asegurar que el ánimo del actual gabinete era
ajeno a la idea de tener alejado de España al ilustre Duque por miras o
intereses de partido.
Y vea el país también cual será esa ponderada fuerza de que con tanta
complacencia hace ostentoso alarde el gabinete Narváez, cuando parece
decidido a violar las leyes de la justicia, los fueros de los legisladores y otras
muchas consideraciones de decencia y decoro, no menos atendibles, por te-
mor a un hombre, cuya elevada importancia política se afecta por otra parte
desconocer, y que por razones obvias no es presumible siquiera que pueda
ejercer inuencia alguna en altas regiones, donde inuencias de más peso,
fundadas en vínculos naturales, se le opondrían constantemente.
He aquí la justicia, he aquí la fuerza, he aquí la longanimidad de
que blasona el actual gabinete.
3
Madrid, 9 de noviembre2
Antes que temer, deseamos vivamente ocasiones de elogiar con justi-
cia las medidas del gobierno; porque hacemos harto más caso de la cua-
lidad de españoles que de la de hombres de partido, y es bien y es honra
de la patria la sabiduría de sus gobernantes, siquiera sean éstos nuestros
2 Va precedido de la siguiente nota editorial: “Casi todos los periódicos de la capital han acogido a El Espectador
con calorosa simpatía y con muestras de una estimación que, por no excluir en los moderados la hostilidad de
partido, viene a ser en alto grado estimable. Esta circunstancia, debida sin duda a la templanza con que El Espec-
tador (obedeciendo a la letra, y al espíritu de la asociación a que debe su vida) ensaya un sistema de oposición que
el rigor de los tiempos no había hecho posible hasta ahora, así como los elogios de que, por semejante motivo
sin duda, ha sido objeto el que suscribe, le ponen en el caso de dirigir públicamente a sus estimables colegas el
testimonio de su más profunda gratitud, y protesta de que, cualesquiera que sean los obstáculos que encuentre
en su carrera, seguirá la línea de conducta que su aprobación ha confirmado como únicamente buena y fecunda
en el campo de la contienda periodística. Un método que reúne el beneplácito de amigos y de adversarios, es
a su juicio, en materia política, el único verdadero. Pero el que suscribe creería cometer una grande injusticia
sino declarase, como lo hace en fuerza del sentimiento más espontáneo de equidad, que los elogios de que ha
sido objeto pertenecen, con igual derecho que a él, a don Rafael María Baralt, redactor político principal de El
Espectador, a don Francisco Díaz Quintero, compañero suyo en esta penosa tarea, y en general, a todos los que,
con igual decisión patriótica, le ayudan en otros ramos a alcanzar la perfección de que se halla muy distante, pero
a que aspira por medio de una consagración sin límites a los intereses bien entendidos del partido progresista.
Simón Santos Lerín”.
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adversarios políticos. Cabe la rectitud, cabe la honradez, cabe el acierto,
caben, en n, las útiles reformas de que tanta necesidad tiene España, en
el círculo de acción en que se encierran los partidos, con tal que pospo-
niendo al interés bien entendido de su gloria, los intereses mezquinos
de sus hombres, quieran hacer aplicaciones provechosas de sus legíti-
mas doctrinas. En lo que tienen éstas de común hay un vastísimo campo
donde todos ellos, alternativa y gradualmente, pueden y deben cultivar
la ciencia administrativa; y con hacerlo así disminuirían la distancia que
hoy existe entre sus límites respectivos con relación a la ciencia social.
A nuestro ver la mayor dicultad con que hasta hoy han tropezado
los gobiernos (poniendo a un lado, se entiende, las que han hallado en
la ambición y la inmoralidad de los hombres) ha provenido del poco
estudio que se ha hecho de las similitudes y de las desemejanzas de los
partidos contendientes; estudio que, dando por resultado necesario
el de saber hasta qué punto podían marchar juntos y de acuerdo en la
misma vía de mejoras y de progreso, habría ahorrado las oposiciones
sistemáticas, las disputas ociosas, las recriminaciones intempestivas, y
en n, la confusión que hoy mismo reina en las ideas de los unos y de
los otros acerca de sus principios y medios de gobierno.
No es difícil señalar el límite político que separa los respectivos campa-
mentos de moderados y progresistas; porque ese límite, marcado por el es-
píritu del tiempo, por la progresiva y creciente mejora de la especie humana
y por la perfectibilidad necesaria de la civilización, no es arbitrario, por más
que en ocasiones pueda aparecer oscuro a nuestros medios limitados e im-
perfectos de conocimiento. Pero entre límite y límite de esa región elevada
donde elabora el pensamiento humano sus más abstrusas concepciones, por
efecto de la constante y necesaria tendencia que tiene a mejorar las condicio-
nes del hombre y de la sociedad, hay una escala cuyas gradas pueden ser ocu-
padas con utilidad por sistemas diferentes, con tal que convengan en avan-
zar siempre, reconociendo que hay un n común, asequible y legítimo, hacia
el cual, con medios distintos, pero con igual solicitud se dirigen todos ellos.
Es grande, no hay duda, la distancia que separa al partido moderado del
partido progresista; pero esa distancia no es invariable, y por consiguiente, no
puede ser eterna. No es invariable, porque un sistema que admite el princi-
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pio esencialmente progresivo resultante del ejercicio periódico de la opinión
pública, marcha irremisiblemente con él por el camino de la reforma social,
o se expone, contrariando su acción legítima, a ser aniquilado por su fuerza.
Equivocado en su método, y exagerando con indebida precipitación sus ideas
de resistencia, el partido moderado español, heredero legítimo de la escuela
doctrinaria que nació en Francia al inaugurarse la restauración borbónica, ha
querido hacer entre nosotros una aplicación, a todas luces falsa, de los princi-
pios que en aquella misma nación sólo sirvieron para provocar la revolución
de Julio; y en esta pugna, igualmente intempestiva que constante, ha malgas-
tado lastimosamente, resistiendo, una fuerza que hubiera sido inmensa ce-
diendo por grados al espíritu invasor e invencible de la democracia. De aquí
la necesidad en que se ha visto de concentrar en uno de los poderes supremos
del Estado los atributos y la fuerza de todos los demás; de aquí la centralización
viciosa de todos los ramos del servicio público en manos del poder ejecutivo;
de aquí la destrucción de todos los elementos de la vida municipal y provin-
cial; de aquí la extensión deplorable dada al ejercicio de las prerrogativas de un
poder del Estado, a expensas de las atribuciones de los demás y con maniesto
peligro de destruir el equilibrio de todos ellos; de aquí, en n, la inmoralidad
y la corrupción que, siguiendo una ley de fatal correspondencia, ha invadido
las clases inferiores en el instante mismo en que las superiores han alterado sus
condiciones legítimas de vida política. El sistema de la resistencia debía orga-
nizar al gobierno para el combate, no para la reforma.
Pero por más que semejantes abusos, hijos de un sistema erróneo, al
paso que enaquecen a un partido, hacen decidida y violenta, tanto como
justa y patriótica, la oposición del que los combate, existe para uno y para
otro un punto común que debe servirles a un tiempo de valladar y de eje:
este punto es la Constitución, por todos, si no igualmente estimada, le-
galmente reconocida. Valladar la hemos llamado, porque, representando
ella los principios y las doctrinas de los unos, viene a ser el límite jo de su
marcha política; y también porque, acatada cual ley por los otros, impo-
ne a éstos la obligación de respetarla mientras no pueda ser alterada por
los medios que el derecho reconoce como únicos legítimos para variar las
leyes existentes. Y también la hemos llamado eje, porque puede y debe
servir de tal a los que por su medio gobiernen, y a los que, como quiera la
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consideren imperfecta y viciosa, encuentran, no obstante, en sus princi-
pios generales una base sobre qué poder levantar, ayudados del tiempo y
de la razón, un más noble y grandioso edicio político.
Sí, pues, todos aceptamos las instituciones actuales, unos como la
última y mejor expresión de un sistema de principios, y otros como un
objeto de reformas legales, ya tenemos una condición de orden que
permite discutir la razón de las cosas sin alterar la paz de la nación y
sin poner obstáculos revolucionarios a la acción de un gobierno, cual-
quiera que sea, que conserve inviolable la prenda común de alianza,
que también es su título propio al respeto y a la obediencia del país.
De lo expuesto se deduce, a nuestro ver, una consecuencia en sumo
grado importante; y es que mientras no sea dable al partido más avanzado
en doctrinas liberales hacer triunfar éstas por los mismos medios que han
triunfado las que hoy imperan, su oposición a ellas debe limitarse estricta-
mente a la pacíca discusión de principios en las tribunas del parlamento
y de la prensa. De donde ha de colegirse que la representación nacional,
único delegado legítimo del país, es igualmente el único instrumento legí-
timo de toda reforma ulterior y el único revolucionario legítimo.
Tales son nuestros principios, y a ellos ajustaremos constantemen-
te nuestra conducta.
Y así, cuando nuestros adversarios apelen a nuestro testimonio en
el juicio de los actos del gobierno, nuestro testimonio aparecerá, ya
como aprobación, ya como reprobación de la conducta de éste, sin
más condiciones de criterio que las que reconozcamos en la razón y en
la conveniencia pública, tal como interpretemos una y otra a la luz de
nuestras propias doctrinas, cuyo sacricio protestamos no hacer jamás
a ninguna consideración humana.
He aquí una prueba.
Nuestro estimado colega El Faro interpela en su número de ayer a
los periódicos progresistas de la manera siguiente:
“La contrata de tabacos de que han hablado estos días los periódi-
cos de la oposición, han sido rescindida y será puesta a pública subasta.
He aquí la mejor de todas las contestaciones que podíamos dar a las
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excitaciones que con este motivo nos ha estado haciendo estos días El
Clamor. La conducta del gobierno en esta ocasión es bien digna de que
hasta la prensa progresista la tome en cuenta.
Y lo merece, cuanto pueden merecerlo un mal paso evitado a tiem-
po, una muestra de docilidad a la opinión pública y un homenaje a la
ley. Pero sean justos una vez siquiera nuestros adversarios. Si el gobier-
no ha hecho bien en rescindir la contrata sobre tabacos, ¿no es claro
que hizo mal en celebrarla? Y si merece, como nos complacemos en
reconocerlo, el más cumplido elogio por su oportuno arrepentimien-
to, ¿no es cierto que algo valen los buenos consejos a que ese arrepen-
timiento se debe? A ser todas estas conclusiones, como lo creemos,
evidentes, El Faro no hubiera perdido nada, sino antes bien ganado
mucho en la opinión de sus amigos, en la de sus adversarios y en la
del país, dirigiéndose a El Clamor (que fue el primero en denunciar
la contrata y el más enérgico en combatirla), menos con la pretensión
orgullosa de darle una lección, que en la modesta y agradecida actitud
de quien la ha recibido para su provecho y para su honra.
4
Madrid, 10 de noviembre
Cuando la prensa progresista reveló al país la detención del Du-
que de la Victoria en Londres, por orden del gobierno comunicada
al señor Istúriz y trasmitida de palabra por éste al ilustre proscrito, a
quien ese mismo gobierno acababa de elevar a la alta dignidad de em-
bajador extraordinario en Inglaterra, El Heraldo, El Faro y los demás
periódicos moderados, órganos unos y devotos los más del ministerio,
declararon no tener conocimiento alguno del negocio. Provocados
a defender los principios, las razones, los motivos, plausibles, siquie-
ra, que justicasen, que tan sólo explicasen una conducta tan poco
franca, por no decir otra cosa, de parte del señor Duque de Valencia,
han guardado silencio, o han hablado, menos con el n de entrar en
una polémica razonada, que para hacer las más gratuitas suposiciones
acerca de las intenciones de sus adversarios y muy particularmente de
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las del ex regente de España y su libertador. Como única excepción a
este común proceder de la prensa moderada, El Español, cuyo recto
juicio, de ordinario poco sujeto a los vértigos del espíritu de partido, se
conserva a mayor altura que las pasiones agitadas por éste, ha recono-
cido solemnemente, no sólo el perfecto derecho que asistía al Duque
de la Victoria para renunciar, como lo ha hecho, el empleo que le fue
conferido por el gobierno, sino también el que tiene, y nadie puede
disputarle a conservar la posición legal en que le colocaron la amnistía
y su carácter de senador electo del reino.
Pues como para hacer más notable el contraste que forma con
la conducta general de sus colegas, ésta, a todas luces noble e inde-
pendiente de El Español, El Faro, a vueltas de no pocas inexactitudes
acerca de los hechos, prodiga al general Espartero los más gratuitos e
injusticables agravios.
Supone El Faro que El Eco fue el primero en publicar el nombra-
miento del Duque de la Victoria para la embajada de Londres y su
renuncia de este cargo diplomático; inriendo de aquí que a los demás
periódicos progresistas no se les había dispensado la honra de comu-
nicarles dichos documentos. Por lo visto, a nosotros también se nos
dispensó, por cuanto fuimos de los primeros en comunicar al mismo
tiempo que El Eco dichos documentos en nuestra correspondencia de
Londres inserta en el número del domingo.
Luego enseguida, olvidando sin duda El Faro haber asegurado (y
con razón) que el nombramiento del señor Duque para la embajada
de Londres había tenido origen en el ministerio Goyena-Salamanca,
viene ayer “enorgulleciéndose de que haya sido un gobierno de su par-
tido el primero en dar una prueba real y positiva de tolerancia, etc.,
etc. ¿Reconoce al n y a la postre El Faro por ministerio moderado el
antecesor del actual? Y de no reconocerlo (que no lo hará), ¿a quién,
por último, entre uno y otro, adjudicaremos la palma de esa, más de lo
justo blasonada longanimidad?
Hasta aquí las inexactitudes.
Los agravios son llamar al señor Duque de la Victoria antiguo y
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moderno Jefe dictatorial del partido progresista, y denominar fatal-
mente revolucionaria su posición.
Según, pues, nuestro colega moderado, los progresistas, y con ellos
nosotros, reconocemos en el general Espartero un dictador, una espe-
cie de Montemolín, desterrado también, y sin más diferencia con éste
que la de ser menos franco, ya que no menos absoluto.
Así también, según El Faro, por más que el señor Duque de la Victo-
ria haya probado en su larga y triste separación de la patria la más cuerda
y prudente conducta; por más que su nombre, emblema de lealtad y
de nobles sentimientos, nunca haya sido ni jamás pueda ser bandera de
oscuras y despreciables conspiraciones; por más que a su lado se agrupen
los hombres más distinguidos del partido progresista por su saber, por
su valor y por sus virtudes; por más, en n, que de cuantos partidos po-
líticos tiene España, ninguno se halle hoy más dispuesto que el nuestro
a respetar el orden y las leyes, el Duque de la Victoria, quiera que no,
signica la revolución, provoca la revolución, mantiene la revolución.
La cosa es fatal, dice El Faro: no puede ser de otra manera.
Nosotros contestamos a esto que nuestro colega puede vivir pro-
fundamente convencido de que jamás emplearemos argumentos de tal
fuerza para justicar las acciones de nuestros amigos, si elevados algún
día al poder en fuerza de la opinión pública, tuviesen la desgracia de
querer imitar respecto del señor general Narváez la conducta de éste
para con el Duque de la Victoria.
5
Madrid, 11 de noviembre
Dos periódicos moderados, El Español y El Heraldo, combaten los
principios que acerca de las facultades del gobierno hemos asentado con
ocasión del injusto y simulado destierro del señor general Alaix. Al uno
y al otro nos proponemos contestar hoy, demostrando al primero, que
los principios que establece en contraposición a los nuestros conducen
al absurdo, y haciendo ver al segundo, que para tratar cuestiones de esta
naturaleza, se necesita algo más que una hueca fraseología.
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Para elevar la cuestión al terreno de los principios y despojarla de
todo aquello que pudiera darle un carácter de parcialidad apasionada,
prescindiremos completamente de la persona del señor Conde de Ver-
gara, y examinaremos, en general, qué teoría se halla más conforme en
el punto en cuestión con la índole de nuestras actuales instituciones y
con los verdaderos principios de la ciencia política, ya que carecemos,
como el mismo Español no ha podido menos de reconocer y confesar,
de una disposición legal a qué atenernos en la materia.
Convenimos con nuestro citado colega en el principio general que
sienta, fundado en los antecedentes y en la práctica, de que el gobierno
ha conservado y conserva en España toda la plenitud de autoridad que la
ordenanza le conere para disponer de la persona de los generales. Cierto
es que en esta parte no se ha diferenciado en nada la época constitucional
de aquélla en que el poder real no tenía límites. Excuse por lo tanto El
Español la tarea, ociosa a lo menos, de buscar ejemplos y acumular ante-
cedentes, para probarnos lo que estamos tan lejos de negar, que antes bien
lo hemos reconocido en uno de nuestros anteriores artículos. La cuestión
no es si el gobierno tiene o no facultades para designar a los generales de
cuartel el lugar de su residencia; la cuestión es si so pretexto de esa facultad
que le conere la ordenanza, puede o no el gobierno alejar del parlamento
a los militares que sean al mismo tiempo diputados o senadores, o lo que
es lo mismo, que hayan recibido del pueblo o de la corona el mandato
superior y hasta cierto punto soberano de legisladores.
Ahora bien: nosotros hemos sostenido la negativa; ¿se decide nues-
tro colega por la armativa? Si mañana un gobierno progresista, estando
abiertas las Cortes o próximas a abrirse, como sucede en la actualidad, ale-
jase del Senado y del Congreso a todos los militares que perteneciesen a la
oposición, ya destinándolos de cuartel, ya conriéndoles cualesquiera em-
pleos o comisiones del servicio, ¿qué diría El Español? ¿ué diría toda la
prensa moderada, que se pone hoy de parte del gobierno contra nosotros?
¿Aprobarían como buena y legítima semejante conducta? ¿Serían conse-
cuentes en la oposición con lo que hoy sostienen en el gobierno? Claro es
que no. Y no se diga que la hipótesis sentada no puede tener aplicación al
caso presente, en que sólo se trata de uno o dos generales; porque si legíti-
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mo es lo que hoy se ha hecho con ellos, legítimamente podría hacerse ma-
ñana lo mismo con todos los demás militares progresistas que se sientan
en los escaños del Senado o del Congreso. Por donde queda demostrado
el absurdo a que nos conduciría semejante doctrina.
Si vigente está la Ordenanza, y ella faculta al gobierno para dispo-
ner a su voluntad de los militares, vigente está también la Constitu-
ción, que establece la inmunidad de los legisladores y les ofrece las ne-
cesarias garantías para que contra su voluntad no puedan ser turbados
en el ejercicio de sus sagradas funciones. Por eso nosotros hemos asen-
tado como única máxima, conforme con los buenos principios cons-
titucionales, que en ningún caso debe ser permitido al gobierno, por
sí solo, obligar a los militares diputados o senadores a alejarse del par-
lamento cualquiera que sea el pretexto de que para ello quiera valerse;
que respecto de los generales senadores, sólo podrá hacerlo después
de obtenida la venia del alto cuerpo colegislador, y nunca, respecto
de los diputados. Fácil es comprender la razón de esta diferencia, si se
entiende al diferente origen y diversa constitución de ambos cuerpos.
Los senadores han recibido de la corona su mandato, y es justo que la
corona pueda en ciertos casos disponer de ellos, salvando empero la
prerrogativa que corresponde al Senado de resolver en todo lo con-
cerniente a las personas y a las inmunidades de sus individuos: pero el
mandato de los diputados procede inmediatamente del pueblo, y no
puede ser contrariado por el poder ejecutivo, ni por el Congreso mis-
mo, porque en eso estriba precisamente la salvaguarda de las minorías.
Esta doctrina clara y evidente, deducida de los principios que sir-
ven de base a nuestra ley fundamental, es la que debiera seguir el go-
bierno, si es cierto, como sus mismos defensores han reconocido, que
carecemos hasta ahora de una regla ja para resolver la contradicción
que aparece entre las disposiciones de la ordenanza militar y la ley fun-
damental del Estado. Gócese en buena hora el gobierno, gócense sus
defensores en preferir por mezquinas consideraciones personales, para
la resolución de puntos dudosos en la práctica, la obra del absolutismo
a la obra de la libertad; que nosotros no les envidiamos esa gloria, y
entre la Ordenanza y la Constitución nos decidimos por esta última.
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No insistiremos más en una cuestión que no puede serlo para que
quienquiera que prescindiendo de las pasiones del momento la exami-
ne a la luz del simple buen sentido; perderíamos el tiempo inútilmen-
te, persuadidos, como íntimamente lo estamos, de que no nos es dado
en este punto esperar justicia del actual gabinete.
Pero volviendo por última vez a la cuestión especial del señor ge-
neral Alaix, y ya que El Español supone que este negocio habrá de
decidirse en el Senado, cuya autoridad ciertamente no recusamos no-
sotros, quisiéramos merecer de la cortesía de nuestro ilustrado colega
que nos dijese si es justo y equitativo negar al general Alaix sus legí-
timos medios de defensa, impidiéndole su presentación en el Senado
para el día en que esa cuestión haya de discutirse.
Pocas, muy pocas palabras emplearemos para replicar al Heraldo;
y si la falta de espacio, juntamente con el temor de hastiar a nuestros
lectores no nos lo impidiera, no le daríamos más contestación que re-
producir su artículo en nuestras columnas. Declamar no es discutir ni
consiste tampoco la razón en vana palabrería. Lo único que sacamos
en claro de todo su largo artículo, es que las doctrinas por nosotros
establecidas con ocasión del destierro del señor Conde de Vergara, son
anárquicas; y eso, dicho así ex cátedra, con un dogmatismo que más de
una vez ha provocado nuestra sonrisa y sin alegar una razón siquiera.
Pues sepa El Heraldo, que parte de esas doctrinas anárquicas, precisa-
mente las que más combate, las ha emitido en pleno parlamento y en
una sesión célebre, su ídolo el señor general Narváez.
Tómese nuestro colega la molestia de abrir el Diario de las Sesiones
del Senado, y en la correspondiente al día 15 de marzo de este mismo
año, folio 174, hallará las siguientes palabras que pronunció el señor
Duque de Valencia al discutirse la autorización pedida por el gabinete
Casa-Irujo para proceder contra el general Serrano.
“Los señores diputados, dijo el actual presidente del Consejo, son
elegidos por los pueblos y muchas veces se les exige como condición
la conducta que han de seguir, y hasta lo que han de votar, con lo cual
no los votarían tal vez; y por esto, si el gobierno tratara de nombrar un
diputado para ejercer una función cualquiera que no le permitiera des-
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empeñar el cargo de diputado, aun cuando éste fuera militar, tal vez no
estaría en el caso de acceder a ello y de conceder esa facultad al gobierno,
como lo estaría el senador; porque obrando de otra manera, defraudaría
las esperanzas de los pueblos que lo habrían nombrado, etc..
¿Hubiera podido imaginar jamás el señor Duque de Valencia que
había de llegar una época en que El Heraldo lo calicase de anarquista?
¡ué bien vendría ahora aquello de la Epístola de Horacio a los
Pisones, que por tan manoseado no queremos repetir!
6
Madrid, 12 de noviembre
Próxima ya la apertura del palenque parlamentario, donde todos los
partidos deben hacer uso de sus armas en una terrible lucha, cuya recom-
pensa, si no el mando, será la gloria, si no la fuerza, será el poder de la
opinión, adjudicado siempre al más digno, nada más natural que la soli-
citud inquieta que observamos en los caudillos de los bandos respectivos
por allegar sus tropas, disciplinarlas y disponerlas al combate y al triunfo.
Con más espacio y más medios que nosotros para prepararse a la campaña
y para reducir a cuarteles y organización sus soldados, preciso es confe-
sar que nunca demostró el general de nuestros adversarios en el campo
sangriento de las batallas, una pericia más consumada que la que ahora
despliega en el no menos revuelto y azaroso de la política. Hábiles tran-
sacciones han reunido, en efecto, para la común defensa, las distintas frac-
ciones personales en que se halla dividido el partido moderado; fracciones
cuyos jefes, sin ceder un ápice en pretensiones que se reservan el derecho
de reproducir más adelante, han tenido el buen acuerdo de incorporarse a
las las del ministerio al precio de ciertas concesiones que, si no satisfacen
su ambición, lisonjean por lo menos su orgullo. Los grandes empleos, los
empleos subalternos, todos los empleos, en suma, cuerdamente concedi-
dos a los adeptos, o más cuerdamente aún conservados a los que pueden
serlo con ventaja, han extendido y estrechado los lazos de esa unión que,
siquiera sea de un día y se disuelva para siempre en seguida, dará por fruto
la victoria, y con ella el botín entre todos repartible.
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¿ué podemos, entretanto, oponer nosotros a la falange compacta de
un partido a cuya cabeza se halla un jefe valeroso y hábil, diestro en aprove-
charse de los medios legítimos que tiene a su disposición; poco escrupuloso
en servirse de los ilegítimos; capaz de la extrema violencia; consumado en
las artes que conservan el poder; poseedor de la fuerza y resuelto a emplearla
contra todo, sin excepción, y contra todos; dueño del secreto valor de todas
las conciencias que maneja; árbitro del erario que dirige sin cuenta ni razón
parlamentarias; dispensador supremo e irresponsable de cuanto satisface la
ambición, acaricia el orgullo y sacia las pasiones; dominador absoluto en el
palacio, por él conquistado, de nuestros reyes; favorito de varia fortuna, pero
hoy triunfante, de las inuencias que predominan alrededor del Trono; mi-
nistro, en n, de una joven soberana cuya inexperiencia en los negocios, cuya
tierna edad, cuya situación, en n, la entregan, ¿por qué no lo diremos?, sin
posible defensa, si no a sus propias manos, a las manos de los que más le favo-
recen, o explicándonos con mayor claridad, en manos de los que no pueden
menos de favorecerle sin condiciones, a todo trance, por más que semejante
apoyo conduzca a la anarquía del país y a la ruina del monarca?
¿ué podemos nosotros, repetimos, cuando, ya fuerte con sólo la
ventaja de hallarse mandado por tan formidable campeón, el partido
de nuestros adversarios es fuerte también por sí mismo, por su núme-
ro, por su unión, por su disciplina y por sus demás caudillos de espada,
de pluma y de palabra? ¿Nosotros, con el caudillo principal ausente,
con los caudillos subalternos divididos, con las tropas dispersas, con
las pretensiones exageradas, con las preocupaciones incorregibles, con
las pasiones incandescentes, con los instintos mal dirigidos; insubor-
dinados; celosos de la gloria ajena y no muy cuidadosos de la propia;
habituados a olvidar tarde y a perdonar difícilmente?
¿De qué nos sirven los servicios prestados a la libertad, a la nación
y al trono en lo pasado, si no ofrecemos al trono, a la nación y a la
libertad la garantía de que en lo futuro, se los prestaremos igualmente
desinteresados y exentos de los inconvenientes y males que disminui-
rán su precio a los ojos de la razón y el buen sentido?
¿De qué nos sirve ser los representantes legítimos del progreso ra-
cional y práctico de la civilización, si en la grave y elevadísima defensa
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de los derechos de los hombres y de las naciones, descendemos cons-
tantemente al terreno fangoso de las pasiones, que privan de dignidad
a la razón y quitan su prestigio a la justicia?
¿De qué nos sirve contar en nuestras las los más gloriosos y hábi-
les caudillos, si éstos se hallan solos en la arena, o únicamente rodeados
por una clientela reducida, cuyos rencores mutuos la hacen más temi-
ble a nuestro propio partido en general, que jamás lo fueron al partido
de nuestros contrarios?
¿De qué nos sirve citar con justo orgullo en la lista copiosísima de
nuestros varones eminentes los nombres de Espartero, Becerra, Cor-
tina, Olózaga, Mendizábal, Landero, Madoz, Calatrava, González,
Sancho, Cantero, La Serna, Luján, Roda, Sagasti, y tantos otros, gran-
des en la guerra o en la paz, príncipes de la palabra o de la pluma, reyes
de la virtud o sacerdotes de la ciencia, si llega a tanto nuestra desgracia
que acaso llamen profanación y delito algunos de ellos, o sus desaten-
tados secuaces, nuestro generoso intento de asociarlos y reconciliarlos
en nombre y por interés de las ideas, de los principios, de la patria y del
partido común a todos ellos?
Y tal es, en efecto, nuestro rme propósito; el propósito santo que
nos ocupa en la vigilia y en el sueño; que constituye nuestra más dulce
esperanza y que será mientras vivamos objeto constante de nuestros
pobres, aunque bien intencionados, trabajos en la prensa periódica.
Agrupar cuanto tenga nombre y digno valor de progresista alrededor
de un hombre que sirva de centro común y de condición unitaria; dar por
no ocurrida (y cuando nosotros lo hacemos nadie puede negarse a hacer-
lo) la lamentable ruptura política de 1843; sustituir a las ideas confusas de
nuestro partido un sistema ordenado y completo, en que tengan entrada
y sitio lógico cuantas por sanas y fecundas prohíjan la losofía y la ciencia
social; reconciliar los ánimos; allegar las fuerzas; dar a cada cosa su lugar,
a cada hombre su signicación; exagerar, si necesario fuere, la templanza
y la moderación en nuestras luchas de partido para arrancar del rostro a
nuestros adversarios la máscara de formas cultas que los envuelve sin ocul-
tarlos; esperar tranquilamente la época indefectible de nuestro mando, sin
retardarla con impaciencias pueriles o con revoluciones absurdas; dedicar
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entre tanto todas nuestras fuerzas al esparcimiento y generalización de las
buenas doctrinas liberales por medio del apostolado evangélico de la ra-
zón hablada o escrita; ofrecer a todos los intereses futuros la resolución
de estricta justicia, y a todos los intereses presentes la solución fraternal de
una amigable avenencia; reconciliar a todas las clases y a todos los intere-
ses con la idea de nuestra gobernación política y administrativa, la única,
de seguro que, bien dirigida, puede y debe ofrecer a todos ellos la paz con
el progreso y el orden con la libertad; probar a nuestros enemigos que su
sistema de gobierno es mentira, sus promesas vanidades, sus alardes de
legalidad hipocresías, sus esperanzas de reorganización social ilusiones,
y restituir, en n, a nuestro partido sus naturales atributos de fuerza, de
razón y de unidad, tales son, imperfecta y brevemente enumerados los -
nes a que tendemos y los que no dudamos recomendar a nuestros amigos
como los únicos dignos de ocupar su atención, así como son también los
únicos por cuyo medio pueden alcanzar la victoria sobre sus contrarios,
con gloria propia y con provecho de la patria.
Dicho lo cual, a nadie puede ofrecerse duda alguna acerca de nues-
tra opinión sobre el plan que a los diputados y senadores progresistas
convienen seguir en la presente sesión legislativa. Hombres de orden,
reprobamos, por ilegal lo primero, por inecaz y torpe lo segundo, toda
oposición facciosa o turbulenta. Hombres de razón, y creyendo tenerla
de nuestra parte como individuos y como partido, aspiramos a hacer-
la triunfar por los solos medios que ella autoriza. Patriotas, antes que
todo estimamos la dignidad y el honor de nuestra patria. Idólatras del
gobierno representativo, no queremos desacreditarlo, ni mucho menos
retardar la época de su reforma y perfección, dando a los pueblos en el
santuario de las leyes el ejemplo de la confusión y de la anarquía. Aman-
tes de la justicia, queremos que sus inmunidades sagradas se concedan
imparcialmente a amigos y a contrarios. Progresistas, en suma, daríamos
nuestra vida por el triunfo de nuestro partido, pero no hacemos votos
por el triunfo de los hombres que lo componen, si este triunfo no debe ir
acompañado del de las ideas que representan y del de los principios que
solos pueden constituir su fuerza.
Pues bien: esa fuerza es ni más ni menos que la fuerza de la opinión;
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y ésta no se domina, ni con el sable, que debemos dejar hasta que se
melle en manos de nuestros adversarios, ni con la vana palabrería de un
empirismo grosero que repugna tanto a la índole de la verdadera discu-
sión, como desdice de hombres llamados por sus personales dotes, por la
justicia de su causa y por la franqueza moral de sus adversarios, a una vic-
toria fácil, sin más armas que las de la verdad realzada por la templanza.
Ancho campo a nuestros adversarios para que abusen del poder, para
que opriman al país y para que aumenten su miseria. El poder injusto
necesita del cebo perenne de la violencia; siempre en ebullición, se eva-
pora por grados y para al n en humo vano. Nada ilegítimo se conserva
victorioso mucho tiempo, si es dado a la opinión derribarlo y si una re-
sistencia inoportuna y desconcertada no le permite cobrar fuerza. Espe-
remos: si la razón es nuestra, el porvenir lo será. No nos rebajemos hasta
el punto de remedar en el campo de la palabra, la violencia que nuestros
enemigos despliegan, ebrios de orgullo, en el campo de los hechos; y día
vendrá en que sus errores caigan sobre su cabeza como la sangre de la
primera víctima humana cayó sobre el primer hombre fratricida.
Bien sabemos que, no obstante la rectitud de nuestras intencio-
nes y la perfecta exactitud de estas ideas, por los hombres sensatos de
todos los partidos aprobadas, unas y otras parecerán aquezas de un
racionalismo cobarde a muchos progresistas para quienes son invio-
lables y sagradas las tradiciones de ciertas épocas de nuestra historia
pasada; pero, ¡cómo ha de ser! Si por desgracia se compusiera de ellos
la mayoría del país, y si fuera dable que con sólo quererlo ellos, alcan-
zásemos una completa victoria, la renunciaríamos, y antes de ver re-
producidos por su mano los lamentables excesos de otro tiempo, con
mengua del honor del verdadero partido progresista, seríamos capaces
de ir a buscar lejos de nuestra pobre patria, entregada a la anarquía, el
olvido de su nombre y aun el de nuestro origen.
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7
Madrid, 13 de noviembre3*
“Impugne en buena hora El Espectador la marcha del ministerio, si
le parece desacertada; censure los defectos de las reformas hasta aquí
hechas, que sus censuras podrán ser útiles, si en efecto existen los que
señale; pero explíquenos ante todo qué partido es ese en nombre del
3 A la inserción de este último artículo preceden una breve nota y una carta de Baralt. Dice así la primera:
Después de redactado el presente número, el señor don Simón Santos Lerin, de conformidad
con las juntas, ha cesado en la dirección de este periódico.
Y la segunda reza:
Señor don Simón Santos Lerín
Madrid y noviembre 13 de 1847.
Mi estimado amigo: Escrito ya el número de El Espectador, correspondiente al día de mañana,
acabo de saber que ha cesado V. en la dirección del periódico, de conformidad con sus juntas de go-
bierno y directiva.
Como yo no me decidí a acompañar a V. en la redacción de El Espectador sino por efecto de
sus vivísimas instancias y a impulsos de la amistad que le profeso, claro está que la separación de V.
determina irremisiblemente la mía; y, en efecto, la declaro de un modo terminante por medio de esta
carta: tanto más, cuanto que mis intenciones particulares, como a V. le consta y le consta a las juntas,
tenían que ser notablemente perjudicados por consecuencia de mi consagración al desempeño de los
deberes que la redacción me imponía y que creo haber cumplido con desinterés, lealtad y constancia.
Habiendo manifestado los señores de las juntas, para nuestra común satisfacción, que El Espectador
ha defendido los genuinos principios del partido progresista durante el corto período de la dirección de
V., si por una parte siento que no continuemos prestando a nuestro partido político los servicios que le
deben cuantos su nombre y bandera han adoptado, por otra acaso me alegre verle desempeñar tranquila-
mente otras obligaciones, no menos sagradas, apartado de esa terrible arena de las luchas políticas, donde
se sufre más aún de las injusticias de los amigos que del rencor de los contrarios.
Conmigo se separan los señores don Francisco Díaz Quintero, don Luciano Pérez de Acevedo, don
Gabriel Estrella, don Juan Tró, don Manuel María Santana y don José Heriberto García de Quevedo.
Ellos se unen a mí para ofrecer a V. la expresión del más cordial y distinguido afecto, y esperan
que el ejemplo dado por El Espectador en los ocho días de su cuarta época, no será perdido ni para la
patria ni para el partido progresista. Día llegará en que se recuerden con aprecio los esfuerzos genero-
sos que con nuestra débil cooperación ha hecho V. para dar a los hombres y a las ideas la dirección que,
como únicamente justa y fecunda, aconsejan, en nuestro sentir, la razón y el patriotismo.
Mis amigos y yo esperamos que V. dé publicidad a esta carta.
Soy de Ud. afectísimo amigo y S.S. Q.B.S.M.
Rafael María Baralt.
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que nos habla, no sea que, creyendo habérnosla con el hombre nuevo,
nos encontremos a lo mejor con el hombre viejo, abrumado con el
peso de todos sus defectos y anormalidades”.
Aunque las terminantes y explícitas manifestaciones que hemos
hecho desde nuestra reaparición en la arena periodística pudieran ex-
cusarnos de dar al Heraldo la explicación que nos pide en el párrafo
antecedente, copiado a la letra de su artículo editorial de ayer, toda-
vía queremos dar a nuestro colega una contestación más explícita, si
cabe, para desvanecer completamente las dudas que acerca de nuestra
marcha, de nuestras intenciones, y de nuestra signicación política en
la prensa nos revela; que rmes y seguros en la posición por nosotros
elegida tras largos días de meditación y estudio sobre los hombres y las
cosas de nuestro país, no menos que sobre la íntima constitución de
los partidos y fracciones contendientes, no ha de decirse jamás de no-
sotros que rehusamos entrar en explicaciones, cuando, por otra parte,
se piden con la templanza y moderación que lo hace ayer El Heraldo.
Y séanos permitido observar aquí de paso, antes de satisfacer los de-
seos de nuestro colega, cuánto contrastan las formas cultas y dignas de
su artículo de ayer, con las que en días anteriores ha empleado contra
nosotros mismos y contra nuestro partido. Causábanos en verdad har-
ta extrañeza ver que el órgano más auténtico y genuino de un gabinete
que aspira, así al menos lo dicen sus defensores, a merecer el título de
templado, de conciliador, de justo para con todos los partidos, y de
restaurador de la legalidad por tan largo tiempo hollada y escarnecida;
causábanos extrañeza, decimos, que precisamente ese mismo periódi-
co fuese, de entre toda la prensa moderada, el más destemplado en las
formas; el que se complaciese en evocar, recargados con odiosas tintas,
recuerdos tristes que podríamos, si imitarle quisiésemos, devolverle
con usura; el que avivase, en n, la mal apagada llama de nuestras san-
grientas y mortales luchas de otro tiempo. Mas ya que nuestro colega,
con mejor acuerdo sin duda, abandona el lenguaje de la pasión y del
resentimiento para hablarnos el de la razón y la templanza, en él le se-
guiremos, devolviéndole los plácemes y felicitaciones que por nuestra
nueva marcha nos dirige.
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uisiera saber El Heraldo qué partido es ése en cuyo nombre habla-
mos, cuando acaso nuestras nobles aspiraciones, en vez del pensamiento
general y dominante, de los aliados en las banderas del progreso, no
son, en su concepto, más que patrimonio de unos pocos, que pretenden
que sus convicciones particulares pasen por símbolo de las creencias de
la comunión a que pertenecen. Pues qué: ¿ignora por ventura El Heral-
do que hay en España, como en todas las naciones en cuyo seno se ha
efectuado la lucha entre las antiguas y las modernas ideas, un partido
grande, numeroso, que aparte de las ligeras divisiones de sus hombres
y de los errores de cada época, representa el progreso siempre creciente
de las conquistas de la razón humana y tiende a la completa realización
de esas conquistas en todas las esferas que constituyen la vida de la hu-
manidad? ¿Ignora por ventura El Heraldo que a más del partido fuerte-
mente apegado a las añejas tradiciones, y del que aceptando como n la
transacción entre el antiguo y el nuevo principio, se detiene en lo pre-
sente, hay otro partido que extiende más allá sus miradas, y abarcando lo
porvenir, desempeña la noble misión de empujar constantemente a los
hombres que se creen bastante fuertes para oponer un dique a la obra de
la Providencia y decirle a la humanidad, “no pasarás de aquí”?
Pues sépalo El Heraldo, si lo ignora, y sepa que a ese partido perte-
necemos nosotros; a ese partido que no data de ayer en España, y con
cuyas tradiciones de gloria y de virtud nos envanecemos, por más que
reconozcamos y procuremos enmendar los errores hijos del calor de la
lucha, del atraso de las ideas o de la aqueza y debilidad de los hombres.
¿Desea El Heraldo que le digamos aún más explícitamente el partido
a que pertenecemos? Pues bien: por lo pasado pertenecemos a aquel
partido que, cuando la Europa entera se humillaba ante la deslumbra-
dora gloria de un poderoso dictador, levantó al país en masa para salvar
su nacionalidad amenazada, y a despecho de hijos espurios, de españoles
parricidas que no temieron uncirse al carro del triunfador, derrotó por
primera vez los formidables ejércitos tenidos por invencibles, enseñó a
la Europa a vencer, asombró al mundo con su valor y su constancia, y
en medio de los horrores de un sitio y del estallido de las bombas, pro-
clamó también por primera vez en nuestro suelo los santos principios
Colaboraciones en “El Espectador” / Rafael María Baralt
183 ISBN: 978-980-7984-28-7
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de libertad y el triunfo de las ideas modernas. Pertenecemos a aquel
partido que prerió las cadenas, el ostracismo, el hambre, la miseria de
los presidios, la deshonra, la ignominia y el cadalso antes que faltar a
sus principios, abjurar de sus ideas y violar sus juramentos. Pertenece-
mos a aquel partido que cuando se conjuraron los déspotas de Europa
para destruir alevosamente las nuevas ideas y detener la marcha de los
pueblos, osó proclamar frente a frente de las bayonetas liberticidas el
derecho sagrado que aquéllos tienen de constituirse según su voluntad,
y que, despreciando amenazas, realizando promesas, y cerrando los oí-
dos a la seducción y a los halagos, prerió arrostrar una lucha de resul-
tados infaliblemente desastrosos, antes que consentir que la libertad y
la independencia española pasasen bajo las horcas caudinas de la Santa
Alianza. Pertenecemos a aquel partido, que se agrupó en torno de una
reina niña, inocente y desvalida, símbolo del principio de la libertad; y
que sustituyendo a una marcha incierta, débil y vacilante, una marcha de
más franco y decidido liberalismo, llamó a la nación a las armas, levantó
150.000 hombres, organizó la Milicia Nacional, creó recursos, detuvo
el creciente progreso de las facciones, y vencedor y triunfante por do-
quiera, dio al país una Constitución en la cual cabían todos los partidos;
una Constitución que a todos ellos concedía la parte de inuencia que
legítimamente les correspondía en el país; una Constitución que los
hombres de El Heraldo acogieron entonces y aceptaron como basada en
sus doctrinas, mirándola después sordamente hasta destruirla, porque
así convenía a sus proyectos de desatentada ambición. Pertenecemos, en
n, a aquel partido, que si ha apelado en ocasiones críticas a otras vías
que las de la pacíca discusión, no puede reconocer en su adversario el
derecho de imputársele como crimen, ni el de monopolizar el dictado
de hombres de legalidad y de orden, porque la rebelión del 7 de octubre,
el asalto de palacio y los sucesos del año 43, están vivos aún y palpitantes
en la memoria de todos, para demostrar que todos, en circunstancias
análogas, han apelado a los pronunciamientos y a la fuerza de las armas.
A ese partido, al partido progresista, en suma, pertenecemos.
En otro artículo manifestaremos al Heraldo lo que somos en lo
presente y lo que seremos en lo porvenir.
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DOS BRINDIS
(Enero de 1848)
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brindis1
(Banquete “con que el Director de El Siglo se propuso obsequiar
ayer a sus redactores y colaboradores; aunque tuvo el carácter de ar-
mación progresista).
(Brinda primero el señor Pérez Luzaró).
“Levantose en seguida el Sr. Baralt, redactor de El Siglo y pronun-
ció las siguientes palabras, que por la impresión que produjeron, nos
ha sido fácil retener perfectamente en la memoria:
El Sr. Baralt, redactor principal de El Siglo. Pido atención y entu-
siasmo para este brindis:
Por la Reina: por el recobro completo y duradero de la preciosa
salud de doña Isabel II.
Por el feliz regreso a su patria del Duque de la Victoria.
Uno estos dos nombres en la ocasión presente, porque estos dos
nombres son inseparables. La historia los ha unido en lo pasado: la jus-
ticia los une en lo presente; tramas tortuosas de algunos incorregibles
de la libertad los unirán más aún, si cabe, y muy pronto, en lo futuro.
Señores: que el general Espartero sea para el trono, en los días bo-
rrascosos de la juventud, lo que en época bien reciente y de gloriosa
memoria ha sido para el trono en su cuna.
Cuenta, señores, que al hablar del trono y de los servicios que a
él ha hecho y puede hacer todavía un hombre ilustre, no quiero dar
a entender que el trono sea la institución absorbente de todas las de-
más instituciones, la institución por excelencia, única sagrada; única
digna de adoración y culto. Yo no acepto el principio de semejante
panteísmo monárquico. Todas las instituciones fundamentales de un
pueblo son sagradas; todas y cada una; cada una y todas igualmente.
1 Publicado en El Siglo (Madrid), núm. 3, 4 de enero de 1848 (Nota de P.G.).
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Síntesis de una civilización, ellas la representan y mantienen por vir-
tud de su acción concorde, de su naturaleza idéntica y de su inuencia
armónica. En religión como en losofía, en política como en arte, lo
necesario, lo absoluto, lo supremo es la “idea”; debajo de ella, es decir,
debajo de Dios (porque Dios es la “idea”) todo lo demás es variable y
contingente: las formas, los accidentes, los símbolos.
Nuestra civilización actual está representada por la monarquía
constitucional: esta especie de monarquía, una entre varias, es la ex-
presión que ha revestido en nuestros tiempos el progreso de la socie-
dad europea. Defenderla, es defender al pueblo, que la ha creado, y a la
libertad, sin cuyo medio no puede sostenerse.
Por manera, señores, que este brindis viene en suma a ser un brin-
dis por el “‘pueblo”: por el trono, que es su “creación”: por la “libertad”
que es su derecho: por el partido progresista, que es su hijo primogéni-
to, por el general Espartero, que es su “representante”.
(Segundo brindis, en el mismo banquete)
El señor Baralt: Señores: agradezco por mi parte los elogios dados
por Uds. a El Siglo, sin duda alguna mucho más que los hechos a mi
persona; pero los agradezco, en general, sin aceptar éstos, y aceptando,
tan sólo condicionalmente, aquéllos.
Como individuo, soy muy poco en la jerarquía social; menos aun
en el partido progresista, por el cual no he tenido todavía ocasión de
hacer sacricios dignos de consideración y loa: porque la dignidad
con que he podido manejarme en ciertas circunstancias, no es virtud
de partido: es referente a mí mismo. Además, cuando se habla de un
hombre como periodista, entiendo que tal hombre no tiene persona-
lidad. Mi nombre y apellido políticos son El Siglo: mi nombre y ape-
llidos naturales pertenecen a la vida privada. Por la misma razón un
periódico no es el hombre o los hombres que lo dirigen: su nombre,
para que sea legítimo, debe serle dado por los principios que le sirven
de guía, por los sistemas que deende, por los intereses a cuya reali-
zación o mantenimiento se consagra. ¿Son liberales estos principios,
estos intereses? Pues, el periódico es liberal: su nombre es “luz”. ¿Son
Dos brindis / Rafael María Baralt
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ellos, por el contrario, reaccionarios y serviles? Pues el periódico es
antiprogresista: su nombre es “tinieblas.
Pero hay que tener presente, señores, que un periódico no puede
absorber ni agotar, por decirlo así, un partido, hasta el punto de lla-
marse su representación absoluta. Un periódico no es ni puede ser más
que una de sus fases, una de sus expresiones, una de sus maneras de
ser, una de sus fuerzas en la región de los intereses o en la región de
las ideas.
Un partido político se compone, pues, en primer lugar, de sus prin-
cipios; luego, de sus intereses generales, después de sus hombres, de
sus dignos órganos de la prensa, del parlamento y de la cátedra, unidos
todos por las mismas ideas y por idénticos sentimientos.
Brindo, en consecuencia, señores, por todos los hombres distin-
guidos del partido progresista: por los ilustres senadores y diputados
que posee hoy en las Cortes y por los dignísimos escritores políticos
que en las columnas de La Prensa, de El Clamor Público, El eco del
Comercio, El Espectador y demás periódicos, así diarios como sema-
nales de esta corte y de las provincias, sostienen tan denodada como
hábilmente el honor de su nombre.
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LAS DESAVENENCIAS DE EL SIGLO
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las desavenencias de El Siglo1
Las desavenencias ocurridas entre la empresa y la redacción de El
Siglo han dado motivo a las comunicaciones que nuestros lectores ve-
rán a continuación.
No entraremos a calicar la conducta de la empresa en estas cir-
cunstancias, porque no lo creemos necesario; pero no podemos me-
nos de aplaudir la independencia y la energía con que los antiguos re-
dactores de El Siglo han preferido vivir separados de la escena pública
a hacer traición a sus principios y convicciones. Este comportamiento
les honra sobremanera, y añade un nuevo título a los muchos que su-
pieron adquirir en defensa de la causa liberal.
Itiles son los comentarios cuando el público puede juzgar por
sí mismo a todas y a cada una de las personas que juegan en esta desa-
gradable ocurrencia, pasando la vista por el comunicado que nos han
dirigido los redactores de El Siglo, por la carta del señor Arana y por
los artículos que motivaron el rompimiento.
Sólo nos queda que añadir que todos estos apreciables escritores
se han ofrecido espontáneamente a cooperar a nuestras tareas con su
reconocida ilustración. Agradecidos a esta muestra de simpatía, no he-
mos vacilado en publicarla, como un testimonio de nuestra gratitud.
“Señores Redactores de El Clamor Público.
»Nuestros apreciables compañeros y amigos: Damos a Uds. tras-
lado para su publicación de los adjuntos documentos que acreditan el
desastroso n del periódico progresista titulado El Siglo.
»Entre la empresa del diario, representada exclusivamente por don
Juan José Arana, y la redacción, representada por los que suscriben, se
ha consumado un conicto decisivo.
1 Escritos publicados en El Clamor Público (Madrid), núm. 1264, 13 de agosto de 1848. (Nota de P.G.).
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»Dejamos abandonada la índole de este conicto a las consecuencias
generales que de él se desprendan; nosotros seremos explícitos, sin embar-
go, en lo que concierne a la actual legislación de imprenta que ja un aran-
cel tan privilegiado al derecho de emitir las opiniones, haciéndolo impo-
sible al pobre, ruinoso al mediano, y realizable para los que se consagran a
nuestra ardua profesión sólo y tan sólo a condición de que nos prestemos
al peligro, siempre inminente y grave, de una alianza entre la integridad de
nuestras doctrinas de partido y la especulación de un capitalista.
»uede, pues, consignado un hecho muy importante a la muerte
de El Siglo, a saber: la manera con que la ley vigente de imprenta vin-
cula sólo en los millonarios el derecho de tener opinión. Así se podrá
apreciar de una vez entre nosotros todo lo que se dice y se calla y cuál
es el verdadero obstáculo que en la esfera de la prensa se opone en este
país a las grandes manifestaciones del sentimiento público.
»En cuanto a nosotros, antes que sucumbir bajo el peso de tales
condiciones, que servirían, es cierto, para asegurarnos ventajas mate-
riales, arrojarnos la pluma, asociándonos con preferencia a la desgracia
de nuestro partido; y para el caso de que esta noble y honrosa resolu-
ción nos traiga las iras del poder, armados estamos con la seguridad de
nuestra conciencia y con la compensación de las numerosas simpatías
que inspirará nuestra conducta a todos los corazones liberales.
»Día vendrá, tal vez no lejano, en que se ensanche la esfera de
nuestras libertades prácticas; y si para entonces ha obtenido un resul-
tado positivo nuestro deseo de sostener la verdad, que es ya un deber,
nosotros tendremos escrita la historia del gobierno actual, que vive
amenazado de la bancarrota y de la guerra. Para este objeto, de tan
notoria urgencia, llamamos en nuestro auxilio a todos los buenos que
acompañados de la idoneidad legal sientan latir en su corazón el amor
de la libertad y de la patria.
»Réstanos decir que nuestro dignísimo director y amigo, el señor
don Simón Santos Lerín, desterrado por el gobierno en Burgos, ha
sido completamente extraño a la conducta observada por la empresa,
y desde luego podemos adelantar, sin riesgo de ser por nadie desmen-
tidos, su más explícita adhesión al paso dado por los redactores.
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»Asimismo estamos autorizados para añadir a nuestros nombres
los de nuestros amigos y antiguos compañeros don Nemesio Fernán-
dez de la Cuesta y don José María la Llana, desterrado el primero en
León y el segundo connado en Ibiza.
»Reciban Uds., señores redactores, el más cordial saludo de sus
amigos Q. B. S. M., Rafael María Baralt, Francisco Díaz uintero,
Luciano Pérez de Acevedo, Gabriel Estrella.
“Madrid 9, de agosto de 1848.
»Sr. D. Juan José Arana.
»Muy Sr. mío: Salvados con innitas dicultades los obstáculos
que se oponían a la reaparición de El Siglo, se decidió Ud. a poner en
mis manos su dirección, acompañado, como yo lo exigí, de mis anti-
guos colaboradores.
»De un momento a otro debía volver el periódico a sus antiguas ta-
reas, cuando de nuevo fue suspendido por un viaje que debía Ud. hacer,
e hizo en efecto, a La Granja, en solicitud del perdón de unas cuantas
multas que pesaban sobre él. Ya recordará Ud. que desaprobé este paso,
fundado en los compromisos de gratitud, cuando no otros, que pudiera
Ud. adquirir con el gobierno en perjuicio de la libertad necesaria a la
polémica que El Siglo no podía menos de seguir sustentando contra él.
»Mis predicciones, en efecto, se han cumplido, y la escena que hoy
ha habido entre Ud. y nosotros, los redactores del periódico, lo prueba
desgraciadamente hasta la evidencia.
»Ud. ha vuelto de La Granja con las ideas siguientes:
»1ª Renunciar a las ideas emitidas en el prospecto de El Siglo acer-
ca de la democracia cristiana, tal como nosotros la concebimos y que-
remos realizarla.
»2ª Atribuir las insurrecciones del 26 de marzo y 7 de mayo exclu-
sivamente a las malas artes de los señores Salamanca y Escosura, y al
oro derramado por el señor embajador inglés sin Henry Lit. Bulwer.
»3ª Predicar una coalición de moderados y progresistas para la
formación de un gobierno liberal.
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»4ª Establecer la identidad de origen y tendencias entre el partido
progresista y el moderado, para llegar en seguida y como consecuencia
forzosa a la engañosa y falsa división de dos únicos partidos políticos
en España, a saber: el liberal y el absolutista.
»5ª Dejar fuera de la polémica militante el nombre y la persona
del señor Duque de Valencia, como si fuera posible prescindir del
hombre en los ataques a un gobierno que él solo constituye.
»Semejantes ideas no son las mías ni las de mis compañeros, y
nos ha sido imposible aceptarlas. Para hacer conocer a Ud. mejor la
diferencia que existe entre unas y otras, escribimos dos artículos que
debían aparecer en el primer número de El Siglo; artículos que Ud.
ha rechazado como contrarios a la situación en que se encuentra hoy
respecto al ministerio.
No hemos separado, pues; pero como El Siglo puede publicarse
bajo la dirección de otra u otras personas; como yo soy generalmente
conocido como redactor principal suyo, y pudiera en tal caso creerse
que continuaba escribiendo en sus columnas; como la opinión pública
se ha alarmado con motivo de las negociaciones de Ud. en La Granja;
y, nalmente, como en semejantes circunstancias conviene al honor
de mis compañeros y a mi propio honor explicar lealmente al público
las causas de nuestra separación del periódico, escribo a Ud. la presen-
te para decirle: lo primero, que (como tuve el honor de anunciárselo
verbalmente) escribiré en El Siglo y me encargaré de su dirección a
tenerla exclusiva y absoluta, acompañado de sus antiguos redactores:
lo segundo, que los artículos leídos y reprobados por Ud. deberán, en
tal caso, gurar a la cabeza del primer número del periódico: y lo ter-
cero, que de no tener lugar esta avenencia, daré publicidad a dichos
artículos acompañándolos con la presente carta.
Mis compañeros la rman conmigo en prueba de hallarse confor-
mes con esta resolución, y somos de Ud. A.S.S.Q.B.S.M.
Rafael María Baralt.– Francisco Díaz uintero.– Luciano Pérez
de Acevedo.– Gabriel Estrella.
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artíCulo
Después de una suspensión temporal a que los redujo la ausencia de
todas las garantías individuales, y la tan dura como afrentosa condición
impuesta a la imprenta independiente por la dictadura militar que suce-
dió al 7 de mayo, vuelve hoy El Siglo a la arena periodística, vestido con sus
propias armas, llevando el primitivo mote en su escudo y resuelto más que
nunca a defender con fe y constancia los principios que sostuvo con varia
fortuna y graves sinsabores en los cuatro meses de su azarosa existencia.
El Siglo, pues, vuelve a emprender, a continuar más bien, la obra comen-
zada, ni arrepentido ni enmendado, convencidos como están sus redactores
que sus esfuerzos ni han sido ni serán estériles para la causa del pueblo.
Ocioso sería, por demás, en este caso, hacer una nueva profesión
de doctrina política. Nuestros principios consignados están explícita-
mente en el prospecto de El Siglo y ampliamente explanados durante
cuatro meses de cuotidianos trabajos.
En el citado prospecto dijimos como resumen de nuestra creencia política:
“No se ha completado aún la evolución social, que partiendo del
cristianismo, debe conducirnos a la democracia como término suyo
necesario, por medio del gobierno representativo; gobierno que es la
forma aceptada y aceptable, porque es lógica, que ha revestido el pro-
greso para caminar sin descanso al n de la actividad humana. Pero
como quiera no pueda la razón predecir la época en que los actuales
sistemas de gobierno se modiquen, a causa de su índole perfectible,
cediendo el puesto al que se funde en las leyes de la genuina índole po-
lítica de nuestra civilización, nuestros esfuerzos deben limitarse: pri-
mero, a respetar lo existente para perfeccionarlo por los medios de la
discusión y del convencimiento (medios únicos legítimos, y por con-
siguiente únicos progresivos): y segundo, a disminuir, en provecho de
nuestras doctrinas, las resistencias que se oponen a la constitución de
una opinión pública, fuerte, respetable y verdaderamente nacional”.
Después como línea de conducta, añadimos lo siguiente:
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Sin más móvil sin más ambición que la de acre-
ditar y extender ideas emanadas de una doctrina losóca de índole de-
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mocrática; sin más fuerzas que las individuales; sin alianza ni patrocinios
que menoscaben su independencia, vivirá cuanto tiempo puede vivir sin
honra, y morirá cuando se persuada de que es imposible llevar a cabo la
realización completa, metódica y pacíca del vasto plan que se propone”.
Nuestras palabras de entonces, cuando ni con mucho podía pre-
verse el inmenso y prodigioso desarrollo que el principio democrático
ha alcanzado en toda Europa, aun en aquellos pueblos que parecían
destinados a inmovilidad perpetua, han adquirido cierto carácter pro-
fético, así como esos mismos acontecimientos han venido a conrmar
nuestra fe y a empujarnos en el camino comenzado, cada vez más alla-
nado y expedito.
El Siglo, por último, con las mismas doctrinas, vuelve también con
los mismos hombres. Sus redactores son los mismos, si bien merma-
dos por la deportación y el destierro.
Las precedentes protestas, apoyadas en hechos irrefragables ante-
riores, como lo serán conrmadas por los futuros, bastarán a confun-
dir las insidiosas hablillas que haya podido inventar la maledicencia
escudada con nuestro silencio.
artíCulo
Después de un largo silencio a que fue condenado por la fuerza de incon-
trastables circunstancias, vuelve El Siglo a la enojosa tarea del periodismo,
más que nunca conado en la excelencia de sus principios, más que nunca
también, y por desgracia, desesperanzado de verlos adoptar por los hombres
que han declarado patrimonio suyo al gobierno de la patria. Nuestra situa-
ción en la prensa es, pues, la del soldado que a riesgo de su vida cumple con
un deber que la impericia reconocida de sus jefes hace estéril.
No es por lo tanto una esperanza próxima la que otra vez nos pone
la pluma en la mano, una esperanza de ver con nuestros propios ojos
mejores días para la patria, una esperanza de gloria para su gobierno,
de libertad para los ciudadanos, de vida para sus instituciones, de
sosiego y bienandanza para todos. No, no tenemos esperanza en los
hombres, ni en los partidos tales como hoy existen, ni en las leyes; y en
el profundo desconsuelo que leyes, partidos y hombres nos inspiran,
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renunciaríamos a la vida pública, si no fortaleciese nuestro espíritu la
idea del deber, y si no tuviésemos, por dicha, la profunda convicción
de que sobre estas leyes imperfectas, absurdas o envilecidas; sobre es-
tos partidos caducos o impotentes; sobre esos hombres ambiciosos,
egoístas o incapaces, existe y triunfará lo que sólo por la voluntad de
Dios es omnipotente en la tierra: el principio de la mejora y perfec-
ción progresiva de las sociedades humanas.
Echemos de buena fe con ánimo imparcial una rápida ojeada sobre
lo que nos rodea: ¿qué vemos?
Un gobierno que inauguró su administración con un programa de
legalidad y de tolerancia (como si la legalidad y la tolerancia no fuesen
siempre un deber de todo gobierno), vive hoy viudo de las Cortes, sobre
el pedestal de una dictadura más violenta que jamás lo ha sido en el suelo
español el absolutismo de los reyes, y rodeado de las ruinas y escombros
que ha dejado a su paso en las instituciones, en los derechos individua-
les, en la organización de los partidos, en la administración económica,
en el crédito público, en las transacciones de toda especie, en los senti-
mientos morales, en las costumbres, en los intereses todos del país.
La imprenta se halla aún maniatada por los decretos que la ponen a
merced del poder y que tan sólo le conceden una existencia envilecida
y vergonzante.
La Ley fundamental es letra muerta.
El principio de la omnipotencia civil ha abdicado a los pies de las
bayonetas.
Un ejército proporcionalmente mayor que el de Francia, el de Aus-
tria, el de Prusia, el de Rusia misma, consume improductivamente una
parte considerable de nuestro ya enorme presupuesto.
Las contribuciones, gravosas al capital nacional por su cuota, lo
son aún más por carecer de base ja, por su viciosa distribución, y pa-
recen inventadas para entorpecer el desarrollo de nuestra industria y
cegar todas las fuentes de la riqueza pública.
¿A qué cansarnos? Examínese la situación del crédito público, la
situación del Banco, y el grado de conanza mercantil que inspira el
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200
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gobierno: recuérdese el tiempo que va corrido desde que la crisis mo-
netaria existe, y compárese con su estado presente: recorramos en los
periódicos ministeriales las antiguas promesas de cortar de raíz un mal
que hoy existe con síntoma de agravarse más y más hasta el punto de
amenazar una catástrofe: tengamos presente que el gobierno se ha vis-
to victorioso y omnipotente, en la necesidad de imponer un emprésti-
to forzoso porque le fue imposible obtener uno voluntario: y en vista
de todo, dígasenos qué ha ganado el país con la pérdida de su libertad,
de sus instituciones y de sus esperanzas de reformas; si la dictadura que
sobrelleva resignado y silencioso no lo coloca en una situación poco
diferente de aquella a que pudiera reducirlo el triunfo del absolutismo
o la victoria de la revolución más anárquica.
La dictadura, se nos dirá, ha sido el resultado necesario de los mo-
tines: su justicación, en principio, provino de la necesidad, y su justi-
cación de hecho, está en la paz de que goza el país.
No es de este momento indagar hasta qué punto fueron provo-
cados por el gobierno esos motines, cuyas consecuencias somos los
primeros en deplorar; pero concediendo que ellos justicasen su-
cientemente la dictadura de marzo y de mayo, no comprendemos ni
cómo, logrado el objeto de vencerlos, se halla hoy el gobierno armado
después de la victoria como lo estaba el día de la pelea; ni tampoco
cómo habiendo sido y siendo esa dictadura omnipotente se halla hoy,
después de la victoria, más débil y más desacreditada que lo estuvo en
los momento del combate.
Esto, lo uno; y lo otro, que a suponer real y efectiva la paz de que
goza el país, todavía tiene éste el derecho de pedir al gobierno abso-
luto, y por consiguiente ilegal, que lo rige, algo más que la paz como
justicación de su prolongada existencia. Si la conservación del orden
fue el origen de la dictadura, debió ésta cesar una vez conseguido el
objeto que se propuso al nacer; porque la dictadura prolongada un
día, una hora, un instante más de lo que la necesidad requiere, no es ya
la dictadura sino la usurpación: no es la sociedad que se pone por un
momento bajo la tutela de un hombre, sino un hombre que convierte
en siervo al pupilo o en esclavo a su señor.
Las desavenencias de “El Siglo” / Rafael María Baralt
201 ISBN: 978-980-7984-28-7
Jorge F Vidovic L (Compilador)
Ahora bien: ¿de qué procede esta usurpación? ¿De qué este abuso
de conanza? Proviene de que hoy en España no gobierna un partido,
sino un hombre: de que este hombre, dueño de la fuerza material del
Estado, no lo es siempre de las voluntades que alrededor del Trono
pueden inuir e inuyen en su daño: de que este hombre al anonadar
en masa al partido progresista ha dejado al moderado sin contrapeso
que limite su acción o enfrene su voluntad; y por último, de que este
hombre, temiendo en las Cortes el triunfo de una fracción de su pro-
pio partido, la suspendió para colocarse en la penosa situación de lu-
char en las tinieblas contra enemigos que a la luz del día no se hubiera
acaso atrevido a combatir.
La dictadura, no es, pues, hoy una arma política en manos de un
partido contra otro partido: es una arma personal empleada contra
amigos y contra adversarios por quien en igual grado, y con razón,
teme la ambición de los unos y el triunfo de las ideas de los otros.
En vano se alegarían por sus amigos causas más legítimas para cohones-
tar la existencia de esa dictadura más allá del término que se juzgó por todos
necesario. ¿Las conspiraciones? Según ellos, y aun según nosotros, no existe
ni aun la probabilidad de verlas reproducidas. ¿Las facciones? Si hemos de
creerlos, están muertas. ¿El espíritu público? Ellos nos dicen que es favorable
al gobierno. ¿La situación de Europa? De sus palabras debemos deducir que
antes favorece que contraría las doctrinas de la reacción.
La dictadura en España no es, pues, indispensable en las presen-
tes circunstancias ni para la conservación del orden interior, bastante
fuerte de suyo para no necesitar de más garantía que las leyes ordina-
rias, ni para mantener la paz exterior y nuestras buenas relaciones con
las otras potencias europeas.
La dictadura es en el día un anacronismo peligroso.
Esto dicen los hechos: esto dice la razón: esto dice el malestar pro-
fundo en que nos hallamos: esto dicen las dolorosas aprehensiones
que aigen los ánimos.
Dura y peligrosa es por lo tanto la tarea de los que vienen a com-
batir ese poder con armas que un capricho o una venganza pueden
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
202
ISBN: 978-980-7984-28-7
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arrebatarles de las manos; mayormente, cuando no tienen más égida
que la de principios rechazados sin examen por los depositarios del
poder, o aceptados de un modo incompleto por los que debieran ser
sus naturales defensores.
Si no nos arredra esta situación, por más de un concepto desven-
tajosa: si arrostramos con ánimo rme las iras de los adversarios: si a
la ambición, al egoísmo o al miedo de los amigos tibios oponemos la
abnegación y la fe en los principios, es porque de mucho tiempo a esta
parte nos hemos resignado a la violencia de los unos, así como a pasar
sin la equívoca aprobación de los otros, guarecidos contra todos por el
poder de la opinión y por la fuerza de la verdad.
No queremos engar a nadie, porque no queremos engañarnos a
nosotros mismos.
En la dictadura combatimos un poder, a nuestro juicio, débil, por-
que es personal; efímero, porque no tiene bases sólidas; ilegal, porque
defrauda al país de sus derechos.
En el partido moderado combatimos un partido incapaz de resol-
ver los problemas políticos y sociales de que dependen, no ya tan solo
la prosperidad, sino la salvación del país; un partido tan distante del
nuestro por sus ideas de reacción e inmovilidad, como puede estarlo la
anarquía del orden y la luz de la sombra.
Y por último, en una débil fracción de nuestro propio partido más
codiciosa de las delicias del mando que de la gloria que producen los
trabajos sobrellevados por el amor al pueblo y por la fe en las ideas,
combatimos el egoísmo vergonzante y cobarde que invoca la libertad
para ahogarla, y que se arrastra a los pies del poder para engalanarse
un día con su herencia.
último ComuniCado
Señor director de El Clamor Público
Muy señor mío y amigo: Enterado por los redactores de El Siglo,
del conicto que ha tenido lugar entre dichos señores y el capitalista
señor Arana, y sin meterme a analizar las causas de tan desagradable
Segundo prospecto de “El Siglo” / Rafael María Baralt
203 ISBN: 978-980-7984-28-7
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suceso, me veo en el caso de dejar consignado lo que sigue, autorizado,
como lo estoy en toda forma por mi señor hermano.
1° El director de El Siglo, don Simón Santos Lerín, desterrado ac-
tualmente en Burgos, no ha tenido relación de ningún género con don
Juan José Arana durante los dos meses que lleva de destierro.
2° Por lo mismo ha sido completamente extraño a los pasos que se
hayan podido dar cerca del gobierno para obtener la condonación de
las multas.
3° El señor don Simón Santos Lerín, siempre consecuente en sus
principios, ni hubiera aconsejado, caso de ser consultado, ni nunca
consentirá que un periódico a cuyo frente ha gurado su nombre, y
que merced a su línea de conducta y a su crédito había llegado a ser
una gran arma de partido, se convierta en un instrumento dañoso, una
vez desacreditado y desviado de sus principios.
Por último, mi señor hermano, en medio de su destierro que lo
separa de sus deudos y amigos, y por mucho que le afecten los sucesos
que provocan esta manifestación, no desconfía de poder aun, cuando
se restituya a Madrid, resucitar El Siglo o bien otro periódico desti-
nado a proseguir difundiendo las doctrinas que en el prospecto del
primero quedaron consignadas.
Espero, señor director, que se sirva Ud. dar cabida en su ilustrado
periódico a los borrones que anteceden, a lo que le quedará reconoci-
do su siempre amigo y servidor Q.B.S.M.,
Vicente Lerín.
Madrid, 12 de agosto de 1848.
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
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SEGUNDO PROSPECTO DE EL SIGLO
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207 ISBN: 978-980-7984-28-7
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prospeCto1*
Nueva edición de 10.000 ejemplares
Propiedad singularísima y divina de las ideas útiles es la de no per-
derse nunca en el terreno de la humanidad, pues Dios ha dispuesto
que en el mundo ningún impulso, por pequeño que aparezca o sea,
deje de trazar su huella, no obstante el rigor de los tiempos o la injus-
ticia de los hombres.
¿Por qué, pues, si tal es la marcha de las cosas, desmayaríamos en la ya
inaugurada empresa de introducir en las luchas políticas y sociales de nues-
tro tiempo los elementos de verdad, de justicia y de tolerancia, sin los cuales
serán siempre peligrosas para los coetáneos y estériles para la posteridad?
Los obstáculos con que hasta ahora hemos tropezado antes nos animan
a la pelea, que nos hacen concebir temor de emprenderla nuevamente.
Nosotros, en efecto, si hemos dicho que el partido progresista se halla
dividido, también hemos señalado con el dedo los medios y recursos que
posee para reconstruir su unidad, y estos medios y recursos, no de pura
invención, sino racionales y lógicamente deducidos de premisas eviden-
tes, no por nosotros solos, sino por todos los buenos patriotas invocados,
son en resumen una bandera y un símbolo común a todos sus miembros.
Nadie puede negar el nombre de fuerte, grande y noble al partido pro-
gresista. Pero el número no basta sin la disciplina; los principios aislados
no bastan sin un sistema que los ligue entre sí; ni bastan, nalmente, los
hombres, por más grandes que sean, si no están unidos por ideas, por sen-
timientos y por intereses comunes. En un partido bien constituido, jados
una vez los principios, los hombres no son ni pueden ser más que instru-
mentos destinados a establecerlos en la práctica de los negocios.
1 Este Prospecto, firmado por Baralt como director y redactor principal del periódico, corresponde
a la segunda época de éste. Se publicó en Madrid, enero de 1849 (Nota de P. G.).
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
208
ISBN: 978-980-7984-28-7
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Otra de las necesidades del partido progresista, a más de la disciplina,
es la de reducir sus principios y doctrinas a un símbolo completo que no
dé motivo a dudas, ni ocasión a involuntarias transgresiones en los que lo
profesan. Un partido es su credo político y administrativo; nada más. Los
hombres pasan, el poder se pierde, las preocupaciones se desvanecen, las
dinastías se hunden, los pueblos mismos se modican, se alteran y mue-
ren: sólo los principios son inmortales, y por los que un partido profesa se
liga al movimiento general del mundo o de él se aparta.
Y no se interpreten mal nuestras palabras. Lejos de querer diso-
ciarnos del partido progresista, aspiramos a restablecer sus relaciones
de confraternidad con la losofía, deduciendo sus doctrinas una a una
de la ciencia, y dando a su sistema la forma técnica que ha menester
para la enseñanza de la juventud, porque a la juventud principalmente
nos dirigimos con éste que podemos apellidar un llamamiento de la
verdad pura a su conciencia virgen.
Nuestro objeto es agruparla alrededor de una bandera que tiene por
mote: C, C, P , D-
. El Cristianismo es la fuente de la civilización moderna; el centro de
nuestras creencias morales y religiosas; el círculo (de antemano trazado)
dentro del cual se han de realizar todas las transformaciones progresivas
del estado social de nuestro tiempo. El Cristianismo debe ser, pues, y lo
será, nuestro punto de partida para construir un sistema completo de
doctrina. La Ciencia, que explica, que eleva a principios racionales, y da
luego aplicación práctica al Cristianismo, será nuestra guía. El progreso,
que es al par la condición precisa del desenvolvimiento de las fuerzas
activas de la humanidad, será nuestro medio de acción, y la Democracia
nuestro objeto, porque ella es el último término político de la civiliza-
ción moderna, sin negar por ello que en otras épocas venideras, en otras
grandes fases del mundo, se llegue a nuevas formas políticas desconoci-
das hoy, hasta el término que la Providencia haya señalado en su innita
sabiduría a las trasformaciones y a la vida de la humanidad.
Y ya que nuestro periódico no sirva de prenda de paz y lazo de
unión entre los hombres llamados por la Providencia a un mismo
destino, permítasenos esperar en el candor de nuestros afectos y en el
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209 ISBN: 978-980-7984-28-7
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fervor de nuestras convicciones, que no será perdido para los que ani-
mados del espíritu de la verdad y marchando en sus caminos, deseen:
débiles, forticar su espíritu; dudosos, creer; creyentes, robustecer su
fe; ilusos, ver el desengaño.
Nosotros no venimos a destruir; venimos, con la escuadra del ar-
quitecto en una mano y con la oliva en la otra, a construir con los
materiales existentes.
Nosotros no venimos a imponer sistemas ni a proclamar nuevos prin-
cipios, pues nos bastan el sistema y los principios de nuestro partido, vale-
rosamente defendidos por sus dignos órganos de la prensa y de la tribuna
parlamentaria, así en la próspera como en la adversa fortuna. Venimos a
conrmar la razón de esos sistemas y de esos principios; venimos a conr-
mar la razón de las creencias progresistas; venimos a probar que son legíti-
mas, porque se deducen lógicamente de la losofía; venimos a reivindicar,
unidos a nuestros colegas, la gloria cientíca de nuestro partido, confron-
tando sus derechos a ella con los derechos de sus adversarios.
Nosotros no aspiramos al poder, que de derecho corresponde a los
depositarios del saber y de la experiencia, a los ancianos encanecidos en
el servicio de la patria, a los hombres maduros que son hoy el ornamento
de nuestro partido. La juventud es el ejército del pensamiento; los hom-
bres ya probados son sus caudillos, a título de más sabios y más cuerdos.
Verdaderos creyentes en la época de un escepticismo, peor mil veces
que la incredulidad, nuestra única ambición es despertar, mejor dire-
mos, resucitar la fe, muerta hoy, en los principios, y la casi desvanecida
esperanza de tiempos mejores que los que por desgracia alcanzamos;
pues por más que nuestras ideas y doctrinas hayan recibido su germen
y su inspiración, así como su valor y fuerza, del espíritu de nuestro siglo
y de la tendencia general del mundo, sólo tomamos lo presente como
punto de partida para buscar en lo futuro la realización de la verdad.
Escuela de progreso la nuestra, lo sigue desde la base hasta la cúspide de
su pirámide, escondida en las nieblas de lo futuro.
Dirigiéndonos por tanto a la inteligencia y no al corazón; al pensa-
miento y no a las pasiones; hablando en nombre de los principios y en
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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el de intereses privados; defendiendo, en n, ideas fecundas de regenera-
ción y de progreso, no doctrinas de absurda conciliación entre principios
opuestos, creemos poseer el título mejor y más indispensable de cuantos
deben tener los hombres que aspiran a tomar parte en la propaganda civi-
lizadora de las ideas; el título de un apostolado pacíco cual lo es siempre
la discusión a la luz del sol, modesta como la verdad, profunda como la
losofía, templada y tolerante como la fuerza segura de sí misma.
Como ciertas cuestiones económicas se han elevado en nuestro
país a la altura de cuestiones políticas, en cuya resolución conviene
ser muy explícitos, concluiremos este prospecto declarando que pro-
fesamos, como verdaderos progresistas, el dogma del comercio libre,
sin por ello excluir la protección a la industria nacional. Siendo uno
de nuestros principios «marchar conciliando y organizando», y otro,
dar a todas las cuestiones una resolución de estricta justicia en lo futu-
ro, y en lo presente una solución de amigable avenencia, aceptamos el
sistema protector como medio, no como «n». Los intereses creados
a la sombra de la ley son sagrados; por lo cual, ofreciendo a la indus-
tria nacional todos los medios posibles de mejora y perfección, pero
distinguiendo entre esos medios los directos de los indirectos para se-
ñalar un término a los primeros y hacer indenidamente ecaces los
segundos, creemos, no sólo conciliar, sino fundir completamente los
hoy opuestos intereses de nuestros productores fabriles y de la nación
consumidora de los frutos de su industria.
La reforma colonial será, por último, uno de los nes preferentes
de nuestros trabajos, y para discutirla cual conviene a su importancia,
dedicaremos una parte no despreciable de nuestro tiempo y de nues-
tras columnas. No entendemos por reforma colonial el trastorno com-
pleto de la legislación política que rige en nuestras posesiones ultra-
marinas, hasta el punto de asimilar a la que con tanta pena se aclimata
en el suelo de la madre patria; pero por ser opinión nuestra que las
colonias deben seguir gobernadas por leyes especiales, queremos que
éstas se acomoden a las necesidades y a los intereses de los habitantes,
dejando de ser, como lo son hoy, un extraño anacronismo. Si las colo-
nias han de poseer, según promesa formal de las Cortes, una legisla-
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ción peculiar, désele una diferente de la que se estableció en sus comar-
cas al tiempo de la conquista y en otras posteriores para asegurarla;
pues allí no hay ya indios, sino españoles, hermanos nuestros, iguales a
nosotros en derechos, dignos por mil títulos del amor y del respeto de
la madre España. Concediendo, como es justo a los gobiernos penin-
sulares el derecho de ser cautos en la reforma, les negamos enteramen-
te el de reducirse a una inmovilidad completa, hija de la desidia o de la
ignorancia, pues estamos persuadidos de que nada contribuirá tanto
a la prosperidad de nuestro dominio en las colonias, como una bien
entendida innovación de los ayuntamientos y en las facultades, hoy
omnímodas, y cuanto omnímodas arbitrarias, de los capitanes gene-
rales. Con esto; seguir elmente el principio del comercio libre, a que
deben nuestras ricas Antillas su prosperidad; con una reforma opor-
tuna en los aranceles españoles respecto de los frutos ultramarinos, y
con la solución favorable de la cuestión relativa a las colonizaciones
de europeos en las provincias hispanoamericanas, creemos que, si no
todo lo que debe algún día hacerse, se hará cuanto en nuestra época es
más asequible por la prosperidad, por el orden y por la civilización de
aquella importantísima porción de la monarquía.
Para merecer El Siglo la publicidad a que aspira, y alcanzar cum-
plidamente tan elevados objetos, se han escogido medios ecaces y
adecuados que el público puede apreciar en la exposición siguiente:
El Siglo, periódico de tanta lectura como el mayor de la Corte,
saldrá a luz todos los días, excepto los lunes, y llenarán sus columnas
diaria, semanal y quincenalmente las diversas materias comprendidas
en las secciones que a continuación se expresan, encomendadas todas
a personas idóneas y capaces.
seCCiones diarias
P.– Artículos doctrinales, donde serán desenvueltos los
principios en que se funda nuestro sistema de democracia política,
administrativa y económica; juicio crítico de los actos del gobierno,
que sean por su importancia acreedores a él; examen de los sucesos que
entran en el campo de la política o de la administración trascendental;
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polémica periodística; noticias políticas, que por su naturaleza sean
dignas de atención y lugar preferente, ya adquiridas por la redacción,
ya tomadas de otros periódicos; y por último, juicio crítico o noticia
de los grandes sucesos de países extranjeros que tengan relación con
nuestra patria o que por su importancia inuyan poderosamente en la
situación y porvenir del mundo.
Tal es la marcha que nos proponemos seguir en el desempeño de esta
importante sección, dando a las materias su respectiva importancia y con-
servando a las partes en que se divide la política militante sus genuinas
condiciones. A los principios, a la ciencia, a los sistemas, el lugar preferente
que los señale a la atención de los hombres graves, al estudio de la juventud
y a la enseñanza del pueblo. A la gobernación práctica del Estado, a los
sucesos nacionales y extranjeros, es decir, a la verdadera publicidad, que
es la de los hechos, toda la importancia que merece en los países cuyas
instituciones se fundan en el principio contrario al de misterio, que es ca-
racterístico de los gobiernos absolutos. Nuestro objeto es seguir, tan de
cerca como podamos, la marcha de la civilización en nuestra patria y en el
mundo, y para ello creemos indispensable someter a un examen severo el
desenvolvimiento gradual de las costumbres, de las leyes, de las ciencias y
de las artes en todos los pueblos del universo, hasta donde alcancen, por
una parte, nuestras fuerzas, y por otra, nuestros recursos y medios de averi-
guación. Y como el carácter de este siglo es el de extender indenidamente
la cultura social, inltrándola, por decirlo así, en todas las clases, desde las
más elevadas y ricas hasta las más bajas y pobres, para realizar con el tiem-
po y a favor de la razón el dogma de la I y la F
cristianas, nadie extrañará que procuremos hacer de nuestro periódico, al
pueblo principalmente dedicado, una especie de espejo donde se reejen
la sonomía, el movimiento y la vida de éste.
No se ha completado aún la evolución social que, partiendo del
Cristianismo, debe conducirnos a la democracia como término suyo
necesario, por medio del gobierno representativo; gobierno que es la
forma aceptada y aceptable, porque es lógica, que ha revestido al pro-
greso para caminar sin descanso al n de la actividad humana. Pero
como quiera no pueda la razón predecir la época en que los actuales
sistemas de gobierno se modiquen, a causa de su índole perfectible,
Segundo prospecto de “El Siglo” / Rafael María Baralt
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cediendo el puesto al que se funde en las leyes de la genuina índole
política de nuestra civilización, nuestros esfuerzos deben limitarse:
primero, a respetar lo existente, para perfeccionarlo por los medios de
la difusión y del convencimiento (medio únicos legítimos, y por con-
siguiente, únicos progresivos); y segundo, a disminuir, en provecho
de nuestras doctrinas, las resistencias que se oponen a la constitución
de una opinión pública fuerte, respetable y verdaderamente nacional.
La fe en una idea ha inspirado la creación de El Siglo; la fe en una
idea lo sostendrá en medio de los innitos sinsabores de una carrera
que al proponerse por norte la extirpación de todos los abusos reco-
nocidos como perjudiciales, y la adopción de todas las reformas útiles
al pueblo, tiene por necesidad que tropezar con la exageración de mu-
chas doctrinas impacientes, con la inercia de otras doctrinas resigna-
das a la inmovilidad, con la suspicacia instintiva del gobierno, con las
pasiones de los partidos, con el egoísmo y la injusticia de los hombres.
Mas no importa. Sin más móvil; sin más ambición que la de acreditar
y extender ideas emanadas de una doctrina losóca de índole democrá-
tica; sin más fuerzas que las individuales; sin alianza ni patrocinios que
menoscaben su independencia, vivirá cuanto tiempo pueda vivir con
honra, y morirá cuando se persuada de que es imposible llevar a cabo la
realización completa, metódica y pacíca del vasto plan que se propone.
C.– Creemos que ésta es una de las partes más esenciales
que constituyen la buena confección de un diario político; porque
no basta la reproducción el de los discursos pronunciados por los
oradores, sino que para penetrar en la vida íntima del parlamento es
indispensable que se haga resaltar en el relato de las discusiones la so-
nomía particular que siempre presenta todo debate público.
No haremos, pues, en el artículo propio de esta sección una cró-
nica indigesta y descarnada de lo que ocurra en el recinto de las Cor-
tes, sino un cuadro vivo y animado en el que el público, al par que
comprenda el espíritu de la discusión, vea, por decirlo así, moverse y
agitarse a los personajes de uno y otro lado de la Asamblea. Cuando las
discusiones versen sobre asuntos de interés verdaderamente político
o administrativo, consagraremos además a ellas artículos especiales.
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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En cuanto a la perfecta reproducción de las sesiones, procuraremos
colocarnos a la altura de los periódicos que mejor la hacen en esta capital.
Análisis de la prensa.– Este será un claro y compendioso extracto
razonado de las opiniones de los demás periódicos en las cuestiones
importantes de la política o de la administración que se agiten en la
arena de la discusión diaria.
A .– Todos los decretos y actos ociales del go-
bierno aparecerán en El Siglo con la brevedad que su espacio y el tiem-
po permitan; y para que su inserción presente un interés permanente
a nuestros escritores, les repartiremos a n de cada año un índice o
tabla de materias indicativas de los números en que guran las dispo-
siciones administrativas, leyes y decretos en todo él. Por manera que, a
cuantos conserven la colección de El Siglo, servirá éste de repertorio o
de manual legislativo, y les ahorrará la necesidad de comprar las obras
especiales en que se recopilen estas materias.
C   .– Esta sección será un resumen ra-
zonado y metódico de todas las noticias que contengan los periódicos
de las provincias y las cartas de nuestros corresponsales. Al pie de dicho
resumen colocaremos todas las novedades notables en ciencias, artes,
literatura, industria y trabajos públicos, que hayan ocurrido en las pro-
vincias, así como el movimiento de tropas, los abusos de las autorida-
des, las mejoras que introduzca su administración, el estado de la opi-
nión pública y los fenómenos naturales. Abandonando la vieja rutina,
oiremos con menos complacencia que suele hacerse las pasiones de las
provincias, pero en cambio nos constituiremos en representantes de sus
derechos y en procuradores de sus legítimas necesidades, abogando por
cuantas reformas y mejoras exija su estado, así en materia de instrucción
como en la de obras públicas; así en economía rural y urbana como en
policía, ornato, seguridad pública, culto, agricultura y artes.
C .– Siendo uno de nuestros medios princi-
pales de prueba y de enseñanza el ejemplo de las demás naciones del
mundo civilizado, claro está que nada omitiremos para tener a nues-
tros suscritores al corriente de las mudanzas que sobrevengan en sus
instituciones y sus leyes, de sus modicaciones sociales y gubernativas,
Segundo prospecto de “El Siglo” / Rafael María Baralt
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en n, de su historia política diaria. Debates de los parlamentos ex-
tranjeros; hechos que interesen a la ciencia de la legislación general o a
la particular de cada país; documentos diplomáticos de importancia,
y cuantos datos y noticias de interés nos suministre una corresponden-
cia constante con los principales países de Europa, Asia y América, por
medio de sujetos idóneos y capaces; todo esto tendrá cabida preferen-
te en esta sección de nuestro periódico, que nos prometemos satisfará
cumplidamente el curioso interés de nuestros lectores y la necesidad
de indagación de los que se ocupen en los negocios internacionales.
D  M.– Esta sección contendrá: las afecciones meteo-
rológicas; efemérides; disposiciones de las autoridades locales; policía urba-
na; ornato público; mejoras materiales; ocinas y establecimientos públi-
cos; anécdotas y hechos curiosos; todas las noticias, en n, que ajenas a la
política militante puedan interesar o entretener a los lectores de la capital.
B .– No cumpliríamos sino muy imperfectamen-
te el plan que nos hemos propuesto seguir, si no diéramos en él una parte
principalísima a los asuntos religiosos. Esta sección contendrá, pues, para
conocimiento e instrucción de los eles, el santo del día, los cultos religio-
sos, los documentos eclesiásticos importantes, y cuantas noticias, así na-
cionales como extranjeras, se reeren directa o indirectamente a la Iglesia
española y a la católica, en cuya comunión por fortuna vivimos.
B   B.– No existiendo entre nosotros con la
solidez necesaria ni crédito ni Hacienda, la Bolsa es todavía en Es-
paña una institución precoz, y por consiguiente, imperfecta y débil,
que tiene por precisión que crearse, para existir, otras facticias. Pero
como al cabo la Bolsa es un hecho capaz de inuir en la opinión de
Madrid, en los actos del gobierno y en los intereses generales de la
nación, representaremos en esta sección un estado de los fondos pú-
blicos, nacionales y extranjeros; y un examen imparcial de los cambios
y transacciones que en la Bolsa ocurran.
E.– Anuncio de todos los que se den en Madrid.
A.– En este punto adoptaremos el sistema inglés, que
consiste en presentarlos todos bajo la misma forma, a n de ocupar
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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el menor espacio posible y poder insertar a precios baratísimos todos
cuantos se nos remitan.
F.– El Folletín acompañará a El Siglo desde el principio has-
ta el n de su carrera. En él insertaremos las novelas más notables que vean
la luz pública en el extranjero o se escriban originales entre nosotros.
seCCiones semanales
R  M.– Esta sección será un entretenido pano-
rama en que pondremos a la vista de nuestros lectores el Madrid del
Prado, el Madrid del Rastro, el Madrid de la Corte, el Madrid de los
grandes salones, de las misteriosas estancias, del café bullicioso y de la
pobre guardilla.
R  P   L.– Igual cuadro de la vida ani-
mada de estas dos grandes capitales.
R  .– Juicio crítico, severo e imparcial,
de las obras dramáticas que lo merezcan y de su ejecución.
seCCiones quinCenales
R .– Partiendo del principio del libre desa-
rrollo de las nacionalidades y del dogma de la fraternidad que la aplica-
ción del Evangelio a las relaciones de nación a nación, tiende a establecer
entre los pueblos regidos por instituciones democráticas, examinaremos
y juzgaremos a la luz de estos principios todos los sucesos y cambios po-
líticos de importancia que ocurran en las naciones extranjeras.
R   .– El cristianismo es, en
nuestro sentir, la obra de la razón, el honor inmortal del género hu-
mano, y en un sentido tan exacto como profundo, la regla eterna de
las inteligencias. El cristianismo ha sido, hace diez y ocho siglos, y es
todavía hoy necesario para conservar y para esparcir entre los hombres
las verdades morales y religiosas. Mas creemos que el cristianismo es la
fuente de la civilización moderna, y que contiene en su seno la semilla
de la transformación social que ha de terminar la época que atravesa-
mos, cuyo último punto de extensión es la democracia.
Segundo prospecto de “El Siglo” / Rafael María Baralt
217 ISBN: 978-980-7984-28-7
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Fácil es, pues, comprender que los que tan justa importancia conce-
den a la religión divina del Crucicado no pueden dejar de dar una muy
principal a sus ministros. Ellos, en efecto, están llamados a asociarse al
movimiento de las inteligencias para contenerlas y dirigirlas, huyendo
de arrojarse al través de ellas para contrariarlas, y también de confundir
en su reprobación los errores pasajeros de los hombres con la causa eter-
namente respetable y santa de la losofía. El clero serviría mal al cristia-
nismo colocándolo en oposición declarada con las nuevas necesidades
de la sociedad y con los progresos que el tiempo ha sancionado. La fe no
puede separarse nunca impunemente de la ciencia; y a la Iglesia, antes
que maldecir la losofía, le conviene regenerarse en sus fuentes, como
lo hicieron San Agustín respecto de la losofía de Platón, Santo Tomás
respecto de la de Aristóteles, Bossuet y Malebranche respecto de la de
Descartes. Cada paso que dé el clero alejándose del nuevo espíritu que,
hace tres siglos, ha penetrado en Europa, lo aparta de las fuentes mismas
de la vida, y prepara al catolicismo un aislamiento intelectual más peli-
groso mil veces que las persecuciones que azotaron su cuna.
En nuestra revista de negocios eclesiásticos haremos, pues, con el
clero lo que con las demás clases de la sociedad: constituirnos en de-
fensores de sus intereses legítimos, y dar publicidad a cuantos docu-
mentos ociales y extraociales lleguen a nuestra noticia relativos al
clero y a la Iglesia de España, así como también a las producciones de
literatura sagrada, cuyo espíritu evangélico y social nos parezca con-
forme al progreso de las ideas cristianas.
En cuanto a la cuestión pendiente con Roma sobre arreglo del clero,
he aquí lisa y llanamente nuestra opinión, fundada en que no admiti-
mos excepciones para la doctrina de la desamortización civil y eclesiásti-
ca. Creemos que deben establecerse diócesis en cada una de las provin-
cias; que los prelados y las iglesias catedrales deben ser sostenidos por los
fondos provinciales y los párrocos por los ayuntamientos.
A probar la conveniencia de esta solución, dedicaremos en esta
sección de nuestro periódico algunos artículos especiales.
Revista Jurídica y de Tribunales.– Bajo este epígrafe nos propone-
mos examinar y discutir, elevándonos a la región de los principios y
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de la ciencia, las principales cuestiones jurídicas que se susciten en los
cuerpos colegisladores de nuestro país o en las Asambleas legislativas
de los extranjeros, así como en las publicaciones más notables de este
género que salgan a la luz en Europa y América, cuya exposición y aná-
lisis procuraremos hacer tan concienzudamente como nos sea posible,
atendidos los límites y el carácter de nuestro periódico.
Por descontado daremos en esta revista quincenal noticias circuns-
tanciadas de las causas y pleitos más célebres que se sustancien en los
tribunales nacionales y extranjeros, publicando sus fallos y compa-
rándolos con los que en negocios análogos hubiesen recaído, a n de
hacer que se note la uniformidad o discordancia de la jurisprudencia
auténtica.
También concederemos una parte, y no pequeña, de esta revista a
la estadística judicial.
R .– En este punto, como en todo, nuestros prin-
cipios son claros e invariables.
La fuerza militar representa el elemento de la defensa exterior.
La milicia nacional representa el elemento del orden interior.
La primera es el brazo del gobierno; la segunda es la garantía de las
instituciones.
En esta revista nos proponemos explanar y discutir las cuestiones
más altas y generales relativas a la fuerza pública, tales como la aplica-
ción del ejército a los grandes trabajos de utilidad general, la abolición
de las quintas, un nuevo sistema de reclutamiento y de instrucción y el
establecimiento de cajas de ahorro para la clase militar, demostrando
que nuestro sistema producirá las ventajas siguientes:
1° Armar en caso necesario 500.000 hombres, sin arrebatarlos al
trabajo y sin dañar a la riqueza pública.
2° Completar en poco tiempo el sistema de vías de comunicación:
caminos, canales, puentes, calzadas, ferrocarriles.
3° Poner en el mejor estado posible todas las plazas fuertes que,
después de un maduro examen, convenga conservar.
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4° Introducir un nuevo plan de acuartelamiento y construir los
edicios que necesite.
5° Construir los que requiere un buen régimen penitenciario.
6° Resolver en gran parte el problema de la organización del tra-
bajo.
7° Desembarazar el presupuesto de una tercera parte de sus gravá-
menes.
8° Promover el establecimiento de colonias pobladoras en nuestras
provincias.
9° Cambiar la faz del país.
10° Hacer del ejército, combinado con la milicia nacional, un po-
derosísimo elemento de fuerza interior, de respetabilidad exterior, de
cultura, de civilización y de gloria.
Éstas y otras cuestiones no menos importantes, íntimamente liga-
das con la organización de la fuerza pública, ocuparán una gran parte
de esta revista quincenal, sin perjuicio de que alteren en ella algunos
artículos en que daremos cuenta de los adelantos cientícos o artísti-
cos que tengan relación con el arte militar, y de las principales obras
técnicas nacionales o extranjeras.
R     .– Dos gran-
des objetos nos proponemos con publicar en nuestro periódico esta
sección quincenal: el primero, la propagación de los conocimientos
útiles; y el segundo, promover, por cuantos medios estén a nuestro
alcance, la mejora de la instrucción pública en nuestro país, tan desa-
tendida y descuidada por desgracia.
R   .– Crítica imparcial,
cuando atenciones más graves no nos lo impidan, y relación bibliográ-
ca de las producciones notables que se den a la estampa así en España
como en el extranjero, abrazando todos los ramos del saber humano.
R     .– Dos partes ha
de contener esta sección de nuestro diario: técnica y cientíca la una,
de hechos y de pormenores la otra; es decir, que al par que ofrezcamos
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a nuestros escritores cada quince días una suma, la más completa que
nos sea dable, de datos y cómputos comparativos acerca de todos los
ramos que constituyen el comercio y la agricultura, incluso el alza y
baja de los fondos públicos, precio de los géneros, exportación e im-
portación, producciones, aclimatación dentro y fuera del reino, trata-
remos cientícamente todas las cuestiones comerciales y agrarias, con
el n de que estos dos grandes elementos de la riqueza de las naciones
y que constituyen muy principal, si no exclusivamente, la nuestra, ad-
quieran el desarrollo que nuestras necesidades exigen y debemos pro-
meternos de la fecundidad del suelo y posición geográca de España.
R   .– En este ramo nos falta lo prin-
cipal, sino todo.
Fáltanos canales y caminos de hierro.
Las pocas líneas generales que existen se hallan en mal estado.
Los vecinales faltan del todo.
Nuestros ríos van a sepultar en la mar sus caudales de agua, sin que
el agricultor los haya aprovechado para el riego, ni el tracante para el
transporte.
No es mejor el estado de los puertos.
Yacen en despoblado abandono los arsenales.
Artículos cientícos, proporciones de mejoras, y cuantos datos ob-
tengamos acerca de todas las materias que van apuntadas y de otras
muchas que sería prolijo enumerar, constituyen el objeto principal de
esta revista.
***
Lo que precede es un extracto el de cuanto dijimos al público en
nuestro primer prospecto, según podrán vericar fácilmente los que
lo conserven. Agotadas las repetidas y considerables ediciones que
de él hicimos, nos ha parecido conveniente publicar este extracto en
obsequio de muchos de nuestros suscritores que lo desean, y con el
objeto de poder satisfacer las continuas reclamaciones que por algu-
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nas otras personas se nos dirigen. En punto a doctrinas, nada tenemos
que innovar ni variar en las que entonces proclamamos. Y la razón es
muy sencilla. Si llenos de fe en una idea consagramos nuestra vida a su
propagación y defensa, cuando atendido del estado de Europa pudo
parecer a muchos, locura, el intentarlo, ¿cómo podríamos retroceder
ni un solo paso hoy que esa idea, triunfante por doquiera, está operan-
do un cambio magníco en las carcomidas nacionalidades de la vieja
Europa? Seguiremos, por lo tanto, siendo lo que hasta ahora hemos
sido: los más avanzados centinelas de la democracia española.
En punto a las promesas que hicimos a nuestros suscritores, éstos
saben muy bien de qué manera nos esforzamos por cumplirlas, corres-
pondiendo así a la casi fabulosa benevolencia con que el público aco-
gió nuestras humildes tareas. Sucesos posteriores, de todos conocidos,
nos obligaron después, tras largas persecuciones e inmensas pérdidas,
a suspender la publicación de nuestro periódico. Mas hoy, que calma-
da algún tanto la tempestad, vuelve a encontrar El Siglo en el país la
misma favorable acogida que durante la primera época de su apari-
ción, justo es que por nuestra parte no omitamos esfuerzo ni sacricio
alguno, para que los constantes suscritores de El Siglo no carezcan de
ninguna de las ventajas que a los suyos procure cualquiera otro diario
de los que se publican en Madrid.
A este n nos proponemos, conando siempre en el favor público,
dar a la estampa, desde el primer lunes de mayo, un número más a la
semana, compuesto de un suplemento de noticias recibidas por el co-
rreo del domingo, y de una parte satírico-burlesca, a semejanza de lo
que viene practicando La Reforma.
El director y redactor principal,
Rafael María Baralt
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TRADUCCIÓN Y REFUTACIÓN
DEL LIBRO DE FRANCISCO PEDRO
GUILLERMO GUIZOT
DE LA DEMOCRACIA EN FRANCIA
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de la deMocRacia en fRancia
Por Mr. Guizot
Obra traducida y refutada
por un publiCista liberal.
madrid, 1849.
imprenta de los señores
Andrés y Díaz1
prólogo del autor
Me atrevo a creer que nadie verá en este escrito cosa alguna que se
reera a mi situación personal. En vista de tan grandes sucesos, el que no
se olvidara de sí mismo merecería ser olvidado por siempre. No he pen-
sado más que en la situación de mi país, y cuanto más pienso en ella, más
me convenzo de que su gran mal, el mal más profundo de todos los que
padece, el que mina y destruye sus gobiernos y sus libertades, su digni-
dad y su ventura, es el mal que yo ataco, a saber, la idolatría democrática.
El advenimiento de M. Luis Napoleón Bonaparte a la presidencia
de la república, ¿será contra este mal un ecaz remedio? El porvenir nos
lo dirá. Lo que yo digo hoy después de la elección de M. Luis Napoleón
Bonaparte lo habría dicho igualmente sin modicación alguna, si el ge-
neral Cavaignac hubiese sido elegido. Las grandes verdades sociales no
se dirigen a ningún nombre propio, sino a la sociedad misma.
1 8° 111 pp.
Port.– V. en bl.– Prólogo del autor.– Texto.– Refutación.– Pág. en bl.– Texto de la refutación.–
Pág. en bl.
Una nota de la primera parte de los Programas políticos (Madrid, 1849), descubre el nombre
Rafael Ma. Baralt del traductor y refutador. (Nota de P.G.).
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Capítulo primero
de dónde Viene el mal
§. 1 Mirabeau, Bernave, Napoleón, Lafayette, que murieron en su
cama o en el cadalso, en su patria o en el destierro, en días apartados y
diversos, murieron con una misma idea, una idea profundamente tris-
te. Creyeron fallidas sus esperanzas y destruidas sus obras. Dudaron
del éxito de su causa y del porvenir.
2. El rey Luis Felipe ha reinado más de diez y siete años. Yo he
tenido el honor de ser por más de once años su ministro. Si mañana
Dios nos llamase a sí, ¿dejaríamos esta tierra sin temor por la suerte y
el orden constitucional de nuestra patria?
3. La revolución francesa, ¿está acaso destinada a no producir más
que dudas y errores, a amontonar ruinas sobre triunfos?
4. Sí, mientras la Francia sufra que en sus ideas, en sus instituciones,
en la dirección de sus negocios se mezclen y confundan lo verdadero
con lo falso, lo bueno con lo perverso, lo posible con lo quimérico, lo
saludable con lo funesto.
5. El pueblo que hace una revolución no se salva de sus peligros ni recoge
sus frutos hasta después de haber aplicado a los principios, a los intereses, a
las pasiones, a las palabras que la han impulsado la sentencia del juicio nal:
separando el grano de la cizaña y el trigo de la paja destinada al fuego”.
6. Donde no se aplica esta sentencia existe el caos, y el caos, si se
prolonga en el seno de un pueblo, es la muerte.
7. El caos se oculta hoy bajo una palabra: Democracia.
8. Esta es la palabra soberana, universal. Todos los partidos la invo-
can y quieren apropiársela como talismán.
9. Los monárquicos dicen: “nuestra monarquía es una monarquía
democrática: por esto se diferencia esencialmente de la antigua mo-
narquía, y por esto conviene a la sociedad nueva.
10. Los republicanos dicen: “La república es la democracia gobernán-
dose por sí misma; y este gobierno es el único que está en armonía con una
sociedad democrática, con sus principios, sentimientos e intereses.
Traducción y refutación del libro de Francisco Pedro Guillermo... / Rafael María Baralt
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11. Los socialistas, los comunistas, los montañeses quieren que la
república sea una democracia pura, absoluta; y ésta es para ellos la con-
dición de su legitimidad.
12. Tal es el imperio de la palabra democracia, que ningún gobierno, nin-
gún partido se atreve a vivir ni cree poder vivir si no la escribe en su bandera;
y los que levantan más en alto esta bandera son los que se creen más fuertes.
13. ¡Idea fatal que suscita o fomenta sin cesar la guerra en medio de
nosotros, la guerra social!
14. Esta es la idea que se debe extirpar. A este precio se compra la paz
social, y con la paz social la libertad, la seguridad, la prosperidad, la digni-
dad, todos los bienes morales y materiales que la paz sola puede aanzar.
15. Véase ahora de dónde nace el poder de la palabra democracia.
16. Es la bandera de todas las esperanzas, de todas las ambiciones
sociales de la humanidad, puras o impuras, nobles o bajas, sensatas o
insensatas, posibles o quiméricas.
17. La gloria del hombre es ser ambicioso. Único entre todos los seres
de la tierra que no se resigna al mal, aspira incesantemente al bien para sus
semejantes lo mismo que para sí propio. Respeta y ama a la humanidad;
quiere aliviar las miserias que padece y reparar las injusticias que sufre.
18. Pero el hombre es tan imperfecto como ambicioso. En su lucha
ardiente y constante por abolir el mal y alcanzar el bien, encuentra al
lado de una buena inclinación una mala que le sigue de cerca y le dis-
puta el paso: la necesidad de la justicia y la de la venganza; el espíritu
de libertad y el de licencia y tiranía; el deseo de elevarse y el de rebajar
a los que se han elevado; el amor ardiente a la verdad y la temeridad
presuntuosa de la inteligencia. Examínese toda la naturaleza: en todas
partes se encontrará la misma mezcla, el mismo peligro.
19. Para todos estos instintos paralelos y contrarios, para todos con-
fusamente malos y buenos, la palabra democracia tiene perspectivas y
promesas innitas. Da impulso a todas las inclinaciones, habla a todas
las pasiones del corazón humano, a las más morales como a las más in-
morales, a las más generosas como a las más viles, a las más suaves como
a las más duras, a las más benécas como a las más destructoras. A todas
promete su signicación, a las unas en alta voz, a las otras en voz baja.
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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20. Véase el secreto de su fuerza.
21. He dicho mal el secreto. La palabra democracia no es nueva: en
todos tiempos ha signicado lo mismo que ahora. Lo nuevo y propio
de nuestro tiempo consiste en que la palabra democracia es pronun-
ciada todos los días, a todas horas, en todas partes, por todos los hom-
bres. Este llamamiento terrible a lo que hay más poderoso en bien y en
mal, en el hombre y en la sociedad, no resonaba en otro tiempo sino
de un modo pasajero, en ciertas localidades, en ciertas clases, unidas
a otras en el seno de una misma patria, pero profundamente diversas,
distintas, limitadas. Estas clases vivían alejadas unas de otras sin co-
nocerse. Ahora no hay más que una sociedad, y en esta sociedad no
existen altas barreras, largas distancias, oscuridad mutua. Cuando se
suscita una idea, verdadera o falsa, saludable o fatal, penetra y ejerce su
acción por todas partes. Es una antorcha inextinguible, es una voz que
no se detiene ni enmudece nunca. La universalidad y la publicidad
incesante son y serán el carácter de todas las grandes provocaciones,
de todos los grandes movimientos impresos a los hombres. Este es uno
de esos hechos consumados y soberanos que entran sin duda en los
designios de Dios sobre la humanidad.
22. En medio de este hecho, el imperio de la palabra democracia no es
un accidente local, pasajero. Es el desarrollo, y todos dirían el desencade-
namiento, de toda la naturaleza humana en toda la extensión y en toda la
profundidad de la sociedad; y por consecuencia, la lucha agrante, gene-
ral, continua, inevitable de sus buenos y malos instintos, de sus virtudes y
de sus vicios, de todas sus pasiones y de todas sus fuerzas para perfeccionar
y para corromper, para elevar y para rebajar, para crear y para destruir. Tal
es el estado social, la condición permanente de nuestra nación.
Capítulo ii
del gobierno de la demoCraCia
§. 1. Hay hombres a quienes no inquieta esta lucha porque están
llenos de conanza en la naturaleza humana. En su opinión, abando-
nada ésta a sí misma camina hacia el bien. Todos los males de la socie-
Traducción y refutación del libro de Francisco Pedro Guillermo... / Rafael María Baralt
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dad vienen de los gobiernos que corrompen al hombre violentándolo
o engañándolo. La libertad, la libertad en todas las cosas y para todos.
Casi siempre será suciente para ilustrar o contener las voluntades,
para evitar el mal o para curarlo. Al lado de la libertad, algo de gobier-
no, el menos posible, para reprimir el desorden externo y material.
2. Otros hallan un medio más decisivo en el hombre y en la socie-
dad para tranquilizarse contra el triunfo del mal. No hay, dicen éstos,
ningún mal natural ni necesario, porque ninguna inclinación humana
es mala en sí, ni llega a serlo sino cuando no alcanza el n a que aspira.
Es una corriente que desborda, no pudiendo correr. Organícese la so-
ciedad de manera que todos los instintos del hombre encuentren en ella
su lugar y su satisfacción: entonces desaparecerá el mal, cesará la lucha
y todas las fuerzas humanas recurrirán armónicamente al bien social.
3. Los primeros desconocen al hombre; los segundos desconocen
al hombre y niegan a Dios.
4. Ponga cada cual la mano en su pecho y obsérvese atentamente.
Por poco que sepa mirar y que consienta en ver, se estremecerá profun-
damente al observar la guerra incesante a que se entregan sus buenos y
sus malos instintos, la razón y el capricho, el deber y la pasión, el bien
y el mal para llamarlos por su nombre. Se contemplan con ansiedad las
agitaciones y las vicisitudes de la vida humana. ¿ué sería, pues, si se
observasen las agitaciones y las vicisitudes interiores del alma huma-
na? ¡Allí es donde será necesario ver cómo en una hora se pueden en-
contrar peligros, asechanzas, enemigos, combates, victorias y reveses!
No digo esto para desanimar al hombre, ni para humillar su libertad.
El hombre está destinado a vencer en esta lucha de la vida, y el honor
de vencer pertenece a su libertad. Pero la victoria le es imposible y su
derrota es cierta sino tiene una idea exacta y un conocimiento profun-
do de sus peligros, de sus debilidades y de los socorros que necesita.
Hay una inmensa ignorancia de la naturaleza del hombre y de su con-
dición en creer que la libertad humana entregada a sí misma, camina
hacia el bien y puede por sí sola conseguirlo. Tal es el error del orgullo,
error que enerva al mismo tiempo el orden moral y el orden político,
el gobierno interior del hombre y el gobierno general de la sociedad.
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5. Lucha, pues, es la misma, y el peligro tan apremiante y el socorro
tan necesario en la sociedad como en el hombre. Muchos de los que
existen hoy han tenido el destino de ver diferentes veces en el curso de su
vida el edicio social próximo a disolverse, faltándole por todas partes
sus apoyos y sus lazos. ¡Sobre qué extensión tan inmensa, con qué horri-
ble rapidez han estallado a cada prueba por el estilo, solas las causas de
guerra y de muerte social que fermentan incesantemente en medio de
nosotros! ¿uién no se ha estremecido al ver esta revelación repentina
de los abismos sobre que vive la sociedad y de las frágiles barreras que las
separan de ellos y de las legiones destructoras que salen de su seno desde
que se entreabren? He asistido día por día, hora por hora, a la más pura,
a la más sabia, a la más dulce, a la más corta de esas terribles sacudidas;
he visto en julio de 1830 en las calles y en los palacios, a la puerta de los
tribunales nacionales y en el seno de las reuniones populares, esta socie-
dad entregada a sí misma, que hacía o veía hacer la revolución. Y al mis-
mo tiempo que admiraba tantos sentimientos generosos, tantos actos de
grande inteligencia, de abnegación y de heroica moderación, temblaba
al ver elevarse y crecer por momentos una vasta oleada de ideas insen-
satas, de pasiones brutales, de veleidades perversas y de terribles extra-
vagancias próximas a esparcirse y a sumergirlo todo en un suelo que no
tenía dique alguno que lo defendiese. La sociedad acababa de rechazar
victoriosamente la ruina de sus leyes y de su honor y estaba próxima a
caer envuelta en ruinas en medio de la victoria. A la luz de estos sucesos
he aprendido las condiciones vitales del orden social y la necesidad de la
resistencia para la salvación.
6. La misión esencial, el primer deber de todo gobierno es resistir
no sólo el mal, sino al principio del mal, no sólo al desorden sino a las
pasiones y a las ideas que producen el desorden. Y cuanto más impe-
rio tenga la democracia, tanto más le importa que el gobierno guarde
su verdadero carácter y desempeñe su verdadero papel en la lucha de
que es teatro la sociedad. ¿Por qué han perecido tan pronto tantas so-
ciedades demócratas, algunas de ellas muy brillantes? Porque no han
permitido que el gobierno hiciese su deber y su ocio. Han hecho más
que reducirlo a la debilidad; lo han condenado a la mentira. Es tris-
Traducción y refutación del libro de Francisco Pedro Guillermo... / Rafael María Baralt
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te condición de los gobiernos democráticos, que estando encargados
de reprimir el desorden, se quiera que sean complacientes y lisonjeros
para las causas del desorden. Se les pide que detengan el mal cuando
estalla y se les manda santicarlo mientras está germinando. Nada co-
nozco más deplorable que esos poderes que en las luchas de los buenos
y de los malos principios, de las buenas y de las malas pasiones, doblan
a cada instante su rodilla ante las malas pasiones y los malos princi-
pios, y después tratan de levantarse para combatir sus excesos. Si no
queréis excesos, reprobadlos en su origen. Si queréis la libertad y el
desarrollo amplio y glorioso de la humanidad, tenéis razón. Conoced,
pues, las condiciones, preved las consecuencias de este grande hecho.
No os ceguéis acerca de los peligros y de los combates que hará estallar.
Y en estos combates y peligros no exijáis de vuestros jefes que sean
hipócritas o débiles al frente del enemigo; no les impongáis el culto de
los ídolos, aun cuando fueseis vosotros mismos los ídolos; permitidles,
obligadles a que no adoren ni sirvan más que al Dios verdadero.
7. Bien podría permitirme recordar aquí los nombres y la memoria de
tantos poderes caídos vergonzosamente, por estar esclavizados o adheri-
dos cobardemente a los errores y a las pasiones de las democracias a quie-
nes tenían misión de gobernar. Preero citar los que han vivido gloriosa-
mente resistiéndolas. Tengo más gusto en probar la verdad por el ejemplo
de los sabios y de sus triunfos, que por el de los insensatos y sus reveses.
8. La Francia democrática debe mucho al emperador Napoleón, que
le ha dado dos cosas de un inmenso precio: en el interior, el orden civil
sólidamente constituido; en el exterior, la independencia nacional, fuer-
temente establecida por la gloria. ¿Ha tenido nunca la Francia un go-
bierno que la haya tratado con más dureza, ni que haya demostrado me-
nos complacencia con las ideas y las pasiones favoritas de la democracia?
En el orden político, Napoleón sólo se ocupó de robustecer el poder, y
de prestarle las condiciones de su fuerza y de su grandeza. Vio en esto un
interés nacional de primer orden, para una sociedad democrática, como
para otra cualquiera, y en su concepto el primero de los intereses.
9. Pero Napoleón era un déspota. Si comprendió bien y sirvió bien
algunos grandes intereses de la Francia, desconoció y lastimó profun-
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damente otros no menos sagrados. ¿Cómo había él de ser favorable a
los instintos políticos de la democracia, siendo tan hostil a la libertad?
10. No lo disputo; no me expongo a olvidar que Napoleón era dés-
pota, porque no he tenido que aprenderlo. Así lo pensaba cuando él
existía. ¿Pudo no serlo? ¿Pudo aceptar la libertad política, ni podíamos
nosotros recibirla entonces? No decido esta cuestión. Existen grandes
hombres que convienen en ciertas crisis lánguidas y pasajeras, pero no
en el estado sano y duradero de la vida de los pueblos. uizá Napoleón
ha sido uno de estos hombres. Nadie está más convencido que yo de que
desconoció algunos de los principios vitales del orden social y algunas
de las necesidades esenciales de nuestro tiempo; pero restableció el or-
den y el poder en el seno de la Francia democrática y creyó y probó que
se podía servir y gobernar una sociedad democrática, sin condescender
con todas sus inclinaciones: en esto consiste su grandeza.
11. Washington no se parece en nada a Napoleón. Aquél no era un
déspota. Fundó la libertad política, al mismo tiempo que la indepen-
dencia nacional de su patria. No hizo servir la guerra sino para la paz.
Elevado sin ambición al poder supremo, bajó de él sin sentimiento,
desde el momento que se lo permitió la salvación de su patria: es el
modelo de los jefes de república democrática. Examínese su vida, su
alma, sus actos, sus pensamientos y sus palabras, y no se encontrará
ni una sola señal de condescendencia, ni un solo instante de abando-
no en favor de las pasiones y de las ideas favoritas de la democracia.
Luchó constantemente, luchó hasta la fatiga y la tristeza, contra sus
exigencias. Ningún hombre estuvo nunca tan profundamente imbui-
do del espíritu de gobierno y del respeto a la autoridad. Jamás traspasó
los derechos del poder según las leyes de su país; pero armó y sostuvo
estos derechos, así en principio como en hecho, con tanta rmeza y
arrogancia como hubiera podido hacerlo en un Estado antiguo mo-
nárquico o aristocrático. Era de aquellos que saben que lo mismo en
una república que en una monarquía, lo mismo en una sociedad de-
mocrática que en cualquiera otra, no se gobierna de abajo arriba.
12. Las sociedades democráticas no gozan el privilegio de serles
menos necesario el espíritu de gobierno, ni el de que sean menos ele-
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vadas que en otras sus condiciones vitales. Por una consecuencia in-
falible de la lucha que se empeña infaliblemente en su seno, el poder
está llamado sin cesar a decidirse entre las excitaciones contrarias que
lo asedian para que se haga el artíce del bien o el cómplice del mal, el
campeón del orden o el esclavo del desorden. La fábula de la elección
de Hércules es su historia de todos los días y de todos los instantes.
Todo gobierno, sea la que fuere su forma y su nombre, que, ora por el
vicio de su organización o de su situación, ora por la corrupción o la
debilidad de su voluntad, no pueda cumplir esta tarea inevitable, pa-
sará muy pronto como un fantasma maléco o perderá la democracia
en lugar de fundarla.
Capítulo iii
de la repúbliCa demoCrátiCa
§. 1. No quiero hablar del gobierno republicano sino con respeto.
Es en sí una forma noble de gobierno, que ha producido grandes vir-
tudes y que ha presidido al destino y a la gloria de grandes pueblos.
2. Pero el gobierno republicano está encargado de la misma mi-
sión y atenido a los mismos deberes que otro gobierno cualquiera. No
puede reclamar en virtud de su nombre ni dispensa, ni privilegio. Es
necesario, pues, que satisfaga las necesidades permanentes o actuales
de la sociedad que está llamado a regir.
3. La necesidad permanente de toda sociedad, la primera necesi-
dad de la Francia actual, es la necesidad de la paz en el seno de la so-
ciedad misma.
4. Háblase mucho de unidad y de fraternidad social, palabras su-
blimes que deben ser hechos, y no servir para hacernos olvidar los he-
chos. Nada pierde tanto a los pueblos como el pagarse de palabras y
de apariencias.
5. Mientras que resuenan entre nosotros las palabras de unidad y
de fraternidad social, resuena también la guerra social, agrante o in-
minente, pero siempre terrible por los males que causa y por los que
deja prever.
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6. No quiero jarme en esta llaga tan dolorosa; pero es preciso sentirla
y reconocerla para curarla. Es una llaga antigua. La lucha de las diversas
clases de nuestra sociedad ha llenado nuestra historia, y la revolución de
1789 fue la explosión más general y poderosa. Nobleza y tercer estado,
aristocracia y democracia, mesocracia y obreros, propietarios y proletarios,
son otras tantas formas, otras tantas fases diversas de la lucha social que
nos agita hace ya tanto tiempo. Y ¡precisamente en el momento en que
más decantamos haber llegado al apogeo de la civilización, es cuando al
ruido de las palabras más humanas que pueden salir de la boca del hom-
bre, renace esta lucha, más violenta y feroz que en ningún tiempo!
7. Este es un azote, es una mengua que nuestro tiempo no puede
aceptar. ¡La paz interior, la paz entre todas las clases de ciudadanos, la
paz social! Esta es la necesidad suprema de la Francia, este es el grito
de salvación.
8. ¿Nos la dará la república democrática?
9. No ha principiado bien para lograrlo. Apenas acababa de nacer
cuando ha sufrido y ocasionado la guerra civil, lo cual es una gran des-
gracia para ella. Cuesta mucho a los gobiernos salir de la que fue su
cuna. ¿Llegará a conseguirlo la república democrática? ¿Restablecerá,
con el tiempo, la paz social?
10. Hay un hecho que me aige y me inquieta mucho: el ardor que
ha puesto la república en llamarse expresa y ocialmente democrática.
11. Los Estados Unidos de América son en el mundo el modelo
de la república y de la democracia, y jamás han pensado en titularse
república democrática.
12. No me admiro de que no lo hayan hecho porque allí no había
lucha entre la aristocracia y la democracia, entre una sociedad antigua
aristocrática y una sociedad nueva democrática. Lejos de ser así, los
jefes de la sociedad de los Estados Unidos, los descendientes de los
primeros colonos, la mayor parte de los principales plantadores en los
campos y los principales negociantes en las ciudades, la aristocracia
natural y nacional del país, estaban a la cabeza de la revolución y de
la república; la querían y la sostenían, consagrándose a ella con más
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constancia y energía que una gran parte del pueblo. La conquista de
la independencia y la fundación de la república no fueron en los Esta-
dos Unidos la obra y la victoria de unas clases contra otras: todas ellas
concurrieron a un n, bajo la dirección de los más elevados, de los más
ricos y de los más ilustrados que, más de una vez, se han visto apurados
para armonizar las voluntades y para sostener el valor de la población.
13. Cuando había necesidad de elegir ociales para los cuerpos
de tropas que se formaban en los diversos Estados, Washington hacía
siempre este encargo: “Nombrad los caballeros (gentlemen) que son
los más seguros y también los más capaces.
14. El gobierno republicano necesita más que otro alguno del con-
curso de todas las clases de ciudadanos. Si la masa de la población no lo
adopta con ardor, carecerá de raíces; si las clases elevadas lo rechazan o
lo abandonan, estará sin reposo. En uno y otro caso se ve precisado a
oprimir para poder subsistir. Por la misma razón que los poderes repu-
blicanos, en el orden político, son débiles y precarios, es necesario que
tomen mucha fuerza moral en las disposiciones del orden social. ¿C-
les son las repúblicas que han vivido más tiempo y más honrosamente
resistiendo los defectos y las tormentas naturales de sus instituciones?
Sólo aquéllas donde ha sido verdadero y general el sentimiento repu-
blicano, aquéllas que han obtenido a la vez la adhesión y la conanza
del pueblo por una parte, y por otra el apoyo decidido de las clases que
por su situación adquirida, por su fortuna, por su educación y por sus
costumbres llevan a los negocios públicos mayor autoridad natural, más
independencia tranquila, más luces y más tiempo. Sólo bajo estas condi-
ciones se establece y dura la república, porque sólo con ellas gobierna sin
turbar la paz social y sin condenar el poder a la deplorable alternativa de
ser desorganizado por la anarquía o rígido hasta la tiranía.
15. Los Estados Unidos de América han tenido esta dicha, que falta
a la república francesa. Esto lo conesa ella misma y hasta lo proclama
formando en ello su gloria. ¿ué signican hoy entre nosotros estas
palabras república democrática, invocadas y adoptadas como el nom-
bre ocial y como el símbolo del gobierno? Es el eco de un antiguo
grito de guerra social, que se alza y se repite en nuestros días, en todas
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las jerarquías de la sociedad, pronunciado con cólera contra ciertas
clases por otras clases que a su vez lo oyen con horror resonar contra
ellas mismas. Demócratas arriba, aristócratas abajo. Alternativamente
amenazadores o amenazados, envidiosos o envidiados. Continuos y
chocantes cambios de papel, de actitud y de lenguaje. Deplorable con-
fusión de ideas y de sentimientos encontrados. La guerra en el caos.
16. Ya oigo la respuesta: “Esta guerra ha sido un hecho, un hecho
dominante de nuestra historia, de nuestra sociedad y de nuestra revolu-
ción. No es posible ocultar ni callar semejantes hechos. Éste ha encon-
trado al n su término y su ley. No proclamamos la guerra adoptando el
título de república democrática, sino la victoria, la victoria de la demo-
cracia. La democracia ha vencido; queda sola en el campo de batalla; se
quita la celada, se proclama a sí misma y toma posesión de su conquista.
17. ¡Ilusión o hipocresía! ¿Se quiere saber cómo un gobierno de-
mocrático o de otra especie proclama su victoria cuando es real y de-
nitiva? Restableciendo la paz. Este es el único signo del vencimien-
to. ¿Y acaso reina la paz en Francia? ¿Acaso está cercana la paz? ¿Por
ventura los diversos elementos de la sociedad, de grado o por fuerza,
satisfechos o resignados, creen verdaderamente en la paz y vienen
tranquilamente a agruparse bajo la mano de la república democrática?
Oigamos las interpretaciones que se dan, los comentarios que se hacen
en todas partes sobre esas palabras de que se ha formado la bandera
del gobierno republicano; véanse los sucesos que estallan o bullen sor-
damente donde quiera a consecuencia de esos comentarios. ¿Es eso la
paz? ¿Hay en ello, no ya la realidad, sino siquiera la apariencia de una
de esas victorias fuertes y sabias que comprimen, a lo menos por cierto
tiempo, las luchas sociales y aseguran a las naciones una larga tregua?
18. Hay hechos tan inmensos, tan palpables, que ningún poder ni
mentira humana son capaces de ocultarlos. Dígase cuanto se quiera que
ha llegado el día de la fraternidad, que la democracia, tal como se ha es-
tablecido, pone término a toda hostilidad, a toda lucha de clase, asimila
y une a todos los ciudadanos. La verdad, la verdad terrible luce por cima
de esas vanas palabras. En todas partes, los intereses, las pasiones, las pre-
tensiones, las situaciones, las clases diversas pugnan entre sí con todo el
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vigor de sus esperanzas o de sus temores sin límites. Evidentemente la
república democrática por sus primeros pasos, por sus primeros actos
está próxima a hundirse y a hundirnos en el caos de la guerra social.
19. Pero a lo menos, ¿nos da armas para defendernos? ¿Nos pro-
porciona medios de salir de este estado?
20. Voy más allá de su nombre; considero las ideas políticas que
proclama y que transforma en leyes del Estado, y sin embargo, mi in-
quietud, lejos de disminuirse, se aumenta. Así como bajo la bandera
de la república democrática encuentro la guerra social, así también
en su constitución hallo el despotismo revolucionario: absoluta falta
de poderes distintos y bastante fuertes por sí mismos para intervenir
mutuamente en sus actos y para contenerse recíprocamente; carencia
completa de garantías sólidas que aancen los diversos intereses y de-
rechos; falta de organización de estas garantías y de un contrapeso de
fuerzas en el centro del Estado y en la cúspide del gobierno: nada más
que un motor y ruedas, un maestro y agentes. En todas partes las liber-
tades individuales de los ciudadanos, solas en presencia de la voluntad
única de la mayoría numérica de la nación: en todas partes el principio
del despotismo en oposición al derecho de insurrección.
21. Tal es en el orden social la posición que toma la república de-
mocrática; tal es en el orden político el gobierno que construye.
22. ¿ué puede salir de aquí?
23. Ciertamente ni la paz ni la libertad.
24. Cuando se proclamó la república, en medio de la inquietud
general y profunda un pensamiento se manifestó: “Esperemos: tal vez
la república será ahora distinta de lo que ha sido; tal vez no sea turbada
por la violencia: veremos. Así pensaban los buenos ciudadanos.
25. Y han cumplido su palabra. De su parte a lo menos ninguna al-
teración ha conmovido la república, ningún obstáculo se ha suscitado.
26. La misma idea ha prevalecido en Europa, por prudencia sin
duda, no por buena voluntad. Pero poco importan los motivos de
Europa: su actitud es tranquila: ningún acto, ningún peligro exterior
turba a la república francesa en su ensayo de establecimiento.
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27. Por su parte, justo es reconocerlo, la república ha hecho esfuer-
zos para ser distinta de lo que teme el sentimiento público. Ha respeta-
do la fe de los hombres; ha defendido, a última hora, es verdad, pero en
n ha defendido, la vida de la sociedad: no ha roto la paz europea; no
ha renunciado a la probidad política. Esfuerzos meritorios que honran
a los hombres y demuestran el instinto general del país. Esfuerzos im-
potentes que aminoran, pero que no detienen, el movimiento del es-
tado por una pendiente funesta. Los hombres que quisieran detenerlo
no pueden armar el pie en ninguna parte. A cada instante se deslizan
y bajan. Están en el abismo revolucionario; pugnan por no sumergirse
en él; pero no saben, o no se atreven o no pueden salir. Un día, cuando
esto sea libre y seriamente considerado, causará espanto ver lo que han
abandonado o perdido, y el poco efecto de su resistencia. Cierto: la
república no hace todo lo que hizo en otro tiempo; pero no es diversa
de lo que ha sido. Ya se trate de organización social o de institucio-
nes políticas, ya de las condiciones del orden o de las garantías de la
libertad, no sabe más que lo que sabía hace cincuenta años. Tiene las
mismas ideas, las mismas tentativas, casi las mismas formas, las mismas
palabras. ¡Extraño espectáculo! La república se teme a sí misma y de-
searía transformarse; pero no sabe sino copiarse.
28. ¿Cuánto tiempo durará esta prueba, ya tenga por término la vic-
toria o la derrota? Nadie lo sabe; pero hasta ahora Francia tiene evidente-
mente derecho para temer que la república democrática ponga o deje en
inmenso peligro sus intereses supremos, la paz social y la libertad política.
Capítulo iV
de la repúbliCa soCial
§. 1. La república social ofrece resolver el problema.
2. Todos los sistemas, todas las formas de gobierno han sido ensa-
yadas, dice, y se ha visto que todos son impotentes. Sólo mis ideas son
nuevas: todavía no se han experimentado. Es, pues, llegado mi día.
3. Las ideas de la república social no son nuevas. El mundo las co-
noce desde que existe; las ha visto surgir en medio de todas las grandes
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crisis sociales por que ha atravesado tanto en oriente como en occi-
dente, en la antigüedad como en los tiempos modernos. Los siglos
segundo y tercero en África, y especialmente en Egipto, cuando se
trataba de propagar el cristianismo; la edad media en su fermentación
confusa y borrascosa; el siglo diez y seis en Alemania con su reforma
religiosa; el diez y siete en Inglaterra en medio de su revolución po-
lítica, todos han tenido sus socialistas y comunistas que discurrían,
hablaban y obraban como los de nuestros días. Esta es una faz de la
humanidad que en su historia aparece, siempre que por causa del tras-
torno universal salen a la supercie toda clase de ideas y reclaman ser
admitidas a examen.
4. Verdad es que hasta ahora no se habían presentado estas ideas
sino en una escala muy pequeña, de una manera oscura, vergonzante, y
que habían sido rechazadas tan pronto como advertidas. Hoy sin em-
bargo, se presentan con arrogancia en la escena, y se desenvuelven con
todas sus pretensiones ante todo el público. Poco importa que esto
suceda por efecto de su propia fuerza, por defecto del mismo público,
o por causas inherentes al estado actual de la sociedad: la república
social habla muy alto: es necesario mirarla cara a cara e interrogarla
a fondo.
5. uisiera suprimir todas las digresiones, apartar todos los velos
y dirigirme en derechura al corazón del ídolo. Esto es posible; porque
así como todos los esfuerzos de la república social tienden a un mismo
objeto, así también todas sus ideas parten de una idea fundamental
que las contiene y las produce.
6. Esta idea fundamental se presenta o se oculta en el lenguaje de
todos los jefes de la república social, aunque no todos convienen en
ella, y acaso muchos piensan que no creen en ella. M. Proudhon es a
mi ver el que entre todos sabe mejor lo que piensa y lo que quiere; y el
más rme y consecuente en sus detestables delirios.
7. Pero no es, sin embargo, tan rme ni tan consecuente como pa-
rece, ni como probablemente él cree serlo. Ni ha dicho, ni creo haya
reexionado hasta dónde puede extenderse su idea. Esta idea, en rigor
y tal cual es, se reduce a esta fórmula.
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8. Todos los hombres tienen derecho, el mismo derecho, igual de-
recho a la felicidad.
9. La felicidad es el goce, sin otro límite que el de la necesidad y la
facultad, de todos los bienes existentes o posibles en este mundo, ya
sea de los naturales y primitivos que contiene, ya de los que progresi-
vamente ha creado la inteligencia y el trabajo del hombre.
10. Algunos, la mayor parte de estos bienes, los más esenciales y los
más fecundos, han venido a ser el goce exclusivo de ciertos hombres, de
ciertas familias, de ciertas clases.
11. Esto proviene de que esos bienes, o los medios de procurárselos,
son la propiedad especial y perpetua de ciertos hombres, de ciertas fa-
milias, de ciertas clases.
12. Semejante conscación, en benecio de unos pocos, de una parte
del tesoro humano es esencialmente contraria al derecho: al derecho de
los hombres de una misma generación, todos los cuales debieran gozar de
ellos; al derecho de las generaciones futuras, porque a medida que cada
una de ellas viene a la vida debe encontrar igualmente accesibles los bienes
de la vida y gozar a su vez de ellos como lo hicieron sus predecesores.
13. Luego, es necesario destruir la apropiación especial y perpetua
de los bienes que proporcionan la felicidad y de los medios de adquirir-
se estos bienes, para asegurar su goce universal e igual repartición entre
todos los hombres y todas las generaciones de hombres.
14. ¿Cómo puede abolirse la propiedad? O, ¿cómo puede a lo
menos transformársela de modo que quede reducida a la nulidad en
sus efectos sociales y permanentes?
15. Sobre este punto dieren mucho entre sí los jefes de la república
social. Unos recomiendan medios lentos y suaves, mientras otros quie-
ren los más prontos y decisivos; unos apelan a medios políticos, como
cierta organización de la vida y del trabajo en común, al paso que otros
se fatigan para inventar medios económicos y nancieros; por ejemplo,
cierto sistema de medidas destinadas a destruir poco a poco el produc-
to neto de la propiedad, ya consista en tierras o en capital, y hacerla de
este modo inútil e ilusoria en sí misma. Todos estos medios, sin em-
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bargo, parten de un mismo principio, y se encaminan a un mismo n,
cual es la abolición o anulación de la propiedad individual, doméstica
y hereditaria y de las instituciones sociales o políticas, que tienen por
fundamento la propiedad individual, doméstica y hereditaria.
16. En medio de la diversidad, oscuridad e indecisión y de las con-
tradicciones de las ideas que circulan en la república social, este es su
origen y su término, el alpha y el omega de todas esas ideas, el n que se
busca y que se espera alcanzar.
17. Veamos lo que olvidan M. Proudhon y sus amigos.
18. La idea de hombre no abraza únicamente los seres individuales
que se llaman hombres; comprende al género humano, que tiene una
vida común y un destino general y progresivo: carácter distintivo y pe-
culiar de la criatura humana desde el principio de la creación.
19. ¿Para qué se le ha dado ese carácter?
20. Para que los individuos humanos no estén aislados ni limitados
a sí mismos, ni al punto que ocupan en el espacio y en el tiempo. Des-
víanse unos de otros, obran los unos sobre los otros por lazos y medios
que no necesitan de su presencia personal y que les sobreviven. De este
modo, las generaciones sucesivas de los hombres se enlazan entre sí, y
se encadenan por la sucesión.
21. La unidad permanente que se establece y el desarrollo progresi-
vo que se verica por medio de esta tradición incesante de los hombres
a los hombres y de las generaciones a las generaciones, es el género hu-
mano; ésta es su originalidad y su grandeza; éste es uno de los rasgos
que señalan al hombre para la soberanía en este mundo y para la in-
mortalidad en el otro.
22. De aquí se derivan, y en esto se fundan la familia y el Estado, la
propiedad y la herencia, la patria, la historia, la gloria, todos los hechos
y todos los sentimientos que constituyen la vida extensa y perpetua de
la humanidad en medio de la aparición tan limitada, y de la desapari-
ción tan rápida de los individuos humanos.
23. La república social suprime todo esto. No ve en los hombres
más que seres aislados y efímeros, que no se presentan en la vida y sobre
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la tierra, teatro de la vida, sino para tomar en ella su subsistencia y su
placer, cada uno por su cuenta solo, con el mismo título y sin otro n.
24. Esta es precisamente la condición de los animales. Entre ellos
no hay lazos, ni punto de acción que sobreviva a los individuos y se
extienda a todos; no hay apropiación permanente, ni transmisión he-
reditaria, ni mancomunidad, ni progreso en la vida de la especie; nada
más que individuos que aparecen y pasan, tomando al pasar su parte de
los bienes de la tierra y de los placeres de la vida, según la medida de sus
necesidades y de sus fuerzas, que es la que constituye su derecho.
25. Así la república social, para asegurar a todos los individuos hu-
manos la repartición igual e incesantemente movible de los bienes y go-
ces de la vida, rebaja a los hombres hasta la clase de animales y pretende
abolir el género humano.
26. Pero todavía quiere más.
27. El hombre tiene en sí la idea indestructible de que Dios preside
a su destino y que éste no se cumple todo en este mundo. Naturalmen-
te, universalmente, sobre él y más allá de la vida, el hombre ve a Dios
y le invoca como apoyo en lo presente; como esperanza en lo futuro.
28. Para los doctores de la república social Dios es un poder desco-
nocido, imaginario, sobre el cual los poderes visibles y reales, los pode-
res de la tierra descargan la responsabilidad que les cabe en los destinos
de los hombres. De este modo, haciendo que se dirijan hacia otro Señor
y hacia otra vida las miradas de los que padecen, les disponen a resignar-
se con sus padecimientos y se aseguran en el dominio y conservación de
lo que han usurpado. Dios es el mal, porque su nombre es el que hace
que los hombres acepten el mal. Para desterrar el mal de la tierra es pre-
ciso desterrar a Dios del espíritu humano. Los hombres entonces, solos
en presencia de sus señores de la tierra y reducidos a la vida terrestre,
querrán absolutamente los goces de esta vida y la repartición igual de
ellos. Y cuando aquellos a quienes falten los quieran verdaderamente,
los obtendrán, porque son los más fuertes.
29. Así Dios y el género humano desaparecen juntos, y en su lugar
quedan animales que se llaman hombres, más inteligentes, más pode-
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rosos que los otros animales, pero de la misma condición, del mismo
destino, y que como ellos toman al pasar su parte de los bienes, de la
tierra y de los placeres de la vida, según la medida de sus necesidades y
de sus fuerzas, que es la que constituye su derecho.
30. Tal es la losofía de la república social y por consiguiente la base
de su política. Véase de dónde emana y a dónde conduce.
31. Insistir más sería hacer una injuria a la sensatez y al honor del
género humano. Basta demostrar que semejante losofía es la degrada-
ción del hombre y la destrucción de la sociedad.
32. Y no solamente de nuestra sociedad actual, sino de toda sociedad
humana; porque toda sociedad reposa sobre los fundamentos que la re-
pública social derriba. No es ésta una invasión del edicio social ejecu-
tada por advenedizos o bárbaros, no; es la ruina completa del edicio. Si
Mr. Proudhon dispusiese como dueño absoluto de la sociedad actual y
de todos los bienes que encierra y cambiase a su antojo la distribución y
los poseedores, habría mucha iniquidad y muchos padecimientos; pero
no se seguiría la muerte de la sociedad misma. Mas si pretendiese dar
por leyes a la sociedad nueva, leyes que emplea como máquinas de gue-
rra contra la sociedad actual, aquélla perecería infaliblemente. En vez de
un Estado y de un pueblo, no habría más que un caos de hombres sin
lazo y sin reposo; y para salir de este caos, sería absolutamente necesario
salir a fuerza de inconsecuencias de las ideas de la república social y en-
trar otra vez en las condiciones naturales del orden.
33. La república social es a la vez odiosa e imposible. Es la más ab-
surda, al mismo tiempo que la más perversa de las quimeras.
34. Pero esto no puede tranquilizarnos. Nada hay más peligroso
que lo que es al mismo tiempo fuerte e imposible. La república social
tiene fuerza: ¿cómo no había de tenerla? Usando con ardor de todas
las libertades públicas, difunde, propaga sin descanso en las masas más
numerosas de la sociedad sus ideas y sus ofertas. Allí encuentra hombres
fáciles de engañar, fáciles de acalorar. Les promete derechos que sirvan
sus intereses; apela a sus pasiones en nombre de la justicia y de la verdad;
porque sería pueril desconocerlo, las ideas de la república social tienen
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para muchos el carácter y el imperio de la verdad. En cuestiones tan
complejas y vivas, el menor resplandor de verdad basta para deslumbrar
los ojos e inamar el corazón de los hombres. Estos acogen y adoptan al
momento con transporte los más groseros y fatales errores; el fanatismo
se enciende al mismo tiempo que el egoísmo se despliega; el sincero en-
tusiasmo se asocia a las pasiones brutales, y en la fermentación terrible
que entonces estalla el mal es el que domina, y si el bien se mezcla en ella,
no hace otra cosa que servir de velo y de instrumento al mal.
35. No tenemos derecho para quejarnos, porque nosotros mismos
alimentamos incesantemente el foco del incendio; nosotros somos los
que prestamos a la república social su mayor fuerza. El caos de nues-
tras ideas y de nuestras costumbres políticas, ese caos oculto unas veces
bajo la palabra democracia, otras bajo la palabra igualdad y otras bajo
la palabra pueblo es el que le abre todas las puertas y echa por tierra to-
das las murallas de la sociedad. Si se dice que la democracia es todo, los
hombres de la república social responden: “La democracia somos no-
sotros. Si se proclama confusamente la igualdad absoluta de derechos
y el derecho soberano del número, los hombres de la república social se
presentan y dicen: “Contadnos”. La confusión perpetua de lo verdadero
y de lo falso, del bien y del mal, de lo posible y lo quimérico, en nuestra
propia política, en nuestras ideas y en nuestro lenguaje, es lo que nos
enerva para la defensa y lo que da a la república social una conanza, una
arrogancia y un crédito para el ataque, que no poseería por sí misma.
36. Disípese, pues, esta confusión, y entremos por n en esa época
de madurez en que los pueblos libres ven las cosas como son en sí,
señalando a los diversos elementos de la sociedad su justa inuencia, a
las palabras su sentido verdadero, y arreglando sus ideas y sus negocios
con aquella templanza rme que aleja todas las extravagancias, admite
todas las necesidades, respeta todos los derechos, atiende a todos los
intereses y reprime todas las usurpaciones, así las que vienen de arriba
como las que vienen de abajo, lo mismo las del fanatismo que las del
egoísmo. Cuando lleguemos a este punto, la república social no des-
aparecerá ya; no habremos ocultado sus esfuerzos ni sus peligros: la
república social recibe su ambición y su fuerza de unas fuentes que na-
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die puede secar. Pero dominada por las fuerzas de unión y de orden de
la sociedad, se verá incesantemente atacada y vencida en todo lo que
tiene de absurdo y de perverso, tomando progresivamente su parte y
su lugar en este inmenso y temible desarrollo de toda la humanidad
que se está realizando en nuestros días.
Capítulo V
¿Cuáles son los elementos reales y esenCiales de la soCiedad en franCia?
§. 1. El primer paso que hay que dar para salir de este caos en que
nos perdemos, es el de aceptar y reconocer francamente los elementos,
todos los elementos reales y esenciales de la sociedad, tal como se halla
constituida hoy en día en Francia.
2. Permanecemos o recaemos sin cesar en el caos, porque desco-
nocemos estos elementos o porque les negamos lo que les es debido.
3. Se puede torturar una sociedad y llegar tal vez hasta destruirla;
pero no se puede organizarla ni hacerla vivir contra lo que es en sí, no
tomando en cuenta los hechos esenciales que la constituyen, o violen-
tándolos.
4. En primer lugar, considero lo que forma la base de la sociedad
francesa, como de todas las sociedades: el orden civil.
5. La familia; la propiedad en todos sus géneros, tierra, capital o
salario; el trabajo, bajo todas sus formas, individual o colectivo, inte-
lectual o manual; las situaciones que forman a los hombres y las rela-
ciones que establecen entre ellos la familia, la propiedad y el trabajo:
esta es la sociedad civil.
6. El hecho esencial y característico de la sociedad civil en Francia
es la unidad de leyes y la igualdad de derechos.
7. Todas las familias, todas las propiedades, todos los trabajos están regi-
dos por las mismas leyes y poseen o coneren los mismos derechos civiles.
8. Nada de privilegios, es decir, nada de leyes ni de derechos civiles
particulares para tales o cuales familias, para tales o cuales propieda-
des, para tales o cuales trabajos.
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9. Este es un hecho nuevo e inmenso en la historia de las socieda-
des humanas.
10. Sin embargo, en medio de este hecho, en el seno de esta unidad
y de esta igualdad civil existen evidentemente numerosas y considera-
bles diversidades y desigualdades, que no evita ni destruye la unidad
de leyes ni la igualdad de derechos civiles.
11. En la propiedad, territorial o inmueble, tierra o capital, hay
ricos y pobres. Existe la grande, la mediana y la pequeña propiedad.
12. Aun cuando sean menos numerosos y menos ricos los grandes
propietarios, y más numerosos y ricos que eran en otro tiempo, o que
son en otras partes, los pequeños propietarios, esto no impedirá que
la diferencia no sea real y bastante grande para crear, en el orden civil,
situaciones sociales profundamente diversas y desiguales.
13. Paso desde las situaciones fundadas en la propiedad a las que
se fundan en el trabajo, en todos los géneros de trabajo, desde el más
elevado trabajo intelectual, hasta el más vulgar de los trabajos manua-
les. Aquí encuentro también el mismo hecho. Aquí también nace y se
sostiene la diversidad y la desigualdad en el seno de las leyes idénticas
y de los derechos iguales.
14. En las profesiones que se llaman liberales y que viven de la inte-
ligencia y de la ciencia, entre los abogados, médicos, sabios y literatos
de toda especie, hay unos que se elevan al primer rango y llaman a sí
los negocios y los triunfos y adquieren de este modo fama, riqueza e
inuencia; otros obtienen laboriosamente lo preciso para atender a
las necesidades de su familia y al decoro de su posición: otros muchos
vegetan oscuramente en un ocioso malestar.
15. Hay un hecho que merece notarse. Desde que todas las profe-
siones son igualmente accesibles a todos; desde que el trabajo es libre y
está regido para todos por las mismas leyes, no se ha aumentado sensi-
blemente el número de los hombres que se elevan al primer escalón en
las profesiones liberales. No hay en el día jurisconsultos más distingui-
dos, médicos más profundos ni sabios y literatos de primer orden en
mayor número que los había en otro tiempo. Sólo se han multiplicado
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las existencias de segundo orden y la multitud oscura y ociosa, como
si la Providencia no permitiese inuir a las leyes humanas, en el orden
intelectual, sobre la extensión y magnicencia de sus dones.
16. En las otras profesiones, donde el trabajo es material y manual,
también hay situaciones diversas y desiguales. Unos, por su inteligen-
cia y buena conducta, se crean un capital y entran en el camino de
la comodidad y del progreso. Otros, de escasos alcances, perezosos o
desarreglados, permanecen en la condición angustiosa y precaria de
las existencias fundadas únicamente sobre el salario.
17. Así que, en toda la extensión de nuestra sociedad civil, en el
seno del trabajo como en el seno de la propiedad, se producen y se
mantienen las diversidades y la desigualdad de situaciones, coexistien-
do con la unidad de leyes y la igualdad de derechos.
18. ¿Ni cómo había de ser de otro modo? Examínense todas las
sociedades humanas, de todos los lugares y de todos los tiempos, y al
través de la variedad de su organización, de su gobierno, de su exten-
sión y duración y de los géneros y grados de su civilización, se hallarán
en todas tres tipos de situación social, siempre los mismos en el fondo,
aunque bajo formas muy diversas y distribuidas diversamente:
19. Hombres que viven de las rentas de sus propiedades territo-
riales o muebles, tierras o capitales, sin procurar aumentarlas con su
propio trabajo;
20. Hombres dedicados a explotar y a aumentar por su propio tra-
bajo las propiedades, territoriales o muebles, tierras o capitales de toda
especie, que poseen;
21. Hombres que viven de su trabajo sin tierras m capitales.
22. Estas diversidades, estas desigualdades en la situación social de
los hombres, no son hechos accidentales de tal o cual tiempo, de tal o
cual país; son hechos universales que se realizan naturalmente en toda
sociedad humana, en medio de las circunstancias y bajo el imperio de
las leyes más diferentes.
23. Y cuanto más de cerca se observe, tanto más se adquiere la con-
vicción de que estos hechos están íntimamente ligados, y en una pro-
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funda armonía por una parte con la naturaleza del hombre que nos es
dado conocer, y por otra, con los misterios de su destino, que sólo nos
es permitido entrever.
24. Pero hay aún más: independientemente de estas diversidades,
de estas desigualdades entre los individuos, propietarios o trabajado-
res, existen otras diversidades, otras desigualdades entre los mismos
géneros de propiedad y de trabajo; diferencias no menos reales, aun-
que menos aparentes, que no destruye ni la unidad de las leyes ni la
igualdad de los derechos civiles.
25. La propiedad movible, el capital, ha tomado y continúa tomando
una importancia y una extensión siempre crecientes en nuestras socie-
dades modernas. Es evidente que a benecio de su desarrollo progresa
en nuestros días la civilización; justa recompensa de los servicios inmen-
sos que la propiedad movible al desarrollarse ha hecho a la civilización.
26. No satisface esto todavía lo bastante; se intenta con constantes es-
fuerzos asimilar cada vez más la propiedad territorial a la propiedad mue-
ble, la tierra al capital; se procura hacer la una tan disponible, tan divisible,
tan movible, tan cómoda de poseer y de explotar, como lo es en efecto la
otra. Todas las innovaciones directas o indirectas que se proponen en el
régimen de la propiedad territorial tienen este objeto ostensible u oculto.
27. Sin embargo, en medio de este movimiento tan favorable a la
propiedad mueble, la propiedad territorial no por eso deja de ser en
Francia la más considerable, sino también la primera en el ánimo y
en el deseo de los hombres. Los que no la poseen tienen más gusto en
adquirirla. Los que la poseen se muestran cada vez más deseosos de
disfrutarla. Los grandes propietarios vuelven a vivir con placer en sus
tierras. Los de mediana fortuna, que logran una posición más cómo-
da, buscan en el campo su reposo. Los paisanos sólo piensan en añadir
un campo a su campo. Al mismo tiempo que la propiedad mueble se
desarrolla con estimación, la propiedad territorial es más apetecida y
más disfrutada que nunca.
28. Puede predecirse sin temor que si, como yo espero, triunfa el
orden social de sus enemigos, insensatos o perversos, los ataques de
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que hoy es objeto la propiedad territorial y los peligros que la amena-
zan se convertirán en pro de su preponderancia en la sociedad.
29. ¿De dónde nace esta preponderancia? ¿Consiste sólo en el he-
cho de ser la tierra la más segura de todas las propiedades, la menos
variable y la que resiste y sobrevive mejor a las perturbaciones sociales?
30. Este motivo, que es el primero que se ocurre, es real y poderoso,
pero está muy lejos de ser el único. Hay aún otros motivos, otros instin-
tos más íntimos que ejercen tanto imperio sobre el hombre, aun a pesar
suyo, que aseguran a la propiedad territorial la preponderancia social, y se
la hacen recobrar, cuando está momentáneamente vacilante o debilitada.
31. Entre estos instintos, indicaré dos de ellos solamente, que son
en mi concepto los más poderosos. Me contentaré con indicarlos, por-
que iría demasiado lejos si quisiese reconocer su profundidad.
32. La propiedad mueble, el capital, puede dar al hombre la rique-
za. La propiedad territorial, la tierra, le da todavía otra cosa más, que
es una parte en el dominio del mundo. La tierra une su vida a la vida de
toda la creación; la riqueza mueble es un instrumento que está a dispo-
sición del hombre, que se sirve de él para satisfacer sus necesidades, sus
placeres y sus deseos. La propiedad territorial es el establecimiento del
hombre en medio y encima de la naturaleza. Además de satisfacer sus
necesidades, sus placeres y sus deseos, satisface también una multitud
de inclinaciones diversas y profundas. Crea para la familia, que es la
patria doméstica, todas las perspectivas que deja ver en el porvenir,
con todas las simpatías que se ligan a ella en el presente.
33. Al mismo tiempo que corresponde así, más completamente que
otra, a la naturaleza del hombre, la propiedad territorial es también la
que coloca su vida y su actividad en la situación más moral, la que le
contiene con más seguridad en un sentimiento exacto de lo que es y
de lo que puede. En casi todas las demás profesiones industriales, co-
merciales y sabias, el éxito depende o parece depender del hombre, de
su habilidad, de su industria, de su previsión ·y de su vigilancia. En la
vida agrícola, el hombre está incesantemente en presencia de Dios y de
su poder, necesitando para el buen éxito de su trabajo, la actividad, la
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destreza, la previsión y la vigilancia que hacen falta al hombre en otra
situación cualquiera, cuyas dotes son claramente tan insucientes como
necesarias. Dios es quien dispone de las estaciones, de la temperatura,
del sol, de la lluvia y de todos esos fenómenos de la naturaleza, que de-
ciden de la suerte y de los trabajos del hombre en el suelo que cultiva.
No hay orgullo que resista, ni habilidad posible para librarse de esta de-
pendencia. Y no es sólo un sentimiento de modestia acerca del poder
del hombre en su propio destino lo que le inculca de este modo, sino
que también aprende la tranquilidad y la paciencia. No podría gurarse
que a fuerza de invenciones y movimientos y corriendo sin descanso en
pos del éxito, acabará por alcanzarlo. Después que ha hecho cuanto de
él depende para explotar y fecundizar la tierra, es preciso que espere y
se resigne. Cuanto más se penetra en la situación que proporciona al
hombre la propiedad y la vida territorial, tanto más se descubre todo lo
que hay en ella de saludable para la razón y para su disposición moral en
las lecciones e inuencias que de ella recibe.
34. Los hombres no se explican estos hechos, pero tienen de ellos
una idea instintiva, y este instinto contribuye poderosamente a la esti-
mación particular que evidentemente dan a la propiedad territorial y
a la preponderancia que ésta obtiene. Semejante preponderancia es un
hecho natural, legítimo, saludable, hecho que toda la sociedad, especial-
mente en un gran país, tiene interés inmenso en reconocer y respetar.
35. Lo que acabo de establecer en la esfera de la propiedad, lo es-
tableceré igualmente en la esfera del trabajo. Gloria es de la civilización
moderna haber comprendido y hecho resaltar el valor moral y la impor-
tancia social del trabajo, y haberle restituido la estimación y el lugar que
le pertenece. Si tuviese que investigar cuál ha sido el mal más profundo,
el vicio más funesto de esa antigua sociedad que ha dominado en Fran-
cia hasta el siglo XVI, diría sin vacilar que es el desprecio del trabajo. El
desprecio del trabajo, el orgullo y la ociosidad, son señales ciertas, o de
que la sociedad se halla bajo el imperio de la fuerza bruta, o de que mar-
cha a la decadencia. El trabajo es la ley que Dios ha impuesto al hombre.
Merced al trabajo el hombre lo desarrolla y lo perfecciona todo en torno
suyo, se desenvuelve y se perfecciona a sí propio. El trabajo ha llegado
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a ser entre las naciones la prenda más segura de la paz. El respeto y la
libertad del trabajo es lo que, a pesar de tantas razones de duda, puede
hacernos esperar mucho en el porvenir de las sociedades humanas.
36. ¿Por qué fatalidad la palabra trabajo, tan gloriosa para la ci-
vilización moderna, es hoy día entre nosotros un grito de guerra, un
manantial de desastres?
37. Porque esta palabra encubre una grande y deplorable mentira.
No es del trabajo, de sus intereses y de sus derechos de lo que se trata
en la agitación suscitada en su nombre. No es en favor del trabajo, ni
tornaría en provecho suyo, esa guerra que lo toma por bandera. Se ha-
lla dirigida por un interés contrario que tornaría infaliblemente con-
tra el trabajo mismo. No puede sino arruinarlo y envilecerlo.
38. Como la familia, como la propiedad, como todas las cosas de este
mundo, el trabajo tiene sus leyes naturales y generales. La diversidad y la
desigualdad entre los trabajos, entre los trabajadores, entre los resultados
del trabajo, se cuentan en el número de esas leyes. El trabajo intelectual es
superior al trabajo manual. Descartes ilustrando la Francia, Colbert fun-
dando su prosperidad, ejecutan un trabajo superior al de los obreros que
imprimen las obras de Descartes o que viven en las manufacturas protegi-
das por Colbert. Y entre estos obreros, los que son inteligentes, morales y
laboriosos, adquieren legítimamente por su trabajo una situación superior
a la en que vegetan los que son poco inteligentes, perezosos y libertinos.
La variedad de los cargos y de las misiones humanas es innita; el trabajo
se ve doquiera en este mundo: en la casa del padre de familia, que educa
sus hijos y administra sus negocios; en el gabinete del hombre de Estado,
que toma parte en el gobierno de su país; del magistrado que le administra
justicia; del sabio que lo instruye; del poeta que lo encanta; en los campos,
sobre los mares, en los caminos, en los talleres. Y por doquiera, entre todos
los géneros de trabajo, en todas las clases de trabajadores, la diversidad y la
desigualdad nacen y se perpetúan: desigualdad de grandeza intelectual, de
mérito moral, de importancia social, de valor material. Son estas las leyes
naturales, primitivas, universales del trabajo, tales como se desprenden de
la naturaleza y condición del hombre; es decir, tales como las ha instituido
la sabiduría de Dios.
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39. Contra estas leyes se hace la guerra de que somos testigos. Esa
jerarquía fecunda, establecida en la esfera del trabajo por los decretos de
la voluntad divina y por los actos de la libertad humana, es la que se trata
de abolir para sustituirla... ¿por qué? La humillación y la ruina del traba-
jo por el nivelamiento de los trabajos y de los trabajadores. Considérese
atentamente el sentido que tiene habitualmente la palabra trabajo en
el lenguaje de esta guerra antisocial. No se dice que el trabajo material
y manual sea el solo trabajo verdadero: ríndense a veces, de tiempo en
tiempo, pomposos homenajes al trabajo puramente intelectual; pero
se olvida, se deja en la sombra la mayor parte de los variados trabajos
que se ejecutan en todos los grados de la escala social; atiéndese tan sólo
al trabajo material; éste es el que incesantemente se presenta como el
trabajo por excelencia, aquel ante el cual se oscurecen todos los demás.
Háblase, en n, de modo que nazca y se mantenga en el ánimo de los
obreros dedicados al trabajo material la idea de que sólo su trabajo es el
que merece ese nombre y debe disfrutar derechos. Así, por una parte, se
rebaja el nivel de las cosas; por la otra, se acrece el orgullo de los hom-
bres. Y cuando se trata de los hombres mismos, cuando se habla, no ya
del trabajo, sino de los trabajadores, se procede de igual manera, siempre
por vía de humillación. Concédense todos los derechos del trabajo a
la cualidad abstracta de obrero, independientemente del mérito indivi-
dual. Así el trabajo más común, el último en la escala, es el que se toma
por base y por regla, subordinándole, es decir, sacricándole, todos los
grados superiores, y aboliendo por doquiera la diversidad y la desigual-
dad en provecho de lo más pequeño y lo más bajo.
40. ¿Es esto favorecer, comprender siquiera la causa del trabajo? ¿Es
esto avanzar, ni aun perseverar en esa vía gloriosa de nuestra civilización,
en la que el trabajo se ha engrandecido y conquistado su puesto? ¿No es,
por el contrario, mutilar, envilecer, comprometer el trabajo y arrancarle
sus bellos títulos y sus verdaderos derechos, para sustituirles pretensio-
nes absurdas y bajas, a pesar de su insolencia? ¿No es, en n, desconocer
groseramente y desgurar de un modo violento en la esfera del trabajo
los hechos naturales, los elementos verdaderos y esenciales de nuestra
sociedad civil, la cual, fundándose en la unidad de las leyes y la igualdad
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de los derechos, no ha pretendido ciertamente abolir la variedad de los
méritos y de los destinos, ley misteriosa de Dios en este mundo y resul-
tado indestructible de la libertad del hombre?
41. Abandono la sociedad civil. Entro en la sociedad política, la
que forman entre los hombres sus intereses, sus ideas, sus sentimien-
tos, sus relaciones con el gobierno del Estado. Aquí también voy a
establecer con exactitud cuáles son hoy día en Francia los elementos
verdaderos y esenciales de la sociedad.
42. En un país libre, o que trabaja para serlo, los elementos de la
sociedad política son los partidos políticos. Tomo la palabra partido
en su acepción más vasta y elevada.
43. Legalmente, no hay hoy día en Francia más partidos que los in-
herentes a todo régimen constitucional: el partido del gobierno y el de
la oposición. No hay legitimistas; no hay orleanistas. La república existe,
y veda todo ataque contra el principio de su existencia. Tal es el derecho
de todo gobierno establecido. Ni lo disputo, ni pretendo faltar a él.
Pero existen hechos tan profundos, que las leyes que los prohíben
al parecer, no los destruyen, aun cuando son obedecidas. Hay partidos
que han tomado origen y echado tan hondas raíces en la sociedad, que
no mueren aun cuando estén silenciosos.
44. El partido legitimista es algo más que un partido dinástico,
algo más que un partido monárquico. Al mismo tiempo que está ad-
herido a un principio y a un nombre propio, ocupa por sí y por su
propia cuenta un gran lugar en la historia, una grande extensión sobre
el suelo de la patria. Representa lo que resta de los elementos que por
largo tiempo han dominado la antigua sociedad francesa: sociedad
fecunda y poderosamente progresiva, porque en su seno se ha forma-
do y crecido, a través de los siglos, toda esa Francia que ha estallado
en 1789 con tanta fuerza, ambición y gloria. La revolución francesa
ha podido destruir la antigua sociedad; pero no ha podido destruir
sus elementos. Han sobrevivido a todos los golpes; han reaparecido
en medio de todas las ruinas. Y no sólo subsisten todavía; no sólo se
hallan presentes y son considerables, en la nueva Francia, sino que evi-
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dentemente, de día en día, de crisis en crisis, aceptan más decidida,
más completamente el orden social y el régimen político que Francia
ha buscado. Y a medida que los aceptan, entran en ellos y se revelan,
transformándose sin desdecirse.
45. Y el partido que ha querido fundar la monarquía de 1830 y que
la ha sostenido durante más de 17 años, ¿se cree que haya desaparecido
en la tempestad que ha destruido su edicio? Se le ha llamado el partido
de las clases medias; eso era en efecto; eso es aún hoy día. El ascendiente
de las clases medias, incesantemente alimentadas y reclutadas por la po-
blación toda, es desde 1789 el hecho característico de nuestra historia.
No sólo han conquistado este ascendiente, sino que lo han justicado.
A pesar de los grandes errores en que han caído y que tan caramente
han pagado, han poseído y desplegado lo que constituye denitivamen-
te la fuerza y grandeza de las naciones. En todas épocas; para todas las
necesidades del Estado; para la guerra, como para la paz; en todas las
carreras sociales han suministrado ampliamente hombres, generaciones
de hombres capaces, activos, adictos y que han servido bien a su patria.
Y cuando se han visto conducidos en 1830 a fundar una nueva monar-
quía, han demostrado en esta difícil empresa un espíritu de justicia y
de sinceridad política, cuyo honor no puede arrancarles acontecimiento
alguno. A despecho de todas las pasiones, de todos los peligros que las
asediaban, a despecho de sus propias pasiones, han querido y seriamente
practicado, el orden constitucional; han respetado y mantenido efecti-
vamente, en el interior y para todos, la libertad, libertad a la vez legal y
viva; en el exterior, doquiera la paz, la paz activa y próspera.
46. No soy de aquellos que desconocen y menosprecian el poder de los
afectos en el orden político. No admito, como grandes talentos y almas
fuertes, a los hombres que dicen: –“Nosotros no estamos adheridos a tal
o cual familia; no hacemos ningún caso de nombres propios, tomamos o
abandonamos las personas según las necesidades y los intereses. Existe, en
mi opinión, en este lenguaje y en lo que encubre más ignorancia e impo-
tencia política que elevación de alma y sabiduría. Es verdad, sin embargo,
que serían partidos políticos muy débiles, muy vanos, aquellos que sólo se
ligaran a nombres propios y no cobrasen su fuerza sino en la simpatía que
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las personas pueden inspirar. ¿Pero se cree que el partido legitimista y el
partido de la monarquía de 1830 sean partidos de semejante naturaleza?
¿No es evidente, por el contrario, que son partidos nacidos del curso gene-
ral de los hechos, más bien que de la adhesión a las personas, partidos so-
ciales al mismo tiempo que políticos, y que corresponden a los elementos
más profundos y más vivos de la sociedad en Francia?
47. En rededor de estos grandes partidos ota la masa del pueblo,
unido al uno o al otro por sus intereses, por sus hábitos, por sus ins-
tintos honrados y sensatos, pero sin adhesión fuerte ni sólida, porque
está incesantemente atacada y trabaja por los comunistas y los socia-
listas de todos matices. Estos no son partidos políticos, porque no es
un principio, ni un sistema especial de organización política lo que
ellos buscan y desean establecer. Atacar, destruir todas las inuencias,
todos los lazos morales o materiales que enlazan a las clases políticas,
antiguas o nuevas, al pueblo, que vive del trabajo de sus manos; sepa-
rar profundamente esta población, aquí de los propietarios, allá de los
capitalistas, en otros puntos de los ministros de la religión, más allá
de los poderes establecidos, cualesquiera que éstos sean; atraerla hacia
ellos y dominarla en nombre de sus miserias y de sus epítetos; a esto
se reducen todos sus esfuerzos, esta es toda su obra. Un solo nombre
les conviene: el nombre de partidos anárquicos. No es tal o cual go-
bierno; es la anarquía, la anarquía sólo, la que fomentan en el seno
del pueblo. Hay, sin embargo, un hecho notable. Sinceros o perversos,
utopistas ciegos o anarquistas voluntarios, todos estos perturbadores
del orden social son republicanos. No porque amen o soporten mejor
el gobierno republicano que otro alguno. Republicano o monárqui-
co, todo gobierno regular y ecaz les es igualmente antipático. Pero
esperan bajo la república armas más fuertes para ellos, diques menos
fuertes contra ellos. Este es el secreto de su preferencia.
48. Recorro en todos sentidos la sociedad francesa, busco y encuen-
tro por doquiera estos elementos verdaderos y esenciales. Llego por to-
das las vías al mismo resultado; reconozco en todo, en el orden político
como en el orden civil, diversidades y desigualdades profundas. Y ni en
el orden civil la unidad de las leyes y la igualdad de los derechos, ni en el
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orden político, el gobierno republicano puede destruir estas diferencias,
estas desigualdades. Se perpetúan o se reproducen en el seno de todas las
legislaciones, bajo el imperio de todos los gobiernos.
49. No es ésta una opinión, un razonamiento, una conjetura; es
un hecho.
50. ¿Cuál es el sentido, cuál es la signicación de estos hechos? ¿Halla-
ríamos en ellos las antiguas clasicaciones de la sociedad? ¿Les serían apli-
cables las antiguas denominaciones de la política? ¿Habría una aristocra-
cia en presencia de una democracia? ¿O una nobleza, una clase media y la
muchedumbre? Estas diversidades, estas desigualdades de las situaciones
sociales y políticas, ¿formarían, tenderían a formar una sociedad jerárqui-
camente colocada, análoga a las que ya ha visto el mundo?
51. No, ciertamente. Las palabras aristocracia, democracia, nobleza, cla-
ses medias, jerarquía, no corresponden exactamente a los hechos que cons-
tituyen hoy día la sociedad francesa y no expresan estos hechos con verdad.
52. En cambio, ¿no hay en esa sociedad sino ciudadanos iguales
entre sí? ¿No hay clases realmente diversas, o siquiera diversidades,
desigualdades, sin importancia política? ¿No hay más que una gran-
de y uniforme democracia que busca su satisfacción en la república, a
riesgo de no hallar su reposo sino en el despotismo?
53. Tampoco: contestar con la una o la otra aserción sería desconocer
igualmente el estado verdadero de nuestra sociedad. Es preciso sacudir el
yugo de las palabras, y ver los hechos tales como son en sí. La Francia es
a la vez muy nueva y muy antigua. Bajo el imperio de los principios de
unidad y de igualdad que presiden a su organización, encierra condiciones
sociales y situaciones políticas profundamente diversas y desiguales. No
existe clasicación jerárquica; pero hay clases diferentes. No hay aristo-
cracia propiamente dicha; pero existe otra cosa que no es la democracia.
Los elementos verdaderos, esenciales y distintivos de la sociedad francesa,
tales como acabo de describirlos, pueden combatirse y enervarse; pero no
podrían destruirse y anularse unos a otros; resisten, sobreviven a todas las
luchas en que se empeñan, a todas las miserias que mutuamente se impo-
nen. Su existencia es un hecho que no está en su poder abolir. Acepten
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por tanto plenamente este hecho. Vivan juntos y en paz. La libertad como
el reposo, la dignidad como la prosperidad, el engrandecimiento como la
seguridad de Francia se consiguen a este precio.
54. ¿Bajo qué condiciones puede establecerse esta paz?
Capítulo Vi
CondiCiones polítiCas de la paz soCial en franCia
§. 1. Cuando ya se haya reconocido y admitido decididamente que
las clases diversas que existen entre nosotros y los partidos políticos
a que pertenecen son elementos naturales, profundos de la sociedad
francesa, se habrá dado un gran paso hacia la paz social.
2. Esta paz es imposible mientras las clases diversas, los grandes parti-
dos políticos que comprende nuestra sociedad alimenten la esperanza de
aniquilarse mutuamente y de poseer solos el imperio. Este es mal que nos
aqueja y nos trastorna periódicamente desde 1789. Unas veces los elemen-
tos democráticos han pretendido extirpar el elemento aristocrático; otras
veces el elemento aristocrático ha procurado sofocar los elementos demo-
cráticos y recobrar la dominación: las constituciones, las leyes, la práctica
del gobierno han sido dirigidas como máquinas de guerra ya hacia el uno,
ya hacia el otro objeto: guerra a muerte en la cual ninguno de los comba-
tientes creía poder vivir si su rival quedaba en pie delante de él.
3. El emperador Napoleón suspendió esta guerra. Reunió las antiguas
clases dominadoras y las nuevas clases preponderantes; y ya por la seguri-
dad que las proporcionaba, ya por el movimiento a que las impelía, ya por
el yugo a que las sujetaba restableció y mantuvo entre ellas la paz.
4. Desde 1814 a 1830 y de 1830 a 1848 comenzó de nuevo la gue-
rra. Ha habido un gran progreso: la libertad ha sido verdadera; el an-
tiguo elemento aristocrático y el elemento democrático se han desple-
gado sin oprimirse mutuamente. Pero no se han aceptado: cada uno de
ellos ha hecho grandes esfuerzos para excluir al otro.
5. Ahora ha entrado en la arena un tercer combatiente. El elemento
democrático se ha dividido: las clases obreras se dirigen contra las clases
medias, el pueblo contra la mesocracia. Y esta nueva guerra es también
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una guerra a muerte, porque el nuevo pretendiente es tan arrogante,
tan exclusivo como han podido serlo los demás. El pueblo, se dice, es el
único que tiene derecho al imperio, y ningún rival antiguo o moderno,
noble o de mediana clase puede ser admitido o participar de él.
6. Es menester que desaparezcan semejantes pretensiones, no por
parte de uno solo, sino por la de todos los pretendientes. Es preciso
que los grandes elementos de nuestra sociedad, la antigua aristocracia,
las clases medias, el pueblo, renuncien a la esperanza de excluirse y ani-
quilarse mutuamente. ue sostengan luchas de inuencias; que cada
uno mantenga su posición y sus derechos, y aun trate de extenderlos,
es natural: ésta es la vida política. Pero cesen en toda hostilidad radical,
resígnense a vivir juntos, uno al lado de otro, en el gobierno como en
la sociedad civil. Esta es la primera condición política de la paz social.
7. ¿Cómo puede cumplirse esta condición? ¿Cómo los diversos ele-
mentos de nuestra sociedad pueden ser conducidos a aceptarse mutua-
mente, y a representar juntos su papel en el gobierno del país?
8. Por medio de una organización de este gobierno, en la cual en-
cuentren todos, su lugar y su parte, que les dé al mismo tiempo satis-
facción y límites.
9. Aquí tropiezo con la idea más falsa, más funesta de cuantas circulan
en nuestros días en materia de organización política. Es ésta: “La unidad
nacional arrastra tras de sí la unidad política. No existe más que un pueblo.
No puede existir, en nombre y a la cabeza del pueblo sino un solo poder.
10. Esta es la idea revolucionaria y despótica por excelencia.
Es la convención y Luis XIV, diciendo igualmente:
«El Estado soy yo».
11. Mentira y tiranía. Un pueblo no es una inmensa aglomeración
de hombres, de tantos miles, de tantos millones, contados en cierto es-
pacio de tierra, y todos contenidos y representados por una cifra única
que se llama unas veces rey, otras Asamblea. Un pueblo es un gran cuer-
po organizado, formado por la unión, en el seno de una misma patria,
de ciertos elementos sociales que se forman y se organizan ellos mismos
naturalmente, en virtud de las leyes primitivas de Dios y de los actos
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libres del hombre: la diversidad de estos elementos, es, acabamos de
verlo, uno de los hechos esenciales que resultan de estas leyes y rechaza
absolutamente esa unidad falsa y tiránica que se pretende establecer en
el centro del gobierno, para representar la sociedad donde no existe.
12. ¿Pero será preciso que todos los elementos de la sociedad, todos
los grupos que se forman naturalmente en su seno, las clases, las pro-
fesiones, las opiniones diversas, se vean reproducidas y representadas,
en la cima del Estado, por otros tantos poderes que les correspondan?
13. No, ciertamente: la sociedad no es una federación de profesiones,
de clases, de opiniones que tratan juntas, distintos por sus mandatarios,
los negocios que les son comunes. Tampoco es una masa uniforme de ele-
mentos idénticos, que no envían sus representantes al centro del Estado,
porque por ellos mismos no podrían dirigirse todos, y necesitan reducirse
a un número que pueda reunirse en un mismo lugar y deliberar en común.
La unidad social exige que sólo haya un gobierno. La diversidad de estos
elementos sociales exige que este gobierno no sea un poder único.
14. Se verica naturalmente en el seno de la sociedad y entre las in-
numerables asociaciones particulares que encierra, familias, profesio-
nes, clases, opiniones, un movimiento de cohesión y de concentración,
que reuniendo sucesivamente todas las pequeñas asociaciones en asocia-
ciones más extensas, acaba por reducir este gran número de elementos
principales y esenciales que contienen y representan a todas las demás.
15. No digo ni pienso que estos elementos principales de la socie-
dad deban estar todos distintamente representados en la gobernación
del Estado por poderes especiales. Digo solamente que su diversidad
rechaza la unidad del poder central.
16. A esto se da una respuesta que algunos creen concluyente: los
elementos diversos de la sociedad se encuentran, dicen, por el hecho de
las elecciones libres, en el seno de la Asamblea única, que representa al
pueblo entero. Y allí por el hecho de la discusión libre, se maniestan,
sostienen sus ideas, sus intereses, sus derechos, y ejercen en las resolu-
ciones de la Asamblea, y por consecuencia en el gobierno del Estado, la
inuencia que les pertenece.
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17. Así, al contar con los elementos sociales más diversos, más consi-
derables, más esenciales, creen pagada su deuda y haber hecho por ellos
todo lo que les es dado cuando les dicen: “Haceos elegir; después, decid
vuestro parecer y hacedlo prevalecer”. La elección y la discusión consti-
tuyen la base que debe sostener el edicio social; esto basta para garantía
de todos los intereses, de todos los derechos, de todas las libertades.
18. ¡Extraña ignorancia de la naturaleza humana, de la sociedad hu-
mana y de lo que es la Francia!
19. Propondré sólo una cuestión. Hay en la sociedad intereses de
estabilidad y de conservación, intereses de movimiento y de progreso. Si
quisieseis dar a los intereses de movimiento y de progreso una garantía
ecaz, ¿iríais a pedir esa garantía a los elementos sociales en que domi-
nan los intereses de estabilidad y de conservación? No por cierto. Enco-
mendaríais a los intereses de movimiento y de progreso el cuidado de
protegerse a sí mismos, y tendríais razón. Todos los intereses diversos
tienen la misma necesidad y el mismo derecho. No hay para todos, se-
guridad, sino en su propio poder, esto es, en un poder de naturaleza y de
posesión análogas a la suya. Si se confía enteramente la suerte de los inte-
reses de estabilidad y de conservación a las probabilidades de la elección
de una Asamblea única, y de la discusión en una Asamblea única que
decida sola y denitivamente de las cosas, tened por seguro que llegará
un día en que tarde o temprano, y después de una porción de oscilacio-
nes entre diversas tiranías, esos intereses serán sacricados y perdidos.
20. Es un absurdo pedir el principio de estabilidad en el gobierno a los
elementos movibles de la sociedad. Es preciso que tanto los elementos per-
manentes de la sociedad como los elementos movibles encuentren en el
gobierno poderes análogos a ellos y que sean su garantía. La diversidad de
los poderes es igualmente indispensable a la conservación y a la libertad.
21. Mucho me asombra que se niegue esta verdad. Los que la ponen
en duda dan ellos mismos un gran paso en el camino que a ella condu-
ce. Después de establecer en la cumbre del Estado la unidad del poder,
admiten, al descender, la división de los poderes en razón de la diversi-
dad de las funciones, y separan cuidadosamente el poder legislativo, el
poder ejecutivo, el poder administrativo, el poder judicial, rindiendo
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así homenaje a la necesidad de dar, por medio de la distinción y de
la diferente constitución de aquellos poderes, garantías a los diversos
intereses que están encargados de regir. ¿Cómo no ven que esa nece-
sidad sube más alto, y que la diversidad de los intereses generales de la
sociedad y de los deberes del poder supremo exige absolutamente la
diversidad de poderes en la cima del Estado, tanto como la división de
poderes en las regiones secundarias del gobierno?
22. Mas para que la división de poderes sea real y ecaz, no basta
que tenga cada uno en el gobierno un sitio y un nombre distintos; es
preciso además que todos estén constituidos fuertemente, que sean ca-
paces de llenar efectivamente el puesto que ocupan y de guardarlo bien.
23. Se acostumbra hoy día a buscar la armonía de los poderes y la
garantía contra sus excesos, en su debilidad. Se teme a todos los poderes
y se procura enervados todos uno tras otro por miedo de que se destru-
yan mutuamente o usurpen la libertad.
24. Este es un grave error. Todo poder débil es un poder condenado
a la muerte o a la usurpación. Si se hallan poderes débiles en presencia
unos de otros, o bien uno de ellos se hará fuerte a expensas de los otros,
y entonces vendrá la tiranía, o se embarazarán y se anularán enteramen-
te, y entonces vendrá la anarquía.
25. ¿ué es lo que han hecho la fuerza y la fortuna de la monarquía
constitucional en Inglaterra?
26. ue la monarquía y la aristocracia inglesas eran primitivamente
fuertes, y los diputados ingleses se han hecho fuertes arrancando suce-
sivamente a la monarquía y a la aristocracia los derechos que en el día
poseen. De los tres poderes constitucionales, dos permanecen fuertes y
establecidos sobre profundas raíces; el tercero se ha engrandecido y se
ha ido arraigando profundamente por grados. Todos ellos son capaces
de defenderse unos de otros y se bastan a sí mismos.
27. Cuando en Francia se intentó seriamente el establecimiento
de la monarquía constitucional, sus más rmes partidarios quisieron
para el trono una base antigua e histórica, para la cámara de los pares
el derecho de sucesión, para la cámara de los diputados la elección
directa. Y no quisieron eso por obedecer a teorías y ejemplos, sino
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para que los grandes poderes públicos fuesen poderes verdaderos, se-
res reales y ecaces, no palabras o fantasmas.
28. En los Estados Unidos, a pesar de la diferencia de situaciones,
costumbres, instituciones y nombres, Washington, Hamilton, Jeer-
son, Madison, al fundar una república, reconocieron y practicaron
los mismos principios. También quisieron en la cumbre del Estado
poderes diversos, y para que la diversidad fuese real, dieron a los po-
deres diversos, a las dos cámaras y al presidente, origen diferente, tan
diferente como lo permitían las instituciones generales y como lo eran
las funciones que debían ejercer.
29. La diversidad de origen y de naturaleza es una de las condicio-
nes esenciales de la fuerza intrínseca y real de los poderes, que es de por
sí condición indispensable de su armonía y de la paz social.
30. Y no es sólo en la cumbre del Estado y en el gobierno central, sino
en toda la faz del país, así en la administración de sus asuntos locales,
como en la de sus asuntos generales, donde deben presidir estos princi-
pios a la organización del poder. Mucho se habla de la centralización, de
la unidad administrativa. Grandes servicios ha prestado a Francia. Mucho
conservaremos de sus formas, de sus reglas, de sus máximas, de sus obras;
pero el tiempo de su soberanía ha pasado y no puede ya bastar en el día a
las necesidades dominantes y a los peligros urgentes de nuestra sociedad.
En la actualidad no se halla entablada la lucha en el centro solamente, sino
en todas partes. Atacadas por todos lados la propiedad, la familia, todas
las bases de la sociedad, es preciso que sean fuertemente defendidas, y no
bastan para defenderlas funcionarios y órdenes que parten del centro, aun
cuando sean sostenidas por soldados. Es preciso que por todas partes los
propietarios, los jefes de familia, los guardianes naturales de la sociedad
tengan el deber y los medios de sostener su causa, tomando una parte
efectiva de acción y responsabilidad así en el manejo de sus intereses loca-
les como de sus intereses generales, así en su administración como en su
gobierno. Por doquiera debe el poder central tener la bandera del orden
social; pues en ninguna parte puede llevar por sí solo el peso de ella.
31. Hablo siempre en la hipótesis de que me dirijo a una sociedad
libre, y de que se trata de un gobierno libre, pues en los gobiernos li-
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bres es en donde la paz social exige todas aquellas condiciones que
evidentemente no son aplicables al régimen del poder absoluto.
32. Pero el poder absoluto tiene sus condiciones lo mismo que la
libertad. Falta mucho para que sea posible en todas partes donde fuere
aceptado, y no basta desearlo para obtenerlo.
33. No lo olviden nunca los amigos de la libertad: los pueblos pre-
eren el poder absoluto a la anarquía, porque lo mismo para las socie-
dades que para los gobiernos y los individuos, la primera necesidad, el
instinto soberano es vivir. La sociedad puede vivir bajo el poder abso-
luto, pero la anarquía, si es durable, la mata.
34. Es un espectáculo vergonzoso el que ofrece la facilidad, y aun
podría decir, el afán con que los pueblos arrojan sus libertades en el
abismo de la anarquía para tratar de cegarlo. Nada hay, en mi con-
cepto más triste que contemplar ese repentino abandono de tantos
derechos reclamados y ejercidos con tanto estruendo. Para no deses-
perar del hombre y del porvenir, en vista de esto, es necesario recoger
y reanimar el espíritu en esas elevadas fuentes, donde se conservan las
convicciones profundas y las grandes esperanzas.
35. No cuente, pues, la Francia, sean los que fueren los peligros que
corra, con el poder absoluto para salvarse, porque no correspondería
a su conanza. En la antigua sociedad francesa encontraba principios
de templanza y de duración; bajo el imperio de Napoleón tenía princi-
pios de fuerza que ahora le faltarían. La tiranía popular y la dictadura
militar pueden ser recursos de un día, pero no de los gobiernos. Las
instituciones liberales son ahora tan necesarias a la paz social como
la dignidad a las personas: y el poder, cualquiera que sea, republicano
o monárquico, no puede hacer cosa mejor que aprender a servirse de
ellas, porque no tiene otro instrumento ni otro apoyo.
36. Si algunos hombres intentasen buscar en otra parte el reposo,
pueden renunciar a este proyecto: la Francia no se librará de la ne-
cesidad de un gobierno constitucional, sea el que fuere su porvenir:
está condenada, para salvarse, a vencer todas las dicultades y a llenar
todas las condiciones de aquél.
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37. Sólo hay un medio para lograrlo, medio único e imperioso,
que consiste en que se unan íntimamente y obren siempre de acuer-
do todos los elementos de estabilidad, todas las fuerzas conservadoras
del orden social que existen en Francia. Tan difícil será suprimir la
democracia en la sociedad como la libertad en el gobierno. Este mo-
vimiento inmenso que penetra y fermenta por todas partes en el seno
de las naciones, y que va provocando sin cesar todas las clases y todos
los hombres a pensar, a pretender, a obrar y a desplegarse en todos
sentidos, este movimiento, pues, no puede ser sofocado. Es un hecho
que es preciso aceptar, ya sea que guste o que desagrade, que iname
o que espante. No pudiendo suprimirlo, es necesario contenerlo y re-
glado, porque si no se le contiene y arregla arruinará la civilización y
será el baldón y la desgracia de la humanidad. Para contener y reglar
la democracia es fuerza que haya mucha en el Estado, pero que no lo
domine enteramente; que pueda subir siempre, y nunca hacer descen-
der lo que no es ella; que encuentre en todas partes salidas, y también
barreras que la contengan. Es un río a la vez fecundo e impuro, cuyas
aguas no son benécas sino cuando se reposan y purican esparcién-
dose. Un pueblo que ha sido grande en un pequeño rincón de la tierra,
y republicano con gloria, en frente de la gloria monárquica de Luis
XIV, el pueblo holandés, conquistó y mantiene su patria contra el
Océano, abriendo canales en todas direcciones y construyendo diques
en todas partes. El trabajo incesante de todos los holandeses, el secre-
to de su triunfo y de su duración consiste en que nunca se cierren los
canales ni se destruyan los diques. ue se instruyan con este ejemplo
todas las fuerzas conservadoras de la sociedad francesa; que se unan
estrechamente; que vigilen juntas y sin descanso para recoger y conte-
ner las olas crecientes de la democracia: de su unión permanente, de
su acción común y ecaz depende la salvación, la salvación de todo y
de todos. Si los elementos conservadores de la sociedad francesa saben
unirse y constituirse fuertemente; si el espíritu político se sobrepone
al espíritu de partido, la Francia y la democracia misma se salvarán
en el seno de la Francia. Si los elementos conservadores permanecen
desunidos y desorganizados, la democracia perderá a la Francia y per-
diéndola, se perderá a sí misma.
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Capítulo Vii
CondiCiones morales de la paz soCial en franCia
§. 1. Son indispensables para restablecer en Francia la paz social las
condiciones políticas que acabo de indicar; pero no son sucientes.
2. Es demasiado poco, para una obra semejante, la buena organi-
zación de los poderes. Hace falta, por parte de los mismos pueblos,
cierta dosis de prudencia y de virtud. Se engan torpemente los que
creen en la fuerza soberana de la mecánica política. La libertad huma-
na entra por mucho en los negocios sociales y, en denitiva, depende
de los hombres el triunfo de las instituciones.
3. Háblase mucho del cristianismo y del evangelio, y se pronuncia
con frecuencia el nombre de Jesucristo. No quiera Dios que detenga
mucho mi pensamiento en estas profanaciones, mezcla abominable
de cinismo y de hipocresía. Suscitaré una sola cuestión. Si la sociedad
francesa fuese formal y efectivamente cristiana, ¿qué espectáculo ofre-
cería hoy en medio de los crueles problemas que la atormentan?
4. Los ricos, los grandes de la tierra, se dedicarían con abnegación y
perseverancia a aliviar las miserias de otros hombres; su trato con las cla-
ses pobres sería incesantemente activo, afectuoso, moral y materialmente
benéco; las asociaciones, las fundaciones y las obras de caridad se opon-
drían en todas partes a los sufrimientos y peligros de la condición humana.
5. Los pobres, por su parte, los pequeños de la tierra, estarían so-
metidos a las voluntades de Dios y a las leyes de la sociedad; buscarían
en el trabajo regular y asiduo la satisfacción de sus necesidades; en una
conducta moral y previsora el mejoramiento de su suerte; y en el por-
venir prometido al hombre en la otra vida su consuelo y su esperanza.
6. Estas son las virtudes cristianas que se llaman fe, caridad y esperanza.
7. ¿Y es este el n a que se dirigen? ¿Es esto lo que se esfuerzan en
inculcar en el corazón de los pueblos?
8. Dudo que la mentira, que trata de explotar las palabras cristia-
nas, se atreva a decir «sí» a pesar de su audacia. Y si se atreviese, estoy
seguro que encontraría un mentís universal, a pesar de la credulidad
pública.
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9. Si esto es mentira, que se renuncie a ello: si es ceguedad, que se
desengañen; el cristianismo no se dejará así desgurar y degradar: no
hay nada más anticristiano que las ideas, el lenguaje y la inuencia de los
reformadores actuales del orden social. Si el comunismo y el socialismo
prevaleciesen, perecería la fe cristiana. Si la fe cristiana fuese más fuerte,
el socialismo y el comunismo no serían muy luego sino oscuros desvaríos.
10. uiero ser completamente justo; y al atacar ideas que son la
mengua y el azote de nuestro tiempo, debo reconocer lo que pueden
encerrar de moralmente capcioso, y qué pretextos o qué instintos hon-
rados pueden extraviar a los que las sostienen y a los que las acogen.
11. Existe un sentimiento, noble y bello en sí mismo, que ha des-
empeñado y desempeña todavía en el día, en nuestras sociedades y en
las perturbaciones que sufren, un papel considerable. Este sentimien-
to es el entusiasmo por la humanidad, el entusiasmo de la conanza,
de la simpatía y de la esperanza.
12. Este sentimiento era dominante, y soberano entre nosotros en
1789, y fue el que produjo el arranque irresistible de aquella época. No
había entonces ningún bien que no se atribuyese a la humanidad, nin-
gún triunfo que no se quisiese o se esperase de ella: la fe y la esperanza
en el hombre reemplazaron a la fe y la esperanza en Dios.
13. No se ha hecho esperar mucho la prueba. El ídolo no ha resis-
tido por mucho tiempo. La conanza ha sido convencida muy pronto
de presunción. La simpatía ha conducido a la guerra social y al cadalso.
Las esperanzas satisfechas han parecido muy pequeñas, comparadas
con las que se han desvanecido como quimeras. Nunca ha salido la
experiencia tan rápida ni tan grande al encuentro del orgullo.
14. A este mismo sentimiento se dirigen hoy día, sin embargo,
los nuevos reformadores del orden social, e invocan este mismo en-
tusiasmo idólatra por la humanidad. Al mismo tiempo que despojan
al hombre de los más sublimes arranques y de sus más elevadas pers-
pectivas, exaltan desmedidamente su naturaleza y su poder: lo abaten
vergonzosamente, porque no le prometen nada sino en la tierra: en
ella creen ciegamente en el hombre y todo lo esperan de él y por él.
15. Lo más triste que hay que decirles es que esta idolatría insensata es
su única excusa, y la única de sus ideas que tenga un origen un poco elevado
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y que conserve algún valor moral. Si no tuviesen una fe ciega en el hombre,
si no fuesen los adoradores serviles de la humanidad, no serían más que los
propagadores de un materialismo ávido, brutal y desenfrenado.
16. “Si el hombre se ensalza, dice Pascal, yo le abato; si él se abate
yo le ensalzo”: admirables palabras que es necesario repetir y practicar
sin cesar. El hombre merece ciertamente que se le respete o que se le
ame, y que se espere mucho de él y que se aspire a mucho por él. A los
que desconociesen la grandeza de su destino y de su naturaleza, a él
mismo, si llegase a olvidarla, le diría con Pascal: “Si el hombre se abate
yo le ensalzo. Pero a los que inciensan al hombre y se prometen de él
todas las cosas y le prometen todas las cosas, a los que, incitados por
el orgullo, incitan al hombre al orgullo, olvidando y haciéndole olvi-
dar las miserias de su naturaleza, las leyes supremas a que está sujeto
y los apoyos de que no puede prescindir, a éstos les digo también con
Pascal: “Si el hombre se ensalza yo le abato”: y los hechos, los hechos
recientes, ruidosos, irresistibles, se lo dicen más alto que yo.
17. No volverán la Francia a 1789. No la volverán a lanzar en aquel
entusiasmo de conanza y de presuntuosa esperanza que entonces la
dominaba. Entusiasmo verdadero y general en aquella época, espon-
táneo como la juventud, excusable como la inexperiencia, pero que no
sería hoy más que una excitación cticia y falsa, un velo sin consisten-
cia, tendido sobre las malas pasiones y sobre los delirios insensatos que
apenas cubriría. ¿Por qué arrogancia incurable hemos de rechazar las
lecciones que Dios prodiga a nuestra vista hace sesenta años? No nos
manda que desesperemos de nosotros mismos ni de la humanidad, ni
renunciar a sus progresos, a su porvenir, a una profunda y tierna sim-
patía por ella, así por sus dolores como por sus glorias. Nos prohíbe
formar de ella un ídolo. Nos manda que la veamos tal como es, sin
adulación y sin indiferencia, y que la amemos y la sirvamos según las
leyes que él mismo ha establecido. Ningún interés tengo en extinguir
el ardor moral que conserva nuestro tiempo, ni en sembrar la duda y
la indiferencia en los corazones tan tibios ya y tan inciertos. Pero es
preciso no engañarse: la Francia no puede marchar resuelta y animada,
si retrocede hacia la revolución, donde sólo hallará fuentes agotadas,
a las cuales no irá a refrescarse ni a apagar su sed nuestra sociedad. Os
quejáis de su languidez y quisierais ver renacer en su seno aquella fe,
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aquella energía moral que forma la grandeza de las naciones. No pidáis
tal cosa al espíritu revolucionario, porque es incapaz de concedérnos-
la: sólo puede ofrecernos ruido, pero no movimiento: puede todavía
consumir: pero ya no ilustra ni exalta. En lugar de reanimar las creen-
cias, esparce por doquier la duda y la incertidumbre. No hay duda que
la Francia necesita ser moralmente realzada y fortalecida, y que le hace
falta recobrar la fe y la adhesión a los principios jos y generalmen-
te admitidos. Pero el espíritu revolucionario no puede darle nada de
esto: sus apariciones, sus evocaciones, sus predicciones, sus recuerdos
y su lenguaje lo retardan y lo impiden en vez de realizarlo. Semejante
honor está reservado a otras fuerzas morales y a otros hombres.
18. El espíritu de familia, el imperio de los sentimientos y de las cos-
tumbres domésticas, entrarán por mucho para conseguirlo. La familia
es, ahora más que nunca, el primer elemento y el último baluarte de
la sociedad. Mientras que, en la sociedad general, sean todas las cosas
cada vez más movibles, personales y transitorias, residirá en la familia,
de un modo indestructible, la necesidad de su duración y el instinto de
los sacricios del presente y del porvenir. Allí es donde se albergan y
sostienen, como en un asilo tutelar, las ideas y las virtudes que se oponen
al movimiento excesivo, desordenado, inevitablemente suscitado en los
grandes focos de civilización de los grandes Estados. El torbellino de los
negocios y de los placeres, las tentaciones y las perturbaciones que aquél
esparce incesantemente en nuestras grandes ciudades, arrojaría muy
pronto a toda la sociedad en un estado de fermentación y de relajación
deplorables, si la vida doméstica esparcida sobre toda la supercie del
territorio, con su tranquila actividad, con sus intereses permanentes y
con sus lazos inmutables, no opusiese sólidas barreras a este peligro. Sólo
en el seno de la vida doméstica y bajo su inuencia es donde se mantiene
con más seguridad la moralidad privada, base de la moralidad pública.
Sólo allí es donde hoy se desarrolla la parte afectuosa de nuestra natu-
raleza, la amistad, el reconocimiento, la adhesión y todos los lazos que
unen los corazones en la identidad de los destinos. Ha habido tiempos
y han existido sociedades en que semejantes sentimientos individuales
ocupaban su puesto en la vida pública, y en que las afecciones de esta
especie se combinaban con las relaciones políticas. Pasaron ya aquellos
tiempos y apenas es posible que vuelvan. En nuestras sociedades, tan
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vastas y complicadas, en medio del movimiento que las agita sólo presi-
den a la vida pública los intereses generales, las ideas generales, los senti-
mientos de las masas y las combinaciones de los partidos. Las afecciones
personales son lazos demasiado delicados para inuir poderosamente
en las luchas de estos motores despiadados. Sin embargo, nunca se sofo-
ca impunemente en cualquier campo donde se despliegue la actividad
humana, uno de los elementos vitales de la naturaleza humana: es muy
hermoso, y maniesta al menos una grande rmeza, la falta casi com-
pleta, en las relaciones de la vida política, de los sentimientos tiernos y
afectuosos, y aquella dominación casi exclusiva de las ideas abstractas y
de los intereses generales o personales. Importa mucho a la sociedad que
estas disposiciones, que yo llamaría de buena gana pasiones afectuosas
del corazón del hombre, tengan su esfera asegurada para desplegarse li-
bremente, desde la cual vienen a veces, por algunos bellos ejemplos, a
formar acta de presencia y de fuerza, en esa esfera política donde tan
pocas veces aparecen. Este n social sólo se alcanza en el seno de la vida
doméstica y por las afecciones de familia. Al mismo tiempo que es un
principio de estabilidad y de moralidad, es también la familia un foco
de afección y de abnegación, donde estas partes nobles de nuestra natu-
raleza encuentran las satisfacciones que en vano buscarían en otra parte,
pudiendo desde allí, en ciertos días y en ciertas circunstancias, esparcirse
por fuera, en honor y en provecho de la sociedad.
19. Después del espíritu de familia, es el espíritu político del que la
Francia puede esperar en el día mayores servicios, por cuya razón debe
cultivar sus progresos con el mayor cuidado. El espíritu político con-
siste esencialmente en querer y saber tomar su parte y desempeñar su
papel regularmente en los negocios de la sociedad, sin hacer uso de la
violencia. Cuanto más se desarrolle el espíritu político, tanto más in-
culca a los hombres la necesidad y el hábito de ver las cosas como son
en sí y en su exacta verdad. Ver lo que se desea y no lo que es, formarse
complacientemente ilusión respecto a los hechos, como si los hechos
debiesen tener la misma complacencia, y transformarse según nuestro
deseo, es la debilidad radical de los hombres y de los pueblos todavía
nuevos en la vida política, y la fuente de los errores más funestos. Ver
las cosas como son en sí, es el primero y el mejor carácter del espíritu
político, y de aquí resulta ese otro carácter no menos esencial, que en-
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señándonos a no ver más que lo que es, nos enseña también a no que-
rer más que lo que se puede. La exacta apreciación de los hechos nos
da la medida de las intenciones y de las pretensiones. Verídico consigo
mismo, el espíritu público se hace prudente y moderado. Nada dis-
pone más a la moderación que el pleno conocimiento de la verdad
de las cosas, porque es raro que eche todo su peso en un solo lado de
la balanza. El espíritu político se eleva naturalmente, por prudencia,
cuando no por moralidad, a lo que es su ley fundamental y su mérito
esencial, respeto al derecho, base única de la estabilidad social, porque
fuera del derecho no hay más que la fuerza, que es esencialmente va-
riable y precaria. Y el respeto al derecho supone o crea el respeto a la
ley, fuente habitual del derecho. Y el respeto a la ley aanza el respeto a
los poderes que hacen o aplican la ley. Lo que es real, lo que es posible,
el derecho, la ley, los poderes legales, he aquí cuáles son las preocupa-
ciones constantes del espíritu público, y lo que en éste se acostumbra
a buscar y respetar siempre: de este modo mantiene y restablece un
principio moral de jeza en las relaciones de los hombres y un princi-
pio moral de autoridad en el gobierno de los estados.
20. Cuanto más se desarrollen y crezcan el espíritu de familia y
el espíritu político a expensas del egoísmo pasajero y del espíritu re-
volucionario, más pacíca, y asentada sobre sus cimientos se verá la
sociedad francesa.
21. Con todo, no bastan el espíritu de familia, ni el espíritu po-
lítico para llevar a cabo la obra. Necesitan el auxilio de otro espíritu
más alto y que penetra mucho más en las almas: el auxilio del espíritu
religioso. Propio es de la religión, y de la religión solamente, hablar a
todos los hombres, hacerse entender por todos, grandes y pequeños,
felices y desgraciados, y subir o bajar sin esfuerzo a todas las las y a
todas las regiones de la sociedad. Uno de los rasgos admirables de la
organización cristiana es que sus ministros estén esparcidos y presen-
tes en toda la sociedad, viviendo al lado de las cabañas como de los
palacios, en contacto habitual e íntimo con las condiciones más hu-
mildes como con las más elevadas, consejeros y consoladores de todas
las miserias y de todas las grandezas. Poder tutelar que, a pesar de los
abusos y faltas a que lo han arrastrado su propia fuerza y su extensión,
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ha velado y obrado más que ningún otro, en el espacio de tantos siglos,
por la dignidad moral y por los más caros intereses de la humanidad.
Menos que nadie quisiera yo, en benecio de la misma religión, ver
renacer los abusos que la han alterado o comprometido; pero coneso
que hoy temo semejante cosa. Los principios del gobierno laical y de
la libertad del pensamiento humano han triunfado denitivamente
en la sociedad moderna. Todavía tienen y tendrán siempre enemigos
que rechazar y luchas que sostener; pero su victoria es segura, porque
tienen en su favor las instituciones, las costumbres, las pasiones do-
minantes, y ese curso general y soberano de las ideas y de los hechos
que, atravesando todas las diversidades, todos los obstáculos y peli-
gros, marcha y se precipita en todas partes en el mismo sentido, en
Roma, en Madrid, en Turín, en Berlín y Viena, del mismo modo que
en Londres y en París. No teman las sociedades modernas a la religión,
ni le disputen bruscamente su inuencia natural, porque esto sería un
terror pueril y además un error funestísimo. Estáis en presencia de una
muchedumbre inmensa y fogosa. Os quejáis de que os faltan los me-
dios de obrar sobre ella para ilustrarla, dirigirla, contenerla y calmarla;
que no entráis en relaciones con ella sino por medio de los recaudado-
res y gendarmes; que está entregada sin defensa a las mentiras y a las
excitaciones de los charlatanes y demagogos, al arrebato y ceguedad de
sus propias pasiones. Tenéis en todas partes, en medio de esa multitud,
hombres cuya misión y ocupación constante es precisamente dirigirla
en sus creencias, consolarla en sus miserias, inculcarle el deber y ha-
cerle concebir esperanza: que ejercen sobre ella esa acción moral que
no encontráis en ninguna otra parte. ¡Y todavía no aceptaréis de buen
grado la inuencia de esos hombres! ¡No os apresuraréis a auxiliarlos
en su obra, a ellos, que pueden auxiliaros tanto en la vuestra, precisa-
mente allí donde penetráis tan poco, y donde vuestros enemigos, que
lo son del orden social, entran y minan incesantemente!
22. Convengo en ello; pero hay una condición inherente a la buena
voluntad y a la ecacia política del espíritu religioso, cual es el que desee
respeto, verdadero respeto y libertad. Convendré también en que en sus
temores y deseos es algunas veces suspicaz, susceptible y exigente, y que
otras se deja llevar también de la corriente de las ideas falsas que debe
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combatir. Participaré, en n, tan ampliamente como se me exija, de la
parte de injusticias que hay que sufrir y de precauciones que hay que
tomar, y diré después como antes: “No disputéis bruscamente con la
religión; no temáis las inuencias religiosas, ni las libertades religiosas;
dejadlas ejercitarse y desarrollarse extensamente, porque os darán en úl-
timo resultado más paz que guerra, más socorros que dicultades.
23. Cuando llegue el día en que veamos próxima la necesidad de
obrar, luz indispensable para quien quiere hacer más que sentar los
principios de acción, habrá que investigar por qué medios prácticos
se desarrollarán y armarán convenientemente en nuestro país el espí-
ritu de familia, el espíritu político y el espíritu religioso. Hoy no aña-
do más que una palabra. No se trata con los grandes poderes morales
como con los auxiliares asalariados y sospechosos: existen por sí mis-
mos con sus méritos y faltas naturales, con sus benecios y peligros.
Preciso es aceptarlos como son, sin esclavizarse a ellos, pero sin pre-
tender esclavizarlos; sin entregarles todas las cosas, pero sin regatearles
incesantemente su parte. El espíritu religioso, el espíritu de familia y
el espíritu político son, más que nunca, en nuestra sociedad, espíritus
necesarios y tutelares. Ni la paz social, ni la estabilidad, ni la liber-
tad pueden subsistir sin su cooperación. Buscad esta cooperación con
sinceridad; recibidla de buen grado y resignaos a pagar su precio. Las
sociedades, lo mismo que los individuos, no están exentas de esfuerzos
y sacricios por los bienes que les es permitido gozar.
Capítulo Viii
ConClusión
§. 1. ue no forme ilusiones la Francia: cuantas experiencias en-
saye, cuantas revoluciones haga o deje de hacer, no la sustraerán a las
condiciones necesarias e inevitables de la paz social y del buen gobier-
no. Puede desconocerlas y sufrir, sufrir sin medida y sin término des-
conociéndolas, pero no puede abolirlas.
2. Lo hemos ensayado todo: la república, el imperio y la monar-
quía constitucional. Comenzamos de nuevo nuestros ensayos. ¿Por
qué inquietarnos por su mala suerte? En nuestros días, a nuestra vista,
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en tres de los estados más poderosos del mundo, duran y prosperan es-
tos tres mismos gobiernos; la monarquía constitucional en Inglaterra;
el imperio en Rusia, y la república en la América del Norte. ¿Tendre-
mos nosotros el privilegio de todas las imposibilidades?
3. Sí; lo tendremos mientras permanezcamos en el caos en que es-
tamos sumergidos en nombre y por el culto idólatra de la democracia;
mientras no veamos en la sociedad más que la democracia, como si
estuviese sola en ella; mientras no busquemos en el gobierno más que
la dominación de la democracia, como si ella sola tuviese el derecho y
el poder de gobernar.
4. A este precio, la república, como la monarquía constitucional,
el imperio como la república, todo gobierno regular y duradero es im-
posible.
5. Y la libertad, la libertad legal y fuerte es tan imposible como el
gobierno duradero y regular.
6. El mundo ha visto sociedades, grandes sociedades, reducidas a
esta condición deplorable; incapaces de soportar una libertad legal y
fuerte, ni un gobierno regular y duradero; condenadas a intermina-
bles y estériles oscilaciones políticas; unas veces tal o cual forma de
anarquía, y otras tal o cual forma de despotismo. No concibo un des-
tino más doloroso para los hombres dotados de cierto temple de alma
que pertenecer a semejantes tiempos, porque no les queda entonces
más recurso que encerrarse en el seno de la vida doméstica y en la pers-
pectiva de la vida religiosa, toda vez que ya no existen las alegrías y los
sacricios, los trabajos y las glorias de la vida pública.
7. No es éste, gracias a Dios, el estado de la Francia; no es ésta la
última palabra de nuestra larga y gloriosa civilización, y de tantos es-
fuerzos, conquistas, esperanzas y padecimientos.
8. La sociedad francesa está llena de fuerza y de vida. No ha hecho
tan grandes cosas para descender en nombre de la igualdad hasta el más
ínmo nivel. Dentro de sí misma encierra los elementos de una buena
organización política. Tiene clases numerosas de ciudadanos ilustra-
dos, colocados ya, o prontos a elevarse a la altura de los negocios de su
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país. Cubre su suelo una población inteligente y laboriosa, que detesta
la anarquía y sólo pide vivir y trabajar en paz. Las virtudes abundan en
las familias y los buenos sentimientos en los corazones. Tenemos medios
para luchar contra el mal que nos devora; pero el mal es inmenso. No
hay términos para calicarlo ni medida para ver sus proporciones. Los
padecimientos y la afrenta que nos causa son nada en comparación de
los que nos prepara si se prolonga. ¿Y quién dirá que no se prolongará,
cuando todas las pasiones de los perversos, todos los delirios de los in-
sensatos y todas las debilidades de los hombres honrados concurren a
fomentarlo? Únanse, pues, para combatirlo todas las fuerzas sanas de
la Francia, y aún esto no bastará si se acude demasiado tarde. Unidas en
esta obra, sucumbirán más de una vez bajo su peso, y la Francia necesita-
rá todavía que Dios la proteja para salvarse.
Refutación
Si en la portada del libro que vamos rápidamente a analizar no se
viese escrito el nombre ilustre de Mr. Guizot, de seguro hubiera sido
imposible reconocer en él al grande historiador, al distinguido hom-
bre de Estado, al entendido lósofo que en varias y estimables obras
ha discutido, cuando no resuelto, los más interesantes problemas de la
humanidad y las cuestiones más arduas de nuestro tiempo.
Para mayor claridad y arreglo en estas notas (que confesamos ha-
ber escrito muy de prisa) hemos numerado los párrafos de cada capítu-
lo del libro. Por lo demás, aunque casi improvisadas por la premura del
tiempo que se nos ha concedido para formarlas, nuestras observacio-
nes probarán, si en el juicio general que en pocas palabras acabamos
de hacer de él, hemos o no cedido, sin ningún género de prevención,
al más sincero y desinteresado convencimiento.
Capítulo i
§. 1. Todos los hombres ilustres que aquí cita M. G han sido
en el mundo representaciones o personicaciones de ideas y sistemas di-
ferentes. Entre N y L F hay tanta distancia, si no más,
que entre el despotismo y la libertad. ¿Pudo creerse alguno de ellos en po-
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sesión de la verdad? En realidad ninguno lo creyó. Al dudar del éxito de
su causa no es, por tanto, cierto, que dudasen también de la causa de la
humanidad en lo futuro, como el autor asegura. Lejos de eso, N
predijo el próximo triunfo de la democracia; lo cual, para decirlo de paso,
prueba que la democracia, según más adelante dice M. G, no ha
caído sobre la sociedad actual a la manera de un aerolito que nadie espera;
si no que era, como en realidad lo es, un suceso natural visible casi, cuya
existencia está sometida a las leyes generales de la historia.
2. M. G nos ha de perdonar; pero es preciso le digamos
que ni él, ni el ex rey L F tendrían ningún motivo, si murie-
sen hoy, para formar esperanzas acerca del triunfo del gobierno cons-
titucional, que con sus desaciertos y errores derribaron en Francia, y
han contribuido a hacer de difícil establecimiento en otras partes.
3. ¿Y es esto motivo justo y racional para que se pregunte si por
ventura la revolución francesa no está destinada más que a producir
dudas y desengaños?
Y desde luego preguntamos: ¿de qué revolución habla M. G-
? Si es de la gran revolución francesa de nes del pasado siglo, la
duda que maniesta sería absurda, y estaría en contradicción con los
juicios que él mismo ha emitido varias veces acerca de aquel grande y
glorioso acontecimiento. Y si es de la actual, la duda es prematura, y
fuera de sazón el desaliento.
4. Las naciones, por lo común, no sufren sino lo que no pueden
impedir por ser inevitable. Esa confusión del bien y del mal, de lo falso
y de lo verdadero, de que M. G se lamenta, es hija de una causa
más lejana, más profunda, más necesaria de lo que él afecta creer, acaso
por no haber abarcado en una mirada sintética el estado completo de
las sociedades europeas.
Todo juicio (y lo que decimos de los juicios lo decimos también de
los sistemas), todo juicio que no mira y compulsa sino una de las fases
de las cosas, es incompleto, y por lo tanto, erróneo.
El estado de las sociedades es el producto del estado de todos sus ele-
mentos: es la suma de todas sus partes. ¿Es, por ventura, la sociedad un ser
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simple, o un ser complejo? Complejo es por su naturaleza: M. G
lo hace simple. Hay más; preocupado M. G con la política, no
ve más que la política en el mundo. Aquí habla el ministro, no el lósofo.
¿Por qué, pues, esa confusión? Porque esa confusión es el estado
natural de todos los períodos nuevos que se inauguran en la sociedad:
en un todo semejante a la confusión que reinaba en el mundo a la
aparición del cristianismo, y a la que volvió a apoderase de él en tiem-
po de la Reforma protestante: épocas ambas que constituyen los dos
primeros períodos conocidos de la civilización de nuestros tiempos.
Esa confusión, reejada y representada en la losofía, es el movi-
miento analítico, o de descomposición, que se apodera de todas las so-
ciedades cuando una nueva idea, una nueva clase social, un nuevo inte-
rés, hace su aparición militante en los pueblos, después de haber estado
años y aun siglos, formándose lenta y silenciosamente en sus entrañas.
Y si no, abramos la historia, y contemos, no todas, sino las principa-
les conquistas del género humano. La esclavitud pasa a ser servidumbre:
la servidumbre se transforma y se convierte en gremios industriales: los
gremios industriales se emancipan y nace el estado llano: la nobleza de
raza se disipa: luce el sol de la libertad, y nace el proletariado. ¿Cuál de
estas conquistas no ha costado sangre? ¿Cuál se ha obtenido sin la gue-
rra? ¿No es la guerra el instrumento natural de la civilización?
Ahora bien: diga M. G, caso que a ello se atreva, si el
mundo, es decir, la marcha de la humanidad, debe detenerse en el
proletariado, condenando para siempre esta clase al ilotismo en que
actualmente se encuentra. Santa es la libertad y la adoramos; pero la
queremos para todos, no para algunos.
Pero, ¿qué paso debe dar la humanidad para dejar atrás el proleta-
riado? ¿Y cómo dará ese paso?
Este es el problema.
5. De lo dicho se inere que un pueblo no puede hacer jamás, a
priori, lo que el autor exige de él. Esta es la obra del tiempo y de la
voluntad.
6. Frase galana.
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7. Del caos salió el mundo, según la Escritura: de la democracia
saldrá el futuro estado social.
8, 9 y 10. Todo esto prueba que la democracia es un hecho univer-
sal, y de tal pujanza que nadie puede contrastarlo.
11. No hubiéramos escrito nosotros nada mejor, si hubiéramos
querido conrmar la observación anterior.
12. En todo lo que M. G, lleva dicho, y en lo que dice aquí,
se nota un gran vacío: este vacío es la falta de una denición exacta
de la democracia; porque sin ella, ¿cómo entendernos? ¿Ni cómo se
entenderá a sí mismo el autor?
Lo que los reyes han dicho de la democracia, lo han dicho con
razón: ejemplo de ello, Inglaterra, Bélgica, Holanda, el Piamonte, la
Prusia misma.
Pero no es cierto que las palabras que M. G pone en boca
de los republicanos, de los socialistas, comunistas y montañeses, sean
las que otra clase de demócratas, única legítima, dirige a la democra-
cia; ni tales son sus deseos; ni tal es su sistema.
¿ué es democracia?
Por falta de esta necesaria denición, nos dice M. G que
es una idea fatal lo que conesa ser una idea necesaria. ¿Ha olvidado
M. G lo que es una idea necesaria? Una idea necesaria es una
idea providencial, una idea divina.
13. ¡Extirpar la democracia! –Nosotros decimos: organizarla. ¿ué
otro medio con los hechos invencibles? Ellos son las fuerzas de la huma-
nidad: destruirlos es imposible; luego lo que conviene es organizarlos.
14, 15, 16, 17, 18. Una idea que conmueva y agite todas las pasio-
nes, todos los intereses, y todos los instintos de los hombres, es (a no
dudarlo) una idea eminentemente humana; es a saber, una idea natu-
ral al hombre, hermana de todas sus facultades, amiga de su corazón
y de su inteligencia. Semejante idea es un tesoro que, bien empleado
puede y debe dar de sí el más vasto, el más armónico, el más duradero
sistema de libertad y de ventura que jamás han visto los hombres.
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19 y 20. En efecto, ni la palabra ni la idea de democracia son nue-
vas en el mundo; pero M. G no ha debido limitarse a las vagas
y nebulosas generalidades que aquí establece.
¿ué es democracia? ¿En qué y cómo se distingue la democracia
moderna de la antigua? ¿En qué y cómo la democracia-ilusión, de la
democracia-realidad que hoy se combaten? Mucho tememos que con-
forme vayamos progresando en la lectura de este libro vayamos echan-
do más y más de menos estos necesarios prolegómenos.
21. Con una pequeña salvedad que le hagamos, queda este párrafo
verdadero. Nunca luchan los elementos de la sociedad para corromper
ni para destruir simplemente. Así como no ha habido nunca religión
inmoral por sus dogmas, así tampoco ha existido revolución infame
ni destructora por sus principios. De una religión o de una revolución
pueden salir malos resultados; pero éstos son efectos de la tendencia
que sus principios contenían ocultos, como un germen destructor; no
de sus principios públicos, y por decirlo así, populares.
Capítulo ii
Ya hemos visto que el capítulo anterior de esta obra no corresponde
a su título. M. G prometió hablarnos del origen del mal, y nada
hemos leído que pudiera explicárnoslo. Veamos si, más consecuente
consigo mismo aquí, nos dice en qué consiste el gobierno de la demo-
cracia, analizando sus elementos y dándonos a conocer su mecanismo.
§ 1, 2 y 3. La lucha de las ideas, de las pasiones y de los intereses
ha existido siempre; pero Dios ha dispuesto que en esa lucha eterna
entre el bien y el mal, triunfase siempre la civilización. “La civilización
–como dice muy bien M. C– jamás ha sido vencida»”. Tal es
el testimonio de la historia.
Es, pues, natural que haya hombres a quienes esta lucha no inquie-
te; pero no es cierto que todos fundemos esta esperanza en los motivos
que señala el autor. Aquí no es imparcial, aquí da pruebas de mala fe
o de ignorancia en la determinación de los elementos sociales que hoy
se agitan.
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Y, sin embargo, M. G ha estado muy cerca de la verdad, en
el nal del párrafo 2°. Compárese éste con el que vamos a sustituirle
nosotros, y se verá que en poco ha estado que no plantease perfecta-
mente el problema.
“Organícese la sociedad de manera que todas las «facultades» del
hombre hallen su sitio y su «desenvolvimiento legítimo», y el mal
desaparecerá; cesará la lucha, y todas las fuerzas humanas concurrirán
armónicamente al bien social”.
¿Por qué no escribió M. G facultades en lugar de instin-
tos? Porque su objeto no es buscar la verdad, o porque su entendi-
miento se halla preocupado con falsos prejuicios.
En efecto, las facultades del hombre son el hombre mismo, en su
esencia y en sus derechos: son la razón y la conciencia; son la voluntad
y el movimiento; son la inteligencia y la industria; son todo. Ahora
bien, ¿qué otro problema viene resolviendo la humanidad desde los
tiempos más remotos, sino el de hacer coexistir armónicamente en la
sociedad las facultades, es decir, los derechos de los hombres?
¡Ya se ve! Si se nos habla de instintos y de instintos animales y sal-
vajes, ¿cómo hemos de entendernos? Esto es gurar fantasmas para
tener el gusto de combatirlas a mansalva.
4. Si aquí se deende el poder, como parece, debemos advertir que
la verdadera democracia no lo excluye de su gobierno: antes tiende a
forticarlo. Sin poder no hay orden, y sin orden no hay libertad.
5. Si a M. G le han cogido de nuevo los “abismos” sobre los
cuales vive la sociedad, es preciso confesar que no tiene buena vista:
otros los han visto hace tiempo.
Por lo demás, el espectáculo de la revolución de 1830, ha debido
probarle, no la necesidad de la resistencia, que es la inmovilidad, sino
la necesidad del progreso, que es la revolución.
¿ué signica la revolución de 1830? El peligro de “resistir” a la
marcha de las ideas.
¿Y la revolución de febrero de 1848? Una nueva conrmación de
este aforismo.
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M. G es un pecador contumaz.
6. La misión de todo gobierno es gobernar, y no se gobierna resis-
tiendo: se gobierna armonizando, se gobierna marchando al compás
de los adelantos de la civilización.
Las democracias antiguas han perecido, no por una causa simple, sino
por una causa compleja. En general puede y debe decirse que su ruina ha
provenido, no de falta de gobierno, sino de exceso de gobierno, por haber
exagerado unas veces su principio y por haber faltado a él en otras.
Por otra parte, ¿qué tiene de común la democracia antigua con la
moderna?
7, 8, 9, 10. ¡A lo que obliga la necesidad de probar un sistema, esta-
blecido de antemano, a manera de una hipótesis! Debiendo ajustarse
todo a ese lecho de Procusto, M. G se ha visto en la necesidad
de hacer de N un servidor de la democracia. Todos estos pá-
rrafos no son más que un tejido de contradicciones lastimosas en que
sinceramente sentimos ver incurrir a un hombre de talento.
11 y 12. Las consideraciones sobre W son exactas,
y no menos las que acerca de la necesidad de un gobierno regular y
fuerte en la democracia, hace el autor en el último párrafo. Pero aquí
hubiera convenido que M. G nos dijera hasta qué punto era
incompatible el gobierno con la democracia, describiéndonos el me-
canismo del gobierno propio de esta forma de organización social.
Tal debió ser (y no ha sido) el objeto de este capítulo.
Capítulo iii
A medida que progresamos en la lectura de este libro encontramos
en él más vaguedad y más insustancial palabrería.
§ 1. Sea enhorabuena.
2. Nadie ha dudado jamás de ello.
3. Siempre ha sido necesidad imperiosa de los pueblos la paz;
pero, ¿cómo se consolida, se organiza y se perpetúa la paz? Todo
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lo que no sea presentar una solución cualquiera a este problema, es
hablar por hablar.
4. Observación trivial y comunísima.
5. Vuelta a la guerra; pero, ¿cómo se evita?
6. La lucha de las clases no es tan moderna: viene desde el origen
de las sociedades.
7. La guerra no es, ni puede ser un estado permanente de la socie-
dad; pero ha sido muchas veces condición de progreso. Puede que sea
un azote; pero no una vergüenza. Ni aun la época del terror merece
este nombre.
8. Veamos: ya parece que entramos en materia.
9, 10 y 11. Las triviales observaciones de estos tres párrafos no me-
recen que nos detengamos a refutarlas.
12. ¿ué prueba esto? Por nosotros puede responder un autor
francés bien conocido, que M. G debe haber leído; Mr. de
Tocqueville. Esto prueba que la democracia en Europa debe tener y
tiene, diferentes elementos y diferentes caracteres que la democracia
en América. ¿uién lo duda? ¿Ni quién duda tampoco que su estable-
cimiento ha de ser por precisión, laborioso y difícil?
13. Hoy no diría Washington lo mismo; porque hoy no hay gentle-
men en los Estados Unidos: todos los ciudadanos lo son.
14. Esta observación es exacta.
15. Esta no es la democracia: esta es la confusión demagógica inse-
parable de ese “caos necesario” que precede a toda regeneración social.
16, 17, 18 y 19. Estos párrafos contienen la acusación del gobierno
provisional francés; pero no el de la democracia. M. Gdebía
probar que esas luchas de clases, que esas pasiones, que esas envidias son
inherentes a la democracia, y que la libertad, la igualdad y la fraternidad
son por su naturaleza incapaces de arreglar y pacicar el estado social;
Mr. Guizot debía probar que, cualesquiera que hubiesen sido las dispo-
siciones del gobierno provisional, la guerra y el mal eran inevitables: y
entonces quedaría probado que la democracia es inadmisible.
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20. Sea enhorabuena. Aquí empieza M. G confesando que
hasta ahora no ha tenido que habérselas sino con el nombre: vamos,
por n, a la cosa.
Este párrafo es un juicio exacto de la Constitución actual de la
República francesa. Hubiera sido de desear un poco de menos gene-
ralidad en los cargos; pero ya que Mr. Guizot ha creído conveniente
encerrarse en su círculo vago de frases y de abstracciones, nosotros
procuraremos ser más claros y terminantes.
No somos menos enemigos de la actual Constitución de la Repú-
blica francesa que M. G; y lo somos precisamente porque no
establece el gobierno legítimo de la democracia.
Defectos de esa Constitución: sus defectos principales son:
1° Establece el sufragio universal, pero no lo organiza. Dejado el
voto universal a su acción propia, y por decirlo así individual, es un
instrumento en manos de las pasiones más contrarias. El sufragio uni-
versal no es un n, sino un medio de obtener la genuina representa-
ción de la opinión pública; pero por lo mismo requiere que se le ponga
en armonía con las demás instituciones sociales. El sufragio universal
debe tener las mismas jerarquías, las mismas divisiones que las grandes
representaciones de la nación en el municipio, en las provincias, en los
departamentos. La teoría electoral está en mantillas.
2° Dos poderes iguales y de igual origen no pueden existir sin lu-
cha: un presidente temporal y responsable, ante una asamblea omni-
potente, es un absurdo insostenible.
3° La centralización absoluta y la democracia son incompatibles.
21, 22, 23, 24, 25, 26, 27 y 28. Sólo uno de estos párrafos (el penúl-
timo) contiene algo digno de mención; y este algo es un dislate enor-
me que parece imposible haya salido de la inteligencia ordinariamente
tan perspicaz de M. G.
En materia de organización, dice, o de instituciones políticas, de
condiciones del orden o de garantías de la libertad, la democracia,
nada más ni mejor sabe que lo que sabía ahora cincuenta años.
Por manera que el tiempo no ha corrido para la Francia de medio
Traducción y refutación del libro de Francisco Pedro Guillermo... / Rafael María Baralt
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siglo a esta parte; la historia no existe; el mundo ha estado inmóvil.
Después del terror, nada se ha aprendido.
Luego, una de dos: o el terror es el término y la expresión única de
la democracia; o el término y la expresión única de la civilización es el
gobierno que la revolución de febrero ha destruido. Nuestros lectores
sacarán la consecuencia.
¿No es, pues, democrático el gobierno de julio de 1830?
Cuando la democracia no hubiera aprendido por más libro que el
del gobierno de julio de 1830, que Mr. Guizot ha dirigido once años,
algo ha debido aprender; porque el libro es instructivo.
Capítulo iV
§. 1, 2, 3 y 4. Nuestro desacuerdo fundamental con M. G
consiste en la pretensión que tiene de confundir adrede el socialismo
con la democracia. ¡Pretensión tanto más ridícula cuanto que M.
G es demócrata, como es democrático el gobierno representa-
tivo cuya historia ha trazado él mismo! No podemos detenernos aquí
en probar esta proposición, bien conocida ya y puesta fuera de toda
controversia por los hombres más distinguidos del partido doctrina-
rio o moderado francés, incluso el autor. Véase su Historia de la civili-
zación, y su Curso de historia del gobierno representativo.
Pero no podemos menos de hacer una pregunta. La democracia
americana, hija legítima del gobierno representativo, su inmediata
consecuencia lógica, su efecto necesario, ¿es socialista o comunista?
No negamos nosotros que el comunismo y el socialismo tengan
pretensiones exageradas, ni que sean absurdos en sus nociones prác-
ticas de gobierno; pero: en primer lugar, ellos no son la democracia:
y en segundo lugar, nadie puede decir que la democracia haya hecho
n en Francia un ensayo de sus doctrinas verdaderas.
¿Se ha ensayado por ventura en Francia la descentralización?
¿Se ha ensayado la confederación de intereses provinciales?
¿Se ha ensayado un sistema electoral fundado en las ideas federa-
tivas de esa especie?
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¿Se han ensayado dos cámaras originadas de ese sistema?
¿Se ha ensayado el gobierno barato, por resultado de un plan eco-
nómico fundamental?
¿Se ha ensayado la libertad de bancos?
¿Se ha constituido la asociación o la fraternidad?
¿Se ha emancipado la Iglesia del Estado?
Nuevamente decimos que M. G se crea fantasmas por te-
ner el gusto de combatirlas.
Todo lo que dice en estos párrafos es verdad, y nada de lo que dice
viene a cuento.
5, 6 y 7. Al grano, al grano.
8. “Todos los hombres tienen derecho, igual derecho, el mismo de-
recho a la felicidad”. Esta es la proposición que M. G se pro-
pone combatir.
9. Y para ello dene la felicidad diciendo que es un goce sin más
límite que la necesidad y la facultad, etc., etc. No la hubiera denido
de otro modo E.
10 y 11. El primero de estos párrafos no hace más que enunciar el hecho:
el segundo párrafo expresa, según M. G, su causa. Y raciocina así:
“El hecho es el monopolio o privilegio de los bienes, ¿cuál es la cau-
sa del hecho? El hecho del monopolio o del privilegio, o los medios de
procurárselos: los cuales son propiedad, etc..
12 y 13. El argumento está bien expresado; mas no es exacta la
consecuencia. La democracia no proclama ni sostiene la expropiación
de los bienes. Su principio fundamental económico es la desvincula-
ción: y ésta es una ley en Francia, así como en otras muchas naciones
civilizadas. Respecto a la propiedad: nada más justo, porque sin ella
no hay trabajo, sin trabajo no hay producción, sin producción no hay
riqueza, ni aun alimentos, y sin éstos no hay sociedad.
Pero no basta la desvinculación. ¿ué debe hacerse para conservar
la propiedad e impedir la injusta repartición de los bienes que ella pro-
duce? La democracia indica como solución de este problema:
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1° La distribución igual de la herencia entre los hijos o herederos.
2° El aumento del capital, y por consiguiente del trabajo por me-
dio de la reforma del impuesto, de la reforma de la administración y de
la economía en el presupuesto.
3° La creación de un vasto sistema de concesión de trabajo, como
parte del sistema de benecencia pública.
4° La asociación del capital y del trabajo, del empresario y del obrero.
5° La unión íntima del sentimiento moral, del sentimiento religioso
y del sentimiento de la libertad, por medio de la fraternidad cristiana.
Y esto basta para contestar todo lo que M. G nos dice en
este capítulo. Sus reexiones contra la República social son en general
de una exactitud patente, y nada tenemos que decir contra ellas. De tal
modo que si M. G no hubiera puesto a su libro el título que
tiene, acaso nos hubiéramos ahorrado el trabajo de refutarlo: porque
nuestro objeto no es defender el socialismo; sino justicar la demo-
cracia: cosas entre sí muy diversas, y que M. G no ha debido
confundir en una sola.
Por lo demás, he aquí el principio primero de la democracia resti-
tuido a su expresión genuina:
Todos los hombres tienen derecho a la felicidad, según las faculta-
des que han recibido de la naturaleza, y según también el mérito de sus
obras; de donde se deduce que la sociedad, teatro donde el hombre bus-
ca y alcanza esa felicidad, lejos de poner embarazos al desarrollo de sus
facultades y a la adquisición de los medios que tiene que emplear para
obtenerla, debe facilitar y promover su desenvolvimiento y aumento.
Capítulos V, Vi, Vii y Viii
Estos capítulos no pertenecen ya a nuestra jurisdicción, pues aun-
que contienen observaciones curiosas e importantes dignas de pro-
fundo estudio, por referirse exclusivamente a Francia, se escapan a
nuestra crítica, únicamente dirigida a los principios generales.
Los defectos generales de este libro, son:
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1° Su extrema vaguedad.
2° Su carencia completa de método cientíco.
3° Su intención conocida, y no por eso menos si no más dispara-
tada, de confundir doctrinas y sistemas de naturaleza distintos y aun
opuestos.
4° De comprenderlos en una misma y general censura, lo cual da
al libro un carácter rencoroso que acaso no tuvo la mente del autor.
5° De no distinguir siquiera, ya que no, como debía, los sistemas,
las partes principales de toda doctrina política: a saber, la parte es-
peculativa o racional; la parte política y social; la parte de aplicación
administrativa; la parte de aplicación económica.
Con tales defectos, patentes a la vista de los lectores menos inteli-
gentes, era natural que Mr. Guizot no llegase, como no llega, a obtener
consecuencias útiles, claras y aceptables de sus premisas; y también
que, confuso y vago en la discusión de principios, fuese vago y confuso
en los medios de aplicación.
Nada más que una elegante declamación nos parece este folleto
de M. G, visible y grandemente inferior a sus demás obras, y
aun a muchas de sus improvisaciones de tribuna. Este folleto se leerá
con gusto por sus formas, y sería temerario decir que no contiene nada
útil. Sí contiene; pero como al n y al cabo, como ni es una obra his-
tórica, ni un trabajo de crítica, ni un sistema, la utilidad que resulte de
su lectura no le salvará de ser relegado en las bibliotecas a la división
destinada a recibir los libros únicamente curiosos.
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PROGRAMAS POLÍTICOS
1ª Parte
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pRogRaMas poticos
PRIMERA PARTE
Cuestiones preliminaresal examen históriCo y Cien-
tífiCode los aspeCtos o programas polítiCosque
han Visto la luz en españa desde enero de 1848 hasta
prinCipios de 1849.
por d. rafael maría baralt y d. nemesio fernández
Cuesta.
madrid.
imprenta de la Calle s. ViCente a Cargo de d. Celesti-
no g. álVarez. 18491*
Un mundo enteramente nuevo necesita una nueva ciencia política.
(Tocqueville.)
Capítulo i
Objeto del libro. Caracteres generales del movimiento actual de las ideas. Im-
portancia de las cuestiones debatidas: su enumeración. Imperiosa necesidad del
debate y de las reformas.
1 4° 158 pp. + 1 hoja.
Anteport.– A la vª: “A esta publicación seguirán”.– Port.– V. en bl.– Texto y notas.– Índice.– Fe de
erratas.– Fechado al final: 1° de junio de 1849.
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El título de este folleto maniesta claramente su objeto. Vamos a
examinar con mayor detenimiento y espacio que pudiera permitirlo
un artículo de periódico, los diversos prospectos, o, como ahora se
dice, programas políticos que de algunos meses a esta parte han visto
la luz pública; tales, con la autoridad y bajo el amparo colectivo de las
fracciones en que se divide la minoría progresista del Congreso de los
Diputados; cuales, con la simple autoridad y bajo el individual ampa-
ro de ciertos periódicos; algunos, nalmente, sin más recomendación
que la de un nombre distinguido en las regiones de la política, pero no
lo bastante para representar escuela ni para servir de enseña a partido.
Si bien es verdad que en España (y sea esto dicho con paz de nuestro
orgullo y sin ofensa de nuestros grandes hombres) ni hay escuelas ni
hay partidos2, y por lo tanto no hay caudillos ni hay maestros. Hay sí
hombres de viso y poderosos que disponen de muchas voluntades por-
que disponen de muchas seducciones; hay otros que aparentan el poder
y tracan con las esperanzas. Los unos son ministros; los otros se dan
buena maña en hacer creer que lo serán. Aquéllos tienen a su disposición
un ejército de empleados; éstos rigen el freno a otro no menor de aspi-
rantes. El temor de caer y el ansia por elevarse; el egoísmo en ejercicio
y el egoísmo en la inacción; quien que promete conservar lo adquirido;
quien que halaga y acalora el furor de adquirir lo que se anhela; lucha
de ambiciones, estruendo de intereses que van y vienen con el ujo y re-
ujo de la preponderancia política: he aquí los elementos de la opinión
pública del día, tal a lo menos cual aparece transgurada a nuestros ojos
por las artes mañeras de algunos hombres, más fatales a su propio par-
tido como falsos adeptos, que lo serían como descubiertos adversarios.
Afortunadamente, sin embargo, ni la inuencia deletérea de esos
hombres; ni la corrupción que de alto a bajo ha invadido la sociedad es-
pañola; ni los tremendos desengaños que han helado en todos los cora-
zones el amor a la patria y la noble ambición de servirla; ni el desprecio
en que han caído las instituciones representativas; ni la degeneración
2 Esto no quiere decir que en España no haya habido ni pueda haber partidos; sino simplemente
que se hallan en un estado de descomposición, hijo de causas que ya examinaremos; de cuya
descomposición saldrán rejuvenecidos y organizados los que tengan elementos de vida propia.
Los otros perecerán.
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de las costumbres deshermanadas de las creencias morales y religiosas;
afortunadamente, decimos, ni estas causas, ni otras muchas que hubie-
ran producido la muerte del orden social en otros países, han sido parte
en el nuestro, dotado por el cielo de maravillosa energía, a destruir com-
pletamente los instintos varoniles de la libertad, ni las santas tradiciones
que la custodian en el santuario de la conciencia popular.
Fuera del círculo en que se mueven las ambiciones de los magnates
existe, en efecto, una gran masa de hombres despreciados por ellos, y
en cuyo seno, sin embargo, a la manera que en un vasto y amurallado
recinto, se refugian, se arman y se disponen para la pelea las verdades
expatriadas del mundo ocial del gobierno.
Porque no es ocasional, ni somero, ni inmotivado este movimiento
solemne y casi temeroso de descomposición que derriba imperios, que
crea naciones, que pone en duda verdades consagradas por la tradi-
ción, que hace, por decirlo así, intransitables los antiguos caminos y
abre distintas vías al pensamiento que busca nuevos y más sólidos ci-
mientos sobre que asentar la prosperidad y la grandeza del género hu-
mano. No es somero, no, ni puede serlo, ningún movimiento univer-
sal de la raza inteligente que puebla nuestro globo, porque ella marcha
y progresa, se agita y se mejora en presencia de Dios y cumpliendo sus
inescrutables designios.3 ¿Ni cómo ha de ser somero lo que conmueve
y trastorna los hondísimos senos de la sociedad, haciendo vacilar sus
cimientos? Y en cuanto a las causas ecientes de tan portentosa agi-
tación, ¿quién no las ve en el malestar de la especie, en la desigualdad
con que están repartidos los dones de la Providencia, en la imperfec-
ción de las relaciones sociales y en la manera incompleta como se han
resuelto contra todos y sólo en favor de unos pocos, las cuestiones de
interés más general y de más universal aplicación?
No; la condición de la vida es el movimiento, y la humanidad se ha
movido; la condición del movimiento es el progreso, y la humanidad
3 Las ideas uniformes nacidas simultáneamente en pueblos enteros desconocidos entre sí, deben
tener «una fuente común de verdad». Este axioma contiene el gran principio de que el sentido co-
mún del género humano no es otra cosa más que el criterium enseñado a las naciones por la Divina
Providencia, para que éstas aprendan a conocer lo que es cierto en el derecho natural de gentes”.
(Vico, La Ciencia nueva, libro 1°. Axiomas).
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ha progresado; pero la civilización, fenómeno compuesto de muchos
elementos distintos aunque convergentes, ni ha sido igual para todas
las naciones, ni en aquellas en que más se ha perfeccionado alcanza
hoy a satisfacer todas las necesidades, a colmar todos los deseos, a des-
truir todos los errores, a consagrar todos los derechos, a colocar, en
n, armoniosamente al individuo y a la sociedad en sus naturales y
legítimas condiciones de existencia.
En más de un caso, los problemas se han modicado sin resolverse;
en otros, su resolución ha sido indeterminada; en cuales, imperfecta,
y por lo tanto errónea.
Mucho se ha variado en las palabras; poco en las cosas.
Instituciones y leyes conserva el mundo, cuya supervivencia en
medio de las ruinas de imperios, de naciones y de razas se debe no ya a
las necesidades que les dieron nacimiento, sino a las preocupaciones y
abusos que se guarecieron con su sombra.
El progreso de las ciencias no ha sido uniforme: unas alcanzan hoy
el apogeo de la perfección; otras están en mantillas. La losofía po-
sitiva ensancha sus dominios; la losofía especulativa crea sistemas;
las doctrinas morales se depuran; la política sólo, la ciencia de la vida
social, marcha sin rumbo cierto, a Dios y a la ventura, en medio de las
teorías más contradictorias y de las utopías más irrealizables; ensayan-
do unas veces; otras destruyendo o restaurando; siempre desconada;
siempre movida por impulsos exteriores en el círculo vicioso de un
empirismo grosero y al parecer interminable.
En suma, nadie puede sostener con plausibles razones que la socie-
dad ha alcanzado el punto supremo de la perfección. Por el contrario, los
creyentes de religiones las más opuestas entre sí, los lósofos de escuelas
entre sí las más distintas, todas las opiniones, todos los sistemas, todas
las conciencias están de acuerdo en mirar lo existente como transito-
rio; en desear una nueva resolución de los problemas sociales, políticos
y económicos; en predecir una época de regeneración para el mundo; y
en esperar el advenimiento de una Idea-Mesías, que poniendo término
al conicto de los intereses, a la lucha de los partidos y a la anarquía de
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los ensayos empíricos de que es víctima la humanidad, haga de la ciencia
del gobierno una ciencia “racional”4, sujeta a principios invariables.
No admiremos, pues, de que la discusión ponga en tela de juicio
opiniones y doctrinas que parecían estar en posesión del gobierno del
mundo, fundándose tan solo en el derecho de cosas juzgadas por el
transcurso del tiempo, y en el muy equívoco de la sumisión silenciosa
de los hombres; porque ni el error prescribe, ni tiene la civilización
deber más sagrado que el de compulsar los títulos de todas las ideas y
de todos los principios para conrmarlos o destruirlos.
Y cuánto sea necesario y premioso seguir en su curso este torrente
para dirigirlo con acierto, pasados que sean sus primeros incontrasta-
bles movimientos, deducirse ha, entre otras razones, de la importancia
de las cuestiones que constituyen el fondo del debate. En puridad, no
cabe imaginar problemas más arduos y graves que los que se discuten
en el día, no ya con sólo las inofensivas armas del raciocinio en el pa-
cíco recinto de las escuelas, sino con armas que dan la muerte en los
campos de batalla civiles y extranjeros. Veamos si no.
Con relación al hombre sientan algunas de las amantes escuelas
una nueva teoría de la libertad, considerando a ésta, no como n, sino
como medio de cumplir su destino el ser inteligente; y de aquí parten
para establecer una liación entre el deber y el derecho más análoga a
la institución social y más en armonía con el desenvolvimiento legíti-
mo del individuo y de la especie.
Con relación a la familia, examinan la esencia y las formas del ma-
trimonio, proclaman la emancipación completa de la mujer, deducen
que la educación de los hijos debe ser en gran parte nacional, e in-
dagan hasta qué punto, para el cumplimiento de tales nes, debe ser
modicada la sucesión hereditaria.
Pasando de la familia a la sociedad, discuten las condiciones racio-
nales de la organización más propia de ella, y aspiran a fundarla en el
4 En todo el curso de este escrito daremos a esta palabra la acepción que tiene en la escuela para decir
de una cosa, no que es más o menos conforme a los dictados de la razón, sino que, falsa o verdadera,
arranca y trae su origen de las facultades espontáneas de la inteligencia en su ejercicio propio y
reflexivo sobre sí misma. “Racional” viene en tal acepción a ser la antítesis de “empírica”.
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equilibrio de la producción y de la repartición de la riqueza; asientan
la propiedad sobre nuevas bases, para llegar a la organización equi-
tativa del trabajo, y buscan el tipo ideal de la sociedad humana para
ofrecerlo como modelo a la inteligencia y como estímulo a la acción
constante de la fuerza progresiva del mundo.
En el gobierno de los pueblos proclaman como único racional, y
por consiguiente “sólo verdadero, el sistema de la democracia cristia-
na, partiendo del principio de la fraternidad, fuente y origen de todo
gobierno posible en la situación actual de las costumbres, de los inte-
reses y de las ideas, en todas las naciones cultas y civilizadas del globo.
Y, nalmente, en materia de religión piden el desarrollo cientíco
del cristianismo, y establecen la perfecta identidad de la religión con la
ciencia, de la conciencia con la razón y de la autoridad con la libertad.
Tales son, brevísimamente compendiados, los puntos cardinales
que sirven de cebo al acalorado debate de las escuelas losócas, po-
líticas y económicas de nuestros días, por donde puede juzgarse de su
gravedad e importancia.
¿ué diremos, pues, de los pretensos hombres de Estado que, en-
tregados completamente al culto de su sistema, niegan la vitalidad de
otros sistemas diferentes, proscriben la discusión y cierran los ojos
para no ver los cambios y modicaciones de esa misma sociedad cuyos
destinos se creen solos capaces de dirigir y gobernar?
La ciencia de los signos y de los síntomas, especie de astrología y clínica
políticas, es para ellos poco menos que el arte ridículo y vano de la cábala.
Incapaces de distinguir las ideas en medio del tumulto que de ordinario
las rodea, ni nunca saben la realidad de lo presente, ni jamás presienten
la proximidad de lo futuro. No tienen ojos ni memoria sino para lo pa-
sado, porque sólo lo pasado es para ellos conocido, no ya en el recóndito
sentido de sus profundas enseñanzas, sino en el trivial empirismo de su
letra y de sus hechos. Pilotos legos, no saben navegar en las tinieblas, ni
conducir la nave en momentos de borrasca. Esos son los hombres que
confunden siempre el fondo con la supercie, la sensación real y profunda
de los intereses nacionales con la impresión del momento, la madurez de
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la razón con los arranques del espíritu y la expresión sintética de una idea,
de un deseo o de una voluntad general, con el confuso clamoreo de las
concepciones individuales, caprichosas por lo común y livianas. “Cuando
una idea se les pone de través y los detiene, examinan su vestido, y si éste
no es estrictamente ocial, pasan, se ríen y creen haber salvado la dicul-
tad. Salvado, sí, pero no vencido. Toman también el pulso a los negocios
materiales y creen conocer los síntomas buenos o malos del cuerpo social,
cuando saben al justo el movimiento de la Bolsa y el alza y baja de los fon-
dos. ¡Signos superciales y engañosos! Y no se curan ni inquietan de esas
feas enfermedades que minan sorda, lenta y misteriosamente el corazón,
ni de esos desfallecimientos y tisis del alma que, lejos de ofender la salud
del cuerpo, con frecuencia la avigoran dando a los egoístas holganza y sue-
ños tranquilos. ¿Cuándo tendremos un gobierno que no inquiera cómo
se han hecho los pagos a n de mes, sino que con preferencia averigüe cuál
ha sido a n de mes el balance moral de la patria?”.5
Se engañan, pues, miserablemente el optimismo, la ignorancia o
la incuria cuando creen alejar el mal negándolo, o eludir las cuestio-
nes huyendo de discutirlas y tratarlas. Aquí, como en todas las altas
cuestiones de la sociedad y del gobierno, procede el entendimiento y
aconseja la razón del mismo modo que en los negocios ordinarios de la
vida. ¿Conviene al que explora por primera vez un terreno desconoci-
do dejar señales de sus pasos, avanzar con prudente precaución y pre-
ver los accidentes que pueden oponerse a sus proyectos? ¿Conviene al
piloto manejar con brújula, medir la altura de los astros, consultar el
estado del mar y las variaciones del tiempo y tener jos constantemen-
te los ojos en la carta marina que le señala el derrotero? ¿Conviene a
un general del ejército estudiar el terreno que ha de servir de base a las
operaciones estratégicas y estar bien enterado de la fuerza, de la dis-
posición, del número y movimiento de sus contrarios? Pues ésta y no
otra es la cuestión. Si no se llevan las ideas al terreno de la discusión,
vano será el empeño de querer regir la sociedad, en cuyo seno rugen y
se agitan pugnando por encarnarse en los hombres y en las cosas. Si se
las aparta de la tribuna, tomarán campo en las calles; si se las compri-
5 e. montegut, Síntomas del tiempo.
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me, cobrarán fuerza con la presión, como el gas encerrado en un tubo
inexible de metal. Ni la verdad es temible cuando alega sus títulos
contra el error, sino cuando, negada y oprimida por el error, apela,
imitándolo, al recurso extremo de la fuerza. “Ninguna sociedad ha pe-
recido nunca a manos de la mentira.6 ¿ueréis que el error se descu-
bra, que se venda a sí mismo, que se suicide? “Concededle la palabra.7
Cuánto más que los hombres reeren todas sus acciones y creencias a
un cierto orden de principios, porque instintivamente reconocen que
el mundo es regido por leyes invariables de razón y de justicia. Y por
lo tanto, si todas las cuestiones, en último resultado, se convierten en
cuestiones de principios, ¿por qué ni para qué rehuir la discusión, que
es el campo donde combaten, a la par que el crisol donde se purican?
El universo pertenece a la inteligencia; el hombre es su rey; pero a
condición, y sólo a condición, de que el raciocinio sea su ministro. Y
el raciocinio, sin el público debate que lo depura, que lo fortalece y
lo dirige, es un clave mudo que la inacción descompone y enmohece.
¿Pues qué diremos de los que, no atreviéndose a negar desemboza-
damente la discusión, antes bien tributándole un homenaje involunta-
rio, la pervierten calumniando a los adversarios de sus ideas, vistiendo
las que no les placen con un ropaje de irrisión, concitándoles la esquivez
y el odio irreexivo de las gentes y aplicándoles palabras de repulsión
incondicional y absoluta, extraídas de cierto vocabulario de partido?
En todos tiempos y países se ha hecho uso, a la verdad, de esa treta,
tan vieja como el mundo, que consiste en difamar lo que no es dado
vencer y en calicar con desprecio lo que no se quiere o no se puede
combatir con razones; pero es preciso confesar que en semejante ca-
mino nadie entre los antiguos ni entre los modernos ha logrado ir más
lejos que el partido moderado o doctrinario español. Tres, entre otras
calicaciones sacramentales suyas, merecen que hagamos a su nombre
y propósito una pausa en este lugar; que no menos debemos a nuestra
propia justicación, a la de nuestros amigos políticos y a los ardides
ingeniosos de tan caritativos y leales adversarios.
6 mr. thiers, Historia de la Revolución francesa, tomo VIII, pág. 17l.
7 émile de girardin.
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Capítulo ii
Distinción entre las revoluciones y las insurrecciones.
***
Entrando en materia sin más preámbulo, diremos que para los
doctrinarios españoles todas las revoluciones son insurrecciones me-
recedoras de exterminio a fuego y sangre. Lo uno; lo otro, que la de-
mocracia es lo mismo que la demagogia. Y lo tercero, que toda idea
liberal es una idea “socialista.
Citemos textualmente8 las autorizadas palabras de los Ministros
de la Reina en las Cortes, y las de sus órganos más legítimos en la pren-
sa periódica.
“Nosotros, ha dicho El Heraldo, no adoptamos por lema la voz
progreso, porque esta voz sola y sin correctivo no pone límites al ade-
lanto. Marchamos en “sentido contrario” hasta el muro en que está
escrita la palabra Constitución.
“Nosotros, ha dicho El Popular, no hacemos distinción ningu-
na entre las revoluciones y las insurrecciones: igualmente ilegítimas,
igualmente desastrosas, igualmente infames son las unas y las otras.
“Nosotros, ha dicho el Gobierno en las Cortes, no admitimos en princi-
pio ni adoptamos de hecho el sistema pernicioso de las “concesiones”. Con-
ceder es abdicar; conceder es despojarse de lo propio; y antes que abdicar y
despojarnos, pondremos el depósito de la autoridad en otras manos.
Y ahora preguntamos: ¿es distinto este lenguaje del que empleaban los
partidarios del derecho divino de los reyes, hablando, en época no muy re-
mota, con el partido moderado, cuando el partido moderado, más cercano
a su origen y colocado en las las de la oposición, pedía el poder y aun cons-
piraba por alcanzarlo en nombre del “progreso” y de la soberanía popular?
¿Y es posible que hoy tengamos que responder nosotros al partido mode-
rado lo que éste respondía al partido absolutista en reivindicación de la verdad,
de la justicia y del derecho? ¿Cómo puede explicarse tamaña apostasía?
8 Véanse El Heraldo y El Popular del mes de enero, y las Sesiones de Cortes en la discusión sobre
los negocios de Cataluña.
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El progreso, diremos a estos mal aconsejados tránsfugas del parti-
do liberal, es la condición esencial de la vida de los pueblos: para negar
que existe, tenéis que negar la historia; para negar su importancia en
lo pasado y su indispensable necesidad en lo futuro, tenéis que negar
la civilización; para negar que de él depende la mejora y el desenvolvi-
miento gradual del género humano, tenéis que negar la Providencia.
Ésta no es opinión nuestra solamente; ésta no es tampoco una opi-
nión; ésta es una creencia instintiva de las generaciones, justicada por
la historia y admitida como principio inconcuso y como ley primitiva
y universal por cuantos pensadores se han ocupado, desde Vico hasta
nuestros días, en el estudio de las ciencias morales y de la losofía.9
Bossuet no negaba el progreso; y lejos de negarlo, los grandes maes-
tros, o mejor diremos, oráculos del partido moderado español, R-
-C, G, C, parten de él como de rmísima
base para levantar el edicio de sus doctrinas y sistemas.
De una revolución habéis nacido, y una serie de grandes revolucio-
nes han preparado vuestra aparición en el mundo, continuaremos di-
ciéndoles. Sin ellas, ¿qué seríais? Revolución, y profundísima, que dura
todavía, fue el cristianismo en sus efectos morales, políticos, religiosos y
sociales; ¿o negaréis por ventura que es cristiana la civilización de nues-
tros tiempos, o que son cristianas las ideas de libertad, de igualdad y de
fraternidad que sirven de fundamento más o menos ostensible a las ins-
tituciones europeas? Revoluciones, y graves, terribles, en sus efectos in-
mediatos, desastrosas, fueron las que en los siglos XV, XVI y XVII, pre-
pararon la emancipación del pensamiento y la aparición de la losofía
del libre examen, hija de Bacon y de Descartes; ¿negáis que descendéis
en línea recta de esta losofía? Revoluciones, y sangrientas, horrorosas,
fueron las que en Inglaterra salvaron la libertad y con ella todos los prin-
cipios del gobierno representativo, precursor de la democracia; ¿nada
habéis debido a Inglaterra para la formación de vuestro sistema políti-
co? Revolución, ¿y cuál más grande?, fue la de 1789 en Francia; ¿nada
os liga por ventura a ella en la relación de efecto a causa? ¿De dónde
9 Véase Buchez, Introduction à la science de l’histoire, tomo I, cap. V, “Del Progreso: historia de la
idea”. Las opiniones de Guizot y de Cousin en este punto pueden consultarse respectivamente
en la Historia de la Civilización, y en la Introducción a la historia de la losofía.
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procedéis en el orden de las ideas, sino de la necesidad que hubo de una
conciliación que hiciese coexistir unidos y concordes los derechos con-
quistados por esa revolución y algunos de los principios que ella había
derribado? Y la revolución de 1830, al dar una nueva conrmación a
aquellos derechos, y al menoscabar más y más el respeto tradicional de
estos principios, ¿no mereció vuestra aprobación? ¿No fue el verdadero
antecedente histórico de vuestra vida política?
No basta que a los sacudimientos revolucionarios sucedan calamida-
des y ruinas para decidir que las ideas representadas por una revolución
deben desecharse. Si valiera el argumento de la difícil y por lo común san-
grienta aplicación de las ideas útiles al estado social de las naciones, no
ya las conmociones puramente políticas y religiosas, sino la propagación
de las luces, los grandes descubrimientos, las conquistas del comercio, los
adelantos de la industria; en suma, cuantos elementos constituyen la civi-
lización y la cultura de las sociedades modernas, habrían incurrido en el
anatema de la razón y en la excomunión del buen sentido.
Aducir como argumentos contra las ideas la guerra que produce su
aparición en el teatro del mundo y las calamidades pasajeras que son
la consecuencia del establecimiento de su dominio, tanto vale como
maldecir los accesos de la ebre crítica que salva la vida de un enfermo
en la agonía. La guerra es el brazo de Dios y el instrumento de la civi-
lización, como los grandes hombres son la representación de las ideas
que la forman. Suprimid de la historia a Alejandro, a César, a Carlo
Magno, a Godofredo de Bullón, Gregorio VII, a Colón, a Bonaparte,
y no podréis entenderla; mucho menos explicarla. Suprimid con el
pensamiento la lucha de los principios y de los sistemas y borrad de las
páginas del libro divino de la humanidad los nombres de los grandes
reformadores antiguos y modernos; ¿cómo mediréis el progreso de las
sociedades? ¿Cómo tan siquiera concebiréis la posibilidad de seme-
jante progreso? ¿Dónde hallaréis el movimiento y la vida? ¿Dónde la
revelación de los designios de Dios? ¿Dónde los indicios del n provi-
dencial de las naciones?10
10 Estamos muy lejos de intentar hacer aquí la apología de la guerra, cuando por el contrario
nuestra opinión sustenta que en absoluto es un mal contrario a la naturaleza, que la civilización
conseguirá algún día destruir. La teoría de la guerra es ésta: El mal lucha constantemente contra
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Tan patentes son estas verdades, que hasta ahora no ha habido pensa-
dor alguno que haya dejado de explicar por medio del turbión de espan-
tables hechos que desde la caída del imperio romano han venido siendo
la cadena no interrumpida de la historia, el estado actual del mundo, las
anchas vías abiertas a todos los conocimientos y los evidentes y gran-
diosos progresos del espíritu humano. En una palabra: todo ese conjun-
to, múltiple y variado de hechos que se incluyen en la compleja palabra
Civilización, serían inexplicables e inconcebibles sin esas guerras, sin
esas revoluciones, sin esos trastornos y calamidades que, cual lluvia de
fuego vital y puricador, han caído sobre el mundo desde Jesucristo acá,
conduciendo la sociedad, desde la institución universal de la esclavitud
hasta la emancipación del estado llano, por los intermedios graduales
del feudalismo y la servidumbre del terruño, la monarquía cristiana y
el Papado; la creación de la clase media y la supresión de los gremios,
la emancipación del pensamiento y de la industria, y últimamente, la
consagración solemne de los derechos que constituyen al hombre un
ser racional, moral, libre, digno por tanto de su sapientísimo Creador.
¿Y qué prueba todo esto?
Prueba que siendo el hombre el que se desenvuelve en el campo de
la historia, según las leyes lógicas que la Providencia le ha trazado, se
revela en ella tal cual es: ser imperfecto; ser doble, dotado de buenos
y de malos instintos, en lucha siempre entre las inclinaciones de su
parte sensual y las aspiraciones sublimes de su elemento espiritual; ser
falible que a veces yerra, otras acierta; cuándo débil, cuándo fuerte y
animoso; y que destinado a un n providencial, camina a él encerrado
en las duras condiciones de su imperfecta naturaleza por vía, no ame-
na y orida, sino áspera y escabrosa que riega con el sudor de su frente
en afán laborioso y perpetuo.
el bien; el error contra la verdad. Y de aquí la necesidad de los combates: pero como en ellos,
y no puede menos de ser así, triunfan siempre el bien y la verdad, provocados, del mal y del
error, provocadores, la historia que registra los hechos puede y debe considerarse como el teatro
donde Dios da a conocer sus juicios; así como las grandes y decisivas batallas que producen modi-
ficaciones en el estado social de los pueblos deben ser y tenerse por manifestaciones inmediatas
de esos mismos juicios. El término de la guerra, pues, si no el término del error, su reducción al
estado pasivo por medio de los progresos de la civilización y de la cultura humana.
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Revolución es una cosa; motín o insurrección otra muy distinta.
Aquella es el movimiento profundo, general y espontáneo, que a
impulsos de ideas grandes y elevadas cambia la faz de las naciones y
abre nuevas vías al curso de la civilización; ésta es la conmoción facti-
cia, parcial y somera que agita estérilmente a los pueblos en nombre
de mezquinos intereses y de todo linaje de pasiones aviesas y egoístas.
Reprimid la insurrección, en buena hora: ese es derecho de todo
gobierno constituido; y si podéis prevenirla para excusar el trabajo de
castigarla, tanto mejor: eso hacen los gobiernos sabios.
Pero, ¿qué puede el hombre contra las revoluciones verdaderas
para evitarlas, siendo así que pocas veces logra preverlas y casi nunca
consigue dirigirlas? Enhorabuena que el hombre de Estado sea idó-
latra del orden, locomotor seguro del progreso humano; pero por lo
mismo que su ministerio es conservarlo, no debe destruirlo; y de segu-
ro lo destruye negando a las reformas útiles el derecho de ciudadanía,
deteniéndose en el camino de las innovaciones progresivas y aspiran-
do a señalar a éstas límites que sólo Dios conoce y que a ningún poder
humano ni divino es dado trastornar.
Por lo demás, el gobierno mismo, ese símbolo del orden, ese em-
blema del espíritu conservador por excelencia, es una institución esen-
cialmente progresiva.
“El gobierno, –dice un célebre publicista partidario de la monarquía
constitucional– el gobierno, reejo sucesivo de la civilización de todas
las épocas, es el producto casi necesario del estado del país, de sus cos-
tumbres, de sus pasiones, de sus necesidades, de sus intereses. De otro
modo sería un cuerpo heterogéneo, una superfetación, un efecto sin
causa que aparecería y desaparecería sin poder perfeccionarse.
»Fácil es ver que los hechos históricos y los diversos incidentes
de la vida de las naciones añaden gradualmente a los gobiernos de los
pueblos las instituciones necesarias a su genuina representación; y así
es como de crisis en crisis, de ensayo en ensayo, y de revolución en
revolución, hemos llegado a la Carta de 1830”.11
11 e. fonfrede, Obras, tomo VI, pág. 35.
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Y hasta aquí cuanto se nos ocurre decir por ahora a los que mali-
ciosamente niegan el progreso y confunden las revoluciones con los
motines, acaso para preparar la época de un retroceso absoluto a lo
pasado, salvando el largo espacio que ha recorrido el mundo desde el
último tercio del pasado siglo hasta nuestros días; que es mucho salvar.
En cuanto a las “concesiones”, téngase presente que un gobierno no se
halla en el caso del propietario que por derecho natural niega o concede
lo que es suyo, a merced, cuando le place, o a quien quiere. Un gobierno,
si por ventura es éste representativo como, a lo menos en la apariencia, lo
es el nuestro; un gobierno, repetimos, es un delegado, un depositario, un
representante de los intereses nacionales. Y siendo esto así, ¿qué entien-
den por concesiones los moderados? Cuando el país reclama el estricto
cumplimiento de las leyes; cuando pide las reformas políticas, adminis-
trativas y económicas que la índole de las instituciones hace necesarias y
legítimas; cuando os ruega que renunciéis a la arbitrariedad; cuando os
suplica de rodillas que gobernéis según el espíritu progresivo de nuestra
época y de nuestra civilización, ¿os exige por ventura concesiones, u os
demanda pura y simplemente el cumplimiento de vuestros deberes más
sagrados y la marcha más conveniente a sus intereses y a los vuestros?
¿No es deber vuestro la obediencia a las leyes? ¿No es deber vuestro el
fomento de la riqueza pública? ¿No es, por n, interés grande, interés
elevadísimo vuestro y de todos, el progreso pacíco aplicado a las ins-
tituciones; como medio, único seguro, de conservarlas mejorándolas,
haciendo de la libertad un freno a las revoluciones?
Si os acusamos, pues, os acusamos como pudiera un hermano acu-
sar a su hermano; porque, al separarse del hogar común de la familia,
se extraviase por caminos de tinieblas y de perdición, sin norte ni guía;
porque despreciase la religión del deber y de la gratitud; porque cam-
biase, como E, por un plato de lentejas, la herencia de sus padres.12
12 Véase El Siglo (2ª época), números 146, 135, 144 y 154, donde hemos tratado más detenidamen-
te estas cuestiones. Con frecuencia tendremos que acudir a esa fuente, por la sencilla razón de
ser unas mismas las doctrinas que aquí sostenemos y las que en las columnas de dicho periódico
defendimos. Nos importa hacer patente de este modo la fijeza e invariabilidad de nuestras doc-
trinas, y por otra parte metemos sin escrúpulo la mano en arca propia para aprovechar trabajos
ya hechos, que de paso perfeccionamos y pulimos. Los artículos que de los números citados
hemos tal vez extractado y cual refundido, son de d. rafael maría baralt; y por regla general
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Capítulo iii
Democracia no es, como quieren los moderados, demagogia. ¿Qué es?
–Pruébase con la autoridad de insignes publicistas monárquico-conser-
vadores la necesidad de admitir sus principios en las leyes, supuesto que
ya pertenecen al dominio de las costumbres.
***
Vengamos ahora a las injustas acusaciones que se hacen a la demo-
cracia, confundiéndola adrede, ora con los desórdenes de la anarquía,
ora con los sueños sensuales y las losofías histéricas de la demagogia
vagabunda. Diremos lo que es democracia, y baste eso a su justica-
ción en el ánimo de lectores ilustrados.
“Si por democracia entendéis el progreso siempre creciente hace al-
gunos siglos de la industria, de las artes, de las leyes, de las costumbres
y de las luces, yo acepto esa democracia; y por lo que respecta a mí, tan
distante estoy de blasfemar de mi siglo, que doy gracias a la Providen-
cia por haberme hecho nacer en una época en que le place «llamar un
mero mayor de sus criaturas al goce y disfrute de las virtudes, de las
costumbres y de las luces, patrimonio antes exclusivo de unos pocos»”.
Esto contestaba el sabio y virtuoso R-C, padre y
maestro óptimo de la escuela del moderantismo galohispano, a un
ministro de Luis XVIII que le decía entonces lo mismo que hoy nos
dicen los ministros moderados de doña Isabel II: “la democracia, a
manera de río salido de madre, todo lo invade e inunda.13
debe entenderse que también son suyos los que en adelante citemos, así de la 2ª como de la 4ª
época de El Siglo, a menos que no advirtamos cosa en contrario registrando en notas especiales
el nombre de sus autores. Y debemos añadir, para más justificar estas referencias, que llevando
puesta nosotros la mira a derribar las mal fundadas máquinas de los adversarios de la democracia,
bien así como a esclarecer y propagar los genuinos principios de ésta, hemos debido naturalmen-
te pensar en reunir en un cuerpo único de doctrina todos estos trabajos, que esparcidos se per-
derían o vendrían a carecer, por falta de ordenamiento y cohesión, de la debida importancia. Así
que, el presente escrito puede considerarse como el punto de partida de donde arrancaremos
para exponer nuestro sistema completo de principios, ora en una obra especial, ora por medio
de diversos opúsculos que, sucediéndose en orden y metódicamente, tratarán una a una todas
sus partes componentes.
13 Cousin, Obras, tomo I, pág. 19.
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“El establecimiento y la organización de la democracia en las na-
ciones cristianas, escribía T en 184214, «es el gran pro-
blema político de nuestro tiempo».
»Ciegos, muy ciegos me parecen los que piensan volver a hallar la mo-
narquía de Enrique IV o la de Luis XIV. En cuanto a mí, cuando consi-
dero la situación a que han llegado varias naciones europeas y la situación
a que tienden las demás, me inclino a creer que muy pronto ya no habrá
sitio sino para la libertad democrática o para la tiranía de los C.
»Pero yo pienso, dice en otro lugar, que si no se consigue introdu-
cir poco a poco y fundar entre nosotros las instituciones democráticas,
y si, por el contrario, renunciamos a dar a todos los ciudadanos ideas
y sentimientos que los preparen a la libertad desde luego, y en seguida
les permitan hacer uso de ella, no habrá independencia para nadie: ni
para el estado llano, ni para la nobleza, ni para el pobre, ni para el rico,
sino una tiranía igual para todos. Y preveo que si no se logra fundar
con el tiempo el «predominio pacíco del mayor número», llegare-
mos tarde o temprano al «poder ilimitado» de uno solo.
Nuestros moderados conocen demasiado a M.  T-
, y no recusarán por sospechosa su respetable autoridad. Y si a
tanto se atreviesen, ¿rechazarían también la de M. G, guía y
maestro suyo, doctor, confesor, mártir y santo de su doctrina?
Pues no contento el antiguo ministro de L F con reco-
nocer en varios lugares de su novísima obra política (obra de partido,
escrita para las circunstancias del momento y con el n patente de
desacreditar los principios de la escuela liberal democrática), no con-
tento, decimos, con reconocer la vitalidad ingénita de la democracia,
concede una parte de verdad hasta la “república” llamada “social”, y
anuncia que, si bien incesantemente atacada y vencida en lo que tiene
de absurdo y perverso, “tomará progresivamente su puesto y su parte
en el inmenso y terrible desarrollo de la humanidad entera que se está
realiza   ”.15
14 De la démocratie en Amérique, tomo II, pág. 240, 246 y 247. Novena edición corregida por el autor.
15 De la démocratie en France. cap. IV, al final. Traducción de El Heraldo.
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La democracia es para Mr. Guizot un progreso, y en este punto se
hallan de acuerdo, como ya lo hemos hecho observar, sus opiniones,
con las de todos los grandes publicistas de nuestro siglo y del pasado
que militan bajo la enseña del partido liberal, cualesquiera que por
otra parte sean las diferencias que haya entre ellos sobre puntos secun-
darios de doctrina.
Ni podía ser de otra manera.
Los principios que le sirven de fundamento y punto de partida se
hallan reinantes y prósperos en algunas de las naciones más poderosas
y mejor ordenadas del mundo.
Allí donde se han aplicado de buena fe al gobierno de los pueblos
han dado por resultado la paz, un desarrollo portentoso de la riqueza,
la puricación de las costumbres y la mejora de la condición y bienes-
tar de las clases sociales.
Son ellos aplicables, no como quiera, sino con frutos excelentes de
justicia y provecho, al estado social de las naciones modernas.
Han sido una conquista del género humano: conquista lenta, gra-
dual, progresiva y necesaria, cuya primera señal fue dada por J-
; cuya bandera ha sido, y es aún, el Evangelio.
La religión, la historia y la losofía los contienen; a más de conte-
nerlos los demuestran; a más de demostrarlos los sancionan con la tri-
ple autoridad de la revelación, de la experiencia y del raciocinio. ¿ué
mucho si no son más que el producto del dogma cristiano, la deduc-
ción de las leyes históricas de la humanidad y el resultado del ejercicio
libre de la inteligencia? Por donde se ve que hay identidad completa y
absoluta entre la losofía, la historia y la religión cristiana primitiva.
Nada tiene que ver la democracia con los excesos cometidos por
el absolutismo en su combate a muerte contra ella; por el liberalis-
mo ecléctico que no ha sabido comprenderla; por sus falsos apóstoles,
que la han amancillado y vendido; por la natural inexperiencia de sus
primeros adeptos, que no han podido ni sabido darle dirección; por
los delirios de reformadores exagerados y violentos que, adrede o por
ignorancia, confunden con ella sus doctrinas; y nalmente, por las le-
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yes invariables que gobiernan los negocios humanos y según las cuales
nada muere sin dolor, ni nada se funda sin trabajo.
Despojados de exageraciones sus principios; depurados en el crisol
de un debate cientíco; colocados oportunamente todos los deberes,
todos los derechos y todos los intereses en su esfera propia de acción,
y sentadas, en n, como bases de la sociedad el espíritu de familia, el
espíritu religioso y el desenvolvimiento libre del espíritu político, cree-
mos, abundando en el sentido de Guizot,16 que la democracia ocupará
el eminente lugar que le corresponde en el precioso catálogo de los ade-
lantos y mejoras de la especie humana.
Piensa, en efecto, aquel publicista, y nosotros pensamos con él, que el
mal no está en la democracia, sino en lo que llaman “idolatría de la demo-
cracia, si por tal ha de entenderse el culto bárbaro de las masas sin más
derecho que la fuerza; el privilegio y monopolio de ciertas clases con agra-
vio y perjuicio de otras: especie de aristocracia peor mil veces que la hasta
ahora conocida; la tiranía de la sociedad sobre el individuo; la sujeción del
país y su ajustamiento forzado a ciertas formas preconcebidas por algunos
arbitristas e inventores; en n, el prurito, la ridícula, si no inicua, comezón
de destruir indistintamente todo lo pasado, sin tan siquiera sustituirle en lo
presente y sin cuidarse para nada de lo futuro. Esto no es democracia: esto
es demencia: ni sistema, sino delirio, extravagancia y crimen. Semejante
democracia no es la que nosotros entendemos y juzgamos.
Ésta tiende a organizar la sociedad de manera que todas las “facul-
tades” del hombre (no sus pasiones ni sus instintos) hallen en ella su
sitio y su desenvolvimiento legítimo; porque las facultades del hombre
son el hombre mismo, en su esencia y en sus derechos; son la razón y
la conciencia; son la voluntad y el movimiento; son la inteligencia y la
industria: son todo. Ahora bien; ¿qué otro problema viene resolviendo
la humanidad desde su aparición en el teatro del mundo, sino el de
hacer coexistir armoniosamente en la sociedad las facultades, es decir,
los derechos de los hombres?17
16 Id., íd.
17 Estas ideas están un poco más desenvueltas en las notas con que acompañó d. rafael maría
baralt la traducción del folleto de mr. guizot sobre la Democracia en Francia. Véase este folleto,
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Esa democracia, la única verdadera, es compatible con el vario or-
den social de las diversas naciones civilizadas; se llama, y es, hija del
cristianismo; proclama y arma la libertad como condición del orden,
el orden como apoyo de la libertad, el poder fuerte y completo como
garantía del uno y de la otra; fortalece todos los intereses legítimos;
protege todos los derechos; cumple todos los deberes y es amiga de
todas las clases: enemiga tan solo de la arbitrariedad y de la tiranía.
¿Por qué entonces ese odio profundo, ciego, casi podemos decir
delirante, que tienen a la democracia ciertas sectas políticas, salidas de
su seno y mecidas en su regazo?
Si tales sectas profesan el “dogma conservador”, la democracia, así
como no rechaza por nueva en ninguna civilización los principios le-
gítimos de reforma, tampoco niega por antigua a ninguna civilización
los derechos legítimos que puede alegar a la perpetuidad y al dominio.
¿Aspiran ellas por ventura a conservar inmóvil lo presente, o a re-
troceder hacia lo pasado en demanda de instituciones, principios e
ideas muertas? Entonces renuncian a la vida, porque la vida es el mo-
vimiento, y éste no es posible sin un n señalado a la actividad huma-
na en la ancha vía del progreso universal y simultáneo de los diversos
elementos de la civilización.18
¿Reconocen acaso la necesidad de fundir, por decirlo así, en una
elevada y vasta síntesis los elementos que nos ha trasmitido el siglo an-
terior como resultado del profundo trabajo analítico de sus escuelas?
Pues en tal caso, ¿por qué reniegan de la democracia, cuyo n, en el
nuevo período que para revestir una distinta faz inaugura la civiliza-
ción, no es otro que restablecer la paz entre las ideas y la hermandad
entre los intereses por medio de una fórmula que contenga la resolu-
ción de todas las antinomias conocidas y aun posibles?
“El «caos» se oculta hoy bajo una palabra, dice Guizot:19 esta pa-
labra es «democracia».
publicado en la imprenta de los señores andrés y díaz.
18 Véase buChez, obra citada, capítulos VI y VII, “Definición de la idea progreso.– Del progreso en
el orden universal”.
19 De la démocratie en France, cap. I, párrafos 7 y siguientes. Véanse las notas a este folleto.
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»Esta es la palabra soberana, universal: todos los partidos la invo-
can y quieren apropiársela cual si fuera un talismán.
»Los monárquicos dicen: nuestra monarquía es una monarquía
democrática; por esto se diferencia esencialmente de la antigua mo-
narquía y por eso conviene a la sociedad nueva.
»Los republicanos dicen: la república es la democracia gobernándose
por sí misma, y este gobierno es el único que está en armonía con una so-
ciedad democrática en sus principios, en sus sentimientos y en sus intereses.
»Los socialistas, los comunistas, los montañeses quieren que la re-
pública sea una democracia pura, absoluta; y ésta es para ellos la con-
dición de su legitimidad.
» Tal es el imperio de la palabra «democracia» que ningún go-
bierno, ningún partido se atreve a vivir ni cree poder vivir sino la ins-
cribe en su bandera, y los que levantan más alto esta bandera son los
que se creen más fuertes.
»¡Idea fatal que suscita o fomenta sin cesar la guerra en medio de
nosotros: la guerra social!
»Esta es la idea que se debe extirpar”.
¡Inconcebible e incurable ceguera del espíritu de partido, decimos
nosotros, que no retrocede ni ante los más crasos paralogismos ni ante
las contradicciones más patentes, ni ante los errores más monstruosos!
El mismo hombre que ha escrito estos conceptos arma más adelan-
te20 que el imperio de la idea democrática no es un accidente local ni pa-
sajero; que es el desarrollo, o como otros dirían, el desencadenamiento de
la naturaleza humana en toda la extensión y en toda la profundidad de la
sociedad, y por consiguiente la lucha, no ya latente, sino agrante, general,
continua, inevitable de sus buenos y malos instintos, de sus virtudes y sus
vicios, de todas sus pasiones y de todas sus fuerzas para perfeccionar y para
corromper, para elevar y para abatir, para crear y para destruir.
La democracia no ha caído, pues, sobre la sociedad al modo de
un aerolito que nadie espera, sino que ha sido y es un suceso natural,
20 Id., íd., íd., párrafo último del capítulo.
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visible casi, cuya existencia está sometida a las leyes generales de la his-
toria. Si a Mr. Guizot le han cogido de nuevo los “abismos” sobre que
vive la sociedad presente, preciso, es confesar que no tiene buena vista:
menos miope era, por ejemplo, Chateaubriand.21
21 Cuando aconteció el asesinato del Duque de berry, escribía: “Detrás de nosotros se levanta una
generación impaciente de toda especie de yugo, enemiga de todos los reyes y que sueña con la
república... Se adelanta, nos oprime, nos empuja y muy pronto ocupará nuestro lugar”.
Cinco años después decía: “El mundo vacila, creen conducirlo y él se va derecho a la repú-
blica. Ya lo hemos dicho, y lo repetimos”.
“De las jornadas de julio (escribía en 1830) no puede resultar en un tiempo más o menos
remoto sino repúblicas permanentes o gobiernos militares pasajeros que el caos reemplazará.
(Véase Estudios sobre Chateaubriand, por Ch. monselet).
»La sociedad tal como se halla en el día no subsistirá, porque a medida que la instrucción
desciende a las clases inferiores, descubrirán éstas la llaga secreta que corroe el orden social
desde el principio del mundo: llaga que produce todo el malestar y las agitaciones populares. La
enorme desigualdad de las condiciones y de los bienes de fortuna ha podido soportarse mientras
ha permanecido encubierta por la ignorancia y por la organización facticia de la sociedad; pero
tan pronto como los hombres la noten, caerá sobre ella el golpe que la amaga.
»Reconstruid, si os place, las ficciones aristocráticas y tratad de persuadir al pobre cuando
sepa leer; al pobre con quien la prensa periódica tiene un comercio diario hasta en los rincones
más apartados y recónditos del país; procurad persuadir a este pobre, digo, que posee las mismas
luces y la misma inteligencia que vos, que debe someterse a todas las privaciones mientras que
su que su vecino posee, sin trabajar, mil veces más de lo que necesita para vivir holgadamente.
Vanos esfuerzos, porque no está en el orden de las cosas que pidáis a la muchedumbre virtudes
superiores a la naturaleza.
»El desarrollo material de la sociedad acrecentará el desarrollo de los espíritus. Cuando el
vapor se perfeccione; cuando, unido al telégrafo y a los caminos de hierro, haya hecho desapa-
recer las distancias, no serán las personas únicamente las que viajen de un extremo a otro del
globo con la rapidez del relámpago: viajarán también las ideas. Cuando las barreras fiscales y
comerciales hayan sido abolidas entre los diversos Estados, como ya lo están entre las provincias
de un mismo reino; cuando el «salario», que no es más que la prolongación de la «esclavitud»,
se emancipe con la ayuda de la igualdad establecida entre el productor y el consumidor; cuando
los diversos países adopten mutua y fraternalmente sus respectivas costumbres, abandonando
las viejas ideas de supremacía y de conquista, tendiendo a realizar la unidad de los pueblos;
cuando todo esto suceda, ¿de qué medios os valdréis para hacer retrogradar la sociedad hacia
épocas pasadas, siguiendo principios muertos? bonaparte mismo no pudo hacerlo: la igualdad y
la libertad, a las que opuso la barra inflexible de su ingenio y de su poder, han vuelto a tomar su
curso y en las olas de su torrente se llevan a los abismos del mar sus obras frágiles. El mundo de
fuerza que creó se ha desvanecido: su raza misma desapareció con su hijo. La luz que produjo no
era más que un meteoro.
»Un porvenir será, un porvenir poderoso, libre, en toda la plenitud de la igualdad evan-
gélica; pero está lejos, lejos todavía, más allá de todos los visibles horizontes, y no llegaremos
a él sino por la fuerza y la virtud de esta esperanza infatigable, incorruptible, vencedora de la
desgracia, cuyas alas crecen y se elevan a medida que los desengaños se multiplican; por la fuerza
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La democracia, por tanto, es una idea “necesaria, de la misma fami-
lia que todas las ideas sociales: idea providencial y divina, cuya genera-
ción lógica debe buscarse en las leyes morales que rigen la humanidad y
cuyo desenvolvimiento gradual se ve patente en el teatro de la historia.
Doquiera y siempre los diversos acontecimientos de la vida de las
naciones han cedido en provecho de la democracia. Todos los hombres
y todas las cosas han favorecido sus esfuerzos, han empujado sus pasos,
han allanado su camino. Todas las cosas, revoluciones y represiones, paz
y guerra, instituciones y costumbres, sistemas y leyes, invasiones de bár-
baros y triunfos de naciones civilizadas, ciencias y artes, religiones y lo-
sofía. Todos los hombres: reyes, conquistadores, legisladores, pontíces,
tiranos, tribunos; cuantos se propusieron auxiliarla y cuantos tuvieron
por n y objeto de sus acciones destruirla; los que han combatido en su
pro, y los que se han declarado enemigos suyos; todos, todos, lanzados
confusamente y sin quererlo en el mismo surco han trabajado en común,
como ciegos instrumentos de los designios de Dios, en hacer fructicar
la semilla de la libertad del hombre y de la emancipación de las nacio-
nes. Así que, el desenvolvimiento gradual y paulatino de la igualdad de
condiciones (igualdad que es la idea madre, digamos, de la democracia)
es un hecho que posee todos los caracteres de los hechos providenciales,
pues, como todos los hechos dignos de tan elevada calicación, es “uni-
versal, constante, duradero, irresistible, justo, patente, independiente de
la voluntad de los hombres, y tiene por auxiliares todas las fuerzas físicas,
morales e intelectuales de la humanidad”.
¿Puede creerse con visos de razón que un movimiento social de esta
especie sea suspendido o aniquilado por los esfuerzos de un pueblo, de
una generación, de una casta o de un hombre? ¿Ni que, vencedora del feu-
dalismo y de la monarquía absoluta, abdique la democracia su poder ante
el oro de la amante aristocracia, salida ayer apenas de sus las? ¿O que
retroceda, hoy que sus adversarios son para poco y van a menos, cuando
ayer que eran muchos y potentes les hizo la guerra sin descanso?22
y la virtud de esa esperanza más poderosa, más larga que el tiempo y que sólo el cristiano posee.
(mr. de Chateaubriand, Ensayo sobre la literatura inglesa, tomo II, pág. 39 y siguientes).
22 V. toCqueVille, De la démocratie en Amérique, tomo I, introducción, pág. 7.
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Y luego, ¿cómo extirpar una “idea” que, según Mr. Guizot, buen ob-
servador en este punto, “es la bandera de todas las esperanzas y de todas las
ambiciones sociales de la humanidad?”23. Una idea que conmueve y agita
todas las pasiones, los intereses y los instintos todos de los hombres, es a no
dudarlo una idea eminentemente humana; conviene a saber, una idea na-
tural, ínsita al hombre, hermana de sus facultades, amiga de su corazón y
de su inteligencia. Semejante idea es un tesoro que, bien empleado, puede
y debe dar de sí el más vasto así como el más armónico y duradero sistema
de libertad y de ventura que jamás han visto los hombres.
Las naciones no sufren, por lo común, sino lo que no pueden im-
pedir por ser inevitable; y esa confusión del mal y del bien, de lo falso
y de lo verdadero, que aige y consterna a Mr. Guizot, es hija de una
causa más lejana, más profunda y más necesaria de lo que él cree o
afecta creer, acaso por no haber abarcado en una mirada sintética el
estado completo de las sociedades europeas.
Todo juicio (y lo que decimos de los juicios lo decimos también de
los sistemas), todo juicio que no mira y compulsa más que una de las
fases de las cosas, es incompleto, y por consiguiente erróneo.
El estado de las sociedades en un momento dado cualquiera, es el pro-
ducto del estado que alcanzan todos sus elementos: la resultante, diremos,
pidiendo prestada una comparación a la Mecánica, de todas sus fuerzas en
aquel momento dado del examen. ¿Es por ventura la sociedad un ser sim-
ple o un ser complejo? Complejo es por su naturaleza: Mr. Guizot lo hace
simple. Además de que, preocupado con la política, no ve más que política
en el mundo. Habla aquí el ministro vencido, no el lósofo.
¿Por qué, pues, esa confusión? Porque esa confusión es el estado
natural de todos los períodos nuevos que se inauguran en la sociedad:
confusión en un todo semejante a la que reinaba en el mundo a la apa-
rición del cristianismo, a la que se apoderó nuevamente de él en tiem-
po de la Reforma protestante y a la que más tarde abrió el camino a la
revolución magna de Francia: épocas las tres que forman los períodos
conocidos de la civilización de nuestros días.
23 De la démocratie en France, cap. I, párrafo 16.
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Esa confusión, reejada en la losofía, es el movimiento analítico
o de descomposición, que se apodera de las sociedades cuando una
nueva idea, una nueva clase social, un nuevo interés, hace su aparición
militante en los pueblos, después de haber estado años, y aun siglos,
formándose lenta y silenciosamente en sus entrañas.
Y para comprobarlo, abramos el libro de la historia y contemos, no
ya todas, sino las principales conquistas del género humano.
La esclavitud pasa a ser servidumbre; la servidumbre se transfor-
ma, queda convertida en gremios industriales, y nace el estado llano;
los gremios industriales desaparecen, el estado llano comienza el labo-
rioso trabajo de su emancipación, y el proletariado toma su triste pues-
to en el mundo; el estado llano combate la nobleza de raza, triunfa de
ella y es libre; el proletariado siente remachar sus cadenas. ¿Pretende
acaso Mr. Guizot que, llegada a este punto, se detenga la humanidad
condenando para siempre a la clase más numerosa de la sociedad al
ilotismo en que actualmente se encuentra? Santa es la libertad y la
adoramos, pero la queremos para todos, no para algunos.
La lucha de las ideas, de las pasiones y de los intereses ha existido
siempre, porque, según lo ha hecho notar M. G en una de
sus obras24, hay dos tendencias igualmente legítimas en su principio
e igualmente saludables en sus efectos; tendencias naturales, indes-
tructibles, si bien opuestas entre sí, que se disputan el dominio de la
sociedad: una es la tendencia a la producción de la desigualdad; otra
es la tendencia a la conservación o al restablecimiento de la igualdad
entre los individuos. Dios, sin embargo, ha dispuesto que en esa lucha
eterna entre el bien y el mal triunfe siempre la civilización; porque “la
civilización jamás ha sido vencida.25
ue sea exacto el concepto atribuido por M. G a los mo-
nárquicos, exacto es; por exacto lo dan y conrman las instituciones
políticas de Inglaterra, Bélgica y Holanda, países donde los principios
y las prácticas del gobierno representativo son una verdad; y en opi-
nión de tal lo tienen el mismo M. G y los publicistas de su
24 Histoire du gouvernement représentatif. tomo II, pág. 281 y siguientes.
25 Cousin, Introduction à l’histoire de la philosophie.
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escuela. ¿uién tiene la culpa de que en otras naciones se hayan adul-
terado esos principios y prácticas tutelares, por donde se haya también
venido a dudar si sean ellas las que más convengan al estado social del
mundo moderno? Fueran probos y leales los monárquico-constitu-
cionales en la ejecución de sus leyes fundamentales, y el dicho que M.
Gpone en boca suya sería una verdad, no como quiera, sino la
más grande y más gloriosa de nuestro tiempo: la verdad por excelencia
antirrevolucionaria y pacicadora.
Mas no es cierto que los socialistas, los comunistas, ni los mon-
tañeses funden en el principio de la democracia pura la legitimidad
de su sistema; como no es cierto que el socialismo ni la democracia,
que adrede quiere confundir, sean una sola y misma cosa. ¡Confusión
extravagante y de extrañar tanto más, cuanto que M. G en su
calidad de monárquico-constitucional es demócrata, como es demo-
crático, siquiera en forma imperfecta, el gobierno representativo cuya
historia nos ha trazado él mismo. ¡Verdad ésta bien conocida ya y de-
mostrada por los más distinguidos publicistas modernos!26
Y aquí viene como de molde una pregunta. La democracia americana,
hija legítima del sistema representativo, o mejor dicho, su inmediata y for-
zosa consecuencia lógica, su efecto necesario, ¿es socialista o comunista?
Enhorabuena el comunismo y el socialismo tengan pretensiones
exageradas e ideas erróneas acerca del gobierno y de la sociedad, acerca
de la política y de la economía pública; enhorabuena contengan sus
respectivos sistemas un elemento democrático; con eso y todo no son
ellos la democracia, como no lo es la monarquía, democrática tam-
bién, de nuestro tiempo. Cuanto más que para condenarla sin audien-
cia ni apelación, todavía sería razonable y conveniente aguardar a que
un ensayo completo de sus doctrinas, hubiese probado la impotencia
de ellas para dirigir el gobierno y la economía de los pueblos. Y a la
verdad que en Europa aún no se ha hecho una tentativa semejante,
porque ni se ha ensayado la descentralización administrativa, ni la
26 Véase su Historia de la Civilización y su Curso de historia del gobierno representativo. Sobre esta cues-
tión se pueden consultar con provecho algunos escritos de Lamennais y de Enrique Fonfrede, así
como la conocida obra de De Lolme sobre la Constitución inglesa.
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confederación de intereses provinciales, ni un sistema electoral fun-
dado sobre ideas federativas de esa especie, ni el establecimiento de
cuerpos colegisladores que guarden relación con ellas, ni la libertad
ilimitada, ni la emancipación de la Iglesia, ni otros grandes y funda-
mentales principios que forman la esencia de la democracia y que son
hoy axiomas con que la brillante experiencia de la Unión Americana
ha enriquecido la ciencia política.
Por lo demás, si P es, como arma M. G, el que
entre todos los socialistas “sabe mejor lo que piensa y lo que quiere”,27
estamos autorizados para acudir a su recomendada autoridad en so-
licitud de una denición del socialismo, mejor y más exacta que las
hasta ahora maliciosamente propaladas por los diversos adversarios
de esta escuela. Por manera que, al paso que apaguemos los fuegos de
una de tantas baterías moderadas, haremos a los lectores de buena fe el
servicio de despojar al fantasma de los guiñapos con que lo han vesti-
do los discípulos de M. G para hacer de él alternativamente y
a su antojo, ora un monstruo formidable, ora un grosero moharracho,
ocasión de susto o risa. Edipo va a descifrar el enigma de la vida pro-
puesto por la esnge.28
27 De la démocratie en France, cap. IV, párrafo 6.
28 Para todo lo que se sigue relativo al socialismo hemos tenido a la vista una manifestación re-
ciente de proudhon inserta en el periódico Le Peuple de París correspondiente al lunes 14 de
mayo, y también su famoso libro titulado Système des contradictions économiques, ou philosophie de la
misère, particularmente el cap. I, “De la science économique”, donde hace el paralelo entre los
economistas y socialistas. A nuestro ver esta es su obra más profunda y original, siquiera para el
objeto que nos hemos propuesto en el presente escrito nos atengamos casi exclusivamente a la
manifestación referida. Y la razón es que en ésta explicita proudhon el socialismo tal como él lo
entiende y profesa de conformidad con los pensadores más distinguidos de la escuela y de mayor
valimiento entre sus adeptos, al paso que en el libro citado explica y aprecia el socialismo en
abstracto, por decirlo así, comprendiendo en su esfera todas las sectas que tienen con él analogía
o principios comunes: : lo cual no pasa de ser un juicio, por fuerza vago, de cierto conjunto he-
terogéneo de doctrinas teóricas, y no como debe ser, el juicio concreto de un partido que aspira
a dar aplicación a sus principios en las regiones del gobierno y de la sociedad. El artículo de Le
Peuple contiene precisamente ese juicio concreto con las condiciones de claridad y de determi-
nación necesarias. Por lo demás, en nuestras citas de uno y otro escrito se hallará compilado y
puesto en armonía lo mejor de ambos a dos con relación al punto que nos hemos propuesto
esclarecer.
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Capítulo iV
Distinción entre la economía política, la escuela socialista y la democracia.
Progresos del socialismo en Francia. La coalición reaccionaria empuja y favo-
rece su marcha. Necesidad de las reformas confesada por todos los partidos.
***
Dos poderes se disputan el gobierno del mundo y se anatematizan
con el furor que pudieran hacerlo dos cultos enemigos: la economía
política o la “tradición”; y el socialismo o la “utopía. ¿ué es la econo-
mía política? ¿ué es el socialismo?
La economía política es la historia natural de las costumbres, tra-
diciones, prácticas y rutinas más aparentes y más universalmente acre-
ditadas en la sociedad tocante a la producción y a la distribución de la
riqueza. Bajo este concepto se considera y llama “ciencia, legítima en
“hecho” y en “derecho, y declara que “lo que es” debe ser.
El socialismo arma que hay anomalía en la constitución pasada
y presente de la sociedad; pretende y prueba que el orden de cosas
introducido por la civilización es contradictorio e inecaz, y que en-
gendra la opresión, la miseria y el crimen. Partiendo de aquí hace es-
fuerzos por refundir las costumbres y las instituciones; asegura que la
economía política es una hipótesis falsa, inventada en provecho del
menor contra el mayor número de los vivientes; y aplicando al caso el
apotegma “a fructibus cognoscetis, acaba de demostrar la impotencia
y vanidad de la economía política con poner de maniesto el cuadro
de las calamidades humanas, cuya responsabilidad le atribuye. El so-
cialismo arma, pues, que lo que “debe ser” no existe.
De aquí una línea de demarcación, al par que visible, hondamente
trazada entre la una y la otra escuela. Aquélla se inclina a legitimar y
santicar el egoísmo; ésta, a exaltar el sentimiento de la comunidad;
los partidarios de la primera son optimistas en orden a los hechos con-
sumados; los de la segunda, tocante a los hechos que deben realizarse.
La razón, entretanto, haciendo uso del raciocinio justicado por
la experiencia, nos dice que la ciencia social es el conocimiento espe-
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culativo y sistemático, no ya de lo que “ha sido, ni de lo que “será” la
sociedad, sino de lo que “es” en toda su vida, es decir, en el conjunto
de sus manifestaciones sucesivas; y también que debe abrazar el orden
completo de la humanidad, no sólo en tal o cual período de su dura-
ción, ni en algunos de sus elementos, sino en todos sus principios y en
la integridad absoluta de su existencia; al modo que si el movimiento
social, desparramado, digamos, en el espacio y en el tiempo, se viese
materialmente representado en un cuadro sobre cuyas líneas, guras
y colores descubriésemos a vista de ojos la serie de las edades, la conti-
nuidad de los fenómenos, su encadenamiento y su unidad maravillosa.
Porque así, y no de otro modo, podremos formar una idea de la reali-
dad viviente y progresiva de la ciencia.
Esto sentado, se pregunta: ¿quién puede dirimir la contienda de es-
tos doctores rivales? Sólo esa misma ciencia social, a la que, como a juez
competente, apelan ambos; pero es el mal que cada uno de ellos cree y
arma hallarse solo y exclusivamente en posesión de sus verdades.
Lo cierto es que ambos se calumnian, y ambos se hacen reos de in-
dencia a la razón, cuando por una parte los economistas, decorando
con el pomposo nombre de ciencia sus retales y andrajos de teorías,
se niegan a todo progreso ulterior; y cuando, por otra, rechazan la
tradición los socialistas, y aspiran a reconstruir la sociedad sobre bases
extravagantes o quiméricas. El socialismo nada puede sin una crítica
profunda y un desenvolvimiento incesante de la economía política;
pero ésta, a su vez, no es más que un impertinente centón cuando se
empeña en patrocinar como ciertos y rmes todos los hechos recogi-
dos y ordenados por A S, por J. B. S y por sus sucesores.
De aquí se deduce que la economía política, no obstante su ten-
dencia al individualismo y sus armaciones exclusivas, puede muy
bien ser parte, y parte muy principal y constituyente, de la ciencia, a la
cual vendrían a servir los hechos que describe y analiza como sirven en
una vasta triangulación topográca las bases de antemano dispuestas,
las medidas de toda especie y los piquetes. Bajo este punto de vista, el
progreso de la humanidad, que se efectúa procediendo de lo simple
a lo compuesto, vendría a ser enteramente conforme con la marcha
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de las ciencias, y los fenómenos discordantes y aun frecuentemente
subversivos que forman la base y el objeto de la economía política,
deberían ser considerados como otras tantas hipótesis particulares su-
cesivamente realizadas por la humanidad en servicio de una hipótesis
superior, cuya demostración comprobada resolvería todas las dicul-
tades y satisfaría las pretensiones legítimas del socialismo, sin anular
por eso los principios económicos.
Expresaremos, para mayor claridad, la misma idea en otros términos.
La sociedad, del mismo modo que la razón, se halla establecida y
procede conforme a un sistema de oposiciones, que en el lenguaje de
la escuela se llaman “antinomias”; y estas antinomias son tan esenciales
al movimiento y a la vida de la humanidad, como que, sin exageración,
puede decirse que los constituyen.
Por consiguiente, todo principio social supone una idea antisocial
que lo niega, y toda institución correspondiente a tal o cual princi-
pio lleva consigo una tendencia opuesta que, realizada, lo destruiría
sin remedio. A medida que la razón humana reconoce y admite un
principio social, también descubre y prueba por medio del análisis el
principio antisocial opuesto; hecho lo cual, se aplica a resolver con
el auxilio del procedimiento sintético aquel antagonismo, llegando a
una idea compleja que concilie los dos principios, a la manera que el
movimiento elíptico de los planetas concilia las dos fuerzas centrífuga
y centrípeta que lo producen con su acción contraria y simultánea.
Esta marcha de la inteligencia es idéntica y paralela a la de la sociedad;
y así, cuando una institución social da nacimiento e imprime desarrollo
a la tendencia antisocial que se le opone, semejante discordancia en los
hechos produce una institución más compleja en la cual encuentran si-
tio propio y completa satisfacción las dos tendencias contrarias; si bien
sólo en aquel grado y medida que permite el estado de ilustración que
alcanza la humanidad por el tiempo en que la conciliación se verica.
Los hechos sociales son, pues, otras tantas tesis y antítesis que bus-
can la armonía de una síntesis; y ésta consiste, no en un término me-
dio, en un eclecticismo arbitrario, impalpable, imposible; sino en un
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tercer principio, en una ley superior que, sin excluir los contrarios, los
ponga de acuerdo absorbiéndolos, por decirlo así, a uno y otro en una
fórmula compleja y absoluta.
¿Por qué, pues, disputan con tanto encarnizamiento estas dos es-
cuelas rivales? La ciencia cree posible una conciliación sintética de sus
opuestos principios; una misma idea (“la organización del trabajo”) es
el objeto de sus indagaciones incesantes; y a un mismo n llevan pues-
ta la mira: cual es el de fundar sobre bases indestructibles la libertad,
el orden y el bienestar entre los hombres. Si la economía social es hoy,
más bien una aspiración generosa a mejor estado en lo futuro, que el
conocimiento perfecto de la realidad presente, reconocer hemos tam-
bién que los elementos de estudio tan precioso se hallan todos en la
economía política. Pocos defensores encuentran lo presente; pero no
es menos universal el disgusto que inspiran las quimeras y las invencio-
nes extravagantes o atrevidas. Así que todo el mundo reconoce ya hoy
que la verdad sólo puede hallarse en una fórmula que concilie estos
dos términos: Conservación y Movimiento. Los hechos observados
y descritos por los economistas deben servir de primera materia a los
razonamientos y a las conjeturas; y, en suma, la ciencia del gobierno
ha de aprenderse, más buena y rectamente que en una vana ideología
como el Contrato social, al modo que antevió M: en la
relación permanente y necesaria de las cosas.29
Pero seamos justos con todos para ser verdaderamente justos: no
obstante las discusiones que ciertas escuelas socialistas han suscitado
en orden a la comunidad de trabajo y de bienes, y tocante a la inter-
vención del Estado en el comercio y en la industria, el número mayor
y casi la totalidad de sus hombres de luces y valía admite y conesa hoy
la razón inmanente, incorruptible y providencial de las sociedades, y
está de acuerdo en sostener como principios eternos suyos la familia,
la herencia, la libertad individual, la libertad del trabajo y la arma-
ción de un Ser Supremo. Estos principios, como axiomas sociales; la
soberanía del pueblo, el voto, o como ahora se dice, sufragio universal,
29 proudhon, Système des contradictions économiques, cap. 1,– “Lettre à Mr. Proudhon sur la proprie-
té”. par M. E. Cherbuliez, En Journal des Economistes, 1848, núm. 93.
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y la unidad del poder público, como axiomas políticos, forman la base
de la escuela socialista, y el punto de partida de su sistema práctico
de gobierno; por más que algunos espíritus especulativos y controver-
sistas hayan arrojado a la arena del público debate las ardientes cues-
tiones que tan mala suerte y no pocos sinsabores han acarreado a sus
adeptos, justicando hasta cierto punto el ostracismo que, en el sentir
de muchos, les coloca fuera de la comunión del género humano.
Pero si el socialismo, preguntará acaso alguno, arma y reconoce
los principios universales que forman la creencia inmortal del mundo:
¿a qué viene en suma a reducirse?
Ya hemos dado sucientemente a entender, que el socialismo es la
protesta” que hace la libertad política y la igualdad social contra las
instituciones y las leyes que ponen obstáculos al ejercicio de la una y
al establecimiento de la otra. Y no se diga que protestar es amotinarse,
porque, ¿cuándo no ha protestado la sociedad contra sí misma? ¿Cuán-
do ha dejado de destruir sus propias creaciones? ¿Cuándo lo que un día
fue para ella realidad dejó de convertirse, andando el tiempo, en utopía?
¿Puede darse una cadena de protestas y destrucciones más rmemente
eslabonada que la que forma la cronología de sus anales, de cuatro mil
años a esta parte? ¿No ha abolido la sociedad, por lo menos en derecho y
sucesivamente, la utopía de las castas, la utopía de la esclavitud, la utopía
teocrática, la utopía feudal? ¿No se da buena maña a abolir también la
utopía constitucional, la utopía diplomática, la utopía del despotismo?
Pues bien: la losofía, que con el auxilio de la metafísica, de la idea
religiosa, de la economía política y de la historia, aspira a formar la teoría
completa de esas revoluciones, es el socialismo; y en tal sentido puede
y debe decirse que todos los grandes reformadores han sido socialistas;
que la misma religión cristiana, más que ninguna otra, fue utópica y so-
cialista en su principio; que toda doctrina liberal y progresiva es rami-
cación más o menos directa y legítima del socialismo; que, en suma,
cuantos tenemos fe en la mejora y perfección del hombre, del estado
social, de la especie humana y de los gobiernos, somos socialistas.
Efectivamente, el progreso no es más que una serie de destrucciones, y
la sociedad para proceder de hecho a esas destrucciones empieza en la re-
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gión del derecho por una serie de negaciones correspondientes y sucesivas.
¿De qué manera? Oponiendo con infatigable constancia a las utopías o-
ciales, momentáneamente realizadas otras utopías, irrealizables por cierto
en su mayor parte, o que sólo se realizan ajustándose a escala muy pequeña.
Tal fue la utopía de P, y después de éste la de L, la de
P, la de los Esenios, la de M, la de los Albigenses, Husitas,
Anabaptistas y Moravos. Tales fueron también las utopías de C-
, de T M, de F, de M, de R y
de B. ¿uién no conoce las posteriores a éstas, coetáneas las más?
Pues bien; el resultado de tamaña oposición entre lo tradicional y lo quimé-
rico o hipotético, es llevar de la mano a la sociedad a una fusión, compo-
sición, síntesis, eclecticismo o término medio, el cual subsiste hasta que la
libertad progresiva lo juzgue de nuevo embarazoso, y lo expulsa a su vez con
el auxilio de otra utopía, vencedora hoy para ser vencida mañana. Esta es la
historia: nada podemos contra ella y todo se reduce a ver o no ver.
Por la naturaleza misma de las cosas, las utopías se dividen en dos
grandes clases: una que lo quiere todo para el individuo y por el indi-
viduo, que puede decirse “economismo”: otra que lo quiere todo para
la sociedad y por la sociedad, y que se llama “comunismo.
La verdadera escuela socialista demuestra que, igualmente exclusi-
vas, son estas doctrinas igualmente impracticables, alegando contra la
primera las revoluciones y miserias que engendra, y contra la segunda la
impotencia radical en que está de establecerse. Avanzando cada vez más
en este camino de crítica imparcial, las anula todas; arma que el socia-
lismo no tiene valor sino como protesta para abolir la utopía ocial; y
que, una vez obtenida semejante abolición, conviene detenerse a n de
dejar a la libertad el cuidado y el derecho de avanzar al paso que le seña-
len sus propias leyes, el estado de la sociedad y el espíritu de los tiempos.
Pero se dirá: existe hoy día, según eso, un abuso, una utopía cuya
abolición denitiva es necesaria en sentir del socialismo, y a la cual se
debe llegar por medio de éste; y siendo así que la escuela no concede
importancia ni valor práctico ninguno a la utopía de S S, ni a
la de F, ni a la de O o de C, dígase a lo menos cuál
es la que éstas tienen por n y objeto común de sus esfuerzos destruir.
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Interpelado así, el socialismo responde: que el sistema económico
actual tiene por fundamento la hipótesis, cción, utopía, o como quie-
ra llamársele, de la “productividad” del capital; que en virtud de esta
hipótesis, creada por la ley, pero que ningún poder legislativo podría
hoy abolir, la mitad de los productos sociales pasa, con los nombres de
renta, arriendo, alquiler, intereses, benecio, agiotaje” y otros, de las
manos de los trabajadores a las de los capitalistas, hacendados y pro-
pietarios los cuales, como dice J. B. S, producen con su instrumento
propio; que es enorme la suma a que suben estos pechos o tributos
impuestos a la industria de todas clases y su resultado natural y preciso
la desigualdad de condiciones y de bienes; la división de la sociedad
en dos clases enemigas, la necesidad gravosa y desmoralizadora de la
policía y de los ejércitos permanentes, el exceso de los productos, la
inercia de los capitales, la carencia de mercados, la cesación del trabajo,
la servidumbre de la clase más numerosa de la sociedad, la miseria.
La cuestión para nosotros, continúan diciendo los socialistas, no es
saber si construiremos un “falansterio” de ensayo, si se establecerá la igual-
dad de salarios, si los trabajadores vivirán en común, si el Estado se conver-
tirá en empresario único de la agricultura, del comercio y de la industria;
que todos estos son puntos de controversia, ejercicios del espíritu, materia
a la invención y al estudio: nada como prospecto de conducta práctica. El
negocio magno que aquí tratamos es la abolición del tributo impuesto por
el capital al trabajo; especie de feudalismo acompañado, como el otro, de
sus siervos y de sus derechos señoriles. No guerra, no despojos, no violen-
cias queremos. ¿Para qué, ni por qué, cuando estamos íntimamente con-
vencidos de que esa justísima abolición se pondrá por sí misma en efecto,
sin expropiación y sin trastornos, con tal que el Gobierno, anticipándose
a la Revolución, comience por suprimir el interés del dinero y organice
gratuitamente la circulación y el descuento?
Por lo tocante, prosiguen, a la supresión misma del interés del dinero
con anuencia del Estado, y a la consiguiente de los arriendos, alquileres,
rentas, agios y demás, como consecuencia necesaria de las nuevas insti-
tuciones relativas al crédito, armamos: lo uno, que son de derecho y
de necesidad pública: lo otro que sus ventajas se tocarán muy pronto
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cuando la sociedad se vea regenerada en el gobierno, en las institucio-
nes, en las leyes, en la losofía, en las costumbres, en la literatura y en las
artes. Si hay motivo para prever, prorrumpen llenos de fe y de esperanza,
que el vapor aplicado a las máquinas y a los caminos producirá en época
próxima un inmenso cambio industrial, ¡con cuánta más razón no de-
bemos pensar que una reforma cuyo n es multiplicar la producción,
proporcionar las recompensas al trabajo, aumentar los provechos de los
menestrales, destruir el pauperismo y hacer por siempre imposibles las
revoluciones; que una reforma tan íntima y completa del estado social
de los pueblos, abrirá una nueva era de riqueza, de paz y de ventura su-
perior a cuanto puede antever la intuición profética de los lósofos y
concebir en sus arrebatos la alada fantasía de los poetas!
¿ué ha producido, qué produce, ni qué producirá la guerra im-
política, inmoral y sangrienta declarada al socialismo; hecho que fa-
talmente se reproduce en todos tiempos y estados de la sociedad, y
del que se sirve la Providencia para conservar el movimiento y para
renovar la vida de la humanidad degenerada?
El día en que por sostener antiguos cuanto odiosos y odiados privi-
legios se intentó poner al socialismo fuera de la ley común de los hom-
bres, acusándolo de querer la comunidad de bienes, la comunidad de
mujeres, la comunidad de hijos, la confusión, el caos, el crimen, cuanto
la imaginación puede concebir más horrible y monstruoso; ese día, con
ademán intrépido y voz fatídica, contestó el socialismo a privilegios y
privilegiados: “más pujante que vosotros, inaccesible a vuestras calum-
nias, nuncio y ministro de la justicia divina, os condeno y os disuelvo.
Dios es Dios, y la libertad es su profeta. Y entonces, como si una fuerza
desconocida y misteriosa hubiese roto en todas las almas el lazo social,
hace visto la división, la desconanza, el odio, penetrar en todas las
clases de ciudadanos; los elementos de la sociedad entrar unos contra
otros en lucha encarnizada; los intereses de todos separarse; los ánimos
dividirse y el egoísmo y la envidia proclamar en voz alta a faz de cielo y
tierra la máxima sacrílega y desconsoladora: cada cual en sí y para sí, que
anula y suprime el Evangelio.30 “Habéis creído (concluyen diciendo los
30 “Aquel de entre vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser mi discípulo”. (san
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socialistas a los economistas), habéis creído y aún estáis creyendo poder
conservar en su ser el laboreo de una clase por otra clase de la sociedad,
de un hombre por otro hombre; y el socialismo, que conoce mejor que
vosotros la naturaleza del hombre y el organismo de la sociedad, os ha
contestado con una disolución universal. Habéis excitado, fomentado y
recompensado la guerra social: habéis creído borrar con sangre la pro-
testa socialista, y el socialismo se ha vengado lanzando desencadenada
sobre vosotros la tempestad de vuestras contradicciones y sosmas.31
Hasta aquí cuanto para el objeto que nos hemos propuesto con-
viene saber acerca del socialismo, tal como lo profesan hoy los más há-
biles pensadores de la escuela. Ya no es éste aquel mismo sistema que,
aspirando al dominio de la sociedad por medios ejecutivos y violentos,
buscaba en las masas su auditorio, desdeñando las aulas donde en el
curso natural de las cosas empiezan las doctrinas, por la conquista de
los espíritus, la de los intereses y costumbres. Ya no es tan sólo una
teoría político-social empírica, y un plan económico-administrativo
compuesto de observaciones mal zurcidas en una urdimbre falsa y mal
hilada: ya es, más que una doctrina negativa y crítica, una doctrina
armativa y dogmática; ya tiene una losofía; ya busca sus orígenes
en la historia, fuente común de todas las ideas, árbol genealógico uni-
versal de todos los linajes de sistemas, crisol de todas las verdades, y
desengaño providencial de todos los errores. Ya, nalmente, en la va-
riedad y discordancia innitas de sus teorías, donde pensábamos ver
creaciones de inteligencias independientes a quienes no sujetaba el
lazo de un principio central y único, debemos admirar, si no miente o
no exagera P, ideologías aventureras y vagabundas que ha-
cen la guerra de cuenta propia, a condición de aumentar y enriquecer
la conquista común de cuyos reales han salido a hacer exploraciones y
descubrimientos de ignotos mares y de lejanas comarcas.
De cualquier modo que se mire, lo cierto es que el socialismo ha
conseguido probar que, buenos o malos, tiene principios generales, a
luCas, XIV, 33). La primera Iglesia cristiana, es a saber, la de Jerusalén, fue fundada de confor-
midad con este principio. (Actos de los Apóstoles, 11, 44, 45 y 46).
31 proudhon, Artículo inserto en Le Peuple, número ya citado.
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cuyo rededor, después de rehechos, se acogen, estrechan y unen hoy
las diversas escuelas que se agitan en su seno; que la divergencia de
ideas y de medios prácticos entre sus sistemas no dice relación sino
con los pormenores; y que, fuera de estas discordancias provenientes
de la distinta manera de apreciar ciertos hechos particulares, la secta
toda, sin distinción, sigue un ritual y conesa dogmas comunes.32
¡Cosa singular y digna de llamar la atención de los hombres pen-
sadores! Un año hace que el socialismo no existía, por más que la re-
volución de febrero en Francia se hubiese hecho en su nombre.33 No
se conocía a sí mismo; no tenía fórmula, ni símbolo; no era más que
un instinto de las masas, por unos sentido aunque ignorado, por otros
ignorado y aborrecido. ¿Dónde estaba verdaderamente el mal y en qué
consistía su remedio? Nadie lo sabía: ni los hombres de rmes convic-
ciones, ni los de simple buena voluntad.34
La revolución puso en sus manos el poder; porque la revolución
fue la derrota del estado llano: ¿y qué quedaba en pie una vez derriba-
do éste? El socialismo capitaneando a los obreros.
Al socialismo acudieron, pues, los ánimos conmovidos y los inte-
reses alarmados, en solicitud, no de una espada que cortase el nudo,
sino de una solución que lo desatase; en solicitud de un gobierno
que derramase sobre todas las miserias de la enferma sociedad el ro-
cío refrigerante de las reformas. La ocasión era oportuna; propicia la
coyuntura; unos partidos favorables, otros por el momento impoten-
tes; los proletarios generosos y dóciles; los banqueros, capitalistas y
propietarios resignados; el ejército amigo; la prensa, la tribuna, el país
esperando en silencio; la Europa atónita, y el mundo en la expectación
candorosa de un prodigio.
32 Una prueba patente de esta verdad es el programa político adoptado por la prensa democrático-
social como bandera común del partido, con muy pocas y casi insignificantes reservas por parte
de algunas fracciones. El público español conoce este programa por haberse publicado en todos
los periódicos de Madrid.
33 En esto están de acuerdo los socialistas y sus adversarios. V. Le Peuple, núm. 144. y la Revue des
Deux Mondes, de 19 de febrero de 1849, art. de e. saisset, titulado “Du passé et de l’avenir du
socialismo”, pág. 349. E. Saisset es moderado y monárquico.
34 Le Peuple, núm. 141.
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Basta una palabra para signicar por completo el modo como salió
de su compromiso y se desempeñó de su deuda el partido socialista. El
partido socialista engendró y dio a luz las Jornadas de Junio; porque entre
el socialismo armado del poder, la formación de los Talleres Nacionales
y la sangrienta crisis de aquel mes infausto, hay una relación tan íntima y
perfecta como entre los tres términos lógicos de un correcto silogismo.35
El socialismo, vencido y humillado, es sin embargo una “doctri-
na viva” que toma hoy una nueva faz para recorrer un nuevo período de
su existencia. Por confesión de sus mismos adversarios,36 aunque vencido,
como ellos dicen, en el terreno de la discusión cientíca, derribado en la are-
na ensangrentada de los partidos, y arrojado de las elevadas posiciones que
había conquistado, vuelve al combate con redobladas fuerzas y vigor, y con
nuevas y más brillantes esperanzas, a medida que echa raíces en los ánimos y
se insinúa en las clases populares, ávidas de bienestar y de reformas.
¿Cómo se explica, pues, esta resurrección? ¿Es la de la larva, que se
convierte en crisálida por movimiento natural y espontáneo suyo? ¿Es
la galvanización momentánea de un cadáver? ¿Es una metempsicosis?
Oigamos desde luego a los amigos del socialismo, que después dare-
mos audiencia a sus adversarios: quizá hallemos la verdad entre sus
opuestos pareceres, despojando a los unos de la pasión que los exagera
y a los otros de la parcialidad que los falsica.
Pero antes de pasar adelante, quede sentado, por ser la verdad: lo
primero, que el socialismo se ha robustecido sin estrépito en Francia a
la sombra del orden, y que hoy es un partido organizado, disciplinado,
y poseedor de un sistema teórico y práctico de doctrinas;37 lo segundo,
que conforme al estado peculiar y a la civilización de cada país, toma ese
partido formas y carácter diferentes, sin dejar por eso de ser homogéneo
y consecuente; lo tercero, que tiende a constituirse bajo una sola ban-
dera y con sujeción a un mismo credo en toda Europa; lo cuarto, que
35 e. saisset, art. ya citado de la Revue des Deux Mondes.
36 Id., íd.– Citamos a este autor con preferencia a otros muchos cuyo testimonio podíamos com-
pulsar, por ser hombre de mucho mérito, y entre todos los conservadores el más imparcial y
templado en sus juicios y lenguaje.
37 De ello es prueba clarísima el resultado de las elecciones francesas en mayo último.
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camina a absorber el interés puramente político en el interés social de las
cuestiones; lo quinto, que, por consecuencia de su índole y disposición,
menos política que económica y más reformadora que controversista,
modicará muy en breve la naturaleza de la democracia, completando
su sistema y abriendo a su expectativa nuevos horizontes.38
Y ahora sigamos.
“El socialismo subió al poder cuando no era más que una esnge
que ignoraba la palabra de su propio enigma; cuando, no conociendo
la lógica inexible del pueblo, oscilaba entre el empirismo y la utopía;
cuando, incapaz de determinar cuestión alguna, no podía decir lo que
quería ni lo que repugnaba; cuando, según la expresión de P,
«dejaba», inerte e impasible, «que todo se creyese y se temiese de él».
En suma, no sabía entonces el socialismo ni lo que debía defender, ni lo
que debía devorar: no distinguía a sus amigos de sus enemigos.
»El primer adversario que encontró el socialismo fue la política. Así
como en tiempo de L F hubo un doctrinarismo monárquico,
así en marzo y en abril de 1848 hubo un doctrinarismo republicano, ge-
melo de aquél. Pretendía el socialismo que la revolución se había hecho
para dar a cada ciudadano la libertad «real», y la política quería cons-
treñir esa misma revolución, social en su origen, índole y tendencias, a
no ser más que una extensión mayor o menor del principio doctrinario
de la igualdad ante la ley; principio que conduce a una libertad de pura
«forma». Y a esta lucha entre los dos principios se han debido las jor-
nadas de 17 de marzo, de 16 de abril, de 15 de mayo, y esas jamás su-
cientemente deploradas de junio, de las que salió tan maltrecho el prole-
tariado, pagando a su doctrina el necesario tributo de lágrimas y sangre.
»El socialismo fue vencido y sus adversarios entonaron un himno
de triunfo; pero semejante triunfo estaba muy lejos de ser denitivo: el
38 Esta tendencia a modificar, o mejor dicho a absorber en su seno el partido hasta ahora pura y
simplemente político de la democracia, se halla de manifiesto en el primitivo programa de los
republicanos de la calle Theiboul (9 de noviembre de 1848) y el más reciente y ya citado de la
prensa socialista, con el cual están conformes los nuevos diputados a la Asamblea legislativa.
Lamennais y Ledru-Rollin, por ejemplo, que formaron el primero, siguen el segundo. O más
claro: ambos eran republicanos en 1848: hoy son republicanos socialistas. El movimiento que
tiende a reunir en una las dos fracciones es hoy, como todos saben, tan visible como rápido.
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gigante derribado respiraba; y, semejante al de la fábula, cobró nuevos
bríos y más indómita pujanza al medir la tierra con su cuerpo, levan-
tándose de ella poseedor de un nombre y de un principio que debían
servirle de impenetrable escudo en adelante. República Democrática y
Social es su nombre; Derecho al Trabajo es su principio.
»Mientras el socialismo encerrado en sus fórmulas nebulosas y vagas,
se presentaba a los ojos de todos, amigos y enemigos, como un misterio
impenetrable, la coalición reaccionaria reía y callaba en secreto y lo adu-
laba en público; pero no bien se hubo denido; no bien se supo lo que
era y lo que quería, cuando sus adversarios, desdeñando los ambages y las
reticencias, y envalentonados con la reciente victoria, le declararon la gue-
rra a muerte, suscitándole una persecución tan sólo parecida a la que en
nombre del Cristianismo sufrieron algunas sectas en los siglos anteriores.
Y, sin embargo, por una ley moral, de no difícil comprobación, que libra la
pujanza de los partidos sobre los obstáculos permanentes que están obli-
gados a vencer, si el socialismo indenido ofrecía un peligro inminente, el
socialismo denido era un medio de conservación.
»No lo comprendieron así sus enemigos, y de este error ha nacido
en gran parte, sin contar la fuerza ingénita de los principios, el nuevo
vigor que alienta y estimula al socialismo.
»La Constitución de 4 de noviembre de 1848, producto legítimo
del sufragio universal y organización más o menos perfecta del principio
republicano, debió ser, ya que no el arca de la alianza de todos los partidos
liberales, una garantía de su recíproca tolerancia y la prenda de su con-
cordia ante la ley y el orden público. ¿ué dio a los vencidos la coalición
reaccionaria en lugar de concordia y tolerancia? –Si bien se considera, les
dio la vida; pero esto no quiere decir sino que al crimen de intentar su
muerte, añadió la reacción el error imperdonable de intentarla en vano.
Con lo que vino a quedar convencida de crueldad, torpeza e impotencia.
»Vencedora no supo perdonar; ni disimular siendo fuerte, ¡cosa tan fácil!
»Y ebria de orgullo, respirando venganza y alimentando, como
siempre sucede, con las propias injusticias las propias iras, cuando sólo
creyó aprovecharse legítimamente de la victoria, abusó ele ella acaso
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sin quererlo, llegando en su frenesí hasta el extremo de adulterar la
forma del gobierno y conspirar contra la ley fundamental.
»Ahora bien: para prepararse a cometer tales excesos dos cosas por
lo menos son necesarias cuando se quiere ganar la opinión pública, ilus-
trándola y defendiéndola: una, probar que el principio que sirve de base al
gobierno es falso y viciosa la Constitución; otra, proponer otro principio
mejor y una Constitución más perfecta. Y para demostrar que la Coali-
ción no puede ofrecer en este punto nada mejor que lo que a Francia han
dado ya y en adelante pueden dar el socialismo y la democracia, sin más
trabajo que sacar de sus ideas primordiales las consecuencias que contie-
nen, bastará recordar que el sistema todo consiste en la reconstrucción
imposible de un edicio demolido y hecho polvo por el tiempo.
»El resultado de conducta tan desacordada no podía ser dudoso.
Burlada la Coalición en su impío deseo de ver al socialismo empu-
ñar de nuevo las armas, y abandonar el campo de la discusión y de
la propaganda pacíca para entrarse abarrisco por el de la guerra y la
conquista, hubo de verse forzada a buscar en las ignominias del cohe-
cho, en las trampas parlamentarias y en los perjurios y traiciones de los
causídicos, un nuevo y denitivo triunfo que la patriótica sensatez de
sus contrarios le negaba.
»¡Raro espectáculo, y único quizá registrado en las páginas de la histo-
ria, el de una república que no tiene mayor enemigo que su propio gobier-
no, ni más defensores que sus proscritos! ¡República calumniada, encar-
celada, vendida, guillotinada, fusilada, y que más vive y medra cuanto más
sufre y más próxima parece estar de la agonía! En tanto que sus enemigos,
no pudiendo matarla, están condenados a servirla, y a la par que esbirros y
verdugos, son magistrados, diputados, embajadores y ministros.
»En suma, de tal modo se ha conducido la Coalición, y tales trazas
se ha dado, que los socialistas pueden decir con razón no haber exis-
tido hasta ahora sino para asegurar el progreso y la consolidación de
la República.
»La Coalición, en efecto, ha ligado indisolublemente al triunfo de
los socialistas y de los demócratas el honor de la nación y la suerte de la
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libertad; ha disminuido considerablemente la distancia que antes sepa-
raba el socialismo de la democracia, reuniéndolos a ambos en torno de la
Constitución amenazada; ha dado el ejemplo inmoral de esas alianzas,
tanto como inecaces afrentosas, en que aparece y está realmente sacri-
cada la religión de los partidos a intereses de ambición y de egoísmo que
la vulneran y escarnecen; ha hecho imposibles los términos de transac-
ción y de concordia, reduciendo las cuestiones a una guerra de extermi-
nio entre ideas que recíprocamente se niegan y se excluyen; ha relegado
al desván de las utopías extrañas a la ciencia, convencido de empirismo
y de impotencia, el sistema representativo, acortando así violentamente
la vida de una teoría útil, cuando aún no había dado de sí todo el tesoro
de sus frutos; ha provocado y acelera un vivísimo movimiento de reac-
ción, opuesta a la suya, en favor de la doctrina que combate; al querer
remendar la bandera hecha trizas de lo pasado, ha puesto en manos de
sus enemigos el pendón de lo futuro, entero y sano; ha concitado contra
sus excesos el desprecio y la animadversión de ese gran número de hom-
bres, que, apartados por gusto o por necesidad del estadio en que luchan
los partidos, saben juzgar, no obstante, con acierto de la justicia de las
causas y de la bondad de sus campeones; ha inquietado a los pueblos y
alentado a los reyes; ha autorizado las temeridades de la diplomacia, des-
pertando al par en el alma de las naciones el sentimiento instintivo de un
gran peligro, con el cual se acude a preverlo y conjurarlo; por último, ha
introducido en todos los ánimos el furor de la guerra y ha convertido el
mundo civilizado en una nueva torre de Babel.
»En tanto que sus contrarios, sin más trabajo que armar lo que
ella niega y negar lo que ella arma, ostentan entre sus timbres el de
partido popular, defensor de la emancipación de las razas y de las na-
cionalidades; partido de la paz cimentada en la igualdad de derecho de
los individuos, de los gobiernos y de las sociedades humanas; partido
de la unidad, de la legalidad y del orden deducidos de la idea histórica
y racional del progreso; partido eminentemente espiritualista, y por lo
tanto losóco, construido sobre los cimientos incontrastables de la
soberanía del pueblo y del sufragio universal; partido de la verdad, de
la justicia y de la Providencia, que proscribe los privilegios, proclama
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el imperio de la ley civil, y sustenta el orden público como condición
indispensable de toda reforma legítima y fecunda.
»Merced a la estúpida conducta de la Coalición, donde antes ha-
bía un abismo hay hoy un puente, y los socialistas y los demócratas
pueden darse el ósculo fraternal. A ella, y sólo a ella se debe que el so-
cialismo se vea considerado por la democracia inteligente y previsora
de Francia y de Alemania como expresión completa y desenvolvimien-
to nal de la República, invertidos el orden de sucesión y la marcha
natural de las instituciones en el teatro de la historia. Ante el común
peligro, toda diferencia de menor cuantía ha desaparecido, y en la ene-
miga declarada al socialismo han visto los republicanos sinceros un
ataque alevoso cuanto embozado a la República. Y primero que con-
sentir en ver disminuida su fórmula, acortado su alcance y mutilado
su principio, han aceptado la signicación dada a éste por la escuela
socialista, y también el apoyo de su propaganda y su energía.
»¡Bendita Coalición! Andando el tiempo merecerás un mo-
numento en que se lea: «  ,  
».39
»Porque, no menos torpe en su oposición cientíca que lo ha sido
y lo está siendo en su oposición política al socialismo, la Coalición ol-
vida que el testimonio de los observadores más sinceros y autorizados,
así como el de los economistas más entendidos de la antigua escuela
crematística (todos ellos conservadores o doctrinarios), al poner en
evidencia los profundos y horribles males que aigen a las naciones
prepotentes del mundo, y que son el resultado necesario de la acción
combinada de la concurrencia y de la libertad absoluta que aísla a los
menestrales y no reconoce freno ni correctivo; olvida, decimos, que el
testimonio de estos hombres, corroborado por una experiencia de me-
dio siglo, al justicar las quejas y lamentos del socialismo, ha hecho in-
dispensables ciertas reformas que extirpen el mal, o que cuando menos
lo atenúen; reformas a que se niega con una tenacidad inconcebible,
que también podríamos llamar revolucionaria, si no conociésemos ser
39 Véase Le Peuple, núm. 141, 152 y 153, art. firmado a. d. “La Resistencia”; y dos de Proudhon
titulados “La República y la Coalición”.
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de su parte consecuencia legítima de un optimismo sistemático al par
que deplorable.40
»Nada importa que hagamos todas las restricciones necesarias y
nos abstengamos de toda exagerada declamación: siempre quedará
por cierto y averiguado, mejor dicho, siempre será indudable que la
constitución económica de nuestra sociedad engendra dos tenden-
cias, que de llegar a obrar sin contrapeso, conducirán a dos espantosas
consecuencias: división de la sociedad en dos como ejércitos enemigos
y embrutecimiento intelectual y moral de las clases trabajadoras.
»Y caso que este mal fuese el único de que adolece nuestra socie-
dad, y ni tuviesen mayores consecuencias la libertad mal gobernada y
el aislamiento de los individuos, tanto bastaría para explicar y aun para
justicar las acusaciones del socialismo y para hacer llegar sus quejas a
los oídos de los hombres previsores.41
Inquiriendo después el autor que acabamos de citar cuáles son los prin-
cipios comunes a las escuelas socialistas y las grandes fuerzas que llaman
éstas en su auxilio para transformar la sociedad, reconoce que son dos u-
nimemente aceptadas: la asociación libre y voluntaria de los individuos y la
intervención del Estado; admite y prueba la legitimidad de ambas; atribu-
ye, como es justo, a F, la gloria de haber sido quien primero procla-
mó el gran principio de la asociación, y quien primero también demostró
con superior sagacidad su alcance inmenso y su fecundidad maravillosa;
hace notar que los economistas se han manifestado igualmente reacios en
sus repugnancias hacia estas dos ideas salvadoras; demuestra hasta la evi-
dencia los males que resultarían de no adoptarlas por obstinarse en seguir
los pasos de A S, de J. B. S,  M, y en general de la
escuela optimista inglesa, y concluye escribiendo estos notables conceptos:
40 sismondi. Nouveaux éléments d’Economie politique, tomo II, pág. 331 y 134: 8°, 347; Tocqueville, De
la démocratie en Amérique, tomo III, pág. 323; rossi, Observations sur le droit civil dans ses rapports avec
l’état économique de la société; m. CheValier, Lettres sur e’organisation du travail. pág. 269, 318:
Villermé, Tableau de l’etat phisique et moral des ouvriers; Eugène Buret, De la misère des classes
laborieuses; león fauCher, Etudes sur l’Anglaterre; g. beaumon, Du système de M. Louis Blanc.
L’Irlande, e. de girardin, Organisation du travail, véase La Presse del mes de abril; e. saisset, que
compulsa los anteriores. Revue des Deux Mondes, número citado.
41 e. saisset. loc. cit., pág. 341.
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“La asociación fraternal de los particulares y la intervención tutelar
del Estado son los dos hilos que vienen manteniendo unido el socialismo
del siglo XIX a tendencias tan antiguas como el mundo, y que se han re-
producido en todos tiempos bajo mil formas diferentes, porque tiene su
raíz en la eterna aspiración del género humano al bien y a la felicidad. Si
hay dos grandes cosas en la historia dignas por siempre de la admiración y
del respeto de los hombres, son, a no dudarlo, la losofía de P y la
religión de J. Pues aunque a primera vista y con poco examen
parece el aserto atrevido y aun escandaloso, he de decir que en el espiri-
tualismo de P, bien así como en el misticismo evangélico hay un
germen de socialismo que tarde o temprano debía desarrollarse.
»El apetito de los goces materiales es un aspecto real del socialis-
mo, pero no el único. Para hacer a éste justicia completa conviene ser
menos severos y reconocer que, así en los tiempos presentes como en
los pasados, no se limita a exprimir la tendencia natural del hombre al
bienestar positivo (tendencia por otra parte legítima, y hoy más fuer-
te, más irresistible que nunca), sino que pone en muy elevado sitio sus
deseos y sus miras. Ha nacido a impulsos del sentimiento que inspira
la división y partimiento reinantes en la sociedad, y se apoya en dos
grandes ideas dignas de acogida y respeto, por más que aparezcan ve-
ladas y deshonradas con absurdas quimeras y con brutales locuras.42
Concluyamos describiendo los dos más numerosos y fuertes ban-
dos en que hoy se divide la opinión adversa al socialismo, y valgámonos
para ello de la bien cortada, sesuda y elegante pluma del mismo escritor.
Puestos en contraposición comparativa sus juicios acerca del socialismo
con los que de éste ha emitido P, acaso puedan nuestros lec-
tores, ya en posesión de las piezas del proceso, fallar con acierto sobre
la justicia de las partes. En todo caso, fuerza será conesen que hemos
escogido los mejores abogados del pro y del contra; pues si por una par-
te el autor moderado es competente,43 por otra el socialismo, según la
opinión de M. G, se halla encarnado en P, su más
42 Id., íd., pág. 345 y 348.
43 mr. e. saisset es ventajosamente conocido en la república de las letras por sus escritos históricos
y filosóficos.
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hábil intérprete, y el único hombre de la escuela que en más alto grado
posee el espíritu práctico y la índole revolucionaria.
“Pretenden unos, dice, pues, S, que el problema planteado
por el socialismo y la revolución de febrero en Francia no tiene solu-
ción; aun me inclino a creer que en su optimismo niegan al problema
mismo su calidad de tal, dudando que exista. Otros, sondeando con
vista más certera la profundidad del abismo, ven el mal, pero se enga-
ñan acerca de sus causas y de sus remedios. Si hubiéramos de creer-
los, el socialismo reconoce por padre al espíritu revolucionario, y este
mismo no es más que un desarrollo, una hijuela del espíritu losóco
y antirreligioso. Por lo cual conviene y es indispensable reanimar las
antiguas creencias, únicas capaces de volvernos al respeto de la autori-
dad, al sentimiento de la disciplina y de la jerarquía, únicas capaces de
contener las ambiciones desenfrenadas y de poner coto a los apetitos
insaciables. Así que, la religión católica es hoy día el solo antemural
que nos es dado oponer al socialismo, nombre nuevo de aquel antiguo
enemigo que nuestros padres conocieron con el suyo propio de espíri-
tu democrático, losóco o revolucionario; que todo es uno.
»Nunca será demasiado, ni aun suciente, cuanto digamos para
protestar contra estas dos funestas tendencias de los ánimos; aquélla,
que adormece la sociedad en el regazo de un optimismo engañador cuyo
término es la inmovilidad rodeada de peligros: ésta, que presume hacer
retrogradar la sociedad y capitular la revolución y el espíritu humano.44
Capítulo V
La cuestión que se discute: cuál es su índole: cuáles sus términos. Fuer-
zas respectivas de los partidos contendientes.
***
Han reducido la cuestión a dos términos extremos: la libertad y el
absolutismo. ¿Ha pasado la época de las transacciones y de los partidos
medios? Opinión general.
44 Du passé; et de l’avenir du socialismo, págs. 362 y 363.
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Henos aquí llegados a la margen de la cuestión más grave que hoy
se agita, a un tiempo en la tribuna inofensiva de la controversia, y en la
arena ensangrentada de las calles y de los campos de batalla. De com-
pleja que antes era, esa cuestión se ha hecho simple en demasía, y al
pasar de las aulas y de los libros a las barricadas y a los campamentos,
ha dividido el mundo civilizado en dos bandos opuestos e irreconci-
liables que no dan cuartel a los vencidos.
Bajo el punto de vista económico, antagonismo entre el trabajo y el
capital; bajo el punto de vista político, desacuerdo entre los pueblos y los
gobiernos; bajo el punto de vista comercial, oposición entre el sistema
prohibitivo y el de comercio libre; bajo el punto de vista administrati-
vo, contrariedad entre la centralización y el régimen municipal; bajo el
punto de vista losóco, choque entre el principio de la autoridad y el
del libre albedrío. De un lado, el monopolio, los privilegios, la rutina,
las añejas preocupaciones, lo positivo, lo material, lo pasado: de otro, la
igualdad, el libre ejercicio de los derechos, la experiencia comprobada
por el discurso, lo justo, lo racional, lo espiritual, lo porvenir. Y, resu-
miendo, guerra universal, sin tregua y a muerte, entre el despotismo y la
libertad: esta es la cuestión, tal como en su frenética al par que medrosa
ambición la han planteado los monarcas absolutos, y tal como en su sed
de justicia la han aceptado los pueblos. No olvidemos que la provoca-
ción ha venido de los primeros, y que son también ellos los que han dic-
tado las condiciones, escogido las armas y señalado el sitio del combate.
Nada, a primera vista, parece más desigual que las fuerzas respectivas
de estos opuestos campos. Militan en el uno los pueblos conmovidos
profundamente por el instinto largo tiempo adormecido, más no apa-
gado, de su dignidad y su grandeza; fuertes por el número, por su fe en
la justicia, por su amor ingénito a la libertad y por su rme resolución
de conquistarla; pero pasan revista en el otro los poderes absolutos con
sus agentes y soldados, con las rentas públicas, con el oro, con el crédito
bursátil, con los intereses egoístas, con las innumerables ventajas de una
organización cuyos elementos, perfectamente eslabonados, absorben en
provecho de la fuerza toda la vida nacional, dejando yermo e inerte a su
rededor cuanto no consumen improductivamente en conservarse.
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Nada, repetimos, parece más desigual que esta lucha; y la avilantez
con que ha sido provocada revela en los partidarios de la idea antigua una
conanza ilimitada de hacerla triunfar de la idea nueva. ¿Lo conseguirán?
En semejante caso tendríamos por impía la duda de parte de quie-
nes saben que la civilización puede experimentar contratiempos pasa-
jeros, mas no ser borrada del libro de la vida. En las grandes guerras no
son los hombres, ni sus pasiones los que pelean: son las causas, son los
espíritus opuestos de una época, son las diferentes ideas que en un si-
glo conmueven y agitan la humanidad.45 Tiene la historia leyes, y una
de ellas, por cierto la más constante y general, es que en la porfía de la
fuerza bruta contra la fuerza moral, pertenece siempre la victoria por
disposición divina a la segunda. La razón es porque siendo los triunfos
y las derrotas unos como decretos y juicios promulgados de la Civili-
zación y de la Providencia misma sobre la suerte de las naciones, mal
podría la Civilización condenarse, ni la Providencia desmentirse. ue
los que tienen fe esperen: la idea absolutista ha dado de sí en el espacio
y en el tiempo cuanto le era posible dar; se gastó en el gobierno del
mundo, ha pasado y ha muerto. Otra idea ha heredado el centro y la
diadema del dominio, porque la humanidad no puede existir sin ideas,
como quiera que a ninguna de ellas sea dado renacer, como el Fénix de
la fábula, de sus propias cenizas.
La lucha, pues, existe, y en este mismo instante está trabada a muerte
entre unos y otros contendientes. Si lo mejor de la batalla queda por la fuer-
za bruta, los hombres, siquiera momentáneamente, inclinarán de nuevo la
cerviz al yugo; reinará el despotismo sobre el mundo en la paz del sepulcro; y
otra vez más, bajo la supercie articialmente bonancible de las sociedades,
cebarán sus odios los pueblos y agitarán sus teas las furias revolucionarias
hasta el día de la justicia y de la venganza. Si, por el contrario, triunfa el de-
recho, la humanidad se salva; la paz no es una tregua sino una conquista; y
el hombre, levantando la frente radiante de esperanza y jando sus miradas
en el santuario misterioso de lo futuro, caminará con desembarazo y alegría
por el camino que debe conducirlo al logro y disfrute de los bienes que él
encierra y que D ha prometido a sus perseverantes esfuerzos.
45 Cousin, Obras, tomo I, pág. 71.
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Como quiera que sea, repetimos que no nos asusta esta guerra, y de-
claramos que nos parece muy natural; más que natural, indispensable.
Contemporáneos de la sociedad, los dos principios contendientes se la
han hecho siempre, y así convenía que fuese, porque ellos representan en
la política los principios siempre enemigos del bien y del mal, de la verdad
y del error. No nos pesa de su actual encarnizada lucha: que quizá sea la
última. Y en todo caso, bueno es que, denunciando como leales heraldos
la ley de la guerra, sepamos responder al grito de “reacción o muerte” con
el de “muerte o libertad”. Nunca, por D, la hemos gozado.
Lo admirable, lo raro, lo incomprensible, es la actitud que unas veces
a guisa de espectadores y jueces del campo, otras a manera de auxiliares,
o más bien bagajes, toman en esta contienda algunos partidos políticos
llamados liberales, ladeándose al absolutismo de derecho divino y rene-
gando de la democracia. ueremos hablar, con relación a España, de la
generalidad del partido moderado y de una cierta fracción del partido
progresista, cuyo pudor no le ha permitido ser más por ahora que mo-
derada vergonzante. Nosotros amos en D que algún día alcanzará
esta fracción, por milagro de la divina misericordia, el poder que men-
diga, y se hará digna de él con su amor sin límites al Trono y al Altar. En
unos, miedo de perder la posición adquirida; en otros, apetito desorde-
nado de alcanzarla suplantando a los primeros. Miedo irracional; error
grosero; loca ambición que empaña la luz del entendimiento.
¿Cómo han podido creer unos y otros que Rusia, victoriosa en nombre
y por autoridad de la monarquía absoluta, aumentaría el poder de las mo-
narquías constitucionales, democráticas en su origen, índole y tendencias?46
¿Cómo que los hijos de los Cruzados mantendrían alianza sincera con los
de C y de V? ¿Cómo que la reacción triunfante se deten-
dría en su camino y no levantaría nuevos tronos sobre los escombros de las
46 Hablando de la Carta otorgada de la Restauración, dice Cousin, uno de los padres y oráculos
del partido moderado: “aquí tenemos, por una parte, un elemento del antiguo régimen, y por
otra, un elemento de la democracia revolucionaria..., Nuestra Constitución es la fusión real
del monarca y del pueblo que indagan juntos la mejor manera de gobernar... Su espíritu es un
verdadero eclectismo. Obras, tomo I pág. 108. Por lo demás, no hay publicista alguno moderno,
sea cual fuere el partido a que pertenezca, que no reconozca la verdad de la proposición sentada
en el texto. Véase muy particularmente a lamennais, Obras, tomo II, pág. 15, y fonfrede, Del
gobierno del rey y de los límites constitucionales de la prerrogativa parlamentaria.
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instituciones liberales, para colocar en ellos a cuantos príncipes de derecho
divino andan hoy asendereados y proscritos por la Revolución? ¿Cómo que
estos príncipes se contentarían con una autoridad limitada, después de ha-
ber vencido a sus súbditos con las armas? ¡Tanto valdría creer que los vence-
dores, por sí mismos y espontáneamente, movidos sólo de un sentimiento
de abnegación maravilloso y sublime, levantarán del suelo a los rendidos, les
devolverán las armas y les restituirán las conquistas!
Ni digan, para cohonestar a los ojos del país su necio proceder y
sus criminales esperanzas, que la “cuestión social se levanta hoy más
alta que la puramente política; que no hay en realidad sino dos bande-
ras: la de los que quieren destruir la sociedad y la de los que aspiran a
conservarla; que a tamaño objeto deben sacricarse los viejos rencores
y las diferencias de principios secundarios”; en n, “que ante el orden
social amenazado no debe haber sino un grito y un deseo: el grito de
reacción o muerte; “el deseo de aniquilar la democracia.47
Nadie amenaza la sociedad, ni la sociedad es una institución que pue-
da ser destruida por raza o por partido. ¿La destruyó el golpe de bárbaros
que a modo de diluvio de fuego cayó sobre ella en los primeros tiempos
de nuestra era? ¿La destruyó el régimen feudal que alteró, modicó e hizo
desaparecer las antiguas leyes, usos, condiciones y bases de su existencia?
¿La destruyó esa revolución francesa de 93, que se presentó a los ojos del
mundo atónito con todos los caracteres y señales aparentes de una nueva
barbarie? ¿uién habla de la destrucción de la sociedad, siendo así que
D existe y que la civilización es obra suya? Los fatalistas, los incrédu-
los, los impíos, los sucesores de aquellos magnates romanos, de aquellos
señores feudales, y de aquellos aristócratas que en épocas varias también
exclamaban levantando al cielo las rapaces manos “la sociedad perece, el
mundo se acaba”; cuando lo que se acababa eran ellos; cuando lo que pe-
recía eran sus abusos; cuando la sociedad se regeneraba; cuando el mundo
marchaba en las vías providenciales del progreso. Repitámoslo sin cesar:
hasta ahora la Civilización jamás ha sido vencida.48
47 Citamos textualmente las palabras que contiene la Circular a los electores, redactada por la junta
de la rue poitiers.
48 Cousin, Obras, tomo I. pág. 117.
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Lo cierto, lo indudable es que, en el orden natural de las cosas, así
como después de la revolución religiosa se dio a luz la revolución lo-
sóca, a la cual se siguió la revolución política, así en pos de ésta, como
forzosa consecuencia, vendrá la revolución social que hoy se inaugura
al comienzo de un nuevo período de los tiempos.
Siglo de transición y de eclecticismo arbitrario el nuestro, había
establecido entre los elementos que le han legado los siglos anteriores
una transacción facticia y empírica, que semejando la concordia y la
síntesis de los principios, no hacía más que producir la anarquía entre
los semejantes y la guerra entre los opuestos.
Así, para transigir el desacuerdo entre los pueblos y los gobiernos, inven-
tó el sistema representativo; para conciliar la oposición entre el monopolio
y la libertad comercial, ideó el sistema protector; para hacer desaparecer la
contrariedad entre la centralización y el régimen francamente municipal,
alumbró el fantasma de las asambleas administrativas, dependientes, sino
siervas de la autoridad ejecutiva; para buscar un término medio de compo-
sición y ajuste entre el trabajo libre y el capital, echó mano de la benecencia;
y, nalmente, para hacer coexistir en paz la religión y la losofía, la Iglesia y el
Estado, produjo el eclecticismo y dio a luz las Iglesias nacionales.
¿Ha pasado completamente la época de estas transacciones empí-
ricas, de estas concordancias arbitrarias?
Todos los partidos, siquiera no lo conesen, están de acuerdo en con-
testar armativamente a la pregunta; todos ellos, simplicando como por
instinto las cuestiones debatidas hasta el punto de reducirlas a sus términos
extremos, excluyen toda idea de composición y de avenencia. Ya hemos vis-
to, en efecto, cómo denuncian la ley de la guerra los moderados nacionales
y extranjeros. ¿ué dicen los socialistas de Francia, de Italia y de Alemania?
“La república y el socialismo son una misma cosa; ni hay más que
dos partidos: el monárquico y el republicano. Establecida la república
por obra del sufragio universal, ha quedado excluido todo medio legal
de restablecer la monarquía, porque el sufragio universal no puede, ni
abdicar como principio, ni abjurar de sí mismo.49
49 Le Peuple, núm. 152. Véanse todos los periódicos socialistas de Francia, eco fiel del Socialismo eu-
ropeo. Véase también la proclama de Becker, general revolucionario de Carlsruhe, en La Tribune
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¿ué dicen los republicanos moderados del país vecino, los cuales
componen una fracción distinta del socialismo, si bien con tendencia
a incorporarse en sus las?
“No hay en Europa más que dos partidos: el de la revolución y el
de la contrarrevolución, ni más que dos principios: el democrático y
el despótico. El tiempo de los términos medios y de las dudas ha pa-
sado. ¡Ciudadanos! la patria está en peligro: la lucha armada, la lucha
predicha por N moribundo comienza en Europa: los reyes
coaligados se ayudan mutuamente en todas partes contra los pueblos
que combaten y sucumben aisladamente. Pero antes de sacar la espada
de 92, reconciliémonos también, hermanos y conciudadanos: los bra-
zos de los cautivos de Junio nos harían falta el día del gran combate”.50
En España, donde no hay partido socialista, aunque sí, por más que se
diga, partido democrático, ¿qué dicen los progresistas de todos colores?
“Los hombres de todos los partidos de que se compone la gran
familia liberal sienten que ha llegado el momento crítico de que se de-
cida en Europa cuál de los dos partidos que se disputan el dominio del
mundo moral ha de prevalecer; si el despotismo, si la libertad. Venza
la Rusia coaligada con el Austria, y la Europa será cosaca; pero si vence
la Francia democrática unida a los pueblos que hoy lidian por sus dere-
chos, la Europa será republicana. Bajo las banderas del autócrata irán
a alistarse, no sólo los campeones naturales del derecho divino, sino
cuantos por sus compromisos y opiniones estén más cerca del despo-
tismo que de la libertad. En los ejércitos populares ingresarán, no sólo
los que se llaman demócratas por convicción, sino todos aquellos que
preeren el triunfo de la República al del despotismo septentrional”.51
des Peuples, núm. 71.
50 “Manifiesto de los amigos de la Constitución”, inserto en La Reforma de Madrid, núm. 202. Obsér-
vase al mismo tiempo (y esto es muy grave) el movimiento de cada vez más pronunciado en favor
de la unión entre los republicanos moderados y los socialistas. “Lejos de oponernos al socialismo,
procuraremos extraer de su seno el elemento orgánico que contiene. Las fórmulas de Considerant,
proudhon y leroux no son todavía más que fórmulas, pero ellas iluminan la ruta que puede conducir
al progreso, es decir, al bienestar de las masas, y en este punto de vista las estudiamos y las discutimos”.
Véase La Liberté, periódico de París, citado por La République, núm. del 24 de mayo de 1849.
51 El Clamor. núm. del 30 de mayo de 1849.
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“Los partidos medios han tenido hasta ahora para cada naufragio
un puerto, para cada derrota un cuerpo de reserva en que les era dado
replegarse. Pero esos puertos se han convertido para ellos en golfos tem-
pestuosos; esos cuerpos de reserva, en lugar de ofrecerles un asilo, les
hostilizan cuando huyen y les dejan encerrados entre dos fuegos. Tal es
hoy en Europa la posición de estos hombres sin principios jos que han
llegado a constituir un partido sin más vínculo que el interés individual
de cada uno de los que lo componen... Antes podían muy bien hom-
bres moderados de opiniones distintas coincidir, sin embargo, en deseos
en algunos puntos de política extranjera: hoy la parte de Europa que
no forme en las las de la libertad, pertenece al zar; hoy la libertad y el
absolutismo han presentado su «ultimátum» a los partidos medios: o
liberales, o cosacos... La Santa Alianza ha renacido contra la libertad;
renazca la Francia de D contra La Santa Alianza.52
He aquí, pues, a nuestras parcialidades militantes divididas en dos
grandes grupos, grupo de monárquico-constitucionales absolutistas;
grupo de monárquico-constitucionales demócratas. Demócratas, sí,
porque la palabra “liberal”, elástica y maleable, es un comodín que puede
aplicarse a cualquiera suerte favorable, y que, o nada signica, o signica
partidario sincero y absoluto del principio esencialmente democrático
de la soberanía nacional, en oposición con la soberanía de los reyes. ¿Ni
cómo se puede entender de otra manera, a no confundirse adrede con
esos hombres “que carecen de principios jos y que han llegado a cons-
tituir un partido sin más vínculo que el interés individual de los que lo
componen”? ¿Ni cómo, para que sea dado, sin contradecirse, “preferir el
triunfo de la República al del despotismo septentrional”?
Hallamos (y sea esto dicho al paso, sin perjuicio de insistir sobre el
particular más adelante o en otro libro), hallamos que en todos estos
cambios y evoluciones estratégicas, el partido moderado español ha sido
y sigue siendo más franco que el progresista; salvo que éste, aunque de
lejos, sigue una luz real, y aquel una luz cticia semejante a la que M-
 describe como propia tan sólo para hacer más visibles las tinieblas.
La cuestión, en efecto, es muy sencilla por lo tocante al partido
moderado. Redúcese a saber:
52 La Nación, núms. 23 y 24 del 26 y 27 de mayo.
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1°– Si los antecedentes históricos de la nación española y el estado
actual de los ánimos en ella autorizan su alianza con el poder absoluto.
2º– Si es posible, como él lo cree, el triunfo de ese poder, y por conse-
cuencia de semejante triunfo, el restablecimiento de la antigua monarquía.
3°– Si, puesto caso que tamaña utopía se realizara en nuestro siglo,
salvaría a su sombra las ideas, los principios y los intereses cuya custo-
dia y defensa le han sido encomendadas.
4°– Si puede salvarse y salvarlos adoptando una conducta contra-
ria a la que hoy sigue.
Capítulo Vi
¿Los antecedentes históricos de la nación española, y el estado actual de los
ánimos en ella, autorizan la alianza del partido moderado con el partido ab-
solutista? ¿Es posible, como lo cree el partido moderado, el triunfo del ab-
solutismo, y por consecuencia de semejante triunfo, el restablecimiento de
la antigua monarquía? Puesto caso que tamaña utopía se realizara en nuestro
siglo, ¿salvaría el partido moderado a su sombra las ideas, los principios y
los intereses cuya custodia y defensa le han sido encomendadas? ¿Puede
salvarse y salvarnos adoptando una conducta contraria a la que hoy sigue?
***
ue ni los antecedentes históricos de la nación española, ni el estado
actual de los ánimos en ella autorizan la alianza que el partido moderado
ha celebrado con el poder absoluto, es una verdad de que fácilmente
podemos convencernos hojeando, siquiera sea someramente y de prisa,
los fastos nacionales, y aplicando el oído a las pulsaciones del país. ¡Pues
qué! Ese espíritu de independencia y libertad que se quiere sofocar en
todas partes, ¿no es acaso el mismo principio en cuyo nombre se al
España en 1808, tomó las armas en 1834, venció en 1839 y constituyó el
gobierno y la dinastía que hoy la rigen? ¿Puede ser menguado y criminal
en otros países lo que en el nuestro ha sido y es glorioso y santo? ¿No es
uno, idéntico a sí mismo, indivisible, doquiera y siempre, el principio?
¿No afecta a todos, más o menos directa e inmediatamente, el hecho de
su violación? ¿Cuándo acabaremos, pues, de comprender que las ideas
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no pueden sujetarse hoy a aduanas, ni a aranceles, ni a cordones sani-
tarios; que todas las cuestiones son de todos los países; que todos, sin
excepción y de mancomún, son responsables de los delitos contra la li-
bertad, que son delitos contra la civilización y contra el sentido común?
Mucho se confía en los hábitos viciosos y egoístas que el largo rei-
nado de la monarquía absoluta introdujo en España para disponer
su resurrección de entre los muertos. ¡Ilusión! ¡Aparición de alma en
pena y nada más! La monarquía absoluta ha dejado entre nosotros
pocos amigos sinceros, pero sí muchos como plañideras que lloraron
en su entierro por ocio de cortesanos o por sentimiento de perdido-
sos. Si todavía hoy lloran es que van a viejos y recuerdan con amargo
dolor sus mocedades; sin que por eso desconozcamos que hay entre
ellos hombres de mucho entendimiento y valor, cuyo apego a la anti-
gua monarquía es efecto de la creencia en un principio, y cuyo amor
a sus representantes verdaderos es generoso y noble impulso de leales
corazones que doblan la rodilla ante la gran diadema del infortunio
sobrellevado dignamente. Pero no son muchos y el tiempo se los traga
a toda prisa. Los más han probado que no defendían en la institución
sino intereses propios o fueros comunes de comarca, y que, salvados
éstos de cualquier manera, lo demás era asunto de menos valer, muda-
ble y vano. ¿Y la nada guerra? Dura prueba ha sido y hasta vergonzosa
para la antigua causa monárquica; pues al paso que el país permaneció
sordo al llamamiento que le hicieron en su nombre malas pasiones de
dentro y no mejores sugestiones de fuera, sus caudillos dieron con ella
en el suelo, vendiéndola al enemigo por los treinta dineros del traidor
y por el sambenito del apóstata. ¿ué causa es esa que, abandonada
por el pueblo, vendida por sus amigos y alentada por los extranjeros,
es, o parece ser, a un mismo tiempo, fuerza hecha a la nación, motín
puesto en almoneda y conquista de gente aventurera a sueldo de los
enemigos de la Patria? En verdad que de semejante causa, si causa pue-
de llamarse, sólo una cosa se ha salvado, y ésta es el honor militar de su
primer caudillo; pero cierto que un aumento de fama para Cabrera no
valía la pena de ser alcanzado a costa de la inacción medrosa del pre-
tendiente, ni de la triste muestra de impotencia con que ha venido a
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hundirse para siempre en el olvido. ¡Grande y solemne enseñanza nos
ha legado, sin embargo, al desaparecer de la escena, y seríamos ingratos
en no reconocerlo! La monarquía absoluta era antes de esta guerra un
recuerdo amenazador: después de ella sólo es un recuerdo desarmado
que a nadie inspira susto: el pueblo, merced a ella, ha roto los últimos
lazos que lo ligaban con la tradición, y al despedirse de la idea vieja,
como se despedían los césares de los gladiadores combatientes, ha ra-
ticado su alianza con la idea nueva, dejando perecer a su rival en el
circo sin levantar la mano de favor que demandaba.
España no es absolutista, ni puede serlo mientras exista la dinastía
que hoy se halla al frente de su gobierno, o no tiene sentido la historia
de los últimos años, o la expulsión de D. C es un acontecimiento
indiferente; o declaramos que fue un capricho la pasada guerra de suce-
sión; o confesamos que nada vale para la inteligencia del espíritu públi-
co la reciente de Cataluña; o borramos de los más solemnes documentos
del tiempo las más grandes, terminantes y espontáneas promesas.53
En España hay algunos viejos apegados al régimen antiguo por há-
bito, por principios, y quizá, más que por nada, por espíritu de contra-
dicción a las no muy felices, que digamos, instituciones modernas. Hay
también absolutistas de familias, no de principios, y éstos son los legiti-
mistas, que no conciben ninguna media proporcional posible entre el
derecho divino y la democracia: para éstos el absolutismo es Montemo-
lín y sin Montemolín la República; por donde se ve que están más cerca
del socialismo que de Doña Isabel II constitucional. Fuera de éstos sólo
existen algunos necios a quienes las utopías de Bonald y de De Maistre
han vuelto el juicio: menos de absolutismo a quienes parece elegancia y
cultura ser realistas, precisamente porque nadie lo es; uijote de un gé-
nero nuevo que quiere resucitar la Tabla Redonda, no advertidos de que
las frases campanudas y rimbombantes no tienen virtud de crear hom-
bres como las piedras de Deucalión; caballeros cruzados que no saben
montar a caballo ni pueden hacer viaje a Palestina; señores feudales sin
53 “La libertad está identificada en el trono de la Reina, porque no podría nunca S. M. ser reina de España
sin que haya gobierno representativo, sin que esté apoyada por el país”. Palabras del señor Duque de
ValenCia en la sesión del Congreso, el 24 de mayo de 1849. Diario de las Sesiones, núm. 19, pág. 150.
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más blasones que los vales del 3 por 100; aristócratas de la Bolsa; nobles,
como los niños de la escuela son griegos y romanos.
Esta es la verdad, mal que les pese a esos señores. Y ahora preguntamos
al gobierno si tiene gran conanza en ellos para hacer blanco lo negro y
de la noche día; o, en otros términos, si cree por ventura que a los cam-
bios que experimentan, bajo la presión forzada de los acontecimientos
de fuera, sus ideas, sus doctrinas, su religión política, corresponderá ne-
cesariamente un cambio análogo en la pública opinión. Y siendo así que
este cambio no existe hoy, ni es probable, ni tan siquiera verosímil, si da
pruebas de cordura y sensatez en proceder, como lo hace, equivocando la
resignación con la aquiescencia, y si puede un gobierno subsistir y ser útil
cuando así camina por vía opuesta a la que trazan al país su historia, sus
antecedentes, sus costumbres, su posición, su índole y su espíritu.
Prosigamos.
Fácil es colegir de lo ya dicho en otro lugar, que si la civilización pu-
diera perecer a manos de la barbarie, Dios no existiría y la Fatalidad sería
la ley del mundo; y con todo eso, la inteligencia humana no abdicaría sus
derechos ante la fuerza bruta: antes destronaría a la Fatalidad, y sería Dios.
Si, pues, las formas políticas modernas son, como así es la verdad, produc-
tos al par que legítimos necesarios de la Civilización, pueden modicarse,
reformarse, anularse, cediendo el imperio a otras más aventajadas y per-
fectas, pero nunca a las que el tiempo ha juzgado y condenado; porque no
siendo la historia con sus grandes acontecimientos otra cosa más que los
juicios de Dios sobre la humanidad,54 no da fallos revocables.
Las grandes ideas muertas a poder del tiempo, después de haber cum-
plido sus nes providenciales en la tierra, no resucitan para reconquistar el
imperio. Tampoco los grandes hechos pasados se renuevan en su primitiva
forma ni en su genuina signicación, porque el mundo no está condenado
a recorrer sin término el círculo inexible que en su pesimismo histórico
señaló arbitrariamente Maquiavelo a sus transformaciones sucesivas. Los
hunos, los vándalos, los godos, los bárbaros modernos no serían, pues, hoy
54 En este aforismo político están de acuerdo todos los publicistas de la escuela liberal, sin distin-
ción de conservadores, doctrinarios ni progresistas. Un volumen no bastaría a contener las citas
que de sus obras pudieran hacerse en comprobación del aserto.
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lo que ya fueron con Atila, con Alarico y con Genserico, por más que la
sociedad moderna guarde no escasa analogía con la sociedad romana de
aquel tiempo. Sometidos como ciegos instrumentos a la divina fuerza que
los guiaba, aquellos hombres fueron el Azote de Dios porque “ignoraban
que lo fuesen”; sus sucesores saben que son el Azote de la Humanidad y
quieren serlo. ¿uién extrajo a los hunos de sus remotas comarcas y les
impelió a modo de furioso vendaval sobre toda la tierra conocida? Un im-
pulso secreto, irresistible: una voluntad que no podían explicarse: el mis-
terioso anhelo de cumplir un destino impenetrable para ellos, sólo a Dios
conocido. ¿uién saca a los otros de sus términos con ejércitos y escuadras
numerosas, vistiendo la librea de la Civilización para destruir la Civiliza-
ción? ¿uién los obliga a turbar el reposo y a conculcar los fueros de las
demás naciones? ¿uién los llama? ¿uién los ama? Los llaman los tira-
nos; los aman los déspotas; los mueve la ambición. Aquéllos hacían llano
el camino a las ideas progresivas; sembraban en el suelo romano el germen
de la libertad contenido en sus propias costumbres; llevaban en sus manos
poderosas la bandera de lo porvenir, anunciando el exterminio de las viejas
instituciones latinas y de la monarquía pura; abrazaron la religión de los
vencidos y respetaban su régimen municipal.55 Por el contrario, éstos obs-
truyen el paso a las innovaciones reclamadas por el espíritu de los tiempos;
mutilan el árbol de la libertad y aun quisieran extirpar sus raíces; tremolan
el pendón de lo pasado anunciando el exterminio de las instituciones mo-
dernas y el triunfo de la monarquía despótica; impondrán por la fuerza
su culto cismático a las naciones católicas,56 y en todas partes destruirán la
independencia, las costumbres y los fueros civiles de los pueblos. ¿Cómo
hay, pues, quien se atreva a sostener en nuestra nación, católica por exce-
lencia, idólatra de su integridad nacional, amiga de la igualdad y del sistema
representativo; ¿cómo hay, decimos, quien se atreva a sostener, en este país
donde tantos sacricios se han hecho por la religión, por la independencia
y por la libertad, que la victoria de las armas rusas puede dar por resultado
la supresión de las formas políticas modernas, sin que por ello retroceda la
humanidad, ni sufra menoscabo la civilización en sus conquistas?57
55 guizot, Cours d’histoire du gouvernement représentatif, tomo I, págs. 9, 18, 285.
56 Ya lo han hecho en Polonia, como todo el mundo sabe.
57 Véase El País, periódico de Madrid, núm. del jueves 34 de mayo.
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No puede triunfar el despotismo moscovita; pero, suponiendo
que triunfase, ¿sería consiguiente a su victoria el restablecimiento de
la monarquía cristiana con que sueñan nuestros místicos amantes y
nuestros ropavejeros de la escuela histórica?
Muy poco o muy mal nos conocerían los que quisiesen atribuirnos
otros sentimientos que los de la gratitud y el respeto más profundos
hacia las venerandas instituciones políticas y religiosas que en algunos
de los pasados siglos de nuestra era salvaron de la barbarie el mundo
cristiano, y también hacia los varones eminentes que como C
M y S G  G sacaron triunfante la inteli-
gencia de su lucha con las pasiones y la fuerza.
¿Cómo podríamos nosotros, no solamente cristianos, sino católicos sin-
ceros, negar a aquellos grandes hombres y a aquellas tutelares instituciones
la merecida alabanza que no les escasea la pluma de escritores protestantes,
a quienes un estudio más profundo del que solía hacerse de la historia ha
enseñado cuánto debe a los unos y a las otras la causa de la civilización?
“Sin los Papas, dice el célebre historiador de Suiza,58 Roma no existi-
ría. Gregorio, Alejandro, Inocencio, opusieron un dique al torrente que
amenazaba toda la tierra: sus manos paternales levantaron el edicio de
la jerarquía, y al lado de éste el de la libertad de todos los Estados.
“En la Edad Media escribe otro célebre protestante,59 en que no ha-
bía orden social, el Papado salvó a Europa quizá de una completa bar-
barie. Él creó útiles relaciones entre los pueblos más distantes, y fue un
centro común, un lugar de refugio para los Estados desvalidos. A modo
de tribunal supremo erigido en medio de la anarquía universal y cuyos
fallos fueron, por lo común, tan respetados como respetables, él previno
y contuvo el despotismo de los emperadores, creó un equilibrio que no
existía y disminuyó los inconvenientes del régimen feudal”.
Nada sería más fácil que multiplicar estas citas honorícas, testimo-
nios de respeto, no sospechosos por cierto de parcialidad, que la ciencia
tributa a los impagables benecios hechos a la humanidad por los pon-
58 Juan de muller, Historia de los Papas; V. Lamennais, De la religión en sus relaciones con el orden político
y civil, cap. VI, Obras Completas, tomo I, pág. 42.
59 anCillon, Cuadro de las revoluciones del sistema político de Europa, tomo I, págs. 135 y 157.
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tíces romanos. ¿Cómo los desconoceremos nosotros? ¿Cómo, cuando
de cada día es más ardiente nuestra admiración hacia la grande y prolija
empresa que llevó a feliz remate el catolicismo, uniendo a todas las na-
ciones y libertándolas a la par del despotismo y de la anarquía?
Es evidente: la regeneración social que salió del caos de la Edad Media
fue obra casi exclusiva de la religión cristiana y recibió de ésta su forma y
sus principales caracteres. El mundo, prosternado como el Sicambro, que-
mó lo que había adorado y adoró lo que había quemado. El gobierno fue
cristiano; cristiana fue, por la mediación o el arbitraje civilizador de los
pontíces, la diplomacia europea; cristiana se llamó y fue la monarquía;
cristiana, bajo la dirección del sacerdocio, fue la enseñanza; el arte fue cris-
tiano; y, por último, lo que todo lo contiene, lo que a todo da reglas, la
losofía, reconoció por muchos siglos la autoridad del dogma católico,
recibiendo de él su forma, su método y su doctrina. Digámoslo de una vez
con gratitud y noble orgullo: la Iglesia y los Papas salvaron la civilización,
y de esta civilización es sustancia y vida el cristianismo.
Y tal es en este punto nuestra incontrastable convicción, que si no
concebimos gobierno alguno estable y bien ordenado fuera del círculo
democrático, tampoco concebimos que sea posible la democracia sin
el cristianismo.
Pero, después del primer período de la civilización moderna, ¿no ha
habido otros períodos que, al introducir nuevos elementos en la sociedad,
después de descompuestos y diversamente elaborados los elementos an-
teriores, haya dado condiciones, forma y bases distintas de las antiguas a
los gobiernos y a los pueblos? La industria, el Estado, el arte, la losofía, la
religión misma en sus relaciones exteriores con la política mundana, ¿exis-
ten por ventura hoy como entonces existían? Delirio sería armarlo. Ya
lo hemos dicho, y conviene repetirlo aquí: a los siervos del terruño siguie-
ron los gremios industriales, y tras éstos vino la emancipación del trabajo,
madre de una nueva clase social, llamada el proletariado. Añádase que los
gobiernos tienen hoy bajo su dependencia, por medio del presupuesto y
de las regalías, a la Iglesia, que antes los dominaba; y los pueblos a su vez
piden y obtienen una participación más o menos directa en el gobierno de
la cosa pública. El arte no busca ya en las ideas religiosas su única fuente
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de inspiración. La Escolástica ha sido sustituida por la losofía del libre
examen. La religión, en n (¡efecto deplorable de muchos desaciertos!)
está muy lejos de ejercer el mismo imperio que tiempo atrás en los ánimos,
y muy lejos la Iglesia de poseer la independencia que debiera en el Esta-
do. Así que, deseando vivamente para ella esa necesaria independencia,
la libertad de sus relaciones con el Ponticado y la no menos útil de la
enseñanza pública, no por eso dejamos de armarnos en la creencia de que
su unión con la monarquía de derecho divino sería un error gravísimo, si
más que error no fuese, como en hecho de verdad lo es, una quimera. Una
quimera, porque la reconstrucción de semejante monarquía es imposible.
Imposible, porque ni el mundo retrocede a lo pasado, ni es concedido a
ningún poder humano dar a los pueblos instituciones políticas que estén
en discordancia con sus elementos sociales.
“En las naciones modernas ya no hay sitio sino para la libertad de-
mocrática o para la tiranía de los Césares.
Esta es la verdad: verdad que jamás deberían perder de vista los
amigos verdaderos de la Iglesia, ni los gobiernos ilustrados.
“Los principios del gobierno civil y de la libertad del pensamiento
han triunfado denitivamente en la sociedad moderna.
»Tan imposible es hoy suprimir la democracia en la sociedad como
la libertad en el gobierno.
Estos juicios, a más de exactos, son autorizados, porque vienen de
un pensador eminente, protestante es verdad, pero amigo como el que
más de la religión y de la monarquía.60
Amigo de la religión, amigo de la monarquía, no ya protestante
sino católico, y escritor también muy distinguido es el que dice:
“Dado y no concedido que las leyes y las costumbres fuesen insu-
cientes para la conservación de las instituciones democráticas, ¿qué
otro refugio tendrían las naciones sino el despotismo de uno solo?
»Gentes honradas, y no pocas, hay hoy a quienes semejante pers-
pectiva asusta, a un tiempo que fatigadas de la libertad se alegrarían de
poder descansar en n lejos de sus tempestades.
60 guizot, De la démocratie en France, cap. VI, pág. 123 y 145.
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»Pero estos tales no conocen muy bien el puerto a que se dirigen.
Preocupados con sus recuerdos, fallan del poder absoluto por lo que en
lo antiguo ha sido y no por lo que en nuestro tiempo podría ser.
»Si el poder absoluto llegara a conseguir establecerse de nuevo en
los pueblos democráticos de Europa, no tengo duda alguna de que to-
maría una forma nueva apareciendo con distinta sonomía a los ojos
atónitos de nuestros padres.
»Un tiempo fue para Europa en que la ley, de acuerdo con la volun-
tad de la nación, revestía a los reyes con un poder sin límites; pero casi
nunca aconteció que tuviesen necesidad de usarlo en toda su extensión.
»No hablaré de las prerrogativas de la nobleza, de la autoridad de
los tribunales, de los derechos de las corporaciones, de los privilegios de
las provincias; todo lo cual de camino que amortiguaba la acción de la
autoridad pública, mantenía en la nación cierto espíritu de resistencia.
»Fuera de estas instituciones que, con frecuencia contrarias a la li-
bertad de los particulares, servían no obstante para mantener en las al-
mas el amor a la libertad pública, y cedían bajo este concepto en ventaja
del procomún, las opiniones y las costumbres levantaban alrededor del
poder real barreras menos conocidas, mas no por eso menos poderosas.
»La religión, el amor de los súbditos, la bondad del príncipe, el ho-
nor, el espíritu de familia, las preocupaciones provinciales, las costum-
bres y la opinión pública limitaban el poder de los reyes y encerraban
en un círculo invisible su autoridad.
»Entonces la Constitución de los pueblos era despótica; libres sus
costumbres. Los príncipes tenían el derecho, pero no la facultad ni el
deseo de hacerlo todo.
»¿ué nos queda hoy de las barreras que detenían antes la tiranía?
»Perdido para la religión el imperio que antes tenía sobre las almas,
el límite más visible que existe entre el bien y el mal se ha trastornado.
»Las grandes revoluciones han destruido para siempre el respeto
que rodeaba a los jefes del Estado.
»Cuando los reyes conocen que el corazón de los pueblos les perte-
nece, son clementes, porque se consideran fuertes y procuran conservar
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el amor de sus súbditos, porque ese amor es su apoyo; mas, si el presti-
gio se desvanece en medio del tumulto de las revoluciones, nadie ve ya
en el soberano al padre del Estado, sino un dueño y un tirano.
»¿ue resistencia ofrecen las costumbres?
»¿Cuál la opinión pública misma, cuando no hay veinte personas
a quienes un lazo común identique ni una?
»Para concebir algo análogo a lo que produciría entre nosotros
el restablecimiento del antiguo orden de cosas sería necesario acudir,
no a nuestros anales, sino a los fastos de la antigüedad y a los siglos
horrorosos de la tiranía romana; a aquellos tiempos en que se vio a los
hombres burlarse de la naturaleza humana y a los príncipes cansar la
clemencia del cielo antes que la resignación de sus envilecidos vasallos.
»Por eso en las naciones modernas ya no hay sitio sino para la li-
bertad democrática o para la tiranía de los C”.61
Y si esto es así, ¿qué esperan los que intentan poner la monarquía
constitucional bajo la tutela moscovita? Algo hemos dicho ya sobre
esta importantísima cuestión, a la cual volveremos ahora con pocas
palabras de refuerzo, que podrían ser muchas, según son dignos de
cuenta y particular cuidado los intereses cuya ruina o salvación depen-
de de la manera como se maneje y resuelva.
Dado, pues, que con el triunfo de la reacción absolutista en Europa
quedasen diferidas las cuestiones de nacionalidades y de razas, se re-
validasen los tratados ominosos de 1815 y volviese la ley cosaca a ser
la ley del continente, ¿qué ganarían en ello las naciones meridionales?
Pueblos sin voz ni voto en los consejos de la diplomacia, y sin más
energía que la necesaria para despedazarse a sí mismos en una serie
indenida de movimientos parciales, tan raquíticos como infecundos,
España y Portugal, o verán hacer y rehacer el mapa político de Europa
sin tomar parte en semejante obra, encargada exclusivamente al egoís-
mo y a la avaricia de la leonina pentarquía; o protestarán tarde y sin
fruto contra ella; o eles al sistema que de algún tiempo a esta parte
61 toCqueVille, De la democracia en América, tomo II, página 241 y siguientes. Con gran sentimiento
hemos tenido que abreviar estos interesantes pasajes, obligados a ello por la estrechez de tiempo
y de espacio. Algunos sólo están extractados y
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les han trazado sus gobiernos respectivos, girarán como mezquinos
satélites en derredor de aquellos astros, sin luz propia y sin movimien-
tos espontáneos. Y una vez más conrmado el derecho sacrílego de la
intervención armada de los fuertes en perjuicio de los débiles, ¿qué
garantías, qué promesas, qué protocolos podrán sustraerlas de la re-
novación del hecho histórico de 1823? ¿ué pujanza opondrán a la
pujanza del gran Mogol de Rusia? ¿Adónde irá a parar la esperanza
patriótica de confundir un día (¡día glorioso!) sus nacionalidades riva-
les? ¿Adónde volverán los ojos en busca de libertad e independencia?
¿A quién reclamará la una contra la afrenta ignominiosa de Gibraltar
y la otra contra su metrópoli anglicana? ¿Adónde, a quién?
Francia, reducida al tamaño de la Restauración de 1815, dejará de
ser el corazón de la Europa liberal, para convertirse en brazo servil de
la Santa Alianza: de gigante hecho pigmeo: de “soldado de Dios62 en
juguete de los hombres.
Alemania y las provincias eslavo-latinas, que constituidas respec-
tivamente en naciones independientes bajo el principio de la unidad,
serviría de égida al Mediodía y al Occidente contra el paneslavismo
griego apoyado de los gobiernos escandinavos, vendrán a ser el puente
de sus ejércitos, el cuartel de sus soldados, los soldados de sus ejércitos.
E      D armará su trono temporal
sobre las bayonetas de los modernos gibelinos teñidas en sangre de sus
súbditos, y el que nada debe poseer en la tierra poseerá tres millones
de esclavos en feudo ligio de Austria.
El Piamonte obtendrá una paz ignominiosa, por ventura a condi-
ción de reinstalar en su antiguo trono el despotismo: la heroica Ve-
necia recibirá nuevamente guarnición austriaca, como ya la tienen la
envilecida Toscana y la sublime Bolonia: Italia, en n, la patria de los
G, de M, de C, de J B, G y
V, servirá otra vez de tablero al juego de ajedrez de los monarcas.
En tanto que Rusia seguirá tranquilamente su perpetuo sistema de
engrandecimiento hasta hacer desaparecer la Media Luna de Cons-
62 Expresión de shakespeare.
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tantinopla, y que Inglaterra, invulnerable en sus islas como el corsario
en sus guaridas, después de haber convidado a los pueblos con el festín
de la libertad, les servirá a la mesa los tejidos de algodón y la dura quin-
calla de sus fábricas.
Y otra vez lo preguntamos: en esta restauración de lo pasado,
¿piensan acaso ganar fuerza y prestigio las naciones continentales,
cuyo contacto más o menos inmediato con las razas teutónicas y es-
lavonas las somete a la amenaza de una absorción absolutista, présaga
de una absorción de nacionalidades? ¿Creen quizá poder conservar
ileso su estado social, eminentemente democrático, y sus formas de
gobierno representativo, cuando imperen en la mayor parte de Europa
los principios que niegan su legitimidad y su ecacia?
ue el moderantismo servil de nuestros días se desengañe: tan repug-
nante es a las doctrinas verdaderamente conservadoras y a las ideas demo-
cráticas, como a la genuina teoría de la legitimidad y del derecho divino de
los reyes. Compuesto a retazos de estos tres sistemas no satisface, ni puede
satisfacer, a ninguno de ellos. Sincretismo empírico y arbitrario de princi-
pios opuestos por su índole y sus tendencias, en política ha sido fatal, en
ciencias, nulo, estéril en losofía, plagiario en artes. Su tiempo pasó con las
circunstancias que lo dieron a luz en épocas semejantes a la que hoy llama
con todos sus deseos y prepara con sus más viriles esfuerzos. ¿Presume aca-
so rejuvenecerse? ¿Cree poder servir nuevamente de mediador entre con-
trarios principios, entre exclusivos intereses, entre violentas e intolerantes
preocupaciones? ¿Ignora, el ciego, que el absolutismo le culpa, y con razón,
de no haber sabido contener la democracia? ¿No sabe, el estólido, que la
democracia le hace responsable de la irrupción del absolutismo? Odioso y
odiado judío de la política, ¿se irá a los cristianos? ¿Se ladeará a los gentiles?
Y ahora permítasenos dudar que sean amigos sinceros del Trono
los que, al divorciado de la libertad y de la civilización, quieren hacerle
contraer una unión absurda con sus enemigos y una monstruosa al par
que irrisoria alianza con instituciones muertas o caducas: espectros a
la vista, polvo al tacto.
Esto sentado, la cuestión de saber si una conducta opuesta a la que
hoy siguen salvaría las ideas, los principios y los intereses que están po-
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niendo en riesgo inminente de perderse, es una cuestión del mayor
interés; una cuestión elevadísima de gobierno y de orden público.
La cuestión de principios y formas de gobierno que se agita ac-
tualmente en las naciones más civilizadas de Europa, no consiste
tanto en saber si conviene conservar lo que existe, cuanto en de-
terminar jamente si las reformas que se proponen tienen derecho
propio a ser por todos, pueblos y gobiernos, aceptadas.
Las fases sucesivas que toma la civilización en los diversos pe-
ríodos que recorre no suponen necesariamente facultades nuevas
en el hombre, ni fundamentos nuevos en la sociedad. Fijas en nú-
mero las unas e invariables en su esencia, al parecer, las otras, el
trabajo de la humanidad en el teatro del mundo con sujeción a
las leyes de la historia, no puede tener por objeto alterarlas en el
fondo que las constituye necesarias. Tiene sí el de perfeccionarlas,
modicando sus formas según las necesidades que crea esa misma
civilización en su marcha progresiva hacia la mejora y regeneración
incesante de la especie humana.
Algo más que un desorden nacido del caos y de las tinieblas
de la razón, pervertida o extraviada, signican, pues, esa aparente
confusión que nos rodea y el tumulto y vocerío con que ideas y
pasiones, preocupaciones y juicios, opiniones y creencias, sistemas
nuevos y sistemas viejos, clases y pueblos, a una, y como impelidos
por fuerza irresistible, se presentan a pedir reparación o justicia,
conservación o reformas.
En nuestro sentir, semejante estado de cosas indica desde luego
que debajo de las diversas formas políticas y sociales de las nacio-
nes se oculta un vicio que las mina insensiblemente por su base:
vicio que proviene, ora de lo incompleto y deciente de las teo-
rías; ora de su discordancia con los demás elementos constitutivos
de la sociedad; ora de las relajaciones introducidas en la práctica
y observancia de las leyes por las pasiones y por los intereses de
los hombres; o ya, en n, de que esas teorías, una vez cumplido
su objeto en el teatro del mundo, desaparecen para dejar libre el
campo a otras, que también en su día morirán, según la ley eterna
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de sucesión y de generación que de unas en otras ideas nos conduce
gradualmente al descubrimiento de la verdad, sin más límite que los
señalados por Dios en sus inescrutables designios a la actividad y a la
existencia del género humano.
Algo hay, pues, que reformar en el mundo para restituir la paz exte-
rior y el sosiego interior a las naciones; pero ese algo, ¿qué es? ¿Sólo las
instituciones políticas? ¿O las sociales? ¿O a un mismo tiempo aqué-
llas y éstas? uédese para un trabajo especial el estudio de estas hondas
y abstrusas cuestiones, las más elevadas, las más nobles, las más útiles
que pueden ocupar el entendimiento humano; pero sin entrometernos
ahora a escoger entre las ideas nuevas las que pueden considerarse ya
maduras para la aplicación, creemos poder sentar como bases de toda
discusión racional sobre este punto algunas proposiciones generales.
1ª– La revolución es idéntica y universal. Todas las cuestiones que
se debaten hoy, pacícamente o por medio de las armas, en los diver-
sos países de Europa, incluso el nuestro, por más que a primera vista
aparezcan diferentes en la forma, son en la esencia una sola cuestión.
Así, lo que en Francia se llama “república, en Alemania es “unidad im-
perial”; en Roma “separación del poder temporal y del espiritual”; en
Hungría “nacionalidad”; en Italia “independencia”; en Bélgica “extir-
pación del pauperismo”; en Inglaterra “reformas económicas, mercan-
tiles y scales”; en España y Portugal “desenvolvimiento del espíritu
verdadero del gobierno representativo conforme a la idea democrá-
tica. Todas estas expresiones son idénticas, homólogas digamos, y su
aparente discordancia únicamente proviene del grado diverso de ci-
vilización y de cultura que han alcanzado las naciones respectivas, así
como de su situación y circunstancias especiales.
2ª– Esa escuela moderna que, por no llamarla catolicismo bastardo
decimos neocatólica, y que quiere armar la religión contra la losofía
y contra el movimiento reformador, sosteniendo que la sociedad no
tiene hoy más salvaguardia que la fe de San Anselmo y de Bossuet;
esa escuela, repetimos, que ajusta paces y alianzas con los cismáticos
griegos anatematizados por San Atanasio, pretende un imposible. La
religión es amiga del espíritu nuevo. ¿Cómo amiga? Es su legítimo
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antecedente histórico, es su fuente, es su madre. El espíritu nuevo, es
a saber, la democracia, se asimila la tradición cristiana y la tradición
revolucionaria, transmutándolas en un principio a la par que religioso,
social y político. Por donde se ve que la alianza íntima de la democra-
cia con el cristianismo por un lado, y por otro con las conquistas de la
Revolución, constituye una nueva, verdadera y más comprensiva fór-
mula del Progreso que la hasta hoy explicada y sostenida por las escue-
las liberales. ¿Cómo, pues, sería enemiga la religión de la democracia?
Porque, entendámonos: una cosa es la religión, y otra, muy distinta, es
una Iglesia aristocrática con privilegios y monopolios, con sus prínci-
pes y sus siervos, con sus esplendores visibles y sus tenebrosas miserias:
Iglesia tan diferente de la primitiva como lo es M F de
G y de H.
3ª– En otra parte hemos dicho, prohijando un pensamiento de
Fonfrede, que en la vida histórica de los pueblos los gobiernos no na-
cen de improviso ni se inventan a placer; que son el reejo sucesivo de
la civilización de todas las épocas y el producto casi necesario del es-
tado de las naciones, de sus costumbres, de sus preocupaciones, de sus
necesidades y de sus intereses. En este sentir abundan y concuerdan
los publicistas y los lósofos. “Toda Constitución, dice C,63 no
es más que un resumen histórico: el reconocimiento y validación de
todos los elementos esenciales de una época. “Las formas de un go-
bierno, dice G,64 están en relación estrecha y necesaria con su
principio. El principio determina las formas: éstas revelan y realizan
el principio. Sin que de aquí se siga que el principio no puede rea-
lizarse sino bajo una forma única; porque si hay, a no dudarlo, para
cada principio una forma que le corresponde exactamente, y que se
deriva de él con adecuada exactitud, sucede también que no siendo
jamás el principio puro ni completo en su acción sobre las realidades,
las formas que reviste no pueden ser rigurosamente ceñidas y ajusta-
das. A medida que la acción del principio se extiende, su forma real se
depura; pero en el curso de esta tendencia toma el principio formas
diversas, que corresponden al estado positivo de todos los hechos cuyo
63 Obras completas, edición de Bruselas de 1840, tomo I, página 123.
64 Cours d’histoire du gouvernement représentatif, tomo I, página 103.
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conjunto constituye la sociedad y determina el grado a que está colo-
cada en la escala de la civilización.
Estos autorizados testimonios, nada sospechosos de parcialidad re-
publicana ni democrática, conrman muchas de las observaciones que
hemos hecho anteriormente y nos dan lugar a deducir otra importante.
En efecto, la opinión de Fonfrede, partidario de la prerrogati-
va preponderante del rey en el sistema representativo; la opinión de
Fonfrede, conteste con la de C, ecléctico, y la del doctrinario
G, corrobora la verdad del movimiento progresivo del mundo,
de los principios y de las formas de gobierno; comprueba el hecho cul-
minante que sirve de fundamento a la Política, a saber: la estrechísima
relación que existe entre el estado social y la dirección gubernativa de
los pueblos, y la revalida la idea que hace depender a éste de aquél.
No interpretamos arbitrariamente los textos. Sacando Cousin las
consecuencias del principio que ha sentado, y queriendo probar que
la Constitución francesa de 1814 era excelente, porque contenía los
elementos esenciales de su época, dice en seguida:
“La Carta ha absuelto los principios y los resultados generales de
la revolución francesa y del siglo XVIII; y no sólo ha absuelto el siglo
XVIII, sino también y de camino los dos siglos que lo habían precedido
y preparado. La revolución del siglo XVI está reconocida y ensanchada
en la Carta por el artículo que consagra la libertad de cultos; la revolu-
ción política del siglo XVII lo está igualmente por la introducción de las
cámaras legislativas en el gobierno del rey y por la participación del país
en los negocios del país. Las formas y la lengua misma del gobierno re-
presentativo de la Inglaterra de 1688 han pasado a la Constitución fran-
cesa de 1814. Esto por lo que toca a los siglos XVI y XVII. En orden al
XVIII, la igualdad que había producido la difusión del principio liberal
ha sido consagrada por el artículo que reconoce a todos los franceses el
derecho de optar a los empleos, honores y distinciones públicos, al paso
que establece la verdadera igualdad, la sola posible y legítima, cual es la
igualdad ante la ley.65 Por último, el principio general de la libertad está
65 Nuestros lectores saben ya el modo de pensar de los socialistas en orden a la igualdad ante la ley.
Según ellos, ésta no es más que una faz de la igualdad. La escuela “democrática” (le damos este
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admitido por aquella Constitución en el artículo que acepta y garantiza
la libertad de prensa; pues, ¿qué es ésta en rigor sino la libertad ilimita-
da del razonamiento, el derecho de examen en toda su latitud, la idea
liberal en su acepción más elevada, en suma el espíritu, la esencia misma
del siglo XVIII? Así que, la Carta ha adoptado las reformas religiosas,
políticas y revolucionarias de los tiempos anteriores, pudiendo decirse
de ella que es el último resultado de las conquistas progresivas de la hu-
manidad, y que a todas ellas representa y protege”.
Por su parte G, desenvolviendo más y más el pensamiento
emitido, dice: “que un mismo principio puede estar contenido y obrar
en formas diferentes; que si esas formas son las mejores que puede ofre-
cer al principio el estado real de la nación, y al paso que no estén ple-
namente conformes con su naturaleza, aseguren el progreso constante
y regular de su acción, nada más debe pedírseles, en razón a que cada
época, cada estado de la sociedad no es susceptible sino de un cierto y
determinado desarrollo del principio reinante; que toda la cuestión to-
cante al gobierno, la cuestión de lo presente, es decir, la única en que
debe ocuparse la política, consiste en determinar cuáles sean la medida
y grados de desarrollo «actualmente posible» del principio, y cuál la
forma que a semejante desarrollo corresponda en el tiempo que trans-
curre, teniendo presente que ha de dejarse abierta la puerta para que
en el tiempo por venir, bajo nuevas formas, se realice un desarrollo más
extenso y más completo. Pero hay, sin embargo, ciertas formas generales
que son como las condiciones, también generales, de la presencia y de la
acción del principio. Allí donde éste existe produce necesariamente las
formas; pero donde faltan las formas, el principio no existe o está ame-
nazado de muerte próxima. Porque la acción y los progresos del princi-
pio son imposibles sin formas adecuadas que le sirvan, a la manera que
sirven al alma los miembros del cuerpo; de donde fácilmente se colegirá
que cuando las formas viven, el principio que dan ellas por sentado y
existente está a la puerta y tiende a prevalecer y medrar.66
nombre para diferenciarla de la escuela “democrático-socialista”) cree poder conciliar estos opues-
tos pareceres definiendo la igualdad “una participación por derecho a todas las ventajas de la vida
social con iguales condiciones para todos y cada uno de los miembros del Estado”. Ya trataremos en
su lugar propio esta cuestión. V. toro, Reexiones sobre la ley de 10 de abril. Caracas, 1845.
66 Loc. cit., pág. 104.
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Todo esto quiere decir: “que la ciencia del gobierno es a un mis-
mo tiempo especulativa y práctica, y que con este doble carácter tiene
que estudiar los principios como verdades generales y sus aplicaciones
como verdades especiales. No se gobierna ni se encamina la sociedad
por la senda de la prosperidad con principios puramente racionales
concebidos a priori, sino que es preciso además reunir los datos de la
experiencia según las circunstancias propias de cada país; circunstan-
cias que varían hasta lo innito, y que también hasta lo innito modi-
can «la acción» de los mismos principios generales.67
Enhorabuena: admitimos este principio que, sin desconocer los
fueros absolutos de la teoría, concede a la observación y a la práctica
su sitio y legítima autoridad en la ciencia del gobierno: ciencia, no
arte; y téngase presente.
Pero aquí de la evidencia. Si la Constitución otorgada a Francia
en 1814 contenía, no ya implícita, sino explícitamente, la idea demo-
crática; si por el mero hecho de contenerla, aunque otras razones no
hubiese, preparaba su ulterior desarrollo; si precisamente estas sus
cualidades de liberal y progresiva constituían su excelencia en el sentir
de los rabinos de la sinagoga moderada, ¿con qué visos de razón se pre-
tende ahora que nuestra Constitución de 1845, pura y simple modi-
cación formal de la de 1837, más progresiva y liberal que la francesa de
la Restauración, niega esa idea y se presta (¡inconcebible aberración!)
al prohijamiento de la idea contraria, de la idea absolutista?
Una de dos, diremos a los moderados: o negáis que el espíritu del
siglo es democrático, y en tal caso negáis los hechos evidenciados en
vuestras propias Constituciones, en los documentos más solemnes
de la edad contemporánea, en los testimonios históricos y revolucio-
narios y en los libros de todos vuestros publicistas y lósofos, sin ex-
cepción ninguna digna de citarse; o vuestra pretensión de convertir
el gobierno representativo en gobierno absoluto es una extravagancia
absurda y ridícula que va fuera de todo conveniente camino y contra
la razón suciente que arguye la autoridad invencible de esos hechos.
Pero no prosigamos sobre este tema, que ya lo hemos tratado
arriba, y aquí sólo queríamos conrmar por vía y modo diferentes la
67 toro, loc. cit., pág. 14.
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sinrazón y ligereza de nuestros adversarios, siempre en contradicción
consigo mismos; siempre desmintiendo sus propias acciones; siempre
apelando, por falta de principios, a los argumentos de autoridad, y re-
chazando, no obstante, sin maldita la aprensión ni el escrúpulo, las
autoridades más incontrastables y legítimas.
Y ahora venimos a decir cuál es la observación que deseábamos co-
locar en este sitio; la cual consiste en hacer notar la necesidad que hay
siempre de apoyar las reformas políticas en otras que, correspondien-
do al estado social de la nación, comuniquen a aquéllas un germen o
principio de vigor y perpetuidad que no pueden tener cuando solas y
dejadas a sí mismas, como si no tuvieran alcurnia ni origen conocido.
La 4ª y última observación es que nada puede justicar, ni tan
siquiera dar semejanza de bueno, a ese estado de resistencia y tenaz
oposición a las reformas que parece constituir por completo el fácil
sistema de gobierno de los moderados en todas partes y ocasiones.
¡Resistir! ¡Prohibir! ¡Oponerse al movimiento; conservar la inmo-
vilidad! He aquí sus reglas de conducta.
Un sistema constante y absoluto de resistencia no es sistema; es pre-
cisamente la negación de todo sistema o de todos los sistemas posibles el
más injusticable, el más absurdo. ¿ué signica gobernar, si no signi-
ca dirigir, disponer, ordenar, prever, ensayar, mejorar, reformar, moverse
siempre, meditar sin descanso para aplicar a todos y en provecho de to-
dos, la ley fundamental del Estado, que es, o debe ser, la fórmula real y
legítima de las necesidades y de la voluntad del procomún?
Resistir es transformar en poste de piedra inanimado y frío lo que
debe ser móvil, inteligente y activo, de todos los elementos vitales de
un pueblo. También resiste la quilla de la nave a la fuerza y empuje de
las olas; pero las hiende. ¿Por qué no ha de hacer lo mismo el gobier-
no? Sólo a tal precio se triunfa; sólo a precio tal se llega al puerto. ue
sea lo que la vela y el timón son al buque; no lo que el escollo.
Preciso, indispensable es, sin duda, que haya un poder vigoroso y
enérgico, dotado a la par de inteligencia y fuerza, que contenga y pon-
ga a raya las malas pasiones; pero al resistir a las malas no debe ano-
nadar las buenas. Preciso, indispensable es, sin duda, que para vencer
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obstáculos tenga pujanza, que para castigar emplee el rigor, que para
combatir use de armas defensivas y ofensivas; mas no todo, ni lo prin-
cipal, es en un gobierno castigar, combatir ni vencer: que también ha
de premiar, también ha de moralizar, ha de instruir, ha de fundar, ha
de ser ministro de paz, de cultura y de progreso.
Debe ser el gobierno lazo de unión entre todos los ciudadanos; y,
¿cómo lo será si siempre se presenta a los ojos del pueblo menos como
amigo que como enemigo; siempre desconado y artero; siempre vio-
lento y riguroso; fruncido el ceño; rodeado de espías; con la espada en
una mano y con la prohibición en la otra?
¡Prohibir! ¡Siempre prohibir! ¡Prohibir la manifestación del pen-
samiento, el ejercicio de los derechos, la discusión misma! El caso es
prohibir; que no parece sino que para prohibir han nacido las leyes y,
para ser prohibida, la sociedad.
Nada más fácil que prohibir; pero, ¿queréis saber lo que signican
y producen las prohibiciones, cualesquiera que sean los objetos a que
se apliquen? –Pues escuchad.
La prohibición es el recurso de la incapacidad, que, no sabiendo
dirigir, oprime; es el monopolio y el contrabando; es la ruina de los
más y la prosperidad ilegítima y odiosa de los menos. Aplicadla a la
industria, al comercio, a la administración de la cosa pública, a los de-
bates de la prensa, a la religión, al culto, a la enseñanza; donde quiera
será lo mismo y producirá lo mismo.
La prohibición no salvó a la Iglesia de L; ni a C I y
L XVI del cadalso; ni a los autócratas de Rusia del veneno ni del
puñal; ni a N de Santa Elena; ni a C X del destierro;
ni a L F del destierro unido a la ignominia. Y en nuestros
días, ¿qué ha dado la prohibición al buen Pío IX? ¿Por ventura las
conspiraciones de Gaeta, el estrago de Bolonia y el cerco de Roma? ¿O
metemos en cuenta la amistad desinteresada de Austria, el proceder
caballeresco de Francia, el valor sin igual del rey de Nápoles, la piedad
ejemplar de España? Grandes y excelentes cosas son éstas; pero noso-
tros, por falta acaso de luz natural y de buen gusto, hubiéramos pre-
ferido a todas ellas, y otras más por el estilo, el amor de los romanos.
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La prohibición no ha salvado a nadie y ha perdido a muchos.
La prohibición es el abismo; la libertad es el brazo poderoso que impi-
de caer en él a los gobiernos o que de él los retira. La primera tiene personi-
cación y nombre, así en la historia antigua como en la historia moderna;
es, por ejemplo, Felipe II. La otra adquirió por primera vez su personica-
ción y su nombre en la historia cuasi contemporánea: es W.
Y si de la resistencia y las prohibiciones venimos a las reformas,
¡cuántos abusos no tendremos que deplorar! ¡Cuántos errores no ten-
dremos que combatir!
Todo está por hacer o por rehacer en la sociedad”, dice el partido socialista.
“Nada más hay que hacer sino conservar lo ya hecho; cuando más
restablecer lo que se ha deshecho”: así habla el partido moderado en to-
das partes y a todas horas al colocar sus mojones en la heredad común.
“Unos y otros os engañáis”, prorrumpe el partido democrático:
mucho se puede y se debe conservar; pero mucho también hay que
reformar, mucho que desenvolver y no poco que crear”.
Antes de examinar con relación a España cuanto tengan de exacto y
de legítimo estos diversos pareceres, bueno será veamos: lo primero, si la
sociedad ha alcanzado ya el último límite de la posible perfección; lo otro,
si, no siendo así, puede ser reformada y de qué manera y en qué límites.
“Un hombre que nace, dice M,68 en un mundo ya ocu-
pado, si por ventura su familia carece de medios para mantenerlo, o
la sociedad no tiene en qué emplear su trabajo, ha de considerar que
no le asiste el menor derecho para reclamar una porción cualquiera
de alimento; ese hombre está de más en la tierra, porque en el gran
banquete de la naturaleza no hay sitio ninguno para él. La naturaleza,
digámoslo así, le ordena retirarse, le despide; y si tarda en obedecer,
pondrá por obra ella misma su precepto.
El que no posee, pues, ni renta ni salario, nada tiene que exigir de los
demás; para ése no hay derechos, sino deberes; el placer le está prohi-
bido; no puede ser esposo ni padre; no puede tener familia; el mundo
es para él, o un enigma sin solución, o un abismo sin fondo; la vida, un
68 Essais on the population.
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juego de la fortuna en el cual ha perdido; y, perdidoso, o tiene que morir
de hambre a manos de la sociedad o con el suicidio a manos propias.
No es esta opinión particular de un solo hombre, ni mucho menos
de un malvado. M era un ministro del Evangelio, igualmente
distinguido por sus conocimientos literarios y cientícos, que por la
pureza de sus costumbres, la bondad del corazón y las dotes elevadas
del carácter en el seno de su familia y en el trato de las gentes.
No es este un error de que solo él deba responder en el juicio de los
coetáneos y de la posteridad. No; su error es el error de toda una escuela
numerosa, cuyos prosélitos gobiernan hoy el mundo; su error es el error
de los gobiernos que hoy dirigen los destinos de todas las naciones.
Ni se diga, saliendo en defensa suya y de la Economía política, que
sólo ha querido dar la explicación de un hecho, no un consejo. Todo su
libro desmiente tan caritativa suposición y da en tierra con el sistema de
descargo. Y cuando admitiésemos, como no podemos dejar de admitir,
que M ha referido un hecho por desgracia constante y universal,
todavía preguntaríamos, ¿de dónde procede ese hecho? ¿Cuál es su origen?
¿Cuál su ley? ¿No es por ventura resultado necesario, fatal, de la teoría eco-
nómica reinante y de su aplicación inexorable al gobierno de la sociedad?
Lo es; y no valdrá redargüir dándole el carácter de hecho puramen-
te económico, sin relación directa ni indirecta con los demás hechos
sociales. Falso: todo se liga y tiene vida común, así en la naturaleza
como en la humanidad. Con aspectos y formas diversas, la civilización
es una en su esencia; una en su contenido; una en su n. Hay una ley
de armonía que la sustenta y dirige, y siguiendo la cual, no es posible
que avance o retroceda, mengüe o decrezca, brille o se eclipse en una
sola región de su dominio, sin que en las demás se haga sentir el efecto
de su descaecimiento o de su pujanza, de su ignominia o de su gloria.
Y si la ciencia económica es, como dice P y como parece
indudable, la más comprensiva de las ciencias,69 ningún hecho de la
vida social puede estar libre de su inujo, ni fuera de su acción en el
gobierno y en la administración de las naciones.
69 Système des contradictions économiques, cap. I, pár. I.
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Por lo demás, poco importa que Malthus haya querido hacer de
buena fe el panegírico de la Economía política, o que sólo intentase
reducirla a su expresión más clara, al paso que odiosa y absurda, con el
n que acaso se propuso Maquiavelo al escribir en su libro Del Prín-
cipe la recomendación del despotismo. Como quiera, la sociedad de
nuestro tiempo es tal como él la ha descrito; y si es forzoso y urgente
reformarla, dígalo la voz atronadora de la Revolución que se hace oír
de un extremo al otro de la tierra.
Esa Revolución puede ser de dos maneras: una “política”; “social”
la otra. ¿Cuál es su legitimidad respectiva? ¿Dentro de qué límites
pueden realizarse?
No vamos nosotros a resolver de propia autoridad estas cuestiones:
escritores conocidos y estimados del partido conservador nos servirán
de guías y maestros.
La sociedad, que es la unión de los hombres, dice Portalis,70 reposa
sobre bases fundamentales y tiene sus condiciones necesarias: las leyes de
la naturaleza humana son los fundamentos del orden social; por mane-
ra que sin ellas, o fuera de ellas, pueden formarse bandas, parcialidades,
asociaciones pasajeras y desordenadas, mas no la verdadera sociedad civil.
»A no dudarlo, la forma política, la Constitución del Estado es
la que mantiene el orden y conserva el sosiego en la sociedad civil,
en razón a que da órganos ociales al procomún, e instrumentos a la
autoridad pública; y también porque regula y limita la participación
de todos al ejercicio de esa misma autoridad; porque determina la ma-
nera como debe ejercerse el gobierno; porque, nalmente, instituye y
personica el Estado. En suma: la Constitución es el lazo político que
une los ciudadanos a la república; pero con todo eso no es más que la
sanción del lazo social que une a los hombres.
»Ninguna de las diversas maneras de gobierno es inherente a la so-
ciedad civil; porque las formas políticas no son más que garantías de sus
bases fundamentales; garantías que pueden variar según los tiempos, los
70 Del hombre y de la sociedad, o ensayo sobre los derechos y los deberes respectivos del hombre y de la sociedad.
V. Journal des Economistes, tomo XXII, pág. 310.
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lugares, el espíritu general y las costumbres de los pueblos.71 Pero las ba-
ses fundamentales de la sociedad son invariables, atento que la sociedad
es dondequiera y siempre una misma, como la naturaleza del hombre.
»Las revoluciones políticas son las que alteran o cambian la forma de
los gobiernos y nada tienen que ofenda al orden esencial de las cosas. Pue-
den ellas tener, y tienen en efecto frecuentemente por objeto reivindicar
los fueros del derecho natural, restaurar el orden alterado o hacer la recon-
quista de derechos usurpados, violados o desconocidos. Y sucede enton-
ces, como ya aconteció en la gran revolución de 1789, que, preparadas por
el trabajo interior de un pueblo sobre sí mismo, se realizan insensiblemen-
te, de día en día, y por la fuerza de la opinión pública: por donde se ve que
los acontecimientos que las ponen de maniesto no son la causa, sino los
efectos de ellas. Y de aquí se colige que tales revoluciones llevan consigo su
propia justicación y que se legitiman por sus resultados.
»Las revoluciones sociales son de dos suertes: unas que tienen por
objeto volver a su estado normal las condiciones necesarias de la socie-
dad, adulteradas o contrahechas por las instituciones políticas; otras,
que a nada menos tienden que a trastrocar, revolver y destruir esas
mismas tutelares condiciones.
»Las del primer género son, a la par que sociales, revoluciones po-
líticas, que restituyen la sociedad al asiento de sus verdaderas bases,
restableciendo el buen acuerdo y la armonía entre el derecho político
y el derecho natural. Son, por lo tanto, convenientes y saludables.
»Pero cuando la sociedad se halla constituida según derecho, o
cuando, por efecto de una revolución ya consumada, la conformidad
entre las leyes civiles y las naturales está restablecida, cualquier revolu-
ción social es ilegítima y funesta.
Hasta aquí Portalis. Oigamos ahora a una de las inteligencias más
perspicuas de Francia; a un rigidísimo moderado; a un ministro de la
71 Ésta viene a ser la teoría de montesquieu confirmada por Cousin (Obras, tomo I, pág. 63 y siguien-
tes). No la rechazamos enteramente; pero no es nuestro ánimo entrar aquí a explicar el grado de
nuestra conformidad o discordancia con ella. Sólo queremos prevenir a nuestros lectores que hay
diferencia no despreciable entre la opinión de portalis y la de guizot, ya expuesta. Para el objeto
que nos hemos propuesto al citar al primero, la diferencia, sin embargo, no hace al caso.
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Coalición reaccionaria, que ha adquirido a costa de su honra triste fama
en un escándalo reciente y memorable. Aludimos a León Faucher, el in-
ventor de los diputados telegrácos, tan manuales, tan caseros y tan có-
modos como cualesquiera diputados españoles, de Real Orden u otros.
León Faucher, pues, no dice como Luis Blanc: “si la sociedad está
mal hecha, rehacedla. Admite, por supuesto, las revoluciones (los mo-
derados no reprueban sino las que les son perjudiciales); pero con su
cuenta y razón. Dice, y dice bien, que no son verdaderamente dignas de
tal nombre sino las que se realizan en provecho del mayor número; que
el progreso es el toque de las revoluciones; pero que ése no se alcanza en
un día, ni aparece inopinadamente como el relámpago que ilumina el
espacio; que cada época nueva, o digamos “evolución” de la humanidad,
trae consigo una idea nueva y consagra nuevos derechos; que cuando
se quiera seriamente reformar, mejorar y desenvolver, hace de partir de
lo existente y tomar pie en las realidades; que los cambios que pueden
ocurrir en el estado social de un pueblo tienen por objeto, ora renovar la
forma de la idea religiosa, ora modicar el principio que sirve de base al
gobierno; tal vez crear un nuevo modo de distribución de las riquezas y
de la propiedad; cual otra, en n, establecer sobre cimientos diferentes
la repartición de los impuestos generales: pero (añade, reconviniendo
a los socialistas): ¿qué hay hoy que deba cambiarse en la religión, en el
Estado, en la propiedad, m en las contribuciones?72
El mismo autor va a contestar a la pregunta, no más lejos que en el
mismo libro.73
“Considero, dice, lo que pasa en nuestros días (año de gracia de
1848) como justo castigo impuesto a la faltas del estado llano; reco-
nozco que las clases laboriosas son, aun en su cólera, los instrumentos
de la Providencia, que quiere transferir el poder a otras manos, y admi-
to que la revolución de febrero, a semejanza de la de 1789, trae consigo
un repartimiento nuevo de la riqueza: salvo que este movimiento y
trastrueco de las cosas no parará en bien de nadie si se le convierte en
72 ln fauCher, “De la organización del trabajo y del impuesto”; en Revue des Deus Mondes,
tomo XXII, pág. 130 y siguientes.
73 Id., íd. pág. 250.
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una subversión radical, a causa de que no hay edicio alguno que pue-
da asentarse rmemente sobre escombros... El Estado tiene facultad
para poner los instrumentos del trabajo al alcance del número mayor
de ciudadanos, desarrollando las instituciones del crédito público por
medio de un buen sistema de Bancos y con la reforma de las hipo-
tecas. Puede también levantar a mayor altura en la escala social a las
clases laboriosas con el auxilio de la educación y de instituciones que
promuevan y aseguren los ahorros, y le es dado limitar la expansión
indenida de las clases acomodadas imponiéndoles recargos en las
contribuciones... El impuesto directo, que grava la propiedad, es en
Francia la base principal de las rentas públicas; pero este sistema, ver-
daderamente liberal si es comparado al sistema scal exageradamente
aristocrático de Inglaterra, tiene excepciones lamentables, como son
los impuestos sobre las bebidas y la sal, los derechos de puertas y los de
aduana establecidos sobre los géneros alimenticios. Así como también
tiene claros que podrían llenarse con un derecho más subido sobre las
sucesiones colaterales, contribuciones sobre materias y artefactos de
lujo, y, entre límites razonables, como, por ejemplo, la contribución
sobre los bienes muebles, con el impuesto progresivo.
Parecerá mentira; mas no piden tanto los socialistas, y ahora mis-
mo lo veremos. Pero para proceder con orden y método hemos de ci-
tar antes otros juicios favorables a las reformas emitidos por escritores
competentes en la materia y hermanos del anterior en religión, políti-
ca, económica y losóca.
“Es imposible negar, dice uno de ellos,74 que el prodigioso desen-
volvimiento del comercio y de la industria, producido por las nuevas
libertades, ha dado origen, entre mil inestimables bienes, a males y
abusos que los padres de la Revolución no podían prever, ni tan si-
quiera sospechar. ¿Cómo negaríamos hoy que la libertad absoluta del
trabajo tiene necesidad de algunos límites, ni que al aislamiento de
los hombres debe oponerse la asociación como útil correctivo? Muy
nuevo es aun en el mundo este principio, y ya ha dado de sí precio-
sos frutos; pero, a Dios gracias, todavía no ha agotado su fecundidad.
74 émile saisset, Revue des Deux Mondes, tomo I, de la serie de 1849, pág. 364.
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¿Nada por ventura tiene que hacer el gobierno para facilitar su más
extensa aplicación? ¿Nada para regular y secundar a un mismo tiempo
esa irresistible propensión que aguijonea y estimula el anhelo de todas
las clases de la sociedad, por conseguir mayor suma que la que hoy
poseen de luces, de goces y de derechos?
»¿Negáis que haya instituciones sujetas a reforma? Pues escuchad
a R, ese espíritu eminentemente práctico, sobrio y mesurado, cuyo
nombre despierta ahora mismo entre nosotros lúgubres recuerdos. Se-
gún él, todo nuestro derecho civil debe ser revisado de acuerdo y en ar-
monía con las nuevas necesidades económicas de nuestra sociedad.
»¿Negáis que haya instituciones por desenvolver? Podría citaros mil
instituciones parciales: cajas de ahorros, cajas de socorros mutuos, salas de
asilo, escuelas de adultos, consejos de hombres buenos, sindicados; pero
no esforzaré sino un solo punto, preguntando si la enseñanza pública no
reclama, por confesión de todo el mundo, una extensión mayor y útiles
modicaciones. Tenemos, sí, tenemos que propagar y dar mayor empuje
a la instrucción primaria, tenemos que refundir la secundaria, a n de me-
jorarla; tenemos, por último, que constituir la instrucción “profesional.
»¿Negáis, en n, que se pueda ni deba crear institución alguna
grande ni pequeña? Sin inquirir si hay mil ordenanzas y reglamentos
parciales que deberíamos tomar de los países vecinos, tales como los
bancos de préstamos sobre la simple garantía moral del buen concep-
to, que vemos establecidos en Escocia y en América, el abogado de po-
bres de Cerdeña, los médicos de cantón de Lombardía, el Montepío
o caja de retiros y jubilaciones de los obreros y otros muchos inventos,
me circunscribo a un principio general y sostengo que la asociación
de los trabajadores, ya entre sí, ya con los empresarios, es un germen
fecundísimo que pide cultivo y desarrollo.
»No hay en Europa Estado alguno, dice otro célebre economista
del partido moderado, donde el capital pueda aumentarse si el enten-
dimiento humano no se enriquece a la par y si la generalidad del país
no participa del progreso de las luces. Sólo retardo o retroceso en el ca-
mino de la civilización puede esperar la desacordada nación que com-
prima en su suelo el sentimiento de la igualdad civil y de la fraternidad.
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»Debió dar ella (la monarquía de julio) a manos llenas al pueblo el
bienestar, las luces, la moralidad, valiéndose del auxilio de la industria,
de las ciencias y de las artes e invocando las ideas supremas sin cuya
fuerza y espíritu se buscaría en vano estabilidad para los tronos ni para
los imperios. Siguiendo la marcha regular de la política y del trabajo,
tenía que resolver de una vez para siempre esa admirable unión entre
los menestrales y los empresarios que había hecho del drama memo-
rable de las Tres Jornadas una revolución inaudita. En la fachada del
edicio convino que hubiese grabado el principio de la igualdad, ina-
jenable conquista de medio siglo de esfuerzos y aventuras; vellocino
de oro adquirido en las más laboriosas peregrinaciones: quiero decir,
el principio de la igualdad orgánica que sólo puede destruir el de la
igualdad anárquica. En una palabra: la tarea doméstica de la dinastía
(tarea larga y difícil, digna de ocupar a generaciones enteras de reyes y
de hombres de Estado) debió ser la «organización del trabajo», si es
permitido emplear una expresión que los partidos han adulterado.75
Y no se detiene aquí el autor, sino que pasando a inquirir en ca-
pítulo especial cuáles sean las medidas más propias para acelerar el
progreso popular, las halla en la modicación de los impuestos, en la
disminución de los ejércitos permanentes, en la reforma del sistema
administrativo, en el mejoramiento de la instrucción pública, en la re-
visión de los aranceles, y, por último, a n de comprenderlo todo en
una fórmula breve, en la medra, adelantamiento y progresiva mejora
de la suerte del mayor número.76
A quererlo hacer llenaríamos un volumen con las citas de los autores
que han abogado y abogan constantemente en Francia por las reforma
políticas y económicas, justicando de este modo, siquiera indirecto y
puramente empírico, las censuras de la democracia y del socialismo. Pero
no urge insistir sobre asunto tan obvio y evidente; cuanto más que lo
dicho basta para despojar de toda importancia cientíca la absurda pre-
tensión de desechar por mayor toda clase de innovaciones, y mantener
un statu quo a todas luces imposible. Semejante pretensión pasa la raya
75 miguel CheValier, “Cuestión de los trabajadores” en la Revue des Deux Mondes, tomo XXI, págs.
1061 y 1076.
76 Véase su Cours d’Economie politique.
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de todo sensato discurso y no viene a ser más que una extravagancia tan
risible y funesta como la de los más furiosos y exagerados comunistas.
Dejémosla, pues, pasar como pasa cuanto se pone en desacuerdo con
la naturaleza real de las cosas y contradice los instintos de la humanidad;
y después de haber visto el fundamento losóco de la teoría socialista
más en boga, digamos cómo entienden los doctores de la escuela las re-
formas y el método que para realizarlas admiten y proponen. ue de
esta manera completaremos el examen que hemos querido hacer de sus
temerosas y calumniadas doctrinas y daremos un postrer toque de luz al
cuadro, contraponiendo en un mismo plano las opiniones diversas de
los contendientes de más suposición y nombradía.
“Cuando se plantea una cuestión de derecho sin indicar su límite,
dice el ya citado Faucher, y sin colocar al lado de ese derecho el deber co-
rrelativo, se propone una cuestión de violencia. Veamos si los socialistas
asienten al aforismo, y cuánto en esto, como en todo lo demás, se aparten
de las opiniones y del método del publicista moderado; advirtiendo que
para el caso importa poco o nada que éste, como siempre sucede, haya
negado con sus hechos las ideas que ha sostenido en sus libros; porque
semejante cuestión es puramente personal y no ha de ventilarse entre
F y los socialistas, sino entre el ministro y su propia conciencia.
¿ué es lo que distingue radicalmente a un hombre de orden de un
faccioso? Sin duda alguna el respeto y la obediencia a las leyes del país.
¿Y a un reformador inteligente de un fautor de anarquía? El propósito
de “partir de lo existente y tomar pie en el mundo de las realidades
para ensayar las innovaciones en el toque del progreso legal”. Ya hemos
visto en otra parte estos conceptos.
“Para llegar a lo mejor, dice Proudhon, es preciso comenzar por rea-
lizar lo bueno; para establecer la República Social, último término de la
Revolución, es necesario empezar por establecer la República-gobierno.
»La Constitución de 1848 es la primera forma que el sufragio univer-
sal ha dado a la República; forma esencialmente perfectible y progresiva.
Tomémosla, pues, por punto de partida; apoyémonos en ella y defendá-
mosla de las usurpaciones del Poder. Esa Constitución es hoy todo «el
haber» de la República, y contiene por lo tanto sus destinos; ella compo-
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ne sola nuestra vida, nuestro progreso, nuestra fuerza. «uien no admi-
te más Constitución que la que forja en su fantasía, es por precisión un
déspota». Nada importa que el empeño por alcanzar, a costa de mil peli-
gros, una «reconciliación universal», nos suscite calumnias y enemigos.
Protestamos contra todo pensamiento de modicar la Constitución y de
realizar las ideas sociales de otro modo que no sea el de las vías legales.77
“Cuando el socialismo, dice otro publicista de la escuela, se hallaba
en evidente «minoría», mal hubiera podido demandar avenencia a
una «mayoría» que no solamente le negaba toda especie de concesio-
nes, sino también el derecho de discutir. De donde resultó que, siendo
imposible obtener nada de grado, algunos ánimos ardientes tuvieron
que echar mano del arma de los débiles: la amenaza y la exageración.
»No así ahora: «mayoría» hoy o mañana, y no apartados del Poder
por barreras invencibles, los socialistas deben tener siempre presente que
no son las revoluciones más radicales las que dan mejores resultados, sino
las que más cumplida satisfacción ofrecen al mayor número de intereses.
»Es, pues, necesario y urgente salir del surco de la lucha y del anta-
gonismo, y guardarse mucho de creer ni hacer creer que la revolución no
producirá su efecto sino sacricando a unas en benecio de otras clases
sociales. No se debe proceder por exclusión, sino por absorción; y los
obreros, no sólo han de tener cuenta con los intereses de sus adversarios,
sino entrar a la parte con éstos en los benecios de las reformas.
»Éstas son reclamadas por todo el país, con pocas excepciones: las
quiere el propietario exprimido por la usura; las quiere el productor
agrario y fabril desollado por la usura y por la especulación comercial;
las anhela el comerciante tiranizado por la concurrencia; todos las de-
sean: todos son socialistas. Pero lo son con tal que ellas respeten «la
propiedad individual». uédese, pues la propiedad individual fuera
de litigio; y reformas, que ahora parecen imposibles, van a realizarse.
»Y, en efecto, el amor a la posesión no es un sentimiento de puro
egoísmo, sino el resultado de la organización misma del hombre, pues
77 Política de El Pueblo. V. el Diario de este nombre del 28 de mayo. Las opiniones de los partidos
militantes se reflejan mejor en los periódicos que en los libros; razón por la cual damos mayor
preferencia a los primeros que a los segundos cuando tratamos de apreciar las opiniones del día.
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Dios, al crearlo, le imprimió el instinto y le dio el precepto de con-
servarse. Poseer es conservarse, porque la propiedad no reconoce más
origen que una imperiosa necesidad de poner la vida a salvo de mise-
rias en lo presente y de contingencias en lo futuro.
»Generalmente se cree que reina entre las diversas escuelas socialis-
tas una profunda división. Es mentira: estamos de acuerdo en la teoría
del crédito, en la teoría del comercio, en todo, menos en las relaciones
del capital y del trabajo en los sitios de la producción, en los talleres;
pero con todo eso, los puntos acerca de los cuales hay unanimidad de
pareceres constituyen por sí solos un cuerpo completo de doctrina.
»¿Cuál es nuestro objeto? Crear garantías sociales que ahorren a
los individuos la necesidad de buscarlas por sí mismos, a expensas del
procomún: poner la vejez a cubierto de la miseria; dar educación y
ocio a los niños; hacer imposible la suspensión forzada del trabajo;
abolir el agiotaje, la granjería, las quiebras y la concurrencia a modo de
guerra exterminadora. Y cuando lo logremos, respetando la propiedad
individual, los ahorros acumulados que hoy se hacen para ponerse a
salvo de los vicios de la sociedad, serán inútiles.
»En suma: el socialismo tiene por objeto y n crear las garantías
que sólo la propiedad concede y sólo ella puede conceder hoy a los
hombres. Por eso respeta la propiedad; por eso quiere sustituir a sus
garantías otras garantías más ecaces, universales y permanentes, con
el beneplácito y consentimiento de las gentes; por eso cree que destruir
las garantías actuales sin haberlas previamente reemplazado con otras,
es luchar contra el hombre, contra la naturaleza y contra Dios».78
¿Cuál es la diferencia que existe entre el partido demócrata y el
socialista? Colíjase si es grande, o si hay en efecto alguna, por el ex-
tracto que vamos a poner a la vista de nuestros lectores; que lo es de
un documento amante, a la par que autorizado, de los principales
prohombres de la primera de aquellas dos parcialidades políticas.79
78 F. Coignet, Política del socialismo, V. Démocratie pacique, núm. del 29 de mayo, 146.– V. también en
la Tribune des Peuples, desde el núm. de 21 de mayo en adelante, un escrito firmado Colins, cuyo
título es: “Organización social racional”.
79 Manifestación de la Asociación democrática de los amigos de la Constitución, deliberada y adoptada en
asamblea general el 28 de mayo de 1848. Se halla en la mayor parte de los periódicos de París
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“Hemos reconocido unánimemente, dice, la indispensable y pre-
miosa necesidad de ensanchar las las del ejército republicano para
fortalecer los ánimos y multiplicar los puntos de contacto entre el pro-
letariado y el estado llano, puesta la mira en la fusión completa de am-
bos. Pena de errar el golpe, no debíamos mostrarnos exclusivos; pena
de hacer traición a nuestras convicciones, debíamos levantar muy en
alto y con rmeza el pendón de la república democrática. De aquí el
habernos propuesto por regla de conducta: «conciliación para las
personas, inexibilidad para los principios».
»Hemos contraído solemnemente ante la patria el empeño de defen-
der la Constitución, y lo cumpliremos a toda costa, sean cuales fueren los
peligros a que por ello, ahora o en adelante, podamos exponernos.
»No ha sido empero ciega nuestra fe; que nunca hemos visto en
la Constitución de 1848 el último límite del progreso democrático.
Sabemos que no es perfecta; pero basta que sea, como es, perfectible.
Aceptémosla, pues, como base y punto de partida.
»Hemos dicho a voz en cuello que queremos la reforma scal, la judi-
cial, la administrativa, y todas las reformas sociales a que se preste el desa-
rrollo pacíco y regular de la Constitución. Cualquiera que, despreocupa-
do e imparcial, compare los tres maniestos republicanos publicados por
los días de las elecciones del 13 del actual, reconocerá que bajo el punto de
vista de las reformas prácticas, no hay en el Maniesto de la Montaña, ni
en el de los socialistas, nada que en aquéllos no se halle.
»Tenemos fe en el Progreso, y rechazamos la doctrina impía y des-
consoladora que hace girar perpetuamente la humanidad en un círcu-
lo inexible de grandeza y decadencia. No menos rme es la que nos
alienta en la extirpación de la ignorancia y de la miseria.
»ueremos la instrucción gratuita y obligatoria, y la enseñanza
«profesional» o de ocios y artes; el mejoramiento de la suerte de los
instituidores; la emancipación del clero parroquial; la organización
democrática del ejército; la reforma de los impuestos sobre la base de
una proporción equitativa; la organización democrática del crédito
público y la reforma de hipotecas; el respeto al derecho sagrado de
del 29 y 30 del mismo.
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asociación y de reunión; el desarrollo de las asociaciones de artesanos,
y la creación de las instituciones de Montepío, para socorro de inváli-
dos, impedidos, enfermos o ancianos.
»Nunca hemos cambiado de bandera. Nuestra bandera es la Cons-
titución, fuente y garantía del progreso social”.
Y ahora, haciendo alto aquí para tomar aliento y llegar al punto
que es objeto especial de este discurso, preguntamos al partido mo-
derado español: ¡Cómo! Y cuando la tierra entera se conmueve y
agita al solo nombre de reformas, ¿permanecéis vosotros inmóviles,
vueltos de cara a lo pasado, conculcando lo presente, inaccesibles a
todo pensamiento de generosa solicitud y cuidado por lo futuro que
se aproxima y amenaza? ¿No sabéis que la inmovilidad de un partido
puede detener a una generación, el egoísmo de una generación perder
a un pueblo y la muerte de un pueblo comprometer la obra entera del
género humano? ¿O habéis descubierto esa verdad eterna, secreto de
Dios, que contiene la fórmula del destino del hombre, de la suerte de
los pueblos y del n a que camina lenta, si gradualmente, el género
humano? ¿Y cómo, si no, os atrevéis a imponernos el dogma de la obe-
diencia pasiva y el culto de vuestros errores, cual si fueran culto a la
verdad, y merecida, legítima, noble, espontánea obediencia?
Atribuiros la idea de que en España no hay cosa de provecho que re-
formar, sería haceros injuria; por cuanto conoce límites la disposición del
humano entendimiento a creer lo mentiroso y lo inverosímil; los cuales
traspasados, se cae en la demencia. Francia, como veis, más civilizada y
culta que nosotros, necesita reformas importantes y muchas, en cuya pro
combate sin cesar. El buen L de Bélgica previno la revolución
satisfaciendo las necesidades y los deseos de sus súbditos. En Inglaterra es
perpetua la elaboración de las ideas de reforma, y la discusión de ellas, uni-
da a la esperanza de verlas tarde o temprano realizadas, aparta los ánimos
de las cavilaciones revolucionarias, hijas siempre de la resistencia intem-
pestiva de los gobiernos. El país más libre y próspero del mundo ofrece al
espíritu reformador ese apetecible desahogo del debate y de los ensayos
que permiten aquilatar el valor respectivo de todas las teorías y calman la
efervescencia de los deseos con la satisfacción alcanzada o con el desen-
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gaño obtenido; mas, si por ventura objetaseis que la Unión Americana
diere tanto y tan esencialmente de nosotros en leyes y costumbres como
en la forma de gobierno, ¿no tenéis el ejemplo de esos mismos monarcas
absolutos que hoy se coligan contra la libertad de las naciones? Pues ellos,
no pudiendo desconocer la necesidad de marchar hasta cierto punto de
acuerdo con la índole de los tiempos, han otorgado Constituciones; que
puesto que parezcan concedidas de buen grado y a impulsos del entraña-
ble amor que profesan a sus pueblos, no dejan de ser en realidad tácitas
confesiones de un deber superior que se cumple a disgusto y un homenaje
rendido a la fuerza de la opinión, de la verdad y del progreso.
Sin hacernos aquí procuradores ociosos de ningún partido, ni eco
de ninguna pasión interesada o maligna; sin ánimo de ofenderos; su-
puesta la mayor pureza en vuestras intenciones; apreciando en su justo
valor los errores de vuestros adversarios, el estado del país, los obstácu-
los con que habéis tropezado en vuestro camino, los que halláis cada
día dentro de casa en la ambición de amigos pérdos y en la insaciable
avaricia de amigos cuanto poderosos intratables e importunos; con-
cediéndoos, en n, cuanto gustéis, ¿os atreveríais a asegurar que no
ha llegado aún para España la coyuntura de reformar, siquiera sea con
lenta graduación y medroso detenimiento, su sistema económico, sus
leyes scales, sus ordenanzas administrativas, su régimen municipal y
provincial, su formidable aparato de defensa, las relaciones de la Igle-
sia y del Estado, y las que tiene nuestra patria con las naciones extran-
jeras? Acaso respondáis qué reformas habéis hecho y estáis haciendo,
unas consentidas, otras toleradas, cuales ni tolerada ni consentidas
por las Cortes, puesto que padecidas por la nación bajo vuestro poder
omnipotente. Pero a eso replicaremos que semejantes reformas, si tal
nombre merecen, se han hecho contraviniendo al espíritu mismo de
las instituciones y a los antecedentes y opinión del país; por donde ha
de colegirse que, apartados voluntariamente del buen camino, la cues-
tión se reduce a que volváis a él arrepentidos y contritos.
Si no queréis dar crédito a nuestras palabras, mal podréis negarlo
a las de vuestros amigos. Oíd lo que uno de ellos os decía, más ha de
un año, con tan buena intención como lealtad, verdad y recto juicio.
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“En el período que la sociedad europea atraviesa actualmente, la
verdadera política de resistencia es la libertad entendida y aplicada en
la medida de las necesidades de cada país.
»Sin pretender que nuestras reformas políticas, que nuestros ade-
lantos sociales deban pasar de los límites que la ciencia y la historia han
señalado a las instituciones que emanan de la monarquía constitucional,
forma de gobierno por la que peleamos los españoles hace medio siglo y
a cuya conquista han sacricado su reposo y su sangre la generación que
nos ha precedido y la actual; sin salir de las doctrinas que ha aceptado el
partido dominante cuando recibió con beneplácito la Constitución de
1837, no es posible desconocer la palpable contradicción que aparece
entre el espíritu y la letra de las instituciones del país y la aplicación que
se está haciendo de sus principios; «principios que, según repiten cada
día los escritores del gobierno, son los que éste toma por norte de su
conducta y los que deben regir la sociedad». Basta, sin embargo, enun-
ciar las libertades que nos faltan, y los derechos de que nos hallamos
privados, para conocer cuán legítimas y premiosas son las reclamaciones
de los que aspiran a que no se retarde por más tiempo el goce y disfrute,
puro y sin doblez, del gobierno representativo.
»La libertad de imprenta, la seguridad individual, el derecho de
asociación, la independencia de la magistratura, la responsabilidad de
los empleados públicos son garantías sin las cuales no existe la liber-
tad política, y de que, sin embargo, enteramente carecemos. Los que
han escogido para oponerse al natural desarrollo de las instituciones
la época en que la causa de los pueblos triunfa en los países en que más
atrasada se hallaba, corren el inevitable riesgo de que a medida que
vayan aojando en su sistema de represión y nos vayamos acercando a
una situación más templada y más aceptable para todas las opiniones
legales, éstas empleen la inuencia que adquieran, los medios de que
dispongan en hostilizar al gobierno y a su partido. Por manera que,
expuesto éste ahora a la lucha en que está empeñado contra la rebelión
reprimida, le aguarda por descanso de su terrible campaña la seguri-
dad de que todo evento favorable a la causa de la libertad, cada paso
que en su camino vayamos dando se ha de convertir en una derrota
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para el partido dominante; condición tristísima a que se ven reduci-
dos los que han abandonado la guía segura de los principios para crear
una situación de intereses que no podrán regularizar, ni a la que tan
siquiera darán condiciones naturales de vida por más que consigan
prolongarla a duras penas y se afanen por inventar un sistema consti-
tucional condicional, y como si dijéramos de ocasión o de lance, en el
que la oposición se suprime, en el que las opiniones independientes no
tienen cabida, en el que la libertad habrá de existir por la tolerancia y
bondad del gobierno, y desaparecer y anularse tan pronto como pueda
llegar a causar recelo a los ministros.80
El cuadro está trazado de mano maestra y ejercitadísima, si no en el
colorido, en la sabia colocación de las partes y en el correcto dibujo de
las guras. En él podéis ver cómo España es un país eminentemente li-
beral, y cómo vosotros le habéis dado en lugar de libertad un despotismo
bastardo; también notaréis cómo se cifra el triunfo de los buenos princi-
pios en la ruina de vuestro poder, incompatible con ellos; notad cómo
vuestro gobierno es un inel trasunto, o si decimos, una ridícula caricatura
del llamado representativo; parad mientes en aquella terrible verdad que
llama vuestra situación, situación de intereses, no de principios, dando a
entender con gran delicadeza que sólo podréis conservarla a poder de vio-
lencias y de engaños; y, nalmente, haceos cargo que el pintor tuvo una
intuición profética cuando os representó dispuestos a hacer desaparecer
ese mismo fantasma de gobierno si por ventura os inspiraba un día tanto
miedo como al Macbeth de Shakespeare el espectro de Banquo.
El cuadro, sin embargo, exactísimo cuando se trazó, no lo es hoy
tanto, en razón a que vuestra sonomía ha variado con el tiempo. Y
a, por ejemplo, no se toman vuestros escritores el trabajo inútil de n-
gir un respeto irrisorio a los principios que sirven de fundamento a
la Constitución, ni en presentaros a ojos del público como sus más
cumplidos y prestantes defensores. Ya no lucháis con las conspiracio-
nes y habéis salido vencedores en la guerra civil. Nadie os disputa el
dominio y la nación no es vuestro comitente, sino vuestra conquista:
80 borrego, De la situación y de los intereses de España en el movimiento reformador de Europa, págs. 49,
69 y siguientes.
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botín de buena guerra. Los pueblos combaten la tiranía y hacen en los
campos de batalla el doloroso y prolijo aprendizaje de la libertad para
obtener la toga pretexta de la emancipación; pero sólo Dios sabe por
cuál de los contendientes quedará lo mejor de la pelea: si momentá-
neamente por los reyes absolutos; si denitivamente por los pueblos.
Y en tal sazón y coyuntura, cuando todo os convida a ser justos a la
par que generosos con el nuestro, le insultáis defendiendo sin rebozo
la sacrílega causa de la barbarie moscovita; atacando la independencia
de otras naciones, cuyos derechos al libre ejercicio de la soberanía en
nada dieren de los que nosotros defendimos a fuego y sangre para
obtener el gobierno y la dinastía que hoy nos rigen; dando la mano a
la intervención de la fuerza, que es siempre el abuso de ella, jamás su
legítimo ejercicio; gobernando sin consultar los intereses del pueblo
ni los instintos democráticos “tradicionales” en España; y, nalmente,
preparando la restauración de un orden de cosas opuesto a los prin-
cipios de nuestro antiguo y moderno derecho patrio: principios que
en otra época produjeron los fueros provinciales y municipales, de los
reinos españoles; principios a cuyo impulso nos alzamos en 1808, que
raticamos en 1812, que volvimos a proclamar en 1820 y que queda-
ron denitivamente asegurados en 1837.81
¿Diréis que el pueblo sanciona vuestro sistema? El silencio no auto-
riza ni conrma, en ley de buen criterio, ningún sistema político; cuanto
más que contra semejante sanción han protestado muchas veces la voz
pacíca de la opinión y los gritos tumultuosos de las insurrecciones. Ha-
béis despreciado la una e impuesto silencio a los otros; más, ¿qué impor-
ta? ¿No sabéis de ningún gobierno que haya hecho otro tanto la víspera
precisamente del día en que expiaba cruelmente sus errores?
¿ue España puede muy bien pasar sin gobierno representativo, que
no lo comprende, que no lo quiere, decís? Nuestros anales de cuarenta años
a esta parte serían en tal caso una ignominia. No se trata aquí tampoco de
que vosotros interpretéis como más convenga a vuestros nes la resigna-
ción o apocamiento del país, sino de que cumpláis la ley y gobernéis según
el espíritu de las instituciones ¿Os autoriza la Constitución para hacer lo
81 Id., íd., pág. 76.
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que hacéis? Esta y no otra es la cuestión. Y más, que no hay quien pueda
descifrar el verdadero sentido de ese marasmo del pueblo: ¿proviene él de
hastío y repugnancia por lo que se le da? ¿Proviene de la convicción de una
impotencia radical para obtener lo que quiere? ¿Es amor de tradición hacia
el régimen absolutista de la legitimidad? ¿Es afecto de previsión hacia el
régimen liberal de la democracia? ¿O no es nada de esto, sino odio y despre-
cio profundísimos al régimen bastardo del absolutismo constitucional, ré-
gimen sin nombre, producto adulterino de la legitimidad y de la democra-
cia? Escoged entre estos extremos el que más os acomode, porque no hay
más en qué escoger; si el primero, entregad el depósito del poder público
a la dinastía destronada; si el segundo, llamad al gobierno a más legítimos
representantes de la opinión general que lo sois vosotros; si el tercero, res-
petadnos siquiera y no nos calumniéis ni calumniéis al país.
Poned un oído atento a las palabras de vuestro amigo.82
Según él, aun cuando los derechos y la autoridad de las ideas no
fueran tan grandes, y aun cuando por primera vez se tratase de dotar
al país de instituciones liberales, el convencimiento íntimo y profun-
do de que sólo ellas y sus principios constitutivos ofrecen medios de
resolver las dicultades de la época; de que sólo ellas pueden alejar los
peligros que nos amenazan; de que sólo ellas son adaptables al bien
general de la nación; ese convencimiento, dice, bastaría para autorizar
su propagación legal, para justicar su buena acogida entre nosotros, y
para apartar a la nación de ese tácito consentimiento que se le “impo-
ne” en favor del sistema que las contraría y adultera.
Y no digáis que somos una escasa y despreciable “minoría, pues,
según el recto sentir de vuestro amigo: “las minorías son las verdaderas
iniciadoras de los progresos; y en las épocas llamadas, como la presen-
te, a realizar las ideas reinantes, la «mayoría» y los títulos al poder
pertenecen sólo a los que con más conciencia, patriotismo y acierto
conciben y formulan el pensamiento de lo porvenir”.
Ya lo veis, pues: por el poder de estas verdades; por el poder de la
Constitución, que contiene en su seno el germen de la idea democráti-
ca; por el poder de la opinión que siempre, aun en los tiempos más ca-
82 Id., íd., págs. 73 y 74.
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lamitosos para la libertad (que han sido y son los de vuestro dominio)
ha dado voz y voto en las Cortes a muchos hombres de nuestras opi-
niones; por el poder, en n, de la justicia y de la verdadera convenien-
cia pública, nosotros somos un partido legal y constitucional a todas
luces. Si las doctrinas de un solo hombre tienen derecho al respeto de
los demás hombres cuando son la expresión legal de su creencia, ¿las
doctrinas proclamadas en nombre del espíritu y de la letra de la Cons-
titución, ahora por una gran parte de la nación esclavizada y por toda
la nación libre antes de ahora, semejantes doctrinas, os preguntamos,
no tendrán derecho sino a la calumnia y al ultraje? Bueno es sepáis
que no hay más de dos medios conocidos desde la creación del mundo
acá para acabar con una idea: convencerla de errónea o matar al que
la tiene. Porque el cohecho y la traición mucho podrán valer con los
hombres y contra los hombres, pero son impotentes para seducir o
para aniquilar las ideas. Ellas no padecen hambre.
Si no queréis o no podéis refutarnos, absteneos por lo menos de
los insultos villanos que desdicen tanto de la majestad viril del hom-
bre como de la severa dignidad del escritor; reservadlos para el día
de vuestra derrota, si no preferís entonces imitar el decoro con que
nosotros sobrellevamos hoy la calamidad de los tiempos y la aún más
grande de vuestro mando y de vuestro orgullo.
Y luego, ¿qué valen las injurias; ni qué los torcimientos maliciosos
de frases; ni qué la adulteración de conceptos; ni qué todo vuestro
haber de paralogismos, sosmas y máquinas retóricas contra la elo-
cuencia viviente de los hechos y contra el esplendor de la verdad? Los
patriotas franceses, italianos, húngaros y alemanes, injuriados y calum-
niados por vosotros, ¿dejan por eso de ser lo contrario, absolutamente
lo contrario, de lo que habéis vociferado de ellos?
Daos a la razón; no más pecar, y vengan con el desengaño el arrepen-
timiento y la enmienda. “El imperio de los hechos es siempre efímero, ha
dicho vuestro amigo, “cuando los hechos no emanan de la razón, de la
justicia, del derecho; y sin necesidad de constituirse en rebelión contra el
orden de cosas existente, las opiniones que se reputan vencidas apelarán a
la conciencia pública, al tiempo y a la aprobación del mundo civilizado.
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Así que, secundadas por el secreto instinto de esas muchedumbres in-
viles, que erradamente se cree suspiran por el despotismo, obtendrán un
triunfo mayor que todos los que obtuvieron en épocas anteriores.
¿ué teméis? ¿Por ventura la discusión apasionada, los sosmas de
la escuela, las seducciones del lenguaje? “Cuando notoriamente se vea,
no por palabras sonoras y vanas promesas, dice otro amigo vuestro, sino
por prendas seguras, que el objeto fundamental del gobierno viene a
ser, como el de la sociedad entera, el mejoramiento físico y moral de las
clases populares, amarán éstas la sociedad y el gobierno y la voz de los
sostas y de los agitadores perderá mucha parte de su inuencia.83
Serviles imitadores de extraños y propios ejemplos; desconando de
vuestras fuerzas e ingenio o seducidos por la aparente facilidad de la ru-
tina, ¿habréis resuelto acaso seguir marchando como hasta aquí, de pla-
gio en tropiezo, de tropiezo en caída, sin principio jo, sin pensamiento
original, sin invención, sin ciencia ni arte? Pues oíd cómo se explica un
tercer amigo vuestro, moderado como los anteriores y como ellos enten-
dido y práctico en negocios de gobierno y de partidos.
“Desconamos de todas las resoluciones que aparecen con cierto ca-
rácter de sublimidad y de grandeza, sin advertir que sólo por medio de
ellas nos es dado inuir en la imaginación de las gentes; que sólo con ellas
podemos reanimar las sociedades descompuestas por el marasmo; que
sólo ellas impiden la decadencia de los imperios; que sólo ellas inmorta-
lizan los signos; que sólo ellas, en n, contienen virtud para reparar las
fuerzas que consume en su marcha la Civilización, esa perpetua guerra de
la paz contra lo pasado. ¿ué diríamos de un artista que, por desconar
demasiadamente de su ingenio, aspirase a la medianía y se condenase a la
oscuridad y al olvido? Diríamos que roba a la sociedad uno de sus tesoros.
»¿Por qué no tendrá la paz, como los tiene la guerra, su estrategia, sus
ímpetus de inspiración y de fantasía, sus batallas, sus victorias, sus laureles?
»¿Los partidos se observan desconados y recelosos; más no los
mueve al bien obrar el estímulo del deber, ni el de la gloria. Todos
ellos se gastan en la inmovilidad; todos... menos uno: el partido so-
cialista. ¿Y por qué? Porque es el único que combate; el único que
83 émile saisset, Du passé et de l’avenir du socialisme.
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procura abrirse en las obscuras regiones de lo provenir un camino que
lo conduzca, más allá de los límites señalados por una ciencia vana e
infecunda, al progreso humano.
»Conservar es más difícil que conquistar, porque es organizar.
Para lo primero puede bastar la audacia; mas no se consigue lo segun-
do ni lo tercero sino con prodigios de habilidad y de ingenio.
»La fuente que no puede brotar, se venga excavando y hundiendo el
terreno que la contiene; y tarde lo vemos. ueremos con terquedad suma
hacer política sin grandeza y sólo conseguimos hacer agitación sin término.
»El espíritu humano es una fuerza que tiene necesidad de ensan-
che y vuelo. La industria se los da y prospera: la industria le es deudora
de sus progresos, mejor diremos, de sus milagros. La política, por el
contrario, se los rehúsa so capa de prudencia y estabilidad. ¿Y qué su-
cede? ¿Hay algo más costoso que una revolución?
»El aparato del gobierno es hoy a lo que debe ser como la marmita
o caldera de P a la máquina de vapor perfeccionada de F
y de S”.84
¡Oh, moderados, apóstoles amantes del absolutismo disfrazado con el
traje constitucional! En verdad os lo decimos; al maldecir de la democracia
maldecís de vuestro origen; al rechazar el progreso como idea fundamental
de vuestra doctrina, os priváis voluntariamente de lo único que puede dar a
ésta cierta estabilidad en lo presente y condiciones de vida para lo futuro; al
uniros estrechamente a un sistema muerto, que vosotros, menos que nadie,
podéis resucitar, exponéis a menoscabo y ruina inminentes objetos caros
que la democracia respeta y que no son con ella incompatibles.
Capítulo Vii
El partido moderado
***
Hemos descrito la índole y tendencias de las ideas que agitan y
conmueven a las naciones del continente; que determinan el carácter
de la época y que deciden de las innovaciones políticas cuya rápida
84 émile de girardin, “El escrutinio del 19 de mayo”. V. La Presse del 28 y 29 del mismo.
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multiplicación, ensayos y catástrofes, llenan de asombro al mundo y
ocupan las principales páginas de la historia desde 1789 hasta nues-
tros días. Pasando de las teorías absolutas que se elaboran en el estudio
de los sabios a las teorías modicadas por los hombres de Estado, no
sin consultar la situación y particulares circunstancias de cada país, he-
mos puesto de maniesto los nes prácticos a que llevan puesta la mira
los respectivos mantenedores y secuaces de esas mismas teorías. He-
mos hecho notar también, así el origen histórico y losóco de ellas,
como los diversos grados de probabilidad que a su triunfo, denitivo o
efímero, ofrecen el estado de la opinión y los síntomas del tiempo. No
hemos pasado por alto las acusaciones vagas cuanto maliciosas que, a
n de escarnecerlas y desacreditarlas sin dar lugar a examen, se hacen
a las doctrinas liberales. Con razones, con ejemplos, con autorizadas
opiniones de publicistas tenidos justamente en mucho por nuestros
mismos adversarios, dejamos demostrada la necesidad y conveniencia
de dar la mano a las reformas. ue el germen de estas útiles reformas
está contenido en la letra, y tanto como en la letra, en el espíritu de
nuestra ley fundamental, hemos probado de una manera incontesta-
ble. No ensayos peligrosos de ideas inciertas o atrevidas; no aventuras
en las regiones de la gobernación administrativa o política del país,
sino una marcha regular y mesurada sobre el terreno conocido, si bien
inexplorado, de la Constitución: esto hemos pedido, esto pedimos a
nuestros contrarios. De los cuales vemos, cómo, en la rapidísima pen-
diente que fatalmente siguen los partidos cuando se descomponen y
transforman, no ya descienden, sino se precipitan por momentos des-
de la cumbre del principio liberal hasta la cima del principio opuesto,
pisando en su marcha el conocido itinerario que conduce de la resis-
tencia a la reacción, de la reacción a la negación de la propia doctrina y
de aquí a la asimilación de ella con la doctrina del absolutismo.
No menos debíamos decir y probar para venir al examen de los
programas de gobierno españoles con el anticipado indispensable co-
nocimiento de la situación, medios y fuerzas de las ideas contendien-
tes, así en nuestra patria como fuera de ella. Cuanto más que, como
ya dejamos demostrado, esas ideas son idénticas en todos los países
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del globo, siquiera aparezcan bajo distintas formas, trajes y nombres,
según el puesto que cada cual de esos países ocupa en la escala de la
civilización y la cultura. Y tanto, que nadie, por más que estudiase la
letra, podría llegar al conocimiento perfecto del espíritu de tales pro-
gramas, si antes no lo tenía cabal del movimiento que determinan en
el mundo esas ideas, en ellos contenidas.
Con todo eso, hasta aquí no hemos hecho otra cosa más que des-
cribir por mayor y desde lejos los contornos y avenidas de los campos
aliados o enemigos, sus medios de ataque y de defensa, el color de sus
tiendas, sus pendones, sus divisas. Conocida ya la causa que con los
unos defendemos, y la causa que, unidos a éstos, nos proponemos ata-
car, aproximémonos un poco más al campo mismo de batalla y exa-
minemos la estatura, la actitud, las armas todas y el gesto de nuestros
eles amigos y de nuestros implacables adversarios.
¿uiénes son y cómo existen los unos y los otros? O más claro:
¿cuál es la situación de los partidos en España, incluso el nuestro?
Y cuenta que, muy lejos de ser ociosa esta cuestión, contiene ella
otras muchas cuestiones de hecho importantes, cuya solución debe
preceder al examen especial de las doctrinas.
¿Para qué nuevos programas cuando cada una de las parcialidades
políticas debe tener, y en realidad de verdad, tiene el suyo?
¿Puede concederse valor real, autoridad, seria importancia y ade-
cuada signicación a ciertos programas hechos a priori para un parti-
do que aún no existe ocialmente como cuerpo colectivo, sino como
desparramado conjunto de individuos?
Algunos programas, ¿no son imprudencias? Otros, ¿no son cismas?
El presente discurso tiene por objeto ofrecer a nuestros lectores
los medios de desatar por sí mismos estas dudas; para lo cual, sin más
detenernos, entramos en materia, advirtiendo solamente que lo que
de nosotros y de nuestras ya muy conocidas opiniones digamos, otro
tanto decimos del partido democrático que representan en las Cortes
los cuatro diputados rmantes del programa de 6 de abril: atento que
entre sus doctrinas y las nuestras no existen diferencias esenciales que
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sea imposible reducir a diferencias en el método y en la manera de
estimar la sazón y comodidad de algunas reformas.
Ya lo hemos dicho. Vivimos en una época cuyo carácter más visi-
ble y principal es la descomposición analítica de todos los sistemas, su
examen losóco y su discusión por medio de la prensa; nos encami-
namos a otra época distinta de la actual, cuya tarea necesariamente ha
de ser la reconstrucción sintética de esos varios sistemas y la aplicación
del mejor de ellos al gobierno de las sociedades. Fuera de España exis-
te un movimiento general, cuya inuencia no nos es posible evitar, y
dentro de España luchamos con un partido victorioso, pertenecemos
a otro vencido en la región de la fuerza y nos agitamos dentro de un
círculo de instituciones que el nuestro respeta y que sus enemigos des-
pedazan. La lucha no es igual; pero con todo eso la aceptamos.
Y pues es cierto que para reinar sobre la voluntad es indispensable
adquirir de antemano un dominio seguro sobre el espíritu; que para
destruir una mala inuencia moral es necesario dar principio creando
una buena; que la reforma del espíritu público debe preceder a la re-
forma de la legislación, y que nada de esto se consigue con las situacio-
nes ambiguas, producto siempre del error o del miedo, fácilmente se
colegirá que, lejos de temer, deseamos colocarnos, respecto de los ob-
jetos que nos rodean, en una actitud tan clara y despejada como rme.
Nunca son más útiles los escritores y los consejeros que, en épocas se-
mejantes a la que alcanzamos. Gastadores humildes de la Civilización,
franquean ellos el paso, abren las trincheras y mueren casi siempre sin
haber visto nalizada la conquista que debe coronar otras sienes.
Y más, que un partido vale lo que vale su credo político y adminis-
trativo. Los hombres pasan, el poder se pierde, las preocupaciones se
desvanecen, las dinastías se hunden, los pueblos mismos se modican,
se alteran y mueren; sólo los principios son inmortales y por los que
un partido profesa queda ligado al movimiento general del mundo o
de él se aparta. Y esa asociación y ese apartamiento signican que un
partido es o no digno del poder; que puede o no ejercerlo dignamen-
te; que tiene condiciones de vida lozana y duradera, o no es más que
un conjunto de individuos condenados a la debilidad y a la muerte.
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En un partido bien constituido, una vez jados los principios comu-
nes, los hombres no son ni pueden ser más que instrumentos destina-
dos a establecerlos y darles vida en la práctica de los negocios. Pero los
principios por sí solos no bastan, como no haya un sistema que los ligue
entre sí dándoles la fuerza, la cohesión y la virtud de cuerpo de doctrina.
No bastan los hombres, por más ilustres que sean, si no están unidos por
ideas, por sentimientos y por intereses generales; si en lugar de sistemas
de política o de gobierno, no tienen sino sistemas de conducta; si en
vez de acordar y de unir los espíritus, arrojan en su campo la cizaña de
aviesas ambiciones; y, últimamente, si esos hombres toman sus intereses
por los intereses del país y por su partido a su clientela.
Sin que obste lo dicho para que los partidos, así como los hombres,
así como los pueblos, así como la humanidad misma, se modiquen
según los tiempos y las circunstancias; mas ha de ser a condición de “no
salir del círculo que les trazan sus condiciones propias de existencia.
Uno mismo, en efecto, es para todos el objeto de la actividad humana;
pero la manera de alcanzarlo es varia, son distintas las funciones, in-
nitos los obstáculos. Todo género de acción requiere un instrumento
adecuado a su manera de ser y a su n; por donde se ve que a ninguna
parcialidad política le es dado recorrer de un extremo a otro su cami-
no, sin experimentar en el tránsito las modicaciones necesarias de los
tiempos, de los lugares y del espíritu del siglo, al modo que el hombre
no puede pasar de la infancia a la edad viril sin recibir antes las modi-
caciones intermedias de la puericia y de la adolescencia.
Ahora veamos hasta qué punto se han apartado de estos obvios e incon-
trovertibles principios los bandos militantes; lo cual haremos no sin dar al mo-
derado un lugar preferente en la revista: que no quita lo cortés a lo valiente.
El partido moderado escaló, que no obtuvo, el poder, y en el poder
se ha desviado de los principios que sostuvo como oposición. Aquí
uno, allí otro, le hemos visto violar abiertamente sus doctrinas, cam-
biar de índole, variar de tendencia, negarse a sí mismo; con lo cual ha
venido a conrmar ser triste y necesaria condición de todos los par-
tidos victoriosos descomponerse y dividirse en la prosperidad tanto
como se unieron y estrecharon en el infortunio. Por manera que si
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sólo fuese un plan empírico de gobierno, hijo de ciertas y determina-
das circunstancias, después de su prueba práctica, estéril e impotente,
nada más cumplía que condenarlo, por el propio testimonio de sus
prohombres, al olvido más completo en las discusiones losócas.
Pero el partido moderado, si como parcialidad política militante es
hoy un agregado heterogéneo de opiniones, de preocupaciones y de in-
tereses distintos y aun opuestos, también es un sistema con método y
principios propios, y sistema merecedor de profundo estudio y no pe-
queña consideración, atento que ha formado escuela; que ha estableci-
do antecedentes; que ha hecho grandes servicios a la civilización y a la
libertad; en n, que ha dominado. Todo sistema que pasa de la teoría a
la práctica y que después de haber vivido en la región intelectual de las
escuelas, se personica y pasa a vivir en la región ardiente y tempestuosa
del poder, ensaya una serie de armaciones y de negaciones y lega a la
posteridad como lección utilísima el resultado de su propia experien-
cia. Y por eso vemos que no basta derribar de su elevación política a un
partido, si al mismo tiempo no se le hace caer del pedestal que en las
aulas y en los libros se ha formado; pues mientras conserve un elemento,
siquiera sea insignicante, de savia especulativa, tendrá la esperanza y la
probabilidad de reconquistar por su medio el poder público.
El partido moderado español reconoce por padre al doctrinarismo
francés, el cual nació de la necesidad de hacer coexistir pacícamente
en el país vecino las tradiciones de la monarquía histórica con los de-
rechos que arrebató a ésta la gran revolución de 1793. Como escue-
la de conciliación, en rigor ecléctica y por naturaleza transitoria, el
doctrinarismo prestó grandes servicios a la civilización y a las ciencias.
Ella impidió que el espíritu de libertad se apagase o muriese oprimido
bajo la presión del despotismo moscovita en la ominosa época de la
coalición de los aliados, y le permitió respirar en los primeros años de
la Restauración; ella, a su pesar es cierto, pero por consecuencia for-
zosa de sus actos, facilitó la organización y el triunfo de la democracia,
ora en julio de 1830, ora en febrero de 1848: ella, en n, buscando
apoyo para sus doctrinas en la losofía y en la historia, produjo, no
sólo en Francia, sino en todos los países meridionales de Europa, un
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movimiento intelectual fecundísimo, del cual ha resultado el triunfo
cientíco de las ideas francamente liberales.
Cumple a nuestra imparcialidad declarar que la introducción del
doctrinarismo francés en España no fue un mal. Si el partido modera-
do, nacido de él y criado a sus pechos durante muchos años, ha adul-
terado los principios en que estriba, debemos tener en cuenta que se-
mejante resultado era inherente a éstos más que a los hombres que los
han aplicado entre nosotros al gobierno de la cosa pública; sin hacer
mérito de las alteraciones que han sido una consecuencia necesaria de
su vida aventurera y militante, ni de su perpetuo y natural estado de
lucha con el partido progresista. Fuera de que hasta hoy, si hemos de
decir la verdad, no había hecho de todo punto incompatible su exis-
tencia con la del gobierno representativo en España.
La escuela doctrinaria primitiva, y lo que podemos llamar trasla-
ticiamente sus hijuelas, han muerto como sistema especulativo, así
intelectual como moral y losócamente, en Francia y dondequiera.
En la nación vecina ha desaparecido de las aulas y del solio; en Bélgica
y Holanda se ha modicado conforme al principio democrático que
contenía; en Italia y Alemania camina hoy por un plano inclinado al
mismo punto; en Suiza no existe: el ejemplo de Inglaterra no es del
caso. Sólo en España vive el doctrinarismo, presentando a la vista dia-
riamente el singular espectáculo de un sistema que destruye en el po-
der los principios que le sirven de fundamento en la teoría. Esta obser-
vación nos conduce a negar que el partido moderado exista realmente
entre nosotros; pues si bien es cierto que el nombre subsiste, la cosa
es una mentira en la especulación y una mentira mayor en la práctica.
Vino un día aciago, y sufrimos la resistencia como un mal necesario,
aunque con la esperanza de que fuese forzosamente transitorio. La resis-
tencia traspasó los límites de la ley, los de la razón, los del buen sentido,
los de la más patente conveniencia pública; pero, ¿quién puede poner
coto al ejercicio de la autoridad en el acto mismo de su legítima defensa?
¿Hay por ventura compás que mida el daño en lo más acalorado de la
lucha? Esto decíamos en un tiempo para disculpar al poder; pero la tem-
pestad se disipó; Marzo y Mayo de 1848 no son más que un recuerdo, o,
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si triste y dolorosa realidad, tan sólo para los que hoy todavía gimen, con
mengua del Gobierno, en el destierro; la guerra de Cataluña, felizmente
terminada con el auxilio de la opinión liberal del país, ha dejado de ser
un pretexto al rigor y a la violencia; ha tornado el cielo a lucir sereno
en los horizontes de la patria; y, ¿qué vemos? Vemos que el poder sigue
armado de todas armas; vemos el estado de paz convertido en estado de
guerra; vemos que no se ha hecho más que cambiar el nombre de los
actos, sin alterar en lo más mínimo la naturaleza de ellos; vemos que
a la resistencia opuesta en las calles a la insurrección, ha seguido una
resistencia latente a toda especie de mejora y de progreso. La resistencia,
en n, no existe, porque no hay quien ataque ni provoque; pero existe la
reacción, porque hay quien piensa y quien espera. ¿Es un crimen el pen-
samiento? ¿Es un crimen la esperanza? ¿Un pueblo que piensa y espera
es, pues, un pueblo que conspira?
Pero hay más. Si en su sistema de marchar hacia atrás, en contradic-
ción con el espíritu propio de las instituciones que nos rigen y con la
índole genuina del partido que representa, intentara el gobierno justi-
carse, siquiera con el más absurdo de todos los motivos o pretextos,
todavía creeríamos que, fueran cuales fuesen sus intentos, respetaba las
instituciones y la opinión del país lo bastante para rendir a las unas y a
la otra el homenaje de respeto aparente que tributa el vicio a la virtud.
Mas no es así; que ni siquiera es absurdo, ni siquiera es hipócrita: no
es más que violento. En su conducta desenfadada y altanera, así él como
sus órganos en el Parlamento y en la Prensa, juzgando acaso inútiles los
disfraces e inoportunas las contemplaciones, niegan atrevidamente a los
principios el miramiento y consideración que hace poco solamente nega-
ban, no sin miedo y sin zozobra, a sus aplicaciones. Para ellos no existen los
fueros políticos del pueblo; proclaman de voz en grito la omnipotencia de
la autoridad real; las ideas liberales son proscritas y escarnecidos sus secua-
ces; hacen de su motivo la extraña distinción de “bárbaros de la barbarie”
y “bárbaros de la civilización, para declararse en favor del despotismo ruso
contra el liberalismo meridional; no son, y lo dicen, liberales, ni vacilarían
un instante, puestos en la alternativa de las revoluciones y la inmovilidad,
en adherirse rmemente a ésta; ya no son españoles que aplauden los es-
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fuerzos generosos de los pueblos por conquistar, a ejemplo nuestro, su li-
bertad e independencia, sino rusos que remachan las cadenas de las demás
naciones; ya, en n, no tienen ni conesan más divisa que reacción o muer-
te. ¡Cuán lejos estamos de los tiempos en que todos los hijos de la familia
liberal de España prorrumpíamos a una voz: malo periculosam libertatem
quam quietum servitium! ¿uién reconocerá en ese partido el de R-
C, de F, de M, de B C,  T-
, de M  O y de mil otros franceses y españoles ilustres?
Síntomas graves son éstos que revelan en la autoridad pública un
plan inexible de gobernar en desacuerdo con el espíritu del tiempo y
con la voluntad de la nación; síntomas graves, repetimos, que, no por
nosotros ni por la libertad nos asustan, sino por el orden, por la paz y
por las instituciones mismas, amenazadas de grandes peligros.
Capítulo Viii
El partido legitimista
***
Ora se le mire como idea losóca, ora como partido político mi-
litante, o ya en n como fuerza numérica resistente en la inercia, el
partido absolutista, o, como él se llama, monárquico puro, merece un
lugar nada subalterno en todo estudio que tenga por objeto la suerte
futura de España y de sus instituciones.
Muchas veces nos hemos preguntado a nosotros mismos: ¿cuál se-
ría la situación del país si el partido absolutista no existiese? ¿Puede
darse por posible su extinción en un plazo más o menos breve?
Sea cual fuere la respuesta que en hecho de verdad merezcan estas
preguntas, es lo cierto que la sola existencia (hoy casi nominal) del
partido absolutista, altera y descompone las relaciones del Gobierno
con los demás partidos y las de éstos entre sí: para todos alternativa-
mente amenaza o halago, temor o esperanza. Así constituida, esta
parcialidad viene a ser, en el juego de las instituciones y de los ban-
dos liberales, uno como cuerpo extraño cuya interposición o contacto
produce siempre, cuando no un conicto, una dicultad. Por manera
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que, como unas veces le veamos apoyar con todas sus fuerzas la reac-
ción y otras el movimiento revolucionario, sin aceptar por completo
la responsabilidad de la una ni la del otro, se nos antoja hallar en él
cierta semejanza con aquel bueno de B C cuando, en
ocasión bien conocida, decía, hablando con su conciencia: “ni quito
Rey ni pongo Rey; pero sirvo a mi Señor”.
Líbrenos D de hablar mal de un partido respetable, compuesto
de hombres notabilísimos en armas, en ciencia y en virtud, dueño no
ha mucho del país y al que nadie puede negar sin injusticia, hablando
en general, el valor, la fuerza y una grande inteligencia en los negocios
públicos. Pero no creemos ofenderlo diciéndole con lisura la verdad.
Y la verdad es que representa en el país “lo que la gran muchedumbre
pagana representaba en el imperio romano a la aparición del cristianismo:
representa lo que por disposición de D ha dejado de ser posible”.85
La verdad es que, como auxiliar del partido moderado, “nunca será
más que instrumento que acabará por caer con mayor estrépito cuan-
do amanezca el día de la libertad en España.86
La verdad, por último, es que, ya deba su triunfo a los excesos de una
revolución liberal mal conducida, ya lo alcance por consecuencia de una
reacción servil momentáneamente victoriosa en toda Europa, no puede
reaparecer en el teatro político sino disfrazado con arreos democráticos,
extraños a su índole genuina, en nada diferentes de los que no evitaron
al sucesor de Luis XVIII la pérdida de su trono y la muerte en el destie-
rro. Y si así no, habrá de presentarse al mundo llevado a la rastra por los
tártaros cismáticos. En todo caso, triunfará para otros, no para sí mismo.
Como idea, pues, el partido absolutista de la Legitimidad (para dis-
tinguirlo del partido absolutista de la Bastardía) es un anacronismo.
Como cuerpo extraño auxiliar de otro bando distinto en doctrinas y en
intereses de toda clase, no sería más que un suizo aventurero y mercenario.
85 borrego, De la situación y de los intereses de España. Temerosos de que se nos acuse de parciales y apasiona-
dos, damos siempre con gusto preferencia sobre las nuestras a las palabras de sujetos competentes de por
sí y colocados además en filas políticas diversas. Tales circunstancias concurren en el antiguo Director de
El Español, a quien citamos con frecuencia por creer autorizada su opinión y grande su experiencia.
86 Id., íd., cap. 8° pág. 81.
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Como parcialidad política militante, si acude a la revolución para
reluchar en el estadio, tiene que sentarla en el trono; si pide auxilio a la
reacción, prepara el dominio de los Bastardos. ¿ué será? “El triunfo
de toda causa política se halla en la época presente ligado al buen éxito
y desarrollo de los principios populares.87
Colocado así entre dos bandos enemigos, sin más perspectivas que la de
un combate perpetuo o la de un triunfo equívoco, creemos nosotros, abun-
dando en el sentido de algunos distinguidos pensadores españoles, que no
puede salvarse sino adhiriéndose sinceramente a la causa popular. ¿Puede
fundarse semejante adhesión en las ideas? ¿Hay razón lógica para ella?
Fúndase la legitimidad de la monarquía histórica en el principio
que supone idénticas la autoridad del país y la de una familia privile-
giada a quien gloriosas tradiciones de poder y de servicios prestados
a la patria han hecho obtener el gobierno de los pueblos. La idea de
esta identidad, o como si dijéramos, sustitución de derechos, es la que
se expresa con las frases: “la Francia de los Merovingios, Capetos o
Borbones, la España de S F”, y otras por el estilo. Aquí
el monarca, verdadera encarnación del país, allega toda la autoridad
popular, y dice: “el Estado soy yo.
¿De qué doctrina parte esta idea? De la doctrina derivada del cris-
tianismo; es a saber, de la doctrina que también da origen a la idea
opuesta de la soberanía popular. Nótese ya aquí una coincidencia sin-
gular entre la monarquía histórica y la democracia; y es que ambos
sistemas parten de una misma fuente. Gemelos al nacer, por más que
después hayan reproducido el ejemplo de los dos primeros hermanos,
A y C, no puede olvidarse que fueron mecidos en una misma
cuna y que juntos y concordes vivieron y caminaron muchos siglos.
Cómo se procreen estos sistemas del dogma cristiano, la historia
eclesiástica y profana, la ciencia y la losofía lo dicen. La Religión su-
ministra el principio de la autoridad; el feudalismo lo acepta exage-
rándolo; la escolástica lo consagra; la Iglesia lo organiza; la monarquía
lo hereda de la Iglesia.
87 Id., íd., pág. 84.
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Pero suprímase de la doctrina de la monarquía histórica la idea de
la familia legítima de la familia ungida, de la familia predestinada al
Poder: ¿qué queda? ueda el país; queda el gran derecho de una sobe-
ranía que se había incorporado a otra soberanía tenida en concepto de
mayor y más sagrada; queda, en n, el sistema democrático, cristiano
como el otro, y como él también elemental y simple.
Ni hay, pues, más que dos sistemas de gobierno propiamente tales,
con una serie de principios rigurosamente deducidos de una idea funda-
mental; cuyas consecuencias sean producto correcto de determinadas
premisas; cuyos resultados puedan ser previstos; cuya fuerza sea propia:
estos sistemas son la monarquía tradicional o histórica y la democracia.
Todos los demás son resultado de circunstancias pasajeras; transacciones
entre dos grandes ideas primordiales; formas que la civilización reviste
temporalmente para llegar a sus nes. Por lo que carecen de legitimidad
losóca, bien que nadie les niegue la legalidad, ni en muchos casos una
elevada conveniencia. Lo que queremos decir es que no constituyen de
por sí un sistema lógico de doctrina; que son progresos, pero no nes
del Progreso; que favorecen el movimiento civilizador de la humanidad
como medios, pero que no son su término necesario.88
“Guerreando por su cuenta los Carlistas no encontrarán eco en el
país, y su tentativa únicamente conducirá a nuevas calamidades; pero
si enarbolan la bandera de la libertad y solicitan la simpatía y la adhe-
sión de los pueblos, habrán dado principio a una lucha en la que su
única esperanza ha de estar pendiente de la sinceridad con que hayan
abrazado la causa popular y de las condiciones que les imponga el úni-
co partido que se halla en disposición de aprovecharse actualmente de
los grandes sacudimientos que pueda experimentar el Estado.89
Perfectamente de acuerdo con esta opinión, que parece conr-
mar la nuestra anterior, creemos también con el mismo autor que los
hombres principales del partido Carlista “conocen prácticamente la
libertad y saben por experiencia que ella les ofrece garantías más efec-
88 V. en El Siglo, núm. 58, correspondiente al 8 de marzo de 1848 (primera época), un artículo del Sr.
Baralt titulado “Los Legitimistas y La República”. Allí está tratada con más extensión esta doctrina.
89 borrego, loc. cit., pág. 85.
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tivas y duraderas, ventajas más positivas y reales que las que podría
ofrecerles un absolutismo que ellos mismos condenan y un “J-
M” premioso y egoísta que los convertiría en esbirros suyos y les
arrebataría la gloria de contribuir al restablecimiento de la libertad y a
la ventura de su patria.90
“En una palabra, dice un escritor francés, la monarquía, conce-
diendo que sea posible, ora con el duque de B, ora con el
conde de P ora con otro príncipe cualquiera, no sería ni podría
ser más que una democracia coronada. La Revolución ha destruido la
tutela del poder absoluto. Esa tutela, si antes fue una fuerza, hoy no
sería más que una opresión. La espada y la Cruz fueron los primeros
apoyos de los pueblos en la edad teocrática y feudal; pero los pueblos
han roto sus andadores, y han crecido en medio de la adolescencia y de
las tempestades de la juventud. Ya están maduros para el ejercicio de la
razón, ya la edad de la libertad empieza para ellos. Esta necesidad de
libertad es una necesidad social y ha llegado a ser el supremo regulador
de los gobiernos modernos, cualesquiera que sean sus nombres, sus
formas y sus colores; ya se llamen imperio, república o monarquía.91
No hay, en efecto, fuerza real sino en lo que es verdadero, útil y jus-
to. Los prestigios desaparecen. Ni ya se ve otro sol sobre el horizonte
de las naciones que el sol de la libertad.
Así, cuando convidamos con su luz y su calor a españoles bene-
méritos, descarriados por ideas irrealizables, aunque nobles, de intem-
pestiva lealtad hacia un nombre, estamos muy lejos de proponerles un
pacto monstruoso de intereses o de pasiones, cimentado en el egoísmo
o la venganza. No es mengua, no, sino prez y gloria altísimas, recono-
cer un error y renunciar para siempre al principio en que estribaba.
Asóciense de buena fe y completamente a la causa nacional, a la causa
de las ideas y del Progreso, y no se hará esperar mucho el día en que
hallen gloria y legítimo provecho preriendo la patria a una familia,
la realidad a las ilusiones, los principios a los sentimientos, las cosas a
los nombres.
90 Id., íd., pág. 83.
91 la gueronniere, Lettres sur la République, II.
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Capítulo ix
El partido democrático y el progresista
***
El partido democrático español aspira, partiendo del partido pro-
gresista y marchando unido a él; aspira, decimos, a restablecer “las
relaciones de confraternidad de este segundo bando con la losofía,
deduciendo sus doctrinas una a una de la ciencia y dando a su sistema
la forma técnica que ha menester para enseñanza de la juventud”; por-
que el partido progresista “tiene cuantos elementos se necesitan para
llegar al Poder, para ser amado, respetado, bendecido el Poder; pero
partido formado en la guerra y para la guerra, necesita la organización
propia de la paz y del gobierno; organización por la cual han pasado
sin mengua, antes con inmarcesible gloria, los partidos que le son aná-
logos, en todos los países cultos de Europa y de América.92
ue existe hoy en el seno del partido progresista cierta divergencia
de opiniones sobre puntos graves de aplicación, si ya no sobre puntos
graves de doctrina, cosa es que por sabida juzgaríamos ocioso y has-
ta pueril demostrar, si a ello no nos obligase el propósito irrevocable
que tenemos hecho de despejar el campo del debate, señalando a cada
combatiente sus armas y su puesto.
El primer ejemplo de semejante divergencia nos lo ofrecen dos pe-
riódicos progresistas: La Nación y El Clamor; aquel que se dice órga-
no de la minoría progresista de las actuales Cortes; éste que se llama,
y es, liberal independiente; ambos ilustrados y patriotas. Pues bien;
pretende La Nación93 que lo que separa a los progresistas de sus adver-
sarios “no es el sistema, sino los medios de gobernar”; lo que vale tanto
como decir que los progresistas son moderados en la doctrina, pero no
en la conducta; de donde puede en rigor deducirse que la armación
del principio de la soberanía popular, fundamento del credo político
de aquéllos, en nada diere de la negación del mismo principio procla-
92 Véase el prospecto primitivo de El Siglo, firmado por d. simón s. lerín como director, y d.
rafael maría baralt como Redactor principal. Las palabras son textuales.
93 Véase su Prospecto.
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mada por éstos como base de su sistema respectivo. Con cuya doctri-
na, no conforme El Clamor, prorrumpe diciendo: “mucho se necesita
para sostener formalmente en nuestro tiempo y en nuestra patria des-
atino semejante. Y decimos que se necesita mucho, porque se necesita
nada menos que ignorar o haber olvidado el origen y la historia de
ambas parcialidades políticas; se necesita cerrar los ojos a la vivísima
luz que arrojan sobre sus doctrinas, su índole y sus tendencias respec-
tivas los varios sucesos de nuestros cuarenta años de revoluciones in-
fecundas; necesítase, en n, no tener para nada en cuenta lo pasado,
vivir distraído de lo presente y resignarse a juzgar como imposible lo
f ut ur o”. 94 La divergencia es grave y completa.
Grave y completa es la que existe en orden a saber si el ejército ha de for-
marse por el método de quintas o si por el de enganche. “La contribución
de sangre, odiosa cual ninguna otra y aictiva en demasía para los pueblos,
es un abuso que sólo circunstancias muy difíciles pueden justicar”.95 No
es menos explícita acerca de la importancia política y económica de este
asunto la opinión de otro también célebre y benemérito progresista. Las
quintas son para el marqués de Albaida una “atroz tiranía” que el partido a
que pertenece está “solemnemente comprometido a destruir, ganando en
hacerlo un lauro inmortal.96 Otro progresista entendido llama las quintas
odiosa contribución, contraria a la política, a la economía, a la moralidad,
a la Religión y a la misma profesión militar”.97
Una discusión en el Congreso de los Diputados,98 puso sin em-
bargo de maniesto, meses atrás, que sobre punto tan arduo, no ya
dieren, sino son opuestas las opiniones de progresistas tan doctos y
respetables como lo son los señores Infante y San Miguel.
94 El Clamor, núm. correspondiente al 3 de mayo del presente año. Véase también El Siglo (primera
época) núm. del 9 de marzo de 1848.
95 d. J. a. mendizábal, en su Maniesto a los Electores, fechado en París a 8 de noviembre de 1846.
Conforme a esta opinión el sr. mendizábal establece en el mismo documento, “que el servicio
del ejército debe ser voluntario”, y promete a los electores defender en el Congreso, como
punto esencial de su programa político, “la abolición de la contribución de sangre”.
96 ¿Qué hará en el poder el partido progresista? Folleto, página 39.
97 d. J. e. de bona y ureta en el folleto titulado Vicios de toda la administración pública, art. 20, pág. 62.
98 Sesión de miércoles 24 de enero del presente año.
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Nadie puede desconocer la importancia de la Milicia Nacional, ora
se considere como institución política, ora como institución militar. Tan
grande es la talla de esta cuestión; tan singular el carácter de que la han
revestido en España ciertas circunstancias especiales; de tan íntima e indi-
soluble manera se liga a las grandes cuestiones de orden público, de orga-
nización militar, de reformas en la Hacienda y de conservación y mejora
de las instituciones liberales; tan compleja y tan fundamental es, en n,
que siempre y por todos, así amigos como adversarios, se la ha considerado
y se la sigue considerando como la cuestión, por excelencia, progresista.
Esto, no obstante, hombres de gran valía en el partido; de tanta, que
acaso sean los más próximamente llamados al Poder, si el Poder deja de
ser algún día patrimonio del bando moderado y no pasa a ser patrimo-
nio del realista; hombres, repetimos, de gran valía, mérito y prestigio
en el partido progresista, se han declarado enemigos de una institución
que, bien organizada, “es garantía de los derechos y franquicias de los
ciudadanos, apoyo y resguardo de las instituciones populares, vínculo
de unión entre los súbditos, prenda de estabilidad y orden público.99
¿uién duda que las grandes cuestiones de libertad de comercio,
de industria y de Bancos son tan inseparables del espíritu progresista
como que pueden llamarse su expresión, su realización en la esfera de
la economía política y social?
Pues también sobre ellas hay honda diversidad de pareceres entre
los prohombres del partido.100
Lo mismo podríamos decir acerca de la libertad de conciencia y de
cultos,101 de la libertad de asociación y de reunión, y aun de la libertad
99 Véase el folleto ya citado del sr. borrego, pág. 108.
100 El Sr. Madoz y el diputado Sánchez Silva; y el diputado Sánchez y El Clamor están muy lejos de
hallarse de acuerdo en la cuestión de libertad de Bancos. Véase el proyecto presentado al Congreso
por el diputado, y la discusión sostenida hábilmente por el periódico en oposición al diputado.
La Nación, que se dice, con razón o sin ella, órgano de la minoría progresista de las Cortes
actuales, no piensa en la cuestión de aranceles ni como El Clamor, ni como La Reforma, ni como
muchos de los diputados progresistas. V. en El Clamor de 8 de marzo de este año una protesta
suscrita por los sres. lópez grado, muChada, sánChez silVa y mesía y elola, contra ciertas
opiniones emitidas por La Nación.
101 El Clamor la ha sostenido y sostiene valerosamente. V. la polémica que sostuvo contra La España,
periódico moderado, en meses del último tercio del año pasado.
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misma de imprenta, tenida por más de un caudillo progresista en con-
cepto de embarazosa a la acción expedita y regular del gobierno, como
no se estorbe con ciertas trabas y cortapisas su ejercicio.
Allí donde la vida municipal, dice el jefe y maestro del partido
conservador o moderado europeo; allí donde la vida municipal y la
vida política son extrañas una a otra; allí donde no están unidas en un
mismo sistema y enlazadas de manera que recíprocamente se protejan,
podemos estar seguros de que la sociedad está o estará muy pronto di-
vidida en clases distintas e inmóviles, y también de que los privilegios
existen, o van a nacer.102 Y más adelante: “sin libertades políticas no
hay libertades municipales sólidas y viceversa.103
“En el espíritu comunal es donde reside la fuerza de los pueblos
dice otro célebre conservador.104 Y luego añade: “sin instituciones co-
munales puede una nación darse un gobierno libre, pero de seguro no
tendrá espíritu de libertad. Pasiones pasajeras, intereses del momento,
los azares de las circunstancias, pueden darle las formas exteriores de la
independencia; pero el despotismo, reconcentrado en lo interior del
cuerpo social, reaparecerá tarde o temprano en la supercie”.
Un sistema amplio de municipios es por la cuenta el eje sobre que
debe girar la sociedad; la base incontrastable y rmísima sobre la cual ha
de levantarse todo regular y durable edicio de instituciones liberales.
No sin razón, pues, cuidaron tanto de su establecimiento los ve-
nerables constituyentes de 1812; no sin razón temieron tanto los de
1837 alterar las leyes de organización municipal y provincial que esta-
ban vigentes en su tiempo; y no sin mucha, muchísima razón, cuantos
progresistas verdaderos han meditado y escrito sobre negocios pú-
blicos desde 1843 acá, han declarado ser indispensable y urgente la
reforma de los decretos gubernativos que acerca de materia tan vital
produjo el retroceso político inaugurado en aquel año ominoso.105
102 guizot, Cours d’histoire du gouvern. repres., tomo I. pág. 329.
103 Id., loc. cit., íd., íd.
104 Tocqueville, De la démocratie en Amérique, tomo I. pág. 91 y sig.
105 V. el Manifiesto de mendizábal, ya citado, y también su Carta al duque de sotomayor; los folle-
tos, también citados, de albaida, bona y borrego. El espacio nos falta para compulsar in extenso
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Pues con todo eso, la opinión de los progresistas está muy lejos de
ser uniforme, no sólo en lo tocante al modo de reformar aquellos men-
guados decretos, sino acerca de la conveniencia de alterarlos, como
quiera que sea.
De todos modos, vean nuestros lectores, conrmado cuanto aca-
bamos de decir.
“El partido desheredado (el progresista), ha dicho El Clamor, hace
sus reservas, ya explícitas, ya mentales, al combatir las obras en que
ninguna intervención tuvo, para el día en que la voluble rueda de la
fortuna le vuelva a sentar en el Capitolio, a despecho y con mengua de
sus enemigos. Así se camina de reacción en reacción, describiéndose
un círculo vicioso en que alternativamente suben o bajan los partidos
para ser opresores u oprimidos, déspotas o esclavos.106
No puede pintarse con más vivos y exactos colores el estado alar-
mante, a la par que lastimoso, en que nos hallamos. Pero si el partido
progresista protesta contra la gobernación de sus adversarios, ¿qué
gobernación sustituirá a la de éstos? ¿Acaso la que ya puso por obra
en el tiempo de su dominio? En tal caso entraríamos en el consabido
círculo vicioso, y vuelta a preparar con la opresión una nueva catástro-
fe; que sería, en efecto, lo de nunca acabar. Mas, si aquella antigua y ya
conocida gobernación no, ¿cuál sería? Y nadie responde.
Pues hay más.
“Por eso hasta hoy, dice más adelante el mismo periódico, nadie
sabe entre nosotros el puesto que ocupa, la suerte que le espera, las
instituciones que se conservarán en pie el día de un cambio político,
ni hasta dónde llegará la reforma o la demolición.107
No decimos tanto nosotros; pero reconocemos que semejante
franqueza, sobre indispensable, es útil: pues “si consultando los an-
tecedentes y la historia de nuestros dos partidos, el moderado y el
progresista, se ve que ninguno de ellos ha satisfecho las legítimas con-
el testimonio de otras muchas autoridades respetables.
106 Número del miércoles 7 de febrero del presente año: artículo editorial.
107 Id., Id.
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diciones de la monarquía constitucional,108 también es cierto “que
los hombres que viven dentro de los partidos están llamados a darles
nueva dirección cuando aciertan a vericarlo con ventaja para el país y
crédito para ellos mismos.109
“La verdad es, dice un periódico independiente, notable por su
imparcialidad y su templanza, la verdad es que lo mismo el bando pro-
gresista que el bando conservador están hoy divididos en pequeñas
fracciones; la verdad es que no hay actualmente unidad en ninguno de
los partidos políticos”.
“El partido dominante se halla en tal situación, dice en otro lugar,
por el abandono de todas las doctrinas, por la sustitución de los inte-
reses a las ideas, por haberse convertido en un grupo más o menos ex-
tenso de personas, en lugar de ser un agregado de principios sociales.
»Caído en la sima de la política personal, en lugar de la política de
principios, las amistades han sustituido a las convicciones.110
Una conrmación clarísima de la exactitud de la primera parte de
este juicio es la existencia del mismo periódico que lo emite: publica-
ción ésta dirigida por hombres muy principales del partido moderado,
que hoy, rotos ya los lazos de la antigua alianza, conesan “estar solos,
no en la nación, sino en el estadio político del día”; lo cual quiere de-
cir “que no pertenecen a ninguno de los partidos militantes, ni pasan
revista bajo ninguna bandera de las que hoy luchan, o por adquirir, o
por conservar el Poder.111
Si de la Prensa pasamos a las Cortes, el mismo espectáculo de hon-
da división se nos presenta en el seno del partido moderado. Léase el
Diario de las Sesiones, y en los discursos de los señores B,
M, B, B  C, A G
y otros se hallarán, envueltas con el velo, a las veces demasiado trans-
parente, de las precauciones y miramientos oratorios, más censuras al
bando vencedor y a sus representantes actuales en el Gobierno, de las
108 borrego, Discurso pronunciado en el Congreso el día 26 de enero del presente año.
109 Id., íd.
110La Patria, número 28, correspondiente al jueves 1° de febrero.
111 Id., íd.
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que nosotros, adversarios naturales suyos, necesitaríamos aducir para
probar la esterilidad, la impotencia y la disolución del uno; la violenta
aqueza y la incurable incapacidad de los otros.
¿ué hay, pues, en este país sin ventura, si no existen partidos, ni
escuelas, ni doctrinas, ni hombres, ni castigo para la maldad, ni re-
compensa para la virtud, ni sanción para el juicio público, ni opinión
pública quizá?
Lo que hay, lo que realmente hay, por lo ancho y por lo angosto, y
de alto a bajo de esta confusa, atormentada y casi decrépita sociedad,
Dios lo sabe a punto jo y por junto; y con verdad sólo podrán decirlo
algún día un To un S español que nazcan para sacar
a la vergüenza nuestra época, exponiendo a la afrenta y confusión pú-
blica sus vicios increíbles. Para tales historias, tales plumas; puesto que
bastó la de una aca mujer para la del Bajo Imperio. uizá no merezca
más la nuestra que la pluma de otra A C.
Nosotros no podemos, pues, o no queremos decir todo lo que exis-
te. Lo que aparece es lo siguiente:
En lo más alto, un partido personal, o como si dijéramos domésti-
co, que cuenta con la servidumbre de los señores ministros: manus y
gloebae adscripti. Este partido es el de los vendimiadores; y vendimia que
da gozo verlo, porque la viña produce, y es feudo. Puede observarse aquí
reproducida la historia de los años anteriores al memorable de 43. Los
monárquicos dicen: “el Rey ha muerto; viva el Rey. Acá hemos dicho
nosotros: “el «Ayacuchismo» ha muerto; viva el «Torrejonismo».
Coalición no habrá, sin embargo, porque la experiencia es madre de la
ciencia. Veremos, con todo eso, lo que sucede cuando el Gobierno haya
logrado extirpar a todos sus enemigos; que acaso entonces se devore a sí
mismo para mayor honra y gloria del sistema representativo.
En sitio más bajo de la escala gura con dos caras como Jano o con
dos cabezas como el águila austriaca, el gran partido moderado: ma-
gíster magnus. La una cara, o la una cabeza, de raza tártara, viste gorra
de pieles y mira al polo ártico; la otra, de procedencia caucásica, luce
sombrero de moderna grandeza, a lo Luis Felipe: ancho galón, pluma
blanca, escarapela de piedras preciosas. Es cosa linda.
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Viene luego por su orden (siempre bajando, se entiende) el es-
cuadrón de los espectros: gente ésta de índole romántica, muy dada a
la lectura de leyendas alemanas y de los cuentos fantásticos de Ho-
mann. Estos señores son los aparecidos del “puritanismo, que a des-
hora y en despoblado llevan en andas al muerto, con algunas hachas
encendidas; ni más ni menos como iban de Baeza a Segovia los enca-
misados que Cervantes ha hecho inmortales, en ocasión de estar la
noche oscura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer.
No están hartos, a buena fe, los que en pos de éstos, o casi que con ellos
confundidos, aparecen sirviendo de cola al partido moderado, y de mon-
tera, que no cabeza, al partido progresista. ¡Bien hayan ellos que de puro
profundos no tienen fondo y que de sabihondos se pasan, sin entenderse a
sí mismos y sin que nadie los entienda! Estos señores, aunque parecen hom-
bres, no son hombres de carne y hueso: son unos señores de piedra. Miraron
atrás y se quedaron en el camino, como la mujer de Loth, a la intemperie de
polvo, lluvia y viento. Algunos les dicen el perro del hortelano.
Aquí levanta su hermosa encanecida cabeza de anciano el verdade-
ro partido progresista, no ostentando, sino antes bien cubriendo, por
pudor y por generosidad, con su impoluta vestimenta desgarrada las
gloriosas heridas de la batalla y las cicatrices del martirio. ¡Salud, no-
ble anciano! ¿uién sirve de báculo a tu vejez? ¿uién guía tus pasos
vacilantes? ¿Dónde están tus hijos?
Y entonces, con ademán de satisfacción y orgullo indecibles, nos
mostró un niño que detrás de él, puesto que no muy inmediato, ca-
minaba, perseguido por unos como perros de diversos colores, tallas
y razas; todos empero con collares de cascabeles en la nuca. Y como
se acercaban al niño, éste, sin asombro ni temor, como si la cosa más
natural del mundo hiciera, los ahogaba entre sus brazos, como en otro
tiempo H a las serpientes.
¿No ríes, lector suave? Ríe de las cosas en sí y de la manera como te
las acabamos de explicar; ríe de la prosa de ellos y de nuestra poesía; ríe
de todo, lector pío, y harás lo que nosotros, y acertarás. ¿No es todo,
jerigonza, enigmas y embrolla entre nosotros?
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Capítulo x
Justificación del uno y del otro
***
Dicen algunos, para injuriar al partido progresista, y para de camino
arrojar entre él y nosotros los progresistas-demócratas, la cizaña de una
que sólo podría en todo caso ser absurda y pueril rivalidad, que sus ideas
han sido siempre vagas y negativas; que se han resentido de la agitación
universal de Europa; que si ésta y sus estragos han contenido en la pen-
diente a algunos de sus caudillos más tímidos o más pensadores, ha pre-
cipitado por ella a otros menos reexivos y previsores o de más ardiente
imaginación; que no se concibe un partido que en la oposición se divi-
da; que lo propio y característico de todos ellos es la jeza e inmovilidad
de los principios; que es, por lo menos dudosa, la conveniencia de un
nuevo programa liberal; que lo mismo puede decirse de la pretensión
de fundir y uniformar los hasta ahora publicados, y, nalmente, que a
los progresistas más antiguos y templados, no a los modernos y dema-
siadamente ardorosos, pertenece de derecho la dirección y gobierno del
partido que aspira al ejercicio de la suprema autoridad.
Dejemos desde luego asentada aquí una verdad admitida uni-
versalmente así por los amigos como por los adversarios del partido
progresista; y es que sus divisiones intestinas no reconocen por cau-
sa mezquinos intereses personales ni escarapelas de ambición, sino el
interés “puro” de las ideas: que no son, como ha dicho un periódico
realmente moderado, como quiera que también sea independiente,
producidas “por el abandono de todas las doctrinas y la sustitución de
los intereses a las ideas y de las amistades a las convicciones.
No es cierto, además, que las ideas del partido progresista hayan
sido siempre vagas y negativas. Ideas jas y precisas, ideas muy positivas
de creación han llegado al país en las constituciones y en las leyes bajo
su mando promulgadas. Como representante de una escuela que venía
a fundar sobre nuevas bases y con nuevos elementos el orden social y
político, el bando progresista tuvo en su doctrina dos partes: la parte
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crítica, de negación o destrucción de lo antiguo, y la parte dogmática,
de armación, reconstrucción o innovación. Regístrese la historia de su
vida militante, desde su aparición entre nosotros en 1812 hasta hoy, y se
verá plenamente conrmado nuestro aserto. Convenimos en que no ha
hecho hasta ahora todo lo que de sus doctrinas debía esperarse; confesa-
mos también que sus principales títulos de gloria se fundan hasta de pre-
sente más en los abusos destruidos que en las mejoras creadas; pero no se
culpe por ello a las doctrinas, sino a las circunstancias que la aplicación
de éstas han falseado o impedido. Muy poco tiempo ha estado en ejerci-
cio del gobierno y siempre luchando en él con los enemigos declarados
del Trono, y con sus enemigos encubiertos: con las facciones y con los
moderados. Por eso hasta aquí ha sido, y no podía menos de serlo, par-
tido esencialmente marcial y belicoso. A él, sin embargo, y sólo a él, se
debe cuanto bueno ha obtenido el país del cambio de sus instituciones.
ue en algunos puntos secundarios de su doctrina haya cierta va-
guedad, cosa es muy conforme, como ya demostraremos, al carácter
y al espíritu mismo del principio que da y conserva la vida a todas las
escuelas de progreso; pero esto no quita para que tenga, como tiene,
si no ideas jas y positivas sobre todas las cuestiones políticas, econó-
micas y sociales de nuestro tiempo, ideas fundamentales que lo guíen
y conduzcan, como por la mano, a la mejor resolución posible de ellas.
Partido eminentemente noble y generoso, puesto que sometido a
durísimas pruebas durante su trabajada cuanto gloriosa existencia des-
de 1812 hasta nuestros días, reúne a todas las ventajas permanentes los
inconvenientes todos, por suerte transitorios, de los partidos que viven
largo tiempo batallando, y que poseen la noble condición de ser por ex-
celencia progresivos, dando acogida y fecundando en su seno todas las
grandes ideas de reforma que elabora incesantemente la Civilización.
Semejantes partidos son los verdaderos y únicos representantes del
estado futuro del mundo; los que tienen elementos de vida; los que
inspiran a los pueblos profunda simpatía; los que acompañan glorio-
samente a la humanidad en el largo y dramático viaje de la historia.
Pero no hay progreso sin movimiento, y éste lleva consigo necesa-
riamente la dislocación de muchos objetos y la modicación de gran-
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des intereses. No es posible asimilarse las ideas progresivas de la Civili-
zación sin variar frecuentemente de método y de formas. No es dado a
un partido poner por lema de su bandera las santas palabras “justicia y
derecho, sin quedar obligado a defender el derecho y la justicia contra
la usurpación y la violencia.
De aquí en los partidos de doctrinas progresivas un cierto desaso-
siego, hijo de su espíritu generoso, a que sus adversarios dan nombre
demagogia e índole revolucionaria. De aquí esa apariencia de incons-
tancia que los ignorantes atribuyen a falta de principios. De aquí, en
n, muchas veces la actitud guerrera y amenazadora de esos partidos,
su carácter severo y sus pretensiones exclusivas.
Porque siempre las tiene, y con justicia, la verdad; porque no se
pueden destruir abusos inveterados sin combate; porque la regla no es
blanda ni apacible con los que violan sus preceptos; porque la libertad
no camina en el mundo por un sendero sembrado de ores, sino por
vía quebrada que cubren de abrojos los tiranos.
El partido progresista español (digámoslo para eterna gloria suya)
no ha tenido, si así se quiere, más que una idea ja desde su nacimiento
hasta nuestros días; pero esa idea vale por todas las de sus adversarios:
esa idea ha sido y será siempre suya; esa idea formará constantemen-
te el basamento de todos sus sistemas; esa idea es la de dar libertad e
independencia a su país, devolviéndole a la par su antigua grandeza
y poderío. Regístrense los anales patrios y se verá que, el a esta idea,
ha sacricado a ella su sangre y sus tesoros siempre; no pocas veces lo
que es más difícil de sacricar que la vida y que el oro: los más grandes
intereses y las opiniones más queridas acerca de los hombres y de las
cosas; ¿se ha borrado ya por ventura de nuestra memoria la noble, si
bien inmensa y jamás como se debe expiada culpa de 1843?
¿ué más se ha podido exigir hasta ahora con justicia al partido
progresista? ¿Por ventura le era dado formar un cuerpo regular de doc-
trinas en el calor de la batalla y en medio del estruendo y polvareda de
las revoluciones? ¿Cómo se pueden negar ideas y principios al partido
que formó la Constitución de 1812 y la de 1837? ¿Por ventura no se
fundó la primera “en un hecho que por dominar a la sazón en la so-
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ciedad española debía dominar también en el código que sus manda-
tarios preparaban”?112 ¿Por ventura no es “un monumento magníco
de libertad, de independencia y de gloría”?113 ¿Por ventura no aceptó
y juró la segunda todo el pueblo español? ¿Por ventura no declaró el
partido moderado que estaba hecha con sus principios y a la medida
de sus deseos? Y, nalmente, ¿no lo declaró así libre y espontáneamen-
te, en ocasión de ser dueño del gobierno y árbitro de declarar lo con-
trario si le hubiese venido en voluntad?
Nada más fácil que ostentar una gran jeza de principios cuando los
que se profesan giran en una órbita reducida e inexible, de la cual no es
posible salir sin alterarlos en su esencia. Dígase, por ejemplo, lo que se
quiera del partido legitimista; fuerza será siempre confesar que sus prin-
cipios son la cosa más clara, más ja y más inalterable que cabe imaginar.
Una vez aceptado su punto de partida, ¿cabe ser más lógico que lo fue
Hobbes al defender ese sistema; sistema que, para decirlo de paso, es el
que profesa y sigue hoy nuestro Gobierno? Siéntese como principio de
pública administración el incalicable dislate, el enorme desatino bau-
tizado por algunos con el nombre huecamente sonoro de política de
resistencia; y después de sentado, admítase por un momento. Pues no
habrá bachiller de moderantismo, por más ignorante que le suponga-
mos, a quien no sea asequible probar en toda forma que la resistencia
justica la reacción y la reacción la inmovilidad. ¿Y qué hay ni puede
haber en el mundo más sencillo, jo y claro que esta celebérrima teoría?
Cargo, pues, vulgar y necio es el que se hace al partido progresis-
ta negándole ideas jas y principios invariables; así como es vulgar y
necia elación la que se funda en poseer las unas y los otros con seme-
jantes condiciones. Fijo e invariable no hay más que la verdad eterna,
increada y absoluta. Cuanto, fuera del círculo invisible de esa verdad
divina, puede ser en el mundo jo e invariable, lo reconoce y acepta
por instinto y por raciocinio el bando que, al tomar por guía de sus
pasos y de sus teorías las leyes de la religión, de la losofía y de la histo-
112 Palabras de don Juan donoso Cortés, marqués de Valdegamas; colección escogida de sus obras,
publicada en 1848, tomo I, página 41, nota.
113 Palabras del mismo señor, loc. cit., p. 43, nota.
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ria, reconoce y acepta los únicos legítimos orígenes de la certidumbre
y de la creencia.
¿ué juicio han formado de las ideas y de los partidos los que ima-
ginan ser cualidad esencial de las unas y de los otros la inmovilidad?
Dudamos que hayan acertado a comprender el verdadero sentido de
la historia si por ventura la han leído.
Imagínese un hombre inmortal que, nacido a la aparición del cristia-
nismo, lo haya acompañado hasta hoy y deba acompañarlo constante-
mente en su glorioso viaje civilizador y regenerador por todo el ámbito
del mundo. Este hombre, penetrado del espíritu evangélico y marchan-
do por el camino del apostolado, fue cristiano y demócrata al predicar
la abolición de la esclavitud; cristiano y demócrata al aceptar como un
progreso el cambio de la esclavitud en servidumbre; cristiano y demó-
crata continuó siendo al promover el establecimiento de los gremios in-
dustriales, aurora de la libertad del trabajo; como cristiano y demócrata
los destruyó sacando de tutela al estado llano; cristiano y demócrata es
hoy abogando por la emancipación del proletariado, consecuencia ge-
nuina de la libertad de industria; cristiano y demócrata se, nalmen-
te, cuando, una vez resueltos los problemas que hoy agitan el mundo,
contribuya a armar y desenvolver las grandes conquistas que nos han
legado en herencia preciosísima las revoluciones anteriores.
¿Ha sido inconsecuente ese hombre al variar de opiniones y de
ideas al paso que la humanidad entraba en años, que la ciencia se per-
feccionaba y que nuevas necesidades nacían y se desarrollaban en el
seno de la sociedad? Ese hombre no ha sido más que el compañero
de la historia y la personicación del espíritu divino que la guía. Ese
hombre es la Civilización. Ese hombre es a la par el Progreso y el par-
tido que lo representa y lo realiza.
¡Imposible que un partido se divida siendo oposición! ¡Pues qué!
¿No es cualidad inherente a la oposición el continuo movimiento? Y este
movimiento, ¿ha de reducirse por ventura a una agitación estéril, febril y
peligrosa, hija de la ambición más que de la inteligencia? ¿No se asimila
ésta las reformas útiles de todos los países? ¿No compone y descompone
incesantemente los sistemas siguiendo la ley invariable de su naturaleza?
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Los partidos inmóviles son partidos condenados a dejarse arrastrar
sin posible resistencia, primero al retroceso, y después a muerte vio-
lenta; siempre a impulso de circunstancias que no les es dado prevenir,
ni modicar, ni contener. Los partidos que progresan viven, porque
toman sucesivamente las formas que la Civilización reviste y que los
pueblos apetecen.
Ejemplos de propios y de extraños conrman esta teoría. Desde
muy antiguo, en efecto, existían en el partido liberal dos fracciones de
origen común al principio, que partiendo de un mismo punto y en la
misma dirección, se diferenciaban, sin embargo, en la mayor o menor
celeridad de sus movimientos. Estas dos fracciones fueron los “exal-
tados” y los “moderados”: éstos, representantes del orden existente;
aquéllos, representantes de lo futuro. Pero como la humanidad no se
detiene en su marcha, llegó un tiempo en el cual dejó el partido mode-
rado de representar lo presente, y empujado por nuevas necesidades,
nacidas al calor e impulso de nuevas ideas, volvió la vista atrás en lugar
de mirar adelante, y se convirtió, primero en partido “conservador”, y
sucesivamente en partido de reacción, de retrogradación y de inmovi-
lidad. De entonces data la muerte moral del antiguo partido modera-
do; de entonces la división que lo mina y que lo hará desaparecer muy
en breve de la escena política para hacer lugar a otro partido modera-
do salido del seno del antiguo partido progresista.
Una transformación muy análoga a la que entre nosotros está en
fárfara, o quizá empollada, se ha realizado en otros países. ¿Son acaso
los “Torys” y los “Whigs” del Reino Unido hoy día lo que ya fueron
respectivamente en tiempo de Cromwell y en 1688? ¿Eran los “con-
servadores” y los “liberales” franceses en 1847 lo que de 1789 hasta la
restauración de los Borbones? ¿uiénes componen en Francia hoy el
partido moderado? Los hombres de la antigua “izquierda” y de la an-
tigua “extrema izquierda”: iers y Barrot, por ejemplo, a cuyos golpes
vino a tierra, primero la monarquía “legítima” de Carlos X, y luego la
monarquía “electiva” de Luis Felipe. ¡Oh, admirables arquitectos de
gobiernos! ¡Siempre construyendo con huesos de muertos! ¡Siempre
amasando cenizas y haciendo guras de barro!
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Tal es, sin embargo, la marcha natural y lógica de los partidos en el
campo de la política; tal la de la humanidad en el vastísimo teatro de
la historia.
Y no se atribuya la necesidad de semejante reconstrucción de los par-
tidos de España a los sucesos que en el año último han cambiado la faz de
Europa; ni se crea tampoco que el bando progresista obra, como lo hace su
adversario, por manía de servil imitación. Nada es más falso. Mucho antes
de la Revolución de Febrero existía aquella necesidad y se había recono-
cido y publicado en altas voces por los hombres de más valía que cuenta
en su seno el partido progresista; mucho antes que nadie pudiese imagi-
nar siquiera que se hallaba tan próxima aquella revolución, escribimos
nosotros en nuestra bandera la palabra D, y estableciendo
su derivación del cristianismo, aspirábamos a fundar la idea que contiene
sobre los tres dogmas evangélicos que vino después a proclamar la Repú-
blica. ¿Dónde está, pues, la imitación? A este cargo sin sustancia que con
frecuencia dirigen al nuevo partido democrático sus adversarios de todas
layas, contestamos de una vez para siempre: “leed el primitivo prospecto
de El Siglo, publicado el día 5 de diciembre de 1847”.
De todo lo cual resulta, que las divisiones del partido moderado
son un síntoma seguro de su próxima disolución, al paso que las del
partido progresista revelan su fecundidad, su lozanía y los abundantes
gérmenes de vida que encierra en sus entrañas.
También se habla de ambición y se susurran recatada y maliciosa-
mente los conceptos de falta de merecimientos personales y de inex-
periencia.
¡Ambición! ¿Cómo la tendrían hombres que como nosotros no
aspiran a más inuencia que a la que puede conquistarles, en un país
ahora indiferente a todo y demasiadamente desengañado o apático, la
discusión de ideas y principios? ¿Cómo la tendrían tampoco los cua-
tro diputados demócratas, que al separarse del resto de la minoría pro-
gresista del Congreso en puntos graves de teoría y de gobierno prácti-
co, han renunciado por el mero hecho a toda esperanza de alcanzar en
nuestro tiempo el Poder; han prescindido, por puro amor a la verdad,
de consideraciones graves de afecto y conveniencia; y, nalmente, se
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han expuesto a sabiendas y de buen grado a los innumerables sinsa-
bores que trae consigo, ofendiendo las preocupaciones reinantes, la
proclamación de toda nueva doctrina?
Mil veces lo hemos dicho, y al repetirlo creemos ser órganos eles
de los sentimientos de esos cuatro dignos y valerosos diputados: la di-
visión de la minoría progresista en dos parcialidades no da derecho de
mando a los más jóvenes, ni priva de él a los ancianos. Al jefe de éstos
decimos: “tú eres el primogénito”; y al jefe de aquéllos: “tú eres el ser-
vidor del primogénito.
Los corazones ardorosos llenos de fe y de esperanza que en alas de
las ideas emprenden el camino misterioso de lo futuro, llevando por
guía la lógica de los principios, más dignos son de compasivo respeto
que de animadversión rencorosa. “Ellos no verán el fruto del árbol que
planten sus manos. Trabajadores gratuitos en ajena heredad, echan al
surco la semilla que otros ven desarrollarse, crecer y medrar en prove-
cho propio. De ellos son las fatigas, el sudor, los dolores; para ellos es
la risa de los incrédulos, la befa de los enemigos fanáticos, la tortura
del alma, el suplicio del cuerpo; a otros pertenece el poder, la riqueza,
la gloria. ¡Así viene siendo el mundo desde el nacimiento de la huma-
nidad! Por lo común el que redime perece. Toda idea que hace su apa-
rición en el mundo, dice al que primero la reconoce, la promulga y la
deende: “coge tu cruz y sígueme”. Los hombres casi nunca bendicen
y veneran en sus bienhechores sino las cenizas de sus mártires.
Así que, los jefes del partido progresista hasta ahora reconocidos,
no han dejado de serlo porque la ruptura se haya realizado, ni están
desposeídos de los derechos que puedan tener al Poder en el curso
ordinario de las cosas. De ellos es la experiencia consumada; de ellos la
gloria de los pasados sufrimientos; de ellos el mérito de las conquistas
que ha hecho la libertad en nuestro suelo. La justicia, la gratitud, la
tranquilidad del país, que pide suaves transiciones de partido a par-
tido en el gobierno para evitar trastornos peligrosos; todo les hace
dignos del puesto eminente que ocupan y del respeto que amigos y
enemigos les tributan. ue los ancianos triunfen, pues, y reinen en lo
presente: a los jóvenes que de ellos, sin abjurar del dogma, se separen,
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tan sólo lo futuro pertenece. Por donde se ve hallarse éstos colocados
de tal manera que, después de renunciar a toda idea de dominio, se
constituyen en la obligación de alcanzarlo para otros.114
Muy humildes somos y muy escasos de merecimientos nos vemos.
uizá por esta razón hacemos lo que hacemos, buscando desintere-
sadamente la verdad y con buen ánimo diciéndola a amigos y a ene-
migos, sin más expectativa que el cobarde e ingrato abandono de los
unos y las persecuciones de los otros. No se necesita ser gran personaje
cruzado ni encintado para tener razón, siquiera en ocasiones conven-
ga serlo para subir el precio de ella, para levantarla muy en alto, exten-
derla y propagarla. Pero también a las veces no tiene peores enemigos
la verdad que esos magnates orgullosos, muchos de los cuales llevan
por gala el sambenito de una reputación usurpada y de muy equívocos
servicios; que todo se compra y con todo se traca en estos calamito-
sos tiempos que alcanzamos, y así como con el sudor, con el enten-
dimiento, el alma y la vida de los pobres. Y luego, ¿a qué hablarnos
de merecimientos? ¿Hemos por ventura pedido favores o mendigado
recompensas? ¿A qué puerta hemos llamado solicitando protección
para nuestras personas ni recomendación para nuestras obras? El mé-
rito que tengamos, chico o grande, no lo hemos puesto en almoneda;
ni sabe nadie, gracias a Dios, el precio de nuestra conciencia ni el de
nuestras opiniones. Bien podrían los que tanto vociferan los mereci-
mientos propios y tanto alquitaran los ajenos, adquirir uno que les
114 Mucho tardan en nuestro sentir los cuatro diputados firmantes del programa de 6 de abril en
explicar ante el público la historia de este célebre documento. Porque, prescindiendo del estado
de la opinión, de la necesidad que había de formular la idea democrática y de cuantas excelentes
razones generales justifican el paso dado por ellos; prescindiendo de todo esto, repetimos, por
fuerza han de existir, al lado de aquellos motivos generales y abstractos, otros concretos y perso-
nales que convendría explicar para conocimiento y provecho de todos. ¿Cómo ocurrió la idea de
aquel programa? ¿Qué hechos lo prepararon? ¿Qué generación dialéctica tiene? Ese programa,
¿existe sin antecedentes, solo y de por sí, o es la antítesis, digamos, de otro que debió publicarse
a un mismo tiempo? Y en este caso, ¿por qué ha visto la luz el uno y no el otro? Todo esto, y lo
más que pueda haber capaz de ser comunicado sin indiscreción, quisiéramos saber; y en decirlo
creemos que hay hasta cierto punto obligación de parte de los señores riVero, ordás aVeCilla,
puig y aguilar, mayormente después de lo mucho que de ellos y de su programa se ha hablado,
tachando no pocos de imprudentes a la obra y a sus autores. Completamente absueltos, como lo
están, a nuestros ojos, quisiéramos que también lo estuvieran a los del país.
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falta y que vale por todos ellos; el de dar la mano de amigo sincero
y valeroso a la propagación de los buenos principios, pagando así al
país el rédito de la reputación que les ha dado; pero no lo harán: que,
según ellos, el decir la verdad es ocio bajo, propio tan sólo de los que
no tienen, qué perder.
¡La juventud, decís! La juventud, demócrata por su naturaleza en
todas partes y en todos tiempos, aquí, generalmente hablando, no lo
es: la juventud, de suyo espiritualista, se ladea en nuestra España a la
indiferencia en materia de religión, al escepticismo en losofía, a la
inercia en política; caminos todos del ateísmo político, losóco y
religioso: la juventud, conducida por su propio instinto a desear y a
promover el progreso de cuanto hay grande y generoso en el mundo,
¿por qué se ha arrojado en brazos del materialismo infecundo que nos
corroe? ¿Por q?
Vosotros podéis decirlo, hombres de consumada experiencia, ilus-
tres varones que habéis regido o pretendéis regir los destinos del país:
¿qué habéis hecho? ¿ué pretendéis hacer? ¿ué cuentas podéis dar
de la libertad, de las reformas útiles, de la extirpación de los abusos, del
alivio de las cargas públicas, de la instrucción del pueblo, de la purica-
ción de las costumbres, de la prosperidad de la Iglesia y de la religión,
de las creencias del poder, de la ventura, de la gloria de España? Vuestra
gobernación ha cambiado las armaciones en negaciones, la fe en du-
das, el movimiento en inmovilidad, el poder en tiranía, la libertad en
revoluciones, las revoluciones en motines, la luz en tinieblas. Esto habéis
hecho en orden a lo pasado: ¿qué pensáis hacer en orden a lo futuro?
¿Reprimir? La represión violenta no es más que un paliativo revolucio-
nario. ¿Vivir de día en día a lo que den de sí las cosas, navegando en el
mar de los tiempos sin brújula ni velas, a Dios y a la ventura? Pues enton-
ces, ¿dónde está vuestra sabiduría? Para marear de este modo, el último
y más ignorante marinero de la tripulación puede ser piloto. Y luego:
¿ignoráis que en épocas de crisis y revueltas, el peor de todos los sistemas
es no tener ninguno? Vamos, señores: que la luz os dé por un instante
siquiera en el rostro; la sombra no es buena sino para engendrar, a una
con la ociosidad, los malos deseos y las malas intenciones.
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Harto se han prevalido la ignorancia y la mala fe de la diferencia de
pareceres que existe en el seno del partido progresista, para que noso-
tros, y cuantos con nosotros se interesan por su bien y por su honor,
no nos alegremos de verle abandonar la senda trillada por sus adversa-
rios, elevándose sobre ellos a toda la altura a que la razón y la ciencia
están sobre el error y el empirismo.
El partido democrático tiene comunes con él las tendencias, los prin-
cipios fundamentales y el espíritu: mejor dicho, la sustancia y el nombre.
No lo rompe ni lo destruye; sino que lo estrecha y lo avigora. No lo
circunscribe: lo ensancha. No lo oscurece: lo explica.
Grande, inmenso bien es la unión de todos los individuos de un
bando político, cuando ella puede alcanzarse sin perjuicio de progreso
de la doctrina, ni del ensanche que reclaman las necesidades creadas
por el tiempo en el estado político y social de las naciones porque no
puede ser progresista quien renuncie al progreso; quien detenido en la
ancha vía que recorre la humanidad ansiosa de llegar al término de sus
destinos, declare nula la ciencia, infecunda la verdad y falsa la historia.
El partido democrático desea esa unión y aún la cree asequible,
con tal que todos se presten de buena fe a un estudio detenido cuyo
objeto sea: primero, enumerar por completo los principios fundamen-
tales del común símbolo político; segundo, determinar, en vista de las
circunstancias especiales del país y las generales de Europa, hasta qué
punto pueden recibir esos principios en nuestro suelo una aplicación
lata, o en qué grado restricta, de sus consecuencias necesarias.
Todavía aspira a más y promete más el partido democrático; pues
arma: que hay un centro de unión, un foco donde se confunden y
nan los principios del bando progresista y los suyos propios (prin-
cipios salidos de una misma idea madre); y que existe un lazo que ata
estas diversas ramas a su tronco primitivo; una razón superior que da
ordenamiento a doctrinas hasta hoy dispersas y extraviadas; una con-
cepción sintética que restituye a su conjunto la unidad losóca que
ha menester para vivir como sistema en la región de la teoría y para
existir como fuerza en la región de la práctica.
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Ahora bien; ¿en qué ofende el partido democrático con semejante
pretensión leyes divinas ni humanas? Ni predica la impiedad, ni ape-
llida insurrecciones, “ni pone Rey ni quita Rey; pero sirve a la Verdad.
¿De qué manera? Por medio de la discusión, a la que podemos aplicar
con más propiedad que al pobrísimo diccionario de nuestra riquísima
lengua aquel lema ahumado de su portada: limpia, ja y da esplendor.
Colocada nuestra España por las vicisitudes de los tiempos y por sus
tumultos y revueltas intestinas en situación aislada y subalterna, no ha
podido tomar una parte muy activa ni ecaz en los trabajos con que otras
naciones más dichosas han enriquecido el tesoro de las ciencias. Aquí,
por siglos, vivimos bajo la férrea presión del despotismo, casi completa-
mente separados de los demás pueblos del mundo, indiferentes u hostiles
a los grandes cambios que en ellos realizaba la losofía con el auxilio de
las revoluciones; y mientras duró esa presión, ni nos fue permitido sem-
brar, ni tan siquiera gozar gratuitamente el fruto de lo que otros sembra-
ban en los campos contiguos de la inteligencia y de los hechos. La liber-
tad religiosa, la libertad losóca, la libertad política, todas las libertades
se detuvieron al pie de la falda francesa de los Pirineos, y el pasto sagrado
que ofrecía el estudio al entendimiento y al corazón fue contrabando.
Si algunas almas de buen temple y elevadas bebieron en las fuentes de
la civilización y la cultura extranjeras, lejos de propagar, secuestraron en
estéril provecho propio su peligrosa adquisición, en términos que, fuera
de las producciones puramente literarias en que fue permitido al inge-
nio español lucir con pocas trabas su natural gallardía, apenas si se halla
un gran monumento elevado a las ciencias graves y de aplicación por el
estudio libre y tenaz de nuestros sabios. ¿No sería tiempo ya de apartar,
siquiera fuese un poco y por sólo un instante la vista de libros viejos,
de crónicas y cronicones, de leyendas y otros venerables monumentos
bibliográcos, para jarla con tesón en el gran libro de la historia con-
temporánea y estudiar las vitales cuestiones de que depende la salud y la
grandeza de los pueblos? ¿No es primero echar los cimientos que adornar
la fachada? Nos llenamos de polvo y no queremos que sople el viento.
Ha trocado la nación en nuestra época la pluma por la espada, y
sin espacio ni vagar para dedicarse a las elevadas especulaciones de la
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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ISBN: 978-980-7984-28-7
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losofía, ha aceptado sin examen de manos de extranjeros doctrinas
nacidas de circunstancias especiales, efímeras como ellas, y de todo en
todo inaplicables a países de costumbres, índole e intereses distintos.
¿No sería ya tiempo de tener una Filosofía política nacional?
Permanecer inmóviles mientras los demás pueblos se estremecen y
agitan; contemplar silenciosos el movimiento ascendente de las ideas
sin favorecer de modo alguno su desarrollo ni aplicación, ¿no vale tan-
to como seguir marchando a retaguardia de las naciones cultas y resig-
narnos a ser dominados por ellas, o a revolcarnos sin provecho en el
fangal de revoluciones superciales e infecundas? En el examen de las
cuestiones generales de nuestro tiempo y en la indagación de los me-
dios más adecuados para aplicar sus resultados cientícos al gobierno
de la sociedad, ¿no hay para todas las naciones civilizadas un interés de
independencia, de sosiego interior y de progreso pacíco?
Tales son los problemas que intentan resolver los programas polí-
ticos cuyo examen hemos prometido, y que haremos inmediatamente.
Todos ellos, conformes en declarar anómalo lo existente, por más que
dieran en los principios, concuerdan y ajustan estrechamente en la
crítica. Todos ellos, armando la irregularidad de lo pasado, esperan
y buscan mejores sucesos en el tiempo porvenir. Finalmente, todos
ellos, ora presuponiendo, ora insinuando la impotencia e incapacidad
de los antiguos prohombres de partido, ponen su causa en manos de
la juventud, apoyo y esperanza de la patria. Ella, en efecto, y sólo ella,
es la que puede, no viciada aún con el contacto del mando, llevar sano
corazón y desinteresadas miras al debate, al estudio y al Gobierno.
En la grande elaboración de la verdad que hace el mundo presente en
provecho del mundo futuro, ella tan sólo depositaria del pensamiento
de las generaciones muertas, sustancia de las generaciones vivientes,
precursora de las generaciones venideras, vehículo necesario de todo
progreso, aliada natural de toda verdad; ella tan sólo, decimos, es la
llamada a conquistar para España la parte que a ésta corresponde en la
opima mies de la civilización y universal cultura de las gentes.
O la verdad no existe, o ella debe surgir de los trabajos del entendi-
miento aplicado a la vida social, bien así como en el orden de las cien-
Programas políticos (1ª Parte) / Rafael María Baralt
415 ISBN: 978-980-7984-28-7
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cias exactas y naturales ha surgido de los trabajos del entendimiento
aplicados al estudio de la vida animal y de las leyes de la Creación. La
crítica es el vestíbulo de la ciencia: no su santuario. Así que, destinar-
la exclusivamente a la demolición de lo pasado sería introducir en la
ciencia la teoría de las revoluciones permanentes, con punto de parti-
da sí, pero sin rme apoyo y sin determinado objeto.
Pero, ¡es tan difícil crear, dicen algunos, y tan costosa la experiencia!
“Nada más fecundo en maravillas que el arte de ser libre, pero nada
tampoco más duro en el mundo que el aprendizaje de la libertad. No
así por lo tocante al despotismo. Preséntase éste frecuentemente como
el reparador de los pasados males, el apoyo del buen derecho, el bácu-
lo de los oprimidos, el fundador del orden público, y los pueblos se
adormecen en el regazo de la prosperidad momentánea que produce.
Despiertan y se hallan miserables. La libertad, por el contrario, nace
de ordinario en medio de las tempestades, se establece penosamente
en lo más recio de las discordias civiles y sólo cuando ya vieja hace
patentes sus altos benecios.115
¡Apartad lejos de vosotros el miedo, entumecidos y cobardes cora-
zones y levantad el vuelo la esperanza!
“No; no puede haber decadencia allí donde fermentan ideas gran-
des y nuevas que sacuden y trabajan la sociedad. Otra cosa temed. ue
cuando en un imperio existe la opresión; cuando se siente; cuando
no se encuentra un fondo nuevo de medios para reformar y corregir;
cuando se van a buscar recursos en un tiempo pasado y perdido, la
verdadera decadencia no está lejos: esa es su era. Poco importa lo que
semejante imperio tarde en caer; pero estad seguros de que infalible-
mente caerá, a poder de una disolución continua.116
115 toCqueVille, De la démocratie en Amérique, tomo II, página 117.
116 Guizot, Cours d’histoire du gouv. représ, tomo I, página 18.
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PROGRAMAS POLÍTICOS
2ª Parte
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419 ISBN: 978-980-7984-28-7
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pRogRaMas poticos
SEGUNDA PARTE
EXAMEN COMPARATIVO DE LOS QUE HAN VISTO LA LUZ EN
ESPAÑA DESDE ENERO DE 1848 HASTA PRINCIPIOS DE 1849.
POR D. RAFAEL MARÍA BARALT. Y D. NEMESIO FERNÁNDEZ
CUESTA.
MADRID.
IMPRENTA DE LA CALLE DE S. VICENTE A CARGO DE D. CE-
LESTINO G. ÁLVAREZ.
18491*
¡ue nadie desespere con motivo de su aqueza, o de la presumida, o
cierta humildad de sus trabajos! Cada uno de nuestros esfuerzos, por
pequeño, por pobre que sea, algo vale y para algo sirve y nos es recibi-
do y contado. Ningún impulso dado se pierde en el mundo, ni deja de
trazar en él su huella; y sólo aquellos no dejan nombre que nada dan
v viven de lo que reciben.
(B.)
1 4° 212 pp. + 2 hs. Anteport.– V. en bl.– Port.– V. en bl.– Texto, fechado el 15 de junio de
1849.– Fe de erratas.
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Reconocer el mal y decir que no hay remedio para él sería blasfemar;
sería caer, por egoísmo o ignorancia, en un fatalismo social idéntico
a ese fatalismo religioso absurdo y bárbaro que rehúsa la medicina y
cierra la puerta al médico porque DIOS ha permitido la dolencia.
Entre la utopía quimérica y la inmovilidad, existe el campo inmenso
de la civilización progresiva que desmontan a la vez y por partes las
generaciones humanas.
(A. G.)
Capítulo i
Programas. De El Siglo (primera época). El de El Siglo (segunda época).
El del Sr. Marqués de albaida. El del señor borrego. El de los señores
diputados de la Extrema Izquierda. El de La Nación. El de El Clamor.
***
Descrita la situación general de las ideas y de los partidos, y demostra-
da la necesidad que tenían las sectas políticas liberales de confesar solem-
nemente sus doctrinas respectivas ante la Nación, ansiosa de luz y de ver-
dad, veamos ahora los diversos programas que han presentado al público
en son de cartas credenciales que las constituyen legítimos representantes
de opiniones y de necesidades existentes, conocidas, premiosas y legales.
En el orden cronológico está el primero el nuestro, porque ya en 5
de diciembre de 1847 sentamos las bases de un plan democrático de
reformas políticas, administrativas y económicas, que hemos venido
desenvolviendo sucesivamente después, así en la una como en la otra
época de la combatida y azarosa existencia de El Siglo. El señor mar-
qués de Ay D. A B publicaron después cada
cual el suyo; luego vio la luz el de los señores diputados demócratas; a
este siguió el de La Nación, periódico levantado sobre los escombros
de El Siglo, pero desemejante de su antecesor en índole y tendencias;
y, últimamente, combatiendo el programa político de La Nación, ex-
hibió El Clamor uno que creemos sea la más completa y ordenada cla-
sicación hecha por él hasta ahora de los principios que sustenta.
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Conocidas ya del público nuestras doctrinas, podríamos excusar una
nueva exposición de ellas aquí; pero conviene, por una parte, presentar
todos los programas frente a frente unos de otros en estrecho espacio y
con el debido ordenamiento, para que puedan ser últimamente compa-
rados; por otra, tenerlos, como si dijéramos a la vista, para el examen que
de ellos, de luego a luego, hemos de hacer; cuanto más que para nosotros
es de suma importancia probar hasta la evidencia, como lo haremos, que
entre la primera y la segunda época de El Siglo no hay en orden a ideas y
principios la menor diferencia; que, lejos de haberla, existe entre ambas
la más apretada y armoniosa concordancia.
programa de el siglo
(Primera época de este diario)
1.– “Nuestro objeto es agrupar la juventud alrededor de una ban-
dera que tiene por mote: C; C; P
C; D. El cristianismo es la fuente de la civili-
zación moderna; el centro de nuestras creencias morales y religiosas;
el círculo (de antemano trazado) dentro del cual se han de realizar
todas las transformaciones progresivas del estado social de nuestro
tiempo; el cristianismo debe ser, pues, y lo será, nuestro punto de par-
tida para construir un sistema completo de doctrina. La ciencia, que
explica, que eleva a principios racionales y da luego aplicación práctica
al cristianismo, será nuestro guía. El progreso, que es a la par la condi-
ción precisa y la forma del desenvolvimiento de las fuerzas activas de
la humanidad, será nuestro medio de acción, y la democracia nuestro
objeto, porque ella «es el último término político de la civilización
moderna», sin por eso negar que en otras épocas venideras, en otras
grandes fases del mundo, se llegue a nuevas formas políticas desco-
nocidas hoy, hasta el término que la Providencia haya señalado en su
innita sabiduría a las trasformaciones y a la vida de la humanidad.
»El carácter de este siglo es el de extender indenidamente la cultura
social, inltrándola, por decirlo así, en todas las clases, desde las más eleva-
das y ricas hasta las más bajas y pobres, «para realizar con el tiempo y con
el auxilio de la razón el dogma de la igualdad y la fraternidad cristiana».
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»No se ha completado aún la evolución social que, partiendo del
cristianismo, debe conducirnos a la democracia como término suyo
necesario, por medio del gobierno representativo; gobierno que es
la forma aceptada y aceptable, porque es lógica, que ha revestido el
Progreso para caminar sin descanso ni n de la actividad humana.
Pero como la razón no puede predecir la época «en que los actuales
sistemas de gobierno se modiquen, a causa de su índole perfectible,
cediendo el puesto al que se funde en las leyes de la genuina índole po-
lítica de nuestra civilización», nuestros esfuerzos deben limitarse: pri-
mero, a respetar lo existente para perfeccionarlo por los medios de la
discusión y del convencimiento (medios únicos legítimos, y por con-
siguiente, únicos progresivos); y segundo, a disminuir, en provecho
de nuestras doctrinas, las resistencias que se oponen a la formación
de una opinión pública fuerte, respetable y verdaderamente nacional.
»Como resortes de actividad sólo admitimos el de la razón impar-
cial y fría, único por cuyo medio nos es dado llamar a nuestros con-
ciudadanos al culto de las ideas, y constituir a este órgano de las ideas
progresistas (El Siglo) en «representante de las verdaderas creencias
sociales, políticas, morales y religiosas de nuestro tiempo». Porque es
preciso desengañarse: el poderío de la acción humana reside entera-
mente en la superioridad de las ideas que dan impulso a los pueblos,
y ese poderío racional es el que está predestinado a dar solución a los
dos grandes problemas que tiene que resolver la civilización moderna
antes de llegar a la fórmula perfecta y completa del n providencial
a que camina. Los dos problemas son: uno, conciliar el elemento del
poder con el elemento de la libertad, porque la libertad sin el contra-
peso del poder es licencia, y el poder sin la libertad tiranía; y otro, me-
jorar el estado presente, y preparar nuevos y progresivos adelantos en
la condición intelectual, moral y material del pueblo menesteroso, sin
violar para corregirla los derechos existentes y sin ofender la propie-
dad, antes por el contrario conrmando y avigorando los principios
en que se funda.
»El Siglo no tiene más ambición que la de acreditar y extender
ideas emanadas «de una doctrina losóca de índole democrática».
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2.– »Ellos en efecto (los periódicos), tomando a su cargo hasta
cierto punto la representación de los intereses provinciales y abogan-
do ante el país y ante el Gobierno por sus mejoras de todo género,
pueden y deben restablecer el equilibrio entre la capital y los demás
pueblos del reino; es equilibrio, verdadera condición de la unidad na-
cional, que cada día más y más tiende a alterarse haciendo crecer de un
modo facticio un miembro del Estado a expensas de la fuerza y de la
vida de todos los demás, y no a semejanza del estómago absorbente de
la fábula, sino a manera de uno de esos vicios morbosos que, llevando
toda la acción vital a un órgano del cuerpo humano, alteran las funcio-
nes de los otros y dan por infalible resultado la muerte.
»El problema de la «unidad social» de España es uno de los pro-
blemas «más democráticos» que pueden presentarse al ejercicio de la
ciencia de nuestros estadistas.
3.– »El cristianismo es, en nuestro sentir, la obra maestra de la ra-
zón, el honor inmortal del género humano, y en un sentido, tan exacto
como profundo, la regla eterna de las inteligencias.
»El cristianismo no puede confundirse con ninguna otra religión:
su carácter peculiar y distintivo es haber determinado y jado de un
modo completo las condiciones esenciales de la vida del género huma-
no y haber resuelto de una vez para siempre el problema de las religio-
nes positivas.
»El cristianismo ha sido, desde hace diez y ocho siglos, y es toda-
vía hoy necesario para conservar y para esparcir entre los hombres las
verdades morales y religiosas.
»Más creemos: creemos que el cristianismo es la fuente de la civi-
lización moderna y que «contiene en su seno la semilla de la transfor-
mación social» que ha de terminar la época que atravesamos, y «cuyo
último punto de expansión es la democracia».
»Fácil es, pues, comprender que los que tanta y tan justa importancia
conceden a la divina religión del Crucicado, no pueden dejar de dar una
muy principal a sus ministros. Ellos, en efecto, si no nos equivocamos, es-
tán llamados a asociarse al movimiento de las inteligencias para contener-
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las y dirigirlas, huyendo de arrojarse al través de ellas para contrariarlas, y
también de confundir en su reprobación los errores pasajeros de los hom-
bres con la causa eternamente respetable y santa de la losofía.
»El clero, en efecto, serviría mal al cristianismo colocando a éste en
oposición declarada con las nuevas necesidades de la sociedad y con los
progresos que el tiempo ha sancionado. La fe no puede separarse nunca
impunemente de la ciencia; y a la Iglesia, antes que maldecir la losofía,
le conviene regenerarse en sus fuentes, como lo hicieron San Agustín
respecto de la losofía de P, S T respecto de la de
A, B y M respecto de la de D-
. Cada paso que dé el clero alejándose del nuevo espíritu que,
desde hace tres siglos, ha penetrado en Europa, lo apartará de las fuentes
mismas de la vida y preparará al catolicismo un aislamiento intelectual
más peligroso mil veces que las persecuciones que azotaron su cuna.
»No, el ocio del clero es conciliar; pero conciliar avanzando, no
retrocediendo. Si el a esta máxima se pone a la cabeza de las nuevas
generaciones para dirigirlas, en nombre y por autoridad del cristianis-
mo, por el camino progresivo de la civilización, el triunfo de ésta será
su triunfo y las bendiciones de la humanidad su recompensa.
»Una cuestión grave, que todos conocen, se agita hoy (1847) en-
tre la S S y nuestro gobierno; cuestión en la cual se hallan
profundamente interesados el clero y Estado. Nuestra opinión acerca
de ella no puede ser dudosa, sabiendo que profesamos «en toda su
latitud» el principio «de la completa separación del uno y del otro, en
términos de considerar al primero como un miembro o una rueda tan
solo del segundo, para los efectos sociales, y como una función sepa-
rada y distinta en los negocios religiosos». Con esto, y con saber que
para nosotros la doctrina «de la desamortización civil y eclesiástica
no admite excepciones», creemos indicar bastantemente el sentido en
que juzgamos conveniente resolver la cuestión de Roma.
»Pero esta resolución contiene un dato fundamental en que estri-
ban principalmente las dicultades con que se ha tocado: este dato es
la subsistencia segura y decorosa del clero. He aquí, lisa y llanamente,
expresada nuestra opinión en este punto:
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»Creemos que deben establecerse diócesis en cada una de las pro-
vincias; que los prelados y las iglesias catedrales deben ser sostenidas
por los fondos provinciales y los párrocos por los ayuntamientos.
4.– »¿Corresponde el contingente de nuestro ejército al estado de
nuestras relaciones exteriores y de nuestra situación interior? ¿Es con-
secuencia lógica de él?
»¿No hay medio de satisfacer la necesidad que se tiene de ejércitos
permanentes, resolviendo al mismo tiempo el problema de que ellos pro-
duzcan lo que cuestan y sean también un medio poderoso de civilización?
»Un buen sistema de aplicación del ejército a los grandes trabajos
de utilidad pública; «la abolición de las quintas y un nuevo sistema de
reclutamiento»; un nuevo sistema de instrucción y el establecimiento
de cajas de ahorro para la clase militar, ¿no resolverían los extremos
propuestos en el problema anterior?
»¿No serían, cual debieran, más útiles los ejércitos permanentes, si
presidieran a su organización los principios siguientes?
»Primero. Una parte «activa» y otra de «reserva».
»Segundo. Demasiado numerosos, o muy débiles, son igualmen-
te peligrosos para el orden y para la paz. Si lo primero, despiertan la
desconanza; hacen suspicaces a los partidos y les inspiran el hipo de
exageradas garantías legales; exponen a los militares a la ojeriza del
pueblo, que los paga, a los debates injuriosos del parlamento, que los
teme, y tiene por resultado nal indisponer la tropa contra las insti-
tuciones representativas, animarla de un espíritu de preponderancia
y orgullo insufribles e inspirarle la idea de que es una casta diferente
y superior al resto del país. Si lo segundo, dan ocasión a desprecio y
suscitan agresiones temerarias e injustas.
»Tercero. La fuerza más grande y ecaz de una nación consiste en la
conanza que tiene de sí misma y en el respeto que inspira a las demás.
»Cuarto. La fuerza más grande y ecaz de un ejército consiste en
la utilidad de sus servicios y en la superioridad de su instrucción bajo
el doble aspecto del desarrollo de las facultades físicas y de la perfec-
ción de las facultades morales e intelectuales.
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»uinto. El principio sobre el cual reposa la autoridad militar no
debe ser una negación, sino una conrmación del espíritu general de
las instituciones.
»Sexto. El ocial y el soldado deben subsistir honrosamente de su paga.
»Séptimo. Concluido el término de su servicio, y en cualquiera
circunstancia de retiro legal, deben hallar una compensación a sus
fatigas y una muestra de la justicia y la municencia nacional en un
peculio propio que les permita volver con orgullo y con garantías de
moralidad al gremio del pueblo.
»Octavo. La institución de la Milicia Nacional debe ligarse estre-
chamente a la organización del ejército de tierra. Por ignorancia de los
verdaderos principios que deben regir a la una y al otro; por obedecer
ciegamente a las pasiones del momento; por sumisión al espíritu de
rutina que nada inventa; por tener siempre presente lo pasado sin mi-
rar jamás a lo porvenir, y por otras causas que no es de este momento
averiguar, la Milicia Nacional es considerada por sus enemigos como
una superfetación del ejército y como una amenaza del orden.
»En el sistema que nosotros concebimos no será jamás ni lo uno
ni lo otro; será simplemente la escuela del ejército activo y la base de
la reserva; no será un instrumento de gobierno, sino una institución
social; no será un arma de guerra, sino un vehículo de civilización; no
será el padrastro de la fuerza armada, sino su hermana.
»Noveno. La fuerza pública armada es un tridente: el ejército, la Marina
y la Milicia Nacional son sus partes constitutivas y estrechamente enlazadas.
El Ejército, la Marina y la Milicia Nacional son, o deben ser, la expresión de
un mismo pensamiento: aislar sus fuerzas es exponerlas a que la acción de la
una sea contraria a la de las otras y contraria a su mismo destino.
»Las ventajas del sistema que acabamos de bosquejar serían las si-
guientes:
»Primera. Armar en caso necesario 500.000 hombres sin arreba-
tarlos al trabajo y sin dañar a la riqueza pública.
»Segunda. Completar en poco tiempo el sistema de vías de comu-
nicación: caminos, canales, puentes, calzadas, ferrocarriles.
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»Tercera. Poner en el mejor estado posible todas las plazas fuertes
que, después de un maduro examen, convenga conservar.
»Cuarta. Introducir un nuevo plan de acuartelamiento y cons-
truir los edicios que necesite.
»uinta. Construir los que requiere un buen régimen penitenciario.
»Sexta. Resolver en gran parte el problema de organización del
trabajo.
»Séptima. Desembarazar el presupuesto de una tercera parte de
sus gravámenes.
»Octava. Promover el establecimiento de colonias pobladoras en
nuestras provincias.
»Novena. Cambiar la faz del país corrigiendo por industria y ha-
bilidad sus regularidades y defectos.
»cima. Hacer, como hemos dicho más arriba, del ejército com-
binado con la Milicia Nacional, un poderosísimo elemento de fuerza
interior, de pujanza exterior, de cultura, de civilización y de gloria.
»En este punto, como en todo, son nuestros principios duros e
invariables.
»La fuerza militar representa el elemento de la defensa exterior.
»La Milicia Nacional representa el elemento del orden interior.
»La primera es el brazo del gobierno; la segunda es garantía de las
instituciones.
5.– »Ocioso sería detenernos a demostrar (porque todo el mundo
lo sabe y lo dice) el triste estado de la enseñanza pública entre noso-
tros; institución ésta que en toda su escala gradual, desde la escuela de
aldea hasta la Universidad de la Corte, carece de unidad, de sistema
propio ni ajeno, de miras trascendentales y de medios que la hagan
ecaz y provechosa. Sucede con la enseñanza pública en España lo que
con la legislación civil y penal. Gran aparato y armazón de reglamen-
tos y de planes y de reglas, que sólo produce confusión y anarquía.
»A que semejante estado se mejore dirigiremos, pues, nuestros es-
fuerzos, para lo cual compulsaremos y traeremos en nuestra ayuda los
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adelantos que en otros más afortunados países, sobre todo en Prusia,
ha obtenido la enseñanza pública.
6.– »La Benecencia no es solamente una virtud cristiana, es también
una institución social. Si el hombre la debe a sus semejantes, el Estado la
debe a sus súbditos; si el uno cede a los impulsos del corazón y a una obli-
gación religiosa, el otro debe proceder guiado por la necesidad del orden,
por el deber de la justicia y por un principio altamente político.
»En su concepción más lata, la Benecencia abarca un espacio ma-
yor que el que ordinariamente se le concede entre las instituciones pú-
blicas: la Benecencia, en efecto, no se limita al abrigo y sustento del
cuerpo, sino que se extiende al abrigo y sustento del alma. Así, la «en-
señanza gratuita» que debe darse al pobre es tan de su resorte como
el techo que se concede al desvalido y el pan que se da al hambriento.
»¿uién lo duda? La civilización moderna, al devolver al hom-
bre su libertad, y éste, al hacer de ella un uso potestativo, han creado
el pauperismo y el pauperismo la Benecencia pública, cuya legítima
genealogía es como sigue:
»Libertad de industria.
»Primera división de los que poseen el capital y los que sólo tienen
la industria.
»Consecuencia forzosa: propietarios y trabajadores: proletariado.
»Proletariado que se generaliza a medida que crece la población y
se ahorra el trabajo manual.
»Segunda división, pobres y ricos.
»Concurrencia, como ley general de la industria.
»Pauperismo.
»Caridad individual.
»Asociaciones benécas de particulares.
»Benecencia pública.
»La libertad y la industria traen pues consigo la miseria. ¿Destruire-
mos la libertad y la industria para extirparla? ¿Alteraremos siquiera las
leyes en virtud de las cuales han crecido y prosperado hasta el punto en
Programas políticos (2ª Parte) / Rafael María Baralt
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que hoy las vemos? No tal, en nuestro sistema social y político no caben
la destrucción ni la contradicción; cabe tan solo la expansión de lo que
es útil. A este principio, pues, apelamos para corregir los males a que se
mezclan los bienes por ley providencial. Si en alguna parte es exacta la
comparación de la lanza fabulosa de Aquiles, aquí es. La libertad y la in-
dustria no tienen como cualidad inherente la de producir el mal; el mal
viene de que la libertad y la industria no son aún en el estado social de los
pueblos modernos una verdad perfecta. Cuando las trabas puestas por
las preocupaciones, por el interés o por la ignorancia a una y a otra hayan
desaparecido, la libertad y la industria remedian los males que ahora se
les atribuyen, como la lanza del héroe de Homero curaba las heridas que
hacía. Esos males no son, en efecto, obra suya, sino de los gobiernos.
»Nuestro principio es general: la libertad no es un n; es una con-
dición, es un medio. Una vez libre la industria, como lo está, lo que
conviene es organizarla. La Benecencia pública es un paliativo: «la
organización del trabajo es el remedio».
7.– »El progreso en las ideas y el de los hechos sociales que éstas
engendran, considerado por nosotros como principio universal, bajo
cuyo inujo nos proponemos analizar y explicar, no sólo las doctri-
nas, sino también los sucesos que componen la historia de las familias
humanas, las relaciones de pueblo a pueblo y la lucha de los intereses
políticos entre los gobiernos extranjeros, serán tratados en El Siglo
con sujeción al principio del libre desarrollo de las nacionalidades y
al dogma de la fraternidad, que la aplicación del principio cristiano a
las relaciones de nación a nación, tiende a establecer entre los pueblos
regidos por instituciones democráticas.
»No nos alucinamos acerca de lo lejano que quizá se encuentra el
día en que el principio de la fraternidad nacional llegue a dominar la
razón de Estado y a ser la pauta de la política exterior de los gobiernos.
»Si nuestra razón no bastara a hacernos considerar como distante
el día venturoso en que el derecho y la justicia sean la base universal
de las relaciones internacionales, el ejemplo de los extravíos y de las
usurpaciones a que todavía se entrega la democracia moderna en el
viejo y en el nuevo mundo, nos harían cautos y reservados en procla-
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mar como máximas recibidas en la práctica de la gobernación, teorías
cuya general admisión se halla «sujeta a la acción de una propaganda
moral, infalible, pero lenta, que nosotros promoveremos por todos
los medios que estén a nuestro alcance», sin precipitar aplicaciones
prematuras y sin desconocer ni sacricar las dicultades y las imper-
fecciones de lo presente a las esperanzas de lo porvenir.
»De la índole losóca de nuestras creencias se deduce una política
exterior cuya tendencia en Europa es la monarquía constitucional (esto se
escribía a principios de diciembre de 1847), en América la democracia re-
publicana; en Asia la fusión y el hermanamiento del Oriente con el Occi-
dente; en África la inoculación y el proselitismo de la civilización cristiana.
8.– »Como ciertas cuestiones económicas se han elevado en nues-
tro país a la altura de cuestiones políticas, en cuya resolución conviene
ser muy explícitos, concluiremos este prospecto declarando que pro-
fesamos, como verdaderos progresistas, el dogma del comercio libre,
sin por ello excluir la protección a la industria nacional. Siendo uno
de nuestros principios «marchar conciliando» y otro, dar a todas las
cuestiones «una resolución de estricta justicia en lo futuro, y en lo
presente una solución de amigable avenencia», aceptamos el sistema
protector como «medio», no como «n». Los intereses creados a la
sombra de la ley son sagrados: en Economía pública, en Administra-
ción y en Política, éste es el único principio invariable; pero el respeto
a la propiedad legítimamente adquirida no está reñido con el progreso
social, cuyo fundamento estriba en que todas las clases, cada cual en su
esfera, participen del festín de la prosperidad y de la civilización; por
lo cual, ofreciendo a la industria nacional todos los medios posibles de
mejora y perfección, pero distinguiendo entre esos medios los directos
de los indirectos, para señalar un término a los primeros y hacer in-
denidamente ecaces los segundos, creemos, no sólo conciliar, sino
fundir completamente los hoy opuestos intereses de nuestros produc-
tores fabriles y de la nación consumidora de los frutos de su industria.
9.– »La reforma colonial será, por último, uno de los nes prefe-
rentes de nuestros trabajos. No entendemos por reforma colonial el tras-
torno completo de la legislación política que rige en nuestras posesiones
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ultramarinas, hasta el punto de asimilarla a la que con tanta pena se acli-
mata en el suelo de la madre patria; pero por ser opinión nuestra que las
colonias deben seguir gobernadas por leyes especiales, queremos que éstas
se acomoden a sus necesidades y a los intereses de sus habitantes, dejando
de ser, como lo son hoy, un extraño anacronismo. Si las colonias han de po-
seer, según promesa formal de las Cortes, legislación peculiar, déseles una
diferente de la que se estableció en sus comarcas por el tiempo de la con-
quista y en otros posteriores para asegurarla; pues allí no hay ya indios, sino
españoles, hermanos nuestros, iguales a nosotros en derecho, dignos por
mil títulos del amor y del respeto de la madre España. Concediendo, como
es justo, a los gobiernos peninsulares el derecho de ser cautos en la reforma,
les negamos enteramente el de reducirse a una inmovilidad completa, hija
de la desidia o de la ignorancia, pues estamos persuadidos de que nada con-
tribuirá tanto a la perpetuidad de nuestro dominio en las colonias como
una bien entendida innovación en el arreglo de los tribunales, en las atribu-
ciones de los ayuntamientos y en las facultades, hoy omnímodas, y cuanto
omnímodas arbitraria, de los capitanes generales. Con esto, con seguir el-
mente el principio del comercio libre, a que deben nuestras ricas Antillas su
prosperidad, con una reforma completa en los aranceles españoles respecto
de los frutos ultramarinos, y con la solución favorable de la cuestión relativa
a las colonizaciones de europeos en las provincias hispanoamericanas, cree-
mos que, si no todo lo que debe algún día hacerse, se hará cuanto en nuestra
época es más asequible por la prosperidad, por el orden y por la civilización
de aquella importantísima porción de la Monarquía.2
Fijado así el punto de partida en el corazón mismo del sistema de-
mocrático, siguió El Siglo explanando y defendiendo con su valor y
constancia acreditada los principios cardinales que de él sanamente se
deducen; y si claro, explícito y terminante había sido en su prospecto,
más y más lo fue en los artículos que sucesivamente destinó a comen-
tar las doctrinas de su escuela. Vamos a verlo.
“La organización provincial y municipal, decía en su segundo nú-
mero, es defectuosa; la de imprenta absurda; la de la enseñanza públi-
2 Prospecto de El Siglo firmado por Don simón s. lerín como director, y por Don rafael maría
baralt, como redactor principal.
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ca viciosa. «No hay representación propiamente provincial»; no hay
«independencia en el gobierno de los municipios»; no hay condicio-
nes de verdadera libertad y de vida propia en la prensa periódica; la
enseñanza pública, lejos de cumplir su n natural, se aparta de él cada
día más, restringiendo la enseñanza de profesiones y ocios y dando
ensanche a la de ciencias mayores.
»La verdad es que «nuestras instituciones políticas se hallan in-
completas», y están en parte, si no en todo, falseadas.
Y todo porque carecemos de leyes orgánicas conformes a «la ín-
dole del país, a la naturaleza de nuestras necesidades, a las leyes histó-
ricas de nuestro pueblo», y a los principios de la ciencia.3
Para constituirse campeón de la Milicia Nacional no quiso El Siglo
aguardar al día siguiente, sino que el mismo de su aparición esgrimió
la pluma en su defensa.4
“La Milicia Nacional, decía, a más de las ventajas inherentes a la
consecución de sus nes propios, inmediatos, ofrece otras muchas y
de más diverso género en su relación y armonioso consorcio con los
otros dos brazos de la fuerza pública: con la Marina (necesidad per-
manente y en nuestro concepto la primera de España), y con el ejér-
cito (necesidad transitoria que debe ir desapareciendo lentamente a
medida que avance la sociedad moderna en las vías providenciales del
verdadero progreso democrático)”.
Por si no había sido sucientemente explícito en sus opiniones
acerca del clero, añadió: “el cristianismo ha establecido la separación
completa del poder temporal y del espiritual, del Estado y de la Reli-
gión, de la Iglesia y del gobierno civil de los pueblos. Este solo hecho
traza una línea de separación muy visible entre el mundo antiguo y el
mundo moderno.5
3 Núm. 2, art. principal de fondo. (baralt).
4 Tres artículos, escritos por don franCisCo díaz quintero, publicó sobre esta materia El Siglo. La
cita que sigue en el texto, está tomada del núm. correspondiente al 7 de enero de 1848.
5 Núm. del 28 de enero, segundo artículo editorial, escrito por don niColás maría riVero. Como
colaborador que fue de El Siglo en su primera época, y desde su creación, corresponde a este
sujeto una parte en el merecimiento o en la responsabilidad que puedan tener las ideas emitidas
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Acerca del principio de la soberanía del pueblo; del progreso as-
cendente de la idea democrática; de la Reforma Social, abocada a es-
tos tiempos, y de la naturaleza transitoria del gobierno representativo,
véanse, casi sin excepción, todos sus números.6
“Nosotros, que “por ahora” somos en España monárquico-constitu-
cionales, dijo El Siglo varias veces con gran escándalo de sus adversarios.
No olvidó tampoco aquel periódico la debatida cuestión de saber
si entre el partido moderado y el progresista hay diferencia de doctri-
na, o si tan sólo disparidad en la conducta y en los planes de gobierno.
Antes de ahora, dijo resolviendo el problema, hemos demostrado que
entre los dos partidos liberales españoles media un abismo; que no una sim-
ple diferencia de método, de sistema o de conducta. Aunque ambos tuvie-
ran en cierto tiempo un origen común, hoy se hallan tan distantes como el
cielo de la tierra, y mal puede sostenerse que hay entre ellos, no ya identidad
de principios, pero ni tan siquiera anidad, ni analogía. Lo que hoy existe
entre los principios y las doctrinas de uno y otro es oposición completa.7
Pero la cita que vale por todas; la que en pocas palabras descubre
el sistema cabal de aquel periódico, la fuente de sus doctrinas, y aun el
objeto nal de sus aspiraciones; la cita, en n, que más patentemente y,
como si dijéramos, de relieve, pone la absoluta identidad de sus teorías
de entonces y las posteriores, es la siguiente:
Tomando por punto de partida en el sistema de nuestras opi-
niones el Cristianismo para llegar a la Democracia, admitimos en
principio y en teoría, siempre a condición de respetar lo existente,
los mismos dogmas y las mismas ideas que sirven de fundamento a la
República de la Unión y a la nueva república francesa. Como ellas, y
apoyándonos en el principio cristiano de la Emancipación, y de su in-
mediata consecuencia la Soberanía Popular, miramos como «térmi-
no», más o menos lejano, pero «infalible» de la civilización moder-
por dicho Diario durante aquel período de su existencia.
6 Principalmente los de 2 de febrero de 1848 (contestando a La Esperanza), 5 y 8 de marzo del
mismo. La cita que sigue en el texto, es tomada de éste último número. (baralt).
7 Núm. del 9 de marzo, y en los de 6, 9, 12 y 16 de enero los artículos del señor baralt titulados:
“El ministerio, la mayoría y el partido progresista”.
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na, la Democracia con su «voto universal, su igualdad necesaria y la
condicional, la libertad completa de cultos, la libertad de la prensa, la
elección aplicada a todas las funciones públicas, el trabajo asegurado
a todas las clases sin perjuicio de la propiedad y de los derechos de la
familia, el jurado aplicado a todos los juicios; en n, cuanto constituye
la Democracia o fraternidad universal.8
Verba olant, scripta manent. Contra texto tan explícito no vale
inventar efugios, ni hacer distinciones, ni sutilizar el ingenio buscando
reservas casuísticas. El Siglo pide para lo futuro el cumplimiento del
principio socialista de la organización del trabajo; pide la emancipa-
ción completa de la conciencia; pide la aplicación absoluta del dogma
electivo, que es el dogma fundamental de la democracia; pide el siste-
ma federal de Estados nacionales dentro de un mismo territorio inde-
pendiente; pide, en n, la organización política y administrativa que
hoy prospera y resplandece en la Unión Americana. Pídelo todo, es
verdad, para un tiempo por venir, remoto, oscuro, inmensurable; pí-
delo sólo en principio, como texto de discusión y asunto de polémica;
pídelo acompañado de todas las condiciones de legalidad y de pacíco
progreso compatibles con el orden de cosas existente y resistente; pí-
delo, nalmente, haciendo previa abjuración de intentos y miras ile-
gales, y ando únicamente en la civilización y en la voluntad de D
para el triunfo de sus ideas favoritas. Pero es el caso que lo pide, y no
necesitamos más nosotros para dejar, como prometimos, demostrado,
que cuando otros han variado de opiniones, hemos conservado acá
los nuestras. Esto por una parte; y, por otra, que sin dejar de profesar
las doctrinas de su primera época, El Siglo de la segunda ha hecho a
las circunstancias calamitosas del tiempo y de nuestra patria más pru-
dentes concesiones y menos absolutas exigencias. A nadie censura-
mos, porque a todos concedemos el derecho de modicar sus ideas
en consideración al estado particular de cosas y hombres en épocas
determinadas; pues siendo la sociedad el teatro donde se realizan las
concepciones humanas empleando como instrumentos a los hombres
mismos, forzosamente la condición mudable de éstos ha de inuir en
8 Núm. del 5 de marzo. (baralt).
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la aplicación más o menos lata de las otras. Pero si a nadie censuramos
porque, mudados sus pareceres, haya mudado igualmente de conduc-
ta, ¿qué razón hay para que, menos bien y con menos justicia tratados,
se nos reprenda por haber hecho un uso diferente de nuestra libertad?
uédese, sin embargo, esto aquí; y para no volver nunca más a enojo-
sos recuerdos de la inconsecuencia de amigos queridos, pongamos a la
vista de nuestros lectores el segundo programa de El Siglo. Su simple
lectura les manifestará la relación lógica, estrechísima que tiene con el
primero y la absoluta identidad democrática de entrambos.
programa de 27 enero de 1849
(Segunda época de El Siglo)
“Nosotros, decíamos, aludiendo a la ruptura política que por en-
tonces se anunciaba entre los diputados de la minoría progresista del
Congreso; nosotros, que no reconocemos más inuencia que la de los
principios ya bien claramente enunciados en el prospecto primitivo
de El Siglo y en publicaciones posteriores, creemos conveniente re-
producirlos aquí en forma más explícita, tanto para dar una prueba de
consecuencia, cuanto para colocarnos con tiempo, respecto del futuro
debate y de sus mantenedores, en el puesto que debemos ocupar.
»Estos principios son:
»1°. Inviolabilidad de la familia.
»2°. Respeto a la propiedad.
»3°. Ejercicio de todas las libertades: la de imprenta, la de concien-
cia, la de enseñanza, la de industria, la de asociación, la de reunión,
la de Bancos, la de comercio, nalmente, sin excluir un plan de pro-
tección «gradual» y «temporal» a los intereses que la industria ha
creado a la sombra y con la protección de la ley.
»4°. Arreglo de las relaciones de la Iglesia y del Estado bajo la base
de su respectiva independencia, y hasta que semejante arreglo se reali-
ce, subvención decorosa de los párrocos por los Ayuntamientos y del
alto clero por las Provincias.
»5°. Modicación de la llamada centralización administrativa hasta
hacerla compatible con la vida propia de los Municipios y Provincias.
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»6°. Organización democrática de los unos y de las otras.
»7°. Sistema electoral fundado en la jerarquía de las divisiones te-
rritoriales que posean autonomía.
»8°. Voto electoral concedido sin sujeción a censo y con las solas
restricciones que aconseje la situación social y política del país.
»9°. Sistema legislativo que represente en el Estado el principio
popular por un lado, y los intereses provinciales por otro.
»10°. Milicia Nacional establecida de tal modo que sirva de nú-
cleo al ejército activo y de base al de reserva.
»11°. Equilibrio entre los gastos y los ingresos por medio de cuan-
tas economías sean compatibles con el servicio público. Reforma ad-
ministrativa.
»12°. Omnipotencia del Poder Civil.
» 13°. Reforma colonial.
»Cualquiera que sea la manera de pensar de algunos acerca de las
deducciones lógicas de la idea democrática, y el juicio que tengamos for-
mado sobre sus destinos futuros, los principios emitidos son los que «en
el desenvolvimiento legal y pacíco de las instituciones actuales de Espa-
ña», pueden ser a ella aplicables en un período más o menos dilatado.
»Así, a lo menos, sinceramente lo creemos.
programa del señor marqués de albaida
“¿       ?” A exa-
minar esta cuestión fue conducido el marqués de Albaida en 1847 por
el convencimiento que tenía de estar próxima la comparecencia ocial
de aquel bando político en las regiones del gobierno; convencimiento
originado del estudio de los síntomas del tiempo y de la inhabilidad e
impotencia que demostraban en la administración de la cosa pública
las fracciones del partido moderado.
»Los puritanos o conservadores nada sustancialmente han propues-
to para el bien del país, y en más de tres años de quieta dominación las
dos fracciones del bando moderado han sido tan estériles que ni pro-
mesas de mejoras de importancia se han atrevido a hacer, siquiera fuese
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para tiempos lejanos; con lo que han venido a probar ser cierto el dicho
de Balmes que los llama «los hombres del goce revolucionario»”.
Esto que el de Albaida decía entonces, y que entonces era una ver-
dad, y que hoy sigue siéndolo, y que siempre por la cuenta lo será, le
hacía ver como la cosa más natural y asequible del mundo el adveni-
miento del partido progresista; cuanto más que, según puede colegirse
de algunas frases suyas, mediaban por aquel tiempo tratos, ajustes o cosa
semejante entre la Corte y sus prohombres: los cuales, o medrosos, o
impotentes, o tibios, se retraían de acudir a llamamientos, o de dar oídos
a insinuaciones, muy bien hallados sin duda con la pacíca lumbre del
hogar doméstico para arrostrar de buen grado el fuego griego de los mi-
nisterios públicos. “El sistema político no es el n, prorrumpía el cando-
roso y desinteresado patriota, sino el medio de llegar a un buen sistema
económico y social; verdad ésta muy olvidada del partido progresista a
las veces, con lo que se explican sus desastres anteriores. Y de aquí que al-
gunos, preocupados con lo pasado, digan hoy que no deben encargarse
del poder. Ciertamente si sólo se tratase de gozar las delicias del mando,
del placer de dominar, de vengarse, de vestirse dorados uniformes, de
dar empleos a los amigos, parientes y paniaguados, también yo opinaría
así; mas considerando el poder como una carga y como un deber penoso
que cumplir hacia el país, aun más bien que hacia un partido..., opino y
opinaré que el llamado debe aceptar el mando si sabe y quiere hacer el
bien público, conando en que la nación tomará en cuenta, para juzgar-
le, las circunstancias en que reciba el poder... Temer al pueblo cuando se
vaya directamente y sin género de duda a hacer su bien, cuando no se le
ha temido para exprimirlo y engañarlo en todos sentidos, es un temor
pueril y hasta ridículo que no comprendo, ni he comprendido nunca.
¡Vana exhortación al patriotismo! ¡Inútil llamamiento al valor cívi-
co, el más precioso, si bien el más raro, de todos los valores en nuestra
época de juicios de conciliación y de interpretaciones acomodaticias!
Cómo pasó, quizá para nunca más volver en el orden regular de las co-
sas, aquella favorable coyuntura, todos sabemos; y también cómo he-
mos venido a parar, desde las famosas promesas ministeriales de 1847,
a estas amantes de 9 de junio de 1849, siguiendo, para llegar de un
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extremo al otro de esta larga jornada, áspero y bien tortuoso itinerario.
Engañose, pues, el de A, como todos nos engañamos, creyendo
que una vez siquiera veríamos en España el singular espectáculo de suce-
derse unos a otros los acontecimientos conforme a la lógica de la razón
y del buen sentido; pues interponiéndose los hombres para torcer de su
camino llano y recto las cosas, así las condujeron como en parte hemos
visto, y como sólo la historia podrá decir completamente algún día.
Pero volvamos al programa para decir que éste toma uno por uno los
diversos ministerios de que se compone la complicada armazón de nues-
tro gobierno, y propone para cada cual de ellos ciertas reformas, sin excluir
las políticas ni las constitucionales; como quiera que deteniéndose menos
en éstas que en las puramente administrativas y económicas. Aunque en
España se lee poco y no se aclimatan fácilmente los escritos de este género,
debemos suponer el del Marqués conocido ya lo bastante para ahorrarnos
de extractar todos sus capítulos con demasiada prolijidad, por lo que sólo
haremos sucinta mención de los más principales y que digan relación con
el objeto que nos hemos propuesto tratar en este libro.
El primero y más privilegiado de todos los nes del gobierno es,
con razón, para el Marqués de A, la medra y el alivio de las
clases menesterosas.
Ahora se trata, dice, de que todos, y particularmente los proletarios,
puedan comer mejor y más barato, beber mejor y con más economía, ves-
tirse con más decencia y por menos dinero, y al lograr todo esto, encontrar
trabajo y buena salida para sus productos; aun las clases que pudieran con-
cebir el temor de perder con la nueva revolución económica, ganarán por
el sistema de compensaciones que ha sido el gran pensamiento del último
gabinete británico y que debe aplicarse igualmente a España.
Para ello, el fabricante catalán tendrá que abandonar su medio fa-
vorito de prohibir la concurrencia extranjera; pero en lugar de esta
prohibición estéril, contra la cual lucha victoriosamente el contraban-
do, deberá obtener las ventajas reales de Bancos que faciliten el crédi-
to, y de jornales baratos conducentes a la extinción de los derechos de
puertas y de consumos y a la introducción libre de las materias prime-
ras para el servicio de las fábricas.
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Por donde se ve que abundando en nuestro modo de pensar, la
abolición del sistema prohibitivo no es para el de A un hecho
aislado, ni que pueda proponerse de relance; antes ha de ir precedido
de otras medidas ordenadas y dispuestas de modo que faciliten su es-
tablecimiento, que lo justiquen a los ojos de todos haciendo patentes
sus ventajas y que pongan a cubierto de toda contingencia de daño
los grandes capitales empleados en la industria. Cree el autor que nos
acercaríamos mucho a tan benecioso resultado procediendo a la in-
mediata abolición de las siguientes plagas.
Derechos de puertas en las ciudades; los de consumo en los de-
más pueblos; el estanco de la sal y el del tabaco; el arancel actual de
aduanas; las quintas; las matrículas de mar; los pasaportes y el papel
sellado; los arbitrios y contribuciones de pequeño rendimiento; los
derechos que pagan los frutos españoles en las colonias.
“Respecto de la política, si se adoptan reformas económicas, el
pueblo contento, satisfecho y distraído con ellas, no le dará la impor-
tancia que hasta aquí, ni las que tuvo en las épocas de mando del par-
tido progresista; épocas en las cuales no concedió a su actividad otro
elemento... Sin embargo, es preciso decir la verdad: más temprano o
más tarde, en una forma u otra, la Constitución de 1845 será destrui-
da. Los moderados no respetaron la de 1847 a que tantos elogios pro-
digaron; ¿cómo pueden esperar que sus adversarios respeten su obra?
Creo más, y es que la Constitución de 1847 no será ya aceptada deni-
tivamente por el partido progresista, pues en ella preponderó un deseo
de transacción que no ha tenido cumplimiento. La Constitución de
1812, aunque la más liberal y la mejor vista por el pueblo, fue desacre-
ditada en 1836 por el abandono que de ella hicieron los mismos que le
debían su reputación y su fortuna: creo que tampoco regirá.
»Respecto de la Milicia Nacional, cuestión que tanto asusta a mu-
chos moderados, con ella o sin ella no se librarán de la reacción que
más o menos tarde sigue a todos los excesos, vengan de la muchedum-
bre o vengan de una fracción reducida.
»Vuelvo a decir que las reformas económicas, sobre tener un mérito
intrínseco, podrán paralizar la acción de las venganzas, dar mucho cré-
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dito a los hombres más notables del partido progresista, y ofrecer a los
moderados inocentes de atropellos, desmanes y despilfarros, una coyun-
tura favorable de unirse a los primeros, presentándose con una nueva
bandera económica, cuyo lema podrá ser: E    .
»No quisiera que por haberme ocupado ligeramente en el sistema
político, se creyese que daba poca importancia a la constitución que
debe regir a un país. Por el contrario, creo que inuye mucho en su
carácter, en su moralidad y hasta en su prosperidad; pero los conoci-
mientos acerca del derecho constitucional son más generales en Espa-
ña que las máximas de un buen sistema económico. Pondré aquí, sin
embargo, las bases que debe contener una Constitución-verdad, por
ver si algún día llegamos a tenerla.
»Respeto inviolable a la seguridad individual, o sea libertad perso-
nal del ciudadano.
»Respeto inviolable al hogar doméstico.
»Respeto a toda clase de propiedad.
»Derecho de asociación sin restricción alguna.
»Libertad completa de imprenta sin depósito ni editor responsa-
ble, y sólo sujeta a responsabilidad por calumnia o por injuria.
»Sufragio universal, esto es, derecho reconocido a todo ciudada-
no de designar la persona que ha de ser su representante en la asamblea
que vote las contribuciones.9
programa del señor borrego
Al plan de reformas que propone hace preceder el señor B-
 algunas observaciones generales sobre la dirección probable de las
ideas reformadoras en España, sobre la importancia de recticarlas y
dirigirlas, y por último, sobre el método propio para asegurar todas las
conquistas de la libertad sin incurrir en ensayos revolucionarios. Vamos
a poner a la vista de nuestros lectores algunas de ellas, así para que sirvan
de conveniente introducción al sistema del autor, cuanto por parecer-
nos igualmente aplicables hoy al estado del país, que ya lo fueron por
el tiempo de su publicación en esta Corte. Lejos de haber perdido su
9 Véase el folleto titulado ¿Qué hará en el poder el partido progresista?
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sazón y buena coyuntura con los meses transcurridos, hanlas adquirido
mayores con los acontecimientos de entonces acá sobrevenidos dentro y
fuera de España, pues al paso que las ideas comprimidas cobran fuerza y
estallan en tumultos e incendios allende el Pirineo, aquende, por confe-
sión del gobierno mismo, gozamos el bien de aquel bendito sosiego sin
el cual son imposibles las innovaciones más sabias y prudentes.
Es profundo en el señor B el convencimiento de que las ideas
liberales han seguido en España una marcha progresiva y ascendente des-
de que empezaron a desarrollarse con el alzamiento de 1808; y evidente
también que cuando sobrevinieron los grandes acontecimientos de prin-
cipios del año pasado, el espíritu de libertad se reanimaba y ganaba terre-
no entre nosotros. Añadamos de cuenta propia que lo ocurrido después
no ha debido ni podido hacérselo perder. Por el contrario; alarmado con
los progresos del absolutismo, se avigora e irrita; no satisfecho, se inama;
amenazado, puede recobrar con los antiguos bríos las antiguas armas; ex-
tirparlo es imposible. Otra cosa muy distinta quieren la razón y el buen
sentido: otra cosa, en verdad, desea el señor B.
Desde 1823 acá, según él, las ideas políticas se han visto fatalmente
obligadas en España a tomar un colorido francés, impregndose de
los euvios malignos que nos vienen del lado allá del Pirineo. “¿Habrá
cesado esta inuencia?, pregunta. El poder, que ha contenido entre
nosotros en estos últimos tiempos el desarrollo del espíritu liberal,
¿será igualmente poderoso y ecaz para interceptar el soplo revolucio-
nario que nos viene de aquella dirección?”
Abramos los ojos y veamos lo que en derredor nuestro sucede; lo
que sucede principalmente en los centro directivos del movimiento
cientíco y losóco; en esas naciones que poseen sin contestación
ni rivales el magisterio de las ideas; la preciosa facultad de irradiación
que las extiende; el órgano que las hace circular por el mundo al modo
que la sangre en el cuerpo humano; la palanca que las mueve; la espada
que las saca victoriosas de sus combates incesantes.
Pues si abrimos los ojos vemos que respecto de la organización de
las asambleas políticas, del derecho electoral y de otros principios no
menos importantes, las naciones que tenemos por modelos admiten
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y establecen doctrinas cuya analogía, o por mejor decir, identidad con
las de nuestra escuela de 1812 (doctrinas que han conservado jefes y
secuaces), no puede ser más palpable y evidente.
¿Y cómo no jar seriamente la atención en una coincidencia se-
mejante? Merecedora es ella de un estudio detenido y profundo por
parte de los hombres políticos que rigen al partido dominante y muy
particularmente del gobierno; pues hechos de esta clase, contra los
que nada pueden bayonetas, ni policía, ni fuerza de voluntad, ni ener-
gía de carácter, dicen y hacen temer más del tiempo por venir que lo
que al autor le ha sido dado insinuar.
¿Preveía éste ya en 1848 la guerra de exterminio que debía de-
clararse por el absolutismo a las ideas que deende? ¿Veía ya al ruso
descender del polo? ¿Veía postrarse de hinojos ante el ruso al artero
prusiano, al ambicioso tudesco, al francés inconstante, al piamontés
degenerado, al odioso napolitano, al romano descreído y al español
vanaglorioso? ¿Escribía, por ventura, a la luz de los incendios de Bolo-
nia, de Liorna, de Ancona y de Venecia? ¿Veía los laureles de Terracina
oscurecer con su brillo los de Ceriñola y de Pavía? ¿Columbraba a un
Papa apellidando una cruzada contra Roma? ¿Divisaba a un Pontíce
ordenando el saqueo y la demolición de la Ciudad Eterna?
Observaciones de tal verdad, tan oportunas, tan aplicables a las cir-
cunstancias del día, hay en el escrito del señor B, que ellas so-
las hubieran bastado para hacernos formar gran concepto de sus pren-
das de hombre político, si ya no lo tuviésemos formado de antemano.
“La situación de Europa, dice, incluso España, es tal en la época pre-
sente, que sólo pueden ser conservadores y moderados los más liberales.
Los hombres que se oponen a que los pueblos obtengan las precisas con-
diciones de la libertad, «son los únicos revolucionarios temibles del día».
»Separar a España del movimiento del progreso general en lo que éste
tiene de legítimo, de razonable, de conforme a las necesidades morales y
materiales de la especie humana, es a todas luces un proyecto tan temerario,
que la simple probabilidad de que pudiera prevalecer debe ser considerada
como una calamidad pública y como una ignominia para nuestro país”.
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Creía el señor B próximo entonces el advenimiento del par-
tido progresista al poder, y escribió su libro con el deseo de dar la mano a
reformas asequibles y prudentes, puesta la mira a estorbar que surgiesen
otras, indiscretas o exageradas, el día del triunfo, subyugando el ánimo de
la muchedumbre, y aun revolviendo en su torbellino el buen acuerdo y las
más juiciosas resoluciones de los vencedores. ¡Noble deseo que todavía
hoy y de cada día más deben formar y proseguir los hombres que, con fe en
los principios liberales, tienen por infalible su establecimiento y quieren
prepararlo anticipadamente en los ánimos por medio del debate!
“Jamás ha sido más necesario en un pueblo que actualmente lo es en
España, el trabajo moral e intelectual que recomendamos a sus hombres
públicos, jefes de partido, publicistas y escritores: el de investigar lo que
la nación necesita, lo que propende a querer para remedio de sus males
y a n de tomar su asiento denitivo entre los pueblos cultos y libres.
»La discusión sobre las reformas que nuestras instituciones recla-
man y sobre las alteraciones que a nuestro estado político puede traer
el movimiento general de Europa, es la precaución más saludable y más
ecaz que podemos adoptar contra los inconvenientes de las grandes
turbulencias a que nos vemos expuestos y de las mudanzas que pueden
sobrevenir. Mudanzas que serán ocasión de males y peligros inmensos,
por cuanto no podrán menos de ser hijas de la precipitación con que
en el caso supuesto se trataría de construir un edicio nuevo cuyos
planos no habría aún trazado el arquitecto encargado de levantarlo.
»Las instituciones son para la sociedad el edicio; la opinión pública
el arquitecto. Si un país no inquiere lo que le conviene y no sabe querer
lo que desea, nada bueno debe esperar de sus convulsiones. Mas cuando
se prepara contra las sorpresas, disciplinando los ánimos y cuidando de
reunirlos alrededor de ideas que obtienen el asentimiento general y por
cuyo medio se realice lo que ha sido de antemano reconocido por bueno,
entonces las revoluciones pueden venir cuando quieran, o cuando las pro-
voquen gobiernos ineptos o desatentados; que entonces no son de temer”.
Antes de entrar en materia, hace el autor, algunas manifestaciones
importantes que conviene tener presentes para conocer con jeza la
índole de sus pensamientos y el espíritu de las reformas que propone.
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“¿Ha bastado en Francia, dice, el celo de los hombres monárquicos
para conservar a L F su corona? «El amor hacia las dinastías»,
sentimiento noble cuando nace de afecto personal hacia los príncipes,
ha dejado de ser «una virtud y hasta un deber» en los ciudadanos «de
otra manera que considerando los Tronos como institución». Bajo este
aspecto, la monarquía nos parece necesaria para el buen régimen de go-
bierno en España, y en esta parte nuestras opiniones de ahora son las que
han sido siempre: el Trono es la garantía del orden; pero la garantía del
Trono es la libertad, y desgraciado e insensato quien intente separarlos,
pues la libertad, en último resultado, «se bastaría a sí misma», aunque a
costa de sacricios dolorosos, y el Trono, por fuerte que aparezca, no tie-
ne más vida que la que «le den la voluntad y el sostén de los pueblos»”.
Reprueba el señor B la idea de hacer campo nuevamente
en España a los debates que llama constituyentes, pues tendría a grave
mal que se juntase una asamblea política, ora fuese ésta producto de
revolución, ora de reacción, encargada de redactar una constitución
distinta de la actual, o tan siquiera de alterar esencialmente sus bases.
“Las reformas de que España necesita, dice, pueden salir todas de
unas Cortes ordinarias, y ser objeto de leyes especiales, sin necesidad
de conmover el Estado ni de abrir la caja de Pandora; llamando así esas
constituciones fabricadas en asambleas de legisladores teóricos y de
sectarios entusiasmados.
Amplias, sucientes, capaces de crear y constituir todo lo que en
España puede hoy ser creado y constituido con fruto; capaces tam-
bién de conservar todo lo que puede y debe ser conservado, parecen al
señor B las reformas que propone, siquiera le asalte el temor
de que nuevas cortes elegidas bajo el régimen actual y sus inuencias,
las rechazarían por exageradas, al paso que un Congreso Progresista,
nombrado por consecuencia de una revolución, las calicaría de es-
trechas y aun de retrógradas. No obstante lo cual, discurre y siente
que cualquiera que sea la órbita por donde hagan girar a la sociedad
la Reacción o la Exageración, el término denitivo de todo será venir
a parar en la adopción de un sistema conforme a sus doctrinas; com-
binado el cual con las instituciones que ya tenemos y con una marcha
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gubernativa análoga a ellas, sacará ilesa a España del abismo en que
puede precipitarla la crisis europea.
Esto sentado, y siendo por otra parte evidente que los principios
de la antigua escuela liberal de España, favorecidos por el ejemplo de
otros países, se reproducen ganando terreno y favor, ¿qué debe hacerse
para satisfacerlos en justa proporción y conveniente medida?
El sufragio universal, según el señor B, cuando no se extien-
de a los sirvientes domésticos ni a los que viven de “salarios, cualquiera
que sea la naturaleza e importancia de éstos, es un principio justo, equi-
tativo, liberal, aceptable, pero sólo en los países donde el movimiento de
las ideas, su adelanto y la difusión de las luces, hace que la generalidad
de los ciudadanos sepa hacer uso de los derechos políticos y los aprecie y
reclame. Pero en los países donde como en España el común de las gen-
tes no se cuida de sus deberes públicos, el sufragio universal es un arma
peligrosa, ya se sirva de ella el gobierno, ya la manejen los ambiciosos.
En orden al establecimiento de una cámara única, lo considera
como un retraso en los estudios y progresos de la ciencia política. “El
poder legislativo, dice, concentrado en un solo cuerpo, acabaría por
ser el único Poder del Estado; con él no habría equilibrio ni responsa-
bilidad. Más tarde o más temprano, la asamblea popular sería el sobe-
rano y ejercería un despotismo contrario a la libertad misma.
Rehúsa el autor emitir su juicio acerca de la reforma de que sea sus-
ceptible la Cámara Alta; pero conviniendo en que semejante reforma,
cualquiera que sea, es una necesidad de que no podrá prescindir el
partido progresista, cree, no obstante, asequible realizarla sin destruir
el senado y sin obrar revolucionariamente.
La doctrina de retribuir a los diputados, que en principio ofrece, a
juicio del señor B, incontestables ventajas, aplicada a España,
no se presenta con el mismo favorable carácter, por el peligro inmi-
nente que correríamos de ver ensancharse demasiadamente el elástico
de los pretendientes y acumularse en manos de intrigantes las dietas
del pueblo y las mercedes del poder.
“Difícil es, continúa, haber de ocuparse en cuestiones de reformas po-
líticas que alcancen a la ley fundamental del Estado, sin tropezar con el
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inconveniente de la mutilación que sufrió el principio consignado en la
Constitución de 1837 relativo a la soberanía nacional. Aquella supresión,
hija del amor propio y que a ningún n práctico conducía, encierra quizá
ella sola una revolución; pero como el peligro consiste no precisamente
en que se haya quitado de la constitución la declaración o el precepto, sino
que nace de las cuestiones a que dará lugar el conato de restablecerlo, por
nuestra parte no aceptamos la responsabilidad de promover semejantes
cuestiones y aconsejamos a los más decididos partidarios de la S-
 N, que obren de suerte que el sistema práctico del gobierno
de la nación se arregle a la observancia de este principio que por aclama-
ción será proclamado en las primeras Cortes que se reúnan, sin que haya
fuerzas humanas que lo impidan; con lo cual habrán adelantado mucho
más en favor del principio, que suscitando agitaciones sin objeto para re-
vivir una controversia enteramente resuelta por la razón, por la historia y
por la sanción de todas las naciones cultas y libres.
Hechas estas observaciones generales, entra el señor B de lle-
no en la materia, proponiendo especicadamente las reformas que en su
sentir deben asegurar para siempre el régimen constitucional y las liber-
tades públicas que de él emanan, sin necesidad de una nueva revolución.
I.– La primera, la más esencial, la que ha de inuir más directa-
mente en nuestras costumbres y hábitos de pueblo libre: la reforma de
la ley de imprenta, estableciendo el jurado como garantía inseparable
de la institución. Los escritos que la opinión inspira y que a la opinión
se dirigen, sólo por ella deben ser juzgados, pues de otro modo ten-
dríamos justicia sin equidad y fallos sin independencia.
II.– Después de esta reforma nada hay tan urgente como volver al
estricto cumplimiento del art. 9° de la Constitución, que no quiere
sean distraídos de sus jueces naturales los ciudadanos españoles.
III.– Como complemento de la disposición que reduzca los conse-
jos de guerra y las comisiones militares a sus privativas funciones, debe
constituirse la inamovilidad de los jueces y magistrados.
IV.– No puede ser tenido por libre un pueblo donde los ciudada-
nos estén impedidos de reunirse para tratar de asuntos políticos. Cua-
lesquiera que sean, pues, las restricciones a que se sujete el derecho de
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reunión para adaptar su ejercicio a las costumbres de un pueblo, ha de
ser admitido en las leyes y reconocido por todos como el mejor escudo
y el más rme apoyo de la libertad.
V.– Aunque las circunstancias especiales de España no aconsejen,
como no aconsejan, la adopción del sufragio universal en toda su latitud,
todavía es esencial y urgente la reforma de nuestra ley electoral, no sólo en
la parte que da a los agentes del gobierno una intervención preponderante
y excesiva en la formación de las listas, sino también respecto de la jación
del censo; censo muy subido hoy y que no guarda proporción con la ri-
queza del país. Todos los españoles que paguen una contribución directa
de cualquier especie y monta que sea, deben declararse electores. El país
más democrático en sus costumbres, como lo es el nuestro, no puede con-
servar el sistema que tomó de Francia y que ésta ha repudiado.
VI.– Es indispensable acabar la larga guerra que el liberalismo ha he-
cho al clero y que ya no tiene objeto por una ni otra parte. El clero no sólo
ha debido conocer que su ruina como institución temporal ha provenido
de su hostilidad a las ideas nuevas, sino también que su rehabilitación ha
de venir y sólo puede venir de la libertad, hija del cristianismo. Y nuestros
liberales han debido instruirse ya lo bastante para saber que la libertad de
conciencia es la primera de todas las libertades, y que los sentimientos reli-
giosos del pueblo deben ser respetados sin que el gobierno intervenga para
nada en las relaciones de los eles con sus pastores.
El medio más ecaz para obtener un concordato que cicatrice todas las
llagas de la Iglesia de España ha de ser una dotación equitativa y generosa
del clero; pero éste, por su parte, debe procurar que los bienes raíces que le
han sido devueltos vengan de nuevo a manos del Estado, mediante la com-
petente indemnización representada por una renta a su favor, cuyo importe
guarde proporción con lo que en la actualidad reditúan esos bienes.
VII.– La reducción del ejército es de imperiosa necesidad luego que
se decida la gran cuestión entablada en Europa entre la libertad y el ab-
solutismo, entre los gobiernos de derecho divino y los gobiernos popu-
lares. uizás no ha llegado todavía el momento del desarme general,
pero este momento no puede estar muy lejano, pues será la consecuen-
cia del triunfo de la causa de las nacionalidades, que hoy se debate en
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todo el continente europeo. Una vez decidida la contienda (cuyo éxito
no cree el autor dudoso), de si los gobiernos existen para los pueblos o
los pueblos para los gobiernos, suceso a que se seguirá una paz duradera,
nuestro ejército debe reducirse a lo necesario para la guarnición de las
plazas fuertes y para el servicio de las armas especiales. Lo demás sería
completamente inútil y una carga insoportable para la nación; pero se-
mejante reforma en el ejército ha de ir acompañada de otras medidas
que provean a la suerte futura de los ociales, a quienes ella alcance, de
seguras precauciones contra el abandono y la miseria.
VIII.– Íntimamente ligada con la importante cuestión de la indis-
pensable reforma del ejército, se halla otra de inmensas proporciones
que por circunstancias especiales ha adquirido en España un carácter
privativo: tal es la debatida cuestión de la Milicia Nacional.
Esta institución corresponde a dos nes: uno político y otro militar.
Como garantía de derechos y franquicias y anza del mantenimiento y
respeto debidos a la constitución de un pueblo, la Milicia Nacional su-
pone ilustración, unanimidad, concierto entre las diferentes clases para
defender los bienes adquiridos en común; entonces es un vínculo más
de unión entre los súbditos del Estado; una seguridad más dada a la per-
manencia y al buen concierto de las cosas: pero cuando hay división en
los ánimos, cuando los partidos se disputan por medios reprobados la in-
uencia, cuando falsean las leyes y ofenden la justicia, también hacen mal
uso de las armas que les han sido conadas para mantener el orden públi-
co y no es raro verlos oprimir y vejar las opiniones contrarias a las suyas.
Como institución militar, la milicia está sin duda alguna destina-
da a reemplazar los ejércitos permanentes, terminada que sea la in-
evitable guerra que ha de recticar la división territorial de la Europa
política, y sustituir a las líneas arbitrarias trazadas en el mapa por el
Congreso de Viena, las que constituyan independientes las naciones
bajo el régimen de gobiernos populares, libres e ilustrados.
Cuando tal suceda, desaparecerá la necesidad de mantener esos
numerosos ejércitos permanentes que absorben lo más granado de la
riqueza pública, y arrebatan a los trabajos de la industria lo más puro
y escogido de la juventud.
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Serán licenciados, mas no por eso pasará la Europa de repente de
una organización militar como la que tiene al uso exclusivo de la Mi-
licia Nacional cimentada en el principio democrático de la elección.
Además de la fuerza cívica que con distintos nombres ha sido consti-
tuida guardián del orden público en Alemania, Inglaterra, Francia y
otros países, es muy probable que los ejércitos permanentes sean sus-
tituidos por un sistema con arreglo al cual se conserven los cuadros
de los cuerpos y se destinen sus clases a la instrucción de los milicia-
nos jóvenes, prontos siempre a ser movilizados. Conseguiríase de este
modo conservar intacta la carrera militar con todas sus tradiciones,
obteniendo de camino la ventaja de poder reunir cuando se quisiese
gran copia de gente disciplinada; la de organizar un ejército bajo el
pie que lo estaba nuestra antiquísima milicia provincial; la de realizar
cuantiosos ahorros aplicables a objetos más beneciosos del servicio
público, y la de hacer que desaparezca, con la perpetua amenaza de la
libertad, hasta la verosimilitud de las revoluciones.
“Si los gabinetes (aquí copiamos textualmente) que han regido
desde 1845 hubiesen gobernado con arreglo al espíritu de la Constitu-
ción; si hubiesen respetado la libertad de las opiniones; si no hubiesen
hecho de las instituciones un instrumento para coadyuvar a cálculos
de ambición privada; si los derechos políticos que la ley fundamental
concede a los ciudadanos hubiesen sido bastante ecaces para haber
protegido la libertad, quizás hubiera podido salvarse la crisis en que
nos encontramos, sin que al nal de ella se pensase en la Milicia; pero
las cosas han llevado un giro tan diferente, que muchos de los que re-
chazaban aquella institución como poco propicia al orden, después de
haberse convencido de que las demás garantías constitucionales han
faltado o de nada han servido, se hallan dispuestos a cerrar los ojos a
los inconvenientes de las agitaciones temporales que el elemento de-
mocrático trae consigo, a trueque de oponer una barrera fuerte, un
freno que contenga el despotismo ministerial y corrija las malas mañas
de la grey ocial, demasiado acostumbrada a creer que su interés es la
primera razón de Estado, y que la nación sólo existe para la comodi-
dad, honra y provecho de los empleados.
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“Pero aun cuando así no fuera, después de los sucesos que han sobre-
venido en Europa; después que la libertad, conquistada en las calles de
todas las capitales del continente, ha sido conada al patriotismo y a la
vigilancia de los ciudadanos armados, a menos de no admitir la hipótesis
de que triunfe una reacción absolutista, que no tiene hoy otra base en que
apoyarse sino las bayonetas de la Rusia y los excesos a que la revolución
se deje arrastrar; a menos que la Italia no sucumba; que en Alemania los
soberanos no anulen las constituciones votadas por las Asambleas Cons-
tituyentes y las sustituyan con cartas concedidas por el criterio regio; a
menos que en Francia no se retroceda hasta Enrique V, ¿cómo habremos
de resistir a lo que ha venido a ser una institución europea, una necesidad
de la época, una garantía de la lucha entablada para poner fuera de duda la
plena posesión por los pueblos del principio de su soberanía?”
Por todas estas razones y otras más de mucho peso también que
el autor sigue explicando, pero que el tamaño y la índole de la presen-
te publicación no consienten aquí, considera inevitable el restableci-
miento de la Milicia Nacional a la próxima mudanza de sistema que
se realice en España; y eso sin que nadie, dice, pueda impedirlo. Por lo
cual conviene ocuparse desde ahora, especulativamente a lo menos, en
un asunto de tanta importancia, sobre el que convendría cargasen el
juicio los que pueden ser llamados a tomar parte en el gobierno.
Y sentado que el establecimiento de la milicia ha de ser una conse-
cuencia necesaria del cambio político que sobrevenga, sólo resta pre-
parar los medios de que la institución no degenere, ni ocasione los
inconvenientes que han podido achacársele en España. Esto cree se
conseguirá arreglando su organización a las siguientes bases:
“1ª– La Milicia deberá dividirse en dos clases: «sedentaria» y
«activa».
»2ª– En la primera, que será la encargada de la tranquilidad de los pue-
blos, entrarán todos los vecinos de casa abierta y que paguen contribucio-
nes o vivan de rentas propias o de industrias, sin que puedan ingresar en sus
las los que dependan de salarios, de cualquier naturaleza que éstos sean.
»3ª– En la Milicia activa entrarán todos los ciudadanos sin distin-
ción, desde la edad de 18 años a la de 50.
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»4ª– De éstos, todos los solteros, casados sin hijos o viudos for-
marán batallones movilizables, cuyo armamento y vestuario deberán
hallarse siempre dispuestos en los almacenes del Estado situados en las
capitales de las respectivas provincias. Todos los ociales excedentes del
ejército permanente serán destinados a los cuadros de estos batallones y
gozarán de todo su haber, pues constantemente estarán empleados en la
instrucción de los milicianos, que alternativamente y en períodos deter-
minados pasarán de sus casas a las asambleas de sus cuerpos, con lo que
se conseguiría el importante objeto de tener a poca costa, y sin grandes
sacricios para los individuos, un ejército numerosísimo, disciplinado,
instruido y de tan buena calidad como el compuesto de soldados que
sirvan por seis u ocho años sin dejar sus banderas.
»5ª– El resto de la población viril y apta para el servicio, y que no
hubiese sido destinada a la Milicia activa, compondrá la Reserva, cuya
organización se conaría a ociales retirados y excedentes del ejército,
en la proporción que jaran las leyes y reglamentos.
»Por este sistema se logran:
»Garantías políticas para las instituciones.
»Garantías para el orden público.
»Economías para el presupuesto.
»Un sistema militar imponente y mucho más ecaz y desarrollado
del que tenemos.
»Asegurar las carreras y cuidar de la suerte futura de la juventud
que se consagre al servicio de las armas.
IX.– »Para cumplir con las obligaciones impuestas al Estado por la
destrucción de las instituciones religiosas y civiles que favorecían a las
clases menesterosas en España; para satisfacer a lo que nuestras costum-
bres reclaman; para no chocar con aquel espíritu de caridad y herman-
dad que distinguía a nuestros padres y formaba el rasgo más noble del
carácter nacional; para no hacer a nuestro pueblo más desgraciado bajo
el régimen de la libertad que lo era bajo el régimen del despotismo; para
que nuestro país no permanezca extraño al cumplimiento de un deber
que consideran como imprescindible las naciones cristianas y cultas, es
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necesario, previo el examen y discusión que ilustre completamente la
materia, que las Cortes se ocupen en una ley que provea de remedio al
desvalimiento de las clases pobres, y que organice la benecencia.
X.– »El sistema municipal y de administración provincial exige
una reforma que lo ponga más en armonía con las costumbres del
país. La localidad debe administrarse a sí misma como los antiguos
Consejos de España administraban los intereses de los pueblos. A los
agentes del gobierno supremo corresponde ejercer una intervención y
vigilancia que ponga freno a los abusos del espíritu municipal, pero sin
que este derecho de censura y de enmienda degenere en dependencia
completa de los ayuntamientos en sus negocios económicos y de po-
licía urbana. Estos cuerpos no deben ejercer atribuciones políticas, y
en esta parte las disposiciones de la ley actual merecen ser respetadas;
pero si se quiere prevenir una reacción del espíritu municipal que nos
conduzca a un estado de cosas parecido a la ley de febrero de 1823,
es necesario enmendar con tiempo la excesiva centralización de que
adolece la actual ley de ayuntamientos.
»Una reforma análoga exige la de administración provincial.
Entre la independencia que gozaban las diputaciones creadas por la
Constitución del año 12 y la nulidad a que han quedado reducidas
las actuales, existe un término medio prudente y razonable. Nuestro
actual sistema administrativo es el francés, adoptado de todo en todo
en 1845; y no habiendo razón para que la copia sobreviva al modelo,
con acomodar la buena teoría a nuestras costumbres y necesidades,
podremos, sin introducir ningún principio disolvente, plantear una
administración que satisfaga a las condiciones de un gobierno monár-
quico y a las que son inseparables de la libertad de los pueblos.
XI.– »A estas reformas políticas deben acompañar otras económi-
cas no menos importantes y que nos contentaremos con indicar, pues
descansan en principios familiares a todos los hombres entendidos; y
más que el buen sentido del público las sancionará sólo con anunciarlas.
»La más esencial de estas reformas es el desestanco de la sal, medi-
da que reclaman la agricultura, la industria, la pesquería y el bienestar
de las clases pobres, en cuyo benecio deben también suprimirse todos
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los derechos que gravan géneros alimenticios de primera necesidad y
que componen la subsistencia de menestrales y artesanos. La impor-
tancia de esta última medida se demuestra con sólo manifestar que su
resultado directo e inmediato es hacer subir el importe disponible del
jornal; porque, en efecto, todos los derechos que devenga el sco en
razón a géneros que consume el jornalero, equivalen a una sustracción
hecha en su salario. Mientras más caros se venden los objetos que tiene
que comprar para mantenerse, menor cantidad de ellos compra, y por
consiguiente, menos bien se alimenta y menos le queda para vestirse y
para atender a sus demás necesidades. Al contrario, cuando nada paga
el menestral al sco por lo que consume, lo que gana le alcanza para
más y su bienestar se aumenta en proporción.
»El día en que se acaben nuestras discordias civiles y la estéril lucha de
nuestros partidos; el día en que el gobierno emprenda la gran tarea que le
está reservada de dar impulso a las instituciones económicas y de «orga-
nizar el crédito», el país entrará en un período ascendente de prosperidad
que mudará la faz de nuestro territorio, y que lo hará la envidia de las na-
ciones que en la actualidad se consideran muy superiores a nosotros... Y así
nos colocaríamos en la vía de los progresos pacícos y bien ordenados, y
alejaríamos el riesgo de que la revolución tenga que encargarse de hacer lo
que a la sociedad y a la opinión niegan los poderes constituidos.
XII.– En capítulos aparte, y con mucho espacio y detenimiento,
trata el autor las gravísimas cuestiones que conciernen a los intereses
hermanados de España y Portugal y a los de nuestras provincias ultra-
marinas; pero no siéndonos posible seguirle paso a paso en este cami-
no, como quiera que sean ambos asuntos inmensos, así por su impor-
tancia en lo presente, como por la que tendrán en lo futuro, habremos
de contentarnos con dar noticia sumarísima de las soluciones que para
uno y otro propone, despojándolas de exornaciones y comentarios.
“Bajo un gobierno absoluto, dice, como el que España ha tenido por
tanto tiempo, Portugal nada podría ganar de su intimidad con nosotros.
Bajo un gobierno, aunque constitucional, de la índole del que actualmen-
te tenemos, sólo a un partido en Portugal, y al menos numeroso, al menos
popular, es conveniente la alianza con España. Pero cuando los españoles
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hayamos logrado que los principios liberales, francamente entendidos y
aplicados, imperen en el gobierno; cuando sacudiendo las medrosas tra-
bas que impiden el desarrollo conveniente de las instituciones, España se
entregue sin obstáculos a los adelantos a que se verá conducida por el do-
ble inujo de la civilización y de la libertad, los portugueses encontrarán
en su íntimo contacto y conexión con España el más poderoso estímulo y
el más provechoso ejemplo para su propia cultura y adelantos.
»Entonces empezará a existir el vínculo insoluble que ha de ir es-
trechando las relaciones de los dos pueblos y preparando los cimientos
de la poderosa unidad, que ha de corresponder en la Península a la
concentración de los pueblos del mismo origen y raza que están elabo-
rando las naciones del continente europeo.
»Lo que buscan Italia y Alemania en su unidad territorial y política, de-
bemos buscarlo los portugueses y españoles en la intimidad de nuestras re-
laciones y en las condiciones de un pacto «expresamente» concebido para
que corresponda a las necesidades de los dos pueblos; para reunir su volun-
tad y sus fuerzas en defensa de su libertad e independencia; para ponerlos en
contacto íntimo y tan frecuente que, aprendiendo a conocerse y a estimarse,
se disipen las antipatías y prevenciones creadas por antiguas guerras y riva-
lidades y se prepare natural y espontáneamente aquella fusión completa de
sentimientos, de ideas y de intereses que en lo venidero han de confundir
en el amor de una misma patria y de unas mismas leyes, a todos los que han
nacido en el magníco territorio comprendido desde el Pirineo hasta las
columnas de Hércules, desde la desembocadura del Tajo al Mediterráneo.
»Mas para que los hombres de convicciones y de ardiente patriotis-
mo puedan apreciar esta idea en todo su valor y entregarse a su estudio
con fruto, no basta haberla indicado: es necesario exponer los medios de
realizar y dar cumplida la alianza de que hablamos, sin menoscabo de la
independencia de Portugal y de su existencia como pueblo; hecho éste
que la política debe respetar, ínterin la opinión de nuestros vecinos y el
fruto que saquen de la alianza que se propone no modiquen sus ideas
sin necesidad de sugestión alguna de parte nuestra.
»El tratado de amistad y alianza entre Portugal y España, cuya celebra-
ción reuniría los intereses y las fuerzas de ambos pueblos en defensa de su
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libertad y de su independencia, y realizaría en la Península una situación
política análoga a la que constituyen los demás pueblos del continente por
medio de la unidad territorial, debería descansar en las bases siguientes:
»1ª– Alianza recíproca, ofensiva y defensiva entre las dos nacio-
nes. Los enemigos de la una serían siempre los de la otra.
»2ª– Ínterin la constitución que rigiera a las dos naciones conce-
diese al poder ejecutivo el derecho de declarar la guerra, se conside-
raría como condición precisa para el cumplimiento de la obligación
de auxiliar un aliado a otro, que la guerra en que uno de ellos se viese
empeñado fuera sancionada por un voto de subsidio, o una declara-
ción especial de las cámaras o cuerpos representativos deliberantes de
la nación que exigiese el cumplimiento de la estipulación.
»3ª– El tratado contendrá la garantía recíproca de las institucio-
nes políticas que los dos pueblos se den por medio o con la sanción de
sus asambleas representativas. Todo ataque interior o exterior contra
las instituciones libres de cualquiera de los dos países, constituiría al
gobierno del otro en la obligación de venir en auxilio de los que en el
país vecino sostuviesen las instituciones de origen popular y que hu-
biesen sido adoptadas legalmente por las asambleas legítimas del país.
»4ª– Los portugueses domiciliados en España, después de un año
de residencia, disfrutarían de todos los derechos civiles y políticos que
corresponden a los naturales de España. Del mismo modo los españo-
les gozarían en Portugal todos los derechos políticos y civiles de los
nacidos en el país.
»5ª– Se establecería una unión aduanera entre los dos reinos bajo
las bases del Zollverein de Alemania, y con las modicaciones que exi-
giesen los intereses y situación respectiva de las dos naciones.
»6ª– Los dos gobiernos jarían un plazo dentro del cual un mis-
mo sistema de pesas y medidas y una misma ley monetaria rigiese en
Portugal y en España.
»7ª– Según los principios a que debería arreglarse la unión adua-
nera, debiendo las mercaderías importadas y exportadas en ambos
países por sus respectivos súbditos, ser libres de derechos; a n de
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indemnizar los perjuicios que el tesoro público de Portugal pudiera
experimentar por esta disposición y por la reforma de su actual siste-
ma de aduanas, la nación española contraería la obligación de pagar
anualmente un subsidio que compensase y cubriese la pérdida sufrida.
»8ª– España se obligaría a construir en el término de cinco años
un camino de hierro que estableciese una comunicación directa entre
Madrid y Lisboa. En el mismo espacio de tiempo el Tajo debería ser
navegable desde el punto en que lo es actualmente hasta Aranjuez. La
navegación del Duero debería quedar expedita y prolongarse tan al
interior de Castilla como lo permitiesen los recursos de la naturaleza
y del arte. Todos estos trabajos debería ejecutarlos a su costa el tesoro
público español, a cuyo efecto se contraería un empréstito y se ofre-
cerían premios a las compañías que viniesen en ayuda del gobierno».
Después de hacer notar al autor que ha evitado exprofeso sugerir
ningún medio que ni remotamente sea de índole revolucionaria, añade:
“No se nos oculta que el mismo objeto a que nos encaminamos
con tantas precauciones y con tantos miramientos, por medio de tan-
tos articios y rodeos, pueda ser anticipado, facilitado y abreviado con
una sola palabra, con una sola innovación. La República y la Fede-
ración realizarían en un día lo que proponemos sea obra de muchos
años; quizá de muchas generaciones.
»Así que, creemos dar a la forma de gobierno constitucional y mo-
nárquica una nueva prueba de adhesión y de celo, poniendo a la vista
de los que se hallan en mejor disposición de servirla cuáles son los inte-
reses de la sociedad, cuáles los de la monarquía y cuáles los medios de
ligarlos todos, a n de evitar que encontrándolos separados y llegando
a hacerse inconciliables, no venga la propaganda revolucionaria a lle-
nar el vacío y a presentar la federación republicana (que tememos po-
dría atraernos grandes males y largos disturbios) como una esperanza
y un bien para los pueblos de la Península.
XIII.– No entra el autor en el examen de ningún sistema de medi-
das especiales para reformar la legislación ultramarina, pero hace cerca
de ella y de la situación de nuestras colonias de Asia y América obser-
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vaciones importantes que conviene trasladar sumariamente aquí, para
no dejar incompleto y manco el pensamiento de su libro.
Sabedores ya del principal motivo de haber perdido España sus pose-
siones coloniales en el continente americano, donde tantas raíces había lo-
grado echar el poder metropolitano con el auxilio del idioma, de la religión
y las costumbres, con razón cree el señor Borrego que la experiencia nos en-
seña, cuál debe ser el inujo del mismo principio aplicado a los mutilados
restos que todavía conservamos de aquel antiguo y casi fabuloso poderío.
“En nuestro juicio, dice, no hay gobierno colonial que pueda con-
servarse a la larga contra el afecto y los sentimientos de los habitantes
de las colonias, mucho menos cuando éstas prosperan y sus naturales
adquieren instrucción y riquezas.
»Así que, la gran cuestión que debemos resolver es si las colonias
están contentas con el régimen a que se hallan sujetas; si la mayoría
de sus habitantes desea la continuación de su actual dependencia de
la madre patria.
»A las Cortes españolas toca ocuparse sin dilación en este impor-
tante objeto, y poner de maniesto ante el país el resultado de la inves-
tigación a que se entreguen. En vista de las luces que este trabajo arro-
je, podrá pensarse en la parte de nuestro actual régimen colonial que
deba ser conservada, la que necesite ser reformada, o la que solamente
innovada en vista de los adelantos y necesidades de aquellos países.10
»Lo que nos parece peligrosísimo es permanecer en la duda de si
la opinión de los naturales de Cuba y Filipinas desea o rechaza la do-
minación de España; si forman votos por una mejora de su presente
condición o si aspiran a un cambio radical y completo.
»Sin pretender improvisar un sistema colonial, cuya elaboración debe ser
fruto del estudio y del celo con que se promueva, desde luego consideramos,
10 Por las sesiones de las Cortes de este año puede verse lo distantes que se hallan gobernantes y
legisladores de adoptar el sistema de conducta propuesto por el autor, prosiguiendo en el suyo
antiquísimo de rodear de misterios y tinieblas los negocios más importantes así como los más
triviales de nuestras provincias de Ultramar. Misterios y tinieblas en materia de presupuestos;
misterios y tinieblas respecto de las ofrecidas y jamás vistas leyes especiales; misterio y tinieblas
en orden al tráfico de negros clandestino, a la administración interior de las comarcas, a todo, en
fin; leyes y reglamentos, uso y abuso de la autoridad, cosas y hombres.
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no sólo justo y debido, sino también indispensable y urgente, que en cierta
medida y del mejor modo posible, disfruten aquellos naturales de las garantías
políticas que sean compatibles con la seguridad del territorio, y desde luego
de todas las garantías civiles que corresponden a los demás españoles. El po-
der arbitrario jamás produce ningún bien duradero y la autoridad de los más
elevados empleados debe tener freno en las colonias como en la Península y
libertad a los gobernados del riesgo de ser víctimas de las pasiones de los favo-
ritos enviados desde España para enseñorearse de aquellas hermosas regiones.
»Tampoco es conforme, ni a los buenos principios de gobierno, ni a
las tradiciones de nuestro país, ni a la experiencia de nuestro siglo, que las
colonias carezcan a un mismo tiempo de representación en las asambleas
políticas de la madre patria y de representación local. Si por ahora no cree-
mos conveniente la primera, la segunda, en lo relativo a la parte económica
y de administración interior, la tenemos por asequible y útil. La autoridad
de los capitanes generales o gobernadores, lejos de verse debilitada por la
asistencia de un Consejo Colonial que ilustrase las cuestiones administra-
tivas, se forticaría y ganaría en popularidad; y más, que los asuntos econó-
micos y peculiares de aquellas islas se decidirían mucho más atinadamente
en el seno de un cuerpo que residiese en el país, que no en Madrid por los
ociales de las secretarías o por las ocinas del Consejo Real”.11
programa de la extrema izquierda del Congreso
La importancia de este documento como manifestación pública,
solemne, y, por decirlo así, ocial de una parte, siquiera sea pequeña, de
la minoría progresista del congreso, unida en nuestra consideración a la
forma rigurosamente didáctica de que sus autores lo han revestido, con
la mira sin duda de dar una fórmula técnica de sistema cientíco a las doc-
trinas recopiladas en él, nos mueven poderosamente a darle íntegra colo-
cación en este sitio; no sea que alteremos el recto sentido de las ideas por
usar de abreviaciones inoportunas o de extractos incompletos. Helo aquí.
a nuestros ConCiudadanos
“Los diputados que suscriben, al constituirse en el congreso órga-
nos del partido progresista democrático, deben a sus conciudadanos
11 borrego, De la situación y de los intereses de España en el movimiento reformador de Europa, capítulos
desde el IX hasta el XIII inclusive.
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la manifestación de sus principios y doctrinas, no menos que de los
móviles y razones de su conducta.
»Patente está a los ojos de todos el movimiento anómalo de frac-
cionamiento y descomposición que trabaja hoy, con asombro univer-
sal, a los partidos políticos de España. Conmovidos fuertemente por
los grandes acontecimientos contemporáneos; agitados en su incierta
marcha por mil encontradas impulsiones; sin fe en sus antiguas creen-
cias; sin principios, sin rumbo jo y hasta sin esperanza, buscan a cie-
gas la luz que pueda guiarlos en el torbellino de nuestro siglo, o puerto
siquiera donde guarecerse mientras truena y pasa la tempestad que
recorre y asuela los principales pueblos de Europa.
»En el breve curso de un año, soplo apenas perceptible para la
vida de la humanidad, hemos visto estremecerse y vacilar hasta en
sus cimientos la existencia política de casi todas las naciones; hundir-
se tronos; despertar de su largo sueño y ponerse en marcha pueblos
desconocidos; pasiones ocultas romper súbitamente el dique que las
contenía, sembrando por todas partes la desolación y el espanto; des-
aparecer como el humo escuelas y sistemas en posesión inconcusa por
mucho tiempo del espíritu humano, y doctrinas que apenas se creían
imaginables, invadir el terreno de la ciencia, encendiendo en los cora-
zones el deseo de una nueva vida, de un porvenir desconocido.
»El mundo ha presenciado el inaudito espectáculo de cuatro
Asambleas Constituyentes, representando al mismo tiempo en esta
pequeña Europa el pensamiento, las pasiones y los intereses de cien
millones de habitantes.
»A impulso de tan grande cataclismo, nosotros también, relegados
aquí en un extremo del Occidente, nosotros también hemos experi-
mentado convulsiones; y si, por fortuna, pasaron pronto, no por ello es
menos urgente conjurar las que pudieran sobrevenir en adelante, escu-
chando las lecciones de la ciencia y la terrible enseñanza de la historia.
»Las sociedades necesitan ver claro, lejos y desde punto muy ele-
vado sobre las míseras pasiones coetáneas, en el camino de su incierta
y azarosa vida. ¿Y qué otro faro, qué otra antorcha podrá dirigirlas a
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seguro puerto, si desechan los principios tutelares de la ciencia? Sólo
en ellos hay luz, y fuera de ellos no hay más que el fuego fatuo del error
y de las pasiones o las caliginosas tinieblas de la ignorancia.
»He aquí, pues, justicada la publicación que hacemos de nuestras
opiniones y creencias. Cuando atormentados por el escepticismo y la in-
certidumbre los ánimos todos vacilan, y cuando los otros partidos con-
sumen y gastan sus fuerzas en luchas estériles, si ya no funestas, deber
era en nosotros, y deber muy alto, proclamar los principios y doctrinas
que pueden salvar a nuestra patria del naufragio de las revoluciones y
elevarla al nivel y grandeza de los pueblos más civilizados de Europa.
»Nos dirigimos, sobre todo, a la juventud, llamada por la Provi-
dencia a resolver en este siglo proceloso los más tremendos problemas
que hayan jamás agitado a las sociedades humanas.
»Hemos dividido nuestro trabajo en tres partes.
»La primera contiene la declaración de los derechos que garantizan
la existencia del individuo y el libre ejercicio y desarrollo de todas sus
facultades. Emanados de la «libertad» y de la «igualdad», son, como
ellas, inherentes al hombre e inseparables de su naturaleza, y constituyen
por tanto las condiciones fundamentales de su vida política y social.
»La segunda es una exposición sucinta de nuestros principios po-
líticos, administrativos y económicos. Por más que seamos eles al es-
píritu democrático de nuestros días y aspiremos a seguir el vuelo de la
ciencia contemporánea, nosotros admitimos tan solamente principios
de aplicación posible no remota a nuestro país.
»Últimamente, convencidos de que las reformas, por justas que
sean, necesitan de conveniente preparación, concluimos por un cua-
dro del orden y método que nosotros seguiríamos en su iniciación y
aplicación progresivas a todos los ramos de la administración y del
gobierno del Estado.
»Una palabra más. Hombres de discusión y de ciencia, a la discu-
sión y a la ciencia apelamos. No pedimos ni queremos otra cosa que la
libre facultad, a todos concedida, de defender su causa ante el inapela-
ble tribunal de la opinión pública.
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deClaraCión de dereChos
»El Estado debe reconocer y garantir a todos los ciudadanos como
condiciones primarias y fundamentales de la vida política y social:
»La seguridad individual.
»La inviolabilidad del domicilio.
» La propiedad.
»La libertad de conciencia.
»La de ejercer su profesión, ocio o industria.
»La de manifestar, trasmitir y propagar su pensamiento, de pala-
bra, por escrito o en otra forma.
»La de reunión pacíca para cualquier objeto lícito, sea o no político.
»La de asociación para todos los nes morales, cientícos e indus-
triales.
»El derecho de petición, individual o colectivamente practicado.
»El derecho a la instrucción primaria gratuita.
»El derecho a una igual participación de todas las ventajas y dere-
chos políticos.
»El derecho a un repartimiento equitativo y proporcional de las
contribuciones y del servicio militar.
»El de optar a todo empleo o cargo público, sin más condiciones
ni título que el mérito y la capacidad, excluida toda preferencia de na-
cimiento, privilegio o distinción.
»El de ser juzgado y condenado por la conciencia pública (jurado).
exposiCión de prinCipios
Principios políticos
»La soberanía nacional es el principio fundamental del derecho
político moderno, y la  su forma lógica y genuina. De
este principio nace inmediatamente «la unidad intrínseca de todos
los poderes», como emanados en su origen del pueblo: el legislativo,
por la elección periódica de sus representantes; el ejecutivo, como sím-
bolo y órgano de la voluntad nacional.
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»El poder legislativo y el poder ejecutivo reunidos forman en Es-
paña una monarquía constitucional hereditaria, cuyo jefe legítimo
es doña Isabel II, solemnemente proclamada por la nación en cortes
generales, y ungida además con torrentes de sangre española en los
campos de batalla.
»La formación de las leyes corresponde a los representantes del
pueblo reunidos en Cortes.
»Son caracteres esenciales de la representación nacional democrá-
ticamente constituida:
»La legitimidad; la unidad; la independencia.
»La «legitimidad» supone la elección directa y el sufragio univer-
sal. La «unidad» consiste en la existencia de una sola Cámara como
expresión y representación de nuestra unidad nacional y de la unidad
política de todas las clases del Estado. La «independencia» exige la
limitación y regulación de las facultades atribuidas al poder ejecutivo
de convocar, suspender y disolver las Cortes y de sancionar las leyes;
la inviolabilidad de los representantes por las opiniones que emitan
en el desempeño de su cargo: la incompatibilidad de éste con todo
empleo dependiente del gobierno y una indemnización concedida a
los diputados durante el ejercicio de sus funciones en cada legislatura.
»El poder ejecutivo en la forma de monarquía hereditaria tiene
por caracteres inherentes e inseparables:
»La inviolabilidad de la persona del monarca; la responsabilidad
de sus ministros exigible ante las Cortes.
»Corresponde esencialmente al poder ejecutivo:
»Ejecutar y hacer ejecutar las leyes.
»Convocar, suspender y disolver las Cortes, y sancionar las leyes
en la forma que determine la Constitución.
»Nombrar y destituir los funcionarios públicos con sujeción a lo
dispuesto en las leyes especiales.
»Conservar el orden en el interior y velar por la seguridad y digni-
dad del Estado en el exterior.
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»Hacer la guerra y rmar los tratados con aprobación de las Cortes.
»Los pueblos son administrados por ayuntamientos de elección
popular, responsables ante las diputaciones provinciales.
»Las diputaciones de provincia son asimismo de elección popu-
lar: responden ante el Consejo de Estado.
»El Consejo de Estado es elegido por la representación nacional.
»La gobernación de los pueblos y provincias es en su carácter y
forma exclusivamente civil.
»Los jueces y magistrados ejercen sus funciones en nombre del
rey, pero con entera independencia del gobierno.
»El jurado conoce de todos los delitos sin distinción. No se aplica
la pena de muerte a los políticos.
»La publicidad y la discusión, elementos fundamentales del gobier-
no representativo democrático, tienen por principal órgano la imprenta,
sin depósito, anzas ni trabas de ningún género que limiten su libertad.
»La Milicia Nacional, primera garantía del orden público y de las
instituciones, se compone de todos los ciudadanos que gocen de de-
rechos políticos.
»El gobierno reconoce como religión del Estado la católica; sos-
tiene su culto y retribuye decorosamente a sus ministros. Sin embargo,
ningún ciudadano español debe ser perseguido ni molestado por sus
opiniones religiosas.
prinCipios administratiVos
Administración pública
»El carácter distintivo de la administración democrática de un Es-
tado es la exacta clasicación y división de los intereses públicos en
locales, provinciales y generales.
»Los ayuntamientos ejercen propia y exclusivamente la administración
de los intereses locales bajo la inspección de las diputaciones de provincia.
»La administración de los intereses provinciales es asimismo propia
y exclusiva de las diputaciones bajo la inspección del Consejo de Estado.
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»El gobierno administra los intereses generales por sí o por medio
de sus agentes, y, en ciertos casos, por el Consejo de Estado, institución
suprema del orden administrativo que, por la doble naturaleza de sus
funciones, forma el centro y lazo de la unidad administrativa del país.
»Requiere indispensablemente una buena administración:
»1°– La organización sólida y estable de la jerarquía administrati-
va por la metódica clasicación de ramos, de funciones y de aptitudes.
»2°– Una sola división territorial, civil, militar y eclesiástica.
»3°– Una estadística completa y exacta.
»4°– La unidad de pesas, medidas y monedas.
»5°– La publicidad de todos sus actos.
»Son auxiliares de la administración pública.
»La fuerza armada.
»La policía.
»La policía tiene por principal objeto la conservación del orden
y la seguridad de las personas y propiedades; no el espionaje político.
Instrucción pública
»La instrucción primaria es universal, obligatoria y gratuita. Está
a cargo de los pueblos.
»La instrucción secundaria es igualmente gratuita, pero no obli-
gatoria. Está a cargo de las provincias.
»La instrucción superior es retribuida, y está a cargo del Estado.
»La enseñanza es libre: la ley, sin embargo, determina las condi-
ciones necesarias para ejercerla.
Benecencia
»Los establecimientos públicos de benecencia dependen de la
administración municipal y provincial.
»Son atenciones obligatorias y permanentes de los pueblos y pro-
vincias en materia de benecencia:
»1ª.– El sostenimiento de los hospitales para enfermos y heridos.
»2ª.– La crianza y educación de los huérfanos desvalidos y de los
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expósitos.
»3ª.– El establecimiento de casas de refugio.
»4ª.– El socorro y gradual extinción de la mendicidad.
Ejército y marina
»La Milicia Nacional, el Ejército activo y la Marina de guerra for-
man el sistema militar completo del país.
»La Milicia Nacional, organizada por clases, según la edad, estado
y circunstancias de los ciudadanos, constituye la reserva del ejército.
»El Ejército activo, reducido a la fuerza meramente necesaria para
la guarnición de las plazas fuertes y puestos militares, se recluta anual-
mente por enganche voluntario.
»La ocialidad toda es facultativa. La ley ja las condiciones de
admisión y la escala rigurosa de ascensos.
»La Marina de guerra debe aproximarse en su reclutamiento y or-
ganización al Ejército y Milicia.
»La existencia de una buena marina de guerra está íntimamente
enlazada con el aumento y prosperidad de la marina mercante.
administraCión de JustiCia
»La administración de justicia es una, independiente y responsable.
»La «unidad» conduce a la abolición de todos los fueros espe-
ciales y privilegiados, salvo los puramente disciplinarios, militar, ecle-
siástico, etc.
»La «independencia» exige la inamovilidad de los jueces y ma-
gistrados y su dotación ja y decorosa.
»La «responsabilidad» trae consigo la motivación de los fallos.
»La justicia criminal debe ser gratuita; el sistema penal, penitenciario.
prinCipios eConómiCos
»El Estado, la Provincia y el Común tienen necesidades que satis-
facer: los ciudadanos deben ocurrir a ellas; he aquí el origen y la causa
de las contribuciones públicas.
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»Todos los ciudadanos de un Estado, como igualmente partícipes
de las ventajas y derechos políticos, deben contribuir en proporción
de sus haberes y recursos al sostenimiento de las cargas generales: to-
dos los ciudadanos habitantes de una provincia, al sostenimiento de
las cargas provinciales, y todos los vecinos de un Común, al sosteni-
miento de las cargas municipales.
»De esta regla primaria y fundamental para la imposición y repar-
timiento de las contribuciones se deduce inmediatamente:
»1°.– ue varían esencialmente entre sí, como de distinta naturaleza
y aplicación, las contribuciones generales, provinciales y municipales.
»2°.– ue las contribuciones públicas deben aproximarse progre-
sivamente en su forma al impuesto proporcional.
»3°.– ue no son legítimas las que exceden el límite de las necesi-
dades públicas; las que no se exigen a todos los ciudadanos; las que no
son proporcionadas a la fortuna del contribuyente y las que se fundan
en el monopolio de la venta de ciertos artículos o en granjerías ejerci-
das por el Estado (rentas estancadas, loterías).
»4°.– ue son injustas por su desigualdad y deben reformarse las
que gravan con preferencia a las clases menos acomodadas (consumos,
derechos de puertas, etc.).
»La administración de los fondos públicos es distinta e indepen-
diente según su naturaleza y aplicación.
»Los Ayuntamientos administran los bienes y fondos del Común
con la obligación de publicar todos los años el presupuesto de gastos e
ingresos y las cuentas de su inversión.
»Las diputaciones provinciales administran los bienes y fondos de
la provincia con idéntica obligación.
»El Gobierno administra los bienes y fondos del Estado.
»Son reglas inalterables para la administración de los fondos del Estado:
»1ª.– La estricta sujeción al presupuesto de gastos e ingresos vota-
dos cada año por las Cortes.
»2ª.– La presentación anual de cuentas a las mismas.
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»3ª.– La prolija organización de la contabilidad pública.
»4ª.– La mayor sencillez posible en la manera de recaudar e inver-
tir los fondos del Estado.
»5ª.– La publicación mensual de todos los ingresos y pagos del Tesoro.
»Los gastos públicos se dividen, considerada su aplicación, en re-
productivos e improductivos.
»La administración debe proponerse en su marcha progresiva extender
indenidamente la esfera de los primeros y reducir más y más la de los últimos.
»Los gastos reproductivos tienen por objeto el progreso ascenden-
te e ilimitado de la producción y el desenvolvimiento incesante de la
prosperidad material y moral de los pueblos.
»Los móviles cardinales de la prosperidad material y moral de los
pueblos son:
»1°.– La instrucción pública.
»2°.– La industria y el comercio.
»3°.– El crédito.
»Se fomenta y perfecciona la instrucción pública:
»Haciendo obligatoria para todos los españoles la primaria o elemen-
tal, y realzando la posición social y condiciones morales y materiales de los
maestros. Extendiendo progresivamente la instrucción secundaria. Orga-
nizando las universidades con arreglo al espíritu democrático ·de la época.
Promoviendo la publicación de obras especiales sobre enseñanza.
»Se fomentan y desarrollan la industria y el comercio:
»Con la desamortización completa, civil y eclesiástica. Con un
sistema completo de caminos, canales, correos y demás medios de
comunicación, apropiados a las necesidades especiales de los pueblos
y provincias. Con la creación de Bancos agrícolas en todas las pro-
vincias. Con el establecimiento de escuelas especiales de agricultura,
artes y comercio. Con la ilimitada libertad del comercio interior y de
exportación e importación con las posesiones de Ultramar. Con la
protección de la industria nacional, y la libertad del comercio exterior
con ella compatible: la protección como medio; la libertad como n.
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»Se promueve, robustece y extiende el crédito nacional:
»Con el arreglo denitivo y estable de la deuda pública y su reduc-
ción a una sola clase. Con la religiosa exactitud en el pago de los intereses.
Con el puntual cumplimiento por parte del gobierno de las obligaciones
contraídas. Con la publicidad de todos los actos y operaciones del Minis-
terio de Hacienda. Con la acertada organización de los establecimientos
de crédito, tal que sin destruir la concurrencia, ni consagrar el monopo-
lio, se aseguren los intereses particulares en ellos comprometidos, evitan-
do en lo posible los fraudes y las operaciones ruinosas.
»Estos principios constituyen el sistema de gobierno interior, ad-
ministración y economía del Estado. Otros determinan sus relaciones
con las provincias de Ultramar y con las potencias independientes.
posesiones de ultramar
»El gobierno y administración de las provincias de Ultramar tie-
nen por principios:
»1°.– Su administración separada y distinta de la peninsular.
»De este principio se deriva:
»El establecimiento de un ministerio de la Gobernación de Ultra-
mar. Una legislación especial, acomodada a las necesidades y condi-
ciones de aquellas provincias.
»2°– La asimilación progresiva de su régimen de gobierno con el
de la metrópoli por el desarrollo gradual y prudente de su vida propia
y de sus instituciones.
»Son consecuencia de este principio:
»La abolición del régimen militar. La formación de consejos colo-
niales. El sistema municipal y provincial, fundado sobre Ayuntamien-
tos y Diputaciones electivas. La publicación anual de los presupuestos
y cuentas.
»3°.– La fusión e identicación de sus intereses comerciales con
los de la madre patria.
»Este principio supone:
»El cambio mutuo de producciones. La comunidad e identidad
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de las leyes y franquicias comerciales. La activa y ecaz protección del
comercio colonial por la marina de guerra.
relaCiones exteriores
»El principio democrático de las relaciones internacionales se funda:
»1°.– En la independencia y soberanía de todas las naciones.
»De aquí se desprende naturalmente la regla invariable de no mez-
clarse ningún pueblo en el gobierno ni en las alteraciones intestinas
de otro.
»2°.– En la unión íntima con las naciones cuyos intereses y ten-
dencias sean anes.
»De aquí para España la necesidad de estrechar sus relaciones:
»Con Portugal, cuyos intereses, posición geográca y carácter na-
cional conspiran de consumo a la reunión de ambos países. Con los
pueblos del Nuevo Mundo de origen español, sobre los cuales ejerce-
mos una inuencia permanente por nuestra literatura y nuestra len-
gua. Con todos los gobiernos basados en principios democráticos.
programa práCtiCo de gobierno
»Las grandes reformas, las reformas radicales en el gobierno, ad-
ministración y sistema económico de un pueblo exigen si han de ser
fecundas y duraderas:
»ue sean pacícas, es decir, hijas de la discusión y de la ciencia,
no de la fuerza bruta.
»ue sean legales, es decir, obra de poderes legítimos.
»ue sean progresivas, es decir, que aceptando como punto de
partida la actualidad, lleguen a su término por una serie gradual de
mejoras y adelantos.
»Nosotros, eles a estas máximas de eterna verdad, consideramos
como inconcusos y no controvertibles:
»El trono hereditario de doña Isabel II, forma legítima y popular
del poder ejecutivo.
»La religión católica, como única religión del Estado.
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»La unidad nacional.
»La propiedad.
»La familia.
»Partiendo de estos principios fundamentales de nuestra vida po-
lítica y social, nosotros en el poder:
»1°.–_Reformaríamos la Constitución del Estado en Cortes
constituyentes convocadas bajo las bases de elección directa, sufragio
universal y un diputado por cada treinta mil almas.
»Serían electores:
»Todos los españoles mayores de edad que supiesen leer y escribir,
tuviesen domicilio jo y una profesión u ocio que no les constituyese
dependientes de la voluntad de otras personas (domésticos, soldados).
»El cargo de diputado sería retribuido e incompatible con todo em-
pleo dependiente del gobierno, excepto los altos puestos del Estado.
»2°.– Armaríamos desde luego la Milicia Nacional, organizada de
modo que, sin ser un embarazo para el gobierno, conservase las insti-
tuciones y el orden público. Dividida además en clases, serviría con el
tiempo de reserva al Ejército activo.
»Todos los electores serían guardias nacionales.
»3°.– Declararíamos la imprenta libre, sin depósito, anza, ni tra-
bas scales. El sistema de responsabilidad tendría por objeto el castigo
de los autores reales del escrito, y no la injusta cción de editores res-
ponsables. El jurado conocería de los delitos de imprenta.
»Todos los guardias nacionales serían jurados.
»4°.– Sin la seguridad personal son vanas e ilusorias todas las garantías
políticas. Nos adelantaríamos por tanto a prevenir los frecuentes abusos y
arbitrariedades en este punto, invistiendo de amplísimas facultades a los
tribunales ordinarios para perseguir criminalmente a toda autoridad, de
cualquier clase y jerarquía, que en el ejercicio de sus funciones traspasase
las leyes protectoras de las personas y de la inviolabilidad del domicilio.
»5°.– Los ciudadanos españoles podrían reunirse libremente para
cualquier objeto, fuese o no político, sin otras formalidades ni restric-
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ciones que las indispensables para mantener la tranquilidad pública.
Mas no por eso consentiríamos la existencia de sociedades políticas
permanentes, cuya tendencia es por lo común hostil a todo gobierno
y un continuo e inminente peligro para el orden y las instituciones.
»6°.– La abolición inmediata de todos los fueros y jurisdicciones
privilegiadas abriría paso, consagrando la unidad de la administración
de justicia, a la futura y progresiva reforma judicial, basada sobre los
principios de tribunales independientes, inamovibles y responsables;
jurado para toda clase de delitos; justicia gratuita; sistema penal peni-
tenciario.
»7°.– La nueva división de territorio sería el primer escalón de la
reforma administrativa y el preliminar de la organización de los Ayun-
tamientos, Diputaciones y Consejos de Estado, en el sentido de los
principios ya expuestos.
»8°.– Las capitanías generales representan un resto informe del
antiguo régimen militar del país. Las suprimiríamos, por tanto, esta-
bleciendo una comandancia militar en cada provincia, encargada del
mando y disciplina de la fuerza armada del Ejército. Los comandantes
militares dependerían inmediatamente de la autoridad civil en todo lo
relativo a la conservación del orden y de la tranquilidad pública.
»9°.– Para la reforma radical y completa de nuestro sistema tribu-
tario, tendríamos muy presente: 1°, que sin una estadística exacta de
la riqueza es de todo punto imposible levantar impuestos equitativos
y acomodados a la fortuna de los contribuyentes; 2°, que sin asegurar
antes las cargas públicas no es dado a ningún gobierno abolir tributos
por onerosos y desiguales que sean.
»La formación, pues, de una estadística, aproximada cuando me-
nos, de la riqueza de nuestro país, valiéndonos de cuantos medios
ofrece hoy la ciencia, prepararía la acertada y beneciosa reforma de
aquellas contribuciones que, como la de consumos, pesan desigual-
mente sobre las clases menesterosas, y son la primera, si no ya la única
causa de su empobrecimiento. Empero, no vacilaríamos un instante
en concluir con el estanco de la sal y del tabaco y el inmoral cuanto
ruinoso juego de loterías; porque una ligera imposición sobre aquellos
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artículos e importantes rebajas en los gastos improductivos del presu-
puesto, colmarían acaso con creces el vacío de nuestras rentas.
»10°– Con la misma reserva y aplomo procederíamos en la cues-
tión de aranceles. Toda alteración hecha en este punto sin el conoci-
miento exacto y prolijo del estado de nuestra industria, su naturaleza
y condiciones de existencia, vendría a ser aventurada, peligrosa y quizá
funesta. Mas una vez en posesión de estos datos (y nada ahorraría-
mos para reunirlos en breve tiempo), nuestro sistema sería acabar para
siempre con las prohibiciones absolutas, y establecer en su lugar de-
rechos protectores que, conciliando todos los intereses, salvasen a la
industria nacional de una competencia prematura y ruinosa.
»11°.– La completa desamortización civil y eclesiástica continua-
ría el feliz impulso dado a la producción y la creciente prosperidad de
nuestra clase agrícola, al paso que el repartimiento de una parte de
los baldíos del Estado entre beneméritos militares satisfaría la deuda
contraída por la patria en momentos de azar y de peligro.
»12°.– La industria vería rotas sus trabas, y la agricultura y el co-
mercio recibirían un continuo y saludable estímulo del empleo conse-
cutivo de cuantos medios dejamos asentados.
»13°.– La instrucción seguiría la marcha administrativa en gene-
ral. Nuestro primer objeto, que proseguiríamos sin descanso, sería el
establecimiento de escuelas gratuitas en todos los pueblos de la mo-
narquía por pequeños y pobres que fuesen: obtenido esto, declararía-
mos la instrucción primaria obligatoria y severos reglamentos señala-
rían las más ecaces medidas para la forzosa asistencia de los niños a
las escuelas; no sin conciliar en ciertas épocas del año esta asistencia
con las necesidades y faenas de las familias agricultoras.
»14°.– No más quintas.
»El Ejército, reducido de día en día, se reclutaría por enganche
voluntario, al mismo tiempo que una organización apropiada y en co-
rrespondencia con la de la milicia nacional, convertiría naturalmente
a ésta en una numerosa y excelente reserva. La ley jaría invariable-
mente la escala de ascensos y grados.
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»15°.– La España es un país esencialmente marítimo. Esto sólo dice
que sin fuerzas imponentes de mar, su independencia nacional está com-
prometida de continuo, sin protección su comercio y en inminente pe-
ligro sus colonias. Por eso nosotros, reducido el ejército cual debe serlo,
dedicaríamos todos los años las sumas economizadas por este concepto al
aumento metódico y continuo de nuestra escasa e insignicante marina.
»16°.– No basta que los empleos se coneran al mérito y a los ser-
vicios; es también indispensable que el país tenga garantías del acierto
de sus administradores en esta parte. Para ello nosotros trataríamos
de dividir y clasicar los diversos brazos de la administración y del
gobierno, de tal suerte que una carrera cientíca, especial a cada ramo,
y la escala gradual de ascensos, fuesen prendas seguras y ostensibles de
la aptitud y méritos de los empleados públicos. Nada de cesantías; se
amortizarían las existentes.
»17°.– En nuestras relaciones exteriores y gobierno de las pose-
siones de Ultramar, aplicaríamos con delidad los principios antes
enunciados.
»En suma, corrigiendo los abusos existentes; realizando desde luego
las reformas más fáciles y hacederas, y preparando el camino a cuantas
reclaman los adelantos de la época y el estado de nuestro país, haríamos
inútiles, a la par que imposibles, las revoluciones y los trastornos.
programa de La NacióN
Hablando en nombre de todo el partido progresista español, au-
torizándose con el asentimiento de algunos diputados de la minoría y
presumiendo representar a ésta, quiso explicar La Nación el símbolo
liberal, y lo explicó como en extracto sustancial verán nuestros lectores.
“Destinado a ilustrar la opinión del país”; y llevando puesta la mira a que
todos “sepan de antemano” lo que quiere el partido progresista, y a que
se “conozca claramente cómo hubiera gobernado desde que se le arre-
bató toda participación en el poder, y cómo gobernará cuando llegue el
día de ser legalmente llamado, coge y escribe en términos breves, pero
explícitos, un prospecto que, a más de aquellos ya indicados objetos, tie-
ne el de hacer “que las bases no se olviden, que no se tergiversen, y que
no haya duda sobre el empeño de no apartarse de ellas.
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1°.– Trono constitucional de Doña Isabel II asentado sobre la li-
bertad y el orden público.
2°.– Conciliación de los españoles fundada en el completo olvido
de lo pasado.
3°.– La tolerancia, como condición necesaria de esa conciliación.
4°.– Justicia en el gobierno, justicia en la administración, justicia
en los tribunales, independencia en la magistratura asegurada en la
inamovilidad de los que la ejercen.
5°.– Economías.
6°.– Moralidad.
7°.–_Reformas prudentes y útiles en todos los ramos de la Admi-
nistración.
8°.– Religioso respeto a la propiedad y a las personas.
9°.– Libertad de imprenta garantida por el Jurado.
10°.– Emancipación de la administración provincial y municipal.
11°.– Sistema electoral bien combinado que busque la opinión del
país donde debe estar; sistema que diste igualmente del sufragio uni-
versal que del monopolio de pocas y determinadas personas.
12°.– Arreglo del clero según la importancia moral que tiene esta
respetable clase.
13°.– Ejército y Marina acomodados a las necesidades del país y a la
defensa de su independencia, bajo un pie que perjudique lo menos que
sea posible a la agricultura y demás industrias menesterosas de brazos
para la producción, organizados de manera que puedan desempeñar
dignamente los verdaderos deberes que a la fuerza armada corresponden
en las naciones libres, y premiados por un orden de ascenso que no deje
al arbitrio del favor lo que es debido de justicia a la antigüedad, a los ser-
vicios, a los conocimientos y a todo lo que constituye el mérito militar.
14°.– Milicia Nacional, como elemento de orden y de libertad, con
las garantías que exija una ley votada por los cuerpos colegisladores.
15°.– Responsabilidad ministerial.
16°.– Sincera amistad con las naciones que sostienen en Europa la
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causa liberal, y buenas relaciones con aquellas que, profesando principios
diferentes, en uso del derecho que para nosotros reclamamos, hayan reco-
nocido o reconozcan a nuestra Reina, sin consentir humillaciones, pre-
ceptos ni aun consejos que puedan ceder en desdoro del nombre español.
programa de EL cLamor
ue a nada más aspire el partido progresista, y que sólo dentro de
círculo tan estrecho ofrezca moverse cuando alcance el poder, podrá
ser cierto; pero no lo cree así un periódico de aquel bando político,
que, por su antigüedad, su constancia, su independencia y otras mu-
chas dotes estimables, logra merecido concepto y justa prez entre sus
amigos. Hablamos de El Clamor; el cual desea “la monarquía repre-
sentativa fundada en los principios cardinales que se proclamaron en
el año de 1837, con todas sus legítimas consecuencias. Según él: “me-
nos, es un monopolio opresivo y un ultraje hecho al pueblo español,
digno por muchos títulos de la libertad: mas, sería motivo de graves
peligros y de amargos desengaños. Equidistante de la reacción y de la
demagogia, aspira a establecer un gobierno «representativo-verdad».
»Partidario del Progreso, huye igualmente de las exageraciones
socialistas que de las que el absolutismo consagra y el moderantismo
deende, ni acepta de cuanto santica la ciencia sino lo que es apli-
cable sin esfuerzo ni violencia al estado político, moral y material de
España, bien persuadido de que lo que con violencia se funda, menos
edica que arruina, más daña que aprovecha, menos hace adelantar
que retroceder, menos es libertad que tiranía.
»No niega ningún principio legítimo de cuantos la losofía y la
ciencia han introducido en el dominio de la política.
»No niega el derecho de ciudadanía a ninguna reforma de cuantas la expe-
riencia ha dado por útiles en la esfera de la gobernación práctica de los Estados.
»Cree que la política no debe proceder por negaciones, sino por
armaciones.
»Cree que no debe dividir, sino conciliar.
»Cree que debe ensayarlo todo en el círculo de las leyes funda-
mentales.
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»Cree que puede inventar, porque no es rutina sino ciencia.
»Cree que debe prever, porque no es ciega.
»Cree, en n, que debe proceder en lo futuro al revés de como lo
ha hecho hasta hoy el partido moderado.
Ahora, si deseamos formar idea, siquiera aproximada, de los prin-
cipios generales del partido progresista y de las reformas que, elevado
al Poder, realizaría, leamos con atención el siguiente paralelo que hace
El Clamor entre aquella parcialidad y el bando dominante.
“El partido del moderantismo cree haber llegado a la mejor fórmu-
la de gobierno para sus intereses, y contento con lo existente se detiene
y dice: «he tocado al término; de aquí no pasaré».
»El partido progresista, por el contrario, cree imperfecta y tran-
sitoria la fórmula actual, por lo mismo que es capaz de perfección,
y descontento de lo existente, prosigue su peregrinación diciendo:
«adelante, que el camino no es el término».
»Esta sola diferencia establece de hecho una oposición completa
entre la índole de ambos partidos: en aquél es, por precisión, el egoís-
mo; en éste, por necesidad, la abnegación y el sacricio. Y si descen-
diendo de la esfera puramente losóca pasamos a todos los princi-
pios políticos, a todos los ramos de la Administración y del Gobierno,
esa oposición no es ya una mera divergencia teórica y práctica suscep-
tible de avenimiento y concordia, sino la guerra de la negación y de
la armación, que excluye toda tregua y hace imposible toda alianza.
»El partido progresista reconoce y acata el principio de la sobera-
nía nacional; el moderado lo niega y escarnece; suprímelo en la Cons-
titución, y cree legítimas las Cartas otorgadas.
»El partido progresista quiere un sistema electoral libre, amplio, po-
pular; el moderado ha creado uno, esclavo, mezquino, sujeto a la inter-
vención directa del Gobierno; todo con el objeto de convertir en mo-
nopolio la primera y más indispensable condición de la libertad política.
»El partido progresista sostiene que no hay ni puede haber gobierno
liberal, espíritu público, progreso posible, ni verdadera fuerza nacional allí
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donde los municipios y provincias carezcan de vida propia; el partido mo-
derado ha hecho desaparecer el elemento popular en su sistema de centra-
lización a la francesa. Merced a sus esfuerzos, hoy no existe «una nación
española», sino un monstruo de enorme cabeza y sin cuerpo que se llama
«Gobierno de España», o mejor dicho, «de Madrid».
»El partido progresista quiere con saludables precauciones, hijas
sólo de las circunstancias y en modo alguno de las doctrinas, la liber-
tad de conciencia, la de industria, la de comercio, la de reunión, la de
petición, la de asociación, la de imprenta: todas las libertades, porque
todas son necesarias, porque todas son imprescriptibles, porque todas
son posibles, porque todas, so pena de no tener ninguna, deben existir
al mismo tiempo. ¿ué quiere el partido moderado? Lo que quiere es
lo que ha hecho: abogar por las restricciones, establecer Bancos privi-
legiados, defender los gremios, exigir profesiones de fe para conceder
la vecindad y la nacionalidad española y poner la imprenta fuera de la
ley, sujetándola a un estado perpetuo de sitio, de supervigilancia y de
censura a posteriori, mil veces peor que la censura previa.
»El partido progresista reprueba la supresión del régimen legal
y la dictadura como principios y medios ordinarios de Gobierno; el
moderado ha hecho regla de la excepción, y de un remedio violento
un especíco.
»El partido progresista, al mismo tiempo que respeta y honra al
Ejército, quiere Milicia Nacional como garantía del orden, como es-
cudo de las instituciones, como prenda segura de libertad privada y de
pujanza nacional; el partido moderado nos ha condenado al gobierno
del sable y a la preponderancia del cañón.
»El partido progresista quiere una magistratura inamovible in-
dependiente; el moderado quiere jueces dependientes del ministerio
ejecutivo: hace las leyes y aspira a ejecutarlas.
»El partido progresista quiere la desamortización completa y ab-
soluta; el moderado sostiene la amortización eclesiástica y el diezmo.
»El partido progresista quiere que la Iglesia no sea un Estado en el
Estado, y que limitada a su santo ministerio, renuncie a la política y dé
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a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César; el partido mo-
derado ha hecho de ella un instrumento de partido, comprometiendo
los intereses sagrados de la Religión en la monstruosa alianza de éstos
con los intereses transitorios y perecederos de la tierra.
»En suma, el partido progresista, reconociendo que el movimien-
to regenerador preparado por veinte siglos de losofía, de examen y
adelantos en las ciencias y en las artes toca a la madurez; auxiliado
por el análisis y la experiencia, admite todas las reformas prudentes
que reclaman el espíritu del siglo y las verdaderas necesidades de los
pueblos. Reacio a las lecciones de lo pasado; ciego voluntario que no
ve lo que contiene lo presente; optimista ridículo que vive de día en
día satisfecho y contento sin tener para nada en cuenta lo futuro, el
partido moderado proclama la resistencia y adora la inmovilidad; es
decir, siembra con sus propias manos la semilla de las insurrecciones y
abre en cierto modo el camino de la barbarie. No hay que dudarlo: la
resistencia engendra la resistencia y la inmovilidad trae el retroceso.12
Capítulo ii
Puntos de semejanza y analogía que guardan entre sí estos documentos. Todos
ellos están dentro del círculo constitucional. Son democráticos. Reconocen más
o menos explícitamente el gran principio socialista de la igualdad. Por qué no
hay en España proletariado. Método que debe seguirse en las reformas.
***
Los prospectos políticos que en sustancia y el compendio acaba-
mos de poner a la vista de nuestros lectores, así tienen semejanzas y
analogías, como desconcordias y oposiciones que conviene examinar.
Desde luego se notará que todos ellos están de acuerdo en sugerir, para
el establecimiento de las reformas, medios pacícos que dejan a salvo los de-
rechos adquiridos, todos los intereses legales existentes, los fueros del orden
público y las leyes, la dinastía reinante, la constitución monárquica del país
y sus relaciones con los pueblos extranjeros. Todos ellos creen proponer re-
medios y satisfacciones oportunas para los males y necesidades presentes, no
12 El Clamor, números del 22 de abril, 3 y 5 de mayo de este año.
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menos que para las necesidades y males contingentes del tiempo por venir,
librando el triunfo de sus doctrinas respectivas solamente en las modica-
ciones espontáneas de la opinión pública, o cuando más, en las disposicio-
nes de un congreso nacional constituyente convocado con el asentimiento
y acuerdo de todos los partidos, a gusto de la nación y por el uniforme y
general convencimiento de su necesidad y conveniencia. No pudiendo pre-
determinar época ja a una reacción del espíritu público, favorable, con tales
condiciones, a su intento, todos ellos están conformes en ar al movimiento
expansivo y conquistador de las ideas el poder de realizar las suyas sin con-
ictos ni turbaciones peligrosas. Su carácter más uniforme parece ser el de
conciliar las desavenencias que nacen en política del choque de las pasiones
e intereses. Convienen todos en reconocer y seguir las tendencias del espí-
ritu liberal democrático; pero no se asocian, por lo menos directamente, ni
de un modo absoluto, a la obra de la escuela revolucionaria del siglo pasado;
obra, por excelencia, de demolición y negaciones, que el verdadero espíritu
de nuestro siglo pugna por trocar en obra de edicación y armaciones. Fi-
nalmente, si alguno, estimulado por el fuego de la convicción o encendido
en impaciencia, propone reformas radicales a que por la cuenta no se presta
la situación peculiar del país y que se apartan del camino más llano y manual
que siguen los otros, conviene con ellos en dar satisfacción a los principios
y a los intereses que piden la reforma, sin destruir los que la rechazan o ase-
gurándoles una indemnización equitativa. Si, como es natural, reclaman la
modicación de muchos hechos existentes, reconociendo ser legítimos con-
forme a ley, conforme a ley los amparan; ningún sacricio sin compensación
exigen; no quieren una victoria debida exclusivamente a la fuerza bruta, ni
aspiran a crear un estado de violencia entre vencedores y vencidos, déspotas
o conspiradores; sólo desean que el bien de todos empiece por ser una idea
de todos y sea luego una ley para todos hecha y en benecio de todos apli-
cada con imperio justo, incontrastable y perpetuo. Así que no puede decirse
que obren en ellos, ni en sus consejos el poder, el interés y las pasiones, lo que
no la justicia y la razón.
Exceptuando el de La Nación, que no merece nombre de progra-
ma, ni es símbolo de partido, ni reconoce sistema, ni es en suma más
que plan de conducta tan aplicable a una parcialidad como a otra de las
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dos que militan bajo la enseña liberal; exceptuando, decimos, el de La
Nación, de todos los prospectos de reforma que acabamos de ver puede
y debe decirse, y decimos, que son democráticos, así por partir del prin-
cipio fundamental de la soberanía del pueblo, cuanto por proponerse
como objeto y blanco de sus miras la medra, mejoramiento y regenera-
ción de esa clase de la sociedad que menos se ha aprovechado hasta hoy
de las precedentes evoluciones y conquistas de la moderna civilización.
Todo, en efecto, ha sido hasta ahora para el estado llano, y desde
1789 acá no ha pasado día en que haya dejado de añadirse una yugada a
su heredad o un orón a su corona. Cayeron los privilegios y vallas que
lo separaban de la nobleza; conquistó la igualdad civil y política; llegó a
todos los empleos; gozó, en n, de los benecios de la ley que suprimía
los mayorazgos y vinculaciones, entrando a la parte en la división de las
propiedades. Otra clase de la sociedad ha participado también de estas
ventajas por consecuencia de la supresión del feudalismo y de la venta
de los bienes nacionales; queremos hablar de los aldeanos y labradores
rústicos, cuya condición se ha mejorado con la extensión dada al cultivo
de las tierras y con las divisiones y subdivisiones de los predios.
¿Por ventura ha sido tan feliz como el hacendado, el propietario, o
el labriego, ese siervo del mundo moderno llamado de presente según
la nomenclatura de la ciencia y por antonomasia, proletario?
El profundo cambio realizado por la gran revolución francesa de
1789, tan beneciosa a las clases medias, trastornó completamente la
organización de las industriales e introdujo una novedad cuyos efectos
mezclados de bienes y de males no ha recibido aún el ordenamiento y
regla convenientes. Estaban las industrias en lo antiguo sujetas a cier-
tos reglamentos y formaban los obreros y menestrales corporaciones
dotadas de verdaderos privilegios, en cuya razón poseían el derecho
de admitir individuos en su gremio o de él excluirlos. Pero suprimi-
das las corporaciones políticas, religiosas e industriales, así en Francia
como en todas las naciones donde ha penetrado con la guerra y con
el progreso de las luces el espíritu democrático de sus revoluciones,
el régimen del monopolio y de los privilegios cedió su puesto al de la
libertad absoluta; desaparecieron los cuerpos y comunidades de ley,
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y ya no hubo más que individuos árbitros de su vocación, dueños de
su persona y voluntad, desembarazados de toda enojosa disciplina y
sin otros medios de atender a precaverse de la miseria que sus propios
esfuerzos personales. La ley francesa de 1791 (modelo primitivo de
todas las de su clase) no sometió el ejercicio de las profesiones sino a
los reglamentos de policía, y en su celo por la libertad del hombre y
por la emancipación del trabajo, en un mismo punto y sitio proclamó
éstas y proscribió las asociaciones voluntarias que debían completarlas
y sin las cuales sólo a medias e imperfectamente pueden existir.13
Pretenden algunos que este sistema de absoluta libertad fue des-
truido o profundamente modicado de luego a luego por la Conven-
ción y el Imperio; pero aquí se confunde la centralización política y
gubernativa con el individualismo social proclamado desde 1789;
pues si es cierto que los gobiernos han cortado los vuelos a muchas in-
dustrias y aun en ciertos casos beneciado exclusivamente algunas en
provecho del sco, tales como la enseñanza pública, el ministerio ecle-
siástico, los trabajos de utilidad común, el tabaco, la sal, los correos,
las bebidas alcohólicas, la pólvora y otras más que no viene al caso
enumerar, también lo es que semejantes excepciones, raras y variables,
en manera alguna cambian las condiciones esenciales y característi-
cas de las clases trabajadoras, quedando por lo tanto subsistente y en
toda su fuerza y vigor el hecho de que el trabajo es para menestrales
y artesanos una obra libre, dependiente sólo y directamente de su vo-
luntad: indirectamente de sus necesidades y deberes. Salvo, pues, el
caso de verse empleado en algún ramo de industria de los estancados
por el sco o en uno cualquiera de los de administración pública, el
obrero, así como el artista, el mercader y el literato, es dueño de sí
mismo con toda la plenitud de su albedrío; árbitro hasta cierto punto
de su suerte; señor de su voluntad; esclavo, sí, de sus necesidades, de
sus pasiones y de los errores de las leyes. De que se sigue que un estado
semejante, puesto que origen de grandes bienes y estímulo ecacísimo
y condición necesaria de todo posible progreso y mejoramiento social,
es ocasionado a grandes males y a todas luces insuciente para hom-
13 V. artículos 1° y 2° del Decreto de 2-17 de junio de 1791.– miguel CheValier, Lettres sur
l’organisation du travail, pág. 266.
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bres que careciendo del vagar y respiro indispensables al cultivo del
entendimiento, no tienen tampoco la seguridad de reunir un peculio
propio, ni muchas veces la bien triste de morir trabajando.
¿Cómo desconocerlo? ¿Cómo negarlo? La libertad industrial es el
individualismo para el obrero y la concurrencia para el productor: conse-
cuencias ambas no menos fatales que sujetas a terribles inconvenientes;
mas de aquí no se deduce, ni puede deducirse, que convenga volver a los
gremios, desandando lo andado; ni que a la independencia del hombre
deba sustituirse la omnipotencia de la sociedad; ni que la condición ve-
nidera del mundo haya de ser el sometimiento a las reglas de corporacio-
nes o comunidades imposibles, en razón a haber desaparecido el espíritu
ascético que en otras épocas les dio origen y que sólo puede en todos
tiempos conservarlas. Pero si la libertad es el resorte de la actividad hu-
mana, la mejor garantía del trabajo, el más rme contrapeso y más seguro
correctivo de la concurrencia que produce, también debemos reconocer
que menestrales y artesanos deben hallar fuera de su peculiar esfera un
amparo y apoyo que los ponga a cubierto de la miseria, que sus propios
esfuerzos no son poderosos a impedir. Ni llamemos libre y provechosa
concurrencia la lucha mortífera de los grandes capitales contra los pe-
queños, de que siempre, e infaliblemente salen maltrechos o perdidos los
segundos. En suma: la libertad no puede ni debe destruir las desigual-
dades necesarias, pero los gobiernos sabios tienen obligación de poner
todos sus conatos en disminuir y hacer desaparecer progresivamente las
desigualdades condicionales; cuanto más que unas y otras van siempre
acompañadas de un cortejo de abusos y violencias insufribles.14
Los programas españoles no pretenden descifrar este terrible enigma
de la civilización moderna dando solución a la enmarañada antinomia
del trabajo libre que conduce al pauperismo individual, y del trabajo
sujeto que traería por infalible resultado el pauperismo social; pero to-
dos ellos están contestes y conformes en reconocer el mal y en proponer
remedios indirectos, que al cabo, gradual y pacícamente, lo extirpen,
o si no, lo disminuyan en el grado y medida compatibles con la inte-
gridad de los sagrados cimientos sobre que estriban y viven prosperan-
do la civilización y la cultura humana. Cuéntanse entre esas medidas la
14 V. alph. grün, Le vrai et le faux socialisme, pág. 15 y siguientes.
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organización del crédito público, la libertad de Bancos,15 la libertad de
comercio, la enseñanza popular gratuita y obligatoria y otras muchas en
que habrán parado su consideración los lectores ilustrados.
Y no se diga que esas medidas, por parciales e incompletas, no
resuelven el problema; que apenas si son datos auxiliares que deben
tenerse presentes para su resolución, pero no la resolución misma, ni
su fórmula sintética.
“Bien sabido es de todos, responderemos con un excelente escritor
español y muy benemérito de la patria; bien sabido es de todos, que sin
embargo de lo mucho que se ha trabajado desde el origen mismo de
la sociedad humana en dar leyes justas a los hombres, en formar pro-
yectos y sistemas de gobierno y en apurar cuanto la política ha dictado
sobre esta razón de más atinado, sabio y prudente, todavía después de
tantos siglos de tentativas, esfuerzos, combinaciones y experiencias,
ninguna nación puede lisonjearse de tener la fortuna y la gloria de una
perfecta constitución, para lo cual acaso sería necesaria toda la sabidu-
ría del Supremo Legislador de los hombres.16
¿Han reparado los que tal objeción proponen que la solución del
problema social por excelencia, cual es el que versa sobre la emancipa-
ción del proletariado, la organización del trabajo, la concordia de dere-
chos entre el capital y los salarios y la coexistencia pacíca de todas las
clases, libres éstas, iguales y hermanadas; han reparado, decimos, que la
resolución de tamaño problema es acaso un secreto de la Providencia, o
el último término de la Civilización, a que sólo podemos acercarnos tro-
pezando y a ciegas para cumplir como meros instrumentos los designios
del Padre y Señor de este complicado mundo universo?
Por ventura abundando en este sentido, y queriendo decir que a la a-
queza humana no corresponde formar sistemas invariables ni proponer-
se objetos jos de conveniencia absoluta, sino tan sólo buscar soluciones
15 El señor borrego no es partidario de la libertad de Bancos como El Clamor y nosotros la entendemos.
En cuanto a La Nación, no sabemos que se haya explicado acerca de este asunto; cuanto más que debe-
mos suponerla inclinada al monopolio del crédito por estarlo al monopolio del comercio establecido
por nuestras leyes fiscales en beneficio de lo que hemos dado en llamar “industria catalana”.
16 marnez marina, Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español,
pág. 143.
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parciales y blancos y nes de utilidad relativa, como es relativo, mudable y
contingente cuanto nos rodea y nosotros mismos; por ventura pensando
así, escribió no ha mucho Proudhon las siguientes palabras, que han servi-
do de texto a muchos comentarios de amigos y enemigos de sus doctrinas.
Yo no tengo sistema, ni lo quiero; y rechazo formalmente la su-
posición que me atribuya alguno; porque nosotros los hombres no
comprenderemos el sistema de la humanidad sino al cabo de la huma-
nidad. Y se me da poco o nada del objeto. ue lo llaméis comunidad,
falansterio o como queráis; todo es uno, y no me importa ni me ocupo
en ello; que yo tan sólo busco medios.17
Sea cual fuere la íntima signicación que encierran estos conceptos
del más célebre, ingenioso y original novador de nuestros tiempos y
enemigo más capital del comunismo, todavía es cierto que ellos con-
tienen una gran verdad, cual es que nada se opone tanto al verdadero
espíritu de Progreso como el espíritu exclusivo, inexible y pedantes-
camente dogmático de sistema; no que nosotros reprobemos el cona-
to de dar una forma racional y cientíca a las teorías, como condición
indispensable de su certeza y prenda la más segura de su legitimidad,
sino que tenemos por absurdo el prurito de ajustar por fuerza los he-
chos todos y todas las ideas sin distinción a un molde dispuesto de
antemano, o a decirlo más bien, a un lecho de Procusto que las ator-
menta y disloca en honor de un vano y pueril articio dialéctico. No
empecen a la verdad el metódico ordenamiento de las doctrinas ni su
derivación lógica de un principio general y abstracto, antes por el con-
trario la guarecen y deenden; pero la insensata comenzó de reducirlo
todo a armazones y aparatos lógicos, con frecuencia no nos conduce a
otro término que al de habituarnos a huir por sistema de lo cierto para
arrojarnos en brazos de lo dudoso o de lo falso.
Como quiera, y hablando en general, uno de los grandes méritos
de estos programas consiste en la sobriedad con que, tomando de los
sistemas políticos modernos cuanto la ciencia y la buena práctica de
negocios justican y aconsejan, se lanzan a la vía de las reformas so-
frenados por el saludable temor de las revueltas que hoy asuelan y
17 V. Le Peuple del 21 de marzo de este año.
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conturban a casi todas las naciones de Europa; naciones atacadas de
un mal que corroe lentamente sus entrañas y contra el cual, o no hay
remedio, o debe éste provenir de una innovación radical en los basa-
mentos sobre que se hallan constituidas y que ya vacilan al embate de
las generaciones y de los intereses coetáneos.
Lejos de ser un mal, es un bien, y un bien precioso, esa sobriedad pru-
dente y casi meticulosa de nuestros hombres políticos. Más diremos: es
una necesidad; porque, ¿en cuál plausible o tan siquiera especiosa razón
podría fundarse la importación de esos exagerados sistemas socialistas, si
producciones indígenas de otros países, plantas exóticas de difícil cuando
no imposible cultivo en el nuestro? ¿Podemos acaso temer nosotros los
malos efectos de una producción fabril exuberante combinada con un
gran exceso de población? ¿Nosotros que no tenemos la que nuestro suelo
puede sustentar con sus frutos naturales; que aclimatamos a duras penas
en la estufa sofocante de una exagerada protección industrias que carecen
de germen peculiar y de pujanza nativa; que vemos perderse en las trojes
nuestros granos por falta de salida al extranjero y de consumo nacional;
que vemos acreditado por cierto y evidente en muchas de nuestras pro-
vincias el aforismo agrario de que dos cosechas abundosas seguidas sin
intermisión arruinan al labrador; que a las veces derramamos por el suelo
o damos graciosamente a los viandantes y mendigos nuestro vino, menos
precioso tal vez y en tales partes que el agua pura de las fuentes y los ríos;
nosotros, en n, que hablando con propiedad tenemos pobres, pero no
pauperismo, proletarios, mas no proletariado?
Dígasenos, si no, en cuál de nuestras poblaciones, la más rica o la
más pobre, la más ilustre o más obscura, se ven los horrores que en una
cualquiera de las ciudades o villas dedicadas a la labor de las manufac-
turas en esas prepotentes, envidiadas y orgullosas naciones de Europa.
Debajo de los modestos vestidos de nuestra mediocridad, ¿se descu-
bren acaso las llagas pestilentes que encubre apenas el manto de oro de
esos pueblos tan miserables a la par que ricos; tan acos en medio de
su fortaleza; tan bárbaros y tan civilizados a un tiempo?
No, por Dios. De nuestros menestrales y artesanos no puede decir-
se que viven sucia y torpemente hacinados como piaras de animales in-
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mundos en las cuevas y sótanos de las ciudades, o en buhardas vecinas de
las nubes, estrechas e insalubres; ni que pagan a precios exorbitantes sus
infectos escondrijos; ni que el trabajo mecánico subdividido hasta lo in-
nito los vuelve idiotas; ni que sus mujeres y sus hijos pierden la vida del
alma y del cuerpo en or a poder de la fatiga excesiva y de la corrupción;
ni que la concurrencia de industrias rivales, las suspensiones forzadas del
trabajo, las innovaciones intempestivas, las traslaciones de fábricas o las
crisis comerciales los entregan sin posible remedio a la terrible alternativa
de la inedia o del suicidio; no, por último, que mueren de hambre, que-
brantados y desnudos en los desvanes y subterráneos donde los abandona,
los olvida, y con frecuencia, vivos o muertos, los calumnia una sociedad
desapiadada, sin religión, sin sentido común y sin conciencia.
Males, y muchos, hay entre nosotros; pero son de otro género: si
no preferibles, más tolerables. Somos viciosos antes que criminales, y
tenemos más pobreza que plagas. No nos azota el cólera industrial, ni
nos invaden esas hambres nacionales que viajan como Aschaverus de
pueblo en pueblo, castigando en nombre y por el poder de Dios las
maldades de la falsa civilización de nuestra era, si bien nos hallamos
sujetos al rebenque de gobiernos ineptos y violentos, que a una con
insurrecciones y motines estólidos nos azotan como cómitres a galeo-
tes. Mas como quiera, no tenemos aún el honor de poseer una historia
completa de la prostitución llegada al extremo de mal irremediable
cuanto horrible; ni los miembros de nuestras academias viajan por
cuenta del gobierno encargados de estudiar las complicadas miserias
de nuestros obreros; ni la estadística de los crímenes y de los infortu-
nios populares ha llegado a ser, por el número increíble de éstos, una
ciencia honda y prolija; ni podemos alabarnos de tener una riquísima
biblioteca de autores consagrados exclusivamente a proponer paliati-
vos inecaces para males inmensos y crecientes; ni hemos comprado
n con el sudor y la vida de generaciones enteras condenadas a la más
infamante abyección, los prodigios y esplendores de un París, de un
Londres, de un Dublín, de un Lyon, de un Manchester, de un Bru-
selas, focos de luces y antros de tinieblas; a un tiempo miserables y
opulentos; a la par emporios de industria y nidos de piratas.18
18 Nada exageramos. Véanse entre otras muchas, la muy conocida obra de mr. parent-duChatelet
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Cuenta que no pensamos nosotros hacer aquí con tales motivos la apo-
logía de nuestra sociedad, ni mucho menos la apoteosis de los gobiernos
que la han azotado y combatido desde el tiempo de los reyes austriacos
(inclusive), hasta estos inefables que alcanzamos bajo el inujo cizañero y
embrollón del presente sistema constitucional. Estemos a razones, y vea-
mos sin pasión los hombres y las cosas, dando a cada cual lo que merece,
bien pesado en las balanzas de una benévola equidad. Y haciéndolo así ha-
bremos de confesar que nuestro estado de mediocridad, oscuro y pobre,
no tanto es efecto de nuestras virtudes y buenas costumbres, cuanto de la
falta de unas y de otras. Somos pobres porque carecemos de la energía que
otras naciones despliegan en la creación de la riqueza. Vivimos contentos,
porque Dios ha dado tanta luz y calor a nuestro sol, como indiferencia y
epicúrea apatía a nuestro carácter. Amamos la independencia porque so-
mos orgullosos. La libertad es para nosotros menos un sentimiento que un
instinto; combatimos por ella, y si vencemos, bueno; y abusamos; si sali-
mos vencidos, bueno también; y olvidamos y dormimos. La prostitución,
o a decir más bien, la vaga venus, bulliciosa, alegre e infecunda, no es entre
nosotros ni una necesidad, ni un ocio, ni un comercio: es un placer que
todos proseguimos sin más trabajo que alargar el brazo y coger en el árbol
el fruto prohibido. Semejante pueblo ha de ser por fuerza un pueblo muy
amable, galante y cortesano; pero de seguro nunca jamás será un pueblo
poderoso en la situación actual del mundo, si las instituciones no acuden
a neutralizar los inconvenientes y males del clima, de los hábitos y de los
vicios nacionales, con disposiciones prudentes y acertadas. ¿ué carácter
debe preponderar en éstas? ¿El carácter pacíco que inltre gota a gota
en la tierra el precioso licor de la civilización, o el carácter revolucionario
que embriaga con él a las naciones? ¿El carácter o sistema de aclimatación
paulatina que sigue cuidadosamente el germen de la planta en todas sus
trasformaciones sucesivas, o el método violento que arranca de cuajo un
árbol exótico para trasplantarlo a tierra ajena, aventurando su existencia o
librándola a los trances y azares de los tiempos?
Decidan la cuestión los que puedan previamente resolver esto-
tras: ¿posee España los elementos necesarios para una revolución,
sobre la prostitución, y una reciente de eugène buret, titulada: De la misère des classes laborieuses
en France et en Angleterre.
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cuanto profunda, fructífera? ¿Es uniforme, compacta, entera y briosa
la opinión pública? ¿La cultura del pueblo es general, es suciente?
¿Ha dado ya sus frutos el trabajo preparatorio de las ideas? ¿Caminan
hermanados por una misma vía los intereses y las opiniones? ¿Tienen
los partidos políticos aquella fuerza ingénita que excluye por inútil y
peligroso el uso de la fuerza bruta? ¿Nos hemos familiarizado con la
verdadera libertad? ¿Tenemos costumbres públicas? ¿Cuál es el princi-
pio, la idea generadora de nuestra losofía política nacional?
Y a este tenor otras muchas, innitas, con las cuales, a quererlo hacer,
podríamos llenar un volumen. Bien se nos alcanza lo que pueden decir,
y dicen en puridad, aquellos que, aun dando respuesta negativa a nues-
tras preguntas, todavía creen y tienen por seguro ser condición peculiar
de ciertos bienes no poderse obtener, sino a precio de muchos males
graves, como quiera que pasajeros. El sistema de la quietud, meticuloso
y quebradizo, dicen, no conduce ni puede conducir a otro término que
al enmohecimiento de las ruedas y resortes de la máquina social; con lo
que ésta se estanca o retrocede. Proceder con los pueblos al modo que
lo hacen con sus enfermos los médicos homeópatas, suministrándoles
dosis innitesimales, cuyas materiales divisiones y subdivisiones son un
problema, si ya no una inverosimilitud, tanto vale como declararse in-
curable o agitarse perpetuamente en un círculo vicioso: ¿cómo queréis
obtener las condiciones propias de un cierto orden de cosas, si jamás
salís de la órbita de un orden de cosas distinto o contrario al que deseáis?
Con eso y todo, después de bien consideradas y pesadas todas las ra-
zones del pro y del contra, sostenemos que las revoluciones “no se hacen”:
cuando más “se dirigen”; y mucho hará, mucho podrá, y muy grande se
quien real y positivamente las dirija de conformidad con la índole de ellas,
según el espíritu de los tiempos y en benecio de su patria.
Y ahora, para volver a los programas, decimos de ellos que su prin-
cipal mérito consiste en negar al espíritu revolucionario tanto cuanto
legítimamente conceden al espíritu democrático y socialista de la época.
No hay que asustarse, ni fruncir el ceño: los programas son demo-
cráticos y socialistas; socialistas, porque son democráticos; democráti-
cos y socialistas, porque aceptan la teoría del Progreso y proclaman el
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principio de la Soberanía Nacional.
Todos los sistemas socialistas exigen más imperiosamente hoy que
nunca un estudio serio, detenido y concienzudo, al que debemos proce-
der manteniéndonos a igual distancia del proselitismo enemigo de toda
censura, que del desdén que rechaza todo examen. Hay partículas de
verdad en los más grandes errores, como hay oro en el fango. Obsérvese
que los reformadores absolutos no permiten que sus obras de ninguna
manera ni en lo más mínimo se desmembren, porque intentan sacar de
golpe y a golpe seguro hecha y formada la sociedad de su turquesa. Con
ellos no hay regatear, ni razón de tanto más cuanto; se toma o se deja.
Pero la buena y sana crítica no admite semejantes pretensiones, porque
su deber es distinguir y separar lo verdadero de lo falso; ni más ni menos
que como es obligación del hombre de Estado distinguir y separar lo
peligroso de lo útil, dotando a su país con lo bueno, cualquiera que sea
su origen. Por haberse levantado a este gran punto de vista que abarca
espaciosos horizontes, ha reconocido G, en su reciente trabajo
sobre la democracia, que las doctrinas socialistas tienen su lugar propio
en el gran movimiento de la humanidad y de la civilización.19
“Buen socialista no es, pues, el que sueña, ni el que trastorna, ni
el que violenta: es el que busca constantemente el verdadero progre-
so, respeta el estado social creado por los siglos y no se ocupa sino en
desenvolver sus ventajas y disminuir sus inconvenientes. Este tal no se
engaña a los demás creyendo y dando por mejora lo que no es más que
cambio, y por progreso lo que no es más que movimiento; sabe que
también se marcha hacia atrás, y que no por cambiar y estar de otra
manera debe uno hallarse mejor que antes. El socialista es V
trazando un sistema de contribuciones con el pío designio de aliviar
la espantosa miseria del pueblo, deshecho por el ruinoso despotismo
de Luis XIV. El socialista es N consagrando las conquistas
democráticas de la Revolución en el Código Civil. Y es, en suma, R-
 P añadiendo a las reformas políticas, las más amplias refor-
mas mercantiles, scales y económicas.20
19 Véase la primera parte de esta obra.
20 alph, gn, escritor moderado y economista, Le vrai et le faux socialisme, págs. 11 y 12.
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Así son y así deben ser socialistas los programas españoles; a la
manera que todas las inteligencias ilustradas y todos los corazones
generosos. Conducidos por la ciencia hermanada con la observación
de los hechos al estudio de las verdades y principios susceptibles de
aplicación, tienden a conseguir mejoras y aprovechamientos reales sin
turbación ni trastornos: a todos sirven y a nadie asustan. ¿ué aprove-
cha discurrir y disputar altas cosas de la Sociedad y del Gobierno, por
donde trastornamos el Gobierno y ofendemos a la Sociedad, contur-
bando ánimos y dislocando intereses? Por cierto las palabras subidas,
ni las abstrusas recónditas teorías no hacen hombres de Estado; mas,
la sobria innovación y la reforma lenta y juiciosa conducen a la perfec-
ción conservando el sosiego de los pueblos.
Tienen, pues, los autores de estos escritos el derecho de exigir
que no se confundan sus doctrinas con las huecas declamaciones, las
amenazas revolucionarias, ni las excitaciones soberbias que usurpan
el nombre de democracia y socialismo, concitando a éstos entre la ig-
norante muchedumbre la animadversión y el desprecio.
“El modo de hacer más raras las revoluciones, sería el de hacer más
fáciles las reformas”.21 Si el que escribió este sensato concepto hubie-
ra obrado en el gobierno según su espíritu, no lloraría hoy, caído del
trono y desterrado de su patria, este grave error de todos los estadis-
tas modernos, que consiste en ser unos en la oposición y otros muy
distintos en el manejo práctico de los negocios públicos. ¡Pues qué la
verdad pura, la verdad sin mezcla de preocupaciones, la verdad alcan-
zada por medio de la razón y con el instrumento de la ciencia, ¿no será
nunca aplicable? ¿Estará condenada a ser siempre proclamada y nunca
cumplida? ¿Pensar será una cosa y otra ejecutar? ¿ué aprovecha la
losofía especulativa, ni el más alto saber, ni el talento más perspicaz
y claro, si sólo sirven para destruir y no para edicar; si niegan hoy lo
que ayer armaron; si cuando debieran caminar se detienen; si cuan-
do debieran elevarse se abaten? Vanidad de vanidades y todo vanidad,
sino amar y servir a su país honrando la verdad y cumpliéndola. Suma
sabiduría es, por el amor de la justicia, ir a la medra y aprovechamiento
21 luis felipe, rey de los franceses, en una carta al obispo de lansdaff.
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del Estado. Sumo error es romper los andamios con que se ha subido
al poder, contradecirse a sí mismo, y abandonar la causa del pueblo.
Tales y tantas cosas sienten y sostienen los autores de los progra-
mas, creyendo, con sobrada razón, que “el orden es la libertad fecun-
dada por el poder, la resistencia atemperada por la previsión, y la fra-
ternidad del Evangelio puesta en acción y convertida en ley.22
Cuanto más que es gran necedad decir que no debemos hacer
ninguna alteración, o si alguna, supercial y pequeña en el edicio
de nuestras leyes políticas y sociales, alegando no hallarnos nosotros
en la situación social ni política de otras naciones. En la situación so-
cial, puede concederse hasta cierto punto por los motivos apuntados
más arriba: más si se trata de la situación política, ¿sostendrá alguno
que debajo de las formas y apariencias mentirosas del sistema consti-
tucional tenemos y cumplimos realmente el sistema representativo?
Y luego, si por consecuencia del pobrísimo desarrollo de nuestras in-
dustrias y población no tenemos hoy la ventaja de deplorar los efec-
tos producidos por su excesiva expansión en otros países, ¿deberemos
aguardar a vernos en una situación idéntica para acudir entonces al re-
medio de un mal acrecido sobre modo y terrible por extremo? ¿Nada
debemos preparar, ni nada precaver en la expectación de un resultado
necesario, si por ventura algún día llegamos a competir en industria,
riquezas y poder con los demás pueblos cultos de la tierra? Acabemos
de desengañarnos: no tenemos gobierno porque no tenemos opinión:
no tenemos proletariado porque carecemos de industria.
A facilitar el desenvolvimiento de ésta por medio de la libertad,
enemiga de privilegios y monopolios; a resolver, ahora que podemos
hacerlo fácilmente, los grandes problemas que agitan a otros pueblos,
y a proceder en todo con buen ánimo y esfuerzo constante, empezan-
do por dar al pueblo en abundancia el pasto moral e intelectual de la
enseñanza pública, deben dirigirse los conatos de todos los hombres
pensadores y amantes de la patria. A tan sanos y apetecibles nes van
encaminados los programas.
22 e. de girardin. V. La Presse de 4 de marzo de 1848.
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Capítulo iii
En qué difieren los programas. Peligro de dar a lo que se llama “política
de los intereses materiales” una atención y cuidado exclusivos. Amalga-
ma del partido progresista y del antiguo puritano. Distínguese en esta
amalgama lo que conviene al partido progresista en general, de lo que a
sus caudillos y prohombres en particular.
***
Hasta aquí las semejanzas. Veamos ahora las diferencias, no poco
importantes, que estos escritos tienen entre sí. Patentes son.
El del señor B acepta la constitución actual y arranca de ella
como de sólido e inmoble punto de partida para llegar a las reformas que
el espíritu del siglo, las circunstancias generales de Europa y las nuestras
peculiares aconsejan. Para él esa constitución es un instrumento imper-
fecto, pero del que puede y debe sacar gran provecho un hábil artista, con-
sumado en los secretos de la composición y la armonía. Camino tal cual
llano y descampado, tan sólo requiere para conducir al término apetecido
ser desenmarañado y con buena dirección y rme propósito seguido.
Mal avenido El Clamor con las supresiones de principios hechas
en ella por el partido moderado, aspira a restablecer la letra y el espí-
ritu del texto, con el mismo esmero y la misma prolija solicitud que
pondría un bibliómano de nuestros días en restituir a su prístino esta-
do de perfección y de pureza un precioso manuscrito de T, de
T L o de P, alterado por copistas ignorantes.
Ambos a dos, sin embargo, convienen en tener por extremo de
toda apetecible perfección política el sistema constitucional introdu-
cido en España por las leyes fundamentales de 1837 y 1845. Para el
uno y para el otro el genuino y cabal cumplimiento de estas leyes (con-
cordes en el fondo) es el “n” de la ciencia social: “menos”’ como dice
El Clamor, es “reacción”: “más, sería “demagogia”: “sólo debe aspirar-
se a establecer el gobierno «representativo-verdad»”. La democracia,
pues, según ellos, no puede pasar los límites del sistema constitucional
conocido; llegada a ellos, ha de transformarse en doctrinarismo, eclec-
ticismo o puritanismo liberal, y desaparecer ipso facto.
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No piensa así, por la cuenta, el de A. En el sentido de este de-
nodado e ingenuo campeón de la verdad y del buen derecho, “más tarde
o más temprano la Constitución de 1845 será destruida”; ni cree que
el partido progresista “aceptaría ya la de 1837”, en la que preponderó, y
lo hizo todo un deseo de transacción y concordia de principios que ha
dado por fallido la experiencia. Salvo que para él un sistema político no
es “n, sino “medio” de llegar “a un buen sistema económico y social”.
Ya antes hemos dicho, apoyándonos en el testimonio de publicis-
tas respetables, cuánta sea la importancia, signicación y verdadero
sitio de las ideas y de los principios abstractos en las cuestiones rela-
tivas a las formas de gobierno.23 No insistiremos, pues, en esta razón,
siquiera nos permitamos hacer presente al de Albaida que su opinión
tiende a dar más y mejor lugar del merecido y legítimo en la goberna-
ción y manejo de los negocios públicos a los intereses materiales de los
pueblos; no advertido acaso de que éstos vivirán siempre entumecidos
y mutilados, sin acción ni posible desenvolvimiento, allí donde no im-
peren los sanos principios de la losofía y del derecho.
“La vida de la sociedad no está ni consiste en el orden puramente
material; ni se fundó el Estado con el único exclusivo n de satisfa-
cer necesidades físicas. El aumento de las riquezas y el progreso de los
goces no crean entre los hombres lazos reales; que un bazar no es una
ciudad. uerer reducir a relaciones de esta especie las que deben ser
primordiales y constitutivas en una nación, valdría tanto como bus-
car las leyes de la naturaleza humana y de la naturaleza social en lo
que el hombre tiene de común con los animales, y rebajar la dignidad
de las criaturas inteligentes hasta poner a éstas al nivel de los brutos;
condición indispensable para el éxito de tal intento. Porque mientras
el hombre siga siendo un ser moral e intelectual, las leyes del orden
moral y las de la inteligencia se manifestarán de una manera invencible
en el teatro del mundo y dominarán las demás leyes. ¿ué decimos?
Serán las únicas grandes y esenciales leyes de la sociedad”.24
23 Véase en la primera parte de este libro la opinión de Guizot, la de fonfrede, y portalis.
24 lamennais, Obras completas, tomo II, pág. 78. Y adviértase que esta opinión del célebre abate es
una de las muy pocas que no han padecido alteración en su cambio de ultramontano en socialista.
Tomamos esta cita de su tratado de La Religión en sus relaciones con el orden político y civil, obra que
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Y en otra parte: “todo lo que anima, todo lo que fecunda pertenece
al cristianismo y de él proviene: hay en su seno algo del D vivo... La
prosperidad material de la sociedad, que ahora nos deslumbra y alucina
con su brillo, hallará en sí su propia ruina, y aun cuando debiese durar
más tiempo del que prometen las bases sobre que está fundada, ¿qué
importa a los incionados de la peste la rica decoración del lazareto?”.25
Demos a las reformas administrativas y económicas, a los regla-
mentos de Hacienda, de Comercio y Obras públicas, a los intereses
materiales, en n, la importancia que merecen; tiénenla muy grande,
pero no superior a todas, ni mucho menos exclusiva. A las veces refor-
mas de esa especie han servido en manos del despotismo para rema-
char las cadenas de los pueblos y para sofocar el espíritu de libertad e
independencia; ni hay nada en el mundo menos liberal que el sistema
que tiende a concederles una preponderancia absoluta y sin término
sobre los demás elementos constitutivos de la sociedad.
Y, para no citar más que un ejemplo, ¿no es así que el movimiento
reformador fue introducido en el continente europeo el año de 1814,
formal y explícitamente recomendado y amparado por la Santa Alian-
za? Para combatir a N, tuvieron que imitarlo, o a decir más
bien, copiarlo los aliados; copiáronle durante la guerra prometiendo a
los pueblos libertad, y también lo copiaron cuando, nada la guerra,
ahogaron el espíritu de libertad a poder de reformas lenitivas y de in-
novaciones deletéreas. ¿Cuál fue el secreto del despotismo imperial?
N fundaba su imperio realizando por sí todos los proyectos
administrativos de la Convención. ¿Cuál fue el pensamiento de la San-
ta Alianza? Ella rehízo y retocó todas las reformas napoleónicas, aco-
modándolas al paladar del absolutismo. Italia, por ejemplo, entregada
como botín de buena guerra a Austria, menos fue vencida por las armas
que por la fuerza de las reformas administrativas y económicas.26
no debe ser nada sospechosa a nuestros moderados y absolutistas y que unos y otros citan como
modelo de ortodoxia política y papal.
25 lamennais, Mélanges religieux et philosophiques, préfaCe.
26 V. en La Revue Indépendante, tomo XIII, un interesante trabajo de J. ferrari, titulado: “Cuestión
italiana”. Número del 10 de enero de 1848.
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Desconemos, pues, de esa comezón a veces indiscreta de refor-
mas que hemos bautizado con el pomposo título de fomento de los
intereses materiales, y sin postergar de modo alguno a éstos ni en lugar
ni en ocasión, démosles tan sólo la ocasión y el lugar que merecen, no
como origen del orden social, sino como complemento de otros prin-
cipios más elevados que lo mantienen y sustentan sobre el rmísimo
cimiento de las creencias religiosas y morales de los pueblos.
Y ahora, para ver hasta qué punto dieren las opiniones del señor
B y las de El Clamor, de las de El Siglo, bastará recordar las
palabras que éste escribió, así en su prospecto primitivo como en otros
lugares y que ya conocen los lectores. Para El Siglo, en efecto, la de-
mocracia es el último “término” político de la civilización moderna;
sin que esto quiera decir que niegue la posibilidad de llegar, en otras
grandes épocas futuras del mundo, a nuevas formas desconocidas hoy,
hasta el límite que la Providencia haya señalado en su innita sabidu-
ría a las transformaciones y a la vida de la humanidad. Para El Siglo,
los actuales sistemas de gobierno, en cuanto susceptibles de perfec-
ción, son “mudables. Para El Siglo, el gobierno representativo es un
medio” que debe conducirnos a la democracia como acabamiento
necesario del cristianismo: una forma, aceptada y aceptable, porque es
lógica, que ha revestido el progreso para caminar sin descanso al n de
la actividad humana, pero forma esencialmente temporal y transitoria.
Por lo tocante a La Nación, no hallamos en su programa, si hemos
de decir nuestro íntimo pensamiento, vestigio ninguno de sistema polí-
tico procedente de una operación racional o de un método puramente
dialéctico, pero sí un conato visible de preparar la amalgama de cierta
porción de individuos del partido progresista con otra de sujetos perte-
necientes al bando moderado; o, hablando con más claridad, la amalga-
ma de los progresistas llamados constitucionales con los antiguos purita-
nos. Nada está más distante de nuestro ánimo que el intento de ofender
a ninguna persona ni a ningún partido con palabras o con reticencias,
porque nada tampoco es más inofensivo que el propósito que hemos
resuelto llevar a cabo en este libro. Y así declaramos que en el conato por
nosotros atribuido a La Nación nada raro ni malo vemos; ningún n
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avieso colegimos; ninguna censura directa o indirecta apuntamos. Po-
dríamos probar con hechos individuales y colectivos el aserto; podría-
mos elevarlo a la categoría de demostración palmaria, citando palabras
habladas y escritas. ¿Para qué? Tenemos por tan natural, tan necesaria
semejante amalgama, cuanto que, según hemos dicho en otra parte,27
es consecuencia forzosa de la ley de composición y descomposición a
que están sujetas las parcialidades políticas en su existencia militante en
su lucha continua, en su incesante y legítima aspiración al progreso y al
poder. Aquí hay, pues, no tanto voluntad de personas y cálculos de inte-
rés, como imperio de premiosas circunstancias, aprovechamiento de la
cosa pública, mandato irresistible de la necesidad. Así, por último, debe
ser, si algún día ha de cumplirse el deseo de El Clamor, y dejan de estar
vinculados en una bandería el gobierno y la suerte del país.
Dicho lo cual, permítasenos observar que lo que desde luego ex-
plica y hasta cierto punto justica la conducta de algunos individuos,
siquiera sean prohombres y jefes principales de partido, no debe en-
tenderse del partido todo, tomado en grueso; o de otro modo: que si
la necesidad de conciliar ciertas obligaciones políticas coetáneas con
la gobernación de una determinada parcialidad, exige de parte de sus
caudillos algunas concesiones, con todo eso ha de partirse del supues-
to que semejante parcialidad no renuncia a sus doctrinas primitivas,
ni abdica ante el apetito egoísta y pasajero del mando sus sentimientos
generosos, ni sus intereses permanentes.
No es nueva la situación en que hoy se encuentra el partido progre-
sista español respecto de los demás partidos militantes y del gobierno
del Estado; antes, por una singular cuanto curiosa coincidencia, viene
a ser ella la misma que ya tuvo a nes del año de 1847 y principios
del de 1848. Entonces, como ahora, prometió el ministro gobernar
ciñéndose a la letra y conformándose al espíritu de la ley fundamen-
tal; entonces, como ahora, manifestaron los Consejeros de la Corona
querer entrar por primera vez en la vía de la legalidad, abriendo las
puertas de la patria a los que por causas políticas y sin forma de juicio
ni sentencia gemían en el destierro; entonces, como ahora, las dulces
27 programas polítiCos, primera parte, pág. 403.
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palabras de tolerancia, de concordia y de justicia resonaron en el recin-
to de las Cortes haciendo palpitar de júbilo y esperanza a más de un
corazón poco avezado al desengaño; entonces, como ahora, hubo ví-
tores, y palmadas y aplausos en los escaños y tribunas de las cámaras le-
gislativas; elación orgullosa de los ministeriales; modesta compunción
de los oposicionistas; promesas recíprocas de olvido; manos enemigas
estrechadas en son de amistad y llevadas al pecho con extremos de
cariño; lágrimas de admiración; asombros; aspavientos; bulla; nada.
Nosotros no hallamos ninguna diferencia entre las promesas hechas
en octubre de 1847 y las que no hace mucho oímos en este junio de
1849. Como no consista la tal diferencia en los nombres de años y
meses, lo demás todo es igual: acto primero y acto segundo del mismo
drama; el escenario el mismo; los mismos autores; los mismos actores;
los mismos espectadores, y el éxito de la representación uno mismo.
Ahora bien: ¿cuál fue entonces el lenguaje de los progresistas or-
todoxos? ¿ué decían a los moderados cuando éstos los convidaban
en tono agridulce a poner por obra esa misma amalgama que hoy efec-
túan sin aparente, ni acaso real oposición, en el crisol del Ministerio?
Aquí vamos a abrir un paréntesis episódico con capítulo aparte,
porque el asunto lo merece.
Capítulo iV
Esfuérzase este último punto con el ejemplo de lo que pasó el año últi-
mo. Modos diversos de gobierno.
***
El Faro, El Heraldo, y más o menos, todos los periódicos moderados,
se deshicieron entonces en alabanzas al Ministerio, y como guiados por
un pensamiento común conjuraban a la prensa de la oposición que arro-
jase sus armas y se retirase del combate poniéndose al lado del Gobierno.
El Español mismo, periódico que tanto se distinguió por su templanza y
que tantas veces en épocas anteriores había luchado con denuedo hasta
derribar los varios Ministerios presididos por el señor D  V-
, no contento en la ocasión con prestar a este personaje su apo-
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yo, se enardeció contra los progresistas al punto y extremo de censurar
amargamente la guerra que le hacían por contraria al bien del país y a los
intereses de su propio partido.
En tesis general, contestaban éstos, es absurdo exigir que un par-
tido favorezca con su simpatía y con su apoyo al gobierno salido del
seno de un partido opuesto, por más que haya casos y circunstancias
en que semejante gobierno pueda merecer de sus naturales enemigos
una suspensión de hostilidades o una modicación en la guerra, al
modo que entre dos ejércitos beligerantes se celebra un armisticio, o
a la lucha sin cuartel, propia tan sólo de salvajes, se sustituye la guerra
civilizada, digna de pueblos cultos.
Tal era el caso en que, según El Español, se encontraban respectiva-
mente el Gobierno y el partido progresista.
“No pudiendo éste, decía, subir al poder en las circunstancias pre-
sentes, por carecer de las condiciones parlamentarias que deben con-
currir en el Ministerio de una nación representada en Cortes, ¿qué
combinación es capaz de ofrecerle las ventajas de que disfruta bajo la
administración del D  V?
Conciliación, unión, olvido de pasadas disidencias, cooperación
mutua en la grande obra de la prosperidad nacional, consagración ab-
soluta a la defensa del Trono y a la observancia de las leyes, tales son las
cláusulas de su programa. Hasta ahora lo vemos puesto en efecto con
delidad escrupulosa: ¿qué más pueden apetecer los progresistas?”
En toda esta argumentación, replicaban los interpelados, ni siquie-
ra indirectamente se mencionan principios, doctrinas ni sistemas polí-
ticos o administrativos: tan sólo se arguye con planes de conducta. Re-
clama el Ministerio como un derecho el apoyo del partido progresista.
¿Por qué? Porque ha prometido, olvidando las tradiciones del partido
moderado y las personales del señor Presidente del Consejo, abstener-
se de aquel sistema de ciega y desatentada violencia contra hombres y
cosas que ha convertido entre nosotros el gobierno representativo en
un absolutismo disfrazado; porque ha ofrecido echar un velo sobre
sus propios errores y los ajenos; porque ha ofrecido la observancia de
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las leyes; porque ha ofrecido, en n, no cuanto debe “prometer”, sino
cuanto debe “hacer” un gobierno para ser digno de tal título, y lo que
es más, para administrar, para gobernar, para vivir.
Demos por sentado que el Ministerio del señor D  V-
 tiene un origen legítimo; concedamos que sinceramente se ha pro-
puesto y con lealtad lleva a cabo un sistema de gobierno, cuya mayor
recomendación estriba en diferenciarse profundamente del de los ante-
riores Ministerios procreados por el partido moderado; reconozcamos
que semejante sistema, menos que de favor, de neutralidad respecto del
bando progresista, no tiene por blanco la efectuación de ningún plan
egoísta, sino el bien desinteresado de la patria; confesemos que es un
producto espontáneo de la voluntad y de la inteligencia de sus autores
y no una fórmula impuesta por la necesidad; proclamemos, en n, que
ningún otro Ministerio moderado posible puede ofrecer al país más ga-
rantías de legalidad, ni a nuestro partido más prendas de tolerancia.
Todavía, después de estas importantes concesiones, debemos pa-
rar mientes en algunas dudas cuya resolución es necesaria para decidir
con acierto la cuestión sobre si el partido progresista debe o no prestar
al Ministerio un apoyo incondicional y absoluto.
Véase una de esas dudas. Al modicar el Gobierno su plan de con-
ducta, alejándose lo más posible de los antecedentes gubernativos
propios y de su mismo partido, ¿modicará, por ventura, también su
sistema político?
No basta, en efecto, que un gobierno, pudiendo hasta cierto punto
ser impunemente violento, arbitrario e ilegal, preera ser manso, regu-
lar y obedecedor de las leyes; porque, abstenerse del mal, pudiendo a
mano salva perpetrarlo, argüirá cuanto se quiera, desengaño, moralidad,
cansancio, arrepentimiento, pero no ciencia, no principios nuevos, no,
en suma, variación radical en las ideas, única condición que en buena
lógica se debe ofrecer a los partidos como garantía de una gobernación
que se aparta de uno de ellos para ladearse a las doctrinas e intereses de
otro puesto. Enhorabuena pues, el Ministerio actual se distinga de los
ministerios que el señor D  V presidió en épocas no
remotas, y que también se diferencie de los Ministerios moderados an-
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teriores, y que sea distinto y que se aventaje a todo Ministerio moderado
posible. A esto diremos: lo uno, que semejante “conducta” carece de la
salvedad de un “sistema” peculiar; lo otro, que no pasa de ser una mane-
ra de obrar, más o menos hábil, pero puramente “personal, cuya dura-
ción está sujeta a mil contratiempos y quiebras imprevistas; lo tercero,
que por lo mismo que se aparta de las tradiciones, de los antecedentes
y de los principios del señor presidente del Consejo de Ministros, así
como de las tradiciones, antecedentes y principios del partido a cuyas
las pertenece, se halla muy expuesto a ser rechazado algún día por éste
en el Parlamento y en la Prensa; lo cuarto, que en el seno mismo del
Ministerio carece ese plan de un asentimiento igual en cada uno de los
individuos que lo forman; lo quinto, por último, que no basta para regir
el país con el prestigio y la autoridad de un sistema reconocido y acep-
tado por el partido vencedor, ni análogo tan siquiera a los principios
verdaderos de los bandos vencidos o neutrales.
De aquí otras dudas. ¿Corresponde su sistema de gobierno, si tal
nombre queremos darle, a un cierto y determinado número de ideas y
de necesidades con probabilidad de realizar las unas y de satisfacer las
otras? ¿Conviene al partido progresista esconderse, o mejor diremos,
desaparecer moral y físicamente detrás de semejante Ministerio, pres-
tándole un apoyo absoluto y echando sobre sus hombros la responsa-
bilidad directa de ajenos actos y de ajenas intenciones? ¿Nada más le
queda que hacer a este partido sino fundirse en una fracción del partido
opuesto, poniendo a su disposición hombres e intereses, entretanto que
cubre con un velo principios y doctrinas? Semejante marcha, ¿conduci-
rá al n apetecido de regenerar los bandos políticos de España?
Tiempo es ya de jar principios reguladores de conducta para impe-
dir el escándalo de las deserciones que so capa del bien público disminu-
yen y desconciertan diariamente las las de los bandos contendientes.
Preciso es que sepamos cuáles son las ideas que los separan unos de otros;
cuáles las que de común acuerdo y en general concordia pueden realizar-
se; cuáles las que piden el impulso de uno solo de ellos con exclusión de
todos los demás. Preciso es también que matices políticos determinados
por circunstancias pasajeras, y que mueren comúnmente con ellas, sin
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dejar vestigios de su existencia, no se entrometan a guisa de conciliadores
entre los bandos militantes y adulteren las leyes de la guerra política, so
pretexto de regularizarla. Si algún día el exceso de nuestros males, la ince-
sante reproducción de nuestros desórdenes, una idea generosa de recon-
ciliación, y la inexperiencia, pudieron hacernos soñar en el eclecticismo
de los intereses y de los principios, un amargo desengaño nos ha hecho
conocer que menos males produce la exageración de un partido siempre
consecuente consigo mismo, que el sistema de compensaciones, contra-
peso y equilibrios recomendado por esos partidos intermedios que, hu-
yendo de los extremos, permanecen inmóviles sin avanzar ni retroceder
un solo paso. Los partidos políticos no pueden modicarse estando en
marcha: operación peligrosa, de todo en todo idéntica a la de cambiar el
frente de batalla bajo el fuego del enemigo en la guerra de las armas y de
que casi siempre se origina una indefectible derrota.
En general hay tres maneras de gobernar las cosas, los hombres y
los partidos.
De gobernar las cosas. Una de esas maneras de sistema consiste en
ponerse al frente del movimiento social para dirigirlo y organizarlo: este
es el sistema armativo, vivaz, fecundo, que conduce en un mismo carro
la libertad y el poder, el deber y el derecho, la expansión del progreso y
el orden, a la conquista pacíca de las ideas, a la mejora gradual de las
costumbres, al desenvolvimiento ecaz de la riqueza, del saber y del c-
dito, bases solidísimas de la prosperidad de las naciones. En este sistema,
cada cosa está en su sitio, cada hombre en su puesto, cada partido en su
esfera legítima de acción. En este sistema, las reformas jamás son sub-
versivas, ni las teorías peligrosas, ni las innovaciones están ocasionadas
a perturbar el orden público. Por una razón muy sencilla; y es que esas
reformas, esas teorías, esas innovaciones, se elaboran y maduran en una
discusión amplísima que a las veces dura siglos; de modo que cuando se
realizan en el mundo de los hechos, ya se habían de antemano realizado
en el mundo de la inteligencia y en los dominios de la voluntad. En este
sistema no cabe la precipitación; son excepciones las injusticias; admi-
ran, por su novedad, los desengaños; y el tiempo auxiliado por la ciencia,
es el único revolucionario posible. Baste lo dicho para darlo a conocer.
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Este es el sistema seguido en Inglaterra, en Bélgica, en Holanda, en los
Estados Unidos, y en algunas, si bien por desgracia pocas, naciones his-
panoamericanas; ésta es la democracia que reviste la forma monárquica
en el viejo mundo y la republicana en el nuevo, marchando a diferente
compás, plegándose a la diversidad de latitudes y de razas, de religiones
y costumbres, pero siempre concordemente a sus nes esenciales. Éste,
en resumen, es el sistema progresivo.
Otro sistema es el que podemos llamar sistema inerte y pasivo, que
consiste, no precisamente en negar el progreso, sino en entregarlo a sí
mismo privándolo del apoyo y protección del Gobierno. Concede a la
actividad individual una energía que niega a la fuerza directiva de la so-
ciedad; y, separando al Gobierno de los gobernados, priva de unidad a
la acción común y entrega al acaso la suerte de los pueblos. Es el jinete
indolente que se duerme en la silla, suelta las riendas, y en un camino
escabroso y lleno de peligros, delega al instinto imperfecto del bruto el
cuidado de la seguridad de éste y de la suya propia. En este sistema no
hay previsión. Si la sociedad va por mala senda, en ella sigue hasta per-
derse; los gobiernos nada promueven a favor de las ideas ni de los inte-
reses; gástanse en la inacción los resortes de la autoridad: aójanse los
lazos de la subordinación; decae o se pierde el espíritu público; nave sin
velas y sin timón, surca el país los mares de la vida a merced del viento y
de las olas, sin defensa posible contra ellas, hasta que por lo común zozo-
bra en un bajío o se estrella contra las rocas que no ha sabido ni podido
evitar. Este es el sistema del statu quo, favorito de los gobiernos llamados
hoy conservadores. Su verdadero nombre es sistema fatalista.
Tercer sistema. Este es el negativo, que consiste en eliminar del vo-
cabulario político la idea y la palabra progreso. Escéptico, suprime la
historia, que revela las leyes de ese progreso; ateo, suprime en realidad
la divina inteligencia que lo guía; impasible, o pretende mantener in-
móvil la sociedad, que sólo puede vivir a condición de ser activa, o
aspira a hacerla retroceder al estado, a las ideas, a las costumbres y a los
intereses de otros tiempos sumidos ya, para no volver, en el abismo de
lo pasado, tan insondable como el abismo de lo futuro.
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Pongamos ahora al lado de los sistemas anteriores en el orden ge-
neral de las cosas los tres sistemas análogos que se reeren a los hom-
bres y a los partidos.
En el primero de ellos, los hombres y los partidos están emancipa-
dos de la autoridad, por cuanto cada cual de ellos, obedeciendo libre-
mente a los impulsos de su expansión natural, no tiene ni reconoce
más límite que los derechos análogos de otros hombres o partidos.
En el segundo, los partidos y los hombres adquieren sobre la socie-
dad y el Gobierno la natural superioridad que tiene lo que se mueve
sobre lo que permanece inmóvil, lo que vive sobre lo que está muerto,
el que tiene inteligencia sobre quien ha renunciado a su ejercicio.
En el tercero, los hombres son esclavos y los partidos políticos en
acción imposibles; tan sólo existen éstos en la región de las ideas.
Resumamos.
Primer sistema de libertad ilimitada.– Hombres y partidos inde-
pendientes: Progreso pacíco.
Segundo sistema conservador y de libertad limitada o restricta.–
Hombres y partidos inquietos y tumultuarios; círculo vicioso de ac-
ción y reacción; de revolución y tiranía, procediendo en innito; pro-
greso equívoco, revesado y costoso.
Tercer sistema de inmovilidad o retroceso.– Hombres y partidos
esclavos; partidos y hombres conspiradores; progreso sangriento.
¿A cuál de estos sistemas, continuaban diciendo los progresistas, pertene-
cen respectivamente el Gobierno y la mayoría parlamentaria acá en España?
El gobierno actual nada dirige entre nosotros, exceptuando la
fuerza bruta. El partido progresista no es suyo; los restos del antiguo
partido puritano lo detestan; el moderado no lo reconoce por jefe; la
mayoría parlamentaria no le pertenece y pertenece a sus rivales.28
28 Cuando escribíamos esto (8 de enero de 1848) no formaban aún los señores mon y pidal parte del
Ministerio. Su entrada posterior en él confirmó la exactitud de nuestras observaciones, poniendo de
manifiesto la ingénita flaqueza de un gobierno que transigía con sus adversarios a trueque de contar con
una mayoría propia en las Cortes. Por la cuenta, sin embargo, la transacción no ha podido amalgamar
las personas en el grado y medida suficientes para confundir y hacer unos los intereses, y hoy mismo se
revela de un modo patente la discordia que hasta aquí ha existido latente en el seno del Ministerio con la
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¿Por qué no es suyo el partido progresista? Porque las concesiones
hechas por el Gobierno a este partido son puramente personales, no de
principios, no de ideas; y porque siendo personales, antes conducen a in-
troducir en sus las la desconanza y el desorden que a mantener en ellas
la fuerza y la armonía. Protestamos anticipadamente contra todo cargo de
ingratitud que pudiera hacérsenos por consecuencia de estas palabras. No
somos ingratos, no. Si el Ministerio, al solicitar y obtener los servicios de
algunos personajes progresistas, ha cedido a un sentimiento de desintere-
sada reconciliación, estimamos, agradecemos ese sentimiento; pero acaso
hubiera convenido más manifestarlo en la esfera impersonal de los prin-
cipios y de la justicia, que reducirlo a demostraciones parciales de afecto o
de temor hacia los individuos, con agravio quizá de la dignidad de éstos y
con riesgo para él de interpretaciones desfavorables.
No hay que decir por qué lo detesta el antiguo partido puritano.
¿ué ha hecho en su favor el Gobierno, como quiera que le debe su
advenimiento al poder, bien que este fuese también “torpe y liviano”?
No lo reconoce por jefe el partido moderado, porque despojado el
ministerio de su piel de león y revestido de una de oveja, no representa
ya, como antes, las pasiones, las ideas, las tradiciones y los intereses de ese
partido encarnado hoy en los señores M y P, únicos hombres
políticos de consideración y valía que por instinto y por reexión de-
enden al presente la ortodoxia moderada en toda su pureza. Sacerdotes
y guerreros de la doctrina, tan sólo ellos, en realidad, obran de conformi-
dad con las necesidades actuales de su partido; con la necesidad de un
sistema exclusivo que no conceda vida y movimiento sino a sus adeptos;
con la necesidad de reacción y retroceso en las ideas, inseparable de su
índole; con la necesidad de hacer consubstancial de la política francesa
antiliberal la española, como condición indispensable al propósito de
realizar lo que han dado en llamar “sistema de resistencia.
¿Por qué no le pertenece la mayoría moderada, que pertenece por el
resolución, que parece acordada de disolver las actuales Cortes convocando a otras nuevas, elegidas bajo
la dirección e influjo de unos ministros contra la opinión y conveniencia de otros ministros.
De todos modos, nuestros lectores reconocerán que esta pe queña diferencia entre las circunstancias de
aquel y este tiempo no altera en manera alguna ni la exactitud de nuestras observaciones de entonces, ni
su perfecta aplicación al estado presente de las cosas-
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contrario, a sus rivales? Porque la mayoría es de formación anterior y con-
serva aún el sello de su origen; porque la mayoría presiente la caída de un
Ministerio que carece de base en el país y que no arranca de sólida clave en
la parte superior del edicio social; porque la mayoría, obedeciendo instin-
tivamente a la ley reguladora de todas las asambleas deliberantes de idéntica
naturaleza, tiene más fe en un sistema, aunque sea erróneo, que en una idea
aislada, por más que ésta aparezca, y sea en realidad, generosa y fecunda.
Si el Ministerio actual nada, hablando con propiedad, dirige entre
nosotros, nada tampoco gobierna. Para gobernar se necesitan princi-
pios jos. ¿Cuáles son los suyos? La unión, la tolerancia, la legalidad, la
defensa del Trono, no son principios: son sentimientos o son deberes;
si lo uno, preciso es tenerlos; si lo otro, necesario es cumplirlos.
Mero revocador y pintor de un edicio viejo y ruinoso, el Gobier-
no actual ni altera sus cimientos, ni modica su distribución, ni tan
siquiera varía su fachada. Es un albañil que repara y remienda, no un
arquitecto que inventa o perfecciona; es, valiéndonos de una expre-
sión bíblica, el blanqueador de un sepulcro.
Gobernar es hacer; no dejar de hacer; no impedir que se haga; no
deshacer lo hecho. Gobernar es dirigir; no contener. Gobernar es dar
impulso y dirigir el impulso; no matar el impulso; no comprimir la
acción. Gobernar es comunicar la vida al cuerpo social; no quitársela.
Abrir las fuentes de la prosperidad pública; no segarlas. Al modo que,
según decía bellamente el malogrado A C, no puede
pretenderse que gobierna un fogoso caballo quien, tirándolo del freno,
lo detiene y deja inmoble, temeroso de sus esguinces y escarceos o sospe-
chando que puede desbocarse, sino aquel que, haciendo un uso discreto
y hábil de las riendas y del acicate, de la voz y de las piernas, deja libre al
generoso bruto en su marcha, hace lucir su gallardía, prueba sus fuerzas
y se utiliza de ellas, aplica a nes convenientes su arrojo, y, por último, le
hace obedecer con regularidad y presteza su voluntad imperiosa.
Esto, pues, decían los progresistas entonces;29 que ahora, con los
mismos motivos y razones, sin mudar nada al sentido, ni a las palabras
de los conceptos, repetimos nosotros.
29 V. El Siglo (1ª época) números ya citados en la nota 6.
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¡Suerte singular y raros vaivenes, alternativas y peripecias de este
combatido país y del Gobierno que lo rige! Al cabo de muchos años
de turbaciones y tumultos, derramadas en abundancia sangre y lágri-
mas, henos aquí llegados al mismo punto de donde partimos, cansa-
dos del camino, quebrado el ánimo, huida la esperanza, sobrecogido
de acucioso temor el espíritu. ¿Por q? ¿Para qué?
El señor D  V veja y suspende las Cortes en
1846: en 1847 las acata y convoca; gobierna sin ellas y armado del
terrible poder de la dictadura todo el año de 1848, y en este de 1849
volvemos a las promesas de 1847, para llegar quizás, andando el tiem-
po, a las locuras de 1846. ¿Y después?
Pues bien; si a las transformaciones en la conducta, en la marcha, en los
meros accidentes exteriores, correspondieran análogas transformaciones en
los principios, en la vía, digamos, y en la esencia de la cosa pública, nadie
podría negar al gobierno del señor D  V los dictados de
sensato, liberal e inteligente; pero por desgracia no es así. La forma es una,
más la esencia no corresponde a la forma, la sustancia al fenómeno. La con-
ducta es varia y caprichosa como el deseo, como la voluntad, como el liviano
apetito; no ja como la idea e invariable como el dogma, inmoble como
el deber. La marcha, el movimiento, regulares parecen; pero, ¿quién puede
prever los accidentes del camino, ni ponerse a cubierto de la intemperie de
las estaciones, ni evitar que el rayo se desprenda de las nubes?
Pero dejemos esto aquí. El episodio está concluido y es larga la tarea.
Capítulo V
Identidad de los programas de El Siglo y el de los señores diputados de la extre-
ma izquierda. Sólo difieren en apreciar de distinto modo las circunstancias relati-
vas a la unidad de los intereses provinciales de España, y las que hacen necesaria
la libertad de cultos. Justificación del partido democrático. El partido progresista
carece de símbolo político por confesión de sus mismos secuaces.
***
Ya hemos visto en qué guardan conformidad y en qué dieren entre
sí y respecto del nuestro, que es el de El Siglo, los programas políticos es-
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507 ISBN: 978-980-7984-28-7
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pañoles. No nos hemos detenido a hacer notar diferencias ni anidades
de poca monta y menudas; que éstas se ven por vista de ojos y no necesi-
tan comentarios. Su espíritu; su elevada signicación; su tendencia; los
grandes principios sobre que se fundan y a que conducen: esto hemos
procurado estudiar en ellos, para deducir, en vista de todo, cuánto se
aparten del espíritu del tiempo o a él se acerquen y también hasta dónde,
por estar de acuerdo o desacordes con los principios de la ciencia y con
las necesidades públicas, merezcan o no nuestra conanza.
Hecho lo cual, y a n de completar el examen comparativo de ellos,
apenas si tenemos que hacer más que cotejar nuestra manifestación de
27 de enero con el programa de los señores Diputados de la extrema
izquierda del Congreso, publicado en 8 de abril de este año.
Pocos días después, haciéndonos cargo de él en El Siglo, dijimos
lo siguiente:
Vamos ahora a manifestar nuestra opinión, limitándonos, en ob-
sequio de la brevedad, a señalar los puntos esenciales en que discorda-
mos de sus autores.
»Esos puntos pueden reducirse a cuatro: 1°, unidad del poder le-
gislativo; 2°, organización del ejército; 3°, sostenimiento del culto y
clero; 4° libertad de comercio.
»Unidad del Poder Legislativo.– Los autores del programa pro-
ponen el establecimiento de una sola Cámara, partiendo sin duda
del principio que el Senado, tal como está constituido, es una rueda
inútil en la máquina política. Nosotros, reconociendo este principio,
sacamos de él distintas consecuencias, y en hacerlo así creemos pro-
ceder más ajustadamente a las reglas de la lógica. Hemos dicho que
los Concejos municipales y las Provincias deben tener vida propia, y
los señores Diputados han reconocido esta verdad. De aquí se sigue
que los intereses de los unos y las otras deben estar respectivamente
representados en los supremos poderes de la Nación. En este principio
se funda el sistema electoral que nosotros adoptaríamos, y en virtud
del cual tendríamos Ayuntamientos elegidos por el sufragio universal,
con las restricciones saludables que los autores del programa propo-
nen, y Diputaciones Provinciales elegidas por los Ayuntamientos. El
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Congreso entonces, como representante de los intereses populares,
sería elegido por el voto nacional, y el Senado, como representante de
los intereses provinciales, por las Diputaciones.
»Organización del ejército.– Hemos expresado nuestro pensa-
miento en esta fórmula: Milicia Nacional que sirva de núcleo al ejér-
cito activo y de base al de reserva. Los señores Diputados, aun dando,
como dan, gran latitud a la Milicia Nacional, no la admiten sino en
calidad de reserva del ejército activo y de ningún modo como núcleo
de él. De esta manera, y rechazando como nosotros el sistema de quin-
tas, dan al de enganche una extensión que no nos parece conveniente.
»Sostenimiento del culto y clero.– Los Diputados demócratas
creen que las atenciones del clero y las del culto deben incluirse en
los presupuestos generales del Estado. Nosotros, por el contrario,
creemos que deben formar parte de los presupuestos municipales y
provinciales. Esto nos parece mucho más conforme con la situación
política, moral y hasta topográca de nuestras provincias. Como
quiera, en punto a religión El Clamor ha ido más lejos que los autores
del programa, los cuales no proponen sino la libertad de conciencia,
mientras que aquel periódico propone y deende la libertad de cultos.
»Y en verdad que no acertamos a explicarnos esta timidez de los ilus-
trados miembros de la minoría democrática, cuando los vemos por otra
parte reconocer «que las reformas, para ser duraderas, deben ser progre-
sivas»; es decir, que «aceptando como punto de partida lo presente, lle-
guen a su término por medio de una serie de mejoras y adelantos».
»Libertad de comercio.– Aún más tímidos han sido en este pun-
to los señores Diputados demócratas de la extrema izquierda, y su ti-
midez les ha hecho proponer una libertad de comercio «compatible
con la protección de la industria». Ahora bien; no hay libertad de
comercio compatible con lo que se llama protección a la industria na-
cional. O se quiere la una o la otra; ambas a un tiempo es imposible.
Nosotros no queremos sistema protector; queremos libertad absoluta
de comercio, interior y exterior, si bien, para preservar de todo posible
daño los intereses creados a la sombra del llamado régimen protector,
que aunque malísimo, es legal, no estableciéramos el de franquicia y
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exención desde luego y abarrisco, sino que señalaríamos un plazo den-
tro del cual fuesen gradualmente rebajándose los derechos de aduanas
hasta que la libertad quedase establecida sin menoscabo de ningunos
intereses y con ventajas para todos.
»Aplícanse también estas observaciones a la libertad de Bancos,
primer paso fundamental que debe darse para la organización demo-
crática del crédito y de que poco o nada dicen los señores Diputados.
Enemigos de toda clase de monopolios, no podemos adoptar ni con-
sentir como principio uno de los más ruinosos que se conocen.
»No hemos formado este programa, cuya publicación sin embargo
aplaudimos; ni para su formación hemos sido consultados. No somos ór-
ganos de los Diputados que lo han hecho y sustentan; ni como acabamos
de demostrar, admitimos indistintamente todos sus principios. Aunque
quizá sean más aparentes que reales estas diferencias, y las deshaga una ex-
plicación satisfactoria; con lo cual, ya conformes respecto de las bases fun-
damentales, también vendríamos a estarlo respecto de todo su contexto.30
Hubiera durado El Siglo un día más, y esa explicación que nosotros
deseábamos sería ya de todos nuestros amigos conocida, con provecho
de la verdadera inteligencia de unas y otras opiniones. Así la damos aho-
ra como en las columnas de aquel periódico habría aparecido, sin añadir
ni quitar tilde a los razonados conceptos que la forman y que copiamos
de la minuta original puesta, para aquel n, en nuestras manos.
“Nada tiene de extraño, nos decía don N M R;
nada tiene de extraño que los partidarios de una misma escuela y los
secuaces de una misma doctrina puedan diferir en algún principio se-
cundario, en cuestiones de método o en la apreciación de las circuns-
tancias, por fuerza variables y contingentes, que deciden siempre de la
oportunidad, conveniencia y aun posibilidad de las reformas cuya bon-
dad se proclama. Lo que sí conviene examinar y dejar bien dilucidado
es la divergencia, mucho más grave en tal caso, que pudiera existir, no ya
en cuestiones de orden inferior, sino en las bases y dogmas capitales de la
doctrina. Por mi parte, después de leído el notable artículo de El Siglo de
30 V. El Siglo (2ª época) números de 11 y 12 de abril. Los lectores han debido notar nuestra perfecta
concordancia de pareceres con el de albaida y El Clamor en punto a libertad de industria, de
comercio, de Bancos, de conciencia y cultos.
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hoy (12 de abril), no sólo creo en la perfecta identidad de los principios
capitales que sostiene el periódico con los que se anuncian en nuestro
programa, sino que hasta veo la conformidad más absoluta en todos
los desarrollos y aplicaciones prácticas. Me bastará para demostrarlo un
muy ligero examen de las observaciones que Vds. nos hacen.
»La unidad del poder legislativo es el primer punto esencial en que
Vds. dieren de nuestro programa, queriendo nosotros una sola Cáma-
ra como expresión y representación de nuestra unidad nacional y de la
unidad política de todas las clases del Estado, y ustedes dos: una el Con-
greso, representante de los intereses populares, y otra el Senado, elegido
por las Diputaciones y representante de los intereses provinciales.
»Las razones en que mutuamente nos fundamos para sostener opinio-
nes en apariencia tan divergentes indican, si no me engaño, que partimos
de una misma teoría, abiertamente contraria a la de la escuela doctrinaria,
formulada primero por M. R-C, y más extensamente por
M. G en su Curso de historia del gobierno representativo en Euro-
pa. Según la teoría de esta escuela, la Cámara Alta es un elemento «racio-
nal, absoluto e inmutable» del gobierno representativo; una institución
sin la cual la representación es nula, incompleta, ilegítima y no estable. Su
forma y su organización pueden variar según los tiempos, las circunstan-
cias y los países; pero el hecho es inmutable, necesario e inconcuso.
»Nosotros opinamos, por el contrario, que en el gobierno repre-
sentativo lo «racional» lo «inmutable», lo «absoluto» es que estén
representados elmente todos los elementos de la vida política, todos
los intereses nacionales. Allí donde estos elementos y estos intereses son
idénticos, en una sola Cámara; allí donde hay diversidad de elementos
o heterogeneidad de intereses, en dos: una, como expresión de los inte-
reses comunes; otra, como representación y unidad de los divergentes.
«Los hechos conrman sin réplica nuestro modo de ver, como
sobre ellos basado. ¿Cuáles son las asambleas de este género que han
ejercido y ejercen una grande inuencia política y gozan por lo mismo
de justa celebridad? Dos solamente: la Cámara de los Lores de Ingla-
terra y el Senado norteamericano. La Cámara de los Lores represen-
ta la aristocracia privilegiada, dueña del territorio, y en posesión casi
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exclusiva de los puestos principales del Estado y de la Iglesia: por eso
es permanente y hereditaria en su organización. El Senado norteame-
ricano representa los intereses particulares de los diferentes Estados
que componen la U: por eso es electivo, es decir, variable como
aquellos intereses y compuesto de dos representantes por cada Estado,
cualesquiera que sean su población e importancia.
»El diferente carácter de estas dos célebres asambleas explica tam-
bién la marcha progresiva que siguen ambas, aun cuando en opuesto
sentido. De cuarenta años a esta parte la Cámara de los Lores decae vi-
siblemente en importancia política, a medida que declina la importan-
cia política y social de las clases privilegiadas, por el engrandecimiento
siempre creciente de la clase fabril y comercial. Lo contrario sucede al
Senado norteamericano. El aumento de población y riqueza de muchos
Estados, y la agregación o anexión de otros varios, hacen de día en día
más importantes, más heterogéneos y opuestos entre sí los intereses par-
ticulares de cada uno. Por donde la asamblea, destinada a representar
la unión de estos tan varios intereses, adquiere cada día mayor inuen-
cia, hasta el punto que puede decirse, sin temor de exagerar nada que
hoy, ahora, en el presente momento, la vida de la U está toda con-
centrada en su Senado. ue éste deje de existir, y, roto el lazo federal,
desaparecerá del mapa la U, y sólo quedarán Estados pequeños,
aislados, débiles, fracciones diminutas de una de las más grandes y sor-
prendentes unidades políticas que jamás ha visto y admirado el mundo.
»Ahora bien: ¿convienen Vds. en los principios fundamentales de
esta teoría? Si convienen, no hay la menor disidencia en esta cuestión
importantísima. «Hoy que en España existe la más completa unidad
de intereses nacionales y de las clases políticas», lo lógico es la Cámara
única. «Si mañana el sistema municipal y provincial que mutuamente
deseamos diera tal impulso a la vida propia de las Provincias» que éstas
necesitasen una representación especial, entonces sí será no sólo con-
veniente sino irresistible la organización de una Cámara federal como
la que Vds. proponen; entendiéndose que semejante institución lleva
consigo como consecuencia inevitable la concesión de atribuciones le-
gislativas, más o menos latas, a las Diputaciones o Estados provinciales.
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»Lo mismo diremos de la organización del ejército. Nosotros
queremos un ejército democráticamente organizado. ¿Se consigue
esto con la abolición de las quintas, el enganche voluntario y la Mili-
cia Nacional dividida en clases, de suerte que pueda servir de reserva?
¿Conduce este camino adonde Vds. quieren? Pues entonces excusado
es decir que cuando se desea una reforma se aceptan también sus legí-
timas consecuencias.
»Respecto del sostenimiento del culto y clero, no se nos ha en-
tendido bien. Nosotros nos limitamos en esta parte a enunciar el
principio general de que el Estado debe reconocer la religión católica,
sostener el culto y retribuir decorosamente a sus ministros; pero sin
determinar, porque era ajeno del momento, si la retribución debía o
no incluirse en los presupuestos generales como Vds. nos atribuyen.
»Lo que de ninguna manera admitimos es que El Clamor haya ido
más lejos que nosotros sosteniendo la libertad de cultos, ni la timidez
que Vds. nos suponen. No; nosotros hemos proclamado un princi-
pio de eterna e inconcusa verdad, en la forma de derecho primitivo
e inherente a la naturaleza humana. El Clamor, por el contrario, una
consecuencia asaz prematura e impertinente del mismo principio. La
libertad de conciencia es incondicional, absoluta e inseparable de la
personalidad humana, como condición esencial del libre desenvolvi-
miento de sus facultades: «la libertad de cultos supone la coexistencia
anterior de diferentes religiones». ¿Y dónde están, preguntamos, esas
asociaciones religiosas distintas de la católica que reclaman en España
el libre ejercicio de su culto? Pues «ínterin no las haya», hablar de la
libertad de cultos en nuestro país es excusado.
»Y por lo tocante a libertad de comercio, ¿no hemos por ventura
dicho: la profesión como «medio»; la libertad como «n»? Pues
aquí está dicho todo.
Con sólo las excepciones de que ahora mismo hablaremos, acep-
tamos absolutamente y en todas sus partes estas explicaciones que
vienen, muy a tiempo y en buena sazón, a establecer completa unifor-
midad de ideas primarias y secundarias entre los programas de El Siglo
y el de los señores R, O A, A y P,
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siquiera podamos diferir, sin perjuicio de la general concordia de los
principios, en cuestiones subalternas de método o apreciación de sín-
tomas, índole y carácter de circunstancias y de tiempos como es el caso
respecto de las cláusulas que hemos subrayado.
Porque, lo primero, no creemos que existe hoy en España la más com-
pleta unidad de intereses nacionales; ni ninguna. Lo que existe es una des-
conformidad y discordia general entre ellos, como claramente lo conven-
cen el ejemplo de Cataluña, el de las provincias de Andalucía, de Castilla y
Vascongadas, entre sí hostiles por lo tocante a los intereses del comercio y
de la industria, y no menos diferentes en hábitos, en costumbres, en el idio-
ma vulgar y en el carácter. La fórmula que mejor resuelva los problemas de
aduanas y de aranceles concordemente con la sana teoría de las franquicias
y exenciones, ¿dejará en el mismo grado y medida satisfechos a catalanes
y andaluces? El establecimiento general de aduanas, que fundó un mismo
sistema scal en todas las comarcas del reino, indudablemente benecio-
so a la generalidad de ellas por cuanto igualaba la legislación, ¿dejó muy
contentos a los vascongados? ¿Darán éstos gracias y aplausos al gobierno
o a la revolución que los prive de la parte de los antiguos fueros que aún
conservan, so capa de uniformar la gobernación y las leyes del país? ¿Pue-
de un mismo reglamento económico hacer coexistir armoniosamente los
intereses agrarios de Castilla y los mercantiles de las provincias de Ultra-
mar en el ramo importantísimo de las harinas? Jamás ha habido ni nunca
habrá unidad de intereses en España; es a saber, esa unidad proveniente de
necesidades, hábitos, inclinaciones, costumbres, sangre y vida, digamos,
comunes e idénticas de una sola y misma raza de hombres, unidos además
por los lazos de también comunes tradiciones, común historia, comunes
antecedentes de todo género y carácter.
Ni en los antiguos tiempos ni en los modernos y coetáneos jamás ni
para ninguna cosa de provecho han estado unidos los españoles. No lo
estuvieron para resistir las invasiones de fenicios, romanos ni cartagine-
ses. Tampoco para contrarrestar la de alanos, vándalos, godos ni visigo-
dos. Por consecuencia de su desunión, la guerra contra la morisma, que
apenas si debió durar ocho años, se prolongó por espacio de ocho siglos
con varios sucesos y vicisitudes, fecunda en turbaciones y males sobre
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modo terribles, no obstante las facilidades que para terminarla ofrecían
las parcialidades, bandos y divisiones intestinas de los mahometanos.
Ya en los tiempos modernos, que empiezan con la conquista de
América, ¿los vimos por ventura formando un solo, compacto y for-
midable cuerpo de nación en las grandes y solemnes ocasiones, cuan-
do, entregados los pueblos peninsulares a sí mismos, dejaban momen-
táneamente de estar asidos y articiosamente mancomunados por
la garra del despotismo? Para la conservación de Portugal, ese otro
medio cuerpo de España, partes una y otra de un mismo todo, que se-
parados vivirán siempre marchitos y muriendo, no tuvimos ni acción,
ni espíritu público, ni rme voluntad, ni imperio. En la primera guerra
de Sucesión unos fuimos vencidos y otros vencedores. Unos vencedo-
res y otros vencidos nos abrazamos con la paz en los labios y la guerra
en el corazón allá en Vergara. Sólo contra Napoleón fuimos fuertes y
anduvimos concordes en pareceres y en conducta, en intereses e inten-
ciones. Sabe Dios si para nuestro bien o nuestro mal.
Grande ha sido en todas épocas el de nuestra desunión, pero nece-
sario, por provenir de un hecho superior y a la cuenta inmutable cual
es la diversidad primitiva y siempre subsistente de vida e intereses en
las comarcas del reino. Desde el principio de nuestras eras históricas
conocidas hoy, siempre, derramados por los diferentes valles y distri-
tos que en la Península forman los ríos y cordilleras, y cuyos linderos
y mojones parecen hallarse designados por la misma naturaleza, no
hemos en realidad constituido, por más que digan las apariencias, una
sola nación, sino otros tantos pequeños Estados cuantos han sido y
son los distritos habitados.31 Y tanto, que en lo antiguo como ya lo
observan los historiadores, algunas sociedades estaban reducidas a un
solo pueblo, como Cádiz, Sagunto y Numancia, ocupando otros paí-
ses más extendidos, como la Celtiberia, Bética y Lusitania.
¿Y se dirá que estas singularidades son un mero accidente que tiende
a desaparecer como desapareció en Francia, por ejemplo, a poder de la
inmensa presión unitiva de la monarquía? Véase cómo en España no ha
31 Nuestras historias y crónicas diversas andan en manos de todo el mundo. Véase también a mari-
na, Discursos sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español.
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desaparecido, no embargante una presión mayor si cabe; cuanto más,
que si bien caemos en la cuenta, unas han sido las circunstancias que en
aquel país vecino han producido sin gran esfuerzo la unidad nacional
y otras muy diversas las que entre nosotros se han opuesto constante-
mente a ella. Hubiera sido natural, o tan sólo posible, y el despotismo
político y el religioso la habrían realizado fácilmente. Y si cuatro siglos
de autoridad absoluta y humildemente acatada no han sido poderosos a
consumarla, ¿soñará en llevarla a cabo el sistema representativo, de todos
el más disolvente de los intereses, tendencias o propensiones colectivas;
el gobierno “individualizador” por excelencia? Extraño empeño sería.
De que se colige “que el sistema municipal y provincial” no tiene
para qué “dar impulso a la vida propia” de nuestros antiguos reinos,
si por dar impulso debe aquí entenderse dar pábulo, calor y fomento
al espíritu federativo de la nación. Ese espíritu existe arraigadamente
en todas las comarcas, auxiliado por la acción constante de los diver-
sos elementos peculiares e ingénitos a éstas, no menos que por otros
extraordinarios procreados de circunstancias momentáneas, más o
menos pasajeras y variables. Un nuevo sistema de leyes provinciales
y municipales debe, reconociendo y respetando ese espíritu, organi-
zarlo, reducirlo a orden, equilibrar sus fuerzas motrices divergentes
y sacar de ellas un partido saludable para la sociedad, haciendo que
se conviertan en perfección del gobierno unitivo las reacciones que
ahora lo desconciertan y perturban. Proceder de otro modo, afectan-
do no reconocer estas patentes verdades para sustituir a ellas el crasí-
simo error de una centralización articial y cticia, es convertir una
fuerza amiga en enemiga; es despreciar la lógica política fundada en
la experiencia, en hechos y recuerdos históricos nacionales; es prefe-
rir el fruto extranjero al fruto indígena; es alejar de cada día más la
época en que debemos gozar el inmenso bien de la general concordia
de todos los intereses peninsulares; es condenarse al incesante estéril
trabajo de levantar un obstáculo por cada obstáculo que se allana en el
n no escombrado camino de nuestra verdadera unidad gubernativa,
que sólo puede derivarse legítimamente de la existencia armoniosa de
todos los usos, de todos los fueros, de todas las costumbres de todos
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los elementos constitutivos de las distintas fracciones en que se divide
y subdivide la raza hispanolusitana.
Ni los lósofos, ni los profesores, ni los partidos, ni nadie crea la
ciencia política; sus elementos racionales fuera del hombre, y en una re-
gión superior a él, existen; sus elementos prácticos, nacidos de la índole
y sonomía peculiar de cada pueblo, existen en la historia. El trabajo y la
habilidad del hombre de Estado consiste en observar y aplicar conforme
a reglas de prudencia, de utilidad y de justicia, no los hechos a las ideas,
sino las ideas a los hechos, para copular elementos prácticos y elementos
racionales, observación y teoría, losofía y ciencia política.
Y si esto es así, ¿qué vale negar el testimonio de nuestros anales,
conrmado ahora mismo, en el presente momento, por todo cuanto
vemos y palpamos? No ha mucho dijimos que uno de los pocos, sino
el único hecho importante de nuestra vida política nacional en que
han aparecido unidos, al modo que un solo hombre, los españoles,
fue el de la expulsión de Bonaparte y sus huestes del territorio penin-
sular. Pues en ese hecho, al parecer tan uniforme, una fue la manera
de considerarlo, idéntica en todos los patricios, y otra la manera de
consumarlo. En lo primero se reveló la unidad del sentimiento general
del país; en lo segundo se vieron patentemente sus instintos y pasiones
federativas. ¿ué más? Las Juntas provinciales y centrales que en épo-
cas posteriores han servido de instrumento ecaz a cuantas revueltas
han inventado nuestros partidos y nuestros buenos y grandes patrio-
tas, ¿no prueban que la ambición ha sabido escoger con sagacidad sus
auxiliares en los más hondos e inextinguibles sentimientos de la na-
ción? ¿Y por qué lo que ha sido hasta hoy ariete de demolición y cebo
de trastornos, no sería en adelante estribo de rmeza, cimiento de edi-
cación, estímulo de virtud y grandes acciones? Algo hay vivaz, tenaz,
permanente; algo prodigioso y admirable; algo digno de ser atendido
y considerado; algo, en n, que revela indomable fuerza y savia indes-
tructible de perpetuidad en un espíritu, propensión, instinto, o como
quiera llamársele, que subsiste entero y rme por espacio de siglos, a
despecho del despotismo político, de la tiranía teocrática, de los des-
órdenes gubernativos, de guerras extranjeras e intestinas ora bajo el
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régimen embrutecedor de los reyes absolutos, ora bajo el desgobierno
deletéreo de la bastardía llamada sistema constitucional.
Así que, en nuestro sentir, muy bien puede ser que no haya llegado aún
la época de conceder atribuciones legislativas a las Diputaciones o Estados
provinciales, acomodando a nuestras circunstancias peculiares el sistema
americano. Semejante modicación en las instituciones patrias tan sólo
puede ser obra del tiempo, que nosotros no queremos anticipar violenta-
mente; o de trastornos y revueltas intestinas que estamos lejos de desear
y mucho más lejos todavía de proponer. Pero lo que no necesita tracto
de tiempo, ni tanteos prudentes, ni ensayos, ni vacilaciones de ninguna
especie; lo que puede hacer legítimamente, por medios pacícos y suaves;
lo que, más o menos, desean con nosotros todos los hombres políticos
de lúcida previsión y buen seso; lo que no pide ni requiere más esfuerzo
de ingenio o de valor que convertir en regla general del país lo que hoy
es excepción privilegiada de unas cuantas provincias; lo que, nalmente
para nada necesita aguardar al día de mañana, es la reforma municipal y
provincial que nosotros defendemos, y sin la que jamás podrán recibir
satisfactoria solución los problemas políticos, sociales, administrativos ni
económicos que nos traen confusos y discordes.
Pasando ahora a la libertad de cultos que, según se dice, “supone
la coexistencia anterior de diferentes religiones”, decimos que este es,
como otros muchos un círculo vicioso. La libertad de conciencia es
el “principio, y la libertad de cultos es la “consecuencia. Convenido;
pero, ¿por qué se ha de reconocer y proclamar el principio y no se
ha de proclamar y reconocer a un mismo tiempo la consecuencia?
¿ué aprovecha el uno sin la otra? ¿ué se me da que concedáis lo
que no podéis quitarme, si no me dais lo que no puedo tener sin vues-
tro permiso? No hay en España asociaciones religiosas distintas de la
católica que reclamen el libre ejercicio de su culto, decís; y nosotros
sostenemos que las hay y que no las veis a la luz porque las mantenéis
forzadamente a sombra; o que si no las hay las habría si no impidieseis
su manifestación. Y aquí es donde precisamente ocurre y aparece el
círculo vicioso. ¿Cómo queréis que exista lo que no queréis que nazca?
¿Cómo pretendéis que se descubra lo que os obstináis en ocultar?
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Por donde se ve que la cuestión verdadera no es ésta, sino es otra:
¿conviene que esas asociaciones religiosas, proscritas hoy de hecho y
de derecho, existan de derecho y de hecho libremente entre nosotros?
La respuesta no debería ser dudosa para nuestros amigos, los señores
diputados demócratas, siendo así que reconocen la libertad de cultos
como “consecuencia legítima” del “principio” de libertad de concien-
cia; en cuyo caso, la cuestión verdadera no es todavía la anterior, sino
ésta: ¿conviene negar la consecuencia cuando no se niega el principio?
Colocado a esta altura el debate estamos seguros de una perfecta iden-
tidad de pareceres entre ellos y nosotros.
Ni concebimos por qué no haya de existir la misma, cualquiera que
sea el punto de vista en que el razonamiento se coloque. ¿Se teme aca-
so por la feliz unidad católica que hoy goza España, merced a torrentes
de sangre e indestructibles sacricios prodigados en su pro? A esto res-
ponderíamos preguntando: ¿por qué no la han perdido otras naciones
donde coexiste pacícamente esa “unidad” con la “diversidad” de distin-
tos cultos, no solamente “permitidos, sino “protegidos” por el Estado?
¿Será por ventura menos viva y ardiente nuestra fe? ¿Habremos dejado
de ser el pueblo constante, religioso y leal por excelencia, tan tenaz para
el mal como para el bien, místico a la par que poético? Y los resultados
universales de la tolerancia de cultos, tan favorable doquiera y siempre a
la verdadera religión, al sosiego y a la prosperidad de las naciones, ¿úni-
camente al pasar a nuestro suelo fallarán y se pervertirán cambiando de
naturaleza? ¿Seremos de peor condición que los italianos, franceses y
portugueses? ¿No podremos hacer sin peligro lo que con toda seguridad
y gran ventaja han hecho algunos de nuestros hermanos de América, ni
tan cultos ni tan morigerados como nosotros?
Y por lo que toca a la utilidad de la tolerancia de cultos, quien dude
de ella y sinceramente y en virtud de profunda convicción la proscri-
ba, de seguro no ha salido del círculo de ciertas meticulosas preocu-
paciones para parar la consideración en el estado actual de nuestras
industrias y en la suerte que les está reservada si, como hasta aquí, les
negamos los auxilios de la colonización y de los capitales extranjeros.32
32 Los papeles públicos de Madrid han dado cuenta recientemente de una vasta empresa de coloni-
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En suma, “queremos, en obsequio de la unidad religiosa, que el solo
culto ocial sea el católico, apostólico, romano; pero al mismo tiem-
po estamos resueltamente adheridos al principio de que se permita a
cuantos extranjeros vengan a establecerse en España el ejercicio de la
religión que profesan, sostenida a sus expensas.33
No nos permite la naturaleza del presente escrito recoger mayor
mero de pruebas, ni esforzar otros razonamientos en pro de esta
tesis ni de la anterior. uédese tal empresa reservada para otro lugar
y otro tiempo; pues éstos de que podemos disponer apenas si nos dan
más vagar ni respiro que los estrictamente necesarios para indicar al
paso las cuestiones, presuponiendo en los lectores la penetración y lu-
ces sucientes para llenar los claros que dejamos.
Lo dicho basta, sin embargo, para demostrar un aserto que tenía-
mos empeño formal de poner a la luz de clarísima evidencia; cual es,
que entre los rmantes del programa de 6 de abril y nosotros no exis-
ten diferencias importantes; o, si alguna, que no pueda desaparecer
sin violencia y fácilmente al cambiar de opinión sobre los elementos
variables de las cosas y de los hombres, cuando, descendiendo de la
teoría a la práctica, se entre a examinar la coyuntura y buena sazón de
las reformas en que todos a una convenimos.
En orden a estas reformas mismas y a la necesidad que ha habido de
darles una fórmula técnica, séanos permitido entrar aquí, y antes de con-
cluir el presente capítulo, en algunos razonamientos dirigidos a ilustrar
la opinión acerca de los presupuestos e intenciones de nuestros amigos,
y las propias nuestras. ¡ue haya precisión de acudir a estos recursos
en un momento en que no había de haber entre nosotros más que un
corazón, un espíritu y un alma! Caso así cierto como doloroso que hay
hombres tan familiarizados con los abusos, tan avezados a los errores
de lo pasado, tan ciegos o tan ignorantes o tan malignos, que para obte-
ner algo de ellos en materia de creencias y convicciones antes conviene
argüirles con testimonios de autoridad y con ejemplos, que con ideas
especulativas deducidas de las leyes de la razón y de la ciencia.
zación de prusianos en España, que fracasó en el escollo de la intolerancia de cultos.
33 El Clamor. núm. del 22 de abril.
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Ni damos nosotros a los programas políticos la importancia que al-
gunos les atribuyen, ni nos parecen de tan leve momento como otros
querrían hacernos creer. Aquí, como en todo, una es la teoría y otra la
práctica. En ésta los programas anuncian, las circunstancias modican,
los partidos embarazan, los hombres mienten. ¿No lo hemos visto? La
revolución francesa de 1830, teóricamente republicana, viene a ser mo-
nárquica; la de 1848, teóricamente monárquica, se convierte en republi-
cana; el gobierno provisional de la república, desviándose de las teorías
políticas profesadas antes por sus miembros, enarbola la bandera de un
socialismo equívoco y bastardo; C, olvidando sus anteceden-
tes, de republicano se hace déspota doctrinario, y O B,
borrando con mano convulsiva y mal segura del libro de la historia las
páginas gloriosas que escribió a favor de la libertad, ofrece hoy a su país
avergonzado y a la Europa atónita el espectáculo de una tan vergonzosa
como inconcebible apostasía. En la práctica, nuestra revolución y memo-
rable alzamiento de 1808 toma la forma de una Constitución extraña a
la índole de aquel arranque de generoso patriotismo, y nuestros “pronun-
ciamientos” sucesivos, si vencidos, no dejan huellas en el país ni herede-
ros en la opinión, y si vencedores, jamás logran establecer los principios
ni realizar las reformas en cuyo nombre se habían hecho.
Y, más o menos, este singular fenómeno se ve en todo el curso de la
historia, en todos tiempos, en casi todos los países. Las revoluciones,
nuncios de la voluntad de Dios, aparecen, como los juicios divinos,
terribles cuanto inesperadas, y tan inexplicables como súbitas. Mien-
tras la ambición se duerme en sus goces; mientras los partidos luchan
a todo trance por el poder; mientras mezquinas pasiones y más mez-
quinos intereses absorben la atención liviana y antojadiza de los hom-
bres; mientras los gobiernos, las facciones, los pueblos y los monarcas
juegan con la vida, con la autoridad y con los más santos derechos,
disputándose el monopolio de la tiranía, las revoluciones preparan
lentamente sus materiales debajo de la engañosa supercie de la socie-
dad, y a la hora marcada por el cielo, despiden sus rayos, conmueven
los hondos cimientos de las naciones, y al embate irresistible de sus
terremotos y tempestades, vienen al suelo tronos, caen pulverizadas
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instituciones y partidos, corre la sangre y desaparecen bajo escombros
y ruinas las ores de una civilización degenerada. ¿uién había previs-
to la venida del nuncio de la justicia divina? Muy pocos profetas que
pasaron por visionarios a los ojos de los sabios del mundo. ¿ué deja
en pos de sí? Una idea nueva que sustituye a la idea antigua, y que muy
pocos sabrán desenvolver y aplicar cumplidamente en medio de la ja-
más interrumpida acción de dos grandes y contradictorios sentimien-
tos que se disputan el dominio del corazón humano: el sentimiento de
lo pasado y el de lo porvenir; el sentimiento de la tradición y el de la
utopía; el sentimiento de la inmovilidad y el del progreso.
En este sentido, pues, es exacto decir que las revoluciones son obra
de Dios y de las circunstancias. Y como los partidos son hijos de las
revoluciones, ministros, digámoslo así, encargados de poner por obra
las ideas que en su seno se contienen, también es exacto decir que los
partidos son obra de Dios y de las circunstancias. Pero, ¿signica esto
que, ya realizada una revolución, a nadie sea concedido extender la
fórmula de sus principios, o que, próxima a realizarse, ningún hombre
pueda, ya que no predecir su término ni anunciar sus resultados, indi-
car aproximadamente la índole, caracteres y naturaleza de la idea que
va a nacer con todos los dolores del alumbramiento revolucionario?
¿Signica esto que no debe haber programas?
Creemos de buena fe que nadie se atreverá a asegurarlo. Tanto val-
dría negar la actividad de la inteligencia humana y el carácter esencial-
mente vaticinante de toda ciencia verdadera; tanto valdría negar su
inmensa fuerza a la facultad deductiva del juicio; tanto valdría cerrar
el libro de las enseñanzas y el otro libro igualmente precioso de las
ideas: la historia y la losofía.
No nos hace, pues, fuerza alguna el argumento de importancia
personal en un hombre, ni el de número y fuerza en una asociación
cuando se quieren aquilatar los grados de legitimidad y de vigor que
puedan tener las ideas emitidas por el uno o por la otra. La lógica exis-
tía antes de que Aristóteles descubriese las leyes del silogismo, y las
matemáticas no nacieron con A ni E, sino que
fueron por ellos demostradas.
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La cuestión otra es, y en otra parte está. ¿Hay un partido democrático
en España? ¿Pueden pocos hombres, puede uno solo constituirse órgano
de un partido, sin más títulos ni derechos que estar resuelto a defender sus
principios e intereses? Niéguese que tal partido existe y preguntaremos
qué signica la revolución española. Niéguese que basten aquellos títulos
y derechos y suplicaremos que se nos indiquen otros más legítimos.
¿ué importa al país que semejantes hombres, heraldos de una re-
forma racional y prácticamente necesaria, seamos pocos, ni que carez-
camos de esa cierta importancia, más aparente que real, a que venimos
hace ya demasiado tiempo atribuyendo mayor valor que en sí tiene ni
merece? ¿ué importa que no se nos llame jefes y sí soldados de la?
Democratizado el sistema político de Europa, como un día lo fue el
ejército en Francia por el sistema de la “conscripción, cada soldado
lleva en su mochila el bastón de general. Por otra parte, quisiéramos
se nos probase: lo uno, que la facultad de orar en público conere por
sí sola el derecho más legítimo al gobierno y dirección de los partidos;
lo otro, que la posesión de un nombre ilustre vincula en el que lo tiene
la ciencia social, el instinto político, la previsión de los futuros suce-
sos, la profetizante facultad de los verdaderos hombres de Estado; y,
lo tercero, que todos los jefes de parcialidades políticas han sido la el
encarnación del espíritu, carácter e intereses de ellas. Y nada menos
es indispensable probar para excluir razonablemente a quienesquiera
que no sean esos caciques, del derecho de interpretar con acierto las
necesidades de un país y las ideas de un partido.
Un programa no siempre es el verdadero título del libro cerrado de las
futuras revoluciones, pero puede ser un comentario útil de las revolucio-
nes pasadas y el índice instructivo de los trabajos que deben emprenderse
para completar y perfeccionar sus resultados. Y en semejantes trabajos tie-
nen una considerable parte de tarea los partidos que han nacido de esas
revoluciones, que con ellas han medrado, que por ellas viven y que desean
ser eles a las obligaciones que les imponen sus antecedentes y su nombre.
Éste es precisamente el caso en que a nuestro ver se encuentra hoy
el partido progresista respecto del partido democrático. ue los hom-
bres de “la reacción o la muerte” afecten negar la existencia de éste
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para mejor conseguir la destrucción de aquél por cuantos medios les
sugiere el más renado y corruptor maquiavelismo, nada más natu-
ral. A esos hombres diremos: “aguardad”; y no muy tarde comprobará
nuestro dicho una solemne experiencia, que ojalá no sea también har-
to costosa: “negáis vosotros y la historia armará.
Mas no acertamos a explicar, ni siquiera a concebir, por qué deses-
timan y apartan de sí ciertos progresistas a los que en nombre y por la
autoridad de los principios que sirven de fundamento a sus doctrinas,
vienen a conrmarlas y extenderlas extrayendo de ellas por medio de
un procedimiento puramente especulativo las consecuencias que con-
tiene. ¿Pretenderán que para un trabajo de tal naturaleza no es este
tiempo que alcanzamos el mejor? ¿Dirán que las opiniones andan
confusas y desunidas? ¿Alegarán la posesión de un sistema propio con
derecho a ser por todos acatado? ¿Servirá de enseñanza a los disiden-
tes el ejemplo de su perfecta unión y su concordia?
Abundo en el sentido de V., decía J a M M-
 en ocasión que guarda cierta analogía con la presente; abundo en el
sentido de V. sobre la libertad de escribir, y más aún sobre la necesidad de
poner en claro la importante cuestión que se indica: ¿por qué si ahora no,
cuándo?... Sobre si publicar lo que en esto se escriba se permitirá o no, no
acierto a adivinarlo, porque palpo que los que temen la luz la aborrecen.34
Si ahora no, ¿cuándo?, preguntamos también nosotros. ¿Tiene épo-
cas determinadas la verdad? ¿Puede jarse una duración legal al error?
¿A cuándo debe esperar el derecho para obtener justicia? ¿ué plazo de
tiempo futuro se determinará para corregir los actuales abusos?
Cuando no hubiera más razón para proceder nosotros al modo que
lo hacemos, bastaría lo que de sí mismos nos dicen los progresistas.
Consideramos necesario, escribe recientísimamente un estimable
periódico que se tiene por órgano de los magnates del partido; con-
sideramos necesario que éste, dignamente representado, publique el
programa de sus deseos concretado a la situación actual de las cosas,
34 marina, Discurso sobre el origen de la monarquía, etc., página 126. (En la fe de erratas de la primera
edición de este opúsculo consta que se había suprimido la nota 36 en el texto, pero que ello no
alteraba “en lo más mínimo el orden y el sentido de las mismas”. (Nota de P. G.).
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al juicio que ha formado sobre las necesidades del país después de los
acontecimientos que las han creado, a los nes que se propone y a los
medios que entiende poner en juego para procurar la felicidad del
país. Por aquí creemos que debe empezar su obra; sepan antes todos a
dónde va, el camino que lleva, el término en que ha de detenerse para
no pasar más allá, ni inclinarse a uno ni a otro lado.
»Las persecuciones de que ha sido blanco el partido progresista
le constituyen además en la necesidad de reconocerse, de unirse y de
prestarse recíprocamente aquella protección, que si no es siempre una
defensa ecaz contra las demasías de la prepotencia, es, por lo menos,
un consuelo en la adversidad, un lenitivo en los sufrimientos. La triste
experiencia debe hacernos precavidos, y recomienda la urgencia de la
organización que indicamos, para que nuestro partido, adoctrinado por
la desgracia, reconquiste en los negocios públicos aquella intervención
e inuencia que injusticias ajenas y errores propios le han hecho perder”.
Cosas todas tanto más necesarias y premiosas, cuanto que “por su
medio se evitarán «las aisladas imprudencias de aquellos que toman-
do el nombre del partido» intenten imprimir una dirección torcida a
la acción única y compacta, que es preciso dar a los esfuerzos comunes
encaminados a un mismo n, que es el de lograr el triunfo de las ideas
que se presentan a la sanción del país”.35
Por el Dios vivo que no hubiera dicho más un enemigo de los pro-
gresistas; los cuales, con unos cuantos defensores por el estilo, saldrán
medrados y lucidos por el cabo, que tendrá que ver. Tan cierto es que
ni el talento más claro ni la mejor voluntad valen nada para enderezar
causas tuertas, cuando llegadas al grado de la suprema confusión, ni a
sí mismas se entienden ellas, ni se entienden entre sí sus secuaces.
¡Cómo! ¿A la hora de ésta no sabe el público, no sabe el país “el pro-
grama de los deseos” del partido, ni los medios que “entiende poner en
juego para procurar la felicidad general”? ¿A la hora de ésta son un enig-
ma “los nes que se propone”? Fines, medios, deseos, objeto, camino,
término, ¿nada está aún determinado? ¡Poder divino! ¡A cuántas amar-
gas reexiones nos dan margen estas revelaciones tristísimas!
35 La Nación, número del miércoles 27 de junio.
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No se entiende cómo haya podido existir, ni cómo exista hoy un
partido en tan calamitosa situación, mayormente cuando semejante
partido está por añadidura constituido en la “necesidad de recono-
cerse, unirse y prestarse recíprocamente protección”: que viene a ser
no tener sistema o cuerpo de doctrina, ni tampoco organización, ni
disciplina. Lo cual sentado, ¿cómo se justica la pretensión de repre-
sentarlo en la tribuna parlamentaria o en la prensa? De que se colige
que cuanto se ha dicho para persuadir su existencia como escuela po-
seedora de un símbolo losóco-político, es falso; como lo es cuanto
se ha querido probar, contra las acusaciones de los moderados, acerca
de su unión perfecta y de su concordia inalterable. ¡Válganos Dios por
programa de deseos”, y más si son los tales antojadizos o livianos!
Y luego, ¿a quienes se buscará para proclamar en altas voces los
deseos del partido progresista? ¿Por ventura a los que en 1843 lo des-
truyeron? ¿O a los que en 1844 pasaron burlando por el ojo de una
aguja en un juego de manos de los moderados? ¿O a los que en 1848
lo empujaron a la sima del 26 de marzo y 9 de mayo? ¿O a los que
en 1849 lo aduermen al arrullo de la amnistía y de las promesas del
Gobierno en el regazo de sus enemigos? Acaso sea a los que celebran
el triunfo de la reacción absolutista en Europa, a los que nos llaman
demagogos, a los que deenden el sistema prohibitivo en materia de
comercio y a los que en prueba de desinterés y de respeto por las desdi-
chas de sus amigos admiten empleos creados expresamente para ellos
fuera del círculo trazado por el presupuesto del Estado.
De todos modos, lo que más conviene por ahora es impedir “las
aisladas imprudencias de aquellos que tomando el nombre del parti-
do, intenten, hoy que va por tan buen camino, extraviarlo y perderlo
en veredas y atajos peligrosos. Téngalo entendido El Clamor, y entién-
danlo también otros autores de programas progresistas, cuyas son las
pretensiones de interpretar elmente los deseos de ese partido, el cual,
según La Nación, es un partido admirable, poderoso, consecuente,
unido, universal, a quien nada más falta para contarse en el número de
los vivientes sino saber lo que quiere, cómo lo quiere, cuándo, por qué
vía, en cuál grado y hasta dónde.
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No aspiramos nosotros a tanta ciencia, tan recóndita y sublime. Con-
tentos con ser lo que somos, aunque no seamos progresistas, en el sentido de
clientes” que dan a la palabra los rabinos de la Sinagoga, nos despedimos de
ellos con la famosa pregunta de P P: quid est veritas?36
Capítulo Vi
Si no existe el progreso, ni la razón puede guiarnos en la indagación de la
verdad, todo es inútil. Examen episódico de las opiniones emitidas pública y
recientemente por el marqués de Valdegamas en orden a estas cuestiones.
***
“El destino de la humanidad es un misterio profundo que ha re-
cibido dos explicaciones contrarias: la del catolicismo y la de la lo-
sofía. Cada una de esas dos explicaciones constituye una civilización
completa. Entre esas dos civilizaciones hay un abismo insondable, un
antagonismo absoluto. Las tentativas hechas para conseguir una tran-
sacción entre ellas han sido y serán siempre vanas. La una es el error,
la otra es la verdad; la una es el mal, la otra el bien. Es necesario elegir
entre ellas, y hecha la elección, proclamar la una y condenar la otra
en todas sus partes. Los que uctúan entre ambas; los que aceptan
los principios de la una y las consecuencias de la otra; los eclécticos,
en n, se hallan fuera de la línea de las grandes inteligencias, y están
condenados sin remedio al absurdo.
»Yo creo que la civilización católica contiene el bien sin mezcla de
mal, y que la civilización losóca contiene el mal sin mezcla de bien.
»De esas dos civilizaciones, ¿cuál conseguirá la victoria en el transcur-
so de los tiempos? Respondo, sin que vacile mi pluma, sin que tiemble mi
corazón, sin que se ofusque mi razón: la victoria será indudablemente de
la civilización losóca... Por mi parte tengo por probado y evidente que
acá abajo el mal acaba siempre por triunfar del bien, y que el triunfo sobre
el mal está reservado si es lícito explicarse así, a Dios personalmente.
»Y no se diga que si la derrota es cierta, la lucha es inútil. En primer
lugar, la lucha puede atenuar, dulcicar la catástrofe; y en segundo lugar,
36 Joan, XVIII, 36.
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para nosotros, que hacemos gala de ser católicos, la lucha es un deber
y no una especulación. Demos gracias a Dios por habernos concedido
el combate, y no pidamos, además de este favor, la gracia del triunfo al
que en su innita bondad reserva a los que combaten por su causa una
recompensa sumamente mayor que la victoria de acá abajo.
»En cuanto a la manera de combatir, no veo más que una que pue-
da dar hoy resultados ventajosos, y es combatir por medio de la prensa
periódica. Es necesario que la verdad hiera los oídos y esté resonando
siempre, siempre, si sus ecos han de llegar hasta el santuario secreto
en que yacen encerradas y adormecidas las almas. Los combates de
tribuna sirven poco; los discursos frecuentes no cautivan; raros, no de-
jan huella en la memoria. Los aplausos que arrancan no son triunfos,
porque se dirigen al artista, no al cristiano.
»Mi conversión a los buenos principios es debida, primeramente,
a la misericordia divina, y después al estudio profundo de las revolu-
ciones. Las revoluciones son los faros de la Providencia y de la Histo-
ria... Son, bajo cierto aspecto y hasta cierto punto, buenas como las he-
rejías, porque conrman en la fe y hacen que la fe resplandezca más. Yo
no había comprendido nunca la rebelión gigantesca de Satanás, hasta
el momento en que he visto con mis ojos el orgullo insensato de Prou-
dhon. Por lo demás, la ceguedad humana ha dejado casi de ser un mis-
terio después que se ve «la ceguedad incurable y sobrenatural de las
clases acomodadas». En cuanto al dogma de la perversidad innata de
la naturaleza humana y de su inclinación al mal, ¿quién podrá dudar
hoy, después de haber echado una ojeada sobre las falanges socialistas?
»El siglo de oro de la civilización católica, es decir, el siglo en que la ra-
zón y la voluntad del hombre se conformaron con una conformidad me-
nos imperfecta con el elemento divino, o, lo que es lo mismo, con el ele-
mento católico, ha sido sin duda alguna el siglo XIV. De la misma manera
el siglo en que la razón y la voluntad del hombre han llegado al apogeo de
su independencia y de su soberanía, ha sido indudablemente el XIX.
»De todos modos, este gran paso hacia atrás estaba en la ley, sabia y
misteriosa al mismo tiempo, con que Dios dirige y gobierna al género hu-
mano. Si la civilización católica hubiera seguido un progreso continuo, la
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tierra hubiera acabado por ser el paraíso del hombre, y Dios ha querido
que la tierra sea un valle de lágrimas. Dios de otro modo hubiera sido so-
cialista. Y entonces, ¿qué hubiera sido P? Cada uno está en su
sitio. Dios en el cielo y P en la tierra: P buscando
siempre, sin encontrarlo jamás, un paraíso en un valle de lágrimas, y Dios
colocando ese valle de lágrimas entre dos paraísos, para que el hombre pue-
da encontrarse siempre entre un gran recuerdo y una grande esperanza.37
Feliz, cuanto inopinadamente, llegaron a nuestras manos los docu-
mentos de donde hemos entresacados los conceptos anteriores, a la sazón
y punto mismo en que íbamos a desenvolver y explicar con tal cual dete-
nimiento y por la manera que lo permitiese el jo espacio de que pode-
mos disponer, los principios fundamentales de nuestro sistema político,
su índole y espíritu, así como el método que para su ejecución propone-
mos y adoptamos. Fortuna ha sido; porque semejantes principios jamás
hubieran recibido de nosotros tanta luz ni tan convincente demostración
como las que de seguro les dan como ya veremos, las palabras de quien se
proclama adversario el más enardecido y absoluto de ellos; personaje fa-
moso en el partido moderado, su grande orador, su lósofo; inteligencia,
al decir de sus amigos, “poderosa y sublime, de gran reputación en toda
la Europa cientíca por la originalidad de sus ideas, por lo atrevido de sus
concepciones, por la magníca estructura de sus formas y por el inmenso
y fácil talento de generalización que lo distingue”.38
A este talento, que si no en tal grado, en cual otro menos pondera-
do, pero siempre considerable, admitimos; a este talento debemos una
conrmación palmaria de la tendencia que, según ya demostramos,
lleva al partido moderado en España y doquiera a confundirse con el
absolutista y teocrático en el seno de esa escuela llamada, con apócri-
fo nombre, neocatólica. ¡Donosa escuela, que se arroga el derecho de
crear, en nombre y por autoridad del catolicismo verdadero, un catoli-
cismo nuevo y bastardo que niega los más santos dogmas y las más ve-
37 Estos son trozos, fielmente copiados y lealmente entresacados y escogidos de dos cartas dirigidas por
d. Juan donoso Cors, marqués de Valdegamas, al conde de montalembert, y fechadas en Berlín,
donde reside el marqués como ministro plenipotenciario español, a 26 de mayo y 4 de junio del
presente año. Han aparecido por primera vez en L’Univers, periódico de París; pero nosotros hemos
seguido a la letra la traducción que hace de ellas El País en su núm. correspondiente al 29 de junio.
38 Copiamos las palabras de El País, núm. del 30 del mismo.
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nerables enseñanzas de aquél; un catolicismo escandaloso y herético!
¿Cabe imaginar, pensando devotamente, en una transformación esen-
cial del catolicismo ortodoxo? ¿Cabe tan solo modicarlo en las relacio-
nes exteriores y variables que han existido hasta hoy entre la Iglesia y el
Estado, absorbiendo éste a aquélla, o la primera al segundo? Lo uno sería
una nueva faz de las muchas que ya ha presentado el protestantismo:39
la absorción de la Iglesia por el Estado sería anticatólica; la absorción del
Estado por la Iglesia no sería el siglo XIV, sino la primera edad del mundo,
la teocracia de la “edad de los Dioses,40 el panteísmo místico de la India.41
¿Ha pensado el autor de estos extraños conceptos, menos origi-
nales de lo que a primera vista y en su inefable extravagancia apare-
cen, en las consecuencias que de ellos pueden deducir la impiedad y
el espíritu de un lososmo escéptico y burlón? ¿No ha visto que esos
dos principios “absolutos, innitos, exclusivos, negación uno de otro,
que se hacen la guerra sin descanso, no son otra cosa más que el ma-
niqueísmo de los primitivos idólatras, renovado en los tiempos de las
herejías cristianas? ¿No ha caído en la cuenta de que al resucitarlo lo
ha revestido de un carácter aún más odioso y absurdo que el de su an-
terior existencia, atribuyendo al principio del mal el poder de triunfar
completa y denitivamente sobre el principio del bien, sin tan siquiera
dejar a la humanidad la esperanza de una intervención directa, inme-
diata, y para decirlo de una vez, milagrosa, de la Divinidad a favor de
su propia creación moral y religiosa? ¿No ha reparado que así ataca
a la par el catolicismo y el cristianismo; no sólo la religión verdadera
en sus diferentes formas, sino el principio mismo religioso, cualquiera
que sea el modo como se manieste en todo posible culto rendido por
el hombre al Supremo Hacedor del Universo?42
39 Esta exactísima observación y otras de que haremos uso para apuntar, siquiera sea ligeramente,
los errores en que incurre el señor Marqués de Valdegamas, están tomadas de El País, núm.
arriba citado, donde con copias de buenas razones y lúcido ingenio se ven aquéllos refutados.
Téngase en cuenta por los que lean dicho periódico que nosotros no aceptamos su “síntesis
católica”, aunque estemos conformes con él en la censura que hace de las doctrinas de su amigo.
40 ViCo, La Ciencia Nueva.
41 V. Cousin, Introducción a la historia de la losofía.
42 El País, núm. citado.
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Si el mal absoluto ha de prevalecer contra el bien, emanación y dádi-
va del cielo, ¿qué signica la venida de C? ¿ué la regeneración
del “espíritu” y de la “carne”, alcanzada al precio innito de su sangre?
Declarada de este modo insuciente la Redención, el cristianismo es
falso, y el catolicismo debe desaparecer de sobre la faz de la tierra, deján-
dola abandonada sin esperanza de remedio ni remisión al imperio único
e ilimitado del A dado a luz por el lósofo español.43
¡Y véase adónde conduce el hipo de singularizarse aunque sea a costa
de las más extrañas paradojas! Conviértase un hombre de gran enten-
dimiento en fabricador de ellas y prestigiador de conceptos sutilizados,
formando de la sobria y severa dicción que los asuntos losócos de-
mandan, una como urdimbre laboriosa a la par que frágil de antítesis
sorprendentes y galanas, que así cansan el oído con su monótona mar-
tillada, como fatigan la inteligencia haciéndola caminar sin descanso de
sorpresa en sorpresa, deslumbrada siempre, puesto que nunca convenci-
da. Ni es ya la ciencia una prolija y concienzuda indagación de la verdad,
sino un juego de sistemas ingeniosos y raros en donde, quebrantados y
ofendidos, vienen la razón y los hechos a ajustarse como en otros tan-
tos lechos de P; gimnasia del entendimiento de que resulta
siempre vencida la lógica natural de la verdad por la dialéctica articiosa
de la fantasía. ¿Cómo puede burlarse un hombre de sí propio haciendo
cohetes con el fuego divino de su ingenio, merecedor, a estar más juicio-
samente conducido, del alto ocio de faro luminoso? ¿Ni cómo extra-
ñar que otros hagan del suyo un uso semejante puesto que con sentido
y tendencias diferentes? ¿Puede darse mayor dislate que creer cercano el
n de los tiempos y próximos a realizarse los vaticinios del Apocalipsis
con la venida del A? ¿ué son ni parecen al lado de esta
falsa e hipocondríaca aprensión los sueños más extravagantes del socia-
lismo, sino imágenes placenteras y juicios rectos de las cosas? uien tal
cree o tal escribe, no tiene en puridad ningún derecho para llamar impío
ni insensato a P; mayormente siendo, como es, cierto que
las exageradas imaginaciones del misticismo moderno han contribuido
tanto a extender el imperio de la impiedad y del escepticismo, como los
43 Id. íd.
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crímenes de las reacciones políticas el de las creencias democráticas. De
todos modos, tan fuera de camino y buen término nos parece estar la
escuela neocatólica cuando dice “católico o demonio”; como los mo-
dernos discípulos de H cuando exclaman: “cristiano u hombre”,
dando por incompatibles ambas cosas.
“En su corrupción, dice también nuestro lósofo, el entendimiento
humano no puede inventar la verdad ni descubrirla, pero la ve cuando se
le presenta. En su corrupción la voluntad no puede querer el bien, ni ha-
cerlo sin ser ayudada; y esta ayuda no la obtiene sino cuando está sujeta
y contenida... La razón humana no puede ver la verdad, si una autoridad
infalible e instructora no se la muestra. La voluntad humana no puede
ni querer ni hacer el bien, si no está contenida por el temor de Dios.
Esta doctrina no es nueva, ni el que así la expresa ha hecho otra
cosa más que exagerar la creencia de P; quien cansado de bus-
car en vano una solución satisfactoria a las tremendas antinomias que
forman el complejo problema de la humanidad, desesperó de la ra-
zón, y atribuyéndole un carácter ingénito de instabilidad, mutabilidad
e individualidad, la declaró incapaz de fundar ninguna ley moral ni
justa. Esta es la funesta doctrina que hace treinta años resucitó con
brillo extraordinario aunque pasajero, L, para seguir lue-
go una marcha opuesta a la de su ilustre antecesor: uno que parte de
la losofía independiente y llega al misticismo; otro, que arranca del
ultramontanismo y pasa la meta de la democracia cristiana. Más o
menos atemperada por la inconsecuencia o dulcicada por prudentes
concesiones, esa doctrina es la del abate B, la del fraile L-
, la de una parte considerable del clero galicano, y la que
hoy, por un prurito deplorable de imitación, se quiere hacer de moda
entre nosotros, con escarnio y olvido de nuestras regalías nacionales.
Esa, en n, es la doctrina famosa de B y de José de M,
que sostienen la impotencia absoluta de la razón y la losofía, y ex-
plican nuestras ideas por medio de la divina palabra comunicada al
primer hombre y transmitida por la tradición, de modo que la razón
humana, separada de la tradición y reducida a sus solas fuerzas, podrá
cuando más, según ellos, gobernarnos en el negocio de satisfacer los
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instintos y las más groseras necesidades de nuestra naturaleza, mas no
elevarse hasta la idea del deber ni del derecho, ni formarse nociones
cualesquiera de D ni de su providencia.44
Si no puede explicarse cómo tomase A de la tradi-
ción la idea de una Suprema Inteligencia reguladora del mundo, que
fue desconocida a T y a A; si es inconcebible que
S recibiese de su madre la fe en un Dios único y espiritual,
o bien que recogiese tan elevada y losóca noción del seno de un
pueblo que le hizo beber la cicuta por crimen de impiedad y blasfemia
hacia deidades fabulosas, groseras y torpes; si es, por n, un dislate
sostener que P escribió La República y El Banquete sin más
trabajo que copiar las tradiciones populares, nuestros sutiles neocató-
licos cogen y escriben que esos grandes descubrimientos de la losofía
antigua no son más que plagios hechos a las Santas Escrituras; y si
fuera necesario sostendrían grave y doctamente que S tuvo
comunicación con los judíos, que P leyó el Génesis, y que
P fue íntimo amigo de D. Todo antes que conceder que
la razón humana tenga el poder y el derecho de desplegar sus alas en
las regiones del espíritu, por la ancha vía de Dios hasta Dios, movida
tan sólo de la fuerza que en ella, según la voluntad de Dios, reside.45
Pero el discípulo ha querido aventajar a los maestros, y para ello no
ha hallado a la cuenta mejor medio que llevar la doctrina al extremo de
no ser ésta ya conocida por los más entendidos secuaces de la escuela.
Ni B, ni de M han anunciado el triunfo necesario y
absoluto del mal sobre el bien; sin embargo, el marqués de V-
 sostiene que el principio católico en su lucha terrenal tiene que su-
cumbir ante el ímpetu irresistible del principio losóco, y que la huma-
nidad se halla próxima a sufrir la mayor y última de todas sus catástrofes.
P se convirtió de lósofo espiritualista en místico ascético,
pero en los mayores accesos de ebre contemplativa ni él, ni los teólogos
más rígidos han negado de una manera absoluta la actividad de la razón,
ni han condenado el mundo a la inmovilidad, ni han blasfemado de la
44 El cristianismo y la losofía, por e. saisset, págs. 277 y siguientes.
45 Id. íd., págs. 279 y siguientes.
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Deidad hasta el punto de suponerle el designio de condenar su creación a
ser presa perpetua del error, de las tinieblas, del infortunio, del Demonio.
El sistema de Vico que nuestro lósofo cita, y tememos no haya
comprendido sucientemente, concuerda perfectamente con la teoría
del progreso, cuyos gérmenes se encuentran en B.46 B,47
que busca el complemento y perfección de la civilización moderna en
una cierta unidad y síntesis católica, halla en ese progreso, tan violen-
tamente negado por el marqués de V, el único medio y
más seguro camino de alcanzarla. Schlegel, que da a la humanidad por
blanco y término de sus esfuerzos la reconstrucción de la palabra di-
vina revelada al primer hombre y perdida después con las vicisitudes
de los tiempos, reconoce implícitamente la marcha progresiva de las
generaciones. ¿ué más? P mismo ha denido el progreso con
tanta exactitud y lucidez como pudieran S S, K, T-
, C, C y cuantos con ellos admiten hoy como
dogma cientíco que la historia general de la especie humana está su-
jeta a un plan trazado de antemano por la Providencia.48
¿Y cómo, volvemos a preguntar, queriendo ser y aparecer tan or-
todoxo, no ha visto al marqués de V que sus dos teorías
convergentes acerca de la razón y del progreso chocan con el espíritu
del cristianismo y son contrarias a la opinión de muchos eminentísi-
mos teólogos y de no pocos Santos Padres de la Iglesia?
Vosotros habéis conocido a Dios y no le habéis gloricado, decía
S P a los lósofos paganos.49
“Los paganos, dice en otro lugar, que no tienen ley revelada, hacen na-
turalmente lo que esta ley prescribe, porque encuentran sus reglas dentro
46 De augmentis scientiarum, lib. 2, cap. 4, Oeuvres morales et politiques. Paris, 1636. Citado por buChez,
Introduction a la science de l’histoire, cap. V, p. 100 y sigs.
47 Obra citada.
48 Pensamiento de pasCal. Sus palabras son terminantes: “por una prerrogativa singular, dice, de la
especie humana, no sólo avanza cada uno de los hombres de día en día en el camino de las ciencias,
sino que todos los hombres reunidos realizan un continuo progreso. Por manera que el conjunto de
los hombres, en el curso de tantos siglos, debe ser considerado como un solo hombre que subsiste
siempre y que constantemente aprende”.
49 Rom. I, 21.
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de sí mismos, grabadas en sus corazones y sancionadas por el testimonio
de su conciencia. Dios será justo cuando vengue la violación de la ley.50
“El hombre poseía ya, dice S A, la verdad en su corazón,
pero había dejado de leerla en esa parte íntima y recóndita de su ser.
Por eso Dios la ha escrito en caracteres materiales. Ya no oía la voz de
Dios en su conciencia: Dios le ha hablado al exterior porque fuese
herido con esas dos voces reunidas; Dios la ha rodeado de mayores
resplandores para hacérsela admirar: Dios ha inclinado su corazón a
amarla y ha dado fuerza superior a su voluntad para adherirlo a ella y
para hacérsela practicar en la vida.51
“La razón y la revelación, según un docto y venerable prelado fran-
cés, no son dos fuentes opuestas de las cuales manan pensamientos y
opiniones contrarias, sino dos fuentes de donde proceden las mismas
verdades morales y religiosas.52
¡Extraña obcecación; dejar esta sana doctrina, que es la de S P-
, S A, S T; de B, de M-
, de F, de D, de L, de K y de
R; en n, de los más santos varones, de los sabios más consumados
y de los ingenios más sublimes que han honrado la humanidad des-
de el principio de la era cristiana hasta nuestros días; dejar semejante
doctrina, decimos, por eso otra doctrina triste, infecunda, privada de
luz y de esperanza, que conduce a la negación de Dios y al embruteci-
miento del hombre; doctrina que, nacida ayer como escuela, arrastra
una existencia oscura y penosa, sostenida sobre los acos hombros de
unos cuantos fabricantes de paradojas y delirios!
Concluyamos deplorando abuso tamaño de las buenas dotes intelec-
tuales del señor marqués de V, y disculpándonos con nues-
tros lectores de habernos detenido algún tiempo en esta excursión cuasi
teológica. No es extraña sin embargo a nuestro asunto, por más que a pri-
mera vista lo parezca. La cuestión es grave, por versar sobre problemas que
50 Rom. II, 14, 15.
51 Enarr. in Psalmos LVII.
52 El señor arzobispo de parís, Introducción losóca al estudio del cristianismo, p. 17, 18 y 19. V. e.,
saisset, El cristianismo y la losofía.
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ahora más que nunca traen agitadas y revueltas las sociedades humanas.
Trátase de decidir si la losofía es una ciencia, la primera de todas; si tiene
elementos propios y sólidos cimientos en las facultades humanas, o si sólo
es un conjunto de enmarañadas lucubraciones hechas en los espacios ima-
ginarios por la fantasía recalentada al fuego de la contemplación. Ttase
también de saber si Dios es el mal o el bien supremo; si el cristianismo
es compatible con la civilización; si la Iglesia puede subsistir hermanada
con el progreso de las luces y con la regeneración de los pueblos, o si para
alcanzar la libertad social y política es preciso proscribir la Iglesia y negar el
cristianismo. Últimamente, el aserto que se discute lleva consigo este terri-
ble dilema: o la losofía, la religión y la historia son idénticas, se comprue-
ban mutuamente y marchan hacia un mismo n, o son distintas, se niegan
entre sí y se excluyen. El primer término es la civilización; el segundo es la
barbarie. Y con perdón del señor Marqués sea dicho: nosotros creemos
que resolviendo la cuestión en su sentido, pronto, muy pronto, apartados
de la una caeríamos infaliblemente en el informe caos de la otra. Apagar la
razón tanto vale como aniquilar el libre albedrío, esclavizar la voluntad y
canonizar el despotismo. Todas las tiranías son hermanas, como todas las
libertades lo son; pero en la dinastía de los principios despóticos, el de la
tiranía teocrática es el rey.
Capítulo Vii
Para resolver las políticas es necesario partir del conocimiento del me-
canismo social, es decir, de las leyes generales que deben regirlo. Teoría
de la Sociedad.
***
Todas las revoluciones dan a resolver ciertos problemas al gobier-
no y al pueblo de los países donde se realizan, empezando por produ-
cir trastornos cuya consecuencia inmediata es cambiar el asiento y las
condiciones de los antiguos intereses, ideas y partidos que antes domi-
naban la sociedad. Un orden de cosas modicado o nuevo les comuni-
ca en seguida distinto carácter, y los arma sobre bases diferentes; pero
antes de que esto acaezca y de que se apacigüen completamente las
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turbaciones con el establecimiento de una gobernación regular, hay
un intervalo durante el cual inquietudes, sediciones, pánicos, terrores,
revueltas y desatadas ambiciones, periódicos incendiarios, hermanda-
des frenéticas, tribunos, oradores, demagogos, facciosos, todos los ele-
mentos sociales, aunados para el mal y divergentes para el bien, luchan
por el dominio como los vientos salidos de la odre mitológica de Eolo,
pugnando por sustituir su imperio al de la autoridad reguladora.
Esta es la época azarosa de un doble movimiento en las regiones
del pueblo y del poder; en la primera, marejada del piélago democrático
que azota con ruido temeroso la ribera; en la segunda, muros y contra-
fuertes levantados para oponerse a los embates del oleaje embravecido.
¿Por qué esta oposición? ¿ué pueden diques articiales contra el
mar, ni qué puede el mar contra sus naturales orillas, límite señalado
por el dedo de Dios a su pujanza?
Pero los gobiernos creen poder colocarse siempre como el quos ego
del poeta, por más que la experiencia les demuestre que su desacordado
empeño de gobernar demasiado a nada más conduce que a gobernar
como el rey de las ranas de que en su alta ciencia nos habla el fabulista.
Y así que entre los sistemas que en las épocas turbadas se les presen-
tan para restituir el sosiego y la paz a las naciones, escogen de ordina-
rio el peor. Uno de esos sistemas es resolver poco a poco, pero siempre
progresivamente y por vía pública y legislativa, los problemas sociales;
otro, eludir estos problemas; otro, negar su existencia e impedir su so-
lución. Los gobiernos, por lo común, eluden, niegan e impiden, no
advertidos de que un poder superior a ellos, el poder providencial de
la civilización, al mismo paso que elfos y con sanción incontrastable,
proclama, favorece y arma.
Puesto que lento y gradual; puesto que ocasionado a impaciencias
del pueblo, nosotros queremos llegar con el primero de esos sistemas
de gobernación a un régimen político que pertenezca a la nación y
no a un partido, a todos que no a algunos, sean estos bandos, clases o
familias, estado llano o nobleza, plebeyos o príncipes. Patria signica
comunidad de derechos y deberes, de intereses y opiniones. Si esto no,
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tan sólo el nombre de monopolio y privilegio merece, y todo privile-
gio, todo monopolio, todo abuso necesita para conservarse y defen-
derse el auxilio de la tiranía.
De aquí las exclusiones que ponen fuera de la ley y del derecho
político común a la generalidad del país en provecho peculiar de sus
parcialidades. Y entonces “patria” signica “patrimonio” de algunos:
pueblo” signica “siervos del patrimonio”; y “gobierno” no es más
que “administración del patrimonio. Lo cual nos recuerda ciertas de-
niciones de Fielding, que no por jocosas dejan de ser muy verdaderas
y aplicables al caso que aquí presuponemos. Decía, pues, el famoso
autor de Tom Jonnes:
“Patriota: Candidato para un empleo.
»Política: Arte que enseña a buscarlo y obtenerlo.
»Amor: Aplícase esta palabra al gusto o apetito a que nos mueven
ciertos manjares y la usamos traslaticiamente para señalar los principa-
les objetos de nuestros deseos.
»Virtud.
»Vicio.
»Mérito: El poder, la clase, la riqueza.
»Sabiduría: Arte de adquirirlos.53
La moda propaga este código, y la moral política y privada muere a
manos de todos, porque todos cesamos de creer en su existencia.
¿Y es ésta la grande y poderosa nación que queríamos sustituir a la
nación degenerada, pobre y mezquina que nos legó una casta ominosa
de reyes absolutos? ¿Es éste el gobierno que nos cuesta cuarenta años de
turbaciones, sediciones, guerras y todo linaje de sacricios sin cuento?
Parecía que vencido el absolutismo, así en el campo del derecho
como en la arena de los combates, la libertad, en cuyo nombre se alzó
el pueblo, quedaría asegurada a éste para siempre. ¡Pobre pueblo!
¡Vencedor siempre y siempre atado como vencido al carro de su propia
victoria! ¡Esclavo coronado de laureles!
53 V. bulwer, England and english men, tom. I, cap. IV.
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Muy cerca de medio siglo de calamidades y tres restauraciones del
gobierno representativo en España han dado por resultado una ridícu-
la caricatura, que así se parece al verdadero régimen que remeda, como
una mal representada farsa a la solemne realidad de la historia.
Cualquiera que por los hechos que estamos presenciando hubie-
sen de juzgar de la libertad, dijera que ésta consiste en que el poder real
pase a manos de media docena de hombres llamados ministros; los
cuales, escudados por un lado con la regia prerrogativa, y por otro con
los votos de sus adeptos erigidos en opinión pública, pueden disponer
y tienen derecho de disponer a su antojo de la suerte del Estado, hasta
que lanzados del solio por una intriga tenebrosa, sean reemplazados
por otros que a su vez repetirán de seguro el mismo juego.
Si fuese como eso todo lo que nos promete y nos da, no envidia-
ríamos a la libertad sus inquietudes, y preferiríamos el despotismo de
uno solo a la confusa y usurpada arbitrariedad de unos cuantos.
Pero no es ella en sí lo que la han hecho los gobiernos, ni tal como
aparece a nuestros ojos subsistirá mucho tiempo. Regenerada o des-
truida, recibirá nuevas formas y carácter de manos de la democracia
o del absolutismo; si bien es cierto (y debemos tenerlo muy presente
para fortalecernos en la esperanza) que “todo derecho conocido es un
derecho conquistado.
Veamos entretanto lo que debe ser, y para ello hagamos un rápido
bosquejo de la teoría de la sociedad en orden a su organización y a sus
nes. No es inútil, ni estará dislocada semejante indagación en este
sitio, que antes es a nuestro ver el suyo propio y natural.
Porque el orden social no es fruto de combinaciones meramente
articiales. Si el trabajo de regularizar sus movimientos ha sido reser-
vado a la humana sabiduría, leyes primitivas determinan sus funcio-
nes esenciales, y a poder de su inuencia soberana nacen y subsisten
ciertos hechos fundamentales que, no menos indestructibles que las
fuentes de donde emanan, se conservan a despecho del tiempo, de las
varias formas de la civilización y de las revoluciones de los pueblos.
En ninguno de los ramos de las ciencias morales y políticas puede,
en efecto, darse paso seguro sin el conocimiento exacto del mecanis-
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mo social y de los principios que, según leyes eternas de justicia, le dan
una existencia de derecho. Y más, que la índole de estos principios y
las bases sobre que descansa aquel mecanismo, interpretados unos y
dispuestas otras de varios modos por los lósofos de todos tiempos
y países, han dado origen a diversos sistemas de política y de admi-
nistración y a soluciones distintas, tales absurdas, cuales inicuas, de
los problemas más importantes a la felicidad del género humano. Los
nombres de P, A, S T, M-
, H, R, B. C, D M, B,
G y tantos otros, más o menos ilustres, prueban que la teoría
del mecanismo social sirve de punto de partida a diversas escuelas de
doctrinas opuestas o distintas, y muchas, cuya inuencia se ha dejado y
se deja sentir aún, no sólo en los libros, sino en la legislación; no única-
mente en los trabajos abstrusos de la inteligencia, sino en la aplicación
de las ideas a las relaciones entre pueblos y gobiernos.54
¿ué es, pues, la sociedad?
Un conjunto de personas reunidas, bajo la dirección de una autoridad
superior, como tal, a cada una de ellas, para conservar y mejorar las relacio-
nes que lógica y necesariamente se deducen del ejercicio de su actividad.
Aquí tenemos, pues, cuatro elementos necesarios: el cuerpo social en
su conjunto, ora se le llame entidad moral, ora fuerza colectiva; la auto-
ridad superior, el gobierno; los individuos considerados como unidades,
sus relaciones lógicas y necesarias entre sí, con la sociedad y el gobierno.
La sociedad es a la par “una, varia y armoniosa.
¿En qué consiste su unidad? Como ser moral tiene que gobernarse
por leyes universales, absolutas y eternas; tiene un “n, como toda in-
teligencia, y ese n es el “bien”; y como todo n necesita “medio” para
54 V. El Siglo (1ª época) números de 26 y 27 de febrero de 1848, donde trata estas cuestiones el
señor baralt en sus artículos XII y XIII sobre Libertad de Imprenta. Lo que precede y sigue en el
texto con algunas modificaciones, o más bien explanaciones, es tomado de ellos. Exige la justicia
que traslademos aquí una nota puesta al fin del art. XII, y es como sigue:
Para la rápida incursión que vamos a hacer en el campo de esta intrincada teoría, hemos consultado
con gran provecho un interesantísimo opúsculo escrito y publicado en Caracas por don fern
toro, con el modesto título de Reflexiones sobre la ley de 10 de abril, siendo en realidad un trata-
do completo y excelente contra la usura. Véase también Curso del derecho natural o losofía del derecho,
por ahrens, traducción de d. r. n. zamorano; y la Introducción a la ciencia de la historia, por buChez.
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ser alcanzado, la sociedad los tiene. La unidad social se realiza de varios
modos: en la unidad de la “nación” como cuerpo político, y con este
carácter su voluntad y su independencia son reconocidas por las demás
naciones; en la unidad de la “legislación, para que lo permitido y lo ve-
dado lo sean en todas circunstancias, y la regla siempre una y universal:
en la unidad de los “principios morales”, para que las nociones de lo justo
y de lo injusto no cambien con el tiempo, ni con las personas, ni con las
cosas; en la unidad “religiosa, para que, no obstante las prácticas exte-
riores, las creencias y las esperanzas partan del principio primordial que
hace moralmente obligatoria a la humanidad la fe en el Ser, en la idea
Absoluta, en la Verdad. No se camina en progreso sin un n a cuyo logro
se dirige la actividad del ser inteligentes, llámese este hombre, llámese
nación, llámese humanidad; este n (ya lo hemos dicho) es el “bien”; y
como los medios deben ser análogos al n que nos proponemos alcan-
zar, esos medios, buenos en sí, deben además ser guiados en su ejercicio
por la suprema ley moral:       .
La sociedad, como ser moral que tiene que emplear su actividad e
inteligencia en la efectuación de un n, maniesta, pues, su unidad: en
el sistema político; en el de legislación; en el de la moral; en el religio-
so; en el de educación; en el económico y en el administrativo.
¿En qué consiste su variedad? Como cuerpo colectivo formado
por la reunión de individuos dotados de inteligencia y de libre albe-
drío, la sociedad deja a cada uno de sus miembros su esfera propia de
acción, donde ejerza sus facultades individuales. El ejercicio de estas
facultades no es ocasional ni contingente; no nace de convenio, ni de
concesión gratuita en el seno de la sociedad, sino que es necesario, im-
prescriptible y eterno, como condición indispensable de la existencia
del hombre, según las leyes de su naturaleza.
Semejante condición en todas sus relaciones se llama “derecho”; y éste,
como noción superior, contiene otras dos subordinadas, que también son
derechos: la “libertad” y la “igualdad”. Mas, como no hay “derecho” sin de-
ber correspondiente: mejor dicho, “como el deber es la primera condición
del derecho, hasta el punto de ser evidente que éste sin aquél no existiría,
inseparable de la igualdad y de la libertad está la “fraternidad”.
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La libertad es el derecho que asiste al hombre de ser causa de sus propias
acciones y de dirigir su actividad de la manera más conforme a los nes de
su existencia. Subdivídese en “libertad de obrar” (externa), y “libertad de
pensar” (interna). Primera: libertad de “estado, de ‘’domicilio” y de “indus-
tria. Segunda: libertad de “creencia” y “culto, de “arte” y de “losofía.
La igualdad es la participación, por derecho, a todas las ventajas de
la vida social, y se divide en “necesaria” y “condicional”. Por la primera
todo individuo debe poseer en la sociedad los medios de mantener su
dignidad moral y su existencia física. Su propiedad, su seguridad, su
libertad, la posesión de sus facultades y disposiciones naturales deben
estar en “perfecto nivel” de derecho con las de cualquier otro miembro
de la sociedad. Por el derecho “condicional” el individuo debe poseer
en la sociedad “tan sólo” las ventajas adecuadas al “producto” de sus
facultades y disposiciones; y como la sociedad no tiene nivel para el
talento, la virtud, ni la actividad ingénita moral, intelectual o física,
se sigue que las ventajas de situación, estado y jerarquía, los goces, los
honores, los empleos que aquellas cualidades proporcionan, deben ser,
como ellas mismas, desiguales; porque estos bienes no se adquieren
por el derecho de “personal”, sino a título de “capacidad”.
Y aquí se ve la imposibilidad en que está el “derecho” de producir
por sí solo una situación acomodada al n de la sociedad ni del hom-
bre mismo. El derecho, efectivamente, es una noción imperfecta que
necesita un complemento; y este complemento es el “deber”.
El deber ha nacido con la sociedad, es decir, con el hombre, pues no
es más que la consecuencia de las relaciones de éste con sus semejantes,
y un comercio mutuo de amparo, amor y protección. De que se colige
que todas las ideas sociales están contenidas en esta sola palabra “deber”
que constituye la base del edicio humano, y es a la par su lazo de unión,
su esencia, su esplendor, su gloria; resultando de esta inherencia, íntima
tanto como provechosa, que el deber se agranda y crece a medida que
la sociedad se desenvuelve y que la perfección moral del ser inteligente
estriba en el sentimiento cada vez más vivo, así como en el cumplimien-
to cada vez más estricto de sus obligaciones.55 Por eso los antiguos co-
55 Diccionario político. art. “Deber”.
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nocían los deberes del ciudadano y no los del hombre, y comprendían
la asociación civil cuando carecían absolutamente de ideas acerca de la
fraternidad humana; cuanto más que ésta, y la palabra misma de don-
de viene derivada, son de origen cristiano, y nacidas de aquellos divinos
preceptos: “amaos los unos a los otros; no habrá entre vosotros ni pri-
mero ni último; el que quiera ser primero hágase servidor de los demás.
La libertad y la igualdad son, pues, el derecho; la fraternidad el
deber; el derecho y el deber, condiciones fundamentales y primeras,
condiciones eternas de orden, sin las cuales no existiría ni aun podría
concebirse ninguna sociedad organizada.
De lo expuesto se deduce que la unidad y la variedad del cuerpo so-
cial son opuestas; pero opuestas, no como cosas que se excluyen, sino
como cosas que se limitan; no como cosas que se destruyen, sino como
cosas que coexisten en “armonía. El tercer elemento de la sociedad es,
en efecto, la “armonía, que mantiene la unidad en la asociación y el
derecho en los asociados.
El encargado de mantenerla en nombre y por delegación de la so-
ciedad es el gobierno, y éste obra como inteligencia superior, como
voluntad imperativa, como poder irresistible.
En el primer concepto admite en el seno de la sociedad toda acción
legítima, proclama todo principio racional, permite la realización de
toda idea que sea conforme a sus nes; pero al mismo tiempo con-
dena y rechaza toda consecuencia dañosa, toda acción que turbe su
armonía, cualquiera que sea el principio que se invoque, ya sea el de la
libertad individual, ya el de la unidad colectiva.
En el segundo concepto, el gobierno quiere la “igualdad necesaria, y
debe subordinar a ella, como primer objeto de la asociación, cualquiera
otro interés, cualquiera otro principio, el ejercicio mismo de la libertad.
Como poder irresistible, el gobierno permite o veda, premia o cas-
tiga, según los preceptos de la suprema ley moral, las acciones que se
conforman o no al principio de la “armonía”; y es entonces la égida
que ampara a todos contra cada uno y a cada uno contra todos.
Corolarios legítimos de esta doctrina son los siguientes:
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1°.– “La libertad individual” empieza donde acaba la “igualdad ne-
cesaria. Lo primero para el hombre es vivir, es “ser hombre”.
2°.– La libertad no es “n, no es “objeto, ni para la sociedad ni
para el individuo; es un “medio, una “facultad” de obrar para alcanzar
ese objeto o ese n, el cual no es otro sino la realización de todas las
ideas y sentimientos legítimos, dentro de los límites de una ley supre-
ma: ley que es y no puede menos de ser una ley moral, la sola que posee
los caracteres de legitimidad, inmutabilidad, universalidad y justicia
necesarios para regir por autoridad divina a seres inteligentes y libres.
3°.– Como “medio” o “facultad”, debe estar la libertad subordinada
a la “igualdad necesaria, que es el “objeto principal” de la asociación.
4°.– La legislación de un pueblo debe ser, como la sociedad misma,
progresiva.
5°.– Gobierno signica: poder regulador que impide la supresión,
mutilación u opresión de una fuerza cualquiera por otra u otras fuer-
zas preponderantes de la sociedad.
Capítulo Viii
Consecuencias generales de la teoría anterior. Ulteriores explanaciones.
Ideas de los antiguos acerca del progreso y de la igualdad. El cristianis-
mo introduce la noción verdadera de ellos en el mundo moderno. De la
igualdad se derivan todos los derechos individuales y colectivos. Teoría del
poder y de la soberanía fundada en el principio de la igualdad. Cuál sea la
legítima esfera de acción del Gobierno. Idea general del sistema defendi-
do en este libro. Verdadera significación de la soberanía del pueblo.
***
Tenemos la íntima convicción de que el sistema anteriormente
bosquejado contiene los únicos principios universales y absolutos
que reconoce la ciencia social, bajo la fe de la losofía; los únicos de
segura y constante aplicación al gobierno práctico de las sociedades
según el espíritu de los tiempos; los que mejor se adaptan y convienen
a la índole del nuestro y de la civilización que alcanzamos; que con
más precisión y ecacia pueden conciliar las necesidades del progreso
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humano con los fueros de toda legítima autoridad y los miramientos
debidos al reposo público; y por último, los que, ya deducidos lógica
y correctamente de premisas racionales incontrastables, reciben de la
historia más luminosa comprobación y rme apoyo.
Según esta teoría, el gran problema de la sociedad consiste en
mantener su triple esencia. Nación, gobierno, legislación, carácter
nacional, arte, religión y losofía patria, verdadera autonomía, per-
sonalidad social, progreso, gloria: esta es la “unidad. Propiedad, fa-
milia, emulación, industria, artes, ciencias, riqueza, movimiento,
expansión, actividad y vida: he aquí la “individualidad”. Asociación,
amor a las instituciones, patriotismo, nervio de la autoridad, igualdad,
libertad, fraternidad, equidad, justicia, sosiego, paz, ventura: esta es
la “armonía. Y sin ella la concordia sería imposible y el despotismo o
la anarquía inevitables; porque, o la sociedad absorbería al hombre, o
el hombre se sobrepondría a la sociedad, resultando en aquel caso la
muerte y en éste la perturbación y el desorden.
Ejemplos de lo primero, muchos, solemnes e instructivos nos han
legado para nuestra enseñanza los pueblos antiguos, cuya historia es
la del abuso del principio unitivo hecho por el gobierno contra los
gobernados, o a decir más bien, por el cuerpo contra sus miembros.
Allí la libertad consistía en la acción de las fuerzas colectivas; allí el in-
dividuo desaparecía en presencia del cuerpo social; allí la igualdad era
inconcebible. Negada por la religión y por la losofía, apenas si halla-
ba un asilo en el santuario de la conciencia; las leyes no tenían palabras
para expresarla, ni es exagerado decir que la idea misma, siquiera en el
grado de la más remisa claridad posible, no existía.
Los anales del mundo, por otra parte, están llenos de ejemplos di-
ferentes que nos representan varios de los elementos sociales rompien-
do la armonía y ejerciendo sobre la sociedad entera un imperio injusto
a la par que deplorable. Nada más factible en un estado social imper-
fecto y con instituciones políticas viciosas, pues en ese campo donde
se desenvuelven y realizan todas las ideas, intereses y pasiones de los
hombres, algunas de ellas hacen brecha en el muro de las fuerzas resis-
tentes y las absorben o aniquilan, dejándolas por muertas en la lucha.
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Así hemos visto, dice un juicioso y profundo escritor americano, el
elemento político, el religioso y el industrial combinarse, repelerse, com-
batirse y dominar alternativamente la sociedad europea, produciendo to-
dos los males y desórdenes que son consiguientes a la falta de armonía. La
política y la religión han obtenido durante muchos siglos un predominio
casi exclusivo en las naciones civilizadas. De aquí el absolutismo de los go-
biernos, el derecho de conquista, la dominación del clero, las jerarquías
políticas y eclesiásticas; y sus consecuencias, las guerras injustas, las contri-
buciones ruinosas, la multiplicación de los monasterios, el establecimien-
to de la inquisición, la servidumbre del pueblo. De aquí el envilecimiento
de las artes, la decadencia del comercio y demás industrias y la ignorancia
de los principios económicos; de aquí también la reacción de las fuerzas
subyugadas, las conmociones de la sociedad, el odio recíproco de las cla-
ses, la tendencia democrática, la aparición del elemento industrial y el sen-
timiento acaso excesivo del individualismo.56
Igualmente distante de estos extremos peligrosos, nuestro sistema
deja libre al hombre en medio de la sociedad y conserva a la sociedad
todos sus fueros y derechos respecto del hombre. Las fuerzas de uno
y otra se combinan para el bien y recíprocamente se limitan para el
mal. Aquí no hay lucha, sino concordia. El cuerpo colectivo, la masa
social, atrae y determina los movimientos; pero no absorbe ni rompe
el equilibrio de las fuerzas. Fijo e inmoble, al modo que el astro vivi-
cante, centro de nuestro sistema planetario, vive por sí y vive por los
demás cuerpos que se mueven a su rededor según leyes maravillosas
de regularidad y armonía. Madre común, la sociedad, como la tierra,
todo lo da a sus hijos y de ellos lo recibe todo: gérmenes y savia, vigor y
lozanía, fuerza y hermosura. Crasa ignorancia ha sido imaginar y sos-
tener hasta ahora distinciones esenciales entre el todo y las partes que
forman un mismo ser, como si alguno hubiese o pudiese haber que a sí
mismo se devorase y existiese, que fuese idéntico a sí mismo y a sí mis-
mo contrario: ente de razón inconcebible, producto de desvariadas
imaginaciones, de error voluntario o de mentira vana y jactanciosa.
Nosotros invocamos una suprema ley moral, como pauta y criterio
soberano que debe guiar la sociedad en el ejercicio de sus derechos, y
56 toro, ubi supra. págs. 12 y 13.
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como fuerza y sanción de estos derechos mismos; porque si los prin-
cipios directivos y reguladores de un gobierno pueden variar según
las circunstancias peculiares de las naciones, no así el principio racio-
nal que sirve de fundamento a todos ellos: el cual es uno, constante
e invariable, cualesquiera que sean el tiempo, el lugar y la forma de la
sociedad. “Obra de manera que tu acción pueda servir de regla a las
acciones de todos.57 Tal es el principio; y a él deben ajustarse en su
conducta pueblos, gobiernos e individuos, so pena de atraer sobre sí,
más tarde o más temprano, el castigo que siempre acompaña a la viola-
ción de la justicia, y que jamás evita ni elude el individuo por grande,
ni el gobierno por fuerte, ni por glorioso y pujante ningún pueblo.
Los secuaces serviles de S, de S, de B y otros maes-
tros de la escuela económica crematística y de la escuela positiva que re-
conocen por norte la “utilidad, miran el libre y absoluto ejercicio de las
fuerzas individuales como blanco y término exclusivo de la asociación
humana, así como principio el más esencial y sagrado de su institución;
por manera que, aplicándolo a la industria y a los demás desenvolvi-
mientos de la actividad del ser inteligente, subordinan, o a decir más
bien, sacrican a la libertad la igualdad necesaria de los hombres.
Apoyados en la ley moral, que derivada de la razón es la única capaz
de existir ajustada a ella y a la verdad, concorde con el principio religioso
y conservando relaciones de justicia, de equidad y de benevolencia entre
los miembros del cuerpo social; apoyados, decimos, en esa ley, síntesis
suprema de la religión, de la losofía y de la historia, sostenemos noso-
tros que la libertad, como medio o facultad de obrar, debe estar subor-
dinada a la igualdad necesaria, objeto primero y sumo de la sociedad.
Objeto primero y sumo, repetimos, pues por ella, y sólo por ella, en la
esfera del derecho, puede y debe poseer el individuo los medios de con-
servar su dignidad moral y su existencia física, sin los cuales o desciende
el hombre al nivel de los brutos, o en medio de la abyección y de la in-
famia vegeta como “cosa” destinada al uso y al abuso de sus semejantes.
No hay para que adelgazar razonamientos, ni inventar teorías, ni
levantar con trabajo andamios de hechos históricos puestos a cues-
57 Kant.
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tión de tormento porque expliquen las perturbaciones sociales de
que están llenos los anales del género humano. ¿Falta aquí desarro-
llo a un elemento; prepondera allí otro a expensas de los demás; tal
vez la acción política, religiosa o industrial produce violencias, veja
y oprime; cuál otra carece una parte del pueblo de educación moral,
de enseñanza intelectual, de subsistencia; sufrimos el injusto imperio
del despotismo; vemos derramarse la anarquía por todo el ámbito del
país revuelto y conturbado? Pues en todos estos casos, la razón del
hecho es clara y patente su causa: la “igualdad necesaria” padece; el
principio moral está violado. ¿Por ventura veis agitarse la sociedad
en convulsiones revolucionarias o yacer muda y postrada a los pies de
un tirano? No disputéis altas cosas de la losofía especulativa ni de
las escuelas históricas con que jamás explicaréis ni comprenderéis la
verdad. La verdad es que el estado social no cuadra con la naturaleza
ni con la razón; y que la “libertad” que entonces ejercen “impune y ab-
solutamente” algunos con daño del resto de sus conciudadanos, no es
libertad sino iniquidad, porque viola la igualdad y rompe la armonía.
Preguntadlo, si no, a Irlanda, a Polonia, a Hungría, a Italia, a Francia,
a España; preguntadlo a los proletarios de Bélgica y de Inglaterra; pre-
guntadlo, por n, a Cuba, devorada por el cáncer de la esclavitud, y
a la Unión Americana expuesta a ver, por la misma causa, menguado
su poderío y eclipsada su grandeza. Todos, todos os contestarán mos-
trando en el fondo del laberinto en que se pierden el M
del privilegio y del monopolio, esperando vanamente una A y
un T. ¿Soñamos nosotros a ojos abiertos una quimera viendo la
Religión en la una, y el Progreso democrático en el otro?
Como quiera, nuestro sistema es “espiritualista” y “cristiano”: y,
por cristiano y espiritualista, progresivo.
Las doctrinas religiosas que imperaban en la antigüedad, a una y
contestes con la opinión pública y con los sistemas losócos, lejos de
haber sentado una hipótesis favorable a la noción del Progreso cuando
discurrían acerca del destino y de la naturaleza de la especie humana,
propusieron hipótesis contrarias. El panteísmo de la India y su doctrina
relativa a la puricación ascética individual, es una de ellas. Los persas
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que creían, como ahora el marqués de V, en la existencia de
dos principios absolutos e iguales que compartían el imperio del mun-
do si no eran bastante sabios para hacer triunfar al uno del otro, como
propone el lósofo español, todavía venían a parar a un sistema de mo-
vimientos alternativos o periódicos, tan arbitrario como infecundo. Por
lo tocante a las ciudades y pueblos del Asia occidental, de Grecia y de
Italia, el edicio de sus instituciones religiosas y políticas se fundaba en
la doctrina de las razas; doctrina sacrílega, según la cual se reconocían
diferencias de naturaleza original entre los hombres, y algunos de ellos
se daban por descendientes directos de la Divinidad con derecho a go-
zar exclusivamente de los bienes de la vida y a trasmitirlos por herencia
a sus sucesores. Roma tan sólo pareció apartarse de la tradición común
a las naciones japéticas y a la mayor parte de las semíticas, al conceder
derecho de ciudadanía a los libertos y extranjeros; pero en realidad no
violaba con ello el principio constitutivo de las repúblicas contemporá-
neas, pues si bien es cierto que admitía en su seno elementos extraños a
su constitución, también lo es que reservaba para sólo las familias sena-
torias el derecho divino trasmisible por vía hereditaria. Los senadores
eran los verdaderos padres de la república; ni ésta fue nunca más que una
perfecta oligarquía hasta el reinado de los emperadores.
Pero, ¿se quiere mayor comprobación para estos asertos que la que
nos ofrece una de las inteligencias más elevadas de la antigua civiliza-
ción y del mundo?
“Puesta la mira a conservar las cosas en su propio ser, dice A-
, la naturaleza ha creado a unos para mandar, y a otros para obedecer.
»La utilidad de los animales domésticos y la que proporcionan los
esclavos una misma es: unos y otros nos ayudan... Y así lo quiere natu-
raleza, indicándolo con haber hecho el cuerpo de los esclavos diferen-
te del de los hombres libres.
»Como quiera, es evidente que unas criaturas son naturalmente
libres y otras esclavas naturalmente; y también que para estas últimas
la esclavitud es tan útil como justa.58
58 aristóteles, Política. Es instructivo sobre curioso ver cómo y cuánto se aparta Santo Tomás de
las doctrinas del filósofo griego en los comentarios que hizo a las obras de éste. santo tomás
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¡Bendito sea el cristianismo, que nos ha dado, entre sus inmensos
benecios, la idea del Progreso, la de unidad de raza, la de común ori-
gen, la de igualdad necesaria, la de sociedad indispensable, la de go-
bierno justo, la fraternidad universal! ¿ué viene a ser la civilización
moderna sino la aplicación más o menos perfecta de estas sublimes
nociones al gobierno de las sociedades humanas? ¿Ni qué más será la
civilización futura sino el desenvolvimiento progresivo de ellas?
Se ve, pues, cómo los antiguos no conocían la igualdad humana; ni
en sus lenguas hay palabra alguna que la exprese. Entre ellos los hombres
tenían ciertos derechos porque pertenecían a la ciudad; eran hombres, no
en cuanto hombres, sino en cuanto ciudadanos. Su igualdad consistía en
los privilegios semejantes o idénticos de los individuos de una misma cla-
se, de un mismo cuerpo o de una misma comarca. De donde venía que los
patricios se llamasen pares inter se; por manera que su igualdad era una
negación de la que nosotros entendemos: especie de paridad que recono-
cía fueros a ciertas parcialidades y excluía de ellos al resto de los hombres.
No así en nuestro tiempo, donde, al revés de los antiguos, somos
por hombres ciudadanos, según la palabra de Cristo: “Todos sois hijos
en un mismo padre, que es Dios, y todos hermanos. Merced a este
concepto divino y a las grandes revoluciones que en su nombre y por
su autoridad se han hecho, la igualdad es hoy el principio del dere-
cho, el fundamento de la política y el dogma religioso de la Sociedad.
Inscrito en todas las Constituciones modernas e invocado en las dis-
cusiones de todos los partidos, puesto que no de la misma manera por
cada uno de éstos, ha modicado profundamente también la forma y
condiciones de la propiedad y la índole y tendencias de los gobiernos.
Por lo cual nos parece absurdo admitirlo en las leyes, bajo cualquier
nombre y en cualquier grado que sea, y negar a un mismo tiempo la sobe-
ranía nacional; siendo así que ésta no es sino la igualdad aplicada al orden
político, de la misma manera que el principio y el ejercicio de la justicia no
son sino la igualdad aplicada al orden civil y criminal. Hay más todavía, y es
hubiera pasado por demócrata en estos tiempos que alcanzamos. Véanse a este propósito los in-
teresantes opúsculos del p. VillanueVa (ya muy raros) titulados Las angélicas fuentes o el tomista
en las Cortes, primera y segunda parte.
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que de la igualdad legitima, a saber, de esa igualdad que repulsa las absurdas
teorías de una mancomunidad imposible y concuerda con las patentes va-
riedades de la siología humana; de esa igualdad, pues, resultan, no sólo la
naturaleza del poder público, sino también sus condiciones, en este orden:
soberanía popular; derechos políticos individuales; jerarquía; autoridad.
Libertad signica garantía de todos los derechos, y como producto
de la asociación y del mutuo comercio de los hombres se ejerce dando
y recibiendo. La primera condición para ser libre es consentir que los
demás lo sean: por donde se ve que la libertad es también la igualdad.
De que se colige, que si con relación a sí propio y en su vida interior
es el hombre soberano, no así relativamente a su vida civil, ni a su vida
política. En el primer caso es ilimitada la libertad y se halla el individuo
en posesión plena y entera de la soberanía que en él reside. Pero cuando
obra el hombre en la esfera del resto de sus semejantes, poseedores de
iguales derechos, inmediato al sentimiento de la libertad debe colocarse
al sentimiento de la igualdad; o, si decimos, al lado del derecho el deber.
Finalmente, cuando obra el hombre en la esfera de los poderes públicos,
por él mismo creados y con su apoyo sostenidos, al sentimiento de la
libertad y de la igualdad debe unirse el sentimiento del poder, que no es
más que la autoridad hermanada con la fuerza.
Igualdad, libertad y poder son, pues, los elementos principales de
la vida social: la fraternidad su complemento. Suprimid el poder, y
libertad e igualdad peligran igualmente; haced desaparecer la libertad,
y el poder es tiranía, la igualdad esclavitud; borrad de las leyes y de las
costumbres la igualdad, y el poder se divide y la libertad es privilegio.
Últimamente, demos que existan igualdad, libertad y poder; sin la fra-
ternidad su existencia será lucha, no armonía.
Gran cosa es de por si cualquiera de estos esencialísimos elementos
de la sociedad; mas no aprovechan solitarios ni aislados, pues ninguno
de ellos puede conservarse en su genuina integridad sin el concurso si-
multáneo y armonioso de todos los demás. Y nótese que para alcanzar
esta indispensable armonía del conjunto, las partes que lo formen deben
ser cabales. Cabal ha de ser el poder, cabal la igualdad, cabal la libertad,
cabal la fraternidad, si queremos que su concorde recíproca acción sea
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provechosa. El poder incompleto es anarquía; la igualdad limitada es
monopolio; la nación que sólo tiene algunas de sus libertades, vive mu-
tilada; la que carece de todas ellas no vive. ¿Ni qué vale todo ello si la fra-
ternidad es meramente una caridad oprobiosa o una estéril benecen-
cia? Donde se ve que todos los grandes principios políticos forman una
vasta y complicada confederación cuyas partes tienen vida propia, ínti-
mamente unida a la del todo; por la manera que vive el cuerpo humano
con la vida particular y la común de sus miembros. Todo, aquí como allí,
está ligado y es inseparable. La más pequeña piedra quitada al edicio lo
desgura; el más frágil estribo suprimido lo enaquece; guardaos no le
derribéis con sólo abandonarlo a la intemperie. Si un principio recono-
cido es un principio conquistado en el orden de las revoluciones y del
progreso, en el del gobierno y la administración un principio negado es
el sistema todo de los principios arruinado y deshecho. En lo tocante
a la política, salvo algunas excepciones momentáneas originadas de la
fragilidad humana y de las turbaciones de los tiempos, debéis tener ra-
zón por entero, o por entero engañaros; que ningún error vive solo, ni
verdad alguna de cuantas componen el tesoro de la inteligencia y de la
civilización puede desaparecer sin disminuirlo.
Sentado esto, ¿necesitaremos proceder aquí a tratar las debatidas
cuestiones del derecho divino y de la soberanía nacional? Muy graves
son ellas en la región especulativa, y forman, según la manera como
se resuelvan, las bases de otros tantos sistemas sociales opuestos entre
sí; pero no vienen a cuento en este instante; cuanto más que a nues-
tro ver, no tanto corresponden a los tiempos que alcanzamos, como a
otros ya muy distantes de nosotros, en que dominaba el espíritu con-
troversista de las aulas. Fuera de que, si no nos engamos, acaso por
querer discurrir y sutilizar demasiado acerca de ellas, a impulso de en-
cendidas pasiones y rencillas de escuela, no se las ha considerado en el
punto de vista más conveniente a la fructífera indagación de la verdad,
ni a la aplicación concreta de ésta a los gobiernos.
Es de fe que “todo poder es de D y viene de Dios”; de fe y tam-
bién de “razón, porque es de “verdad. Pero la Iglesia nos advierte que
lo que se dice del poder en general no comprende ni puede compren-
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der a ningún príncipe en particular. S G  G es
terminante en este asunto: “la razón, asegura, no permite mantener
como rey a quien en lugar de regir el imperio lo destruye”.59 S
T va aún más lejos, abogando paladinamente por el derecho de
insurrección, después de haber sentado como inconcusa la doctrina
de la soberanía nacional. Innumerables son los lugares donde el A-
 D sustenta ambas teorías. Veamos, en obsequio de la
brevedad, tan sólo algunos, escogidos al acaso.
“No debe, dice, ensoberbecerse el príncipe por su elevación, ni te-
nerse por mejor que sus súbditos, ni menos desatenderlos. Aunque
la cabeza está más elevada que el cuerpo humano, con todo es mayor
que ella el cuerpo... que está en lugar inferior, debe la cabeza el estar en
alto, la cual cuanto es en sí debiera estar baja. Así el príncipe tiene de
los súbditos la potestad y la elevación.60
Y en otra parte de sus obras:
“Por lo mismo que tiene derecho la multitud para elegirse rey, pue-
de sin injusticia despojar al que eligió o refrenar su potestad, si abusase
de ella tiránicamente. Ni debe juzgarse que falta a la delidad el pue-
blo destronando al rey que lo gobierna con tiranía, aun cuando antes
se hubiese sujetado a él perpetuamente; porque merecido se tiene él
mismo que no le guarden los súbditos su pacto, por no portarse con
delidad en su gobierno, como lo exige el ocio de rey”.61
Y en la Suma:
“El régimen tiránico es injusto, porque tiene como n, no el bien co-
n, sino el bien particular del que gobierna. Por consiguiente, la des-
trucción de este régimen no implica en sí crimen de sedición, salvo el caso
en que condujese a grandes perturbaciones y desórdenes con que sufriese
más la multitud a consecuencia de ella que con la misma tiranía.62
Nosotros prescindimos ahora de la calicación de esta doctrina, que
59 Nulla enim ratio sinit ut inter reges habeatur qui destruit potius quam regat imperium. Exposit. in sept.
psalm. poenit. Edit. Benedict., tom. III, p. 118.
60 santo tomás, De eruditione principum, lib. 1°, cap. VI.
61 Id., De regimine principum, lib. 1°, cap. VI.
62 Sum. 22. questio XLIII, art. II, ad. 3.
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podríamos corroborar con muchos testimonios de teólogos, historiado-
res, lósofos y publicistas ilustres; pero sería proceder en innito, y más
que basta que nuestra Constitución no la adopte, habiendo declarado
ser sagrada e inviolable la persona del monarca. Sin embargo, ¿qué se
deduce legítimamente de ella y de la de S G, conforme de
todo en todo con la verdadera y universal doctrina ortodoxa?
Dedúcese, a despecho de Hobbes63 y de sus secuaces: lo primero,
que la sociedad es de institución divina; lo segundo, que son divinos
el origen y la procedencia del poder; lo tercero, que éste no es ni puede
ser delegado por D a familia, a individuos, ni a castas; lo cuarto, que
creados a un mismo tiempo la sociedad y el poder, son dos entidades
simultáneas, correlativas y que viven en vida común recíprocamente
dependientes uno de otro. Admitimos estas consecuencias, ahorrando
más amplios razonamientos y pruebas, por parecernos excusadas en vis-
ta del general asentimiento que han recibido de todas las escuelas.
Y ahora preguntamos: ¿qué hay fuera de la sociedad? Si fuera de la socie-
dad no hay nada; si es ella la más sublime creación del Ser Supremo; si es ella
el sitio donde todo se realiza, pasiones, ideas, intereses; si es el campo donde
se ejercita y desenvuelve la historia con sus altas y divinas enseñanzas; si en ella
labra el hombre su presente y su futuro destino; si es ella, en n, el más rme
lazo que une a Dios con sus criaturas, ¿para quién, en provecho y por medio
de quién debe ejercerse el poder? A menos de no desvariar negando las pre-
misas anteriores y corriendo a campo travieso en la región de las abstracciones
nebulosas, por fuerza hemos de responder que el poder debe ejercerse en pro-
vecho de la sociedad, para la sociedad y por medio de la sociedad. ¿Cómo?
Este es el problema, hasta hoy indeterminado, del mejor gobierno posible;
esta es la cuestión política por excelencia en que no nos es dado entrar de
lleno, por la sujeción a que nos reduce la Constitución existente; cuanto más
que ya hemos dicho y seguiremos diciendo lo bastante para hacer patente
nuestro modo de ver en el asunto y para sugerir los medios de dar a esa misma
constitución todo el desarrollo y mejoramiento compatibles a la par con el
estado del país y con nuestras opiniones absolutas. Prosigamos.
63 “La voluntad del soberano, dice, es la regla absoluta «de lo que es y lo de que debe ser», porque
el Estado no puede hacer daño a los súbditos, como no puede el señor a sus esclavos”. Leviathan,
capítulo VIII, párrafo 7.
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Mientras la cuestión del derecho divino se reduzca, pues, tan sólo a
sostener que por derivarse de D como de fuente primitiva y eterna
todo derecho y toda justicia, el derecho que por delegación del pue-
blo pueden tener los reyes está ligado indisolublemente al deber de
la justicia, y que ambos, ese deber y ese derecho, proceden de Dios, y
no de otra manera pueden concebirse, toda disputa es impertinente
y ociosa, pues semejante proposición, sobre ser conforme a la doctri-
na apostólica, en nada se opone a la Soberanía de la Sociedad, única,
en nuestro sentir, rme y legítima. Pero fuera de este círculo, asaz ex-
tendido, que reduce el poder a las condiciones necesarias de hecho
esencialmente social, con medios, recursos, objeto y nes sociales, a
ateos como místicos, y tanto los socialistas exagerados como los ultra-
montanos rabiosos, se extravían en un laberinto enredado y confuso
de varias especulaciones y de suposiciones gratuitas.
Ora admitamos la existencia de Dios, ora la neguemos, siempre ha-
bremos de reconocer forzosamente que el poder político carece de toda
autoridad legítima, así sobre el pensamiento como sobre la conciencia;
que no puede, sin pecar de ignorancia o de malicia, y contra todas las
nociones de la religión y de la sana losofía, erigirse juez de lo verdadero
y de lo falso, del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto; que, por consi-
guiente, las creencias, el culto, las opiniones mismas, y en general cuanto
constituye el orden espiritual, es independiente de él; que cuando una
autoridad, cualquiera que sea, se arroga como inherente a su esencia el
derecho de intervenir en el dominio vedado del fuero interno, conculca
las leyes primeras, naturales y divinas de la sociedad, convirtiéndose en
tirano, resultando de todo que semejante potestad no pertenece a nin-
guna soberanía, ya se conceda ésta por derecho divino al monarca o ya se
atribuya por derecho racional y de justicia a las naciones.
Y por lo tanto, la tendencia universal de la civilización a sustraer
el orden espiritual del pensamiento y la conciencia del dominio de
los gobiernos es, no solamente una tendencia legítima en sí, mas tam-
bién un inmenso progreso de nuestros días; como, una vez alcanzada
la emancipación, será ésta en los días venideros “la más bella conquista
del catolicismo sobre la barbarie civilizada.64 Porque la libertad que
64 Lamennais, Del destino futuro de la Sociedad, I.
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en nombre de C reclama para sí y para los suyos la Iglesia, ¿qué
es sino el imprescriptible derecho que tienen el pensamiento y la con-
ciencia a depender sólo de Dios y de sus propios fallos?
Pero ya libres e independientes del poder político estas nobles fa-
cultades humanas, es evidente que la esfera de acción del gobierno ha
de quedar en rigor reducida al orden meramente administrativo; y en
éste también existen libertades naturales no menos legítimas y sagradas
que las que protegen la propiedad y la familia. Si admitiendo la una y la
otra sostenemos que ambas, en los límites de la suprema ley moral, son
soberanas, ¿cómo nos excusaremos de reconocer que el municipio, cuyo
elemento primordial es la familia; la provincia, que se forma de los mu-
nicipios; los reinos, que tienen por partes integrantes las provincias; en
n, que la nación misma, considerada bajo su aspecto de unidad, poseen
respectivamente la misma libertad, la misma soberanía?
Nuestro sistema, pues, consiste: por una parte, en privar al poder
político de todo derecho a intervenir en el dominio esencialmente libre
del pensamiento y de la conciencia humana; y, por otra, en consagrar el
derecho inherente a la familia, al municipio, a la provincia, a los reinos y
a la nación entera de administrar por sí mismos sus intereses particulares
y comunes, sin menoscabo de la general concordia de ellos, ni relajación
de ese lazo unitivo que haciéndolos girar alrededor de un centro jo, es
la prenda más segura de la grandeza y poderío de la patria.
Y esto sentado, ¿qué viene a signicar la soberanía del pueblo? Pura
y simplemente el derecho que tienen la sociedad y sus distintos ele-
mentos de administrar sus negocios y de regirse a sí mismos; derecho
que, lejos de oponerse al principio cristiano del origen y procedencia
divina de la potestad, lo conrma. Niéguese, en efecto, ser soberano o
naturalmente libre el pueblo en tal sentido, y caeremos, de consecuen-
cia en consecuencia, en el sacrílego dislate de negar la propiedad y la
familia, y de aquí en el abismo de ese sistema ateo que deica el Estado
sacricando la personalidad humana y prepara el imperio de la más
injusta, de la más violenta, de la más monstruosa tiranía que D en
su cólera haya jamás lanzado sobre el mundo.65
65 Véanse, toro, loc. cit; lamennais, “ubi supra”; buChez, Introducción a la ciencia de la historia; Dic-
cionario político, o Enciclopedia del lenguaje y de la ciencia política; fonfrede, De la soberanía del pueblo
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Capítulo ix
Pero los medios puramente políticos de reforma son insuficientes si no
van acompañados de medios sociales. ¿Cuáles son éstos? La ley política
y la organización social entre nosotros. Los impuestos. El crédito públi-
co. La enseñanza. Importancia social de su reforma en sentido demo-
crático. Breve reseña de la situación actual de España.
***
El movimiento que empuja y hace hervir a las naciones modernas
no es, pues, otra cosa más que el cristianismo, rebosando en la sociedad
meramente religiosa y derramando los gérmenes de su vida poderosa
y fecunda por el mundo político después de haber animado, acrecido
y perfeccionado el mundo moral y las regiones de la inteligencia. No
busquemos en ninguna otra parte la causa eciente de los efectos que
hoy, degenerados hijos de los atletas de la libertad, nos sobrecogen y
amedrentan; pues esa causa es la acción social de la religión, que tien-
de sin descanso a realizar en el orden político y civil los principios que
contiene en embrión la máxima fundamental del Evangelio: la igual-
dad de todas las criaturas racionales ante el D a quien deben una
existencia de índole y condiciones idénticas en el fondo, si varias en
los accidentes y en la forma. Si hay alguno que niegue semejante ori-
gen y fuente a las revoluciones de nuestro tiempo, y no vea en éstas el
designio religioso a la par que losóco de emancipar completamen-
te al hombre espiritual y a la propiedad de la tutela arbitraria de los
poderes públicos, ese tal, según la enérgica expresión de la Escritura,
ni tiene ojos para ver, ni oídos para oír; cuanto más que será incapaz
de comprender una sola palabra de los acontecimientos coetáneos, ni
una sílaba siquiera del misterioso símbolo de lo futuro.
Cómo se consiga tamaño objeto; cómo se modiquen las formas
del poder, se reformen los abusos y se introduzcan en las leyes útiles
mejoras por todos reconocidas y deseadas; y cómo (que es lo esencial)
se sustituya en la sociedad la idea nueva a la idea vieja y al principio que
y de la legitimidad del poder; marina, Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del
gobierno español; Villanueva, El tomista en las Cortes.
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la enaquece y deteriora el principio que debe avigorarla y darla alien-
to y creces, ya lo hemos dicho con una franqueza cuyos peligros deben
ser saneados garantes de nuestra profunda convicción y buen deseo.
El principio aquí está: igualdad de naturaleza contra desigualdad
de raza o privilegio; libertad de todos contra dominación nativa o ar-
ticial de unos cuantos; fraternidad para todos, entre todos y respecto
de todo: cosas y hombres, naciones e individuos.
Y aquí está el medio: organización social cuyo doble carácter sea la
extirpación de toda fuerza en el orden espiritual, y de toda interven-
ción opresora del gobierno en la administración de las propiedades o
de los intereses particulares, ya individuales, ya colectivos.
El principio es la igualdad; el medio es la federación democrática,
especie de gobierno que no excluye en realidad la monarquía y puede
con ésta perfectamente conciliarse.
Pero si el principio, como ya hemos demostrado, lo contiene en sí
todo, el medio es incompleto por ser meramente político. ¿Hay fuera
de este un medio social? ¿Cuál es?
El antiguo equilibrio ha sido roto y la ley del nuevo no se ha ha-
llado todavía; en principio parece haber concluido el imperio de la
fuerza y en ninguna parte vemos aun el de la justicia. ¿Está condenado
el mundo a la inmovilidad en el movimiento? Su progreso hasta aquí
es evidente: ¿ha llegado a su apogeo y estamos por ventura en posesión
de la verdad eterna? ¿Se detendrá la humanidad en el caos? ¿O está
próxima a una nueva creación moral?
Una es entre nosotros la ley política y otra la ley social: ambas im-
perfectamente democráticas. Aquélla ha evocado del reino de las sombras y
de la mentira un fantasma llamado gobierno constitucional, que no es cons-
titucional ni es gobierno; que no es lo pasado ni lo futuro; que no es más que
la libertad mal denida y peor asentada entre la legitimidad y la revolución,
vivientes ambas y ambas pugnando en el campo que les ha abierto la Cons-
titución para devorarse mutuamente. La ley política es, pues, uno como es-
tadio dispuesto para la lucha de dos enemigos capitales que toman al rey por
padrino y señalan la nación como botín y presea de la guerra.
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La ley social viene a ser una idéntica confusión y trastrueco de to-
dos los principios, y la misma adulteración de la verdad; destruye los
mayorazgos, que eran una fuerza, y tiende a conservar la amortización
eclesiástica, que es una mengua; mina por su base la nobleza de raza y
crea una nobleza de cintas y papel; prohíbe la libertad de cultos, y en-
trega el país al Papa; no tenemos industria fabril, y conserva el sistema
prohibitivo; nos regala un ejército comparativamente inmenso, y no ha
organizado la enseñanza popular; vende los bienes de manos muertas, y
oprime la agricultura con impuestos, tributos y contribuciones onero-
sas; proclama la igualdad, y conserva privilegios y monopolios; quiere
prosperar, y no arregla su deuda nacional ni emancipa el crédito público
de la opresiva e infamante tutela del agio. Pues a este desacuerdo entre
los principios y las instituciones; a estas monstruosas contradicciones
entre unos y otros hechos; a estas constantes quimeras entre la verdad y
la mentira deben, Europa sus revoluciones, y España su atonía.
No hay que alucinarnos en nuestros mezquinos y meticulosos pen-
samientos; dado que el sistema político recibiese su legítimo y natu-
ral desarrollo con la aplicación del principio federativo y del sufragio
universal, que son las dos grandes formas gubernativas de la igualdad,
todavía necesitaríamos echar red barredera por entre esa prodigiosa
multitud de reglamentos arbitrarios, de abusos administrativos, de
reales órdenes y decretos sobre todo linaje de asuntos para confundir-
los y embrollarlos, cuya es la culpa de que los monopolios y privilegios
se conserven, no en menor número, pero sí más enmarañados que en
el tiempo antiguo. Heredada de éste nuestra legislación económica,
produce, y no puede menos de producir necesariamente, la concentra-
ción de los benecios y ventajas sociales en ciertas clases de ciudada-
nos con detrimento de las otras; por donde el emblema y propósito de
la democracia victoriosa han venido a ser letra muerta, y sólo realidad
esas turbaciones que ni nos dejan sosegar en lo presente ni nos ofrecen
esperanza de reposo y más prósperos sucesos para lo futuro.
Los hombres eminentes a quienes se debe la creación de la Econo-
mía política bien presintieron los deplorables efectos de esta discordia,
hija de la exageración de su principio, hecha a la buena fe por sus discí-
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pulos y harto maliciosamente por ciertos gobiernos que lo invocan tan
sólo para justicar el orden de cosas existente. Ya hemos visto en otro lu-
gar hasta qué punto merezca éste ser conservado a despecho de la razón,
y al carísimo precio de torrentes de sangre, lágrimas y ruinas sin cuento.
Pero es el caso que allí donde la medicina es impotente nace por
precisión el empirismo: máxima que nos explica por qué a falta de una
ciencia social activa, fructífera y amada del pueblo, adquieren sobre él
ascendiente y poder de día en día algunas sectas que proponiendo re-
medios más o menos asequibles y ecaces contra males ciertos, concuer-
dan en abominar la antigua escuela. Engáñanse por tanto los partidos
retrógrados cuando creen poder triunfar del socialismo probando que
es erróneo en ciertos principios, frustráneo en sus medios de acción o
quimérico en sus esperanzas; porque el socialismo no tanto vive por sus
doctrinas como por sus tendencias, hallando la fuerza y la legitimidad
en su objeto, el cual no es otro sino “la aplicación de la igualdad demo-
crática a la economía social”. Desaparecerán las sectas y quedarán des-
truidos los errores en su lucha con la verdad; pero la idea cierta, la idea
legítima caminará por su pie sin andadores, superará cuantos obstáculos
se le opongan, llegará al término y logrará su objeto. Dios “lo quiere”,
dice también y con más razón que nadie la verdad, cruzada, no para con-
quistar un sepulcro, sino para levantar la losa y ver resucitado a C.
Ahora bien; las causas principales de desigualdad en las condicio-
nes sociales arraigan en los sistemas que rigen los impuestos, el crédito
y la educación.
Repartidos malamente los primeros caen con todo su peso sobre el
consumo de los géneros indispensables a la subsistencia de los pobres;
por manera que cuanto más lo somos pagamos más y más rápidamen-
te venimos a la inedia o al suicidio, como ya hemos notado. ¡Singular
anomalía, que el hombre, cuando reducido a lo más estrictamente ne-
cesario, auxilia en proporción de sus cortos haberes con mayor suma al
Estado, que cuando le rebosan los bienes superuos de la vida!
En su más elevada signicación del crédito, no es más que el arte
de hacer servir los valores existentes a la producción de nuevos valo-
res, poniendo al alcance de las manos laboriosas los instrumentos y
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las materias del trabajo. Tal, por lo menos, debe ser: lo que es entre
nosotros díganlo la Bolsa, el Banco privilegiado de San Fernando y las
sociedades anónimas, que pudiendo ser un bien, han sido hasta hoy
un mal terrible. Averiguado está: falseado por el privilegio, nuestro
sistema de crédito es un mecanismo estrecho y mezquino que ahoga la
circulación en benecio particular de algunos banqueros, dueños del
oro, que malgastan, y de la conanza de que abusan.
La enseñanza pública se halla de tal modo organizada que las luces
se concentran por precisión en ciertos grupos de familias ricas, y cuesta
tanto o más al Estado la educación de estas últimas que la de los hijos del
pueblo; y he aquí una de las alucinaciones o “ceguedades incurables y so-
brenaturales de las clases acomodadas”, de que ha hablado con razón en
sus famosas cartas neocatólicas, o como se llamen, el marqués de V-
. Y, sin embargo, el derecho a la instrucción, que es el derecho a
la luz y a la vida moral, así como primero entre todos los derechos huma-
nos, es la primera entre todas las garantías sociales por su trascendencia
y su importancia. ¿Dónde si no hallar el orden sólido y permanente, el
orden elevado a la categoría de hecho común, natural e invariable, si en
vez de buscarlo en la regla pretendéis fundarlo en la excepción? La regla
es dotar a todos con el sentido del orden, poniendo a todos, por medio
de la educación, en estado de poder decir: “el orden es esto y es bueno.
La excepción es privar a todos de la luz y concederla a unos cuantos, y
querer después que muchos ciegos no yerren el camino y caigan, siendo
la vía escabrosa, y quien dirija ninguno. Con sólo médicos, abogados y
teólogos pretendéis organizar la república, crear ciudadanos, asegurar
el común sosiego y jar por siempre la movible rueda de las revolucio-
nes; y con médicos, abogados y teólogos no podéis conseguir, ni os es
dable conseguir más que enfermedades, pleitos y controversias. No per-
mita Dios que neguemos a las mucetas encarnadas, amarillas y blancas
su gran mérito; pero por cierto si las palabras subidas no hacen santo
ni sabio, la instrucción reducida exclusivamente a formar profesores de
arte médica, de ciencia jurídica y de casos de conciencia, así es educación
nacional debida a todos los ciudadanos como el privilegio es la libertad,
y nuestro gobierno de todos el mejor y más lucido.
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Acaso sea pura ilusión; más nos parece que organizando el sistema
scal, el de crédito y el de enseñanza pública conforme a las leyes de
la justicia, vendrían a realizarse las promesas legítimas del socialismo
naturalmente, sin levantamientos ni tumultos, sin conmociones dolo-
rosas, sin menoscabo de los derechos adquiridos. ¿Cómo así?
Si los impuestos dejasen de ser una pérda especulación sobre el
hambre y la sed de los pobres, abaratado y facilitado el consumo no bus-
carían éstos el bienestar en un comunismo impracticable y absurdo.
“¿El derecho al trabajo” es por ventura otra cosa más que la distri-
bución inteligente y liberal del crédito público y privado? Cuando a
todos los hombres de buena voluntad se hayan dado medios de poner
por obra su actividad con la natural, pacíca y espontánea multiplica-
ción de las empresas, los brazos ociosos que viven, o a decir más bien,
mueren hoy sometidos a las brutales exigencias de los detentadores de
las materias e instrumentos del trabajo, se ocuparían últimamente y
alcanzarían la esperanza de ser a su turno propietarios; y como enton-
ces acaecería que para obtener esos brazos habría que pagarlos a mejor
precio o interesarlos en las empresas, el nivel de los salarios se levan-
taría y el principio de la asociación vendría a quedar establecido en el
orden industrial por el consentimiento voluntario de los capitalistas;
resultados ambos a dos de inmensa cuanto provechosa trascendencia.
Un más acertado empleo del que hasta aquí se ha hecho de la ha-
cienda pública; la simplicación del mecanismo gubernativo cortan-
do por lo sano en la maraña de las covachuelas y disminuyendo el nú-
mero de los Ministerios para dar a éstos en seguida un ordenamiento
diferente; la transformación de los bienes de Propios en renta sobre el
Estado, medida que por sí sola tratarían para establecer un sistema de
centralización compatible con la autonomía municipal y provincial, y
para levantar los vuelos de nuestra atrasada agricultura; la revisión gra-
dual y paulatina de los reglamentos de comercio metropolitano y ul-
tramarino bajo el principio de la libertad y la igualdad de los cambios;
la economía de tiempo y de dinero en las formalidades judiciales con
la introducción del Jurado, y la formación de nuevos códigos de leyes
civiles, penales y de procedimiento; la creación de Bancos libres civiles
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y militares que vengan a ser unos como montepíos de la fuerza pública
y de los empleados; y otras mil reformas inevitables en el tiempo por
venir, pero que hoy encuentran obstáculos al parecer invencibles en
la rutina estúpida, en los abusos tradicionales, en las costumbres, en
la desidia y en las preocupaciones de los que más ganarían en verlas
realizadas; todas esas útiles innovaciones, decimos, ¿cómo prepararlas
y disponerlas sin violencia, cómo introducirlas en la opinión para que
ésta las funde en las leyes, sin la irradiación de luces y conocimientos
especiales que sólo un buen sistema de educación pública puede hacer
penetrar en todos los ámbitos y clases de nuestra postrada monarquía?
Si, pues, la instintiva tendencia de nuestra época consiste en hacer
concordar la economía social con la ley política, introduciendo en cada
una de ellas y en ambas a dos, la igualdad, que es la esencia de la verdade-
ra y legítima democracia, los más seguros y legales medios de alcanzar-
lo se reducen en suma y compendiadamente a tres: uno, establecer los
impuestos de tal modo que guarden la más estricta proporción posible
con los recursos y haberes del contribuyente; otro, dar a las institucio-
nes de crédito público un desarrollo cientíco y la más amplia libertad,
y el tercero, reformar el sistema de educación nacional conservando al
Estado sus derechos de supervigilancia e inspección, y difundiendo gra-
tuitamente por el suelo de la patria la instrucción primaria, la secunda-
ria y la de artes y ocios. La acción de estos saludables principios hará
con el tiempo inútil la caridad privada y mucho menos necesaria la be-
necencia pública, ya que hemos dado en llamar así el deber que tiene
la sociedad, o su representante el Estado, de amparar a todas las clases
ofreciéndoles liberalmente socorros dignos de la majestad del hombre,
y apropiados a las necesidades de esta triste y trabajada vida.66
Y no vale decir que tanto empeño por destruir abusos y privilegios es
ocioso; que la existencia es un combate donde, como en el de las batallas,
unos caen para hacer lugar a otros y por la gloria de todos; y en n, que
66 La mala y tonta vergüenza del qué dirán no ha de ser parte en que dejemos de decir que las bases
principales de este sistema de reformas sociales forman la especie de pacto de transacción ajustada
en los primeros días junio del presente año entre los socialistas y los demócratas constitucionales de
Francia, de acuerdo unos y otros en proceder a las innovaciones festinando lente y por las vías legales.
Véase para mayor ilustración Le National del 31 de mayo, y Le Peuple de 1° de junio.
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la preponderancia de ciertas clases es necesaria a la ventura y la pujanza
de la patria. ¡Gran mentira, aunque vieja! Si tal preponderancia ha de
existir, limítese, como es justo, al orden moral e intelectual; que enton-
ces no será privilegio, sino derecho natural y propio de los sabios y los
buenos, respecto de los ignorantes y los malos. Pero es otros privilegios
articiales y ominosos, creados por la fuerza y el engaño, no dan ni pue-
den dar más resultados que falsear o suspender las fuerzas productivas;
por lo cual, se ha observado siempre que el restablecimiento del derecho
común coincide siempre en la historia de los pueblos con un progreso
en su bienestar, en su civilización y en su grandeza. Cuanto más que su
abolición, demandada por la moral, lo es también por la bien entendida
conveniencia pública, y aun por el provecho de los mismos que contra
toda ley de Dios y de justicia los usurpan; pues acrecida la producción,
de que gozan y utilizan mayor parte que los pobres, ganan en bienestar,
en seguridad y en verdadera consideración más que pudieran perder en
inuencia: verdad que los anales del mundo hacen patente, y que el pro-
fundo estudio de los fenómenos sociales y económicos conrma.
¿O se atreverá algún descreído a asegurar que todo marcha bien en
este mundo de España, mundo del P de V, mundo el
mejor de los mundos posibles? Oigamos a Cándido.
La libertad es el goce expedito de todas las facultades que Dios ha
dado al hombre, sin limitación ninguna tratándose de los pueblos, y
sin más restricciones en cuanto al individuo que el respeto a los dere-
chos de los demás.
Dios ha dado al hombre el espíritu, la razón, la facultad de pensar.
De aquí nace inmediatamente el deber de reconocerlo, de adorarlo,
de servirlo, según el espíritu, la razón, la idea de cada uno: de aquí los
fueros sagrados de la conciencia; de aquí la libertad de cultos.
Dios ha dado al hombre la palabra para expresar sus pensamientos.
De aquí la facultad de comunicarlos a los demás. De aquí el derecho
de reunión, la libertad de imprenta, la libertad de asociación.
Dios ha dado al hombre la actividad y el uso expedito de sus manos
que, ayudadas del discernimiento, realizan sus más admirables con-
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cepciones. De aquí la libertad de industria, la libertad de comercio, la
libertad, digámoslo así, de ir y venir, de moverse.
Libertades todas estas inherentes a la sociedad humana y al indi-
viduo, preexistente a toda especie de pactos, universales, constantes,
necesarias, imprescriptibles.
Pues bien; no hay más que echar una rápida ojeada sobre España
para ver cuán lejos nos hallamos de poseer un régimen, no ya amplio,
sino mediantemente liberal; y cuán distantes por lo tanto estamos del
punto a que llevamos puesta la mira cuando en 1834 combatimos el
absolutismo representado por don C.
Aquí, mal pecado, existe la intolerancia religiosa a despecho del
espíritu y la letra del Evangelio.
Aquí no puede ejercerse el derecho de reunión; y tan convencidos
están todos de no poder ejercerlo, que ni siquiera lo intentan: lo cual
nada prueba en favor de la prohibición, por más que pruebe mucho en
favor de nuestra docilidad e ignorancia.
Aquí no puede publicar ninguna criatura racional, como no sea
moderada, sus ideas ni opiniones sin previa censura. Sin previa censura,
decimos, porque mil obstáculos se oponen al ejercicio de esta facultad.
Lo uno: no hay más ley en materia de imprenta que las reales órdenes
expedidas para atar las manos a los escritores y someterlos, si alguna vez
las soltaran, al fallo de jueces amovibles y nombrados por el Gobierno.
Lo otro: no se puede publicar ningún impreso sino a tal que la autori-
dad vea las pruebas con el detenimiento y espacio sucientes, resultando
de aquí que la censura es común de dos: previa, porque se ve antes de
publicar; posterior, porque se ve después de imprimir: sola y única en
la gracia de perjudicar más siendo así, que siendo sólo lo primero. Lo
tercero: aunque nada de esto existiese, todavía existiría, para honrar la
independencia del pensamiento humano, un depósito de ciento veinte
mil reales que se exige para permitir las publicaciones periódicas; ben-
dita traba que limita la libertad de imprenta a un cortísimo número de
honrados ciudadanos que la convierten en un monopolio a nadie más
perjudicial que al Gobierno mismo; fuera de que somete muchas veces
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a los escritores a la dura necesidad de optar entre la miseria o el sacri-
cio de su independencia en manos de un especulador acaudalado. Por
último, y como si todo esto no bastase, las persecuciones, las amenazas,
las insinuaciones pérdas y el cohecho están encargados de suplir, en
calidad de derecho consuetudinario, al derecho positivo.
ue no tenemos libertad de comercio, ni de industria, ni aun esa de
ir y venir que antes indicamos, se demuestra con sólo decir, sin que nadie
sea osado a negarlo, que el monopolio y las prohibiciones forman todo el
sistema de nuestras leyes sobre la materia. No parece sino que el bolsillo
de los consumidores, que son los más, es una mina, que tienen derecho a
beneciar los productores; es decir, los menos. Una de las peores especies
de tiranía a que se puede condenar a un pueblo o a un individuo es ha-
cerle pagar caro un mal género de consumo, cuando con sólo alargar la
mano lo tiene mejor y más barato. Otro tanto sucede en España respecto
del tráco exterior. En cuanto al comercio interior, los derechos de puer-
tas, los de consumo, los arbitrios, registros y otras innumerables gabelas
lo obstruyen y aniquilan, perjudicando no sólo a los consumidores, sino
también a los productores y al Estado, no obstante la aparente ventaja que
éste saca de ellas. ¿Cómo extrañar pues la escasa comunicación que existe
entre unos y otros pueblos del reino, de los cuales muchos, muchísimos
hay en una misma provincia que no se conocerían menos recíprocamente
que si estuviesen, mediando el mar y toda la tierra, tal en un polo y cual
en el opuesto? Y cómo, hechos que fuesen buenos caminos (de que anda-
mos algo escasos), todavía no habríamos logrado remover más que uno
de los innitos obstáculos que se oponen al tráco, tanto nos da que los
haya como que no, conviniendo todos en que para poca salud vale más
ninguna: máxima admirable que, junto con el proverbial “¿qué importa?”
forma hace ya muchos siglos toda nuestra cómoda y popular losofía.
Pues en punto a Bancos, Dios es grande, y grande también la ley a-
mante que ha seguido canonizando el monopolio del crédito, sacando
a paz y a salvo por santo y bueno al de San Fernando, que mil años viva.
Cuando quisiéramos hablar de la libertad que reina en las elecciones,
no mencionaríamos sino unas que se llaman “unánimes” para distin-
guirlas de las que son “legales y genuinas”: invención no muy añeja, que
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provino de la necesidad de limitar a los amigos del gobierno el derecho
de elegir y ser elegible, que antes sólo pertenecía en España al partido
moderado.
Prohibición, pues; monopolio, trabas, obstáculos, desorden, confu-
sión: todo esto nos acompaña en la política, en la gobernación, en el
comercio, en la industria, en cuanto existe; y otro tanto es lo único que
poseemos al cabo de una lucha de siete años por la dinastía y cuarenta
por la libertad, pudiéndosenos aplicar ahora con tanta propiedad como
hace medio siglo el famoso Pan y Toros del ilustre J.
Nosotros nos aventuramos a pensar, en vista de todo ello, no sin
mucho temor de equivocarnos, y acatando profundamente la sabidu-
ría de los siete enemigos capitales del país, que urge salir de esta situa-
ción; mayormente ahora que los señores ministros se han propuesto
seguir en el gobierno una marcha enteramente nueva, que en nada di-
ere de las anteriores. Establézcanse enhorabuena, decimos nosotros,
en el ejercicio de cada una de las libertades que nos tiene reservadas
para mejor ocasión la divina Providencia, un sabio ten con ten y las
más exquisitas precauciones que aconsejen nuestras trampas, vicios,
alifafes y demás peculiares circunstancias; pero reconózcase el princi-
pio; acátese el santuario, aunque no oremos.
Nuestra rme creencia es que los señores a quienes el sumo Poder
ha conado el cuidado de nuestra felicidad, se desempeñarán brava-
mente de la deuda contraída, continuando como hasta aquí en mere-
cer su propia estimación y afecto.
Capítulo x
Qué se debe entender por federación y por unidad del poder. En qué
difieren la centralización gubernativa, y la centralización administrativa.
***
Y por cuanto nos acercamos al término de la tarea que nos hemos
impuesto por esta vez, conviene expliquemos, siquiera sea rápidamen-
te, un punto grave de nuestra doctrina política, que no renunciamos a
tratar de caso pensado y con adecuada extensión en sitio menos estre-
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cho y en más favorable coyuntura. Aludimos a las ideas que dejamos
asentadas acerca de federación y de unidad del poder público.
Y desde luego declaramos tener la más profunda convicción de que
en el decurso de los tiempos ha de ser la forma federativa, monárquica o
republicana, la que de común acuerdo adoptarán los pueblos de nuestra
península, penetrados al n de la necesidad imprescindible y premio-
sa de unicar sus, hoy, divergentes elementos de grandeza y poderío.
Considérese desde el punto y bajo el aspecto que se quiera este magno
esencialísimo negocio de Unión Ibérica, negocio que no ya se roza, sino
que está íntimamente ligado con todas las altas cuestiones políticas y
sociales de España y Portugal, y siempre vendremos a parar a estas dos
conclusiones absolutas: una, que la amalgama de ambas naciones es una
condición fatal de su independencia en el exterior y de su prosperidad
interior; otra, que la federación es el único medio de alcanzarla.
Nuestra convicción en este punto se extiende hasta considerar la
forma federativa democrática como el término necesario del progreso
político y social de la civilización que alcanzamos, y la sola especie de
gobierno adecuada a las necesidades y circunstancias de la Europa cul-
ta. Hoy mismo la federación vive y tiene hondas raíces en las naciones
continentales, por más que en cada una de ellas aparezca de diverso
modo y con caracteres en la apariencia diferentes.
Las Provincias Unidas de Holanda forman una confederación na-
tural, con historia y gloriosas tradiciones, que se renovará tarde o tem-
prano, porque no se han perdido, antes sí aumentado y fortalecido, los
elementos que un tiempo la hicieron tan ilustre y prepotente.
Suiza es una confederación viviente, antigua, y a la cuenta, juzgan-
do por su larga duración, indestructible.
Alemania es una confederación real, aunque imperfecta. No es de
este momento emitir juicios en la cuestión de unidad que hoy trae a sus
pueblos tan agitados y revueltos; mas es lo cierto que lejos de oponerse
a esa apetecida unidad, el sistema federativo puede sólo dotar con ella
a tan vasta y enmarañada ataracea de reinos rivales y de principados
enemigos, suponiendo que un día sea dable hacer justicia con estos
últimos a la nación reintegrada en el goce de su natural soberanía.
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Inglaterra por último, es un Reino Unido, formado de tres comar-
cas pobladas por razas diferentes: especie de confederación, no muy
distante de la verdadera, salvo que en ella domina por ahora un ele-
mento de fuerza, representado por el Estado y la raza más enérgica,
la cual se ha subrogado en los derechos, en la autoridad y aun en los
bienes de todas las demás.
Sólo Francia resiste a la acción del espíritu federativo; casi única
excepción de la inuencia visible o latente que ese espíritu ejerce sobre
el resto de las naciones formadas en el regazo de la civilización cris-
tiana. Fenómeno no tanto explicable como natural que proviene de
la situación peculiar de aquel país, de su posición en el globo y de las
funciones que desempeña en la composición y correspondencia de las
diferentes partes del cuerpo europeo. Francia repugna la federación,
porque la federación es contraria a su naturaleza en cuanto pueblo
central, cuyo destino es dar vida y comunicar impulso a las ideas. “Sol-
dados de Dios, como decía S; soldados de Dios y cora-
zón del mundo, su brazo es el de la Providencia, y sus latidos los de la
humanidad misma, que marcha sin descanso a la conquista del princi-
pio que debe regenerar al universo. Para cumplir tan alto destino, una
sola lengua, la más analítica, la más clara, la más metódica y más es-
parcida que se conozca, es necesaria; necesario un territorio indiviso y
compacto; necesario un espíritu común; necesarios una misma volun-
tad, un solo impulso, una sola alma. Colocada en el centro de Europa,
con un pie en el Mediterráneo y otro en el Atlántico; vecina y rival
de Inglaterra; comunicando por todas sus fronteras con las ideas y los
intereses de fuera; sirviendo de lazo de unión a los pueblos del Norte
y del Mediodía, así como de obstáculo a sus mutuas ambiciones; rica
en producciones que nacen al calor de varios climas; país agricultor y
comerciante, industrial y militar; con un desarrollo inmenso de cos-
tas que convida a la creación de una marina formidable; belicosa por
instinto; sociable por carácter, la Francia posee además aquella alma,
aquel impulso, aquella voluntad, aquel espíritu, territorio y lengua que
hemos dado por necesarios a los nes que la historia y una racional
previsión le señalan, y para cuyo logro ha sido favorecida por el cielo
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con todos los elementos concordes y unipersonales de la fuerza que
crea y de la inteligencia que dirige.
Nada hay común entre semejante situación y la que alcanzan los otros
países continentales hoy día; mucho menos si, elevándonos con el pensa-
miento a la región de ciertas especulaciones históricas de un orden tras-
cendente, los consideramos en un tiempo por venir acaso no remoto.
Y es esto tan cierto cuanto que ninguna de las grandes cuestiones
políticas ni sociales de nuestro tiempo puede resolverse sin el auxilio
de la federación; ni la cuestión de Nacionalidad en Italia, Alemania
y Hungría; ni la cuestión del Desarme general de las naciones, ni la
cuestión de Razas entre esclavones, griegos y latinos, escandinavos,
alemanes, rumanos y orientales; ni la cuestión de Igualdad Marítima
entre los pueblos libres; ni la relativa a la formación de un nuevo De-
recho de Gentes; ni la cuestión de Formas de Gobierno; ni la cuestión
Comercial; ni la más alta y comprensiva de todas, la Organización de
la Industria y del Trabajo, para lograr la extinción del Pauperismo.
Sin la federación, en efecto, los ejércitos permanentes continuarán
siendo, como hasta aquí, la rémora de la civilización, la semilla de la dis-
cordia entre los pueblos, el elemento perturbador de las industrias, la cau-
sa principal de la miseria de las clases populares, una fuente de corrupción
para las costumbres, la farsa de los gobiernos liberales, el obstáculo más
grande que se opone en nuestra era a los designios de la Providencia. Ne-
cesario es que desaparezcan, o que reciban una organización esencialmen-
te distinta de la actual, si alguna vez (como es indispensable) recobran los
pueblos la preciosa imprescriptible facultad de regirse por sí mismos.
Y a en posesión de este derecho, la igualdad entre las clases de un
mismo pueblo, y de todos los pueblos entre sí, traerá consigo estrecha-
mente hermanadas la libertad y la fraternidad. Las naciones se agrupa-
rán por razas, alrededor de grandes centros de acción confederados, a
n de privar a los gobiernos del privilegio que hasta hoy se han abroga-
do de dirigir la política exterior; conquista popular ésta la más grande
de todas, y que acaso deba proceder a las demás en el denitivo arreglo
de los negocios humanos, teniendo cuenta con que la unidad del con-
junto no debe traer perjuicio a la nacionalidad independiente de las
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partes. Con cuyo cambio se trasladará al poder federativo la acción in-
dividual de que tanto han usado y abusado los gobiernos; y en lugar de
una intervención diplomática dislocada, movida tan sólo por resortes
secretos y por agentes diseminados, recibirán los intereses del mundo
dirección inteligente e impulso ecaz de una asamblea soberana.
Todas las Constituciones se han ocupado casi exclusivamente
siempre en la distribución del poder público, y las revoluciones no
han tenido otro blanco, o por lo menos otro resultado aparente, sino
hacer cambiar de sitio y dirección a ese poder, desviándolo de prin-
cipios nuevos con violenta exclusión de los antiguos. Es imposible
desconocer las ventajas de estas alteraciones incesantes, cuyos son el
mérito y la gloria del progreso social y de la medra y fortalecimien-
to de la civilización; mas como al cabo poco, y eso muy lentamente,
servían ellas para aprovechar en el sosiego y la ventura popular, algu-
nos publicistas, viéndose de cada vez más distantes del término que se
proponían alcanzar, imaginaron erigir en sistemas esta máxima: que
a nada conducía intentar reformas generales, fundadas en principios
universalmente admitidos; que las modicaciones introducidas en las
bases sociales producirían, andando el tiempo y espontáneamente, sus
frutos; y por último, que sólo convenía favorecer el desarrollo parcial y
gradual de las diferentes partes de que constase el edicio constitucio-
nal, dejando para más adelante repararlo, a ser necesario, todo entero.
Este es el sistema de los expedientes sustituido al de las resoluciones;
sistema empírico que en lugar de decidir aplaza, y cuyo menor inconve-
niente consiste en tener forzosamente que limitarse a disponer arreglos
superciales e ilusorios con todos los caracteres de falsedad, instabilidad
y confusión que se notan en las instituciones modernas calcadas por los
dibujos del sistema representativo. Y si bien se considera, no puede ser de
otra manera; pues para llegar a una distribución equitativa y general de la
soberanía entre las distintas partes de la sociedad (distribución que consti-
tuye el problema fundamental de la democracia), es necesario asentar pri-
mero sobre bases jas e indestructibles el Derecho de Gentes Universal y
Absoluto. Entretanto que cada Estado sea una unidad aislada en el guaris-
mo de la humanidad, un son discordante en su armonía, toda aplicación
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real de la igualdad y de la libertad a los pueblos será imposible o incomple-
ta por causa de la concentración de fuerzas que exige el mantenimiento de
su inuencia exterior, la conservación de las conquistas, los proyectos de
la ambición y las combinaciones de la diplomacia.
Libres las naciones de semejantes cuidados, aplicaríanse entonces
a convertir el Estado en lazo fecundo y generador del conjunto de las
clases y de los individuos, coordinándolo con los elementos que ahora
niega o anula (el municipio, la provincia, el reino), y haciéndole ocu-
par su puesto como cabeza inteligente de la unidad y símbolo suyo;
mas no como la unidad misma. Y he aquí precisamente la obra que
prosigue con lenta, si bien infatigable constancia, el espíritu de nues-
tro tiempo; obra de organización racional que establece la jerarquía
de la naturaleza, partiendo del hombre para llegar a la humanidad por
los grados intermedios del Común, de la Provincia, del Reino, de la
nacionalidad del Estado, de la nacionalidad de la raza, y de la Confe-
deración de estas grandes nacionalidades entre sí; obra que tiende a
constituir el mundo desarrollando la inteligencia general y dándole, si
decimos, una personalidad propia, no ya a impulsos de la sola activi-
dad del individuo, por lo común irregular, arbitraria y aca, sino por
el poder concentrado, regular, metódico y omnipotente de la masa;
obra, en n, de verdadero socialismo, cuyo resultado infalible será eri-
gir la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad, no ya en derecho civil,
político y de gentes, sino en derecho universal y perpetuo.
La federación es, pues, la forma de gobierno natural de la democracia
cristiana; la federación es un fenómeno coetáneo de todas las civilizacio-
nes; la federación es la verdadera síntesis política que reduce a unidad los
más discordes elementos; la federación es el hecho más general de nuestro
tiempo; la federación será el hecho universal de los tiempos venideros.
“La Grecia, decía A, habría vencido al universo si los
pueblos que la componen se hubiesen mantenido constantemente uni-
dos. Y nosotros creemos y decimos que el mundo se vencerá a sí mismo,
vencerá al error y hará triunfar por siempre la verdad, cuando la federa-
ción, es decir, la mancomunidad universal, haga de él un ser inteligente
y activo, realizando la idea absoluta de la Historia, la Religión y la Filo-
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sofía: una raza, un interés, una creencia, una acción, un destino: Dios y
la Humanidad, y entre la Humanidad y Dios, la Verdad.
Cualquiera que sea el concepto que formen nuestros lectores acerca
del valor real de esta teoría, acaso desgurada en la prisa con que nos
hemos visto forzados a exponerla, siendo así que al desarrollo de la más
subalterna de sus tesis vendría estrecho un libro doble del presente; cual-
quiera que sea, decimos, el concepto que merezca y obtenga, todavía
debemos esperar de amigos y de adversarios la justicia de no ser confun-
didos con los soñadores de quimeras imposibles, ni mucho menos con
los que a trueco de verlas realizadas echan a vuelo las pasiones, meten a
barato los clamores de la razón, olvidan tiempos, desprecian circunstan-
cias y conculcan fueros, intereses, instituciones y principios. Cotéjense
las opiniones que acabamos de emitir acerca de la federación con nues-
tro prospecto político de 27 de enero, y se verá que uno es en nosotros
el impulso lógico que nos arrastra a sacar de una idea las legítimas con-
secuencias que contiene, y otro muy diferente el que nos mueve a pedir
su introducción en las leyes del país. En aquel caso, entregados de buen
grado a la corriente que no nos es dable torcer ni remontar, seguimos
con ella hasta la orilla. En el segundo, dueños de la nave, mareamos se-
gún el viento, ja la vista en aguja y derrotero; o, para hablar con llaneza
y sencillez: allí somos estudiantes que viven familiarmente con su tesis;
aquí hombres que estamos a la razón, si no muy bien hallados con lo
que existe, persuadidos de que más conviene modicarlo que destruirlo.
¿ué pedimos, en efecto, nosotros, a una y concordes con los pro-
gresistas más moderados y con los moderados menos progresistas? Pedi-
mos una nueva ley de Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales que
restituya la vida al elemento comunal, sin menoscabo, antes con medra y
provecho, de la inspección y supervigilancia del Estado, a quien recono-
cemos y queremos conservar el derecho de velar en la conducta de toda
autoridad, de todo agente público y por la seguridad y sosiego del reino.
De esto a la federación entre los antiguos de España y Portugal hay,
como se ve, una distancia inmensa: no mayor ni menor, sin embargo,
que la que media entre el término nal de las cosas y uno de los más
remotos medios que pueden emplearse para alcanzarlo; entre el país,
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como un día será, y el país como únicamente cabe que sea hoy, y entre
nosotros como teóricos independientes, y nosotros mismos como artis-
tas prácticos sujetos a una regla cuya modicación no nos es potestativa.
Y en cuanto a la federación misma debemos prevenir que habiendo mu-
chas maneras de ella preferimos la que mejor y más ajustadamente concilia
la unidad del todo con la independencia de las partes; pues si cuanto más se
saca de su quicio esa unidad para encarecerla y abultada, tanto se corre más
el riesgo de caer en el despotismo; por otra parte, cuanto esa independencia
fuere más absoluta tanto será más verosímil el peligro de una disolución so-
cial, semilla de aqueza y origen de guerras civiles para las naciones.
Enhorabuena digamos con M67que un Estado cons-
tituido en federación y compuesto de pequeñas repúblicas, aprovecha
y goza en el interior la fuerza del gobierno de cada una de ellas; y que,
respecto del exterior, posee por el vigor y pujanza de la asociación to-
das las ventajas de las grandes monarquías”; enhorabuena también nos
arrastre y seduzca el maravilloso ejemplo de los Estados Unidos, modelo
que proponemos a la imitación de todos los pueblos y que damos por
término necesario de la civilización actual en la parte relativa al desa-
rrollo de las instituciones políticas; mas todavía estamos lejos de creer
en la perfección absoluta (a nada humano concedida) de ese admirable
prototipo. Gran cosa y portentosa es la federación, por cuyo medio con-
quistó Roma el mundo, y conquistará la U A el más
grande imperio marítimo y terrestre conocido: gran cosa y portentosa,
atento que resuelve en la política el problema universal de la vida moral
e intelectual bajo todos sus aspectos, a saber; la antinomia de lo general
y lo particular, de lo igual y de lo diferente, de lo común y de lo privado.
Pero no todas las maneras de federación son iguales, ni a todos los
países de un mismo modo, idéntico y conforme, conviene alguna de
ellas. El tacto y la habilidad de los grandes hombres de Estado consiste
precisamente, en distinguir lo que hay absoluto e invariable de lo que
variable y contingente en una forma de gobierno o en una institución,
para aplicar a su país tan sólo aquello que puede convenir a las pecu-
liares circunstancias de éste, dejando a salvo las ideas y principios que,
67 Esprit des lois.
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por ser fundamentales, constituyen la sonomía y propio carácter de
las innovaciones que introduce. Mas como no sea de este momento
entrar en el examen de las modicaciones que el sistema federativo
debe sufrir para ser adecuadamente aplicable a nuestro suelo, nos con-
tentaremos con decir que, entre otras, ha de ser la primera avigorar el
elemento conservador de la unidad gubernativa.
Guardémonos de confundir malamente ésta con lo que ahora lla-
mamos “centralización administrativa, en sí muy diferente.
“Hay ciertos intereses comunes a todas las partes de que se compo-
ne una nación; como, por ejemplo, la formación de las leyes generales
y los grandes negocios de la paz y de la guerra. Otros hay especiales a
ciertas partes de la nación, cuales son las empresas del Común del pue-
blo. Concentrar en un mismo sitio y en unas mismas manos el poder
de dirigir los primeros es fundar lo que llamaré «centralización guber-
nativa»; concentrar del mismo modo el poder de dirigir los segundos
es establecer la «centralización administrativa».
»Puntos hay en que estas dos especies de unidad se confunden;
pero tomando en su conjunto los objetos que caen más particular-
mente debajo del dominio de cada una de ellas, con facilidad logra-
mos distinguirlas... Ambas se prestan mutuo apoyo y recíprocamente
se atraen; mas no puedo creer que sean inseparables.
»Bajo el reinado de Luis XIV vio Francia la mayor centralización
gubernativa que es dable imaginar, bastando decir para probarlo que
un mismo hombre hacía las leyes generales y se abrogaba el poder de
interpretarlas; representaba de fuera a la nación y obraba en su nom-
bre. «El Estado soy yo», decía, y decía bien. Lo cual no embargante,
jamás hubo menos centralización administrativa que en su tiempo:
hoy hay más sin que corra la comparación.
»Ahora mismo vemos en Inglaterra una potencia donde la centrali-
zación gubernativa ha sido llevada a un grado sumo de fuerza, parecien-
do, y siendo así en realidad, que el Estado se mueve cual pudiera un solo
hombre, que sompesa y dirige a placer masas inmensas, y, en n, que
reúne y emplea donde y como quiere el nervio todo y toda la cuantía de
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su pujanza. Pues ese empece a que tantas y tan grandes cosas ha hecho
de medio siglo a esta parte, no tiene centralización administrativa.
»Por lo tocante a mí, no concibo que una nación pueda vivir, ni mu-
cho menos prosperar, sin una robusta centralización gubernativa; mas
hallo que la administrativa no es conveniente ni a propósito sino para
enervar los pueblos que a ella se someten, por su constante e invariable
tendencia a disminuir sin cesar en su seno el espíritu ciudadano. Estemos
a razón y convengamos que a las veces, y en épocas determinadas, logra la
centralización administrativa reunir en ciertos lugares para nes de go-
bierno y policía todas las fuerzas vivas y útiles de la nación; pero empece a
la reproducción de esas mismas fuerzas. Contribuye un día poderosamen-
te a su triunfo; pero en el transcurso del tiempo disminuye su poder. De
que se colige que puede prestar un auxilio ecaz a la elevación y grandeza
pasajera de un hombre, mas no a la prosperidad durable de un pueblo.68
Estos principios son universales, y no más aplicables a una especie que
a todas las conocidas, y aun posibles, de gobierno; porque no existe go-
bierno, o apenas si sombra de él y símbolo irrisorio de la suprema auto-
ridad, allí donde ésta carece del derecho de disponer y velar la ejecución
de las leyes generales. El haber reservado para sí un derecho, propio tan
sólo del poder ejecutivo central, en poco estuvo que no diese en tierra con
esa misma U A hoy tan próspera, tan formidable y tan
gloriosa; calamidad de que la salvó la Constitución de 1789 consagrando
el principio tutelar de la centralización gubernativa. Pues así como subro-
garse en los derechos, fueros y facultades de las provincias y comarcas trae
por inevitable consecuencia a los gobiernos el despotismo que al cabo los
sofoca, por el mismo estilo, cuando las partes se distribuyen el fuego vital
que corresponde al todo en su ingénita y necesaria integridad, sobreviene
infaliblemente la atonía, la disolución y la muerte.
A manos de la desunión, enemigo el más temible de los pueblos, pere-
cieron miserablemente las gloriosas federaciones de los antiguos. La falta
de centralización gubernativa mantiene dislocada y sin concierto una de
más pujantes razas conocidas: esa raza alemana, tan nervuda en el cuer-
po como en el espíritu y tan apta para el cultivo de las artes y el manejo
68 toCqueVille, Démocratie en Amérique, tom. I, pág. 137 y siguientes.
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de la espada, como ilustre en el manejo de la pluma y en el cultivo de las
ciencias. ¿ué otra cosa fue el feudalismo sino el sumo grado del esparci-
miento y subdivisión de la autoridad y la fuerza? Sin los celos y rencillas
de sus vecinos acaso hoy día no existiría la Suiza como nación federal en
el mapa político de Europa; y de todos modos, su última contemporánea
guerra civil no tuvo más origen que la falta de un centro unitivo soberano.
Y más que no es único en tal caso el riesgo del rompimiento de los lazos
sociales; sino que cuando la federación queda abandonada a sus propias
fuerzas y ese centro unitivo es una pura cción y nombre vano, se corre
también el de la anarquía entre los confederados y el de la prepondencia
abusiva de uno de ellos sobre todos los demás. Tal fue el caso entre los
griegos cuando el rey Filipo vino a quedar encargado de ejecutar el decreto
de los anctiones; en la república de los Países Bajos, donde Holanda dio
siempre la ley y de presente en Alemania, donde Austria y Prusia hacen
lo mismo en nombre de una Dieta supeditada, cuyo cticio imperio esti-
mula la usurpación y encubre las miras ambiciosas de los más fuertes. En
suma, es un problema para nosotros si mayor suma de fuerza omnipotente
en el gobierno de la Unión habría desde el principio compuesto el arduo
negocio de la esclavitud, e impedido que este escandaloso y negro crimen
de la civilización moderna viniese a ser, así en los Estados Unidos como en
otras partes, como por disposición divina, su castigo.
ueremos, pues, que se distingan y separen cuidadosamente estas
dos maneras de centralización, gubernativa y administrativa, hacien-
do que cuanto la segunda fuere de menos sustancia y valor, tanto sea la
primera más nervuda, nutrida y vigorosa: remedio único y supremo a
la par que contra la manía de gobernar demasiado, contra la no menos
insensata y funesta de privar a los gobiernos de toda acción de inicia-
tiva. Así han pensado siempre los más eminentes patriotas antiguos
y modernos; así pensaban W, M, H,
los dos M, B, Sucre, y toda esa constelación de hombres
eminentes que ilumina el cielo americano.
De ninguna manera mejor podemos concluir este capítulo que
transcribiendo las palabras de uno de ellos, diputado en la gloriosa
asamblea que redactó la Constitución federativa de 1789, vigente aún
en los Estados Unidos.
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“Muy bien sé, dice H, que hay gentes en cuyo sentir el
poder no tiene mejor medio de recomendarse y hacerse grato que el
de plegarse servilmente a los deseos del pueblo o del Parlamento: más
los tales, a mi ver, no poseen sino ideas muy imperfectas, descabales y
groseras acerca del objeto de todo gobierno y del verdadero camino y
manera de hacer medrar y prosperar la cosa pública.
»ue las opiniones del pueblo, cuando razonables y maduradas,
dirijan la conducta de aquellos a quienes ha conado la dirección de
sus negocios, nada más justo, nada más natural; ni puede ser de otra
manera, atento el espíritu de una constitución republicana; mas ésta
nunca ha podido exigir que la autoridad se deje sompesar y zarandear
por las pasiones populares, ni que obedezca a todos sus caprichos, ni
que ceda a todos los impulsos momentáneos que pueda recibir la mul-
titud de manos de esos hombres articiosos que lisonjean sus preocu-
paciones para vender con más seguridad sus intereses.69
Capítulo xi
¿Qué es el poder? ¿Qué la soberanía? Cómo existen uno y otra en los
diversos sistemas de gobierno conocidos al presente. Escuela doctrinaria
y sus derivadas. Escuela realista-constitucional. Escuela monocamerista.
Realistas puros. Republicanos. Absolutista-demócratas. Recapitulación.
***
Acabamos de ver en los ejemplos de Luis XIV, de Inglaterra y de
los Estados Unidos, que la más robusta centralización gubernativa, ora
sea legítima, ora ilegítima bajo el aspecto de la legalidad, puede existir
deshermanada de la centralización administrativa; y, a ser necesario,
demostraríamos la misma verdad con los ejemplos de todas las monar-
quías absolutas conocidas, excepto la moscovita y la napoleónica que,
absorbiéndolo todo en sí, han reunido en sus manos la mayor y más pu-
jante fuerza unitiva de que hay memoria. Por el contrario, el ejemplo de
la Francia y de la España de nuestros días, maniesta que la más formi-
dable, abusiva y corruptora centralización administrativa puede existir,
69 The Federalist, núm. 71. Véase para todo este capítulo: toCqueVille, obra citada; Poussin, Considé-
rations sur le principe démocratique qui regit l’Union Américaine; Charriere, La politique de l’histoire.
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y existe, sin que vaya acompañada de esa centralización gubernativa que
constituye el nervio y verdadera pujanza de los Estados, cualesquiera
que sean sus formas de gobierno y sus condiciones sociales de existencia.
Y he aquí la experiencia comprobando los resultados que ya nos
había dado el raciocinio, a saber: que la centralización gubernativa
amalgamada con la administrativa y puestas ambas en un mismo sitio
para ser regidas por unas mismas manos, es el aniquilamiento del prin-
cipio de la igualdad, o la tiranía del Estado sobre la nación; tiranía en
la cual niega el poder la soberanía, o se aparta de ella; y, por otra par-
te, que la separación completa y absoluta de una y otra es ocasionada
a ponderar el elemento individual a expensas del elemento social y a
preparar la absorción del poder por la soberanía.
Pero, se dirá: ¿no son por ventura una sola y misma cosa la sobera-
nía y el poder?
No, responden otros; se les confunden con frecuencia; mas es por
error. Diere el poder esencialmente de la soberanía en que ésta es la
causa y aquél el efecto; en que el poder es la especicación de la sobe-
ranía, y la soberanía el origen y fuente del poder. De que se colige que,
aunque subordinados una a otra, son los dos inseparables, acaeciendo
con ellos como con el ser humano, que, compuesto de alma y cuerpo,
no puede vivir sin la coexistencia y concordia de ambos elementos. La
armonía, o a decir más bien, el orden, consiste en el justo ordenamien-
to y disposición de las partes respectivas para que formen un conjun-
to o síntesis perfecta, no imposible de hallar, pero cierto difícil como
todos los problemas sociales, por consecuencia de no ser ninguno de
ellos susceptible de completa resolución si para ésta sólo se hace entrar
en cuenta un principio absoluto y dominante.
Y esto sentado, añaden, no basta concordar en que todos los ne-
gocios generales estén sometidos a una dirección única y exclusiva,
dejando a salvo los intereses de las varias unidades de que se compone
el guarismo moral y material del país, sino que es al mismo tiempo
indispensable coordinar el poder y la soberanía de modo: primero,
que aquél sea la cabal imagen o símbolo de ésta, y segundo, que él
mismo sea uno, indivisible y perfecto. Porque, ¿cómo concebir un
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poder esencialmente unitivo, dividido y subdividido en fracciones
de poder? ¿Cómo explicar que una cosa única, que es la equivalencia
de otra, única también, así en virtud como en potencia y ecacia, se
rompa en pedazos, ni mucho menos que estos pedazos sean iguales al
todo de que se quiere hacerlos proceder? Bien puede una luna rota o
multilátera reejar, más pequeña, pero cabal, la misma imagen; mas el
poder no es espejo que representa pasivamente los objetos, sino fuerza
motriz que los empuja; reguladora, que los dirige; inteligente, que los
conduce a un término señalado y dispuesto de antemano.
No; el corazón del Estado, el poder, no puede ni debe estar dividi-
do en partes de imposible coordinación y armonía; y si ha de existir un
centro común de garantías e intereses, una debe ser la voluntad, una la
acción, una la justicia.
Y no es una la voluntad en las naciones del día, porque la pobla-
ción está dividida en dos partes; tal señora y cual esclava; aquélla, que
usurpa la autoridad; ésta, sobre quien pesa el ejercicio del poder como
la calamidad de las calamidades; cuanto más, que la potestad legislati-
va se distribuye desigualmente entre tres o cuatro compartes de índole
e intereses diferentes.
Una tampoco la acción, porque la potestad ejecutiva no tanto co-
rresponde a un Rey revestido de una inviolabilidad importante, cuan-
to a una grey de ministros llamados responsables, que nunca o pocas
veces se hallan conformes en principios ni opiniones.
Y no se hable de ser una la justicia con jueces amovibles, con tri-
bunales sin independencia, con unos como códigos, que forman, cada
cual de por sí y todos juntos, inextricable laberinto, donde no ya justi-
cia, sino razón, paciencia, sentido común y toda humana cualidad se
pierden o adulteran. Además de que, ¿cuál es la jerarquía de estos tri-
bunales? ¿No se han inventado recientemente mil maneras de justicia
correspondientes a otros tantos cuerpos encargados de administrarla,
muchos de ellos sin sujeción a ley y todos sin coordinación y sin en-
lace? ¿No hay una justicia municipal, otra de policía baja, cual de alta
policía, aquélla criminal en una forma, ésta criminal en forma diferen-
te, tal eclesiástica con grados distintos, aquí la administrativa, acullá
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la contencioso-administrativa, y concluyamos, porque nombrarlas
todas sería proceder en innito? Y entretanto, ¿dónde está, que nadie
la ve ni la oye, la responsabilidad de los empleados? ¿Dónde la más
elevada de todas las justicias, cual es la que el ciudadano vejado y la ley
misma oprimida tienen derecho a vindicar ante los tribunales contra
un gobierno arbitrario o contra sus agentes opresores y altaneros?
Así se explican los secuaces de cierto sistema que podemos llamar
de unidad a todo trance por lo grave y costoso de los sacricios que
consagran en sus aras; los cuales no paran hasta convertir el gobier-
no en una especie de panteísmo tan formidable como el de S,
consistiendo aquí el mal, no precisamente en lo que hemos venido lla-
mando centralización gubernativa, sino en que se quiere hacer a ésta
inseparable de la administrativa, a despecho de los males que, según
hemos demostrado, produce su amalgama.
A qué escuela pertenezca esta teoría fácilmente comprenderán los
lectores medianamente versados en la controversia política. ¿uién
podrá, en efecto, desconocer aquí la escuela doctrinaria en su prurito
singular de empezar toda discusión dando por admitidos los buenos
principios para sacar de ellos en seguida las más revesadas consecuen-
cias? Esta escuela que proclama la unidad del poder, en su esencia y en su
ejercicio, y que para alcanzarla no vacila un momento en darle a devorar
cuanto vive alrededor y bajo el amparo de la suprema autoridad; esta es-
cuela que pide, en tesis abstracta, una potestad legislativa indivisa y una
potestad ejecutiva entera, ¿cómo resuelve la cuestión concreta de la uni-
dad, descendiendo a la ejecución desde la esfera de las especulaciones?
¡Singular y extravagante anomalía! Por medio de lo que llama omnipo-
tencia parlamentaria, diciendo con D L: “el Parlamento puede
hacerlo todo, menos hombre a una mujer, o mujer a un hombre”.70 ¿Y
cuál es la organización de este Parlamento? Aquí, si cabe, otra anoma-
lía más extravagante y singular aunque la anterior; la cual consiste en
componer las Cortes de dos asambleas: una de nombramiento real, he-
reditaria o vitalicia; otra electiva, donde reside el nervio de la adminis-
tración pública, atento que es árbitra de negar o conceder las contribu-
70 “It is a fundamental principle with the english lawyers, that Parliamente can do every thing;
except making a woman a man or a man a woman”. The English Constitution, etc., cap. X.
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ciones, que ja anualmente la pauta a que debe ceñirse la gobernación y
que en rigor gobierna por sí misma, imponiendo al Trono la obligación
de escoger sus ministros en la mayoría. Y si a esto se añade que seme-
jante Congreso de Diputados es elegido por un número cortísimo de
hombres, cuya capacidad se presupone en virtud de una renta o de una
propiedad, tendremos cuanto se necesita para formar una idea perfecta
de la teoría doctrinaria mala y falsamente llamada sistema de gobierno
representativo, fundada en una quimera o modo de logogrifo que anda
por el mundo con el nombre de “soberanía de la razón”; donosa razón
y donosa soberanía que se reejan solamente en los ricos, dejando a un
lado, como indigno de semejante honor, al pueblo todo.71
Pero este vuestro principio de la soberanía de la razón individual
en toda la plenitud de su independencia, dicen a los doctrinarios los
partidarios de la prerrogativa real, no es más que un disfraz de la so-
beranía del pueblo, vuestro gobierno representativo más que un abso-
lutismo electivo; vuestro sistema liberal más que una usurpación de
los derechos generales de la Nación y del Trono por el estado llano;
y nalmente, toda vuestra armazón cientíca y losóca más que un
ridículo mosaico de sosmas democráticos, monárquicos, socialistas,
protestantes y católicos; embrolla y balumba molesto, que distrae la
atención, fatiga el espíritu y descontenta el alma.
Invocáis, continúan, el poder soberano de la razón, que viene en
suma a ser el poder soberano y absoluto del individuo en cuanto ser
racional y libre; y de luego a luego transguráis ese principio estable-
ciendo un censo de riqueza, como si ésta fuera la sola y única fuente de
capacidad intelectual, de talento y de virtud: así que vuestro gobierno
representativo apenas si es más que el fruto bastardo y abortivo de la
soberanía popular y la imagen confusa, variable, móvil y sin consis-
tencia de una gavilla de electores heterogénea, aca y desconforme,
materia pasiva de intimidación y de cohecho.
ueréis monarquía, y sometéis el monarca a la presión de un Mi-
nisterio que no ha elegido libremente y que no puede conservar a su
arbitrio y hasta cuando le plazca y convenga.
71 V. guizot, Filosofía política, libro de la “Soberanía” b. Constant, Comentarios sobre Filangieri.
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ueréis equilibrio de poderes, y el poder de la Cámara electiva es
preponderante y absoluto en el mecanismo del gobierno; establecéis
tres poderes en la Constitución, y en la práctica de los negocios pú-
blicos reducís los tres a uno. Si este es, pues, el legítimo, ¿qué son los
demás? ¿A quién y qué representan?
Si, según vuestra inconcebible máxima, “el Rey reina y no gobier-
na, ¿para qué existe?
Es absurdo exigir el libre consentimiento de todos y cada uno de
los poderes constitucionales para la formación y promulgación de las
leyes, y conceder a alguno de ellos (el menos propio para gobernar) el
derecho de hacer prevalecer sus opiniones.
No basta que una institución sea “representativa” para que constituya
un “gobierno representativo, cuando real y positivamente no represente
todas las “inuencias sociales. Ahora bien: épocas hay y circunstancias
en que la elección, lejos de representar esas inuencias, las excluye; y
siempre, aun cuando admita una parte de ellas, repele y desvía de sí otras
muy importantes, produciendo en el primer caso la anarquía, y en el
segundo una representación parcial, incompleta, insuciente para dar
al gobierno recta dirección, unidad ni armonía. Y he aquí por qué el
régimen representativo no puede ser organizado en la Cámara electiva,
y por qué también ha hermanado con ésta la Constitución al monarca
y al Senado, símbolos y trasuntos de los grandes intereses sociales que
la elección no quiere o no puede jamás representar; conviene a saber, el
interés nacional personicado en la realeza y el interés de la propiedad y
de las jerarquías personicado en la asamblea senatoria.
Pues en realidad de verdad el gobierno no tanto es, ni debe, ni pue-
de ser, representación de la voluntad nesciente y mudable de cierto
mero de ciudadanos reunidos de tarde en tarde, y de tarde en tarde
consultados sobre materias que el mayor número de ellos es incapaz de
conocer, cuanto representación de los intereses sucesivamente intro-
ducidos y fundados por el decurso de los años. En suma: debe ser re-
presentativo el gobierno de la “dirección tradicional” de esos intereses,
y de las necesidades que producen; de la “conservación” de ellos, y de
los derechos y bien que son su consecuencia, y de las “modicaciones
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que puedan recibir en virtud del progreso de las luces y de la experien-
cia adquirida por las generaciones.
De aquí la triple esencia de lo que se llama Representación Nacio-
nal; de aquí el monarca; el Senado vitalicio, y mejor hereditario, y, últi-
mamente, la Cámara electiva; pues pensar que el estado llano, o como
ahora decimos, las clases medias de la sociedad forman y componen por
sí solas y en su propio exclusivo provecho el gobierno mixto, que tam-
bién llamamos constitucional y representativo, es pensar que el poder,
la patria, la justicia, cuantos intereses existen y cuantos dones nos ha
concedido con larga y piadosa mano la Providencia, son de hecho y de
derecho el patrimonio de los menos, fecundado con el sudor y la sangre
de los más. Viniera el n del mundo y acabara la humanidad con diluvio
de agua o fuego, y habría en todo ello más equidad que en ese sistema
maldito, cuyo término es el caos, es la nada, es la blasfemia.
¿ué necesidad puede haber de discurrir y disputar abstrusas y re-
cónditas losofías para demostrar verdades que están patentes en la
Constitución y que enseña a las inteligencias más vulgares la clara, si
bien modesta lumbre, del sentido común?
El gobierno de un pueblo, sea éste el que fuere, necesita dirección
única, rme y constante, y no tres direcciones simultáneas, contrarias,
variables y rivales. Por eso debe tener un jefe: el Rey, y ser el Rey he-
reditario, centro político del Estado, inmutable, inviolable y sagrado.
Pero si el bien del país exige concentración y unidad en el poder,
también pide garantías contra los abusos del poder, que amparen y
protejan los intereses individuales, los bienes y derechos de los ciuda-
danos. Tal es el objeto de la institución de las Cámaras: una, que de-
ende los intereses adquiridos; otra que deende los nuevos intereses.
De ésta y no de otra manera ha comprendido, explicado y funda-
do la Constitución el gobierno representativo; de éste, y no de otro
modo, lo explana y comenta el sentido común de acuerdo, ahora como
siempre, con la sana ciencia política y con el dictamen de los varones
doctos, desinteresados y patriotas.
En conclusión: el concurso, concordia y pareceres uniformes de los
tres poderes constituyen el gobierno de la Constitución: el gobierno real-
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mente representativo; y ninguno de esos poderes puede negar su asisten-
cia ni su apoyo a los demás sin destruir la ley fundamental del reino y sin
declararse a sí propio en una situación violenta, criminal y revolucionaria.
Cualquiera otra cosa es vanidad, palabrería sin sustancia, retórica
política de puro hueca sonora, mezclas de farmacia política que aquí
aplica revulsivos, allí jarabes emolientes; nada más. Y para decirlo
todo de una vez: otra cosa no es gobierno, sino preocupaciones y dis-
lates de gobierno representativo.72
Hasta aquí lo alegado y probado por los secuaces de la prerrogativa
real, contra doctrinarios, puritanos, eclécticos y demás gente del mo-
derantismo en sus innumerables y enredosas ramicaciones. Veamos
ahora lo que alegan y prueban contra los unos y los otros ciertos maes-
tros de escuela diferente.
La política moderna, dicen éstos, tiene también su misterio de la Trini-
dad en lo que llama gobierno representativo o monarquía constitucional,
cuya es la invención de las dos Cámaras con el Rey; tres cosas distintas y
ninguna verdadera, puesto que constituyen el ente llamado poder público.
Cómo lo constituyen, dígalo la historia de medio siglo a esta par-
te. La cual nos enseña que la existencia de dos Cámaras supone falta
de unidad política y social, y división del pueblo en clases diferentes;
por donde viene a colegirse que la naturaleza de estos Poderes, sus
funciones, y el cargo que desempeñan en el mecanismo del gobierno,
deben variar, y varían efectivamente, según cambian y se modican las
necesidades, los intereses, las tradiciones y el destino de los pueblos:
de forma que, allí donde la autoridad del Rey es preponderante, las
asambleas legislativas vienen casi a carecer de atribuciones, o las tienen
limitadas y restrictas; donde la aristocracia es poderosa, el Trono es
una rueda que da vueltas en el vacío, y la Cámara electiva una como
bomba aspirante que al impulso de extraña fuerza extrae de la nación
oro, sangre y lágrimas a sabor del paladar de sus señores; y por el con-
trario, allí donde la democracia tiene alientos y marcha camino de la
supremacía, el Senado es una ocina de registro, y la realeza un sello.
72 V. fonfrede, obras citadas, y el tomo 6 de las generales. lamennais, Del progreso de la revolución y
de la guerra contra la Iglesia. de haller, Restauración de la ciencia política.
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Tal es, bajo sus tres aspectos más dignos de reparo, el ingenioso
mecanismo con que pretenden los realistas de nuestra era conciliar
el doble principio de la autoridad y de la libertad, sin advertir que las
naciones antiguas, por componerse de un corto número de hombres
libres, siendo la inmensa multitud restante esclava, nada tenían que
ni remotamente guardase semejanza con lo que nosotros entendemos
hoy por democracia. El pueblo, efectivamente, no era en Roma, Ate-
nas y Esparta, por ejemplo, otra cosa más que rama parásita del árbol
arraigado y frondoso del patriciado omnipotente.
Y en estos tiempos que alcanzamos, bajo todas las zonas y latitu-
des, aquella masa antes esclava, se levanta, irgue la frente, se proclama a
sí misma soberana, tiene fuerza con qué hacerlo, y es el Pueblo. ¡Insen-
satos! ¿Lleváis este nuevo elemento a vuestras Constituciones, y aun
habláis de mantener un equilibrio incomprensible entre su poder y
otros poderes? ¿uién es hoy Poder sino por las contribuciones gene-
rales y por los ejércitos permanentes, sudor del pueblo aquéllas, sangre
del pueblo estotros?
Pues tales hechos, nunca oídos entre los antiguos, y nuevos en la
historia de la humanidad, hacen imposible de toda imposibilidad para
las naciones modernas la conservación de dos asambleas legislativas;
sistema bimembre que se encuentra en los pueblos de la edad de oro
griega y romana, porque tenía su razón y causa eciente, cuando hoy
no puede ser más que un anacronismo insostenible a todas luces fuera
de los países que posean un estado social análogo al de aquélla o al
posterior de la Edad Media; cuanto más que si consultáis recientes ex-
periencias, ellas os dirán, “en perfecta concordancia con la teoría, que
no opone obstáculo ninguno provechoso ni a las empresas del poder
real, ni a la explosión de las iras ni de los resentimientos populares,
que a las veces estimula las unas y provoca los otros; inútil cuando no
dañoso; antigualla ridícula que no inspira cariño ni respeto.
“El n a que tiende incesantemente el género humano es la uni-
dad, y no es dable alcanzar ésta pacícamente sino por medio de la
acción regular y metódica de «una sola» asamblea. Tiempo es ya que
dejemos de vivir envueltos en las crisis sociales por la manera que las
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estatuas en los jardines: sufriendo la intemperie sin comprenderla, sin
poder guarecernos de ella, sin ser poderosos a evitarla.73
Alto bien es la unidad (aquí hablan los realistas puros); bien ina-
preciable el orden; sumo bien la fecunda y abundosa paz, fundamento y
vigor de la prosperidad, de la grandeza y del poderío de las naciones. Mas,
¿cómo si tanto apreciáis estos grandes benecios de un gobierno robusto y
tutelar, no volvéis los ojos y el entendimiento, el deseo y la voluntad hacia
la antigua monarquía que sola puede concedéroslos; a esa monarquía que
domó el feudalismo, que desaó durante siglos al tiempo y a los hombres
y que vivió gloriosa y respetada protegida por la religión, cimentada en las
tradiciones, si temida de los soberbios magnates, bendecida por los pue-
blos, que veían en ella su refugio y amparo más seguros?
La antigua monarquía, responden los republicanos, se asemeja a las
pirámides de Egipto, y es como ellas un sepulcro de reyes. Grandioso,
sorprendente monumento de industria, de fuerza y de constancia, un
día se elevó majestuosamente hasta las nubes por el poder de mil gene-
raciones, en medio de pueblos populosos, pero cierto no más felices,
ni acaso tan felices como éstos en que la suerte ha puesto nuestra cuna;
mas, ¿qué es hoy? Algo menos que la pirámide de piedra, viviente aún:
una pirámide de ideas e intereses hechos polvo; monumento venera-
ble de antigüedad que el arqueólogo erudito contempla con mezcla
indenible de placer y susto, de terror y admiración.
Tal es la antigua monarquía semigótica y semirromana; en partes
feudal y salvaje, en partes cristiana y culta; con manto de armiño sobre
la coraza; con corona en la cabeza y espada y daga en el cinto. Por lo
tocante a la nueva, conviene a saber, la monarquía constitucional, es
ésta a la antigua monarquía histórica y tradicional, como son a nues-
tros membrudos y fuertes caballeros de lanza y adarga, cubiertos de
acero y sedientos de combates y de gloria, los hijos que dejaron; los
cuales mucho será si pueden levantar del suelo a dos manos las armas
que sus padres manejaban con solo una; gurillas arropadas con sedas,
olorosas a almizcle, enclenques y catarrosas.
Pues por el estilo desgurada vemos esa pobre monarquía; y tan mal-
trecha de manos de las revoluciones y de los sostas constitucionales,
73 Diccionario Político o Enciclopedia etc., art. “Cámaras”.
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que no la conociera a dos ni aun a cien tirones el padre que la engendró;
y más, que no sabemos quién le haya hecho más daño: si las reacciones o
el progreso; siendo lo cierto que por ahí se anda parloteando en Cortes
y protocolando en Congresos cuantas majaderías se ocurren a sus con-
sejeros, los cuales así la han puesto, que menos parece reina que esclava,
y antes gárrulo aprendiz de escribano que matrona sesuda, grave y noble.
Pero (volviendo al caso), de todos modos es necedad pretender que naz-
ca la unidad del gobierno de la divergencia de los multíplices y contrarios
intereses con que adrede se le ha formado, so color de un equilibrio absur-
do. La unidad es una quimera en todas las multiformes teorías de la escuela
constitucional-representativa: quimera con dos asambleas colegisladoras y
el Rey, preponderando el elemento electivo; quimera con las mismas partes,
venciendo a todas la que al monarca corresponde; quimera con los tres ele-
mentos equilibrados; quimera con sólo las dos entidades, Trono y Pueblo,
opuestas frente a frente. En el primer caso, el moderantismo, puritanismo,
eclectismo, o como quiera llamársele, seducido por el ejemplo inaplicable
de Inglaterra, organiza la anarquía gubernativa y funda el gobierno sobre
el falso cimiento de la lucha perpetua y de la corrupción universal; en el se-
gundo, los realistas constitucionales organizan el despotismo gubernativo
dando por base al gobierno una mentira, cual es la usurpada representación
hecha del pueblo por la dinastía; en el tercero, los mecánicos políticos llegan
por medio de mil articios e invenciones ingeniosas a la inmovilidad; en el
cuarto, se anticipa la democracia al tiempo y a los sucesos, coligiéndose de
todo que allí donde existan a la par un Rey, un estado social democrático, y
maras legislativas de cualquier especie que sean, la unidad es imposible, la
lucha intestina de tan contrarios elementos segura, y la revolución inevita-
ble. Y de esta regla, que la ciencia demuestra y que la experiencia constante-
mente ha comprobado, no se exceptúa el sistema republicano mismo, si por
ventura el gobierno que éste forme contiene, ora el elemento presidencial,
ora el principio de una federación sin centro común y sin acción iniciativa.
Como quiera, la república es el partido de la “unidad” de “legali-
dad” y del “orden. ¿Se quiere saber en qué dieren esencialmente la
república y la monarquía? En ésta los tres elementos que acabamos de
enumerar resultan, cada cual de por sí, de un principio propio; y en la
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primera, por el contrario, de un mismo principio con tres corolarios o
fases necesarias: tal es la diferencia.
Así, en la monarquía resulta la unidad de la realeza preponderante,
inviolable, hereditaria.
El origen de la legalidad no es en ella la prerrogativa real, la regalía
propiamente dicha, en cuyo caso su gobierno sería un puro despotismo;
es otro principio; conviene a saber, la voluntad nacional manifestada en
leyes anteriores a la monarquía, o por lo menos coetáneas a ella; de don-
de viene el conocido adagio jurídico admitido por los teóricos de esta
forma de gobierno, que hace derivar el fundamento y vigor de las leyes
del consentimiento del pueblo y de la promulgación o sanción real: lex
t consensus populi et constitutione regis; lo cual, sin necesidad de mayor
prueba, convence del carácter dual inherente al gobierno monárquico.
Y respecto del orden, visible es que éste procede de las jerarquías so-
ciales, es decir, de la desigualdad de las facultades y de las condiciones ci-
viles y políticas; principio este exterior, meramente formal, o para hablar
en el lenguaje losóco moderno, objetivo y materialista, que a las veces,
bajo el mismo nombre orden, ha dado frutos diferentes: aquí el feuda-
lismo, allí la aristocracia, cuándo el gobierno del estado llano, cuándo la
teoría del equilibrio de los poderes y mil otras invenciones peregrinas.
Implica, pues, forzosamente la Constitución monárquica tres prin-
cipios diferentes: el poder real, la voluntad nacional y el acaso de las
condiciones y bienes de fortuna; de cuyos principios deduce esos tres
elementos sin los cuales no puede existir nación alguna: unidad, lega-
lidad, orden. Y he aquí precisamente el vicio radical de la monarquía;
pues es caso así cierto como necesario el conicto perpetuo de esos
principios por consecuencia de su profunda y esencial oposición; de
suerte que en la monarquía (¡cosa extraña, sorprendente y monstruo-
sa!), la unidad, la legalidad, el orden, principios tutelares, basamentos
rmísimos de la sociedad y únicos sólidos garantes de su armonía, for-
man entre sí una desconcordia y contradicción incomponibles.
Por el contrario, la Constitución republicana descansa sobre un
principio único, eminentemente espiritualista, y por consiguiente li-
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beral y losóco: el “sufragio universal”, que por su sola fuerza y de
su motivo procrea, analizándose a sí mismo, los términos alícuotas y
homólogos unidad, legalidad, libertad, orden, armonía.
Poco importa ahora averiguar cuál sea la mejor organización o
mejor manera de manifestación para el voto de los ciudadanos; pero
basta que ese voto, o como ya decimos, sufragio, tenga en principio el
carácter de universal, para que exprese con toda propiedad y perfec-
ción la unidad. En la lógica, en la política y en la etimología, unidad
y universalidad son términos consubstanciales y que a sí propios recí-
procamente se engendran.
Lo mismo sucede respecto del voto universal y de la legalidad; por-
que el voto vale voluntad, y no voluntad presunta, fortuita, ni instinti-
va, sino reexiva, que juzga y delibera. uien dice, pues, voto universal,
dice voluntad nacional, manifestada, no ya una vez como respecto de la
monarquía, ni en tiempo remoto, sino libre y espontáneamente, en la
hora y momento presentes, según el progreso y las necesidades del país.
Últimamente, el voto universal engendra el orden, lo legitima y lo
hace, cuanto valedero, indispensable y rme; y la razón es que ese voto
no prejuzga la desigualdad de las condiciones, procede como si éstas
no existiesen y hace depender el orden de un principio superior, inte-
ligente y libre, fundándolo sobre el concurso y asentimiento de todos
los ciudadanos a la formación de las leyes, a la defensa del Estado y al
sostenimiento de la república.
Voto universal: he aquí el principio por excelencia republicano, origen
y fuente de la unidad, de la legalidad y del orden, los cuales a su vez for-
man la Constitución eterna del género humano, de que forzosamente y
sin cesar se aparta la monarquía, cualesquiera que sean su índole genuina,
su carácter postizo, sus condiciones verdaderas o cticias de existencia.74
Y en este mismo punto y sazón se presenta un sistema, último de todos,
diciendo a todos la verdad y llevando la lógica a sus últimas consecuencias:
único discípulo de Rque acaso exista en el mundo y el más legítimo.
74 Este paralelo entre la república y la monarquía respecto del principio de donde provienen la
unidad, la legalidad y el orden, está tomado de proudhon. Véase Le Peuple, números del 20 y 21
de abril de 1849, donde más extensamente se declara y explica.
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Este sistema, pues, arranca de la soberanía nacional, compuesta, se-
gún su sentido, del conjunto de todas las soberanías o porciones de so-
beranía individuales, ora se quiera suponer que el gobierno y la sociedad
misma han nacido de un pacto, ora que la sociedad y el gobierno son dos
hechos primitivos, coetáneos del hombre, con él y por él producidos, su-
periores a él y necesarios; pues para el caso cualquiera de las dos suposi-
ciones viene bien, siendo así que los derechos humanos son los mismos.
Y una vez asentada esta rmísima base, dice con R: “la sobe-
ranía no puede ser representada” por la misma razón que no puede ena-
jenarse. Consiste esencialmente en la voluntad general, y “la voluntad no
se representa”: o es la misma, o diferente; una u otra; no hay medio. Los
diputados del pueblo no pueden ser sus representantes, sino únicamente
sus mandatarios, y nada por consiguiente pueden resolver denitivamen-
te. “Toda ley que el pueblo por sí mismo no ha raticado, es nula, no es
ley. El pueblo inglés cree ser libre y se equivoca mucho: únicamente lo es
mientras duran las elecciones. Una vez elegidos los diputados, el pueblo
desaparece; ya es esclavo; no es nada. El uso que hace de la libertad en los
breves momentos que gozan de ella, merece que la pierda.75
La elección, como puede colegirse, y las asambleas legislativas son, en
el punto de vista de este sistema, absurdas y dañosas: lo primero, porque
van contra el principio sentado de la soberanía; lo segundo, porque no
pudiendo gobernar, ni tan siquiera dirigir el gobierno, antes embarazan
y enervan a éste, que lo simplican y fortalecen. Es, pues, falso el sistema
representativo, y a más, complicado, inecaz, corruptor y turbulento.
Y real y verdaderamente, decimos nosotros, los principios en que
se fundan las instituciones que hasta ahora lo han aplicado entre no-
sotros a la gobernación, su índole genuina, sus naturales y necesarias
propensiones, todo lleva consigo un vicio que gangrena sus obras y
corrompe sus hombres y mata el árbol y reduce sus frutos a cenizas.
Nada más cierto; si bien, como siempre sucede en casos semejan-
tes, atribuimos a los hombres el vicio que sólo debemos buscar en la
esencia de las cosas, porque aquéllos no son, en general, sino agentes
subalternos obedientes al impulso superior que éstas determinan.
75 Contrato social.
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La corrupción ha nacido históricamente con la monarquía abso-
luta y ha persistido en todos los sistemas que después han modicado
por medio de arbitrios y composiciones esta especie de gobierno, pu-
diendo decirse además que corresponde al movimiento formativo de
las diversas nacionalidades europeas. Lea quien dude de ello a Comi-
nes o a Maquiavelo, por ejemplo, y reconocerá que las doctrinas apun-
tadas tan solo por el uno, y defendidas insolentemente por el otro,
tenían su explicación contemporánea en la conducta de los príncipes;
los cuales, al trabajar por la creación de un orden social cuyos primeros
resortes eran la intimidación y el cohecho, los empleaban ambos sin
pudor ni escrúpulo, así para descomponer el régimen antiguo como
para plantear denitivamente el nuevo.
Y desde el instante en que la sociedad civil y política ha hecho de
cada hombre un instrumento subordinado a ciertos intereses no tanto
extraños al Común cuanto a él opuestos, echando para ello mano de
una “centralización” absorbente que “hace el vacío” en el país y lleva
la plétora a la cabeza del Estado, la nación se ha visto dividida en dos
campos, que así en el ataque como en la defensa, han empleado el co-
hecho como medio de persuasión y la corrupción de las costumbres
como arma y principio de gobierno.
Si estos resultados aparecen hoy revestidos de mayor fuerza y de más
vivo impulso, más visibles, más generales, débase a que el combate entre
los partidos ha dejado de estar circunscrito a las clases aristocráticas para
extenderse a las democráticas, y también a que la actividad y el bullicio
inherente al gobierno constitucional, no solamente los abultan y ponde-
ran, sino que les dan el carácter de necesarios a su existencia.
La corrupción es, pues, un principio ínsito a los gobiernos mismos,
ya por naturaleza revesados, débiles e intrigantes; y esa corrupción pro-
cede del partimiento mismo de la sociedad en bandos políticos, obliga-
dos por la ley de sus mutuas relaciones a mantener entre sí una guerra in-
cesante, en que gura aquélla como recurso a la par que como resguardo
y garantía. Los unos alteran las condiciones de las cosas para desviarlas
de su tendencia propia; los otros agrandan desmedidamente el tamaño
de los hombres a expensas de las instituciones; y todos despliegan un
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género de actividad que entrega la sociedad a la acción licenciosa de las
malas pasiones, sin más remedio posible que esas crisis violentas seme-
jantes a las enfermedades del cuerpo humano, de las cuales no se vuelve
a la vida, sino después de haber visto muy de cerca la muerte.
Y no hay que alucinarnos en galanos ni alegres pensamientos: se-
mejante estado de cosas subsistirá a despecho de todos los clamores,
de todas las reclamaciones y de todas las reformas posibles, mientras
no varíe esencialmente la causa que le ha dado nacimiento; porque
las débiles garantías que ofrece el régimen político conocido no im-
pedirán jamás completamente la transformación de las opiniones en
interés, ni tampoco que toda mayoría parlamentaria, cualesquiera que
sean su origen y sus principios, se coloque en las las ministeriales,
muchas veces sin independencia ni criterio.
¿Ni cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo sería posible impedir
la corrupción en los hombres, cuando se halla en la esencia misma de
las instituciones?
Por eso conservamos nosotros tenazmente el sentimiento de incre-
dulidad más profundo respecto de las promesas que se nos hacen en
nombre de no sabemos qué especie de legalidad, moralidad, tolerancia
y otras virtudes, perfectamente aplicables a la vida cristiana de los indi-
viduos, pero de todo punto imposibles en los gobiernos semejantes al
nuestro. Todos ellos han prometido la observancia de este fácil progra-
ma, y todos, cual más, cual menos, han sido ineles a él. Por ventura,
preguntamos nosotros, ¿han sido venales corrompidos, ineptos, cuan-
tos hombres han manejado en España los negocios públicos? ¿No ha
habido ninguno, absolutamente ninguno, dotado de ánimo recto, de
entendimiento perspicuo, de corazón generoso, de alma grande? In-
justo sería pensarlo y calumnioso decirlo. Hombres sabios, en virtudes
y prendas eminentes, ha visto el país al frente de su gobierno; puros
cuando a él subieron; puros cuando de él bajaron; puros hoy. Y sin
embargo, ni ellos, ni los a ellos semejantes, ni los diversos de ellos, han
sido ortodoxos en el culto del gobierno constitucional. Jamás lo serán,
añadimos nosotros, porque no pueden serlo.76
76 V. en El Siglo (2ª época) tratada más por extenso esta materia: número correspondiente al 21 de
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Mas ya concordes en el diagnóstico y pronóstico de la enfermedad,
¿por qué y cómo no estarlo también acerca de su tratamiento? Esto, nos
preguntarán acaso los secuaces de la doctrina que venimos examinando.
Nosotros respondemos desde luego que cuanto no se dirija a reformar
la base del edicio social restituyendo al país los verdaderos elementos de-
mocráticos del Común municipal y provincial, será tiempo perdido; será
echar remiendos en una mala tela que se rompe al zurcirla dejando más
visibles, para mayor oprobio de la indigencia, los postizos retales.
Sin vida municipal y provincial, añadimos, no hay ni puede haber es-
píritu de libertad; sin éste, costumbres públicas; sin costumbres públicas,
la opinión no es conciencia, sino mercancía; sin opinión, despedíos de la
responsabilidad moral; suprimid ésta, y no tendréis elecciones idóneas ni
genuinas; y, llegados a este término, llamad como os plazca al gobierno
representativo, que sólo será gobierno personal, arbitrario y despótico.
Y dicen ellos: las asambleas legislativas no son ni pueden ser la verda-
dera representación del país, aun dado que los forméis por medio del voto
universal; la mejor elección, pues, la más sincera, la más espontánea, la más
universal, a nada más conduce que a la usurpación de la soberanía. Mil
ejemplos lo prueban: algunos de ellos recientes y solemnes. Y de aquí que
los países de instituciones más democráticas jamás puedan ser democráti-
camente gobernados: la teoría concede al pueblo la facultad de regirse por
su propio criterio y voluntad: la práctica lo priva de ella. Soberano para
elegir sus mandatarios, constitúyase después en esclavo de éstos; y adiós
unidad en la gobernación; adiós verdad en la aplicación de las leyes; adiós
responsabilidad de los que las eludan o conculquen.
Contra semejante mal no cabe más remedio que el “veto” del pue-
blo; conviene a saber, no su acción formativa respecto de las leyes, sino
su acción aprobativa o reprobatoria respecto de las que a su sanción se
proponga. El pueblo no sabe legislar, no conoce a los hombres, no puede
emplearlos convenientemente en sazón, coyuntura y punto jos: legisle,
pues, por él, en su nombre y con su autoridad el gobierno; escoja éste a
los hombres; deles su colocación y uso propios; pero sea siempre con
condición de someter al comitente sus actos de delegado y mandatario.
febrero de este año, artículo de fondo del señor baralt.
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Así se verán indisolublemente unidas la monarquía y la nación:
el gobierno de uno y el gobierno de todos: lo que hay más jo y más
inalterable, con lo que más variable y móvil en la sociedad; conviene a
saber, la autocracia y la democracia.
¿No es axioma admitido por todas las escuelas que el orden provie-
ne de la “unidad en la multiplicidad”?77 Pues nuestro sistema es el úni-
co que lo realiza en la esfera política; porque la monarquía es unidad, y
multiplicidad la democracia: unidad y multiplicidad por excelencia.78
Traspasaría este libro los límites que se ha impuesto y tocaría su
carácter de mera explanación y comentario por el de tratado cientíco
de doctrina política, si entrase aquí a discutir los grados de valor teóri-
co y práctico que alcanza esta teoría; cuanto más que ya hemos dicho
de la que sustentamos lo bastante para hacer presentir a los lectores
ilustrados las objeciones que pudiéramos hacer a las contrarias o diver-
sas. Y más, que nos hallamos encerrados por las instituciones actuales
en un círculo estrechísimo que no queremos romper, y dentro del cual
hemos de movernos aplicando nuestros esfuerzos tan solo a acrecer el
radio generador sin violentar la periferia.
Mas, todavía vamos a concluir este ya largo, y plegue a Dios que no
enojoso escrito, manifestando en breves cláusulas nuestras opiniones
fundamentales; con lo que, resumida en pocas palabras la doctrina,
diremos de camino en lo que pecan, a nuestro ver, las ya enunciadas.
I.– El orden, decimos con un eminente y original pensador
de nuestros días, es la suprema condición de toda persistencia, de
todo desarrollo, de toda perfección; pero no hay orden sin serie,
sin simetría, sin división, distinción y diferencia: orden y similitud
77 Efectivamente Cousin y proudhon, es decir, el eclecticismo y el socialismo, admiten igualmente
este aforismo. V. el Curso de historia de la losofía del primero, y la obra del segundo titulada De la
creación del orden en la humanidad, “Definiciones”, en nota al párrafo I.
78 Véase La Reforma, periódico de Madrid, números del 13, 14 y 15 de junio del presente año; y más
particularmente un libro escrito en francés y publicado en París por don Calixto bernal, con el título
de La Democracia en el siglo XIX. Esta estimable obrita saca a plaza y discute una de las más importantes
cuestiones políticas de nuestro tiempo, a saber, la del origen y organización del poder público; y cual-
quiera que sea el juicio que se forme acerca del modo como la resuelve, merece ser leída con cuidado,
por abundar en observaciones ingeniosas y exactas. A este sistema se refiere, sobre poco más o menos,
el programa político recientemente propuesto por e. de girardin (Véase La Presse de 7 del actual).
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o identidad, son términos repugnantes, nociones que se excluyen.
II.– El orden es la unidad en la multiplicidad, enhorabuena; pero esto es
explicar la cosa, no denirla. ¿ué es lo que produce la unidad en la multi-
plicidad?: la serie, la simetría, la concordancia de los contrarios, la armonía.
III.– Pasando de las nociones abstractas a las nociones concretas
de la política y del orden social, ¿existe el orden en el uno o en la otra?
¿Existe la armonía? Ya hemos visto y demostrado que no.
IV.– El régimen antiguo fundaba el orden en una ley de inercia,
porque absorbía en un principio a todos los demás, siendo el principio
preponderante a la par causa y efecto, accidente y sustancia, todo y
parte. El régimen antiguo era el panteísmo político y la inmovilidad.
V.– El régimen actual funda el orden en una ley de discordia, por-
que divide la sociedad en dos campos enemigos, alternativamente ven-
cedores o vencidos, oprimidos u opresores, sacricadores o víctimas:
es el dualismo militante de dos principios absolutos y contrarios.
VI.– El régimen venidero aspira a fundar el orden en una ley de
armonía que haga en la sociedad, de todos “uno, y de uno “todos”: ré-
gimen de libre albedrío sin más sujeción que la que impone a la razón
activa y espontánea del hombre la ley moral derivada de la noción de
una inteligencia soberana; régimen espiritualista que arma la existen-
cia absoluta del bien y propone alcanzarlo caminando por la ancha vía
de la virtud y de la ciencia.
VII.– El régimen pasado era, pues, la unidad “sin” la multiplicidad.
El presente es la unidad “separada” de la multiplicidad.
El futuro será la unidad “en” la multiplicidad.
Absolutismo el primero; mesocracia el segundo; democracia el
tercero.
VIII.– Y siendo el orden “todo cuanto podemos saber acerca del
universo, por ser “la idea inscrita en la sustancia, mas no la sustancia
misma, ni sus causas;”79 después de saber en qué consiste, ¿cómo lo
obtendremos? ¿Cuál es la “serie” que debe producirlo?
79 proudhon, obra citada.
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IX.– Ya lo hemos demostrado: una serie cuyo primer término es el
hombre; cuyo último término es la humanidad: serie cuya “ley o razón
es la Igualdad, y que recorre “armoniosa y simétricamente” su tracto de
tiempo y espacio por los grados intermedios del municipio, de la provin-
cia, de la nacionalidad, de la raza y de la confederación universal.
X.– Aplicado este sistema, siquiera todavía imperfectamente, a la
Unión Americana, sentimos que, tal cual es, ofrece el último término
lógico del desarrollo político de la democracia moderna, sin que por
eso excluya nuevas combinaciones según las fases que revistan la civili-
zación y la cultura humana en el decurso de los tiempos.
XI.– Toda revolución tiene un n que alcanzar, y toda civilización
una idea que resolver; las revoluciones son los datos del problema, las
civilizaciones su fórmula. La fórmula de la civilización venidera es:
emancipación del proletariado”; fórmula social a la par que política,
y que contiene las dos fases necesarias de la democracia. Mucho hará
la civilización moderna si consigue, separando ambas fases, alcanzar el
término político, dejando para más adelante el término social.
No conocemos éste aún; pero el primero ha logrado una efectua-
ción cuasi perfecta en los Estados Unidos.
XII.– Por medio del gobierno representativo, es verdad; mas, dis-
puesto de manera que sin exageración puede decirse ser directos o
inmediatos el ejercicio de la soberanía nacional y la intervención indi-
vidual del pueblo en el gobierno del país.
XIII.– ¿Ofrece la lógica mejor combinación a los poderes públi-
cos? ¿Posee la ciencia una fórmula más perfecta de la democracia? Ya
hemos estudiado las que se proponen.
XIV.– La antinomia política consta de los dos términos: “gobier-
no de uno solo; gobierno de todos”: absolutismo y democracia.
El gobierno de uno es la tesis; el gobierno de todos es la antítesis.
Síntesis, pues, no puede haber con la preponderancia exclusiva de
uno de esos términos; tampoco con la yuxtaposición de ambos a dos,
ni menos con su sincretismo arbitrario.
Es falso, por lo tanto, el absolutismo; falsa la democracia pura; falso
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el sistema que hace dual de absolutismo y democracia el gobierno; falso
el moderantismo; falso, últimamente, el eclecticismo representativo.
Quid est veritas? Una lógica más elevada que el simple juego dialéc-
tico de Hobbes o de R, la lógica de la historia parece decidir
la cuestión a favor de la democracia norteamericana combinada, si se
quiere, en Europa, con la monarquía: combinación que creemos ase-
quible, “racional” y práctica.
XV.– De todos modos, los medios que para alcanzarlo propone-
mos están comprendidos dentro del círculo de las instituciones exis-
tentes.
M y julio 15 de 1849.
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HISTORIA DE LAS CORTES
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HistoRia de las coRtes
DE 1848 A 1849
POR D. RAFAEL MARÍA BARALT Y D. NEMESIO FERNÁNDEZ
CUESTA.
MADRID.
IMPRENTA DE LA CALLE DE S. VICENTE A CARGO DE D. CE-
LESTINO G. ÁLVAREZ.
18491*
El partido que con tal indiferencia mira la suerte del país pierde sus
derechos a la futura conanza de los electores.
(La Nación,m. 44, del domingo 17 de junio).
1 4° 100 pp. + 1 hoja. Anteport.–V. en bl.– Port.– V. en bl.– Texto, fechado el 14 de agos-
to de 1849. Índice.– Pág. en bl. De esta obra hay ejemplares (Madrid, Bibl. Nac., V. C°
2538-68) con la siguiente cubierta orlada: OBRAS POLÍTICAS, // ECONÓMICAS
Y SOCIALES. // POR D. RAFAEL MARÍA BARALT, Y D. NEMESIO FERNÁN-
DEZ CUESTA. // (Bigote). // HISTORIA DE LAS CORTES // DE // 1848 A 1849. //
(Filete). // Precio en venta 10 reales // (Filete). // MADRID. // IMPRENTA DE LA
CALLE DE S. VICENTE A CARGO DE D. CELESTINO G. ÁLVAREZ. // 1849.
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i
Estado general del país en la época de la apertura de las Cortes.
***
La legislatura que ha terminado en 14 de julio ofrece a los pueblos
instructivas lecciones que no deben perder; lecciones que se despren-
den de la organización de las diversas oposiciones y de la mayoría de
ambos cuerpos, no menos que del resultado de los trabajos legislativos.
Era costumbre en la época de nuestras antiguas Cortes presentarse los
vocales, terminado su cargo, ante el ayuntamiento de la ciudad que se
lo había conferido, para dar en sesión pública cuenta del uso que de
sus poderes habían hecho; y tal diputado hubo, que desde el salón de
ayuntamiento pasó en hombros de las turbas a la plaza del mercado
para ser ahorcado por los pies, sin que le valiesen los esfuerzos de sus
amigos ni los de aquellos que, sin aprobar su conducta, lamentaban y
procuraban evitar los excesos de la muchedumbre. Siempre vitupera-
remos nosotros semejantes excesos, y nunca aplaudiríamos las violen-
cias ni mucho menos la muerte, aun intentadas con nuestros más crue-
les enemigos; pero esto de que cada uno de los diputados, terminado
su encargo, diese cuenta de la manera con que lo había desempeñado,
no nos parece fuera de camino; y aun podría ser que tal hubiese que
en vez de recibir castigo recibiese premio; y de todos modos el castigo
debería reducirse a alejarlo para siempre de las urnas electorales, con lo
cual tenemos por seguro que pocos, muy pocos, de los actuales padres
de la patria volverían a sentarse en los bancos carmesíes.
Aquellos tiempos de cuentas ya pasaron; ahora nadie da cuentas,
o si se dan no son claras; y sólo podemos venir en conocimiento de
la conducta de cada diputado por sus votaciones, por sus discursos o
por el empleo que ha admitido. No dándose, pues, cuentas, es preciso
tomarlas; y en la imposibilidad de irlas tomando a cada uno de los
individuos del Congreso y del Senado, describiremos la historia de la
legislatura que ha concluido; así ajustaremos la cuenta por mayor, y
dejaremos a los electores ajustarla a la menuda como es de su deber
y su derecho, pues por el hilo de las votaciones sacarán el ovillo de
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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la conducta de cada cual y por el inventario de lo que era antes de su
diputación, comparado con lo que ha llegado a ser después, vendrán
en conocimiento de los quilates de su independencia y de los puntos
que calzan su desinterés y su patriotismo.
Mas toda historia, y una historia particular especialmente, tiene su
introducción, en la cual el historiador da cuenta de las circunstancias
que dominaban en el momento de empezar a vericarse los sucesos que
se ha propuesto describir: nuestra narración, pues, no debe carecer de
este requisito, tanto más necesario cuanto que sin él quedaría como un
cuerpo sin cabeza. Esta tarea de referir las circunstancias en que se halla-
ba el país en la época en que salió a luz el decreto de apertura de las últi-
mas Cortes, sería dicilísima en el momento presente, si hubiéramos de
pasar minuciosa revista a todos los actos del poder desde que en marzo
de 1848 se cerró la legislatura anterior; pero dejando semejante trabajo
para un tratado especial que tal vez con el tiempo demos a luz, nos con-
tentaremos con examinar en grueso y solamente en cuanto conduzca a
nuestro propósito, la situación de los negocios públicos en aquella épo-
ca; con lo cual nuestra tarea vendrá a ser sumamente fácil, limitándose a
recordar los hechos más culminantes, aquellos que todo el mundo sabe
y que por nadie pueden ser negados ni desmentidos.
En la legislatura anterior, las Cortes concedieron al Gobierno dos
facultades excepcionales: una para suspender en caso necesario las ga-
rantías consignadas en el artículo 7° de la Constitución actual; otra
para levantar un empréstito de 200 millones. El artículo 7° de la Cons-
titución dice que no puede ser detenido, ni preso, ni separado de su
domicilio ningún español, ni allanada su casa, sino en los casos y en la
forma que las leyes previenen. Las leyes prescriben que no pueda ser
preso ningún español a no ser sorprendido “in fraganti” o por auto de
juez competente: de modo que las Cortes, al suspender las garantías
de que habla el artículo 7° autorizaron al Gobierno para prender y
separar de su domicilio a cualquier español sin necesidad de que pre-
cediese auto de juez. Cuenta Cervantes en su novela La Gitanilla de
Madrid, que cuando don Juan de Cárcamo, enamorado de Preciosa,
se propuso hacerse gitano, y sus nuevos compañeros le impusieron en
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las obligaciones del ocio, él, como hombre honrado y de buena con-
dición, se resistía a hurtar, a lo cual el gitano viejo que lo aleccionaba
le dijo: “reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su
tiempo os sacaremos a volar y en parte donde no volváis sin presa: y
lo dicho, dicho, que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto. No
sabemos nosotros si el Gobierno se resistía al principio a prender y se-
parar de su domicilio a los ciudadanos, aunque nos inclinamos a creer
que no, por ser él quien propuso que se le autorizara para estas cosas;
pero es lo cierto que luego que comenzó, se daba tan buena maña,
que se lamía los dedos tras cada prisión; y se llegó a acionar tanto,
que traspasó los límites que en la autorización le estaban marcados. En
efecto, todos los hombres imparciales comprenderán que en la auto-
rización no se facultaba al Gobierno sino para suspender las garantías
del artículo 7°, y de ningún modo para suprimir toda clase de garan-
tías constitucionales, mucho menos para imponer penas sin ninguna
forma de proceso, y muchísimo menos aún para cometer y tolerar que
a su sombra cometiese la policía excesos de que no hay memoria en los
fastos de las arbitrariedades gubernativas.
Apenas ocurrieron los lamentables sucesos del 26 de marzo princi-
piose por aumentar la policía secreta, admitiendo en ella sin distinción
a todo el que se presentaba, y principalmente a los que en la época del
absolutismo, bajo el uniforme de voluntarios realistas, se habían distin-
guido en la noble tarea de apalear liberales. Los que en la última guerra
habían servido a las órdenes de C y B, no necesita-
ban más recomendación para ser aceptados como buenos servidores del
Gobierno en esto de vejar y oprimir a los sospechosos de liberalismo;
para el Gobierno parecía que todos los instrumentos eran buenos, todos
los hombres a propósito, todos los excesos, como dieran por resultado
la prisión de algún patriota, disculpables. De noche y de día, formando
corros en las plazuelas y circulando por las calles de la capital, veíanse
hombres de siniestro aspecto, de mirada torva, cubiertos generalmente
con capa y sombrero gacho, llevando en el cinto un par de pistolas, al
lado izquierdo un sable y en el brazo derecho un trabuco. Éstos eran los
individuos de la policía secreta, y éstos tenían o se tomaban carta blanca
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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para molestar, para prender y hasta para apalear al transeúnte que les
disgustaba, al ciudadano con quien querían ejercer alguna venganza, al
liberal contra quien se dirigían las órdenes y la saña del Gobierno, al
hombre pacíco a quien por medio de la intimidación era fácil estafar.
Esta policía era de distintas especies, o mejor dicho, era de una mis-
ma especie, pero estaba dividida en distintas “rondas”: el señor presi-
dente del Consejo de Ministros tenía la suya, a quien comunicaba sus
órdenes; el capitán general disponía de otra; otra obedecía al ministro
de la Gobernación; otra al jefe político; otras en n a personajes más o
menos importantes de la situación. Los que se interesaban por los po-
bres presos, para averiguar, no ya la causa de su desgracia, que ésta jamás
se supo por nadie, sino la autoridad que había decretado la prisión, eran
como Jesucristo enviados de la casa de Anás a la de Caifás y de ésta a la de
Poncio Pilatos, sin que en muchos casos pudieran ni adivinar siquiera de
dónde había partido la misteriosa orden. Y esto era muy natural, porque
llegados a la última casa, Poncio Pilatos solía lavarse las manos; y porque
muchas prisiones eran efectuadas sin autorización por individuos de
policía que suponían tener orden verbal para vericarlas.
Las prisiones se hacían de mil maneras: unos eran sorprendidos en
las calles o en los cafés; otros veían a media noche invadidas sus casas por
los agentes de Gobierno, sin poder adivinar cómo ni por dónde habían
penetrado hasta la puerta de sus habitaciones, teniendo seguridad de
hallarse cerrada la de la calle; otros eran llamados con un motivo cual-
quiera a casa del celador o comisario, y desde allí iban a las prisiones; y
hombre hubo, un dentista por cierto, que con todos los instrumentos
de su ocio fue encerrado en el Gobierno político, a donde le dijeron
que lo llevaban para que sacase una muela a S. E. Luego que las cárceles
se llenaban hasta el punto de no caber ya más presos en ellas, se hacía lo
que los diarios ministeriales llamaban con mucha gracia “una limpia, la
cual consistía en sacar atados codo con codo a los infelices presos y con-
ducirlos “en cuerda” a Cádiz o a Valencia, desde donde eran trasladados
unos a Filipinas, otros a La Habana, éstos a Chafarinas, estotros a Ceuta,
aquéllos a Canarias. Los que se salvaban de una cuerda solían quedar
para otra, y los que de todas lograban evadirse recibían su pasaporte
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para puntos distantes, donde no tenían conocimientos ni relaciones de
ninguna especie. Algunos, muy pocos, recibieron la libertad, ya por la
interposición de amigos poderosos, ya por empeños de otra clase.
Mientras esto sucedía en la capital de España, en las provincias, si bien
no en todas, se repetían escenas análogas; las autoridades desterraban a
éste, prendían a aquél, deportaban al otro: a ninguno empero o a muy
pocos solían formar causa y entregarlo al fallo de sus jueces naturales.
Semejantes medidas, y los desmanes, humillaciones y vejámenes con
que muchas de ellas iban acompañadas, tenían aterrado el país; nadie se
contemplaba seguro en su casa, aunque profesara las opiniones domi-
nantes, porque nadie creía estar al abrigo de los golpes de una vengan-
za particular, tanto más seguros cuanto con más encubierta mano eran
dirigidos. Solamente algunas personas notables del partido progresista
se paseaban incólumes por la capital, contra las cuales el Gobierno no
descargaba sus iras, porque le servían como sirven a los comerciantes al-
gunos artículos que ponen en los escaparates a las puertas de sus tiendas;
las personas de que tratamos servían al Gobierno como prueba de que
había en el país progresistas que no estaban sumidos en los calabozos:
pero si le hubieran pedido una partida de ellos, se habría visto en el caso
del comerciante que no tiene más géneros que los de “muestra.
Pero no eran sólo las prisiones, ni la inseguridad las que infundían
el terror en Madrid: el aparato imponente de fuerza que diariamente
se desplegaba, los medios de intimidación que se ponían en juego, las
furibundas declamaciones de los periódicos ministeriales producían
su efecto en los angustiados ánimos.
“Por lo que pueda interesar, decía en 19 de abril un periódico que
nada tenía de progresista, hemos sabido, no por conducto dudoso,
que en el caso de nueva alarma sólo se dará tregua a toda efusión de
sangre «por espacio de un cuarto de hora, pasado el cual a  
  se dará cuartel»”.
Esta noticia no debía coger de sorpresa al vecindario de Madrid,
porque pocos días antes, El Heraldo, órgano reconocido del Gabinete,
había dicho lo siguiente:
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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“En efecto, el gobierno no puede manifestar compasión con los
campeones de la insurrección más que una vez, a riesgo de abdicar
su fuerza moral y su prestigio. Si después de haber sido vencidos en
las calles y perdonados de la pena en que incurrieron se aventurasen a
desaar otra vez la fuerza de las autoridades, la tibieza en la represión
sería una indisculpable debilidad. Ningún gobierno puede consentir
en que la tranquilidad del país se encuentre a merced de un puñado de
forajidos dispuestos a salir con trabucos a las calles y a turbar el reposo
de la capital.
»Hacemos a los periódicos progresistas la justicia de creer que en
esta materia están de acuerdo con nosotros y con todos los hombres
de orden. Por consiguiente, si los anarquistas volviesen a las calles y a
las barricadas, cosa imposible, a nuestro modo de ver, pues que carecen
de armas, de dinero y de jefes «por humanidad y por política», por el
interés del mayor número «aconsejaríamos al Gobierno que les diese
un escarmiento   ; «la tropa está muy dispuesta a
hacerlo»: si se le vuelve a obligar a hacer uso de las armas en las calles,
no creemos que su principal ocupación será la de «coger prisioneros»;
creemos, al contrario, que «llevará a muy pocos ante el consejo de gue-
rra» y que despejado el campo por la prudencia y el patriotismo de los
leales habitantes de Madrid, todo el que salga con armas a la calle sufrirá
allí mismo la pena de su crimen. Lo repetimos: la lenidad es buena para
una vez; el que no entienda la lección que lleva consigo, a nadie más que
a sí mismo culpe de las consecuencias en todo caso dolorosas”.2
Podría creerse que éstas eran vanas amenazas, si los sucesos no hu-
bieran conrmado lo contrario, porque el 7 de mayo muchos pagaron
realmente “allí mismo” la pena de pasar por la calle en el momento
de la alarma. El Heraldo no se contentaba con estos consejos ni con
aplaudir los desmanes del Gobierno, como era de su ocio, sino que
prodigando a las víctimas los dictados de pillos, ladrones, asesinos y
otros de este jaez, excitaba a cada paso y en cuanto estaba de su parte
las iras del poder. El 7 de mayo empezó una serie de fusilamientos que
salpicó de sangre no sólo la capital, sino también muchas poblaciones
2 El Heraldo, núm. del 11 de abril de 1848.
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importantes; serie que principiando en Madrid, siguió por Barcelona
y La Coruña, pasó a las Provincias Vascongadas, al antiguo Reino de
Valencia y a la Mancha, y vino a terminar en enero al mismo punto de
partida, ya abiertas las Cortes; siendo lo más doloroso que no a todas
estas muertes precedieron las formas protectoras de la justicia, antes
bien muchas de ellas fueron hechas con circunstancias atroces, mere-
ciendo verdaderamente el nombre de asesinatos.
En semejantes circunstancias, y mientras el órgano ministerial se ceba-
ba con palabras de hiel en la reputación de los perseguidos, anunciaba que
sus las serían diezmadas, y clamaba “venganza” por la sangre de Fulgosio,
y se les ocurrió a varios amigos del Gobierno, si ya no al Gobierno mis-
mo, redactar una exposición felicitando al Gabinete por sus sangrientos
triunfos y ofreciéndole sus vidas y haciendas. La espontaneidad con que
sería rmada esta exposición lo pueden conjeturar los que consideren el
terror que las medidas del Gabinete habían infundido y los que recuerden
las palabras que al anunciarla estampó El Heraldo. Decía este periódico:
Ya sabemos que lo que es y a lo que aspira el que no rme exposición
semejante”. Lo cual equivalía a decir: “quien no felicite al Gobierno por lo
que ha hecho y no le dé gracias ni le ofrezca su vida y hacienda para seguir
la comenzada obra, es un conspirador digno de exterminio, y nosotros
procederemos en consecuencia. Sin embargo, el mismo Heraldo que así
se expresaba, decía en su número del día siguiente hablando de la célebre
exposición: “Téngase en cuenta que todo el mérito de esta lacónica a la par
que enérgica manifestación se «cifra en su espontaneidad». Y más abajo
añadía: «exposiciones se han hecho otras veces; pero siempre fue preciso
a nuestros adversarios políticos sonar las cien trompas de la fama para que
los seudopatriotas acudieran a poner sus rmas en las redacciones de los
periódicos». Lo que semejantes manifestaciones puedan signicar lo de-
jamos a la sensatez y buena fe de nuestros lectores. La voluntad cohibida,
bien por la fuerza, bien por el inujo del temor que suele inspirar la auda-
cia de los trastornadores, nada absolutamente signica; los que entonces
rman lo hacen tan contentos como el que cede la bolsa a las insinuacio-
nes del puñal que ve asestado a su pecho.3
3 Id., núm. del 9 de mayo.
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La famosa exposición de los moderados no aguardó, en efecto, las
rmas “en las redacciones de los periódicos”, sino que las salió a bus-
car, y después de haber recorrido las ocinas del gobierno en la capital,
se partió para las provincias, se multiplicó en innidad de ejemplares,
se difundió por los pueblos, y todo empleado estaba seguro de encon-
trársela algún día al ir a la ocina o al volver a su casa. Los lances y las
aventuras que corrió, podrían llenar un tomo no menos instructivo que
curioso. Ya un alcalde llamaba a Concejo, y sacando un pliego de papel
en blanco y dirigiéndose a la asamblea exclamaba: “El señor jefe político
ha mandado que se rme aquí, y el que no rme que se disponga para ir
a la capital de la provincia a dar cuenta de su conducta. Ya una autoridad
superior reunía a sus subordinados y les exponía su exigencia diciendo
que aquello era un acto espontáneo, que quien no quisiera rmar era
dueño de no hacerlo; pero que él como amigo y compañero aconsejaba
que se rmara, porque el rmar a nada comprometía, y el abstenerse po-
día comprometer; con lo cual aquellos que no querían perder su destino
cogían la pluma y estampaban su nombre.
Así y todo, la exposición no llegó a reunir sesenta mil rmas, des-
pués de haber recorrido todos los pueblos de España, contándose en
aquel número casi todos los empleados, las autoridades, la policía y al-
gunas personas de opiniones conocidamente hostiles al Gobierno, las
cuales por debilidad, por compromisos o por otras causas no pudieron
prescindir de prestar su rma a los que con tanta urgencia, y al parecer
tanta necesidad, la pedían.
Mientras esto sucedía, el Gobierno, tan acérrimo perseguidor de li-
berales, se mostraba por extremo generoso contra los que en la pasada
guerra habían combatido con las armas en la mano el trono de Isabel
II. Ya en 17 de abril había dado un decreto declarando comprendidos
en el convenio de Vergara a los generales, jefes y ociales que sirvieron
en las las de don Carlos y que, refugiados en el extranjero, no habían
querido hasta entonces reconocer la legitimidad de la Reina. El objeto
de esta medida bien claramente se deduce de las expresiones con que la
elogiaron los periódicos del ministerio. “Con esta determinación, decía
El Heraldo, será más sólido el antemural que deende el trono de Isabel
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II contra los embates de la revolución. El Gobierno, según se inere de
estas palabras, creía hallarse en la necesidad de forticar el antemural
que defendía el trono de Isabel II; y para que lo ayudasen en esta obra
llamaba a los que siempre se habían manifestado acérrimos enemigos
de aquel trono. A primera vista parece absurda y ridícula pretensión se-
mejante; pero elevando la mente a otras consideraciones, y recordando
lo que el Ministerio, por boca de sus órganos, dijo en aquel tiempo, se
vendrá en conocimiento de que la medida de que tratamos era el resulta-
do lógico del sistema de absolutismo bastardo que el partido moderado
ha pretendido siempre aclimatar en España; siendo al mismo tiempo
el primer paso ostensible de la reacción monárquico-absolutista que el
Gobierno trata de oponer a la acción revolucionaria. Por temor al par-
tido carlista, numeroso y potente entonces, se echó el poder en 1834 en
brazos de los liberales; por temor al espíritu liberal, que iba desarrollán-
dose más de lo que al Gobierno convenía, se prolongó la guerra civil;
el Gobierno, durante la guerra, tenía en la mano la balanza de los dos
partidos, y cuando veía que el uno de los platillos iba adquiriendo de-
masiado peso, acudía inmediatamente a restablecer el equilibrio; juego
en el cual estuvo muchas veces el trono de Isabel II a pique de perderse.
Por el mismo temor de que vamos hablando llamaba el Gobierno en
17 de abril a los carlistas, suponiéndolos, si no más afectos a Isabel II,
más adictos a las prerrogativas del trono que los liberales; por este te-
mor mismo ha seguido la reacción hasta donde la vemos en el día; y este
temor, si la revolución cobra fuerzas, hará a los moderados echarse, no
ya solamente en brazos de los carlistas, sino en brazos del emperador de
Rusia y de los cosacos. Pero entonces, ¿qué será del trono de Isabel II? El
sistema de balanza sólo puede sostenerse por poco tiempo; y en general,
todos los sistemas que no se fundan en la equidad y en la justicia; todos
los sistemas que tienen por base esa política mezquina y rastrera que se
llama habilidad diplomática, pero que no merece más nombre que el
de “política de triquiñuelas, sólo se sostienen hasta que son conocidos.
Como “antemural, también para “defender el trono de Isabel II de
los embates de la revolución” se entablaron negociaciones con los parti-
darios del conde de Montemolín, y aun con el conde mismo, si hemos
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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de dar crédito a voces muy autorizadas que corrieron por entonces, y
estas negociaciones tenían en lo general por base el reconocimiento de
los grados y distinciones adquiridos, peleando contra la libertad y ta-
lando y destruyendo nuestros campos y ciudades, con más la entrega de
ciertas sumas de dinero para que los convertidos mantuviesen con lujo
sus nuevos dictados entre los convidados al festín de la Situación. Por
este medio, hombres que en su vida aventurera se habían cubierto de
crímenes; hombres que habían sacricado inhumanamente multitud de
nuestros pobres soldados indefensos, vinieron a ostentar sus brillantes
uniformes y sus riquezas mal adquiridas a la cabeza de las tropas del Go-
bierno. ¡Estos hombres eran los que el Gobierno tomaba por auxiliares
para “defender el trono de Isabel II de los embates de la revolución”!
No se crea que exageramos: documentos ociales existen; Memo-
rias escritas de orden del Gobierno, o por lo menos con su expresa
aprobación, han visto la luz pública, en que se prueba hasta la eviden-
cia cuanto acabamos de decir.
A nes de abril del corriente año se imprimió en Barcelona un fo-
lleto, escrito de orden del capitán general de Cataluña por el coronel
de caballería don Leonardo de Santiago, cuyo folleto lleva por título:
Memoria de los sucesos vericados durante las negociaciones entabladas
con don Francisco Tristany, titulado coronel carlista, y proposiciones he-
chas por el mismo para la presentación de sus tres hermanos y fuerza a
sus órdenes, sometiéndose al Gobierno de S. M., entre las cuales se oecía
por su parte la entrega en clase de prisionero del titulado general carlista
don Ramón Cabrera; acompañada de los documentos ociales que han
mediado en este asunto. En esta Memoria empieza el coronel Santiago
reriendo, que un don Vicente Gibergas había procurado en Francia
domesticar a los Tristany sin haber logrado conseguirlo, “porque, aña-
de, la hiena no se domestica. En seguida da una idea del carácter de los
Tristany en estas enérgicas palabras:
“Hemos creído de todo punto necesario hacer el relato que ante-
cede para que España y la Europa entera conozcan a fondo el instinto
feroz de esa raza execrable; de esos hombres que llevan un nombre que
pasará a la posteridad abrumado por las maldiciones de toda una gene-
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ración; de esos hombres, en n, que es preciso exterminar para que de
ellos no quede, si fuere posible, «ni recuerdo de que hayan existido»,
borrando sus nombres del libro de los nacidos como ominosa memo-
ria de un ensueño poblado de ensangrentadas visiones.
Estas palabras de una persona tan competente como el coronel
Santiago, de una persona nada sospechosa de hostilidad al Gobierno,
muestran cuán poco reparo tenía éste en entablar negociaciones con
toda clase de gente, y con cuánta ligereza ofrecía grandes empleos y
grandes sumas de dinero a sujetos cuyos nombres, según la expresión
de su comisionado, “debían borrarse del libro de los nacidos.
Pero pasemos adelante y oigamos la relación de la entrevista pa-
tética que tuvo el coronel Santiago con uno de estos seres execrables.
Dejemos hablar al autor en su lenguaje poético y entusiasta:
“El sol, dice, rayaba en su ocaso y los sombríos tintes de la noche
daban a los objetos que nos rodeaban ese color indenible, al través
del cual confusamente se distinguen, cuando reconocimos a unos cien
pasos del sitio que ocupábamos la fuerza enemiga que por compañías
cerraba a nuestro frente una imponente masa. Don Roque Ferrés, que
con don Vicente Gibergas se había adelantado para recibir y acompa-
ñar a Francisco Tristany, salió a mi encuentro para advertirme la lle-
gada de éste. Pocos instantes después estaba Tristany en mis brazos, y
el comandante Comes rodeado de unos diez y seis forajidos, a quienes
procuró distraer mientras duró la entrevista.
»Francisco Tristany, con un lenguaje que revelaba la más íntima
convicción, y en el que por más que quise no pude entrever falsía, me ex-
presó la resolución que tanto él como sus tres hermanos habían formado
de someterse a S. M. la Reina, abandonando la senda extraviada a que
desde su juventud, por sugestiones de su tío, se lanzaran, y que pesando
sobre ellos la imputación del crimen que llevó al suplicio al infortunado
Abella,4 por sincerarse de ella harían caer en manos de nuestras tropas a
4 El barón de Abella, poco tiempo antes, había entablado negociaciones con los Tristany, los cuales lo
entregaron a Cabrera, que lo hizo fusilar. Este funesto resultado, ya que no los principios eternos de
alta moral, debería haber retraído al Gobierno de su empeño de obtener por medio de la corrup-
ción lo que sólo debía fiarse a la buena política, y en último resultado, a la suerte de las armas.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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su general Cabrera, único responsable ante Dios y los hombres de aquel
inaudito asesinato. Yo le insté para que en el acto efectuase su sumisión
con las fuerzas que a la vista teníamos, pero objetó que de vericarlo
aisladamente comprometía a sus tres hermanos, a quienes en su despe-
cho sacricaría Cabrera, y no insistí más. Hízome las proposiciones que
verán mis lectores en el documento número 2 para que las presentase
a la consideración del Excmo. señor General en jefe, y antes de despe-
dirnos, queriendo poner sello a la buena fe de aquel acto, le propuse re-
sucitásemos la costumbre de los antiguos caballeros, que en parecidos
casos se entregaban mutuamente una prenda, monumento vivo que les
recordaba su palabra empeñada y sobre la cual juraban antes morir que
claudicar. Tristany acogió con entusiasmo mi proposición, y después de
cambiados nuestros relojes, y de haberme puesto en la cabeza su boina,
regalo que dijo ser de su rey, llevándose la mía,5 «nos abrazamos con
la efusión de dos hermanos, y nos separamos, de mí puedo decir, lleno
de emoción y con lágrimas en los ojos». Eran las ocho: a las nueve me
hallaba de regreso en la Bruch, etc..
Veamos ahora a qué se reduce el documento número 2, que el coro-
nel Santiago cita. Es este documento un acta de la entrevista anterior.
“El objeto de la entrevista, dice, fue la proposición por parte del coronel
Tristany para prestar juramento de delidad a la reina N. S. doña Isabel
II, en unión de sus tres hermanos y de los seis batallones que están a
sus órdenes. Las condiciones propuestas por el citado coronel son las
siguientes: 1ª. Reconocimiento de grados y honores de jefes y ociales.
2ª. Una suma de doscientos mil reales vellón, para distribuir el día antes
del convenio a los referidos batallones. Por su parte como por la de sus
hermanos se comprometen a entregar al general Cabrera prisionero.
Al pie de este documento están, digámoslo así, las raticaciones de
ambas partes. La del capitán general de Cataluña dice textualmente:
“Barcelona 4 de abril de 1849. Estoy conforme con estas condicio-
nes, y las apruebo en uso de la autorización que me ha dispensado el
Excmo. señor general en jefe y capitán general de este ejército y prin-
5 El cambio de los relojes y las boinas nos recuerda aquel pasaje de Gil Blas, en que éste cambió
una sortija de gran valor por otra de ninguno que le dio la supuesta hermana de doña Mencía,
diciéndole que era regalo de su tío el gobernador de Filipinas.
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cipado, marqués del Duero; y garantizo su cumplimiento. El general
segundo cabo, Ramón de la Rocha. Hay un sello.
La raticación del tratado por los Tristany contiene además el re-
cibo de los doscientos mil reales estipulados. Dice así: “Conformes
en un todo con las condiciones presentadas por el señor coronel don
Leonardo de Santiago al Excmo. señor capitán general de Cataluña a
nombre nuestro, “aceptamos en un todo las Proposiciones, y asegura-
mos cumplirlas religiosamente como caballeros, habiendo recibido al
mismo tiempo la cantidad de doscientos mil reales vellón en oro para
distribuirlos a los seis batallones de nuestro mando el día antes del
convenio, que tendrá lugar antes del día 14 de abril con acuerdo del
expresado coronel Santiago. El Brigadier Rafael Tristany, El Coronel
Francisco Tristany. El Teniente Coronel Ramón Tristany”.
Hízose, pues, un convenio formal con estos jefes carlistas, y por
parte del Gobierno se cumplieron las condiciones estipuladas. Hubo
más: en el curso de las negociaciones Tristany pidió otros cien mil rea-
les sobre los doscientos mil que había recibido, y los cien mil reales le
fueron entregados. “Me proporcioné, dice el coronel Santiago, cien
mil reales que necesitaba para el completo de los trecientos mil que
Tristany me pedía...” Y en otro lugar de su Memoria: “A las dos salió de
Calaf don Vicente Gibergas llevando los cien mil reales que además de
los doscientos mil me había Tristany suplicado le remitiese...” Pero aún
hubo más: según reere el coronel Santiago, en otra entrevista le rogó
Tristany “que le tuviese preparados en Igualada sombreros y galones,
pues careciendo de estos distintivos, y no siendo sus trajes muy decen-
tes, querían vestir de uniforme a su entrada en aquella villa. Y según
cartas del país los agentes del Gobierno fueron tan complacientes, que
dieron órdenes para llevar a los Tristany hasta uniformes.
Cuando todo esto, según documentos ociales, se hizo con “perso-
nas cuyos nombres pasarán a la posteridad abrumados por las maldicio-
nes de toda una generación, ¿qué no se haría con otros, si bien delin-
cuentes, menos merecedores de un anatema de esta especie? Lícito es
suponer que ha habido con los demás tratados más o menos expresos,
pero análogos al celebrado con los Tristany, aunque su existencia no haya
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sido revelada al público sino por sus resultados. Tampoco sabríamos las
condiciones del contrato con los Tristany si éstos hubieran cumplido lo
que prometieron, y entonces los hombres que tantos crímenes habían
cometido, esos hombres “execrables, dignos de ser borrados del libro de
los vivientes, habrían sido proclamados por los órganos del Gobierno
como leales y cumplidos caballeros, amantes del Trono, enemigos de
trastornos, tipos perfectos de hidalguía y heroísmo.
¿Y qué diremos de la poca aprensión del Gobierno en apelar al so-
borno y a la corrupción para conseguir los resultados que apetece, por
más buenos y legítimos que quiera presentar esos resultados? El que
siembra inmoralidad no puede recoger sino abundante cosecha de crí-
menes. Los Tristany sometidos al Gobierno hubieran sido tan bandidos
y forajidos como pudieran ser antes, y el nuevo crimen que el Gobier-
no les pagó (porque crimen es y será siempre vender a su general) en
nada habría disminuido la fealdad de los anteriores. ¿Con qué autoridad
quiere el Gobierno reprimir a los malos, si trata con ellos de igual a igual
y los premia cuando así conviene a sus nes? Cuando un Gobierno se
humilla hasta este punto, su descrédito es seguro, y no tiene más autori-
dad para castigar que la que le da la fuerza bruta. Un hombre roba cien
reales y los tribunales le condenan a presidio por dos años; un jefe de
bandoleros saquea cien pueblos proclamando un principio cualquiera,
y el Gobierno le reconoce los grados que a sí mismo se dio y le regala su-
mas considerables. El que sin atender a las leyes de la moralidad tratase
de educar a su hijo de modo que tuviera medios de subsistir, le diría al
ver la conducta del Gobierno: Hijo mío, si te inclinas al robo, no robes
jamás cortas cantidades, a escondidas y escapando después de robadas;
hazte capitán de bandidos, saquea y asesina; y luego que te hayas hecho
temible, trata con el Gobierno y retírate a disfrutar lo que te dé junto
con lo que hayas robado. Y si sobre todo, sobre el actual gobierno, sobre
los sistemas, sobre las teorías y sobre las sociedades no estuviesen las no-
ciones de justicia y de virtud impresas por Dios en nuestro corazón, la
lógica de este padre sería decisiva, incontestable.
Si en España y bajo el partido dominante se dieran cuentas, sería
curioso ver en las de 1849 una partida que forzosamente tendría que
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decir así: Item trescientos mil reales entregados con autorización del
Gobierno por el coronel don Leonardo de Santiago al de igual clase
don Francisco Tristany en cambio de varias promesas, tres abrazos, un
reloj de plata y una boina.
Hemos entrado en este episodio, que verdaderamente es posterior
a la época que vamos examinando, para demostrar lo que al principio
sentamos, a saber; que el Gobierno, al paso que perseguía de muerte a
los liberales, entraba en negociaciones con los jefes carlistas más des-
acreditados, aun entre los suyos, cuyas negociaciones tenían por base
el reconocimiento de los grados y distinciones y ciertas cantidades de
dinero. Demostrado esto, diremos que el Gobierno, satisfecho de los
frutos que le había dado semejante sistema en los puntos donde lo ha-
bía puesto en práctica, trató de aplicarlo en grande escala en Cataluña,
donde a la sazón ardía con furor la guerra civil, y donde a vueltas del
chasco que acabamos de referir no dejó de conseguir por el momento
algunos de los resultados que se proponía.
Tal era el estado general del país al darse el decreto de convocatoria
a Cortes: los individuos del partido liberal perseguidos, presos, emi-
grados, desterrados, dispersos; los absolutistas que combatían el trono
de Isabel II mimados y premiados; las clases que dependen del erario
en la escasez; agobiados los pueblos con una nueva contribución lla-
mada “donativo” de cien millones de reales; y los ministros adornados
de nuevos títulos, cintas y oropeles. El Gobierno, creyendo con estas
medidas haber forticado el antemural del Trono contra los embates
de la revolución, convocó las Cortes.
ii
Situación particular de cada partido en la misma época.
***
Descrita la situación general del país, conviene describir la situación
particular de cada partido de los que iban a entrar en liza en la arena,
más o menos libre, del debate. La del partido moderado era por extremo
complicada y confusa. Es fama y voz común que cuando el Gabinete
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Narváez se entregaba en abril, mayo y junio a los atropellos y violencias
de que hemos hablado en el capítulo anterior, el señor Mon y el señor
Pidal, que entonces no eran ministros, lamentaban en sus conversacio-
nes particulares tamaños excesos y condenaban altamente la política
del Ministerio. Esta voz común ha sido conrmada con reticencias más
o menos inteligibles, con expresiones más o menos explícitas por los
señores González Brabo y Ríos Rosas en los pocos discursos que han
pronunciado en la actual legislatura. Por consiguiente, debe tenerse por
cierta y verdadera, tanto más cuanto que directamente no ha habido
quien la desmienta. Los señores Mon y Pidal eran, pues, el centro a don-
de volvían sus ojos los individuos de la mayoría, unos porque opinaban
también como ellos que el Gobierno corría desbocado a un precipicio;
otros, porque se imaginaban poder respirar en la atmósfera de estos dos
señores más a sus anchas que en la del general Narváez; cuales, porque
en sus cálculos para lo futuro veían al hombre de Ardoz reemplazado
en el Poder por los dos cuñados. Contaban éstos además con una fa-
lange de eles adictos, nombrados diputados en la época de su mando,
y que les debían los destinos que ocupaban; y contaban sobre todo con
relaciones e inuencia de un género extraparlamentario, más no por eso
menos poderosas que las parlamentarias. El señor González Brabo, de
quien no se puede dudar que tiene actividad, talento y audacia, no obs-
tante que en nuestro sentir carece de otras cualidades más importantes,
era de los descontentos. Desde su célebre Maniesto en que hizo renun-
cia de la Embajada de Lisboa, alegando por causa la jeza incontrastable
de sus principios políticos, se susurraba ya que no merecía la conanza
del general Narváez; después, rivalidades de intereses, cosas, en n, que
si bien tienen un aspecto político pueden rozarse con la vida privada, y
que por tanto no son de nuestra competencia, diz que levantaron una
barrera mayor o menor, pero bastante considerable, entre ambos per-
sonajes, los cuales en el concepto de la generalidad se “odiaban cordial-
mente”. Puede haber en estos hechos alguna exageración; y aun nos in-
clinamos a creer que la hab, si atendemos a que el general Narváez y el
señor González Brabo tienen motivos para estarse mutuamente agrade-
cidos: el primero no habría sido tal vez ministro ni habría logrado otros
muchos emolumentos ni preeminencias a no ser por el segundo; y el
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segundo es probable que no gozase de la alta posición que ahora ocupa
a no ser por el primero. Pero de todos modos, el hecho cierto y positivo
es que el señor González Brabo estaba en oposición con el Gabinete
Narváez, y como los que tienen unos mismos principios y tienden a un
mismo n suelen concertarse y abrirse mutuamente sus pechos, ya por
medios indirectos, cual se hace entre gente que se jacta de poseer cierta
diplomacia, ya por medios directos y abiertos, según hacen los que no
temen ni deben, así parece que había cierto convenio tácito, ciertos hi-
los misteriosos por medio de los cuales se combinaba la oposición fran-
ca y decidida del señor González Brabo con la oposición meticulosa y
vacilante de los señores Mon y Pidal.
Llegó a conocer el juego el general Narváez y se propuso disolver las
Cortes; pero no debiendo tener por otro lado demasiado bien guardadas
las entradas y salidas, digámoslo así, de las inuencias extraparlamentarias,
creyó prudente promover una avenencia, y propuso al señor Pidal la car-
tera de Estado, ofreciendo para el señor Mon la embajada de Viena. El se-
ñor Pidal se resistió a aceptar al principio; pero habiéndole puesto delante
consideraciones que sin duda debían ser las del bien del país en general y
las de su bando en particular, se resolvió por n a sentarse en el lecho de
espinas, donde antes de mucho tiempo hizo un lugar al señor Mon. Díce-
se que su única exigencia fue que no se disolvieran las Cortes, cosa que ya
en sus altos juicios tenía decretada el Atlas de la Situación.
uedaron, pues, rotos los hilos que unían al señor González Brabo
y sus amigos con los señores Mon y Pidal; y hallándose el Gobierno con
las manos en la masa en esto de enviar gente a Filipinas, aprovechó la
ocasión para que el señor González Brabo fuese “pasado por agua”; lo
cual prueba cuán lejos estaba de querer pasarlo por las armas como al-
gunos se temían. Pero no llegó el caso de embarcarlo, porque en Cádiz
recibió pasaporte para Francia; y como a Francia se puede ir por muchas
partes, determinó pasar por Madrid; y de Madrid lo hicieron marchar
vía recta a su destino. En torno suyo, se agruparon entonces unos cuan-
tos diputados y se formó una oposición que prometía grandes cosas.
Entretanto la falange de los señores Mon y Pidal esperaba que una
mañana había de amanecer el primero de estos señores hecho presi-
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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dente del Consejo de Ministros, cuyo fausto suceso creía bastante a re-
conciliar todos los ánimos, aun los más empedernidos, con excepción
sin embargo, de los pocos que pertenecían a la parcialidad del general
Narváez y que provenían de las elecciones confeccionadas bajo la di-
rección del señor Sartorius.
El antiguo partido puritano, que en otra época llegó a gobernar y
aun a obtener mayoría en estas mismas Cortes, por las vicisitudes de
los tiempos había terminado en punta como pirámide; es decir, que
asentándose antes sobre la ancha base de una numerosa mayoría, esta-
ba a la sazón reducido a un solo individuo: al señor Benavides.
Esto en cuanto al Congreso de Diputados. Por lo que toca al Sena-
do, no estaba menos dividido el partido dominante. Hablábase de una
oposición dirigida por el Marqués de Viluma, y contábanse cosas estu-
pendas sobre la que se proponía hacer al Gabinete el general O’Donnell,
recién llegado de la isla de Cuba, y en quien algunos tenían puesta la
mira para reemplazar al “hombre necesario” de la Situación. Decíase
también que el Marqués de Miraores revelaría los motivos de su despe-
dida de Palacio; y cuando se vio que este señor era nombrado presidente
de la Cámara vitalicia, la caída próxima del Gabinete Narváez fue por
muchos pronosticada y en altas voces proclamada.
El partido progresista estaba diezmado por las persecuciones; mu-
chos de sus principales caudillos se hallaban emigrados; pero presen-
taba, sin embargo, una masa de treinta individuos, poco más o menos,
en el Congreso, y de una docena de ellos en el Senado.
Cualquiera que fuese el éxito de los debates que iban a inaugurar-
se, todos esperaban que el Gobierno recibiría en ellos fuertes ataques y
amargas censuras. El partido progresista tenía que pedirle estrechísima
cuenta de todos los atropellamientos, violencias, ilegalidades y desafue-
ros que había cometido con sus individuos; estaba en la obligación de
levantar enérgicamente la voz para condenar altamente su conducta; se
hallaba en el deber de hacerle una guerra sin descanso y sin tregua, de
reclamar la inmediata vuelta al régimen legal, y de proponer contra el
Ministerio del modo más formal y solemne un voto de reprobación ex-
plícito y terminante. Y como esto debía hacer, esto esperaba que hiciera,
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así sus amigos como sus adversarios. En cuanto a los moderados disiden-
tes de las distintas fracciones, también se daba por cierto que aprovecha-
rían la ocasión de mostrar con su oposición constante y decidida el odio
a la arbitrariedad, de que en sus conversaciones hacían público alarde.
Todos, pues, esperaban con ansia el día de la apertura de las Cortes;
y lo esperaban con tanto mayor anhelo, cuanto que según la ley en aquel
día debía cesar completamente la autorización tremenda de que estaba
revestido el Gobierno y de que no había dejado de usar hasta entonces.
Al acercarse ese día por todos anhelado, se celebraron dos reunio-
nes políticas preparatorias, de las cuales debemos hablar, una por los
moderados, otra por los progresistas. De ambas surgió un nuevo frac-
cionamiento que en la primera se manifestó desde luego, y en la segun-
da no se hizo ostensible sino más tarde. Reuniéronse los moderados en
el “Salón de Minas, a n de determinar el candidato a quien habían
de dar sus votos para la presidencia del Congreso. El Ministerio por
lo visto no había pronunciado aún su oráculo, de manera que pocos
sabían cuál de los dos señores, Ríos Rosas y Seijas Lozano, aquél, an-
tiguo amigo cormante, coopositor y presunto copartícipe de los se-
ñores Mon y Pidal; éste, materia dúctil y dispuesta para sacar airoso
a cualquier Gobierno de las situaciones más difíciles, sería el elegido
por los Sumos Sacerdotes de la orden. Es probable que sobre este pun-
to hubiera discusión en las altas regiones: su resultado, empero, no
se sabía en el “Salón de Minas”, cuyos concurrentes se hallaban en la
situación del que, teniendo dos naipes que le gustan y siendo mano en
el juego, se ve en la necesidad de descartarse del uno; tal vez del que en
la última baza le ha de hacer más falta. Llegó a la sazón el señor minis-
tro de Hacienda, y llegó también un diputado de los de su bando, el
cual, sin duda porque así lo tenía por cierto, hizo correr la voz de que
el señor Ríos Rosas era al n el candidato ministerial, ya que el señor
Seijas, por haber aceptado una de las innumerables gracias que entre
sus adictos había repartido el Gobierno, debía quedar en breve sujeto
a reelección. Todos respiraron como si un grave peso se les hubiera
quitado de encima, y al procederse a la votación del candidato todos
nombraron al señor Ríos Rosas. Pero, ¡oh fatalidad! El señor Ríos Ro-
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sas no era el escogido. El señor Mon se levantó, y entre varios elogios
que hizo del personaje a quien la mayoría acababa de honrar con sus
votos, y entre mil ponderaciones de las amarguras porque pasaba un
ministro en su situación y de los sacricios que hacía por su partido,
anunció que el Gobierno había puesto los ojos para la silla presiden-
cial en el señor Seijas Lozano. ¿Cómo ha sido esto?, ¿por qué no se nos
ha dicho?, exclamaron a una voz los que acababan de votar por el se-
ñor Ríos Rosas. A estas preguntas no hubo contestación satisfactoria,
y la reunión se disolvió, formándose desde aquel momento una nueva
oposición, de la cual el señor Ríos Rosas se constituyó jefe.
Los progresistas se reunieron en corto número en casa del señor La-
serna, y después de haberse saludado fraternalmente y haber fumado un
cigarro, convinieron en nombrar para presidente al señor San Miguel, y
en caso de segunda votación, dar sus votos al candidato de la oposición
moderada. No se manifestó en aquella reunión, como dijo El Popular y
repitieron los demás periódicos moderados, la división de los progresistas,
ni hubo lugar a que se manifestase, por cuanto de nada se trató sino de lo
que acabamos de referir. Sin embargo, la división existía y venía ya de muy
antiguo. Desde que en 1847 se reunieron en el Congreso los representantes
del partido progresista, se hallaron divididos en dos fracciones distintas, si
bien entonces no completamente caracterizadas: una del antiguo partido,
con el mismo sistema, con el propósito de seguir el mismo rumbo, sin ha-
ber aprendido ni olvidado nada; otra la de los hombres nuevos, animados
del espíritu democrático de nuestro tiempo, deseosos de dar al partido una
síntesis común a sus principios, elevación a sus miras y un n claro e incon-
testable a sus esfuerzos. A poco de concluida aquella legislatura, sobrevino
la disolución del Gabinete Pacheco; entonces el Palacio manifestó un vivo
deseo de constituir un ministerio progresista, y lo hubiera constituido, a no
ser por la división que ya existía entre las notabilidades del partido. Pero no
bien se presentó la probabilidad de recobrar el poder perdido, se formaron
tantas combinaciones ministeriales, todas rivales, todas opuestas entre sí,
todas con miras exclusivas, que la inuencia dominante llegó a desesperar
de conseguir nada bueno y abandonó su resolución. Los periódicos de
aquel tiempo reeren sobre esta división una anécdota que parece vero-
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símil, y que aun siendo falsa, maniesta la poca conformidad de opinio-
nes que habría entre unos hombres a quienes se podía atribuir semejante
diálogo: “Sí, yo soy ministro; ¿qué quiere Ud.?”, diz que preguntó uno de
estos personajes a otro. “El pasaporte”, contestó el personaje interrogado.
Sea verdadera o falsa esta anécdota, lo indudable y averiguado es que el mi-
nisterio Goyena se formó porque no fue posible reunir una administración
progresista que ofreciese garantías de estabilidad por el asentimiento de los
no elegidos, ya que era imposible que todos fuesen ministros.
Así las cosas, comenzó la legislatura de 1847 a 1848, y en la pri-
mera reunión de la minoría, uno de los concurrentes se lamentó en
sentidas frases de la desunión que reinaba entre los miembros de la
izquierda, donde no se advertía ya aquella estrecha cordialidad de
que en otras ocasiones habían dado pruebas. “¿ué ha pasado, decía
el buen señor, desde el año anterior acá, para un cambio tan extra-
ño como inexplicable? “Sepamos, exclamó otro, si somos un partido
o una colección de individualidades. Por resultado de esta sesión se
nombró una comisión compuesta de los señores Gómez Becerra, Cor-
tina, Olózaga y otros para que propusiese un plan de reorganización
del partido progresista, conforme con los principios que éste había
sustentado siempre. A los pocos días, en nueva reunión, presentó esta
comisión como dictamen una serie de vagas generalidades acerca de la
conducta que debía observarse en la discusión del Mensaje, y en vano
algunos diputados reclamaron más; nada más pudo recabarse de ella.
Faltó desde entonces todo concierto y armonía entre los diputados
progresistas, de tal suerte que hasta en las votaciones y en los discur-
sos se echaban de ver las contradicciones más chocantes entre unos
y otros. La revolución francesa de febrero vino a poner el colmo a la
confusión y al desorden, hasta el punto, según se nos ha asegurado, de
no ser posible obtener que la minoría se reuniese a n de acordar las
enmiendas que se debían proponer al proyecto de autorización que
presentó el Gobierno para suspender las garantías individuales. Lo
que es evidente y por nadie puede ponerse en duda, porque todos lo
hemos visto y corre además impreso en documentos ociales, es que
interpelados nominalmente en el Congreso por el señor Pidal varios
diputados progresistas para que dijeran si opinaban unos como otros
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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en la cuestión del sufragio universal, en la de Milicia Nacional y en
otras no menos importantes, nadie se atrevió a sostener que hubiese
perfecta conformidad de pareceres, antes por el contrario cada uno de
por sí, cuando le tocó hablar sobre estas materias, formuló una opi-
nión distinta. Esto nos basta para probar que la división existía antes
que la cuestión de los programas viniera a hacerla patente.
Aquí es preciso detenernos un momento para hacer justicia a los
representantes del partido progresista, y decir que sus divisiones tie-
nen, en general, el noble origen de los principios, y no la miserable
satisfacción de goces personales y de miras ambiciosas. Esto no era po-
sible dejar de reconocerlo y consignarlo aquí, cuando lo ha reconocido
y consignado un periódico moderado independiente.
Y ahora prosigamos.
Abierta la última legislatura, en la segunda reunión celebrada en casa
del señor Mendizábal se reprodujo por los diputados demócratas una pro-
posición que ya en anteriores legislaturas habían presentado, reducida a
que se jaran y redactaran en forma de declaración al pueblo los princi-
pios políticos, administrativos y económicos que sirven de base al parti-
do progresista español. Esta proposición fue aprobada por unanimidad,
suprimiéndose las palabras en “forma de declaración al pueblo, porque
según dijo el señor Cortina, la mayoría de la reunión creyó que la tribu-
na era bastante para anunciar tales principios a sus conciudadanos. Fácil
es comprender que no obstante la unanimidad con que se aceptó la pro-
posición, suprimidas aquellas palabras y anunciándose que bastaban las
declaraciones de tribuna, toda idea de redactar y publicar por medio de
la prensa maniestos ni declaraciones había quedado desechada. Sin em-
bargo, se empeñó el debate para “jar” los principios; y el señor Cortina
diz que propuso jarlos del modo siguiente: primer principio, que no so-
mos” socialistas; segundo principio, que “no somos” republicanos; tercer
principio, que “no somos” revolucionarios; cuarto principio, que “no con-
traemos” alianza con los carlistas. Esta extraña manera de jar principios
dejó aturdidos a los autores de la proposición, los cuales conviniendo en lo
que el partido progresista “no era, habían pedido y deseaban que se dijese
“lo que era”; mas no fue posible sacar la discusión de estas generalidades
negativas; y aburridos los diputados demócratas retiraron su propuesta.
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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El partido progresista se presentó, pues, en el Congreso al principiar
la legislatura, si unido y compacto al parecer, en realidad trabajado por
una división ya antigua, y que en breve debía dejar de ser latente para ser
pública y maniesta; y el partido moderado, no más feliz, apareció divi-
dido en cinco fracciones, a saber: ministeriales a las órdenes del general
Narváez, ministeriales bajo la dirección y disciplina de los señores Mon y
Pidal, oposición del señor González Brabo, oposición del señor Ríos Ro-
sas y oposición puritana, representada única y exclusivamente por el señor
Benavides. Luego diremos lo que fue de todas estas oposiciones diversas.
iii
Cuestiones políticas en cuya discusión se han ocupado las Cortes. Mensaje.
Interpelación del señor Gómez Cañero. Ídem del señor Madoz. Decretos
sobre quintas. Pregunta sencilla del señor Borrego. Proposición del señor
Marqués de Orgaz. Ídem del señor Polo. Interpelación del señor Córdo-
ba. Dictamen sobre publicación de nombramientos de empleados. Otra
proposición del Señor Polo. Ídem del señor Sánchez Silva. Ídem del señor
Rey. Proyecto de ley sobre nombramiento de empleados de Gobernación.
Ídem sobre autorización para el arreglo del clero. Proposición de la extre-
ma izquierda sobre los asuntos de Roma. Ídem del señor Egaña para dar
un voto de confianza al Gobierno. Tercera proposición del señor Polo.
***
Para proceder con método trataremos primero de las cuestiones
políticas que se han suscitado en las Cortes cuya historia vamos exami-
nando; después hablaremos de las cuestiones económicas; en seguida
de las administrativas; y por último, diremos las transformaciones y
vicisitudes por que han pasado los partidos en el curso de los debates
y los resultados que ha obtenido el país de los últimos trabajos legis-
lativos.
Y pasando a tratar el primer punto, y entrando en materia sin más
preámbulos, desde luego notaremos la fuerza imponente con que se
presentó el Gabinete en la primera cuestión en que se pusieron a prue-
ba los recursos de los partidos.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Ya hemos dicho lo que pasó en el “Salón de Minas” y cómo la ma-
yoría acordó dar sus votos para la presidencia al señor Ríos Rosas; sin
embargo, anunciado después por el ministro de Hacienda que el can-
didato del Gobierno era el señor Seijas, los moderados, dóciles a la
voz de su pastor, votaron al nuevo candidato, y el señor Seijas reunió
100 votos, al paso que su competidor no pudo reunir sino 33. Poco
duraron al señor elegido del Ministerio los goces de la silla presiden-
cial, porque estando sujeto a reelección por las razones que más arriba
hemos apuntado, tuvo por conveniente renunciar a su cargo, y en la
quinta sesión el Gobierno se vio obligado a presentar otro candidato.
Fue éste el señor Mayáns, que no reunió menos votos que su antecesor.
Después de la cuestión de presidencia, la primera cuestión política que
naturalmente debía presentarse era la de contestación al discurso de la Co-
rona. La comisión del Congreso había dado un dictamen siguiendo párrafo
por párrafo las palabras que los ministros habían puesto en boca de la Rei-
na. Este proyecto de contestación lo hubiéramos creído el más servil de los
proyectos posibles, si el que presentó la comisión del Senado no nos hubiera
convencido de que todavía podía renarse el servilismo más superlativo.
Es de advertir que según la última reforma del reglamento, la contes-
tación al discurso de la Corona se discute por mayor, no por párrafos, y
en los debates sólo se admiten dos enmiendas, las que más se separan del
proyecto de la comisión. Es de advertir también que en el Congreso se
ha introducido la costumbre de pedir la palabra sobre cualquier asunto
antes de que se haya presentado dictamen sobre él; y como generalmente
se declara el punto sucientemente discutido tan luego como hablan tres
oradores en contra, resulta que si la oposición no tiene mucha actividad,
apenas si puede levantar su voz en una discusión regular y tiene que ape-
lar al recurso de proposiciones más o menos incidentales. Por lo dicho
se comprenderá la latitud que puede tener una discusión tan importante
como es aquella en que se examina o debe examinarse minuciosamente la
conducta del Gobierno en el intervalo de una a otra legislatura.
Muchas fueron las enmiendas que se presentaron al dictamen de la
comisión, pero las que obtuvieron los honores del debate fueron las de
los señores Ordás y Gálvez Cañero. El señor Ordás en apoyo de la suya,
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que expresaba un pensamiento totalmente contrario al de la comisión,
pronunció un discurso nutrido de muy buenas razones, aunque dema-
siado abundante de frases. Donde más feliz estuvo este diputado fue en
la pintura que hizo de la índole del partido dominante.
“El partido de la situación, dijo, ha agotado sus leyes, sus hombres y
sus principios. Ya no tiene hombres que elegir, a no ser que siga una escala
indenida. Ha ensayado tres Constituciones y con las tres nos ha llevado
a la revolución; ha ensayado el código de la ilegalidad pura, de hecho, de
esa ilegalidad que se llama sistema de resistencia, que consiste en salir de la
ley cuando y como convenga sin dejar por eso de ser gobierno; tampoco
ha bastado, porque él mismo ha venido aquí a revestirse de otra clase de
ilegalidad, de esa ilegalidad que podemos llamar malamente ilegalidad de
derecho: la dictadura. Esta es la última fórmula del partido moderado.
»El Estatuto fue la primera y nos condujo a excesos sangrientos; la
Constitución de 1837, Constitución aceptada por él, nos condujo a
una revolución. En 1845 mató su obra, hizo una nueva Constitución;
y sin embargo, cuando se estaba formando, obraba ya fuera de ella,
y con ese código de la ilegalidad, que es el supletorio y que tampo-
co le bastó; del año 1845 acá en la plenitud de su poder, con todos
sus hombres, sin estorbos, sin impugnación, sin combate, con todo el
complemento de las leyes secundarias, ¿adónde nos ha conducido?”
Itil es decir que el señor Ordás vituperó enérgicamente los atrope-
llamientos y arbitrariedades que el Gobierno y sus agentes habían come-
tido, y levantó su voz contra el germen de corrupción que se introducía
en la sociedad por dejarse llevar de las noticias de interesados delatores.
El Gobierno no tuvo por conveniente contestar al autor de la enmienda:
hízolo el señor Puche y Bautista, individuo de la comisión, en un discur-
so muy parecido a su proyecto; y puesta aquella a votación sólo obtuvo
19 votos. Más de 30 diputados progresistas había en el Congreso; 11,
por lo menos, se abstuvieron de votar. Y sin embargo, ¿qué decía la en-
mienda? El párrafo, digámoslo así, más fuerte de ella era el siguiente:
A vista de las calamidades públicas y de la proscripción, orfandad y
miseria de millares de familias, mártires de una idea que nunca puede ser
un delito, el Congreso tiene el deber de repetir a V. M. que las facultades
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extraordinarias empleadas por el Gobierno han producido los resulta-
dos más desastrosos, y que sobre una responsabilidad grave que exigir,
hay la urgente necesidad de un cambio político, si han de conjurarse los
peligros que ahora como nunca amagan al Trono y a las instituciones.
Llegado el turno a la enmienda del señor Gálvez Cañero, empe
este diputado su discurso dando gracias al Gobierno por haber acce-
dido a sus ruegos y aliviado la suerte de algunos presos políticos de la
provincia de Málaga; y pagada esta deuda de gratitud, entró de lleno
a examinar su conducta, atacándola con energía por la multitud de
puntos vulnerables que presentaba.
“No hay ejemplo ninguno en la historia, dijo el orador, de que esas
medidas violentas, esas infracciones de la ley hayan podido salvar las
instituciones. Por el contrario, todas ellas han perecido tarde o tem-
prano. Las Constituciones no se salvan más que por la justicia y por su
estricta y leal observación. Estas palabras no solamente encierran una
verdad moral: contienen además una profecía.
Contestó el señor Moyano por la comisión, y con la mayor buena
fe dijo lo siguiente:
“Dice el señor Gálvez Cañero: se ha hecho mal uso de la autorización;
habéis sido ilegales dentro de la autorización, habéis sido ilegales dentro
de la ley, citando al efecto casos particulares. Bien conoce el Congreso que
no es éste el momento de entrar en estos detalles. En el discurso de la Co-
rona no se hace, “no se puede hacer más que examinar en general la con-
ducta del Ministerio en todas las partes que comprende, reservándose en
la que nos ocupa el hacerse cargo del modo con que haya procedido con
algún particular «para cuando se le pida cuenta especial, y el Gobierno la
dé en virtud de la obligación que le impone el art. 2° de la misma ley de
autorización, y que siempre ha manifestado estar dispuesto a cumplir»”.6
Según el señor Moyano, según la comisión, y a no dudarlo, según
todo el Congreso, el Gobierno, cumpliendo con el artículo segundo de
la ley de autorización, estaba en el caso de presentar a las Cortes cuenta
especial del uso que de aquella había hecho. En los primeros días de la
6 Diario de las sesiones, número 8, sesión del 2 de enero.
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legislatura había dado esta cuenta especial respecto de la autorización
para: reformar el Código penal, y nadie podía sospechar que se resistiese
a darla de otra mucho más importante. El señor Moyano, con todo su
acendrado ministerialismo, creía que tal era su obligación, y añadió que
se había manifestado siempre dispuesto a cumplirla.
Pero el Gobierno dio al señor Moyano una lección de lo que va del dicho
al hecho, diciendo por boca del señor Sartorius, primer Conde de San Luis:
“El Gobierno cree que en el discurso de la Corona ha dado cuenta
de la autorización que las Cortes le concedieron, de la manera como el
Gobierno cree que debe darla, como una cuestión política, alta, eleva-
da; «sin que por eso rehúya la responsabilidad de los casos particula-
res que la pidan los señores diputados». A todo está dispuesto el Go-
bierno a contestar; y debo decirlo de una manera muy alta, muy clara,
muy explícita, a amigos como a enemigos, «que de las medidas políti-
cas y de toda clase de medidas que se reeran a la autorización, como
de cualesquiera otros actos, no creerá el Gobierno recibir un acto de
hostilidad con que se le pida una cuenta detallada, minuciosa»”.7
El Gobierno, pues, esquivó ya el dar cuenta detallada del uso que
había hecho de la autorización; pero no atreviéndose todavía a más,
anunció de una manera clara y explícita que daría esa cuenta respecto
de los casos particulares siempre que los diputados la pidiesen. Luego
veremos lo que hicieron los diputados y lo que contestó el Conde de
San Luis. Por ahora sigamos el discurso de este señor, porque es muy
digno de pasar a la posteridad. Después de decir que no podían ser
mártires de una idea los hombres que S. E. vio entrar en la casa de
correos, porque no tenían sombrero ni camisa, olvidando que puesto
caso que el sombrero y la camisa fueran prendas esenciales y condición
sine qua non” para recibir la palma del martirio, todavía fueron per-
seguidos y atropellados hombres que tenían, y siempre habían tenido,
camisas y sombreros, y que por consiguiente no carecían de los requi-
sitos indispensables para ser mártires; después de decir esto, añadió:
“Señores, se dice que se ha perseguido en masa al partido progresista.
Esto no es cierto. Aquí están los estados de los que han sido presos durante
7 Id., Id.
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estas ocurrencias en las 49 provincias de España. Los millares de millares
de perseguidos son 1514 personas, en cuyo número entran los que ha des-
terrado el Gobierno, los que han desterrado los jefes políticos, en n, cual-
quiera que ha sido movido de su domicilio gubernativamente, y entran
también los prisioneros de Cataluña.8 Y aquí tengo que hacer una decla-
ración importante, importantísima; que la mayor parte de esas personas,
entre las cuales hay algunas, pocas, respetables, la «mayor parte, repito no
son hombres políticos»; y el Gobierno, ya que se me obliga a decirlo, se
valió de esa autorización «para limpiar a Madrid de ladrones y asesinos».
Se me pregunta por un señor diputado para qué son los tribunales, y yo
«le diré que los tribunales no pueden servir para esto»”.
Estas calicaciones produjeron alguna agitación en los bancos de
la minoría progresista, aunque no la que debían haber producido; con
lo cual alentado el señor ministro las repitió en un nuevo discurso. He
aquí sus palabras:
Ya he dicho que son 1514 (las personas perseguidas), y que más
de 400 han vuelto ya a sus casas; por consiguiente, pocas más de 1000
personas son las que aún se hallan sufriendo por efecto de esas medi-
das; y vuelvo a repetir, aunque se escandalicen el señor Gálvez Cañero y
algunos otros señores de la oposición, que las tres cuartas partes de ese
mero son «vagos, ladrones y asesinos», y no deshonro a esos hom-
bres dándoles calicaciones que están ejecutoriadas por los tribunales.
»El señor Gálvez Cañero ha insistido mucho en que el Gobier-
no no ha tenido autorización para prender y disponer después de los
ciudadanos, sino que dice que una vez preso un ciudadano debe ser
entregado a los tribunales. Yo diré a S. E. que para esto no necesitaba el
Gobierno de autorización: ¿habíamos de venir aquí a pedir una auto-
rización para prender a un individuo y entregarle a los tribunales? Yo
no creo que S. S. quiera hacer una distinción entre el acto de detener
8 Aun suponiendo exacto el número citado por el señor ministro de la Gobernación, debemos
advertir que no están comprendidos en él muchos militares ni los que lograron burlar la vigilan-
cia de la policía ocultándose o emigrando al extranjero; ni los que después de 15, 20 días o un
mes de prisión fueron puestos en libertad; ni los que obligados por las circunstancias pidieron
por sí mismos el pasaporte antes que se lo dieran; ni otros muchos que fueron efectivamente
“perseguidos” aunque no llegaron n caer en manos ele los agentes del Gobierno.
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y el de prender; el Gobierno siempre ha podido hacer una y otra cosa
y entregar a los tribunales los que sean objeto de esta disposición; de
consiguiente, las medidas extraordinarias habrían sido hasta ridículas
si se hubieran pedido para prender a los ciudadanos y entregarlos a los
tribunales. ¿Cree S. S. que para esto se hubiera venido a pedir la auto-
rización? El Gobierno no se entretiene en semejantes tonterías.
¿A qué entretenernos nosotros en comentarios sobre las palabras su-
brayadas? ¿No dicen ellas por sí solas cuanto nosotros pudiéramos expre-
sar? Un ministro que ignora la legislación de su país hasta el punto de creer
una tontería” lo que está expresamente ordenado por las leyes comunes y
por la Constitución; un ministro que añade el insulto a la persecución y a
la violencia, está juzgado. Y si ese ministro se encuentra con una oposición
que se achica y se anonada, puede decir cuanto se le ocurra sin temor de
censuras ni contradicciones, alegremente y a mansalva.
Del mismo señor ministro de la Gobernación es la teoría singular
de que el destierro a Filipinas no constituye sino una “simple variación
de domicilio, doctrina que también sostuvo con calor el señor Bravo
Murillo, ministro de Obras Públicas.
Hemos visto más arriba que el señor Conde de San Luis, a nombre
del Gobierno, ofreció explícitamente dar cuenta detallada y minucio-
sa del uso que se había hecho de la autorización en los casos particula-
res, siempre que los diputados la pidieran. En la sesión del 2 de enero
presentó el señor Mendizábal la proposición siguiente:
“Pedimos al Congreso se digne acordar que se excite al Gobierno
de S. M. para que con la brevedad posible, y antes que termine el deba-
te de la contestación al discurso de la Corona, se sirva presentar para
conocimiento e ilustración de los señores diputados un estado o rela-
ción de todos los españoles que en el período que ha mediado desde
la anterior legislatura, y en uso de la autorización extraordinaria que
le fue concedida, han sido privados de la libertad personal y separados
de su domicilio para ser encarcelados, desterrados o connados en los
pueblos de la Península y en los dominios de Ultramar, con expresión
de sus nombres, de su profesión, de la pena que hayan sufrido o estén
sufriendo y de la causa que haya producido su desgracia.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Apoyada esta proposición por su autor, que tuvo buen cuidado de
recordar la palabra del Gabinete, véase lo que contestó el señor Conde
de San Luis:
“El Gobierno, señores, no tiene inconveniente en traer al Congre-
so, aun cuando lo cree inoportuno, «aun cuando lo cree perjudicial al
mismo partido progresista», aun cuando lo cree perjudicial, perjudi-
cialísimo a los interesados, «a esas personas» por quienes parece abo-
gar el señor Mendizábal, en traer la lista de nombres de esas personas.
Digo que es perjudicial para esas personas porque el Gobierno tiene
dadas sucientes pruebas de que desea cicatrizar las llagas que se han
abierto; «pero si la oposición progresista en vez de ayudar al Gobier-
no en este propósito», en vez de entrar en esta senda, «quiere lucha,
quiere perpetuar los odios, el Gobierno acepta la lucha en el terreno
que se le presenta»; no obrará el Gobierno por resentimientos, no;
no se interpreten mal mis expresiones; no hará, valiéndome de un di-
cho vulgar, que paguen justos por pecadores; no, de manera ninguna;
pero si se le ataran las manos, «si la situación que aquí se pueda crear
trascendiese al país, el Gobierno, en el momento en que no pueda do-
minar la situación de una manera, la dominará de otra»; porque éste
es su deber. A nada bueno puede conducir, señores, que se traiga aquí
esa lista; sin embargo, se trae.
»A lo que el Gobierno no puede acceder de ningún modo es a
«decir las causas» que ha tenido en cada caso particular para pro-
ceder contra ciertas y determinadas personas, porque hay una causa
general pública; «por esa causa general y pública tienen que fallar las
Cortes»; no nos presentamos aquí ante un tribunal, sino ante un ju-
rado que por su convicción y en la elevada esfera de la política está
llamado a decidir esta cuestión. No digo más acerca del fondo de ella.
Ya, pues, no era una cuenta “detallada y minuciosa” la que ofrecía
dar el Gobierno: era sólo una lista con los nombres de las personas
contra quienes había procedido. Ya el Gobierno no creía poder añadir
a los nombres de esas personas las imprudentes calicaciones con que
los había insultado en otros discursos. Y aun esa lista no la ofrecía sino
entre amenazas de que volvería a su antiguo sistema, o por mejor de-
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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cir, continuaría con más ardor el sistema que estaba siguiendo, si creía
llegado el caso de hacerlo.9
Al calicar yo, añadió el señor ministro, al calicar yo a la mayoría
de los individuos que han ido a Ultramar, principalmente como gente
vaga y de mal vivir, dije repetidamente que no pertenecían al partido
Progresista; que del partido Progresista habían sufrido por efecto de
esas medidas algunas personas respetables, y entre otras cité el nombre
del señor Gómez Becerra y otros muy apreciables, contra quienes ja-
más hubiera querido proceder el Gobierno. He hecho todas las salve-
dades que podía: mi admiración creció de punto cuando vi levantarse
a pedir la palabra, al hablar yo de gente de mal vivir, a diputados muy
apreciables, compañeros nuestros, que no adiviné por que la pedían...
Vea, pues, el señor Mendizábal cómo la calicación que he hecho de
ningún modo se dirige a S. S. ni a sus amigos políticos; comprenda bien
que no se pueden traer aquí cierta clase de documentos; comprenda la
naturaleza de estos Cuerpos, y cómo se ventilan y fallan las cuestiones en
ellos, y entonces conocerá que si la «deferencia» del Gobierno puede
llegar a traer aquí un «estado con los nombres de las personas» que
sufren en el destierro y en la deportación, de ninguna manera puede el
Gobierno acceder a traer «esas calicaciones que no hará, que no puede
hacer», y que a nada conducirían; y comprenda por último lo que dije
al principiar estas breves palabras: que si quiere S. S., como espero, que
el Gobierno entre en una senda de reparación, que entre a curar las lla-
gas que la revolución ha abierto, es menester que todos los diputados le
ayuden y que le ayuden también todos los españoles.
Poco ofrecía el señor ministro: nada más que los nombres de los
perseguidos; y el señor Mendizábal y la minoría Progresista se conten-
taron con ello. El primero dijo:
9 Decimos que el Gobierno continuaría el mismo sistema, porque dos días después de terminada
esta importante discusión, el 7 de enero, salieron de Cádiz para Manila, en la fragata “Mariveles”',
ciento ochenta y tantos deportados políticos, cuya llegada a aquellos remotos climas no hace mu-
chos días que nos la ha anunciado El Heraldo. Habiendo cesado de derecho la autorización en 15 de
diciembre, época de la apertura de las Cortes, el Gobierno no tenía ya facultades para deportar a
aquellos desgraciados. Sin embargo, los deportó, y lo hizo estando abiertas las Cortes, después de
haber prometido una amnistía, y siete días antes de dar el decreto en que mandaba cesar los efectos
de la autorización. Y a todo esto, los señores diputados callaron como pacientísimos corderos.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
“Dando yo toda fe a la oferta que ha hecho el Gobierno por boca
del señor ministro de la Gobernación, retiro mi proposición, reser-
vándome reproducirla si las relaciones que el Gobierno mande al
Congreso no tienen todos los puntos que deben contener en benecio
de los deportados y perseguidos.
Retirada esta proposición, nuestros lectores creerán que el Gobierno
enviaría la lista que había ofrecido: pues si lo creen se engañan lastimo-
samente. ¿Creerán acaso que el señor Mendizábal reprodujo su proposi-
ción, visto el silencio del Gobierno? Pues se equivocarían de medio a me-
dio si lo creyesen. Ni el Gobierno remitió la lista, ni el señor Mendizábal
la volvió a pedir: lo que se presentó en el Congreso fue un estado con unas
cuantas casillas llenas de números, donde se decía: de tal parte se desterra-
ron tantos; de tal otra, tantos, etc.; y por último, venía a salir la cuenta re-
donda de los 1514 perseguidos de que había hablado el señor ministro de
la Gobernación. Esta fue la cuenta que dio el Gobierno en cumplimiento
de la ley; cuenta que deja muy atrás las famosas del Gran Capitán.
En la misma sesión en que el señor Mendizábal hizo la proposición
de que acabamos de hablar, se presentó en campaña una de las oposi-
ciones moderadas; y la primera muestra que dio de sí en el Congreso,
fue decirnos por boca del señor Morón que aprobaba la política del
Gabinete en punto a las cuestiones de orden material y de paz pública,
limitando su oposición a lamentarse de la inmoralidad política, de la
centralización administrativa y del mal estado de la Hacienda.
Tocó después el uso de la palabra en contra al señor Cortina, y
comenzó también como el señor Gálvez Cañero dando gracias al Go-
bierno, y principalmente a los señores Conde de San Luis y Arrazola,
por haber enjugado a solicitud suya muchas lágrimas y haber evitado
muchas desgracias. Después de este preámbulo, dividió su discurso en
dos partes, tratando en la primera de la política exterior y en la segunda
de la política interior. En cuanto a la política exterior censuró la con-
ducta del Ministerio en las relaciones con la Santa Sede; se pronunció
(si tratándose del señor Cortina nos es lícito usar de esta expresión),
se pronunció contra la interpretación de la palabra “apoyo” usada en
el Mensaje de la Corona al hablar del Papa, siempre que signicara
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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auxilio material, intervención armada en los Estados romanos para
reponer a Su Santidad en el trono que había abandonado; por últi-
mo, al hablar de la expulsión del representante de la Gran Bretaña Mr.
Bulwer, manifestó que no estaban probados los cargos que se hacían
a este extranjero, ni era bastante causa para su expulsión que hubiese
dado asilo en su casa a revolucionarios, pues los moderados habían
condecorado con el título de “Barón del Asilo” a otro diplomático
sólo porque amparó y encubrió en la suya a los descontentos de aquel
partido que a la sazón conspiraban contra el Gobierno.
“Concluiré, añadió, sobre esto diciendo que a mí me ha causado
un verdadero dolor, un verdadero sentimiento, español como soy an-
tes que todo, haber visto que un ministro extranjero ha tenido que
tomar su pluma y levantar su voz para defender al pueblo español que
había acusado nuestro Gobierno.
»Lord Palmerston ha tenido que decir al Gobierno español que
en España no hay asesinos y que no puede creer que sir Henry Bulwer
hubiera corrido los peligros que suponía.
Pasando a examinar la política interior, comenzó anunciando su
resolución irrevocable de no prohijar ni auxiliar ningún pensamiento
revolucionario en el país, porque en su concepto las revoluciones ha-
cen imposible el gobierno de los mismos que triunfan. En esta parte,
el señor Cortina anduvo muy explícito, más explícito aún de lo que
el Gobierno pudiera exigir, y si cumple lo que dijo, como no lo duda-
mos, no pueden quejarse los moderados de S. S.; antes bien deben dar
gracias a un adversario que tan comedido se les muestra, que en medio
de sus fuertes ataques casi viene con sus protestas, con sus juramentos
y explicaciones a dar fundamento a la opinión de aquellos de sus con-
trarios que han dicho y sostienen ser el partido Progresista, un partido
de desorden y de anarquía. El señor Cortina, al cubrirse con el escudo
de hombre de legalidad, dejaba descubierto a su partido y expuesto
a todo el fuego de las baterías moderadas, porque tales protestas no
podían indicar, sino que conocía que en el seno de su partido había un
deseo más o menos maniesto de lanzarse por vías revolucionarias. De
otro modo, ¿a qué semejantes alardes de legalidad, alardes inoportu-
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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nos, pues que entonces se trataba de la conducta que había observado
el Gobierno y no de la conducta que pudiera observar en adelante el
señor Cortina? Por lo demás, si el señor Cortina hubiera siempre re-
chazado todo pensamiento revolucionario en el país, habría debido
no salir de la vida privada o declararse carlista puro, porque el trono
de Isabel II se unió indisolublemente desde 1834 al “pensamiento re-
volucionario, nadie hay en España, a excepción de los carlistas, que
pueda decir con verdad que no ha auxiliado a la Revolución.
Después hizo el orador una revelación importante que conviene
consignar aquí por muchas razones:
“Las minorías de ambos Cuerpos colegisladores, dijo el señor Corti-
na, se han reunido, señores, apenas se suspendieron las sesiones de ambos
Cuerpos. Estas dos minorías nombraron una comisión compuesta de va-
rias personas, así del Senado como del Congreso, cuyos nombres es nece-
sario recordar, porque son notables todos ellos, menos el mío, y esto da
importancia a lo que voy a decir. Se reunieron los señores Gómez Becerra,
Sancho, Luzuriaga, Olózaga, Landero, Infante y Gálvez Cañero, y tam-
bién el diputado que dirige la palabra en este momento al Congreso. Tuvo
esta comisión por objeto formular el pensamiento de ambas minorías, y
hacerlo conocer a sus amigos políticos de las provincias; y el pensamiento
que de común acuerdo, sin oposición ninguna se formuló, el que se co-
municó a todos los amigos, el pensamiento que se encargó a todos ellos
extendieran y procuraran hacer triunfar, fue «que se hicieran todos los
esfuerzos imaginables para reprimir los movimientos revolucionarios», y
que si desgraciadamente los había, nada se omitiese de lo que estuviera a
nuestro alcance para salvar el principio monárquico y el trono de Isabel II.
Esto hicieron las minorías progresistas de ambos Cuerpos colegisladores,
y yo no vacilo en asegurar que esto es algo más, que tiene más valor y más
importancia que haber puesto materialmente su rma en ese papel que
nada vale, que nada signica, a que se ha referido el Gobierno.
En efecto, esta manifestación, si se hubiera hecho pública, habría
valido más que haber rmado la exposición de vidas y haciendas, por-
que hubiera dado al Gobierno una fuerza que todas las exposiciones
del mundo no podían darle.
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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Entrando después el señor Cortina a examinar el uso que el Go-
bierno había hecho de la autorización, recticó el error en que el señor
ministro de la Gobernación había incurrido al declarar que el Minis-
terio tenía facultades en el estado normal para prender a los ciudada-
nos; y en prueba de que no era así, citó el artículo 27 de la ley de abril
que está vigente y concebido en estos términos:
“No pudiendo el Rey privar a ningún individuo de su libertad ni im-
ponerle por sí pena alguna, el secretario del Despacho que rme la orden y
el juez que la ejecute serán responsables de esa nación, y uno y otro perde-
rán el empleo, quedarán inhabilitados perpetuamente para obtener ocio
o cargo alguno, y resarcirán a la parte agraviada todos los perjuicios”.
En general, el discurso del señor Cortina fue tan brillante y tan nu-
trido de argumentos de incontestable lógica, como la mayor parte de
los que hemos oído a este diputado; pero lo que más efecto hizo en el
ánimo del público fue la lectura de la ley de autorización, no tal como
las Cortes la concedieron, sino tal como el Gobierno la había puesto
en práctica. A juzgar por los actos del Gabinete, dijo el señor Cortina
que la ley debió estar redactada del modo siguiente:
1° Se autoriza al Gobierno para que prenda a quien quiera y lo
conserve en prisión todo el tiempo de su voluntad, sin formarle causa
ni entregarlo al tribunal competente; 2° Se autoriza al Gobierno para
apoderarse de los que están sujetos a los tribunales y transportarlos
adonde crea más conveniente, dejando burlada su acción; 3° Se autori-
za al Gobierno para enviar a Ultramar a los que los mismos tribunales
excepcionales han condenado sólo a dos años de correccional; 4° Se
autoriza al Gobierno para imponer la pena inmediata a la de muerte
sin formación de causa; 5° Se autoriza al Gobierno para librar de ella a
los que tengan recomendaciones y favor, llendose a efecto en los que
estén dotados de un carácter tal que les impida implorarlo o carezcan
de él; 6° Se autoriza al Gobierno para deportar a los que no escriben a
su gusto, a pesar de contar con un tribunal a su servicio para castigar-
los; 7° Se autoriza al Gobierno para castigar a los jefes políticos como
un cabo de vara pudiera hacerlo con los presidiarios; 8° Se autoriza al
Gobierno para violar el domicilio hasta de las personas más respeta-
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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bles e inofensivas; 9° Se autoriza al Gobierno para exigir pagarés de
120.000 reales en garantía de la conducta política de los diputados y
de la tranquilidad de los distritos que representan’”.
Esto, como acabamos de manifestar, produjo un gran efecto en la
opinión pública; efecto que sólo puede compararse al que causaron
al día siguiente las palabras del señor ministro de la Gobernación, el
cual, con su acostumbrada imperturbabilidad, declaró que en realidad
el Gobierno estaba autorizado por la ley para todo cuanto había dicho
el señor Cortina, y que así lo había entendido y practicado.
El señor Cortina concluyó anunciando una especie de programa
de gobierno por si llegaba el día en que fuese llamado al poder por los
medios legales y nada más que por los medios legales. Ya había anun-
ciado, como hemos visto, que era hombre de legalidad estricta, que las
revoluciones le repugnaban y le horripilaban los trastornos. Puesto en
el caso de anunciar su programa, dijo que gobernaría respetando lo
que hubiera de respetar y reformando lo que fuese reformable; y en
acabando de decir esto, se sentó muy satisfecho de la claridad con que
había explicado su pensamiento de gobierno.
A personaje tan notable como el señor Cortina no podía oponerse
sino otro notable personaje de las las contrarias. El señor Marqués de
Pidal salió a la palestra armado de todas armas, tanto ofensivas como
defensivas. Fuerza es reconocer que de las primeras supo servirse el
señor ministro de Estado con habilidad; no así de las segundas, impo-
tentes para cubrir las ilegalidades y violencias del Gabinete. En cuanto
a las últimas, todas ellas fueron poco más o menos de este temple:
“Señores, el Gobierno no entrará en esta cuestión (la de Bulwer) en
el momento presente; mas diré; creo que no debe entrar en ella, y siente
muchísimo que su obligación le prohíba contestar al señor Cortina.
»La política, señores, del Gobierno debe examinarse como he di-
cho en otras ocasiones, de dos maneras: por «su tendencia» y por
«sus resultados».
»Y bien, señores; al examinar la política interior del Gobierno en
sus tendencias, yo pregunto al señor Cortina: ¿cuáles eran las tenden-
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cias del Gobierno antes de los sucesos de que luego me haré cargo?
Aquí lo hemos visto; el Gobierno había inaugurado una política de
completa legalidad, de olvido, de tolerancia, hasta tal punto que mere-
ció los aplausos de S.S. y de los que se sientan en esos bancos.
»La oposición enmudeció en aquella época, y lo único que decía
era que desconaba de ella el Gobierno, siendo así que sus individuos
no eran enemigos sino amigos del mismo … … … … … … … … … … … …
»La política que el señor Cortina ha tratado de apreciar, si la es-
timamos por sus resultados, veremos que ha producido inmensos re-
sultados. ¿Y por qué? Porque ha evitado inmensos males. ¿Hay quien
no conozca esta verdad, hay quien se atreva a negarla? Yo creo que es
preciso cerrar los ojos a la evidencia para no conocerlo así. No es una
vana suposición, no. Vuélvanse los ojos a lo que ha pasado en todas
las regiones de Europa de un extremo a otro, y véase por lo que allí
ha sucedido lo que habría ocurrido aquí si no se hubiera apelado a esa
política fuerte de resistencia, que se sobrepuso a los desórdenes y puso
dique a la revolución que amenazaba por todas partes. … … … … … …
»Momentos tristes y dolorosos son, en verdad, aquellos en que
para salvar el cuerpo social es preciso sacricar alguno de sus derechos,
y como decirse suele «cortar por lo sano» … … … … … … … … … … …
»Pero voy a examinar los males que se dice ha producido con la bue-
na fe que el Congreso sabe que acostumbro hacerlo en todas ocasiones.
Se dice que ha perseguido el Gobierno a hombres inocentes, procedien-
do a veces contra personas respetables que estaban ajenas de los sucesos.
«Yo lo coneso, reconozco que el Gobierno ha errado, que ha podido
errar, que ha debido errar». Pero, señores, yerran los tribunales cercán-
dose de tantas fórmulas para la seguridad de sus fallos, tomando todo el
tiempo que quieren. ¿Y no erraría el Gobierno teniendo que obrar en
momentos de apuro y de urgencia? ¿Cómo puede esto evitarse?”
Como se ve, toda la defensa del señor Pidal se redujo a proclamar
la máxima que es por excelencia el símbolo de los moderados, a saber;
el n justica los medios”, máxima inmoral, contra la cual nunca ce-
saremos de protestar.
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Por lo demás, “si el justo peca siete veces al día, dice el señor Pidal, ¿qué
había de hacer el Gobierno que no puede gloriarse de semejante título?
Pero si en la defensa estuvo débil, en el ataque, como ya hemos apun-
tado, estuvo fuerte el señor Marqués, y en algunos casos irresistible.
“El señor Cortina, dijo, ha venido recordando una sesión «secre-
ta» tenida por algunos miembros de la oposición «de una manera
inquisitorial», y en la cual se acordó recomendar a sus amigos de las
provincias que predicasen la paz y la armonía. ¿Y a qué viene ahora ese
recuerdo? ¿De qué nos sirve ahora esa demostración secreta? Hubié-
raisla hecho pública entonces, y habríais prestado un servicio al país.
«¿Pero de qué nos sirve ahora cuando entonces otras muchas demos-
traciones parecían dirigirse a lo contrario?».
Cierto que si el señor Cortina y sus amigos se creían en el caso de
predicar la paz y la armonía con el Gobierno, deberían haber dado una
manifestación pública; porque una de dos: o creían que el partido Pro-
gresista se había colocado en una situación revolucionaria, o no: si lo
primero, consecuentes con los principios que en esta legislatura han
proclamado deberían haber anatematizado “públicamente” la revolu-
ción; si lo segundo, una manifestación en consonancia con los deseos e
intereses del partido no habría disminuido, antes bien habría aumenta-
do su inuencia y prestigio como jefes del mismo. Y ahora que el señor
Pidal con su frase “‘cortar por lo sano” nos autoriza para usar otra frase
igualmente vulgar, decimos que el no haber hecho el señor Cortina y sus
amigos semejante manifestación, si estaba en sus ideas, podría dar lugar
a suponer que querían “estar a las maduras y no a las duras. Esta misma
suposición hacía tal vez nuestro Marqués ministro cuando dijo:
Yo creo, señores, que en la mayoría de la oposición no había efec-
tivamente complicidad directa en esos sucesos, y digo directa, porque
siempre hay alguna especie de complicidad moral. ¿ué os faltaba se-
ñores? «El valor de vuestras opinión». Valor, ; porque yo recuerdo
que en la legislatura pasada, interpelados por mí si estabais por el voto
universal o no, como pretendían algunos de entre vosotros, deseando
que me dijeseis si el partido Progresista estaba por él o no, os decía:
¿estáis con el señor diputado que aboga por el sufragio universal?, ¿Sí
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o no? Aguardé, y viendo que no contestabais, dije: pues esa es mala
señal; no tenéis valor bastante para proclamar vuestras opiniones. Y
esto es lo que es necesario; «lo que nosotros necesitamos en tiempos
como los presentes es tener situaciones claras»”.
Donde estuvo contundente el ministro de Estado fue al examinar el
programa que había puesto el señor Cortina por contera de su discurso.
“Pero la parte más importante del discurso del señor Cortina, dijo
el de Pidal, ha sido el programa que nos hacía de gobierno, en la su-
posición de que fuese llamado a gobernar, como cree S.S. que debe
serlo. Yo, señores, al ver anunciar este programa con tanto énfasis creía
que iba S.S. a decir cosas muy determinadas, claras y precisas, para que
nadie se equivocara, y creía que en esta nueva edición corregida y en-
mendada del programa del partido progresista se encontraría todo lo
que debe apetecerse ... ... ... ... ... ... ... … … … … … … … … … … … … … …
»Dice el señor Cortina: sostendremos la legalidad en toda su mayor
extensión. No hay ni ha habido ninguna oposición, sea Progresista, sea
moderada, que no haya dicho siempre otro tanto. Hubo una oposición
en época reciente, que se llamaba a sí misma puritana por excelencia, que
decía lo propio, y después en el mando no pudo llevar adelante su sistema
ni su programa. Y permítaseme también que dude un poco del programa
de S.S. en esta parte, recordando que cuando su S.S. ha gobernado no se ha
atenido tan estrictamente a la legalidad. Esto, señores, no es más que una
bella generalidad, pues todos han hecho lo mismo, y no creo que tenga-
mos razón alguna para creer que S.S. hiciese más ni menos. ¡ue respetará
todo lo respetable! Esto es sumamente lacónico y vago. ¿ué se quiere
decir con esto? ¿Pues qué? ¿Haríais respetar lo que vosotros no creyeseis
respetable? Lo que necesitábamos que se dijese es qué entendéis por respe-
table y qué creéis no respetable, pues así en general nada dice esa frase por
su vaguedad. ¡ue repararía las injusticias! También es frase vaguísima y
que siempre emplean todos y emplearían los que viniesen después de S.S.
¿Por qué? Porque la justicia y la injusticia se presentan de un modo muy
diverso a los ojos de los hombres. Yo tal vez llamaré y creeré injusticia lo
que S.S. crea justicia estricta. De consiguiente, en esto tampoco dice nada
S.S. Después añade S.S: «reformaremos lo que habéis hecho». Nosotros,
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señores, hemos hecho muchas cosas, y si no se dice cuáles son las que han
de reformarse y cuáles no, estamos en el mismo caso de no jarse nada en
el programa, sino dejarle indeterminado y vago. ¿Y cuándo, señores, se nos
presenta ese programa tan vago? Precisamente «cuando jamás se necesita
determinar más las opiniones, levantar más alta su bandera y hacer una
profesión franca, solemne, ja de sus principios»”.
También el señor Sartorius, que habló después del señor Pidal, dio
su pincelada en lo de las protestas y manifestaciones de los notables
progresistas.
“Ese es el cargo determinado, dijo el primer Conde de San Luis,
que resulta contra el partido Progresista, porque no habiendo una con-
denación explícita de su parte contra aquellos sucesos, tengo derecho
para creer que ese partido dejaba ir a los que formaron las barricadas;
si salían mal, para que sufrieran la pena; si salían bien, para aprove-
charse de su triunfo. De algo, señores nos ha de servir la experiencia
de la revolución; yo que soy uno de los diputados más jóvenes que se
sientan en este Congreso, tengo sin embargo la suciente experiencia
para saber qué es lo que signican las protestas de los partidos.
Téngase en cuenta, para la inteligencia de este pasaje, que las pa-
labras partido Progresista que arriba hemos subrayado quieren decir
partido Progresista del Congreso, o más bien jefes de la minoría pro-
gresista de las Cortes.
Después de los oradores profanos vino el orador sagrado, el céle-
bre Marqués de Valdegamas, el cual nos probó “con la autoridad de
Hipócrates y de Martín Lutero, que el gobierno constitucional y la
dictadura eran de derecho divino. Oigamos al profeta moderado:
“El universo está gobernado por Dios; si pudiera decirse así, y si
en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones del lenguaje par-
lamentario, diría que Dios gobierna el mundo constitucionalmente.
Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad, y sobre todo de la
mayor evidencia. El mundo está gobernado por ciertas leyes precisas,
indispensables, a que se llaman causas secundarias. ¿ué son estas le-
yes sino leyes análogas a las que se llaman fundamentales respecto de
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las sociedades humanas? Pues bien, señores, si con respecto al mundo
físico Dios es el legislador, como respecto a las sociedades humanas
lo son los legisladores, ¿gobierna Dios siempre con esas leyes que él
a sí mismo se impuso en su eterna sabiduría y a las que nos sujetó a
todos? No, señores, pues algunas veces directa, clara y explícitamente
maniesta su voluntad soberana quebrantando esas mismas leyes que
él mismo se impuso y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien,
señores, cuando obra así, ¿no podría decirse, si el lenguaje humano
pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obraba dictatorialmente?”
Pocos días después de haber pronunciado el señor Donoso este dis-
curso, se encontró en uno de los bailes de Palacio rodeado de un círculo
de diplomáticos. Uno de ellos, representante de una potencia absolutis-
ta no ha mucho, dirigió a nuestro Marqués la palabra en estos términos:
“Debo felicitar a V., señor Marqués, por el brillante discurso que pro-
nunció el otro día en el Congreso, en el cual probó V., hasta la evidencia
la bondad del sistema constitucional. ¿uién se atreverá en adelante a
ser absolutista habiendo V., demostrado que Dios gobierna el mundo
por medio del sistema representativo y que el Gobierno constitucional
en su dictadura es una imitación de la divina Providencia?”.
Pero el señor Donoso dijo más que esto: dijo otras muchas cosas.
Algunas muy buenas, que indudablemente probaban lo contrario de
lo que S.S. se proponía demostrar. No es este el momento de analizar
su discurso; el que quiera puede leerlo en el número 13 del Diario de
las Sesiones, sesión del 4 de enero. Baste decir que por su originalidad
y por los rasgos de ingenio, que no pretendemos negar a su autor, en-
tretuvo muy agradablemente al auditorio; tanto que cuando S.S. dijo
que iba a concluir, la mayor parte de los diputados, que lo escuchaban
con la boca abierta, exclamaron: “No, no: continúe V., continúe V.
– “Voy a concluir, repitió el orador, porque el Congreso estará fati-
gado.” – “Nada de eso, adelante, adelante, siga V., volvió a repetir el
auditorio. Hasta que el pobre señor Marqués, notando la obstinación
y, por decirlo así, el encarnizamiento de sus colegas, se vio obligado a
decir con voz desmayada: Señores, francamente, tengo mala la boca y
no puedo continuar.
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Al día siguiente de esta sesión terminaron los debates sobre el Mensaje
con un discurso del señor Benavides, otro del señor Bravo Murillo y “otro
del presidente del Consejo. El señor Benavides se manifestó francamente
de oposición, y dijo que no estaba conforme con la política del Gobierno
respecto de los destierros a Filipinas; el señor Bravo Murillo repitió lo que
había dicho ya su colega el primer Conde de San Luis, a saber: que con los
desterrados a Filipinas no se había hecho más que trasladarlos de domici-
lio; y por último, el general Narváez cerró la discusión con un discurso en
que se manifestó más comedido y prudente que ninguno de sus colegas.
Dijo el señor Narváez, que si no se había formado causa a los perseguidos,
no era porque al Gobierno le hubiera sido difícil formársela, sino porque
no recayese una mancha sobre ellos” y pudiesen volver hasta con gloria
a sus casas el día, no lejano, en que se diese una medida reparadora. La
idea es peregrina, sobre todo después de haber llamado el ministro de la
Gobernación “ladrones y asesinos” a aquellos en quienes el general Nar-
váez, en su escrupulosa pulcritud, no quería imprimir la mancha de una
formación de causa; pero así y todo es preciso reconocer que el Hombre-
Gobierno estuvo más a la altura de su posición que sus compañeros.
Llegó el momento de la votación y todos esperaban con ansia ver la
conducta que observarían las oposiciones moderadas. Los individuos
de éstas, como si hubiesen querido sacar pronto de dudas al público,
fueron tomando bonitamente sus sombreros y se salieron del salón.
Solamente el señor Benavides votó con los progresistas.
Los debates del mensaje en el Senado ofrecen en general los mis-
mos cargos y las mismas contestaciones. Los señores Cabello, Sancho y
Luzuriaga se encargaron principalmente de sostener los principios de
la minoría progresista. Hubo, sin embargo, algunas peripecias cuando
se trató del párrafo relativo a la guerra de Cataluña: el señor Pavía, que
había sido capitán general de aquel territorio, nos reveló la política que
el Gabinete había adoptado allí últimamente, y nos leyó documentos
curiosos, de los cuales resultaba que había costado buenos pesos duros,
y lo que es más, concesión de grados y honores la unión de “Caletrús
y otros héroes montemolinistas a las las de la Reina. Como estos do-
cumentos y el discurso del señor Pavía no añaden grado ninguno de
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evidencia a lo que hemos dicho ya sobre este punto, no los insertamos
aquí. Pueden verse por los curiosos en el Diario de las Sesiones del Se-
nado, sesión del 8 de enero. El señor Narváez contestó que el señor
Pavía, por haber publicado documentos que debían ser reservados, era
un revolucionario y había infringido el Código penal; razones que sin
duda convencieron al senador a quien iban dirigidas, porque se ob-
servó que después en la votación dio su voto al Gobierno. En cuanto
al señor O’Donnell, de quien tan grandes cosas se habían anunciado,
sólo habló para decir, con el señor Mazarredo, que su voto negativo al
proyecto de Mensaje no signicaba apoyo a la insurrección.
Terminados estos debates, la primera cuestión política que se pre-
sentó en el Congreso fue una interpelación del señor Gálvez Cañero
sobre los fusilamientos cometidos en Villarreal de la Plana por el jefe
de la fuerza pública; el cual, sin forma de proceso y bajo el pretexto de
que eran malhechores, sacó de la cárcel a ocho infelices y les hizo dar
muerte inhumanamente. “Y cuidado, señores, decía el interpelante,
hablando de uno de estos desdichados, cuidado que aquí no se podrá
decir que Vilaroig se trató de escapar, porque yo sé que ésta es la com-
posición que se da en esta clase de negocios. La experiencia que tengo
como scal que he sido de los tribunales supremos, me hace conocer
que siempre se apela a ese medio para ocultar tamaño exceso; pero
aquí no tiene cabida, porque Vilaroig «salió atado a una escalera de
mano y con mordaza, y de esta manera se le fusiló sin proceso, sin for-
malidad alguna, y lo que es más, sin auxilios espirituales»”.
El señor Morón y el señor Polo, diputados por la provincia de Va-
lencia, se levantaron a corroborar la exactitud de lo dicho por el señor
Gálvez Cañero, y el Gobierno dio por única contestación que había
mandado al punto a un general muy distinguido para que formase
causa sobre el hecho. No sabemos si se habrá formado la causa: es lo
cierto que van pasados nueve meses y nada se nos ha dicho de su re-
sultado, y acaban de cometerse otros asesinatos en la misma provincia,
muy parecidos a éstos de que estamos tratando.10
10 Véanse los números de El Clamor de los días 1°, 2 y 3 del mes corriente. Véase también El Heraldo
del 1° y del 2, artículos sobre los fusilamientos de Alcublas.
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Otra interpelación se promovió a los tres días por los señores Madoz
y Puig sobre las causas del Estado de Cataluña. El señor Madoz, en un
largo discurso, expuso la situación de aquellos pueblos, y censuró la pre-
ferencia que el Gobierno daba a los carlistas, tanto más chocante cuanto
más contrastaba con las violencias ejercidas contra los liberales. Contes-
tó el Gobierno con la “alianza monstruosa” de los carlistas y progresistas
en Cataluña, y dijo que nada tenía de extraño que las autoridades fuesen
a buscar en este último partido los hilos de la conspiración.
Mucho se ha hablado por los moderados para disculpar, si disculpa
tuvieran, sus violencias contra los liberales, de su “alianza con los carlistas”;
y bueno es que esto quede reducido a sus justos límites. En primer lugar,
el mismo Gobierno ha reconocido que lo que se llamaba alianza no exis-
tía sino en las provincias catalanas; y en segundo lugar, nadie ha podido
sostener todavía que semejante unión fuese de principios. ¿A qué queda
reducida pues? A un acuerdo, si le hubo, entre centralistas y carlistas que
estaban con las armas en la mano, de no hostilizarse mutuamente. ¿Y a qué
se debe la desaparición de muchas partidas centralistas? A que no quisie-
ron alistarse bajo el mando de Cabrera. Póngase las cosas en su punto, y si
son dignos de vituperio los que formaron tal acuerdo con sus antagonis-
tas, no se lleve tampoco el vituperio más allá de lo justo.
A los cuatro días de este debate, se entró en el relativo a los decretos
que había dado el Gobierno llamando a las armas cincuenta mil hombres
de las quintas de 1848 y 1849. Es de advertir que, debiendo vericarse
esta última en abril, el Gobierno, traspasando sus facultades, mandó que
se hiciera en diciembre, pocos días antes de abrirse las Cortes. Esta usur-
pación de las prerrogativas del Parlamento fue anatematizada por todos
los oradores que usaron de la palabra en contra, y singularmente por los
señores Martín y San Miguel. Este último diputado trató especialmente la
cuestión del establecimiento militar de España con toda la profundidad
de una persona entendida en tales materias; habló de la necesidad de una
o más reservas, y de que, a lo menos para tiempos de paz, se aboliese el
sistema de quintas, que tantos perjuicios acarrea. El señor Infante, por el
contrario, creía que el sistema de quintas era superior al sistema de engan-
che voluntario, y adujo también buenas razones en apoyo de su opinión.
Nosotros, después de bien pesados el pro y el contra, y calculadas las ven-
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tajas y desventajas de ambos pareceres, opinamos por el sistema de engan-
che voluntario para cubrir las bajas en las guarniciones de Ultramar y en
los cuerpos facultativos, y por el licenciamiento de lo restante del ejército
sustituyéndolo con una Milicia Provincial. En una palabra, creemos que
no debe haber ejército permanente; y solamente, como por desgracia de la
humanidad la guerra ha llegado a ser un arte y una ciencia, conservaríamos
los cuerpos facultativos, los colegios y los cuadros de ociales. Esta Milicia
Provincial debería componerse de todos los jóvenes de 20 a 30 años de
cada provincia; y tendría la reserva de una Milicia Nacional compuesta
de los hombres de 30 a 40. Tal es en compendio el sistema militar que
creemos debería establecerse en combinación, por supuesto, con otras
reformas no menos importantes; sistema que no podemos en este mo-
mento explayar, y cuyo desarrollo dejamos para otra ocasión. En suma, la
ley sobre ambas quintas quedó aprobada en el Congreso; pasó al Senado,
donde sufrió corta impugnación: al cabo de pocos días la sancionó la Co-
rona, y los padres que se habían quedado sin sus hijos tuvieron el consuelo
de ver convertido en ley el decreto que los había arrancado de su hogar.
A esta cuestión siguió, en la sesión inmediata, una sencilla pregunta
que hizo el señor Borrego al Ministerio. Tratábase simplemente de saber
si el Gobierno estaba dispuesto a entrar en el régimen legal. Contestado
por el señor ministro de la Gobernación, en un discurso lleno de genera-
lidades, apoyó el señor Marqués de Torre Orgaz una proposición sobre
incompatibilidad del cargo de diputado con el de funcionario público,
proposición destinada, más bien que a la votación, a proporcionar a su
autor una ocasión de manifestar sus ideas en este punto. Conseguido el
objeto, el señor Torre Orgaz dejó el campo al señor Polo, que se presen
armado de otra proposición para sujetar a ciertas reglas la provisión de los
empleos. La oposición del señor Polo era como la del señor Morón; no
entraba en el terreno de las cuestiones de orden material; era una oposi-
ción “moderada”; pero ya hubiéramos deseado nosotros que la progresista
se hubiese mostrado tan constante e infatigable como se mostraron estos
dos señores, y principalmente el último. El señor Polo, en esta cuestión, se
lamentó de la arbitrariedad en la provisión de los cargos públicos, arbitra-
riedad que a juicio de S.S. daba por resultado la desmoralización y la co-
rrupción del cuerpo social. El señor ministro de la Gobernación contestó
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que la proposición del señor Polo nada tenía de particular, pero que este
diputado había hecho un discurso de oposición, y ahí estaba todo el mal.
Y si viniéramos a otro terreno, añadió el señor Conde, terreno
en que no entraré; si viniéramos a decir «por qué se han puesto al-
gunos jefes civiles», por qué se han nombrado algunos corregidores,
entonces..., entonces se vería, entonces se patentizaría, entonces se
demostraría hasta la evidencia lo que signican estos cargos y cuánta
paciencia necesita el Gobierno para escucharlos.
No es difícil descifrar el sentido de esta reticencia. Sin duda el se-
ñor ministro quiso dar a entender que se habían nombrado algunos
jefes civiles y algunos corregidores solamente para favorecer el interés
electoral de ciertos diputados que, ingratos a tamaño favor, se habían
colocado en la oposición. Feo vicio es la ingratitud; pero, ¿qué dire-
mos del Gobierno que aumenta el presupuesto por favorecer miras
personales, y que lo conesa como cosa corriente y admitida?
Desechada la proposición del señor Polo en 27 de enero, no volvió
a tratarse en el Congreso de asunto alguno exclusivamente político has-
ta el 16 de febrero, en que el señor Córdoba, diputado por el distrito de
Tortosa, hizo una interpelación reducida a deplorar que se hubiese prohi-
bido por el capitán general de Valencia la navegación del Ebro y manda-
do tapiar muchas casas, dejando arruinadas y sin ocupación a más de mil
familias; todo para exterminar a una partida de diez o doce hombres que
recorría aquel país. El señor ministro de la Guerra contestó lamentando
la necesidad de apelar en tiempo de guerra a ciertas medidas fuertes para
alcanzar la paz. Todo fueron lamentos, suspiros y exclamaciones de parte
del diputado por las desgracias causadas en su distrito, de parte del minis-
tro por la necesidad en que dijo hallarse de recurrir a tales disposiciones,
las cuales anunció que se habían mitigado todo lo posible, escoltando a
los trabajadores para que pudieran ocuparse en las faenas del campo. No-
sotros creemos que medidas como las que censuró el señor Córdoba no
son justicables ni aún adoptadas en país conquistado. De manera que
aunque el país español pertenezca a los moderados “por derecho de con-
quista, jamás convendremos en que puedan excusarse tales excesos.
En la inmediata sesión, el Gobierno, no teniendo otra cosa que ha-
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cer, y atendiendo a las excitaciones que se le habían dirigido, reprodujo
el famoso proyecto del señor Sartorius sobre libertad de imprenta, acer-
ca del cual, para no volver a tratar de él en esta Historia, diremos que
nada se quiso hacer, y concluyó la legislatura sin que nada se hiciera.
Dos meses justos pasaron luego de días bonancibles y serenos, en los
cuales apenas se levantó contra el Gobierno el más ligero asomo de tor-
menta en el mar de las cuestiones políticas. “Hay, dice Ovidio, cerca del
país de los cimerios una caverna profunda, una enorme montaña hueca,
ignota morada del sueño, en la cual los rayos de Febo, ni por el Oriente,
ni por el Mediodía, ni por el Occidente, pueden nunca penetrar: alrede-
dor se exhalan de la tierra caliginosas nieblas a la dudosa claridad de un
eterno crepúsculo. En aquel imperio, do habita el mudo reposo, jamás el
ave vigilante de purpurina cresta llamó a la Aurora con sus cánticos; ni el
perro el, ni el ganso, más el aún, turbaron el silencio con sus voces; allí
no se oyeron jamás ni el rugido de las eras, ni el balido de los corderos,
ni el grito del hombre, ni el rumor de las hojas agitadas por el viento. So-
lamente desde una alta peña se precipita sobre guijarros sonoros un río
de agua del Leteo, cuyo suave murmullo convida al sueño. A la puerta del
antro orecen abundantes adormideras e innumerables yerbas, cuyo jugo
soporífero exprime la húmeda noche y lo esparce por aquella oscura tierra.
Allí no hay puerta que gima al girar sobre sus goznes, ni guarda que vele en
el umbral, ni ser que deenda la entrada. En medio se levanta un lecho de
ébano lleno de blanda pluma y cubierto de un negro tejido, donde el Dios
tiende sus lánguidos miembros, a cuya inmediación yacen los sueños de
formas vanas en número igual a las espigas que madura el otoño, a las hojas
de los bosques y a las arenas que el mar arroja sobre sus playas.
Tal era el aspecto que presentaba el Congreso en punto a cuestiones
políticas en la época que vamos describiendo; las minorías moderadas
todas mudas en este terreno; la minoría progresista sumergida en un
letargo profundo; la mayoría entonando las alabanzas ministeriales a
media voz y con suave murmullo para no despertar a los que tranqui-
lamente dormían. No que en las regiones económicas dejase de haber
sus tempestades y hasta naufragio; pero éstas eran nubes pasajeras que
descargaban en otros climas, y apenas interrumpían por algunos instan-
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tes el plácido descanso de nuestros progresistas. Un momento, el 28 de
marzo, levantaron la cabeza para oír cómo se relegaba al panteón, donde
había estado durmiendo dos años, un proyecto de ley sobre publicacio-
nes de nombramiento de empleados en la Gaceta; pero arrullados por la
voz cadenciosa del señor Bravo Murillo, luego que el proyecto fue retira-
do, volvieron a entregar al reposo sus fatigados miembros.
El señor Polo, de la minoría moderada, los sacó en parte de este
letargo presentando en 16 de abril una proposición para que se decla-
rase incompatible el cargo de diputado con el de aquellos empleados
públicos que por su destino no tuvieran que residir en Madrid. Véase
el cuadro del último Congreso pintado por uno de sus individuos, tan
distante de nuestras opiniones, cuanto que no se atrevió a votar con-
tra el Gobierno en la cuestión de los atropellamientos cometidos bajo
pretexto de la famosa autorización:
“Señores, dijo el señor Polo; en este Congreso hay un número extraor-
dinario, excesivo, permítaseme la palabra, un número «escandaloso» de
funcionarios públicos. Éstos dominan al Congreso mucho más aún de lo
que parece indicarlo su número, porque si, por ejemplo, hay una mitad
de diputados electos empleados, hay dos terceras partes de empleados
entre los diputados presentes, entre los que deciden las votaciones; y en
las comisiones y cargos importantes la proporción es todavía mucho más
grande. En la comisión de presupuestos, donde más que en otra alguna
debía ser corto el número de funcionarios públicos, «hay ahora», no
una mitad, no dos terceras partes, sino más de cuatro quintas partes, de
cinco sextas, «tal vez seis séptimas partes de empleados». Estos son los
hechos, señores, hechos inconvenientes, lamentables, que condena todo
el país, y cuya reforma piden todos los partidos, y hasta las personas más
ajenas de los partidos y más retraídas de las contiendas políticas.
»Véanse, por ejemplo, esos señores diputados, algunos de los cuales
conozco, y son por cierto apreciables y honradísimos sujetos, que tienen
sus destinos en Ultramar y que cobran sus sueldos, no sólo no sirviéndolos,
sino estando a mil quinientas o más leguas de donde debieran servirlos.
Justo es decir aquí que a pesar de los esfuerzos del Ministerio, mu-
chos diputados empleados votaron con el señor Polo, y la proposición
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fue tomada en consideración; justo es decir también que el Congreso
se reservó el derecho de desecharla en las sesiones, nombrando una co-
misión hostil al principio en que se fundaba, y que por consiguiente,
no llegó a presentarse dictamen sobre ella.
En la misma sesión apoyó el señor Sánchez Silva una proposición
para que el Gobierno presentara el expediente, en cuya virtud se había
expedido con fecha 6 de marzo la Real Orden mandando crear partidas
de escopeteros en todos los partidos judiciales. El señor Sánchez Sil-
va estuvo oportuno y fuerte en sus cargos por este abuso escandaloso,
que consideró como una usurpación de las facultades de las Cortes. En
efecto, si se hubiera llevado a cabo la medida en todos los partidos ju-
diciales como estaba decretada, habría resultado sobre los presupuestos
provinciales un recargo anual de 30 millones de reales no votado por las
Cortes, y por consiguiente, ilegal. El señor Conde de San Luis contes
a estos argumentos diciendo que el gobierno era político más profundo
que ninguno de sus adversarios, y que se creaba la fuerza de escopeteros
para preparar las reducciones y economías que “debían” hacerse en el
ejército. “¡Soberbia economía, dice un periódico de aquella época, la
que comienza por el gasto de 30 millones! Noventa y ocho diputados
no tomaron en consideración la razonable propuesta del señor Sánchez
Silva contra treinta y seis que estuvieron por la armativa. Los primeros
no quieren perder su tiempo examinando un «expediente» por el cual
se crea una fuerza de 9.000 hombres y se decreta un gasto de 30 millo-
nes. ¡ué lección tan elocuente para los pueblos!”
Estamos conformes con estas palabras; solamente tenemos que
recticar una idea, y es la de que hubiese “expediente”. Para adoptar la
medida de que vamos hablando no se formó expediente de ninguna
clase; no hubo más que la real orden de 6 de marzo.
Llegó el 20 de abril, y en aquel día se levantó una terrible tormenta
que vino a descargar su furia sobre los bancos progresistas y sobre la
imprenta. ¿ué delito habían cometido los pobres progresistas en los
dos meses anteriores de su pacíco sueño? Fue el caso que por enton-
ces recibieron los señores de lo que hemos convenido en llamar Situa-
ción la noticia del “asco” que habían hecho sus negociaciones con los
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Tristanys, cuya traición desbarató la magníca perspectiva que hala-
gaba a los moderados de realizar bajo sus auspicios otro convenio de
Vergara; y como esta noticia alborotase la bilis de dichos señores, acu-
dieron como era natural a descargarla sobre sus adversarios. Volviose
al tema consabido de las “alianzas monstruosas”; calicose en térmi-
nos durísimos la conducta de apreciables escritores públicos; hablo-
se de un sistema organizado de noticias falsas; díjose que era preciso
arrancar caretas; en suma, el partido y la prensa progresista recibieron
de la mayoría por el órgano de los señores Rey, Calderón Collantes y
Calonge, los más furibundos ataques. El señor Gálvez Cañero, como
escritor especialmente interesado, los rebatió con vigor y lógica; y el
señor Luján rechazó con energía a la frente del partido moderado las
calicaciones injuriosas que sus individuos se habían permitido.
Tal fue el ataque brusco más o menos previsto que arrancó a la minoría
progresista de los brazos de Morfeo. Dos días necesitó para estregarse los
ojos, pasarse la mano por la frente, desperezarse y estirar los brazos, en
cuyos dos días se trató de un proyecto de ley jando reglas para el nombra-
miento de empleados dependientes del Ministerio de la Gobernación. Por
n, el 23 se empezó la discusión de la autorización para el arreglo general
del clero, y en ella el jefe de la Izquierda rompió su silencio. El proyecto
de autorización presentado por el Gobierno tenía más entradas que un
calvo y más salidas que el señor Arrazola, por cuya pluma sin duda estaba
redactado. La comisión le puso un preámbulo a modo de homilía, leído
con voz melosa y compungida por el señor Seijas Lozano, y en tal forma
lo sometió a discusión. En él se autorizaba al Gobierno para proceder de
acuerdo con la Santa Sede al arreglo general del clero, teniendo presentes
unas “bases” sentadas de la manera siguiente: 1ª Establecer una circuns-
cripción de diócesis acomodadas, en “cuanto sea posible” a la utilidad de la
Iglesia y del Estado. 2ª Organizar, “en cuanto sea dable”, el clero, etc. 3ª Es-
tablecer, “convenientemente”, la enseñanza... 4ª Regularizar el ejercicio de
la jurisdicción eclesiástica, suprimiendo las privilegiadas “que no tengan
ya objeto, y resolver “lo que sea conveniente” sobre las demás particulares
exentas. 5ª Resolver, de una manera denitiva, “lo que convenga” respecto
de los institutos de religiosas, etc. Todas estas expresiones, en cuanto sea
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posible, en cuanto sea dable, en cuanto sea conveniente, en cuanto con-
venga, podría haberse ahorrado la comisión con proponer el artículo con-
cebido en estos términos: se autoriza al Gobierno para proceder al arreglo
del clero como tenga por conveniente; pero se quiso dar la apariencia de
que se le jaban “bases, y se presentó un proyecto redactado de un modo
tan ridículo como acabamos de exponer, y que más parecía una broma de
carnaval que proyecto de hombres graves. Así lo demostró el primero, el
señor Benavides, en un discurso lleno de sólidas razones, en que con suma
habilidad y festivo lenguaje supo poner en relieve la contradicción que en
este punto existía entre las opiniones de los señores ministros y también
entre las de los señores individuos de la comisión.
Hemos dicho que en este debate rompió su silencio el señor Corti-
na. Tomó en efecto este diputado la palabra en contra después del señor
Benavides, y en el exordio de su discurso trató de explicar las causas de
su inacción. Eran éstas, según S.S., el deseo de que se manifestaran las
oposiciones moderadas y la división que había surgido en la oposición
progresista. ¡Pobre disculpa! ¿ué división ni qué actitud de los contra-
rios puede retraer a un diputado de decir la verdad a su país, de proponer
reformas y mejoras cuando tanto hay que reformar y mejorar? Aunque
el señor Cortina se hubiese quedado solo en esta tarea, que no habría
sido así, hubiera cumplido con su deber. Después de esta explicación
volvió a lo que parece tema obligado de los discursos de S.S. en la última
legislatura; es decir, a sus protestas de no sostener principios exagerados,
ni teorías avanzadas: vagas generalidades que nada dicen, si primero no
se determina cuáles son los principios exagerados y cuáles no, porque tal
principio podrá creer el señor Cortina exagerado que otros crean insu-
ciente, y en la confusión que se ha introducido en los partidos no es ya
tan fácil juzgar de los hombres sólo por sus antecedentes.
Buenas cosas dijo el señor Cortina y con gran copia de razones y
argumentos concluyentes atacó el proyecto, mas no por eso dejó éste
de recibir su sanción como ley a los pocos días, después de haberle
puesto el Senado su visto bueno.
A los quince días de estos debates, los diputados de la que ya se había de-
clarado “extrema izquierda” presentaron en la mesa la siguiente proposición:
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Al Congreso. Los diputados que suscriben, eles al principio de
reconocer y respetar en las demás naciones la perfecta independen-
cia que aman y sustentan para su patria, sienten con el más profundo
dolor que tomen consistencia los rumores de que el Gobierno de S.
M. dispone y apresura el embarque de una expedición militar contra
el Gobierno de la República romana. Demostraciones y resoluciones
de esta especie sólo pueden justicarse en casos muy señalados y por
circunstancias que no reúne la que parece tomada por el Gobierno de
S. M., siquiera se presente bajo la apariencia de un homenaje cristiano
ofrecido al jefe visible de la Iglesia católica.
»Menos se justican todavía cuando en vez de solicitadas son resis-
tidas por el pueblo que ha de experimentar sus efectos, y menos en n
cuando este pueblo se organiza y gobierna por principios y máximas
de derecho universal, dando un ejemplo de moderación y tolerancia
que jamás habrá de esperarse de los gobiernos impuestos por la fuerza.
»Últimamente, penetrados los que suscriben de esta verdad y de que
la silla del Pontíce tiene hoy por precio la libertad de la ilustre Roma, al
Congreso piden se sirva declarar que verá con sumo desagrado la salida de
una expedición militar para los Estados ponticios, así como cualquiera
otro género de demostraciones que diculten la reconciliación del Sobe-
rano Pontíce con sus amados hijos, los ciudadanos de la ciudad eterna.
Apoyada esta proposición por el señor Ordás, en un discurso en
que tuvo momentos felicísimos defendiendo los derechos de la huma-
nidad ultrajados, el derecho de gentes hollado, los fueros de la verdad
escarnecidos, se levantó el señor Pidal a anunciar, que el Gobierno ha-
bía dado ya las órdenes para que las tropas españolas salieran a contri-
buir a la obra de iniquidad que debía cometerse en Roma. Sostuvo el
señor ministro que el Gobierno estaba autorizado para la expedición
por la contestación al discurso de la Corona, y en cuanto a los subsi-
dios que para ella necesitaba pedir a las Cortes, aseguró “que hasta
aquel momento no había habido necesidad de recargar el presupuesto
ordinario con un solo real, y que tan luego como fuera necesario pre-
sentaría a las Cortes el oportuno proyecto de Ley”. Como este opor-
tuno proyecto de ley no ha sido presentado, debemos creer que no ha
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habido necesidad de recargar el presupuesto: bueno es que los repre-
sentantes del país lo tengan presente para lo sucesivo.
Al ponerse a votación la proposición, se levantó el señor Infante a
decir que ni S.S. ni sus amigos la votaban, porque en su concepto ataca-
ba a las prerrogativas de la Corona; cosa que, no habiéndosele ocurrido
ni aun al Ministerio, no era de esperar se ocurriese al señor Infante y a
sus amigos. Sin embargo, con perdón del acendrado celo de estos seño-
res por las prerrogativas reales, creemos nosotros que no es atacarlas ni
desconocerlas manifestar su opinión sobre el uso que se puede hacer de
ellas. Si todos hiciéramos buen uso de nuestros derechos y prerrogativas,
la sociedad española no estaría tan esquilmada y mal traída como se en-
cuentra. En suma, los que se unieron a la proposición de los diputados
de la extrema izquierda fueron los señores siguientes:
Huelves, Gálvez Cañero, Alsina, Calatrava, Martín, García (don
Mauricio), San Miguel, Alonso Cordero, Gasco, Madoz, Pérez, Labor-
da, Sardá, que con los señores Ordás Rivero, Aguilar y Puig, forman
un total de 17 diputados españoles, aunados para protestar solemne y
públicamente en el Parlamento contra la sustitución del derecho de la
fuerza bruta al derecho de gentes.
En los otros dos meses que transcurrieron desde que se presentó esta
proposición hasta la conclusión de las sesiones, en 14 de julio, reinó
igual calma que la anterior en el Congreso en punto a cuestiones po-
líticas; calma solamente interrumpida por los plácemes, felicitaciones,
apretones de mano, votos de gracias y enhorabuenas que de unos y otros
bancos unánimemente se dieron al Gobierno; y también por una pro-
posición del señor Polo llamando la atención sobre la manera indebida
con que inuyen los agentes del Ministerio en las elecciones. Las felici-
taciones unánimes del Congreso al Gobierno tenían por origen el de-
creto de amplia amnistía, esta vez de verdadera amnistía, publicado en 9
de junio. El Senado, con este motivo, dirigió un mensaje a la Reina; pero
el Congreso, sin duda, creyó que lo que importaba por lo pronto era dar
un voto de gracias al Ministerio y que para dar gracias a la Reina podía
ir cada uno en particular cuando quisiera. Así aprobó sin contradicción
la proposición del señor Egaña con aquel objeto.
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Respecto de la proposición del señor Polo y su discurso, diremos
que la una fue, como era de esperar, desechada, y el otro tuvo por ob-
jeto probar que no hay “elecciones” de diputados, sino “nombramien-
tos” de diputados “hechos por el Gobierno. Cuando el señor Polo,
que no es sospechoso de progresista y mucho menos de “demagogo”,
se explica así, ¿qué podremos añadir nosotros?
iV
Cuestiones económicas. Proposición del señor Sagasti. Incidente desa-
gradable. Proposición del señor Sánchez Silva. Interpelaciones del señor
Morón. Proposición del señor Belloso. Proposición del señor Morón.
Proyecto de reorganización del Banco de San Fernando. Ídem sobre
el empréstito forzoso de cien millones. Ídem sobre autorización para
plantear los presupuestos. Ídem sobre la reforma de los aranceles.
***
En la legislatura de cuya historia estamos tratando se ha entrado
en grandes cuestiones económicas a propósito de pequeños proyectos
de ley, en los cuales han empleado ambas Cámaras muchas sesiones.
En el Senado, todo fue bonanza y serenidad, salvo algunos ataques
bruscos del señor Marqués de Viluma al Ministerio, y de algunas aco-
metidas no menos bruscas de los señores Mon y Bravo Murillo al señor
Marqués de Viluma. A este señor senador debemos el conocimiento
de la famosa orden del señor Marqués de Molins, Vizconde de Roca
Mora, recetándose a sí propio doble paga mientras residiese en Aran-
juez. El mismo tuvo varias reyertas con el Gobierno, ya tratándose de
la miseria del clero, ya de presupuestos, ya del Banco de Fomento, con
el cual dijo el ministro de Hacienda que se habían tenido considera-
ciones por complacer al señor Viluma, lo que obligó al señor Viluma
a pedir la lectura de ciertos documentos curiosos y edicantes. Esta
lectura, sin embargo, habiendo quedado para el siguiente día, no tuvo
efecto porque el señor presidente dijo que era ajena de la cuestión, con
lo cual el señor Viluma y el Ministerio, que sin duda habían tenido
tiempo de reexionar, se dieron por satisfechos.
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Pero en el Congreso, las cuestiones económicas fueron más agitadas
y produjeron aún más peripecias que las políticas. Empezaron aquéllas
con una proposición del señor Sagasti para que el Gobierno presentara un
extracto de cuenta de lo recaudado e invertido en 1848. Fundaba este di-
putado su petición en el artículo 75 de la Constitución que dice así: “To-
dos los años presentará el Gobierno a las Cortes el presupuesto general
de los gastos del Estado para el año siguiente y el plan de contribuciones
y medios para llenarlos, como asimismo las cuentas de la recaudación e
inversión de los caudales públicos para su examen y aprobación. Contes-
tó el señor Mon diciendo que el señor Sagasti “‘no sabía lo que pedía, y
que pedía un imposible, por lo cual el señor ministro creía que para evitar
que los diputados pidiesen cuentas sin saber lo que se hacían, convendría
que hubiese cierta preparación, ciertos estudios, y sobre todo un examen
previo para sentarse en los bancos del Congreso. En lo mucho que va pro-
gresando entre nosotros el sistema de los moderados, no extrañaremos
que lo que deseaba el señor Mon llegue a vericarse, y entonces será de
ver a los diputados con los ojos bajos, y los brazos cruzados sobre el pecho,
presentarse en ademán contrito a los señores ministros para que les vayan
examinando en sus respectivos ramos.
Según el señor Mon, era un absurdo pedir las cuentas del año 48 en el
año 49, porque a causa de los malos caminos todavía no estaban las de los
pueblos en manos de los intendentes, que debían remitirlas a las ocinas
generales. Si el 25 de enero no podían haber llegado todavía las cuentas
desde los pueblos de cada provincia a sus respectivas capitales por el mal
estado de los caminos, siguiendo la proporción, en 25 meses no podrían
llegar a Madrid despachadas por los intendentes, y en este caso, no sólo era
absurdo pedir las cuentas de 1848, sino hasta las de 1846.
Pero el señor Mon lanzó después un ataque terrible contra el Con-
greso diciendo:
“Se lamenta el señor Sagasti, y dice: ¡Las cuentas! Señores, esta es
una cuestión a que todos los años se contesta, y siempre se reproduce,
desconociendo los motivos por los cuales no se examinan las cuentas
en las Cortes como deben examinarse. Yo llamo sobre esto la atención
del Congreso. Pasan las cuentas al tribunal mayor, quien las examina, y
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después que las aprueba, quedan como pasadas por autoridad de cosa
juzgada. Vienen después aquí, y descansan en paz en el archivo sin que
nadie las toque y sin que ningún diputado se llegue a examinarlas.
A esta acusación contestó la Comisión de cuentas en 16 de junio
con un dictamen en que se lee el párrafo siguiente:
“La Comisión de cuentas ha examinado los extractos de las co-
rrespondientes a los años de 1842 a 1848 inclusive, remitidos por el
Gobierno al Congreso en sus respectivas épocas para cumplir con el
precepto constitucional; y observando que ninguna comisión había
dado dictamen sobre el extracto correspondiente a cada uno de los
siete años transcurridos, trató de inquirir la causa de semejante pro-
ceder, y en su juicio la halló en que estando reducidos estos extractos
a demostrar el producto en cada año de las rentas y contribuciones
públicas y su distribución en globo por ministerios, nada había que
observar después de comprobada la exactitud del cargo con la data.
Ahora, visto el alegato de ambas partes, nuestros lectores darán su fallo.
Entretanto diremos que ofendido con sobrada razón el señor Sa-
gasti, de que el señor Mon le hubiese querido sujetar a previo examen,
dijo que no se dejaba insultar de nadie; lo cual exaltó la bilis del señor
presidente del Consejo de Ministros, y después, fuera del Congreso, en
presencia del jefe político de Madrid y de otros personajes moderados
y progresistas, pasó una escena entre el señor Narváez y el señor Sagasti
digna de los tiempos en que se apelaba al juicio de Dios poniendo la
razón en la punta de la lanza. Triste cosa es que los elegidos por el país
para hacer las leyes, los encargados de ejecutarlas y los que cuidan de su
observancia, den el ejemplo de su infracción, quedando de este modo
impotentes para hacerlas respetar. Triste cosa es que con su conducta
contribuyan a acreditar una de las ideas más absurdas que ha podido
inventar la locura humana, a saber: que el honor consiste en dar a su
contrario o recibir de él una estocada o un tiro. Tan funesto ejemplo no
ha dejado de tener imitadores, y actualmente tenemos que deplorar las
consecuencias de uno de esos extravíos de la razón. Como quiera, justo
es confesar que la provocación no procedió del digno diputado progre-
sista, el cual creyó cumplir, y en nuestro sentir cumplió leal y discreta-
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mente con su deber, reclamando la observancia de uno de los preceptos
constitucionales más importantes para el buen gobierno del país.
Después de este exabrupto de los señores Narváez y Sagasti, los cua-
les al día siguiente se dieron las explicaciones satisfactorias que deberían
haberse dado el día anterior, presentó el señor Sánchez Silva una pro-
posición para que el Congreso declarase que era de urgente necesidad
para el servicio del Estado que el Ministerio presentase los presupuestos
de gastos e ingresos. Dos meses hacía que se había abierto la legislatura;
nueve meses habían estado interrumpidos los trabajos de las Cortes, y
a pesar de todo, el Gobierno no se había cuidado de cumplir con este
deber. El Congreso, sin embargo, desechó la proposición, declarando en
consecuencia que la presentación de los presupuestos a los dos meses de
legislatura, no era un negocio urgente. Bueno es observar que las Cortes
actuales no han discutido todavía un presupuesto, si bien han permitido
que se introduzcan en ellos todos los aumentos de gastos que el Ministe-
rio ha tenido por conveniente proponer.
Diez días después los presentó el señor Mon, divididos en presu-
puesto ordinario y presupuesto extraordinario. En el primero, presen-
taba el señor ministro un recargo de 50 millones en la contribución de
inmuebles; y en el segundo, pedía unos 138 millones y medio en que se
comprendían 25 millones para el pago de la “cuarta parte” del emprés-
tito forzoso de 100 millones que prometió pagarse por entero; varias
cantidades destinadas al Banco de San Fernando; otras para los gastos
de la guerra civil de Cataluña; 12 millones para pagar a la Reina sus atra-
sos; cerca de ocho millones para “indemnizar” a la empresa de Guarda-
costas de los perjuicios que dijo haber sufrido en el pronunciamiento
de septiembre de 1840, y algunas más cantidades pequeñas para otros
objetos. Proponía además el señor Mon, que respecto de las clasicacio-
nes de empleados para cesantía o jubilación, quedasen derogadas todas
las aclaraciones, explicaciones o concesiones que se hubiesen hecho con
posterioridad a la ley de 26 de mayo de 1835, y que, dándose a esta dis-
posición un efecto retroactivo, se procediese a una nueva clasicación
de todos los cesantes y jubilados que cobraran sus haberes en España y
en Ultramar. Por resultado de esta clasicación, habría un insignicante
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ahorro para el Tesoro, al paso que vendrían a quedar privados de su ce-
santía o jubilación aquellos que para obtenerla, con arreglo a las disposi-
ciones vigentes, habían contado como años de servicio los transcurridos
desde 1823 a 1833 en que estuvieron en la emigración, en los destierros
y en los calabozos. Tal era el pago que el señor Mon proponía se les diese
en premio de su consecuencia política y de su amor a las instituciones
liberales, y esto en el último período de su vida, cuando ya no podían
dedicarse a otros trabajos para proporcionarse el sustento.
Semejante medida, el recargo de los 50 millones en la contribución
de inmuebles, y los aumentos consignados en el presupuesto extraor-
dinario suscitaron la indignación general. Los presupuestos entretan-
to pasaron a la comisión, donde los dejaremos por ahora.
El señor Gonzalo Morón, infatigable y hábil en su oposición al
Ministerio en materias económicas y administrativas, interpeló al día
siguiente al señor ministro de Hacienda para saber si estaba dispuesto
a presentar, a lo menos para que el Congreso “los viese”, los presupues-
tos de Ultramar. Tocar a los presupuestos de Ultramar no parece sino
que es tocar a las niñas de los ojos del señor Mon: así S. S. dijo que no
podía consentir de ninguna manera en que se presentasen semejan-
tes presupuestos; que la cosa era muy grave y podría traer muy fatales
consecuencias; y por último, que los diputados no entendían jota en
materias ultramarinas. Lo único que prometió a duras penas el señor
ministro de Hacienda, y por cierto que no tenemos la menor noticia
de que lo haya cumplido, fue presentar un estado de los ingresos de
aquellas provincias y de la aplicación que se les da. Igual reclamación
se hizo en el Senado y del mismo modo fue contestada: tampoco los
Senadores, en concepto del señor Mon, entendían de tales materias.
Y sin embargo, cuando en los presupuestos de la Península, los cuales
aunque no se discuten “se ven, hay tantos abusos, hay tanto que refor-
mar, ¿qué sucederá en unos presupuestos que no se ven siquiera?
No se contentó con esta interpelación el señor Morón; también
preguntó al Conde de San Luis si estaba dispuesto a presentar un resu-
men de lo que importaban los presupuestos municipales y provincia-
les en los años de 1848 y 1849, para saber lo que por todos conceptos
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pagaba el país. El ministro de la Gobernación tuvo la galantería de
contestar que todos los datos que existiesen en su Ministerio estaban
a disposición del señor Morón y de los demás señores diputados, con
lo cual el interpelante no podía menos de darse por satisfecho. El pú-
blico, sin embargo, se ha quedado sin saber cuánto se paga, porque si
tales presupuestos se presentaron, de lo cual no estamos muy seguros,
es lo cierto que no se publicaron ni se dio razón de ellos.
Siguió a estas interpelaciones una proposición del señor Belloso en
27 de febrero, para que según fueran despachándose los presupuestos
por las respectivas comisiones de los diferentes ramos y aprobándose
por la comisión general, se sometieran al Congreso con el objeto de
aprovechar el tiempo y discutirlos con todo detenimiento. La idea era
buena, pero no fue aceptada. Se creyó mejor aguardar a que estuviese
despachado todo, y para entonces se prometió una discusión de las
más amplias, latas y solemnes que pudieran recordar los fastos parla-
mentarios. Luego veremos lo que fue esta discusión.
Volvió el señor Morón a la carga el 3 de marzo apoyando la propo-
sición siguiente:
“Convencidos los diputados que suscriben de la necesidad de que se
adopte el sistema de la más amplia y lata publicidad en todo lo que se ree-
re a la recaudación y distribución de los fondos públicos, tienen el honor
de proponer al Congreso se sirva acordar las resoluciones siguientes:
»1ª ue el Congreso de Diputados se encargue de la impresión
anual de los presupuestos y de todos los documentos importantes que
tengan relación con los mismos.
»2ª ue la Comisión de Cuentas examine el extracto de las pre-
sentadas por el Gobierno relativas a los años 1842, 1843, 1844 y 1845,
e informe al Congreso sobre el resultado que tengan las mismas.
»3ª ue el Gobierno presente los últimos presupuestos de la Isla
de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, con el objeto de que estudiados por
la Comisión de Hacienda, proponga al Congreso de la regla que con-
venga seguir respecto a la intervención que el mismo debe tener en los
presupuestos de Ultramar.
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»4ª ue el Gobierno al tiempo de presentar los presupuestos de la
Península, presente igualmente los de Ultramar, para que el Congreso
adopte la resolución que crea más acertada.
Con motivo de esta proposición volvió a suscitarse el debate sobre
cuentas y presupuestos de Ultramar, sin que por eso se adelantara un
paso con el señor Mon, el cual se encastilló en las razones que había
dado antes. Respecto de la impresión de los presupuestos y documen-
tos importantes, cosa tan necesaria para la debida publicidad, el Go-
bierno no se opuso abiertamente, pero hizo ver que “esto aumentaría
el presupuesto de gastos”, y que era necesario hacer economías: con lo
cual todo el mundo quedó plenamente convencido de que el Gobier-
no actual es el más económico y morigerado, y que en esto de despilfa-
rros está tan puro y tan virgen como la madre que lo parió. Así por lo
menos debía creerse, vista su melindrosa escrupulosidad.
Presentose a poco tiempo una cuestión importante: la cuestión de
reorganización del Banco de San Fernando. La comisión, de acuerdo
con el Gobierno, propuso un proyecto en que se establecía el peor de
los monopolios, el monopolio del crédito. Concedíanse en él privile-
gios exclusivos al Banco de San Fernando, respetándose en parte los de
Cádiz y Barcelona, más bien por ser privilegios que por ser mejoras, y
abríase la puerta al Gobierno para que siguiera celebrando los contra-
tos que habían arruinado el Tesoro sin salvar el crédito, asaz mal feri-
do, de aquel establecimiento. La discusión que promovió este proyecto
fue larga y reñida. El señor Bermúdez de Castro, orador de la oposición
moderada, se levantó el primero a sostener el principio de libertad de
Bancos, y en la exposición de la teoría, a pesar de ser la materia árida de
suyo, estuvo claro, lógico y brillante. Esta lógica, claridad y brillantez
en las teorías, hubiéralas perdonado de buena gana el señor Mon, si no
hubiese el señor Bermúdez de Castro demostrado las mismas cualidades
en muchas de las cuestiones prácticas a que luego descendió. Probó este
diputado que no era un proyecto de interés público lo que se proponía
por el Gobierno, sino un proyecto, única y exclusivamente ideado en
benecio del Banco de San Fernando, que por haberse mezclado en ne-
gociaciones ajenas de su institución, se había hallado en un lastimoso
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estado de descrédito. Descorrió después el velo deslumbrador con que
el señor Mon había querido cubrir sus actos administrativos en 1845 y
1846, y allí salieron a relucir los contratos con el Banco, la conversión
de las libranzas y otras muchas lindezas, entre ellas, que habiendo im-
portado en aquellos dos años los ingresos del Tesoro cuatrocientos trece
millones más que los gastos, éstos no fueron satisfechos por completo.
También el señor Polo ayudó al señor Bermúdez de Castro a denunciar
los escándalos a que había dado lugar la unión nefanda del Banco y del
Gobierno, y declaró que en lo más recio de la crisis del verano último,
aquel establecimiento, al paso que por un lado se veía reducido a usar de
miserables subterfugios para no pagar sus billetes, por otro, hacía nuevas
emisiones para sacar de sus apuros al Ministerio.
El señor Morón fue el último que habló en contra, y ya nada nuevo
tenía que decir. Lo notable de este debate fue sin duda el discurso del
señor Cantero en favor del Banco y del Gobierno. El señor Cantero ha
pasado siempre, pasa ahora, y se anunció entonces como progresista; sin
embargo, declaró que si este partido llegaba al poder y S.S. era llamado a
la dirección de la Hacienda, seguiría en iguales circunstancias la misma
marcha que el señor Mon respecto de los contratos con el Banco. El señor
Cantero, no embargante todo su progresismo, defendiendo el proyecto,
defendió la teoría del monopolio y de los privilegios. A no saber los an-
tecedentes del señor Cantero, jamás por su discurso habríamos podido
venir entonces en conocimiento de que era progresista; pero después nos
hemos convencido de que hay muchos progresistas que no están reñidos
con los privilegios ni con el monopolio. El señor Mon defendió su causa
como Dios le dio a entender, sacó estados, leyó largas columnas de nú-
meros, atacó al señor Bermúdez de Castro por otra conversión hecha en
tiempo del señor Carrasco, y no muy beneciosa al Tesoro, y si no a fuerza
de razón, a fuerza de votos, consiguió sacar a salvo su proyecto.
Vino después el destinado a dar carácter legal al decreto sobre el
empréstito forzoso de 100 millones, cuya cantidad, según los térmi-
nos en que aquél estaba concebido, debía reembolsarse por completo
en dos plazos: en 1º de febrero y 1° de agosto. El primer plazo había
ya transcurrido sin novedad, y el segundo ha estado muy a pique de
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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transcurrir del mismo modo. Ambos han pasado sin cumplirse exac-
tamente lo que en aquel decreto se prometió, que fue la restitución
íntegra. El señor Sánchez Silva hizo ver los defectos del proyecto en
cuanto establecía que para el reembolso se atuviese el Gobierno a lo
dispuesto en la ley de presupuestos, es decir, al pago por cuartas partes
y en dos años, debiendo ser en el actual y por mitades. También se que-
jó el señor Sánchez Silva de que no se hubiese repartido esta contribu-
ción a las Provincias Vascongadas, como parte integrante del Estado
que debía contribuir, lo mismo que las demás provincias, a sostener
sus cargas. A pesar de las razones del diputado progresista, la mayoría
complaciente aprobó el proyecto tal como lo presentaba el Gobierno.
Por n, el 1° de mayo, la comisión general de presupuestos sometió
al Congreso sus dictámenes y votos particulares. El primer dictamen
versaba sobre los presupuestos propiamente dichos, y es un documento
curioso e instructivo. De él puede decirse con verdad que no hay pero
que ponerle, porque tiene en sí todos los peros posibles. Veamos si no.
En el presupuesto de Estado, la comisión dice en su preámbulo que
cree que podría hacerse algunas economías; “pero...” propone que se
conceda al Gobierno lo que solicita.
En el de Gracia y Justicia, la comisión ha encontrado al Gobierno
demasiado parco, y propone un aumento de 282,480 reales para subir
el sueldo de los presidente de Sala de las Audiencias, sin lo cual, por lo
visto, sería imposible arreglar la administración de justicia y salvar la pa-
tria. El aumento de un alguacil en cada uno de los juzgados de primera
instancia de esta Corte era también una de las grandes necesidades de
la época; por lo mismo, la comisión propone esta importante reforma.
En el Ministerio de la Guerra, la comisión, en su sincero deseo de
aliviar las cargas de la nación, pensaba proponer algunas economías;
pero... se ha convencido de que debía aprobar el crédito que el Go-
bierno pide.
En el capítulo de Marina, la comisión desearía dar al Gobierno
más de lo que pide; “pero..., todo bien considerado, propone que no
se haga innovación en lo que el Gobierno señala a este presupuesto.
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En cuanto al Ministerio de la Gobernación, la comisión opina que
pueden quedar suprimidas cuatro plazas de consejeros reales que han
resultado vacantes; “pero..., en cambio, es preciso salvar la omisión
involuntaria que ha padecido el Gobierno no incluyendo el sueldo de
20.000 reales señalado al abogado scal del Consejo Real.
Respecto de los gastos del Ministerio de Hacienda, la comisión
hubiera deseado introducir algunas economías importantes; “pero...
por éstas y las otras razones, cree que lo que debe hacer es proponer
un aumento de 120.000 reales para la impresión de los presupuestos
después de sancionados.
Por último, tocante al Ministerio de Comercio, Instrucción y
Obras públicas, la comisión hace aquí una rebaja, allí un aumento,
acá un trastrueque, acullá una supresión; “pero..., en último resultado,
viene a conceder al Gobierno la cantidad que solicita.
En resumen, comparado lo que pedía el Gobierno con lo que le con-
cedía la comisión, resulta que ésta rebajaba 721,000 reales en el presu-
puesto de gastos; “pero... aumentaba 1.083,480; lo cual equivale a dar al
Gobierno 362,480 reales más de lo que él mismo había solicitado.
El segundo dictamen versaba sobre el artículo del Gobierno rela-
tivo a cesantías y jubilaciones, y la comisión proponía todas las exen-
ciones necesarias para quitarle el carácter de odiosidad que tenía. Un
voto particular del señor Sierra y otros limitaba las exenciones a me-
nor número.
Mencionaremos por último los seis votos particulares presentados
al primer dictamen: el primero era relativo a la impresión de los códi-
gos, y estaba destinado a aclarar el sentido del artículo; rmábanlo los
señores Moyano, Miota, Fernández, Villaverde, Oliván, Belza, Infante
y Martínez. El segundo pedía que los bienes de propios no pagasen el
20 por 100 solicitado por el Gobierno: estaba rmado por el señor
Moyano. Suscribía el tercero el señor Polo, y proponía que se rebajase
a 250 millones la contribución de inmuebles, y que se pagasen en este
año 50 millones para el reembolso del empréstito forzoso. El cuarto,
que era de los señores Escudero y Areitio, proponía que se aproba-
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sen los presupuestos tales como los había presentado el Gobierno. El
quinto y más importante, rmado por los señores Cantero, Infante
y Huelves, proponía que además de rebajarse 50 millones en la con-
tribución de inmuebles y de pagarse en el año actual 50 millones del
empréstito forzoso, se redujera la dotación de la Reina a los 28 millo-
nes que le señalaron las Cortes en los presupuestos de 1835, en vez
de los 34 millones que sin bastante explicación le asignó el Gobierno
desde 1845. Opinaban también los autores del voto que se suprimiera
la partida de 2.400.000 reales señalada como dotación al Rey; que se
rebajara a dos millones la dotación de la Infanta; que sólo se pagaran 4
millones por atrasos a S. M., en vez de los 12 que pedía el Gobierno en
su presupuesto extraordinario; que se borrara la partida de 7.906.725
reales consignados para la empresa de Guardacostas; que se hiciese
una economía de tres millones y medio, reduciendo el número de uni-
versidades; y por último, que pues la guerra de Cataluña tocaba a su
término, se rebajasen 10.722.508 reales del presupuesto extraordina-
rio de la guerra. Finalmente, en el sexto voto particular decía su autor,
el señor Infante, que estaba de acuerdo con sus compañeros Cantero
y Huelves en todo menos en lo relativo a la dotación de la casa real.
Por esta sencilla y breve exposición que acabamos de hacer se cono-
cerá cuán amplio, detenido y minucioso debía ser el debate para resolver
con acierto entre tal diversidad de pareceres. El Gobierno sin embargo
quiso ahorrar camino, y al día siguiente se presentó retirando las dis-
posiciones relativas a las clases pasivas, y sometiendo al Congreso un
proyecto para que se le autorizase a poner en planta los presupuestos,
tales como los había presentado la mayoría de la comisión general en
su famoso dictamen de los “peros. Este proyecto pasó a las secciones
con urgencia, y a los cuatro días ya había dado la comisión su parecer.
El señor Bermúdez de Castro, individuo de ella, presentó su voto parti-
cular, reducido a rebajar a 250 millones la contribución de inmuebles; a
suprimir la partida destinada a la empresa de Guardacostas, y a que sin
perjuicio de sus derechos sólo se pagaran en este año nueve mensualida-
des a las clases pasivas. Después de este voto diez y ocho individuos del
Congreso presentaron cada uno su enmienda al proyecto.
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Comenzó la discusión por el voto del señor Bermúdez de Castro: y
el señor Rey, como de la comisión, salió a la palestra para combatirlo,
haciendo la historia de los debates en el seno de la comisión general.
Donde este orador estuvo más patético fue hablando de las viudas y
de las nueve pagas que proponía el señor Bermúdez de Castro. Las
viudas, decía el señor Rey con voz conmovida, tienen derecho a ver
consignadas en el presupuesto sus doce pagas completas: ¡pues no fal-
taba más! La comisión no puede dejar de ser rigidísima en este punto;
si se tratara de que cobrasen esas doce pagas, ya sería otra cosa; pero
en cuanto a consignarlas, la comisión no cederá en lo más mínimo;
quiere dar a las viudas ese consuelo. Y en efecto, el Congreso, escrupu-
loso en esta parte, dio la razón al señor Rey, y los progresistas votaron
también contra el señor Bermúdez de Castro, no por las reformas que
proponía, sino por las que dejaba de proponer.
Vino luego la discusión de las diez y ocho enmiendas. Todas ellas
proponían alguna reforma; la mayor parte tendían a hacer rebajas en
el presupuesto de gastos; otras, sin embargo, se dirigían a aumentarlo,
y una había en que se solicitaba que los actuales presupuestos rigiesen
también para el año de 1850, a n de entrar de lleno en la observan-
cia del artículo constitucional, que previene que sean discutidos de
un año para otro.11 El Congreso desechó ésta y las que se dirigían a
obtener rebajas, y aprobó las que proponían aumentos. Así quedó au-
torizado el Gobierno, no sólo para lo que había pedido, sino también
para dar 360.000 reales a la empresa que redacta los códigos, y para
contraer un empréstito de 24 millones destinados a la construcción de
líneas telegrácas y mejora de presidios.
Pues, en el Senado no tuvo menos fortuna el Gobierno: los señores
senadores lo aprobaron todo, y la discusión fue en aquel cuerpo tan a
la ligera, que la mayor parte de los discursos de la comisión se reduje-
ron a esta simple fórmula: “la comisión no admite la enmienda.
El 21 de mayo presentó el Gobierno un proyecto de ley de reconoci-
da utilidad, si bien endeble y mezquino, cual fue el proyecto de reforma
de aranceles, y en medio de la agitación que esto produjo en algunos
11 Véanse estas enmiendas en el Diario de las Sesiones, apéndice al número 95.
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bancos, se le ocurrió al señor Sánchez Silva dar un ataque enérgico a los
fueros de las Provincias Vascongadas, ataque para el cual se había prepa-
rado de antemano con gran copia de noticias y datos. Fundó este ataque
S. S. en lo chocante que es en la época actual que haya privilegios de
que gocen unas provincias sobre otras, cuando todas deben contribuir
igualmente a las cargas del Estado y todas deben vivir bajo unas mismas
leyes. De donde deducía el señor Sánchez Silva que los fueros de las Pro-
vincias Vascongadas deberían desaparecer por completo. Nosotros con-
cedemos la premisa; pero no nos parece lógica la consecuencia. Cierto
que deben regir unas mismas leyes en toda la Península; cierto que todas
las provincias deben contribuir igualmente a sostener las cargas genera-
les del Estado: pero creemos que el medio de establecer esta unidad no
es suprimiendo lo bueno que tengan los fueros vascongados, sino apli-
cándolo a las demás provincias. Nosotros, por ejemplo, pedimos para
todo el país, entre otras cosas, abolición de las quintas, desestanco del
tabaco y de la sal, organización municipal y provincial bajo principios
populares. Ahora bien, si hay unas provincias que gozan estas ventajas,
eso tenemos adelantado, para cuando llegue el caso de extenderlas a las
demás. ¿A qué quitárselas a las que las poseen cuando a las que no las po-
seen queremos dárselas? Por consiguiente, en nuestro sentir hay fueros
en las Provincias Vascongadas que se deben conservar, no para dar un
privilegio a esas provincias, sino para convertirlos en derecho común de
todas. ¿Y mientras tanto?, se nos dirá; mientras tanto, responderemos,
ya que las Vascongadas por sus circunstancias particulares han sido más
felices que las demás provincias, no vayamos a quitarles por envidia lo
que al n han de tener todas las restantes de la nación por justicia y con-
veniencia. El señor Ega defendió su causa con calor y acaso también
con exageración.
Pero volviendo a los aranceles, diremos que después de una inter-
pelación del señor Ortiz Gallardo para que el Gobierno removiese los
obstáculos que se oponen a la libre navegación del Duero, la comi-
sión dio su dictamen sobre aquel proyecto a los quince días de haberlo
presentado el Gobierno. Habíanse conmovido los fabricantes de telas
de algodón en Cataluña creyéndose perjudicados en sus intereses con
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el mencionado proyecto, y las distintas asociaciones industriales es-
tablecidas en Barcelona habían enviado a Madrid sus comisionados.
Los partidarios de la prohibición en materias de comercio se agitaban,
iban y venían de la comisión al Ministerio, del Ministerio a casa de
los personajes de privanza. Reuniéronse, según rerió un periódico
al parecer perfectamente informado, reuniéronse todos en casa de un
diputado catalán y nombraron comisiones de “estrategia” para opo-
nerse a que se llevara a cabo semejante proyecto; fueron y vinieron
instrucciones de la Corte a Barcelona y de Barcelona a la Corte, y se
celebraron repetidas conferencias con el Gobierno y con la comisión.
Del preámbulo que ésta puso por cabeza de su dictamen, debemos
extractar algunos párrafos que dan una idea del espíritu general que en
todo él dominaba. Decía la comisión de esta manera:
“Bien conocerán todos los señores diputados que al aprobar en su
esencia el proyecto presentado por el Gobierno, «no han creído los
individuos de la comisión que realizaban su propio pensamiento».
Lejos de eso, creen que la parte que se reere especialmente a la indus-
tria algodonera, y en general, a la cuestión entera de las prohibiciones,
«queda intacta». El Gobierno no resuelve ni de un modo ni de otro
la cuestión económica; el Gobierno se limita a conservar en cuanto
a algodones todo lo que existe de la manera y con las mismas condi-
ciones que tiene hoy y que viene teniendo desde tiempos antiguos y
especiales, señaladamente desde el reinado de Carlos III ... ... … … … …
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
»Puede asegurar aún más la comisión al Congreso. Ha sido tan
escrupulosa en este punto que «a pesar de estar convencida de que
no se hacen en España, en cantidad comercialmente apreciable, telas
crudas y blancas de más de 18 kilos en la urdimbre y en ¼ de pulgada
española, se ha abstenido de introducir en el proyecto del Congreso la
novedad de admitir a comercio aquéllas al menos desde 20 a 22 hilos.
¿Por qué? Por dejar mayor ensanche a nuestra fabricación; porque si
quiere progresar, progrese sin encontrar ningún género de obstáculo,
y «para que se vea que la protección que se concede pasa mucho más
allá de los límites de la conveniencia pública» ... … … … … … … … … …
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
»Resulta, pues, que hoy no resuelve la cuestión económica algo-
donera, sino una mera cuestión de aranceles scales; que al resolverla
«se va más allá de lo justo» para proteger nuestra industria, y que
ésta se conserva intacta con las mismas condiciones que tenía desde
tiempos antiguos”.
En efecto, la comisión no proponía que se admitiesen en España
aquellos géneros que las fábricas de Cataluña producen, “sino algunos
de los que no producen; y con tan tímido y vacilante paso se entraba
en la reforma, que la misma comisión, como acabamos de ver, confe-
saba que había pospuesto la justicia y la conveniencia pública al deseo
de agradar a los fabricantes de telas de algodón.
Pues, todavía no se dieron por contentos los representantes de las
fábricas, y por resultado de nuevas conferencias y nuevas idas y veni-
das, anunció el 13 de junio el señor Infante, presidente de la comisión,
que aun sacricando su opinión algunos de sus individuos, se habían
hecho en el proyecto ciertas alteraciones en sentido más restrictivo.
Para nosotros, que queremos la libertad completa y absoluta de
comercio, y que estamos persuadidos de que las provincias que más
han de ganar en ello serán las catalanas; para nosotros, que creemos
que el mejor de los aranceles es no tenerlos, dicho se está que habrá de
ser mezquina y miserable la proyectada reforma. Sin embargo, bajo un
aspecto nos parece grande, y por eso aplaudimos al Gobierno por ha-
berla intentado y a las Cortes por haberla sancionado: bajo el aspecto
de que se rompe la valla, de que se da el primer paso en la pendiente
que nos ha de llevar a la realización de nuestras doctrinas.
Diez y nueve enmiendas se presentaron en la discusión ya en favor
de una, ya en favor de otra industria. El debate fue amplio, solemne,
grande, así en el Congreso como en el Senado; los diputados catala-
nes hicieron prodigios y apelaron a todos los recursos de la elocuen-
cia; algunos senadores, y especialmente el señor Peña Aguayo, recién
convertido al partido prohibicionista, defendieron su terreno palmo
a palmo. Nosotros, sin embargo, no oímos un argumento siquiera en
favor de la prohibición ni de la protección que pudiese tener alguna
fuerza. ue se iba a perjudicar a la industria; que se iban a cerrar las
670
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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fábricas; que Inglaterra había sido siempre prohibicionista hasta sir
R. Peel, y ahora se trataba de que volviese a serlo; que la industria en
España había progresado mucho; que toda industria necesitaba pro-
tección: tal era el círculo en que se encerraron todos los oradores.
Pero, ¿cómo es posible, preguntamos nosotros, proteger especial-
mente una industria sin perjudicar las demás? Si tratamos, por ejemplo,
de fomentar la industria minera prohibiendo la importación del carbón
de piedra, dañamos a la industria algodonera, que puede introducir su
carbón a precios cómodos; si, al contrario, declaramos libre de derechos
la introducción del carbón, ¿no podrán quejarse los mineros del privile-
gio concedido a otra industria? Lo mismo podemos decir de la sedería,
de la lanería, en una palabra, de todas las industrias, porque todas tienen
un lazo común que las une y es imposible adoptar medidas especiales
con una, que no inuyan más o menos directamente en todas las demás.
De aquí resulta, que para evitar toda suerte de privilegios odiosos, es
necesaria una de dos cosas: o extender la prohibición o la protección
en benecio de todas y cada una de las industrias, o no concedérselas a
ninguna. Lo primero, dado que fuera posible, sería un aislamiento más
riguroso que el establecido en la China, la falta absoluta de muchos ar-
tículos que en España no se producen, el abandono de la agricultura, la
paralización del comercio. Lo segundo, es la libertad comercial en toda
su extensión. Uno y otro sistema son lógicos y se comprenden, siquiera
el uno sea evidentemente malo: lo que no se comprende es el sistema
ecléctico de la protección que reúne los inconvenientes de los dos. Entre
estos extremos absolutos sin duda alguna existe, como ya en otra parte
hemos demostrado, no un empírico medio término, sino una fórmula
sintética que negándolos alternativamente los concilie en el seno de una
idea compleja, de un tercer principio, en una ley superior que al absor-
berlos los ponga en armonía. ¿Cuál es esta ley? Nadie aún la ha descu-
bierto; pero, sin embargo, hay una cosa averiguada, y es que para hallarla
es preciso realizar primero y completamente los elementos que en su
composición deben entrar. La prohibición ha hecho sus infructíferos
ensayos: la libertad debe poner por obra los suyos. La ciencia en seguida
formará la balanza de la verdad y del provecho.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
Diremos para concluir sobre este punto, que el partido progresista,
a excepción de alguno que otro diputado por las provincias catalanas,
así en el Congreso como en el Senado, votó en favor del proyecto, el
cual a muy luego fue sancionado por la Corona.12
V
Cuestiones administrativas. Proyecto de ley sobre travesías de caminos ge-
nerales. Ídem sobre dotación de los directores de caminos vecinales. Ídem
sobre el establecimiento del impuesto sobre faros. Ídem sobre el camino de
hierro de Langreo a Gijón. Ídem sobre roturación de terrenos. Ídem sobre
construcción del canal de San Fernando. Ídem sobre beneficencia. Ídem
sobre prisiones. Ídem sobre dotación del culto y clero. Ídem sobre enjuicia-
miento por el Senado. Ídem sobre arreglo de pesas y medidas. Ídem sobre
el camino de hierro de Aranjuez. Proyectos de menor importancia.
***
En esta legislatura se ha mostrado el Gobierno muy solícito en pro-
curar a las Cortes trabajos de esos que se llaman de interés material; y
el presente capítulo está destinado a dar una idea de cada uno de ellos,
así como de las cuestiones administrativas que se han debatido.
La primera cuestión de que tuvieron que tratar los Cuerpos Co-
legisladores fue la importante de caminos. El Gobierno presentó al
principio de la legislatura dos proyectos de ley, uno dictando varias
reglas para el cumplimiento de la obligación que por las disposicio-
nes vigentes tienen los pueblos situados en las carreteras principales
de costear la construcción y conservación de las mismas en la trave-
sía respectiva y en las 325 varas de entrada y salida; otro para dar un
sueldo que pueda llegar a diez mil reales a los directores de caminos
vecinales, siendo éstos nombrados por el Gobierno y aquel pagado de
los presupuestos municipales. Al considerar estos dos proyectos con
que inauguraba el Poder sus reformas sobre caminos, no parece que
pudiera salir un más ridiculus mus del mons parturiens ministerial. De
12 Véanse para esta discusión la sesión del 13 de junio y siguientes en el Congreso, y del 7 al 12 de
julio en el Senado. Diario de las Sesiones.
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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esperar era, en efecto, o por lo menos de desear, que al n se presen-
tara un plan general bien combinado sobre caminos, un sistema vas-
to y completo, cuyas diversas partes fuesen ejecutándose en razón de
su urgencia relativa, aprovechando los capitales empleados en otras
obras, ahora paralizadas, y que con cortos sacricios podrían ser pro-
ductivos. Cierto que no es tan fácil formar un plan general de obras tal
como debía formarse; pero si tanto era el afán del Gobierno por some-
ter a las Cortes proyectos de esta especie, pudo y debió presentar ante
todo, una relación minuciosa del verdadero estado de nuestras vías
de comunicación clasicando con separación las que se pudieran dar
por terminadas en su totalidad, las que necesitaran terminarse con la
nueva construcción de algunos trozos, las que exigieran reparaciones
considerables, y por último, las correcciones que hubieran de hacerse
en el trazado de algunas otras de las que se dan tal vez por buenas. A
este estado hubiera podido acompañar un proyecto para ejecutar las
obras; y con las necesarias economías en otros artículos del presupues-
to, y con la supresión de gastos inútiles, habrían podido destinarse a
ese importante objeto sumas cuantiosas. En materia de obras públicas
todo está por hacer, aún las mismas obras. ¡Y en este estado vino el
Gobierno presentando un proyecto como el de travesías y otro para
dotar a los directores de caminos vecinales!
En verdad que el Ministerio de Obras públicas estaba pobre de
inuencia, y era necesario darle facultad de nombrar 450 empleados
más. Pero si el objeto era reforzar el sistema de centralización por la
parte de Obras públicas, no debía haberse cubierto con el manto de la
conveniencia. El Congreso, a pesar de las observaciones de los señores
Martín, Luján y algunos otros, aprobó los dos dictámenes, y el Senado
imitó la conducta de la asamblea llamada popular.
Vino después la discusión de un proyecto estableciendo en todos
los puertos donde hubiera “aduanas” un impuesto para “faros. En este
proyecto se imponía un derecho por tonelada a todos los buques que
llegasen a un puerto de aduana, hubiese o no hubiese faro; y aunque se
aseguraba que las cantidades recaudadas se invertirían en la construc-
ción y conservación de faros, ninguna disposición había que diera la me-
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
nor garantía del cumplimiento de esta promesa por parte del Gobierno.
El importe total del impuesto que iba a votarse era, sin embargo, según
los cálculos del señor Sánchez Silva, de cuatro millones de reales, y según
los del señor Canga Argüelles, individuo de la comisión, de 1.160.000
reales. Tal fue la segunda “mejora material” que aprobaron las Cortes.
Votase después la autorización que el Gobierno había pedido para
conceder un interés de 6 por 100 a los capitales invertidos o que se
invirtieren en la construcción de un ferrocarril de Langreo a Gijón y
Villaviciosa. Pequeña, exigua y demasiadamente parcial era la medida;
pero al cabo no podía decirse que no fuese de grande utilidad; cosa
mejor se podía haber hecho, pero lo que se proponía hacer era bueno
y por todos los partidos fue aprobado con gusto.
Nosotros seguimos en esta parte a todos los partidos. Lo mismo
puede decirse, no obstante la impugnación del señor Campoy, del pro-
yecto presentado por el Gobierno en la anterior legislatura y aprobado
a principios de ésta, con el n de legitimar las roturaciones de terrenos
que se hubiesen hecho sin autorización competente; y asimismo es un
proyecto útil, aunque tememos llegue tarde o no llegue jamás a realizar-
se, el relativo a la apertura de un canal de Córdoba a Sevilla. Por último,
ya que en este párrafo nos hemos puesto a aplaudir, no concluiremos sin
declarar que encontramos muy ventajoso, si se lleva a cabo, el arreglo de
pesas y medidas, hecho con gran copia de antecedentes y datos por la
comisión del Congreso y aprobado por éste; que igualmente nos parece
bien la exención de contribuciones a los capitales empleados en las obras
de riego; y que aprobamos la autorización concedida por el Congreso
para abonar 6 por 100 de interés a los capitales invertidos en el camino
de hierro de Madrid a Aranjuez, proyecto que el Senado no quiso pasar,
puesto que se hubiese, por decirlo así, tragado el enorme presupuesto, y
con él hasta la indemnización de la empresa de Guardacostas.
Uno de los proyectos de ley que ofrecieron más discusión fue el
de benecencia. La cuestión era, en efecto, de trascendencia inmen-
sa; pero el Gobierno, siguiendo en su mal sistema de no emprender
de lleno ninguna reforma y limitarse a modicar lo existente en el
sentido de la más exagerada centralización, declaró desde luego que
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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no se trataba de hacer una ley de benecencia, sino de “regimentar”
(palabra textual) los establecimientos de piedad hoy existentes. Así
rechazó la introducción de una enmienda que presentó el señor Bo-
rrego, y que en su concepto tenía sus puntas y ribetes de “socialista,
porque decía la gran verdad siguiente: “la benecencia pública es una
obligación del Estado, el cual la ejercerá en la medida de sus recursos,
socorriendo a los ancianos, a los enfermos, a los impedidos, a los pár-
vulos y a los pobres que no tengan medio alguno de proporcionarse
el sustento diario, siempre que los arbitrios municipales y provinciales
no sean bastantes para cubrir esta sagrada atención. El señor Borre-
go, tachado de socialista por haber proclamado estos principios in-
concusos, retiró su enmienda proponiéndose justicarse, y al mismo
tiempo, desenvolverlos al tratar de cierto articulito que la comisión
del Congreso había introducido en el proyecto, y en que se prevenía
al Gobierno que adoptase sus medidas para extinguir la mendicidad.
Allí pensaba el señor diputado explayarse y entrar en la cuestión del
pauperismo, desentrañando sus causas, mostrándonos sus efectos y
dando su opinión sobre la manera de extinguirlo. Pero la comisión y
el Gobierno tuvieron a bien perdonar al señor Borrego el discurso a
que estaba comprometido, retirando aquélla bruscamente y en el mo-
mento preciso el artículo sobre el cual debía recaer la peroración. El
señor Borrego, amenazado de una indigestión de ideas, acudió para
evitarla a los periódicos, lo cual aplaudimos, porque en nuestro sentir
es preciso dilucidar ahora estas cuestiones importantísimas, y buscar
su más acertada solución, antes que la necesidad de resolverlas sea tan
premiosa que no dé lugar a una discusión tranquila y sosegada.
Después de haber traído a “ordenamiento y regla” la benecencia,
quiso el Gobierno hacer partícipes de los mismos benecios a las cárce-
les; para ello se activó la discusión del proyecto de ley de prisiones. En
todos los proyectos sometidos por el Ministerio a las Cortes, hallamos
por lo general, el defecto de la pequeñez, y la idea de extender su in-
uencia omnipotente desde la Corte hasta el último y más desconocido
rincón de la Península. Esto es lo que llaman los moderados organizar
la administración, cuando en realidad es sofocar la vida de los pueblos,
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
ahogar todo pensamiento vivicante, y en último resultado, hasta im-
posibilitar la acertada resolución de los negocios. Parecía natural que
antes de tratar de la cuestión de establecimientos penales se resolviese
otra también muy importante, a saber: cuál es el sistema penitenciario
que debemos adoptar; pero por lo visto, el Gobierno tampoco quería en
este caso, como en el anterior, sino “regimentar” lo existente.
Vino después el proyecto de dotación del culto y clero. uizá se
extrañará por algunos que clasiquemos esta cuestión en el número de
las administrativas; más si así fuera, y se pretendiera que por este mero
hecho queríamos rebajar su importancia, diríamos que para nosotros
también la tienen grande las cuestiones de administración, y que en rea-
lidad, no puede calicarse de otro modo un proyecto que se reduce pura
y simplemente a excogitar los medios de “dotar al clero” de un modo
decoroso, estable y permanente. Cierto que esta cuestión se roza con la
política por la diversa manera en que la han resuelto los diferentes parti-
dos; pero esto no puede quitarle su índole administrativa.
Presentó al Gobierno uno de los proyectos más curialescos que
hasta entonces habían salido del caletre de los moderados, y la comisión
del Congreso, no queriendo ser menos, lo corrigió y aumentó con una
buena dosis del más puro ultramontanismo. En esta discusión fue don-
de se puso más de maniesto la profunda hipocresía de ese partido sin
fe y sin creencia, y su deseo de atraerse la opinión del clero por medio
de una baja adulación, mientras por otro lado dejaba en la miseria a sus
individuos y en el abandono más completo los templos. El señor Mon
y los oradores de la mayoría hicieron alarde del más edicante misticis-
mo, y cuando el señor San Miguel, uno de los hombres más probos de
que se envanece el partido progresista, presentó una enmienda para que
el clero fuese pagado de los presupuestos del Estado, el Gobierno y sus
periódicos, dando a su discurso una interpretación malévola, lo trataron
como un hereje, como un hombre desalmado, que comparaba el cáliz y
demás objetos del culto a una escribanía u otro utensilio doméstico. Y
sin embargo, el sistema que propuso el señor San Miguel es el mismo
que rige en Francia desde la Revolución, habiendo sido aceptado por
todos los diferentes gobiernos que después se han sucedido.
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
Mucho se empeñaron en probar los oradores de la mayoría que el
proyecto que sostenían daba al clero una dotación decorosa y perma-
nente. Prescindiendo de que ya es ley ese proyecto, y las justas quejas
del clero no han cesado, antes bien no hace mucho que ha pasado a
La Granja una comisión para exponerlas, diremos que no puede ser
permanente una dotación cuyo principal fundamento es la negación
de uno de los dogmas principales que sostiene un partido poderoso
que no está fuera de las condiciones necesarias para subir al Poder. Tan
luego como a él llegue ese partido, indudable y necesariamente habrá
de poner en práctica el principio de la desamortización eclesiástica, y
como consecuencia de este principio, reformará la ley de dotación del
culto y clero. La manera de dar al clero una dotación independiente
habría sido fundarla en principios que todos los partidos pudiesen ad-
mitir sin inconsecuencia, una vez que por experiencia viesen que la ley
llenaba el objeto de mantener el clero y el culto de un modo decoroso.
Así estos dos objetos estarían fuera de cuestión en la lucha de los ban-
dos políticos. Pero los moderados lo han arreglado de otra manera.
Esta discusión dio origen a otra escena dramática del género que
podemos llamar “edad media o feudal”. Había presentado el señor Ríos
Rosas un voto particular, que si no estaba en los que nosotros creemos
buenos principios, se separaba menos de ellos que el dictamen de la ma-
yoría de la comisión. El Gobierno, como tenía de costumbre siempre
que hablaba algún individuo de la oposición moderada, se había que-
jado amargamente de que le hubiesen abandonado ciertos hombres, a
quienes sus periódicos solían llamar amantes despedidos, si ya no los
comparaban con verduleras, no obstante su carácter de legisladores. En-
tonces el señor Ríos Rosas, contestando a las quejas del señor Mon, y
con el objeto de manifestar el origen de su oposición, dijo que se había
separado del Gabinete “cuando en una cuestión tristemente célebre tuvo
una gran parte de la Cámara que salirse fuera por no votar. Estas pala-
bras exaltaron la cólera del señor presidente del Consejo de Ministros, el
cual, con semblante irritado, se llegó al señor Ríos Rosas, le habló al oído
y salió del salón. El señor Ríos Rosas salió tras él, y la mayor parte de los
diputados salieron tras el señor Ríos Rosas, sin que pudieran detenerlos
las almibaradas frases del señor Seijas Lozano, que a la sazón tomó la
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
ISBN:
Jorge F Vidovic L (Compilador)
palabra para defender el dictamen de la comisión. Al día siguiente en
el Congreso, el señor Ríos Rosas y el señor Narváez se dieron mutuas
explicaciones y el negocio quedó en tal estado.
Nuestros lectores desearán saber ahora cuál fue la cuestión a que
aludió el señor Ríos Rosas. Ya supondrán que con exactitud sólo este
diputado puede saberlo, porque el partido moderado ha tenido mu-
chas cuestiones tristemente célebres. Los periódicos de aquel tiempo,
y entre ellos uno “moderado-puritano, indicaron que se trataba de
una en que el señor Bravo Murillo hacía el papel de protagonista; pero
nosotros no creemos que así fuese, porque vimos a los demás minis-
tros irse levantando sucesivamente a rechazar el cargo, y al señor Bravo
Murillo, que estaba presente, callar como un muerto, lo cual prueba
que en su conciencia no se creía aludido en lo más mínimo. Sea de
esto lo que fuere, ya hemos dicho que al día siguiente quedó cortado
el negocio, y todo el mundo satisfecho con las explicaciones que mu-
tuamente se dieron el diputado y el presidente del Consejo.
Un proyecto de ley sobre enjuiciamiento para los casos en que el
Senado se constituya en tribunal, proyecto en que, como en todos, se
extiende más de lo necesario la esfera de las facultades ministeriales;
otro, discutido en el Senado y aprobado en la legislatura anterior por el
Congreso, sobre jurisdicción y propiedad en materia de minas; la auto-
rización para vender al Duque de Montpensier el Colegio de San Telmo
de Sevilla; el proyecto relativo a la recusación de abogados consultores
de los tribunales de comercio; peticiones y aumentos del presupuesto
con multitud de pensiones más o menos justas, son los últimos asuntos
que en el orden administrativo han ocupado la atención de las Cortes.
Vi
Cambios y vicisitudes de los partidos durante la legislatura. Resultado
de los trabajos legislativos para el país.
***
Dos cosas a nuestro modo de ver nos faltan para completar en lo
posible este imperfecto trabajo: dar una idea de los cambios y vicisi-
tudes porque han pasado las distintas parcialidades del Senado y del
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Congreso, y presentar en relieve los frutos buenos y malos que los tra-
bajos legislativos en esta última época han producido.
Lo que tenemos que decir del Senado está dicho en cuatro pala-
bras: en el Senado, la oposición progresista se mantuvo unida; la opo-
sición del señor O’Donnell, con tanto énfasis anunciada, desapareció
después de la primera votación, y quedó solamente la del señor Mar-
qués de Viluma, que muchas veces, secundado en esto por el señor
Galiano, logró dar lecciones de constitucionalismo al Ministerio.
En el Congreso se sostuvo desde el principio hasta la conclusión de
la legislatura, la alianza entre las dos parcialidades ministeriales de que
ya hemos hablado. Esta alianza se deshizo después, y en el momento
en que escribimos estas líneas no sabemos si se habrá rehecho, porque
los moderados se unen y se desunen con asombrosa facilidad según su
interés particular se lo aconseja. El motivo del rompimiento ha sido
la cuestión de aranceles, es decir, la medida más beneciosa que han
decretado las Cortes. Cuando se ha tratado de decretar dos quintas y
aumentar los presupuestos, ha reinado entre los bandos dominantes
la más perfecta armonía y el más cordial acuerdo, y sólo al poner en
ejecución una medida útil al país, se rompe la alianza y se presentan
obstáculos y se favorecen intereses bastardos. En vano dicen los perió-
dicos de la fracción Narváez que la ley se pondrá en planta tal como la
han votado las Cortes: lo cierto es que el señor Mon quería publicar
ya los nuevos aranceles y sus colegas no se lo han permitido; lo cierto
es que después de votada una ley por las Cortes y sancionada por la
Corona, todavía parece que no basta esto para plantearla; todavía pa-
rece que necesita la sanción de ciertas y determinadas inuencias. En
vano se dice, como han dicho los narvaístas, que el motivo de la crisis
ministerial ha sido la oposición del señor Mon al decreto de amnistía;
parece cierto que el señor Mon se opuso en efecto a aquella medida,
y no pretendemos nosotros lavarlo del borrón que esto pueda arrojar
sobre su fama; pero si consultamos las fechas, veremos que la crisis
comenzó un mes después de aquel decreto. ¿Cómo, pues, no se ma-
nifestaron antes en el señor Narváez y su bando, esos escrúpulos de
humanidad que ahora tan repentinamente los aquejan?
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
ISBN:
Jorge F Vidovic L (Compilador)
Por otra parte, si es cierto, como se ha dicho sin que nadie lo des-
mienta, que el señor Sartorius dio orden a la administración de la Gace-
ta para que no se publicara nada sobre aranceles que remitiese el señor
Mon, no sabemos cómo el señor ministro de Hacienda encuentra com-
patible con su honor la continuación ni por un momento en un Minis-
terio de que el señor Sartorius forme parte. Sin embargo, el señor Mon
hasta ahora continúa, y aun se dice en estos momentos que continuará.
Buen provecho le haga al señor Mon su condescendencia, si la tiene, y
buen provecho hagan al país los nuevos aranceles cuando se publiquen,
que así nos tememos que salgan ellos que no los conozca la madre que
los parió. De todos modos, las dos parcialidades ministeriales, si unidas
en la apariencia, siempre se han hecho una guerra sorda, y el día en que
se modique el Gabinete, se romperán abiertamente las hostilidades.
En cuanto a las oposiciones moderadas, ya desde el principio de la
legislatura anunciaron lo que debían dar de sí: el señor Benavides se
mantuvo siempre en su puesto, si bien no manifestó grande energía en el
ataque; la oposición del señor Ríos Rosas tuvo sus altos y bajos y, última-
mente, sólo el señor Polo y algún otro diputado quedaron para sostener
la honra del pabellón. La oposición del señor González Brabo se presen-
tó amenazadora en la prensa con el periódico El Examen; el Gobierno
la hizo callar por los medios suaves a que está acostumbrado; el señor
González Brabo anunció en la tribuna que iba a hablar; el Ministerio lo
retó a que hablase, y S. S. no habló. ¿Por q?, dirán nuestros lectores.
Por hacer rabiar a los progresistas. Todo esto es soberanamente ridículo.
Vengamos a la oposición progresista.
Ya hemos dicho que los diputados demócratas habían retirado su pro-
posición para jar los principios del partido, en vista de la extraña manera
de jarlos inventada por el señor Cortina. Cuando llegó la discusión del
Mensaje, se reunió la minoría progresista en casa del señor Mendizábal,
para tratar de las enmiendas que debían hacerse a aquel proyecto, y en-
tonces de repente se volvió a suscitar por el que para el caso llamaremos
bando Cortina la cuestión de dar un Maniesto al país. Acordose enton-
ces nombrar una comisión que redactase la declaración de principios; esta
comisión, compuesta de los señores Cortina, González, Cabello, Madoz
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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y Ordás Avecilla, presentó después dos dictámenes uno redactado por el
señor Cortina en unión de los señores González, Madoz y Cabello, otro
escrito exclusivamente por el señor Ordás. No hemos visto el programa
que escribió el señor Cortina; pero tenemos dos antecedentes para saber
a qué se reducía: 1° El programa de la minoría progresista; 2° El discurso
del mismo señor Cortina en la discusión del Mensaje. Sobre uno y otro
hemos dado ya nuestro parecer. El voto particular del señor Ordás era un
embrión de lo que fue después el programa de los cuatro diputados de-
mócratas. Leyose primero este voto, y a pesar de los rumores favorables
con que fue acogido, once individuos solamente lo tomaron en considera-
ción; leyose después el del señor Cortina, y no obstante la frialdad notable
con que fue escuchado, lo tomaron en consideración y aprobaron todos,
menos los señores Rivero, Aguilar y Puig. Aprobado el programa del se-
ñor Cortina, tratose de su publicación, y entonces un diputado de los que
no habían votado, personaje eminente en el partido por su patriotismo,
por sus grandes servicios a la causa de la libertad, y sobre todo, por su hon-
radez acrisolada, se levantó y dijo: que había votado el programa por evitar
un rompimiento; que lo había aprobado como regla de conducta interior
para la minoría; pero que si se trataba de darle publicidad, no lo rmaría,
antes se cortaría la mano. Suscitose con este motivo una borrascosa dis-
cusión, cuyo resultado fue nombrar una comisión para que propusiese el
medio más conveniente de publicidad; cuya comisión halló que el medio
de publicidad más oportuno era que no se publicase.
En vista de este resultado, se reunieron los cuatro diputados de-
mócratas, y dando al voto particular del señor Ordás Avecilla la forma
metódica, ordenada y cientíca con que después se presentó al públi-
co, intentaron que se celebrase una nueva reunión de la minoría por si
alguno más, como era probable, se adhería al programa en esta nueva
forma. Pero no fue posible conseguir semejante reunión, y entonces
los cuatro diputados se decidieron a publicarlo.
Entretanto pasó la discusión del Mensaje y pasaron otras discusio-
nes importantes, y la mayoría de la minoría progresista se encerró en
su tienda como Aquiles, y allí encerrada, se durmió, y sucedió todo lo
que ya hemos referido.
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Por resultado de todo tenemos que en las últimas Cortes se aprobaron
en política todos los desmanes del Gobierno, y luego se le dieron votos de
gracias, plácemes y enhorabuenas, cuando quiso reparar de algún modo
las violencias que había cometido; plácemes y enhorabuenas, como si
aquel acto por parte del Gobierno fuese un acto de inaudita clemencia, de
inefable bondad, de nunca visto heroísmo. No negamos nosotros las gra-
cias al Gobierno por la amnistía: el Gobierno se dejó llevar a grandes exce-
sos, causó grandísimos perjuicios durante su odiosa dictadura; pero pudo
prolongar los padecimientos de sus víctimas, y no lo hizo; pudo llevar más
allá su crueldad, y no la llevó. En este sentido merece, hasta cierto punto,
nuestro agradecimiento, a la manera que lo merece el agresor injusto que
nos hace daño, pero que renuncia a hacernos todo el que pudiera.
En cuestiones políticas, el Congreso rechazó también toda idea
que tendiese a disminuir el crecido número de empleados que cuen-
ta en su seno; aprobó la intervención funesta de las tropas españolas
en un país de cuyos habitantes ningún agravio habíamos recibido, y
aplaudió la unión del Gobierno con las potencias absolutistas para so-
focar las ideas liberales.
En economía, las Cortes, principalmente el Congreso, llevaron su
ministerialismo hasta el punto de declarar, dos meses después de abierta
la legislatura, “que no era urgente para el servicio del Estado que el Go-
bierno presentase los presupuestos, y que tampoco era necesario “ver”
los de Ultramar; sancionaron el monopolio del crédito con el proyecto
de reorganización del Banco; consintieron que el Gobierno faltase a su
promesa en la cuestión del empréstito forzoso de 100 millones; le con-
cedieron autorizaciones de toda clase, desprendiéndose de sus prerroga-
tivas; adicionaron el presupuesto de gastos con mayores cantidades de
las que había pedido el Ministerio, el cual por cierto no había andado
escaso en hacer sus aumentos; otorgaron pagos preferentes y de legiti-
midad dudosa, en que estaban interesados individuos de su seno; por
último, votaron la ley de aranceles, única medida beneciosa que en esta
parte les debe el país, pero cuya publicación todavía está en problema.
En administración, votaron impuestos sin garantía de que se apli-
caran a su objeto las cantidades recaudadas; sancionaron el funesto
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Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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principio de la centralización administrativa, y el no menos funesto de
la amortización eclesiástica y civil; extendieron el círculo de las facul-
tades del Gobierno; por último, aprobaron cinco proyectos de ley de
reconocida utilidad: 1° el del camino de Langreo; 2° el de roturación
de terrenos; 3° el del canal de Lora a Sevilla; 4° el relativo a la exención
de contribuciones para los capitales empleados en obras de riego; 5° el
arreglo de pesas y medidas.
Resultados en benecio del país: estos cinco proyectos, todos de
provecho remoto y la mayor parte de utilidad local; y además, el de
aranceles, cuya utilidad, grande sin duda, consiste más bien en lo que
puede hacerse en lo sucesivo que en lo que ahora se ha hecho.
Resultados en perjuicio del país: dos quintas; aumento del presu-
puesto en 50 millones por la contribución de inmuebles, más cuatro
millones por los intereses “permanentes” del empréstito para telégra-
fos; más la subida de sueldos a los presidentes de Sala de las Audien-
cias; más las dotaciones de los directores de caminos vecinales, que
pueden calcularse lo menos en dos millones; más millón y medio, que
según el cálculo del señor Canga Argüelles, importará el impuesto
para faros (y no tomamos el cálculo del señor Sánchez Silva que lo
hizo subir a cuatro millones); más los intereses del camino de hierro
de Langreo; más cerca de doscientos mil reales a que ascienden las
pensiones concedidas en esta legislatura; más la suscripción a los -
digos y al Diccionario del señor Madoz, que gura en el presupuesto
cuando debía gurar en cuenta particular entre el Gobierno y los inte-
resados, cargando aquél su importe a los haberes de los individuos de
las clases pasivas que hubiesen tomado las obras.
Deben también entrar en el catálogo de los trabajos perjudiciales
al país la ley de autorización para el arreglo de clero; la de reorganiza-
ción del Banco de San Fernando; la del empréstito forzoso, en cuanto
se deja de cumplir una promesa solemnemente empeñada; la de be-
necencia en cuanto consagra el principio de la amortización civil,
da al Gobierno excesivas facultades; la de prisiones; la de dotación de
culto y clero, fundada en la amortización eclesiástica; y otras varias de
menor monta de que ya arriba nos hemos hecho cargo.
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Historia de las Cortes / Rafael María Baralt
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Y ahora, en vista de todo, los electores pesarán las ventajas y las
desventajas que han proporcionado a la nación las últimas tareas de
las Cortes, y en vista de la conducta que cada parcialidad ha observa-
do, comprenderán el deber en que están de mirar por la suerte del país,
de desprenderse de todo pensamiento de personalidad, de todo afec-
to particular que pueda inspirarles éste o el otro candidato que busque
sus votos, y de exigir por último de sus mandatarios que propongan y
aprueben economías, grandes economías en los gastos públicos. Pero
como no puede exigirse de un Congreso, compuesto en su mayor parte
de empleados públicos, que suprima destinos inútiles, que reduzca, por
lo menos, la fuerza del ejército, que rebaje los enormes sueldos, y que eje-
cute otras reformas por este orden; los electores deben enviar a las Cor-
tes hombres nuevos, de honradez probada, de carácter independiente
y de opinión favorable al sistema de economías y reformas. Este es un
consejo que dirigimos a los electores de todos los partidos, porque en
las economías, en la nivelación de los gastos con los ingresos, en la rebaja
de las contribuciones, en la introducción del orden en la administración
y en la Hacienda, cualesquiera que sean los principios que proclamen,
crean y deendan, todos los partidos están interesados.
Respecto de los progresistas, nosotros les presentamos aquí el
partido vilipendiado, desorganizado, desgarrado por manos de sus
propios jefes, y les decimos: Ecce homo. Mirad cómo lo han puesto.
¿Responderéis crucige eum?
M, 14 de agosto de 1849.
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LAS IDEAS POLÍTICAS DE BARALT
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las ideas políticas de BaRalt
Cuando comencé a documentarme para este trabajo, me proponía
presentar las ideas liberales de Baralt en su magníca continuidad desde
la Historia de Venezuela hasta los últimos textos políticos que publicó en
España, así como la combatividad y la fe que acompañaron siempre esa -
delidad suya a la libertad, a pesar de los desengaños y peligros que tuvo que
enfrentar, tanto en nuestra Patria como en la península. Aquí como al
pronunciamientos militares y violencia y desorientación en los núcleos ci-
viles pusieron a prueba sus convicciones; y enemistades peligrosas desaó
en muchas ocasiones sin que su ímpetu vacilara. Ni es menos admirable
que al resistir en resguardo de sus ideas tanto a los halagos de valiosas rela-
ciones –desde los de Páez hasta los de la propia Corte de España– como
al riesgo de convertir en persecuciones esos halagos, ni declinó su ánimo
hacia la relajación, ni permitió que se lo exacerbaran el exhibicionismo
y la petulancia, en que a menudo caen los que deben hacer continuados
sacricios en defensa de una conducta inexible.
Serenidad de maestro y de juez tiene, cuando joven, al condenar en
su Historia de Venezuela situaciones tan apasionantes como la del año
1826; por ejemplo; y con iguales ponderación y valor enjuicia ante la
Real Academia Española, ya en la cumbre de los honores, el neo-cato-
licismo de su predecesor Donoso Cortés. Reriéndose a aquellos acon-
tecimientos de la historia venezolana no vacila en escribir –frente a los
Próceres civiles y militares responsables de ellos– que, frustrado el inten-
to de comprometer al vecindario de Valencia en un pronunciamiento
ilegal, “se ocurrió del fraude a la violencia, de la amenaza al crimen”;
y con no menos valor moral, entre las movedizas arenas de la política
española, declara categórico en la otra ocasión, que “el absolutismo y
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la teocracia ni son españoles ni cristianos” y, contra el dogmatismo del
Marqués de Valdegamas, arma “que sin el público debate que avigora,
depura y dirige a buen término al razonamiento, carecerían de sanción
la verdad, de correctivo el error, de luz y vida el mundo.
Meditemos sin embargo –meditemos– que tanto aquí como allá Ba-
ralt fue respetado debidamente. Aunque se ha llegado a sospechar que su
alejamiento de Venezuela se debió a los rencores suscitados por su Histo-
ria, es justo decir que Páez, con el indiscutible señorío que adquirió cuan-
do le tocó ser la primera gura de su patria, elogió la obra de Baralt en su
Autobiografía y se muestra orgulloso de haber estimulado su publicación.
Y si en España, el venezolano fue destituido en 1857 del cargo de Director
de la Gaceta, se debió a una baja intriga ajena a sus ideas políticas.
Esto no quita mérito, sin embargo, a la actitud que comentamos:
más difícil que afrontar la inquina concreta de un poderoso es expo-
nerse al impreciso cerco de malevolencia que el hombre ponderado y
justo debe desaar aislado en tiempos de intemperancia y partidismo;
para sostener la delidad a sus ideas, Baralt no quiso acogerse a las com-
plicidades que siempre encuentra el sectario, y, como hemos insinuado,
tampoco sostenían su constancia enemistades previas con los del campo
antagónico, sino que, por lo contrario, esa actitud lo ponía en trance de
romper con personajes que deseaban halagarlo y protegerlo.
Pero aunque presenten tan atractivo campo de desarrollo estas pe-
culiaridades de aquella vida ejemplar, me desvía de insistir en ellas –a
lo menos por hoy– un hallazgo que me ha impresionado extraordi-
nariamente al estudiar algunos de los escritos políticos publicados en
España por nuestro eminente compatriota. Me reero al hecho –des-
conocido, creo, hasta por los más especializados críticos venezolanos–
de que Baralt, no sólo fue vehemente defensor del liberalismo político
en toda ocasión, sino que se aventuró a seguirlo en sus conexiones con
las doctrinas más radicales de la época, y hasta tocar en el marxismo.
Ante la sorpresa que adivino en el lector, debo comenzar inme-
diatamente a citar. Pero el primer fragmento que copiaré no se reere
todavía al marxismo, sino a su base dialéctica en la teoría de Hegel, y
aunque en ésta introduce Baralt elementos que me parecen extraños
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a ella, y no cita al lósofo alemán, es evidente que lo sigue en los con-
ceptos de tesis, antítesis y síntesis, y porque considera que la sociedad,
“del mismo modo que la razón, procede conforme a aquel “sistema de
oposiciones, puntos ambos ávidamente absorbidos por Marx.
“La sociedad, –escribe Baralt– del mismo modo que la razón, se
halla establecida y procede conforme a un sistema de oposiciones, que
en el lenguaje de la escuela se llaman antinomias; y estas antinomias
son tan esenciales al movimiento y a la vida de la humanidad como
que, sin exageración, puede decirse que los constituyen.
“Por consiguiente, todo principio social supone una idea antiso-
cial que lo niega, y toda institución correspondiente a tal o cual prin-
cipio lleva consigo una tendencia opuesta que, realizada, lo destruiría
sin remedio. A medida que la razón humana reconoce y admite un
principio social, también descubre y prueba por medio del análisis
el principio antisocial opuesto; hecho lo cual se aplica a resolver con
el auxilio del procedimiento sintético aquel antagonismo, llegando a
una idea compleja que concilie los dos principios, a la manera que el
movimiento elíptico de los planetas concilia las dos fuerzas centrífuga
y centrípeta que lo producen con su acción contraria y simultánea.
“Esta marcha de la inteligencia es idéntica y paralela a la de la socie-
dad; y así, cuando una institución social da nacimiento o imprime desa-
rrollo a la tendencia antisocial que se le opone, semejante discordia en
los hechos produce una institución más compleja, en la cual encuentran
sitio propio y completa satisfacción las dos tendencias contrarias; si bien
sólo en aquel grado y medida que permite el estado de ilustración que
alcanza la humanidad por el tiempo en que la conciliación se verica.
“Los hechos sociales son, pues, otras tantas tesis y antítesis que
buscan la armonía de una síntesis; y ésta consiste, no en un término
medio, en un eclecticismo arbitrario, impalpable, imposible; sino en
un tercer principio, en una ley superior que, sin excluir los contrarios,
los ponga de acuerdo absorbiéndolos, por decirlo así, a uno y otro en
una fórmula compleja y absoluta1.
1 “Programas Políticos –Primera Parte– Cuestiones preliminares al examen histórico y científico
de los Prospectos o Programas Políticos que han visto la luz en España desde enero de 1948 hasta
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Para que el lector no familiarizado con estas cuestiones pueda ha-
cer la comparación del fragmento anterior con el marxismo, copio lo
que acerca de este punto expone Bertrand Russell en su obra “Liber-
tad y Organización”: “La Dialéctica en la Historia.– La dialéctica he-
geliana era una cuestión de rango amplio. Si usted comienza con un
concepto parcial y medita sobre él, inmediatamente se tornará en su
opuesto; él y su opuesto se combinarán en una síntesis que, a su vez,
volverá a ser el punto de partida de un movimiento semejante, y así
continuará hasta llegar a la idea absoluta, en la cual usted podría ree-
jarse el tiempo que usted quisiese sin descubrir una nueva contradic-
ción. El desarrollo histórico del mundo en el tiempo no es más que la
objetivación de este proceso del pensamiento. Este concepto era claro
para Hegel, porque para él el pensamiento era la verdadera realidad;
para Marx, al contrario, la materia es la única realidad. Sin embargo,
él sigue pensando que el mundo se desarrolla según una forma lógica.
Claro está que se puede ser hegeliano sin ser marxista. Pero el caso es
que Baralt no se detiene, y en la página 35 de la misma obra puntualiza:
Ya hemos dado sucientemente a entender que, el socialismo es la protes-
ta que hace la libertad política y la igualdad social contra las instituciones
y las leyes que ponen obstáculos al ejercicio de la una y al establecimiento
de la otra. Y no se diga que protestar es amotinarse, porque ¿cuándo es
que no ha protestado la sociedad contra sí misma? ¿Cuándo ha dejado
de destruir sus propias creaciones? ¿Cuándo lo que fue para ella un día
realidad dejó de convertirse, andando el tiempo, en utopía? ¿Puede darse
una cadena de protestas y destrucciones más rmemente eslabonada que
la que forma la cronología de sus anales, de cuatro mil años a esta parte?
¿No ha abolido la sociedad, por lo menos en derecho y sucesivamente, la
utopía de las castas, la utopía de la esclavitud, la utopía teocrática, la uto-
pía feudal? ¿No se da buena maña a abolir también la utopía constitucio-
nal, la utopía diplomática, la utopía del despotismo?.... “Efectivamente,
el progreso no es más que una serie de destrucciones, y la sociedad para
principios de 1949. Por Rafael María Baralt y D. Nemesio Fernández Cuesta. Madrid, 1949”.
Pág. 33. Tanto esta publicación como las otras de Baralt que he podido estudiar, las agradezco
al eminente bibliógrafo Dr. Pedro Grases, a quien debe tanto nuestra patria por su infatigable
consagración a la historia del pensamiento venezolano.
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proceder de hecho a esas destrucciones empieza en la región del derecho
por una serie de negaciones correspondientes y sucesivas. ¿De qué mane-
ra? Oponiendo con infatigable constancia a las utopías ociales, momen-
táneamente realizadas, otras utopías, irrealizables por cierto en su mayor
parte, o que sólo se realizan ajustándose a escala muy pequeña.... “Pues
bien: el resultado de tamaña oposición entre lo tradicional y lo quimérico
o hipotético, es llevar de la mano a la sociedad a una fusión, composición,
síntesis, eclecticismo o término medio, el cual subsiste hasta que la liber-
tad progresiva lo juzga de nuevo embarazoso, y lo expulsa a su vez con el
auxilio de otra utopía, vencedora hoy para ser vencida mañana.
Aparece aquí otro concepto fundamental de Hegel, el de la liber-
tad progresiva, o libertad operante, que destruye y construye en infa-
tigable eslabonamiento: “El sistema jurídico para Hegel –dice Giu-
seppe Carle– es el reino de la libertad operante, esto es, de la libertad
que va desenvolviendo un sistema de medios y de condiciones, por
las cuales pueda convertirse en libertad efectiva y real. Pero lo más
impresionante en aquella apasionada síntesis del espíritu agónico de la
historia, que Baralt nos da, es que adopta la idea de que el progreso re-
sulta de una serie de destrucciones, y no retrocede ante las “de hecho,
que considera como la nalidad natural de las negaciones en la región
del derecho. Ya la aproximación a Marx es evidente: “Para entender
a Marx –nos dice el mismo Russell– es necesario tener en cuenta las
inuencias extremadamente complejas que lo moldearon. La primera
inuencia fue la de Hegel, con quien Marx se encontró en su carrera
universitaria. Nunca ya se vio libre de esta inuencia y sus elementos
permanecen aún en el comunismo de hoy. De Hegel arranca su amor
por un sistema que lo abarcase todo y la creencia de que la Historia es
el funcionamiento ordenado de un plan intelectual en donde hay la
misma inevitabilidad y la misma precisión que en la dialéctica hege-
liana. La próxima experiencia la tuvo Marx siendo periodista alemán
radical, sujeto a todas las dicultades de la censura, como entonces
existía. Después de esto, su ansia de conocimientos lo puso en contac-
to con el socialismo francés, y de los franceses aprendió a considerar la
revolución como el método normal del avance político.
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El último subrayado es mío, para destacar la aproximación entre
esta cita y la que antes hice de Baralt; y volviendo a la impavidez de
éste ante las destrucciones “de hecho” a que se podía llegar, encon-
tramos otro párrafo nada tímido: “No basta –dice– que a los sacu-
dimientos revolucionarios sucedan calamidades y ruinas para decidir
que las ideas representadas por una revolución deben desecharse. Si
valiera el argumento de la difícil y por lo común sangrienta aplicación
de las ideas útiles al estado social de las naciones, no ya las conmocio-
nes puramente políticas y religiosas, sino la propagación de las luces,
los grandes descubrimientos, las conquistas del comercio, los adelan-
tos de la industria: en suma: cuantos elementos constituyen la civili-
zación y la cultura de las sociedades modernas, habrían incurrido en el
anatema de la razón y en la excomunión del buen sentido.
Debo hacer constar que en algunos puntos, Baralt parece que elude
la paternidad de la argumentación que expone y da entender que sólo
transcribe opiniones ajenas. Así cuando dice: “Para todo lo que sigue
relativo al socialismo, hemos tenido a la vista una manifestación reciente
de Proudhon inserta en el periódico Le Peuple de París correspondien-
te al lunes 14 de mayo, y también su famoso libro titulado Système des
contradictions économiques, ou Philosophie de la misère...; pero cuando
habla, sin duda alguna, por cuenta propia, no es menos vehemente: “Por
lo demás, nos dice, si Proudhon es, como arma Mr. Guizot, el que entre
todos los socialistas sabe mejor lo que piensa y lo que quiere, estamos au-
torizados para recurrir a su recomendada autoridad en solicitud de una
denición del socialismo, mejor y más exacta que las hasta ahora mali-
ciosamente propaladas por los diversos adversarios de esta escuela. Por
manera que, al paso que apaguemos los fuegos de una de tantas baterías
Moderadas, haremos a los lectores de buena fe el servicio de despojar al
fantasma de los guiñapos con que lo han vestido los discípulos de Mr.
Guizot para hacer de él alternativamente y a su antojo, ora un monstruo
formidable, ora un grosero moharracho, ocasión de susto o risa.
Y asumiendo plenamente su responsabilidad, agrega: “Pero antes
de pasar adelante quede sentado, por ser la verdad: lo primero, que el
socialismo se ha robustecido sin estrépito en Francia a la sombra del
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orden, y que hoy es un partido organizado, disciplinado, y poseedor
de un sistema teórico y práctico de doctrinas: lo segundo, que confor-
me al estado peculiar y a la civilización de cada país, toma ese partido
formas y carácter diferentes, sin dejar por eso de ser homogéneo y con-
secuente: lo tercero, que tiende a constituirse bajo una sola bandera y
con sujeción a un mismo credo en toda Europa: lo cuarto, que camina
a absorber el interés puramente político en el interés social de las cues-
tiones: lo quinto, que, por consecuencia de su índole y disposición,
menos política que económica, y más reformadora que controversista,
modicará muy en breve la naturaleza de la democracia, completando
su sistema y abriendo a su expectativa nuevos horizontes.
Esta última idea de que la democracia y el socialismo se unirían
era precisamente el espantajo que se levantaba entonces contra todo
sistema liberal. “Así como bajo la bandera de la república democrá-
tica encuentro la guerra social, así también en su constitución hallo
el despotismo revolucionario..., escribía Guizot. Al admitir, pues, Ba-
ralt, sin escandalizarse ni condenarlo, que el socialismo modicaría y
completaría el sistema democrático, creo que llega, bajo su aparente
comedimiento, hasta el punto más radical que era permitido expresar.
Recordemos que aquel año de 1849 fue de reacción unánime en
toda Europa, a consecuencia del carácter socialista que tomó en Fran-
cia la revolución del año anterior. En 1848 Marx, que acababa de pu-
blicar con Engels el Maniesto Comunista, fue llamado a París por el
Gobierno provisional, y tantas esperanzas tenía de que la revolución no
retrocedería, que dejó la capital de Francia para ir a trabajar en la propia
Alemania. Pero lo cierto es que para 1849 ya estaba perseguido por toda
la policía del continente y sólo encontró refugio en Inglaterra.
En cuanto al género de reacción que imperaba en España, oigamos
al propio Baralt: “Entrando en materia sin más preámbulo, diremos
que para los Doctrinarios españoles2 todas las revoluciones son insu-
rrecciones merecedoras de exterminio a fuego y sangre. Lo uno: lo
2 El Partido Moderado o Doctrinario español era para entonces, pura y simplemente, el de la
reacción, y Baralt dice que ninguno fue más lejos que él “en difamar lo que no es dado vencer, y
en calificar con desprecio lo que no se quiere o no se puede combatir con razones”.
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otro que la democracia es lo mismo que la demagogia. Y lo tercero,
que toda idea liberal es una idea socialista.
“Citemos textualmente las autorizadas palabras de los Ministros
de la Reina en las Cortes, y las de sus órganos más legítimos en la pren-
sa periódica.
“Nosotros, ha dicho El Heraldo, no adoptamos por lema la voz
progreso, porque esta voz sola y sin correctivo no pone límites al ade-
lanto. Marchamos en sentido contrario hasta el muro en que está escri-
ta la palabra CONSTITUCIÓN.
“Nosotros, ha dicho El Popular, no hacemos distinción ningu-
na entre las revoluciones y las insurrecciones: igualmente ilegítimas,
igualmente desastrosas, igualmente infames son las unas y las otras.
“Nosotros, ha dicho el Gobierno en las Cortes, no admitimos en
principio ni adoptamos de hecho el sistema pernicioso de las concesio-
nes. Conceder es abdicar; conceder es despojarse de lo propio; y antes
que abdicar y despojarnos pondremos el depósito de la autoridad en
otras manos.
Y ahora preguntamos: ¿es distinto este lenguaje del que emplea-
ban los partidarios del derecho divino de los reyes...?”.
Ya era bastante audacia de Baralt hacer esta pregunta cuando tenía
a la vista las respuestas que él mismo transcribe.
Las citas anteriores proceden todas de las críticas a los “Programas Po-
líticos, ya citada. He estudiado también, del mismo año 1849, “Lo Pasa-
do y lo Presente”, escrito igualmente en colaboración con Don Nemesio
Fernández Cuesta, y un folleto que lleva por título: “De la Democracia
en Francia, por Mr. Guizot, obra traducida y refutada por un publicista
liberal”. Este publicista es el propio Baralt, según una afortunada investi-
gación del doctor Pedro Grases, quien me ha autorizado a utilizarla aquí,
y además he encontrado numerosos fragmentos de los “Programas Polí-
ticos” reproducidos en la “Refutación” a Guizot. Entre otros, éste que me
sirve también para indicar hasta dónde había avanzado Baralt en aquel
peligroso terreno donde podían confundirlo con los sediciosos y enemi-
gos del orden social: “La esclavitud –rememora– pasa a ser servidumbre:
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la servidumbre se transforma, queda convertida en gremios industriales, y
nace el estado llano: los gremios industriales desaparecen, el estado llano
comienza el laborioso trabajo de su emancipación, y el proletariado toma
su triste puesto en el mundo: el estado llano combate la nobleza de raza,
triunfa de ella, y es libre: el proletariado siente remachar sus cadenas. ¿Pre-
tenderá acaso Mr. Guizot que, llegada a este punto, se detenga la humani-
dad condenando para siempre a la clase más numerosa de la sociedad al
ilotismo en que actualmente se encuentra?”.
He copiado esta última cita de los “Programas Políticos”, pero casi
igual aparece en la refutación a Guizot; y en ambas ocasiones la termi-
na Baralt con este apóstrofe: “Santa es la libertad y la adoramos; pero
la queremos para todos, no para algunos.
Este último arranque romántico parece colocar a Baralt dentro
del socialismo burgués, cuando más; pero obsérvese cómo arma, a la
vez, que la revolución hecha por el estado llano “remachó” las cadenas
del proletariado, apreciación que separa agresivamente las dos clases,
y que aunque no tuviera esa intención, no es menos reveladora de la
radical interpretación histórica hacia la cual se inclinaba su autor.
Más evidente está la misma tendencia en algunos pasajes de “Lo Pa-
sado y lo Presente”. Cuando habla de la emancipación de las clases so-
ciales, llama al proletariado “cuarta y última norma de la servidumbre”;
ataca al estado llano porque “hábil en sacar provecho de todas las disen-
siones, y en fomentarlas cuando parecen apagadas, el estado llano, o a
decir más bien, el feudalismo mesocrático ha inventado el eclecticismo,
que sin decidir la cuestión a favor de ninguno de los contendientes, atiza
sin cesar el fuego de sus discordias y rencores”; y denuncia que “las clases
medias se mantienen a pie rme sobre el terreno del sistema represen-
tativo, que en su solo provecho han inventado. “¿Por ventura –se pre-
gunta– no ha sido el estado llano el más rme y valeroso campeón de la
libertad y, por muchos años, el aliado, amigo, amparador del pueblo?...
¿Por qué, pues se detiene ahora en su camino, vuelve las armas contra sus
naturales aliados, y da la mano a sus antiguos y perpetuos adversarios?”.
Y concluye con esta violenta síntesis:
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Visto de cerca el mundo actual, bajo la forma que le ha dado el gobier-
no representativo, semeja un vasto campo donde un mismo pueblo se halla
dividido en dos pueblos diferentes: uno que posee todos los instrumentos
del trabajo, tierras, casas, capitales, derechos, facultades, inteligencia, fuer-
za, voluntad: otro que nada posee, porque de nada puede hacer uso a su
albedrío, y cuyas son, como necesidades inseparables de su existencia, la
sujeción, la fatiga, la servidumbre, el hambre, en paz, en guerra. Este se-
gundo pueblo mantiene al primero; para él trabaja, y por él sufre: pero,
en descuento, por él vive gobernado de padres a hijos con el equitativo
imperio que le dan la propiedad y la herencia de las condiciones y los títu-
los sociales”... “Los dos pueblos de que acabamos de hablar pueden ser por
consiguiente clasicados de otro modo: pueblo que hereda la ociosidad;
y pueblo de quien es patrimonio el trabajo: pueblo señor y pueblo siervo.
En la refutación a Guizot –escrita exclusivamente por Baralt– en-
contramos también: “Del caos salió el mundo, según la Escritura; de
la democracia saldrá el futuro estado social”; se pregunta “¿qué debe
hacerse para conservar la propiedad e impedir la injusta repartición
de los bienes que ella produce?”, y entre los medios que propone para
alcanzar este n, no vacila en señalar: “la asociación del capital y del
trabajo, del empresario y del obrero.
Fuera de los revolucionarios que estaban legalmente persegui-
dos, sería difícil encontrar en 1849 quien se expresara en la Europa
continental con más audacia. No es, pues, extraño que Baralt tuviera
que agregar: “no negamos nosotros que el comunismo y el socialismo
tengan pretensiones exageradas, ni que sean absurdos en sus nociones
prácticas de gobierno.... Pero por algo debía advertirlo.
Desde luego que yo no pretendo tampoco probar que Baralt llega-
ra hasta el marxismo. En lo fundamental de su pensamiento, y en su
vida, fue siempre un liberal. Pero me ha parecido muy interesante para
la historia del pensamiento venezolano, y aun para el de España durante
aquella época, esa presencia de Hegel y de Marx en el linde combativo
de las ideas de Baralt. Nos da de él, además, una idea muy diferente a
la que es tradicional entre muchos de sus compatriotas. ¿Acaso no han
llegado a sugerir escritores venezolanos muy valiosos que Baralt se que-
Las ideas políticas de Baralt / Augusto Mijares
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dó en España, porque le resultaba más cómoda que nuestra turbulenta
vida democrática la posición –honores y sueldos– que allá le ofrecieron?
Como si la preeminencia se pudiera conquistar tan fácilmente en tierra
extraña. También Fermín Toro –por cierto, amigo consecuente de Ba-
ralt– quedó catalogado en Venezuela como conservador, y, sin embargo,
por sus “Reexiones sobre la Ley del 10 de abril de 1834” debe conside-
rarse un exponente del socialismo utópico, único por lo demás al cual
podía llegar para el año 1845, fecha de aquel trabajo3.
Y aquí una coincidencia muy curiosa: en la biografía que la Enciclopedia
Espasa consagra al colaborador de Baralt, Don Nemesio Fernández Cuesta,
leo que a éste lo declaró “reaccionario” uno de los grupos “progresistas” de
España. Bien se ve que la majadería de los que se dedican a expedir CERTI-
FICADOS DE BUENA CONDUCTA CÍVICA y CREDENCIALES
DE IDEAS AVANZADAS es igual en todos los lugares y épocas!
Liberal, y sólo liberal, fue nuestro gran compatriota; pero liberal de
amplia receptividad y valerosa fe. Orgulloso del racionalismo al cual
permanecían eles las doctrinas liberales que se mantenían revoluciona-
rias, apunta en refutación el dogmatismo de Donoso Cortés: “Porque si
en este proceso es presuntuosa la razón que se calica de infalible, la que
se tiene por incompetente para conocer y fallar, es absurda y cae en con-
tradicción cuando conoce y falla. Y como rearmación de sus convic-
ciones democráticas establece que “dondequiera que la historia registra
un hecho memorable, una gran reforma, una mejora útil, una institu-
ción generosa, vemos, o la acción libre del pueblo, o la mano paternal de
un Rey que sabe y quiere acomodarse al carácter de los súbditos”.
Esta última cita la recoge también Arturo Uslar Pietri en un trabajo
sobre Baralt, en el cual hace esta estupenda interpretación del acto en
que nuestro compatriota se recibió como miembro de la Real Acade-
mia Española: “Es fácil imaginar al venezolano, con su acento criollo,
vestido con su traje de gala, alzarse en mitad del salón, lleno de los más
grandes nombres de la literatura española de la época, a leer su discurso.
3 Para las pruebas de esta apreciación, véase mi discurso de incorporación a la Academia Nacional de la
Historia publicado en 1947 bajo el título “Libertad y Justicia Social en el pensamiento de Don Fermín
Toro”, trabajo reproducido con ligeras adiciones en “La luz y el espejo”, ensayos, Caracas, 1955.
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Lo ha escrito en la prosa más irreprochable de que era capaz su sabidu-
ría de la lengua y su sentido de la poesía. Con el tono más sosegado y
cortés, con el mayor esfuerzo de objetividad, Baralt va señalando todos
los errores que halla en el pensamiento de Donoso... “Más que como
un académico que se recibe, debió sentirse en su fuero interno como un
delegado, como un diputado, como uno de aquellos viejos Procuradores
de la antigua monarquía, que iban a llevar ante los príncipes y las cortes
la representación del derecho de los pueblos. Frente a la gran sombra de
Donoso, que invocaba a una Europa catastróca y desesperanzada, se
alzaba, en la voz del criollo, la fe de América en el hombre y en la razón.
Lo que dijo allí en nobles y hermosas palabras, era la expresión elevada
de lo que había sentido, oído y aprendido en el largo contacto con su
gente americana. Bogas del Zulia, soldados de los llanos, pastores de los
páramos, universitarios de Caracas y de Bogotá, eran en el fondo, los
que le respondían a Donoso por la boca de Baralt”.
Profunda verdad. Al llegar aquí quise buscar, para ilustrarla, algún frag-
mento de la Historia de Venezuela, escrita por Baralt en su juventud y en
condiciones bien diferentes a las de aquel acto de triunfo y consagración
en la metrópoli. Al hojear apenas el primer volumen, he aquí esa “voz de
criollo, que enjuicia al gobierno de España en su país casi con las mismas
palabras que después hará oír ante la Corte y la intelectualidad de los coloni-
zadores:”... porque el despotismo mató a un tiempo la libertad y el espíritu.
Esta conducta fue la misma que observó en la mísera España con iguales o
peores resultas, y hubiera sido desacuerdo exigir para la colonia bienes que la
madre patria no gozaba, e instituciones liberales a reyes Austriacos y Borbo-
nes. Pero es bien sabido que el mal esencial del gobierno absoluto consiste
en hacer depender el bien de la República de una sola voluntad; por lo que
raras veces se consigue, no habiendo luz y verdad sino en el concurso de mu-
chas emanadas del pueblo, sujetas por la responsabilidad, puricadas por la
discusión. Una que otra institución generosa, hija de la sabiduría de un mo-
narca o de alguno de sus ministros, no altera esta regla general y eterna. Así
es el despotismo, y cuando impera, no hay vida intelectual ni moral para el
pueblo, sino entorpecimiento y abandono.
Augusto Mijares.
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LO PASADO Y LO PRESENTE
Por
Don Rafael María Baralt y don Nemesio Fernández Cuesta1
1 Se publicó un libro de 135 páginas, en Madrid, en la Imprenta de la calle de S. Vicente, o cargo
de don Celestino G. Álvarez, en 1849. Lleva la fecha de impresión de 17 de setiembre de 1849.
Lo reproducimos íntegramente en esta oportunidad (Nota de P. G.).
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Después de los azares que hemos sufrido, y de tanta sangre derramada,
y de tantos disipados tesoros, henos aquí otra vez en el sitio de donde
partimos prontos a inclinarnos sumisamente de nuevo bajo el yugo de
esa misma servidumbre que combatimos comprometiendo nuestra ha-
cienda, nuestras vidas, y lo que es más, nuestras almas. Lo que puedan
pensar de semejante ligereza las naciones extrañas, no me es permitido
decirlo. Por lo que a mí toca, un deber imperioso me obliga a decla-
rar que al proceder como lo hacemos justicamos las acusaciones de
nuestros enemigos, nos confesamos homicidas, y convenimos en que el
gobierno destruido por nosotros era mejor que el actual. Si queremos
ser esclavos hoy, ¿por qué no nos resignamos a serlo ayer? Menos hu-
biera tenido que sufrir ante Dios, haciéndolo así, nuestra conciencia; y
menos también nuestra reputación ante el mundo.
(El conde de SHAFTESBURY contra CROMWELL, en la Cámara
de los Comunes de Inglaterra).
i
De la luz pasajera de libertad que iluminó por un instante el cielo
de Irlanda para dejarlo luego más ennegrecido con las tinieblas de la
bárbara conquista británica, dice un político:
«Irlanda había conquistado un Parlamento libre, mas no la libertad;
que ésta no es nada sin el arte y la sabiduría que la hacen fructífera y
fecunda. Inútiles serán siempre los mayores benecios, si no van acom-
pañados de los medios de sacar provecho de ellos cultivándolos. Al ver a
aquel pueblo apoderarse, alegre y casquivano, de su conquista, sin que-
rer se nos viene a la memoria, no el heredero que recibe sin asombro el
patrimonio de sus padres, sino el salvaje que salta de gozo y ríe con estú-
pido contentamiento al adornarse con vestidos europeos. Cree vestirse
con la civilización, y no hace más que echarse encima su librea».
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Si también nosotros antes la librea y los harapos que los recamos y pre-
seas de la libertad gozamos, dígalo quien tenga ojos para ver y los revuelva
a nuestra situación con ánimo entero, desinteresado e imparcial. Cierto
reconocerá y confesará con dolor, a vista de las ruinas que nos rodean, que
mejor ha de medirse la grandeza de nuestros fueros y exenciones naciona-
les por lo que han perdido, que por lo que han ganado en este deplorable
trasiego de gobiernos efímeros y de turbaciones infecundas. ¿uién nos
dará razón, por ejemplo, de nuestras sabias leyes y generosas instituciones?
¿uién de nuestras gallardas reformas? ¿uién del nombre y la pujanza
que tuvimos un día? ¿uién de la pujanza y del nombre que otra vez en
el tiempo por venir alcanzaremos? Cualquiera dirá al vernos que vivimos
entre escombros y fabricamos en el aire nuestras esperanzas.
Porque aquí está escrito en la Constitución el sistema representa-
tivo, y sus ministros siguen en la práctica de los negocios la pauta del
gobierno absoluto. Ni de mayor luz y verdad están revestidas las Cortes,
donde se registran las voluntades y antojos del Poder y sus áulicos más a
menudo que los deseos y provechos de la república; la cual, excluida de
la elección de sus representantes, ve, no sabemos si indiferente o resig-
nada, los inauditos atrevimientos de un reducido número de hombres
que tracan con su poder y con su dignidad, so pretexto de ser los únicos
capaces de entender y regir sus negocios con verdadera independencia
de los cohechos e intimidaciones de la suprema autoridad.
Escrita está aquí en las leyes esa libertad de imprenta, conquista la mayor y
más preciosa del espíritu moderno, verdadero vehículo a la par que firmísimo
escudo de la civilización; y la verdad es que no puede vivir ni vive sino de sub-
venciones, antes tolerada que consentida, inerme ante la seducción y la violencia,
esclava de la ambición de los ricos, juguete de las pasiones de los partidos; con-
vertida por unos en pregón de escándalos, por otros en trompeta de mentiras;
heraldo unas veces de sediciones y tumultos y preceptor otras de ciega sumisión
y servidumbre; voz que clama en desierto, voz que se pierde en el vacío; grande
auxiliar de los abusos del Poder, y debilísimo apoyo de las reformas populares;
para el bien impotente, para el mal pujante, para la verdad inútil.
En todos tiempos ha sido España uno como vínculo para sus em-
pleados de todas clases, o a decir más bien, la presa de ellos. En la era
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de los reyes absolutos la parte del león pertenecía a los favoritos y a los
cortesanos, y el resto se arrojaba al pueblo como escoria. Entonces no se
gobernaba: se conferían empleos, y en esto consistía el toque del gober-
nar. La nación era una feria de destinos públicos; la administración civil
y política, una almoneda; las antesalas y alcobas de los palaciegos, tem-
plo de la ley y altar de la patria. Allí se repartían los despojos del reino;
allí ardía el incienso en honor de los magnates que se habían enriqueci-
do con el saqueo de las provincias metropolitanas y ultramarinas; allí se
honraba a generales y gobernadores que se hacían perdonar la pérdida
de reinos enteros por medio del oro extraído de ellos; allí se compraba el
privilegio de oprimir al pueblo español y de hacer aborrecible su nom-
bre a las naciones extranjeras; allí se ponía precio a todas las conciencias,
se hacía moneda del honor de las familias, se amancillaba toda virtud, se
ajaba toda belleza; allí jóvenes, ancianos, magistrados, sacerdotes, cuan-
tos sentían hervir en sus venas la recalentada y negra sangre de las ruines
pasiones y de los torpes vicios, acudían a buscar medios de satisfacerlos,
postrándose humildes ante los privados que deshonraban al príncipe.
En esos antros tenebrosos de inmoralidad y corrupción se consumó
la ruina de la monarquía. Merced a los empleados que de ellos salían a
infestar, como otras tantas plagas, las comarcas del reino y sus colonias, del
primer puesto entre las naciones poderosas hemos bajado a ocupar uno
de los más subalternos entre las enaquecidas y postradas. No hay que du-
darlo: si la rutina de una administración llena de vicios hizo imposible el
progreso de las luces, la medra de la riqueza y la reforma de las costumbres
en España, a sus empleados se debe. Sacados cual a pública venta los desti-
nos, ¿cómo impedir que los favorecidos con ellos no los tuviesen por mer-
cancía, de la cual era preciso exprimir el capital y descuento de la postura?
No representantes ni agentes de la autoridad, sino aparceros con el sco en
los despojos que éste hacía de mano airada y exterminadora, fueron (con
pocas excepciones) empleados que caían sobre los esquilmados pueblos
como un azote, y que al n lograron derribar a pedazos la ya vacilante mo-
narquía sobre la cabeza de monarcas corrompidos, holgazanes o ineptos.
Mas, ¿por ventura ha desaparecido con los hombres y las cosas de
antaño el sistema de laboreo que se estilaba en el Zacatecas de los em-
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pleos, distinciones, honores, títulos, cruces, cintas, abalorios y zaran-
dajas de la antigua monarquía?
Los géneros en venta son los mismos: con poca diferencia uno mismo
el sistema de adjudicación: sólo diferentes las personas que dan, y los títulos
y méritos de las personas que reciben. Verdad es que ahora los validos no
siempre gobiernan, ni es dado al Príncipe escogerlos ni gozarlos sin el con-
sentimiento o venia de los Ministros (¡imponderable ventaja y no pequeña
excelencia del gobierno representativo!); pero lo mismo hoy que antes se
compra el favor de la Corte, y con el mismo áureo método se amansan las
eras cortesanas, se domestican privados, se conjuran tramas, se disipan
nublados, y se ganan amigos encargados de vigilar sobre el Príncipe hacién-
dole liviano y llevadero el peso de sus Ministros constitucionales. Acaso no
se vendan hoy en pública subasta los destinos de la república, ni las diversas
minas y veneros del Estado; pero todos ellos, con haber recibido un aumen-
to increíble, apenas bastan para mitigar la sed hidrópica de los corredores
de elecciones, de los tracantes en candidaturas, de los diputados indepen-
dientes, y del innito número de deudos anes y consanguíneos con que
la próvida naturaleza favorece siempre el robusto tronco genealógico de los
Ministros modernos, criados a los pechos de las mayorías parlamentarias.
Por lo cual ha dicho alguno con mucha razón y no indecoroso gracejo que
la Guía de forasteros es la única estadística de la riqueza de España; el con-
servatorio de sus artes y ciencias; la exposición pública de su industria; sus
puertos, arsenales, marina, caminos de hierro, canales y faros; todo, en n,
porque es el libro de lo pasado, de lo presente y de lo futuro; manual del
gobierno; código de la administración; norte de las esperanzas; consuelo
de los tristes; camino de la gloria; fundamento del Poder; sustentáculo de
la grandeza; paraíso de los elegidos; inerno del pueblo.
Reducida la publicidad de los actos del gobierno, de sus resoluciones y
sus cuentas a poco más de nada, o por mejor decir, a la razón irrisible que tie-
nen a bien dar de unas y otros los Ministros a las Cortes y en el periódico o-
cial que todos conocemos, ¿qué signica entre nosotros ese gran principio
de los gobiernos liberales que consiste en administrar la cosa pública a vista
y gusto y satisfacción cumplida del país? Ningún misterio de la naturaleza
o del arte puede apostárselas en obscuridad al misterio en que se envuelven
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nuestros hombres de Estado, Corte, tribunales y ocinas: herederos de la
Inquisición y de los Consejos, no parece sino que han tomado a empeño
perpetuar sus tradiciones y justicar su odioso ejemplo. ¡Singular anomalía
y grandísima desgracia esta nuestra, que sepamos con más exactitud y ma-
yor facilidad cuanto acontece, se dispone y trata en las naciones extranjeras,
que lo que a nuestra España atañe y corresponde! Por Diarios de Francia y
Alemania hemos sabido aquí ajustes y convenios celebrados por nuestros
gobiernos con otros de Europa, tocante a graves asuntos de alianzas y de
guerra; y esto estando reunidas las Cortes, a quienes por la Constitución
debía dar cuenta de lo obrado. Si quisiésemos indagar noticias de nuestro
país, habríamos de acudir a trabajos estadísticos de extraños, que acaso vinie-
ron aquí y hallaron tal favor para registrar archivos y compulsar documentos
cual jamás encontrará español alguno. ¿Cuánto pagamos por contribución
directa o indirecta al sco? ¿Cuánto nos roba el sistema restrictivo en ma-
teria de comercio y tráco interior y exterior? ¿Con qué suma pagamos
anualmente el tributo que nuestros estólidos gobiernos han concedido y
mantienen a las infamantes usurpaciones y reservas de curia romana? ¿Cuál
es y en qué consiste nuestra riqueza nacional, así ja como circulante? ¿Cuál
es la razón y ley de su progreso o de su decadencia? Y, para no proceder
en innito, ¿cómo se distribuyen en las diferentes clases del país las cargas
públicas? Ningún particular, ninguna ocina, ningún libro, ni el gobierno
mismo pueden contestar en el día a todas, ni a una siquiera de las preguntas
anteriores, sin cuya completa satisfacción y conocimiento es sin embargo
tan imposible el asunto del bien gobernar, como lo sería sin brújula, sin ti-
món ni derrotero el de navegar a golfo lanzado en el Océano.
Tales frutos cogemos de este absurdo sistema de ocultaciones y tinie-
blas cuales vemos y palpamos con tanto asombro de las gentes y ofensa
de las buenas doctrinas, como de servicio y mengua de nuestro decoro
e intereses en todos los ramos del saber humano. Grandes y magnícas
librerías, ediciones y códices preciosos, raros manuscritos y documentos
históricos de nuestra patria con que a poca costa y escasa diligencia han
podido sus gobiernos enriquecer las bibliotecas públicas, ofrecen gratui-
ta y fácilmente sus tesoros a los estudiosos en las de Alemania, Francia e
Inglaterra. Los mejores indagadores y críticos de nuestra bella literatura
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antigua y de nuestros grandes hechos nacionales Bouterweck, Bölh de
Faber, Wolf, Sismondi, Viardot, Chasles, Richardson, Romey, Dunham
y otros muchos, son extranjeros. ¿uién hubiera dicho a Oviedo, Ercilla
y Solís; a Colón, Cortés y Pizarro; a los héroes de las armas y de las letras
españolas, que extranjeros escribirían en nuestro tiempo la historia del
descubrimiento y conquista de América, la de Méjico y la del Perú? Mas
¿qué mucho si extranjera es igualmente la mejor historia que tenemos
del glorioso reinado de los Reyes Católicos? ¡Cómo tales cosas se miran,
y no con enjutos ojos, por la injuria de los tiempos!
Mas no hay para qué nos fatiguemos en enumerar hechos patentes a
los ojos de todos; cuanto más que aquí llevamos puesta la mira no tanto
a registrar su número como a indagar sus orígenes y fuentes, después de
apreciadas con la posible exactitud las perturbaciones que en todo el cuer-
po social producen su inujo y acción sobre los hombres y las cosas. Baste
para todo lo demás decir que de cuantas entre nosotros se hallan escritas
en las tablas irrisorias de la ley, sólo una es verdad: el ejército, abismo de
gastos improductivos, emblema de la fuerza bruta, ciego instrumento de
la arbitrariedad, e imagen el de la barbarie de otros tiempos. Por don-
de puede colegirse la inmensa distancia a que nos hallamos del gobierno
representativo, si, admitiendo la denición de sus apasionados, decimos
de él que ofrece y asegura las excelencias de dar campo libre a todas las
opiniones, cumplimiento a todos los intereses, sitio y propio lugar a todas
las ideas, equilibrio a todas las fuerzas, movimiento a todos los impulsos,
anzas a la conservación y términos adecuados al Progreso.
Nosotros no vemos en el fantasma del gobierno que nos rige ninguno
de estos bellos caracteres, ni acertamos a pensar ni decir de él sino lo que
pensaba y decía con laudable franqueza el conde Shaesbury en su dis-
curso contra Cromwell que sirve de apropiadísimo epígrafe a este escrito.
Pues si tantos sacricios habían de parar no más que en poseer un feo e
inexacto trasunto de original de muy dudosa bizarría, ¿a qué hacerlos? Y
después de hacerlos, ¿cómo no deplorarlos? Creímos abrir de par en par
las puertas a nuestra ventura cuando violentamos las de nuestra quietud
y sosiego; y al n de la jornada, derribado el abrigo que nos guarecía, nos
hallamos sin esperanza a la intemperie. No quisimos un señor, y nos dimos
mil con aumento de malicia y de violencias; pues, ¿qué importan virtudes
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personales de reyes, si, como decía uno de nuestros grandes políticos an-
tiguos, están ahogadas de la omisión o pereza, prisioneras del vicio y más
dignas de lástima que de loa; mayormente si no viven los príncipes con su
propio espíritu, sino con el espíritu y las pasiones de los que, so capa de
áulicos y servidores, los dominan, extravían y pervierten?
No parece sino que las revueltas y tumultos han sido para nosotros
leche de servidumbre. Postrados estamos y cubrimos de besos la mano que
nos azota. Y tanto mal adquirimos a costa de larga y cruenta guerra civil
que ha diezmado nuestra población y sembrado odio y rencor en todos los
corazones. ¡Cuántos campos de batalla cubiertos de sangre toda española!
Y entre batalla y batalla fratricida, ¡cuántas revueltas y tumultos! ¡Cuán-
tos levantamientos y conspiraciones! Desaparecen hombres y caudales;
lloran orfandad las familias, miseria y ruina las provincias; cesan en los
talleres y en el campo la savia y el movimiento vivicador de la industria;
pónense en juego las malas artes de una guerra que más semeja a matanzas
de salvajes que a lucha entre gentes civilizadas; hoy triunfa por la violencia
o el engaño un partido, que mañana por la violencia o el engaño es derri-
bado del poder; en tanto de entre el polvo que levanta la pelea y en medio
del tumulto y vocerío de los combatientes, se alzan y crecen como som-
bras u odres henchidas de viento, reputaciones sin peso ni sustancia que
brillan y desaparecen entre los escombros de la patria al ruido de la rechia
y del escarnio de propios y de extraños. Cesa luego la turbación y hondo
silencio se extiende a todo el reino; mas no es que la anarquía ha dejado de
existir, sino que cansada y vencida de sus propios excesos, dispone y apare-
ja sus fuerzas para otro día de combate, abdicando momentáneamente en
manos de un efímero tirano: pues es de notar que no obstante haber sido
removida la tierra con tantas maneras diferentes de revolvimiento como
sabe el mundo, todavía está por la primera vez que de ella haya salido ese
hombre que no falla jamás a ningún pueblo en las supremas ocasiones: el
hombre del tiempo, que lo conoce mejor que ninguno de sus contempo-
ráneos; bueno o malo, clemente o cruel; pero hábil sobre todo.
Esto y mucho más hemos visto; esto y mucho más hemos padecido.
¿Para q? A lo que parece, para hacer divorcio de la verdad dando a to-
das las cosas frágiles cimientos, endebles apoyos y engañosas apariencias.
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Interroguemos, si no, al pueblo acerca de su marcha y progresos en
la carrera de la civilización, y sepamos qué piensa y espera de sí mismo
como nación libre e independiente, puesto que sujeta y subordinada al
gran movimiento común de la especie humana. Caso así cierto como
doloroso que ignora su manera de vida y también la regla y ley de su vi-
vir; ni sabe cuál es el n de su actividad característica; ni acierta a for-
marse nociones exactas ni aun distintas de la idea que debe realizar en
el mundo con gloria y provecho propios, tanto como con provecho y
gloria de la cultura y mejoramiento universal. Por donde, caminando
siempre al acaso; ora resignado, indiferente o escéptico; ora inquieto,
apasionado o fanático, lo hemos visto cambiar de objetos con extraña
movilidad, yendo sin norte seguro de un n a otro n, repugnando y
destruyendo hoy lo que ayer hizo, variando a cada instante de método
y propósitos, y dando, en n, lamentables muestras de carecer en sus
actos y en sus opiniones de aquella tendencia común, constante y re-
gular, sin la cual es de todo en todo imposible el progreso. Duélenos
decirlo; pero es la verdad que, tan pronto musulmán como godo o
fraile, el pueblo español, ya se prosterna y anonada ante la vara férrea
del fatalismo y de la tiranía; ya rompe en tumultos y facciones desor-
denadas; ya con monástica paciencia se conviene a vivir de día en día
cual si debiese morir al siguiente, extraño para con los otros pueblos,
transeúnte en el mundo, expósito de la Providencia.
Y sin embargo, no tan sólo es evidente que toda sociedad debe poseer
la noción de un n de actividad determinado y constante, sino también
que ese n es la condición de su existencia, sin el cual se disuelve y perece,
ora porque haya sido alcanzado, ora porque se le desprecie y olvide en me-
dio del estruendo de agitaciones momentáneas. Pero prosigamos.
Y pues hemos interrogado al pueblo en masa, interroguemos aho-
ra a cada una de las clases en que se divide, las cuales todas convienen
en hallarse descontentas de lo que existe y mal avenidas con su suerte,
esperando cambios y mejores sucesos en el tiempo por venir.
Dice el clero, y es cierto, que la Religión ha naufragado en el piéla-
go de ideas confusas y revueltas que una losofía mal comprendida y
peor enseñada ha introducido en nuestro suelo, corrompiendo al mis-
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mo paso que nuestras creencias primitivas, las costumbres y el idioma.
Algunos individuos de esta clase, más sagaces y entendidos, atribuyen
una parte muy principal en tan tristes efectos a las usurpaciones de la
curia romana y a los intolerables abusos que, revestidos con el man-
to de la Religión, ha introducido aquélla en todos los países católicos
con descrédito del dogma, perjuicio de los pueblos y mengua de las
regalías nacionales; las cuales usurpaciones y escandalosos abusos han
hecho que se confundan y comprendan en el justo enojo de gobiernos
y pueblos la causa particular de los Pontíces con la causa propia de
la Iglesia; siendo lo peor de todo que ellas nos han traído al olvido
de nuestros cánones, costumbres y tradiciones regnícolas; al apoca-
miento de la divina y apostólica autoridad de los obispos; al desuso
de nuestros concilios nacionales y provinciales; a la propagación de
principios subversivos de los derechos y prerrogativas de la legítima
potestad de las naciones; y nalmente, al menosprecio y vulneración
de las sanas doctrinas económicas en orden al arreglo y secularización
de la propiedad y por lo tocante a la educación eclesiástica y civil del
clero. Legítimo y necesario efecto de estas causas, y tan lamentable
como ellas por el perjuicio que causan a la Religión haciéndola odiosa,
es el desvío y apartamiento que hoy existe y de cada vez más se profun-
diza, entre las ideas sagradas y profanas, entre la razón y la fe, entre los
seminarios y las aulas, entre el dogma y la losofía, entre el sacerdocio
y los pueblos; todo debido a las falsas nociones que la Santa Sede ha
concebido y enseña acerca de la civilización, no advertida de que si
el cristianismo es fuente de la que hoy alcanzamos, una y otro tienen
necesidad de buscar en su estrechísima unión y concordia sus indis-
pensables condiciones de vida, de desenvolvimiento y de progreso.
Prorrumpe por su parte el comercio, echando de menos aquellos
tiempos en que nuestros bajeles recorrían gloriosos y respetados todos
los mares, y en que la probidad y honradez de su clase se ofrecía como
un acabado modelo a la imitación y reverencia de los demás pueblos
de la tierra. Perdidas las colonias, y apretado entre durísimas gabelas
scales, absurdos registros, formalidades embarazosas y aranceles de
privilegio y monopolio, ¿dónde están, exclama, nuestras antiguas con-
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trataciones, nuestros ricos tratos y variadísimos viajes, nervios sin los
cuales es imposible mover y manejar la potencia del imperio? ¿Hacia
qué parte son nuestras conquistas comerciales? ¿ué se han hecho las
comarcas que nos enriquecían consumiendo los productos de nuestro
suelo? ¿ué ha sido de la industria agraria, que alimentaba nuestros
comercios y daba vida lozana y oreciente al Estado?
La agricultura nos pone de maniesto sus llagas, para probar que así
en la cantidad como en la calidad de sus producciones y en la manera de
obtenerlas, se halla dos siglos rezagada por la Europa moderna y en poco
menos ignominiosa situación respecto de los árabes, que en tiempo de
los Reyes Católicos cultivaban la vega de Granada, y anteriormente la
huerta de Valencia. Y viéndose en el espejo de los mismos intransitables
caminos, de las mismas escabrosas veredas, de los mismos ríos innave-
gables, de las mismas tierras sin riego, de los mismos instrumentos y
métodos de cultivo, de los mismos vejámenes scales que entorpecen la
comunicación y tráco interior, sin diferencia ninguna de como antaño
poseyeron estos imperfectos medios de labor y de industria, no acier-
ta a decidir si por acaso vive en la edad arábiga, goda o romana de su
servidumbre, o en esotra de libertad política y civil y de maravillosos
adelantos en las ciencias y en las artes, que promueven poderosamente la
creación cada día más perfecta de la riqueza agraria e industrial.
Trescientos años por lo menos de régimen prohibitivo: la posesión
exclusiva de las Américas; los más ricos mercados del mundo durante
mucho tiempo; las guerras políticas y religiosas que han asolado a las
naciones más pujantes e industriosas de Europa, mientras España goza-
ba en su nativo suelo de profundísima paz, turbada apenas por tumultos
pasajeros de provincias y ciudades; la tolerancia y aun diremos excesiva
condescendencia de todos los gobiernos patrios; el progreso de las luces;
la abundancia de primeras materias: ninguna de estas ventajas, ni otras
muchas que en obsequio de la brevedad omitimos, han sido parte para
levantar los vuelos de nuestra llamada industria nacional hasta igualar-
la por lo menos, o hacerla competir honrosamente con la industria de
otros pueblos. En vano se han impuesto y se siguen imponiendo en su
provecho enormes sacricios al resto del país, constituyéndonos todos
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los españoles en nodriza de esta viejísima niña criada a nuestros pechos,
sin que hayamos podido alcanzar nunca el consuelo ni formar la espe-
ranza de verla crecer y emanciparse; pues si por ventura amenaza algún
Ministro curandero quitarle una siquiera de las fajas que la ciñen, po-
niendo el grito en el cielo sus padres catalanes protestan derechos, voci-
feran menoscabo de intereses, apellidan legalidad y justicias, hablan, es-
criben, suplican, amenazan; y tanto ruido arman, y hasta tal punto y por
tales modos agitan al país, mueven pláticas, proponen partidos, y abren
en los ánimos débiles o interesados caminos oportunos a sus pensamien-
tos y nes, que asombrados los Parlamentos, medrosos los Ministros,
persuadidos los cortesanos, dudosa la prensa y fatigados todos, logran
siempre, al cabo de larga y no poco costosa lucha, obtener medios aco-
modados a su satisfacción y reposo, dejando suspensa y como pendiente
de un hilo esta cuestión, contra la cual hasta hoy no han valido súplicas
de buenos, razones de la ciencia, documentos de la historia, enseñanza
deducida del ejemplo de otras naciones, evidencia del provecho propio,
ni demostración del muy grande que resultaría a España de resolverla
denitivamente y para siempre. Después de lo cual, el pacientísimo pue-
blo sigue dejándose esquilar el vellocino por las toscas tijeras del contra-
bando y del monopolio, con que viven medrados los únicos verdaderos
mayorazgos de las riquezas del país.
Dice el estado militar que la organización del ejército es falsa e in-
completa; que no ofrece equitativo descuento ni compensación al sol-
dado por el sacricio de su tiempo, de su suerte ni de su vida; que lo
embrutece en vez de ilustrarlo; que lejos de morigerado lo desmoraliza;
que con ser como es el más costoso y privilegiado de los servidores del
Estado, también (por una singular aunque fácilmente explicable ano-
malía) se cuenta entre los más desgraciados y más desatendidos. Y en he-
cho de verdad, los que creen en la necesidad de los ejércitos permanentes
algo deberían hacer por ellos; pero, ¿qué vamos hacer, ni tan siquiera
proponer, a favor de esta clase, por otra parte tan halagada y condecora-
da cuanto envanecida y soberbia? Nada aprovechan vistosos uniformes,
ración cumplida, ni cuantiosas pagas para el bien de la tropa, si al lado
de estas condiciones necesarias de su disciplina, conservación y decoro,
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no se procuran esotras que guardan una más estrecha relación con el sol-
dado, no en cuanto máquina, sino en cuanto ser moral e inteligente, y en
su cualidad de ciudadano del país con derechos civiles y políticos; pues
no se trata solamente de poseer y ostentar aquí o allí brillantes regimien-
tos que se muevan y gesticulen con maravillosa precisión y conformidad
a la voz o señales de sus jefes, sino también de completar la educación
moral y religiosa de sus individuos, de inculcarles saludables máximas de
virtud y buen comportamiento, de sacarlos aprovechados en el ejercicio
de ocios y artes útiles, de devolverlos, en n, a sus familias, si ricos en
honor y gallardía, no pobres en caudal de buenas costumbres, de salud
y de medros pecuniarios. ¿ué menos puede hacerse a favor de los que
se sacrican los mejores años de su juventud sirviendo al Estado en los
trabajos de la guerra? ¿ué menos a favor de las familias a quienes se
arrancan sus más robustos hijos en aquella peligrosa edad de las pasiones
donde más necesitan de la disciplina y santos documentos del hogar do-
méstico? ¿ué menos, por último, a favor de la sociedad, sobre la cual se
derraman anualmente centenares de hombres deshabituados del traba-
jo, olvidados de las sencillas costumbres del campo, maestros consuma-
dos en las de cuartel, y acaso tan viciados en el cuerpo como en el alma,
que han maltraído en el licencioso tráfago y desenfreno de su ocio?
Lástima, cierto, da oír a los empleados activos, y hay que taparse los
oídos cuando se trata de viudas y cesantes que, con perdón sea dicho,
lo son o se llaman pasivos, de gran privanza con los Ministros de Ha-
cienda. ¡Poder divino, y cuánto no dicen los unos de sus mal retribuidas
funciones y de sus peor pagados créditos! Esta gente es aquella nume-
rosa y extraordinariamente fecunda en España, que se multiplica como
aborto prodigioso de naturaleza, dando, cual el buen trigo en tierra fér-
til, ciento por uno, así para pan como para tortas, es decir, así para los
destinos como para sus correspondientes cesantías; pues en realidad, si
a cada cosa de este venturoso país corresponden cien empleados, a cada
empleado al cabo de un año tocan cien cesantes, con grande alivio del
Presupuesto y mucho enojo de los Consejeros de la Corona. De espinas
tienen una las viudas, los huérfanos y los caídos de la gracia ministerial;
pero, ¿por ventura no es de espinas también el lecho ocial de los Minis-
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tros, según con elegante metáfora nos ha dicho uno de ellos asturiano?
Debemos confesar, sin embargo, que algún descuento de su aperreada
existencia ofrece a los cesantes la completa libertad en que viven, así res-
pecto del gobierno como respecto de los meses del año, gozando siem-
pre ausente al uno, y a los otros ordinariamente de cinco y nueve meses,
cuando para nosotros, y para todo el mundo, y en especial para los labo-
riosos hombres del Estado que nos gobiernan, tienen doce.
Y en orden a lo que en estilo aristocrático se llaman hoy clases inferio-
res de la sociedad; conviene a saber, las que trabajan, las que sustentan con
su sangre y sudor la república, y viven, no obstante, desheredadas de sus
más apetecibles benecios; las que padecen, en n, bajo el poder de la Bol-
sa, de la industria privilegiada, del Banco, de los Ministros, de las Cortes,
del ejército, de los generales políticos, de los capitanes generales con más
autoridad que el Rey y que las leyes, de los tribunales, de los alguaciles y de
la policía; esas clases, decimos, sumidas en la ignorancia y sin tener la con-
ciencia de su fuerza, se rinden ya al peso de las contribuciones y gabelas
innumerables que con diversos nombres y formas nos oprimen y ahogan;
pugnan en vano por abrirse en la sociedad caminos más acomodados a su
ventura, y viven desconsoladas sin esperanza de mejores días.
Si de los estados o clases sociales pasamos a los individuos, el ancia-
no, asustado de lo que es y temiendo lo que será, nos dice que el vicio,
la corrupción y la licencia han perdido en nuestros días aquel barniz
de elegancia y apariencia de compostura que limitaban sus estragos y
hacían menos funesto su inujo sobre el pueblo: el vicio, antes garrido
y aseado, ahora es feo y torpe; la corrupción no busca las alcobas reti-
radas de dorado artesón y pavimento de mármol, sino se mete desnu-
da en el tonel que Diógenes colocaba en las plazas públicas de Atenas;
y la licencia, que antes daba tributo al decoro de la república, disimu-
lando sus extravíos, hoy lo hace al escándalo, publicando en cátedras y
en tribunas sus justicaciones vergonzosas. Huido de la sociedad anda
el pudor, como de los deseos la templanza, como de las acciones el
recato, como de los tratos el desinterés, como de los afectos la pasión
verdadera, como de los sacricios consagrados a la patria, a la amistad
y al amor la abnegación generosa. ¡Duro rigor y grave pesadumbre de
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estos tiempos donde todas las coronas de la antigua virtud se ven mar-
chitas y donde el mérito supremo consiste en la riqueza triunfante!
Pero los jóvenes nos consuelan sosteniendo que el vicio y la virtud
son entes de razón y sutilezas metácas; que el buen éxito que corona
las empresas de los audaces es la única segura y el medida de la capaci-
dad y los merecimientos; que la modestia, para ser útil, debe emplearse
solamente a modo de gracioso y elegante disimulo de la codicia, y que
es negado o tonto quienquiera haga en España alarde de una probidad
pedantesca cuanto embarazosa, especie de sambenito que sin mover a
estimación ni respeto aleja el favor y la conanza; únicamente a propó-
sito para excitar la valla de los curiosos y para dar cebo y movimiento a la
lengua de los maldicientes. –“¿Es honrado?, pues algún motivo oculto
tiene para serlo, o a decir más bien, para parecerlo”– “¿Tiene talento y no
medra? ¡Guarda Pablo!, que de sabios es buscar recatadamente las bue-
nas ocasiones de aprovechamiento. –“¿Escribe bien? ¿Hace daño en las
las de la oposición al Ministerio y está pobre? Ya acertarán los zahoríes
con el precio y la puerta de su conciencia: o acaso anden ahora a vuel-
tas con ella sobre el tanto más cuanto.– “¿Pariente o íntimo amigo del
Ministro de Hacienda, y no es, por lo menos, intendente de provincia?
Pues asunto mejor tiene entre manos. Y dándose así por sentado que la
conciencia y el sentido moral son elementos indiferentes u ociosos en el
juicio que se forma de los hombres, hanse llegado a persuadir éstos que
no existe un verdadero criterio de las acciones ni de los pensamientos, o
que, si alguno, debe buscarse en el logro de las empresas, en la posesión
de las riquezas, en el dominio y en la fuerza; por donde, negada ya la
virtud, no tanto como rara, difícil o costosa, cuanto por inverosímil, el
discernimiento de lo justo y de lo injusto, de lo verdadero y de lo falso,
de lo bello y de lo deforme ha venido a ser entre nosotros condicional
y arbitrario, ora en moral como en política; ora respecto de la religión
como de la literatura; ya, en n, se trate de las modestas virtudes del
hogar doméstico, ya sólo de aquellas cuyo norte principal debiera ser en
los nobles corazones la gloria y la felicidad de la república.
Pero ya apuntadas, para mejor inteligencia de lo que sigue, estas
consideraciones generales sobre lo que podemos llamar síntomas del
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tiempo, entremos a examinar con más espacio y holgura nuestras enfer-
medades políticas: objeto único y especial del presente escrito. Y no se
nos moteje de insistir a menudo en unos mismos hechos, ni de repetir
las mismas verdades, ni de derramarnos minuciosamente en conceptos
y juicios sobre materias al parecer poco sustanciosas. Todas son graves
y de meollo cuando se trata de rastrear por señales exteriores el esta-
do verdadero de una nación tan revesada como la nuestra, en tiempos
como los que alcanzamos tan turbados y revueltos, y cuando se reere el
discurso a la ciencia que requiere observaciones más profundas y varia-
das, honda penetración, juicio seguro y acertadas predicciones. No sin
mucha razón, abundando en este sentido, quisiera un escritor francés
de nuestros días que los gobiernos indagasen con acucia minuciosa los
más ligeros síntomas y leves accidentes de las naciones que dirigen, para
formar ideas exactas de su situación y circunstancias, sin desdeñar, dice,
ni los asuntos de risa ni los de llanto, ni las locuras ni las chanzas, ni
las sensualidades ni las abstinencias, ni ninguna de esas imperceptibles
señales que revelan con más verdad la disposición interior de las socie-
dades, que sus más violentas conmociones. Y, en efecto, ¿qué indica a
las veces la burla, frívola en apariencia, de un asunto grave en sí, o por
tal conceptuado entre las gentes? Indica que el respeto que inspiraba
está próximo a perderse; que esa burla, a los principios solo individual,
después repetida por mil bocas diferentes, reproducida y comentada, se
trocará poco a poco en sentencia popular, cuanto más breve, peligrosa;
que así transformada, pasará al dominio de las costumbres y revesti
la forma del silogismo o del sistema; y que cuando de mil maneras dis-
tintas, razonada y glosada, haya recorrido el país al tardo paso de las co-
municaciones orales, o en alas de la imprenta, como principio o como
preocupación, como verdad o como error popular, servirá de lema a una
bandera política, pondrá las armas de la revolución en manos de los par-
tidos, y acaso llenará de ruinas y desolación al pueblo en que primero se
produjo, o a los que luego imprudentemente la adoptaron.
Y por lo tocante al defecto de las repeticiones, sólo grave en mate-
rias puramente literarias, téngase presente cuán necesitado y sediento
de verdad se halla nuestro pueblo, y cuánto, por modos y caminos dife-
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rentes, conviene que se la inculquemos para precaverlo con su escudo
del error y de la seducción, que constantemente y de consuno trabajan
por adormecerlo o extraviarlo. Bien conocemos ser la pluma nota-
blemente inferior al empeño que hemos contraído de tratar materias
grandísimas de suyo, y ocasionadas al error producido por las alucina-
ciones de la pasión, que tarde o nunca, por más que hagamos, nos deja
exentos de su pesadumbre; pero “desobligados y libres de toda ación
o violencia, como decía el buen Melo, “ponemos los hombros al peso
de tan grande obra” con sana intención y ánimo sereno. Y si por tal
camino, como sucede en el mar, donde pensamos hallar el puerto en-
contrásemos el escollo, cruel e injusto sería quien contra el fallo de la
suerte no nos absolviese premiando con su alabanza nuestro esfuerzo.
II
Los partidos liberales (progresista y moderado) se propusieron a los
principios, ora renovando nuestras antiguas leyes y costumbres el prime-
ro, ora introduciendo algo más tarde en nuestro suelo el segundo las ideas
galobritánicas del sistema representativo: lo uno, cercenar la autoridad
real en provecho de la autoridad popular o parlamentaria; lo otro, some-
terlas ambas a dos reglas jas de conducta por medio de una Constitu-
ción política votada libremente en Cortes generales: lo tercero, fundar la
preponderancia denitiva del poder civil sobre el llamado poder militar;
lo cuarto, asentar el triunfo del gobierno representativo sobre el cimiento
indestructible de las costumbres públicas; y, por último, extender las con-
quistas del principio liberal a todos los ramos de la administración pública
haciendo pasar sus benécas consecuencias de la ley fundamental a las le-
yes orgánicas y del ordenamiento sintético, por decirlo así, de los poderes
generales y supremos, a las disposiciones analíticas de la gobernación en
los ramos de comercio, industria, iglesia, artes y demás.
Pues bien; a la hora de ésta, en este instante, la primitiva tarea de
esos partidos se halla, sobre poco más o menos, tan atrasada como
cuando empezaron su carrera, y el Sísifo revolucionario vuelve a que-
rer subir su peñasco del valle a la cumbre, acaso para verlo otra vez
rodar de la cumbre al valle.
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La prerrogativa real es hoy tan omnipotente por el abuso y por
la corrupción, como lo fue en los tiempos feudales por la aqueza y
la ignorancia de los pueblos, por el derecho divino, por la fuerza sin
correctivo y por el fraude.
La Constitución es letra muerta.
El sable reina y gobierna; las costumbres públicas, los hábitos políti-
cos, las opiniones y las creencias mismas, o no existen, o a cada paso se
mudan y trastornan sujetas a vaivenes y uctuaciones incesantes; y en
orden a la administración de la cosa pública, el estado de ella y del país,
de todos conocido y deplorado, nos excusa de tener que ponderarla.
De aquí otros males.
Hase perdido la fe en las teorías generosas de gobierno, y el culto
que no ha mucho se concedía de buen grado al sistema representativo,
pierde diariamente prosélitos en las primeras y en las últimas clases de la
sociedad. Aquéllas, confundiendo el espíritu de las revoluciones con sus
estragos aparentes o pasajeros, no aciertan a comprender las leyes que las
rigen, niegan su virtud y quieren oponer a su violencia un dique labrado
con los escombros de tiempos que ya fueron; pero, ¿cómo se reconstru-
yen creencias que han desaparecido? ¿Cómo se renuevan hechos que han
pasado? ¿Cómo se transmutan en oro las cenizas? Con todo eso aspiran
ellas a resucitar la monarquía absoluta, no advertidas de que ya no exis-
te ninguna de sus condiciones necesarias; que si la tradición subsiste, su
espíritu, su fuerza y su inteligencia misma se han perdido, viviendo hoy
entre nosotros al modo que los jeroglícos antiguos, y, en n, que la copia
o la imitación de instituciones extrañas a nuestro estado social presente,
absolutamente opuesto al antiguo, apenas si sería otra cosa más que un
juego pueril de fantasmagoría, que no tardaría más en desaparecer que lo
que tardase la fortuna en dar justa ocasión al enojo de los pueblos.
Por su parte las últimas clases, con fe en la revolución que debe
emanciparlas haciendo desaparecer el proletariado, cuarta y última
forma de la servidumbre, pasan rápidamente del desengaño a la in-
diferencia, y de la indiferencia a la utopía (términos todos éstos entre
sí correlativos); al paso que las clases medias se mantienen a pie rme
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sobre el terreno del sistema representativo, que en su solo provecho
han inventado. ¿Cómo, en efecto, persuadirles que ciertos grados de
capacidad y de riqueza no dan ni pueden dar derechos exclusivos al
dominio y a los benecios de la sociedad, siendo así que gozan ellas
del privilegio de mantener esa riqueza y esa capacidad entre los suyos,
con mengua y agravio de los fueros y exenciones naturales del común?
Y he aquí que cuando unos, apellidando reparación, justicia y or-
den en nombre de antiguos privilegios feudales, monárquicos y teo-
cráticos, quieren que el mundo vuelva sobre sus pasos y dé las espal-
das a lo futuro, entienden y sostienen otros que para mantener orden,
hacer justicia y ministrar reparación en la confusa y enmarañada so-
ciedad de nuestros días, es indispensable renunciar enteramente a lo
pasado. Esta es la lucha del absolutismo y de la democracia.
Hábil en sacar provecho de todas las disensiones, y en fomentarlas
cuando parecen apagadas, el estado llano, o a decir más bien, el feudalis-
mo mesocrático ha inventado el eclectismo, que sin decidir la cuestión
a favor de ninguno de los contendientes, atiza sin cesar el fuego de sus
discordias y rencores. Alternativamente enemigo o aliado de uno de
ellos, cuándo aliado o enemigo del contrario; ora medianero, ora juez
de sus querellas; ya proponiendo partidos de avenencia, ya imponiendo
por fuerza sus decisiones arbitrarias, el partido del justo medio ha se-
guido elmente el consejo que dio a los reyes Maquiavelo; no, empero,
sin el grave azar, que ya tocamos, de verse preso en sus propias redes, de
recibir con escaso resguardo el fuego de los campos contrapuestos, y de
llevar a sus últimos términos las pretensiones exclusivas de uno y otro. El
eclectismo, en hecho de verdad, no pudiendo hacer revivir la monarquía
histórica, ha fomentado los delirios de la monarquía de derecho divino,
y hecho plaza al despotismo militar, al paso que halagando pérdamen-
te a la democracia con propósito deliberado de negarle en seguida sus
justísimos derechos, ha dado calor, si no existencia, al socialismo.
Pero en esta insensata conducta de las clases medias se descubre un
fenómeno reciente, síntoma gravísimo de la aspereza y confusión de
nuestro tiempo. ¿Por ventura no ha sido el estado llano el más rme y
valeroso campeón de la libertad, y por muchos años, el aliado, ami-
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go, amparador del pueblo? ¿Por ventura no ha sido, digámoslo así, el
sobrestante y síndico de las pasadas revoluciones? ¿Por ventura no es
hijo de la libertad, y no consiste su gloria en haber combatido cons-
tantemente debajo de sus banderas por los derechos del hombre y del
ciudadano? Él fue quien conservó el fuego de la vida popular debajo
de las cenizas de la Edad Media: él quien proclamó la emancipación
del trabajo, de la conciencia y del pensamiento, al frente de los gre-
mios y de las comunidades, y al lado de Lutero, de Calvino, de Bacon,
y de Descartes; él quien escribió con la pluma de Voltaire y de Rous-
seau; él quien habló en los Congresos y en la Prensa; él quien tronó
en la Convención francesa; él quien dotó de fueros a nuestros reinos
y provincias, él quien levantó la voz en nuestras antiguas Cortes, él, en
n, quien ha dispuesto y dirigido todas las batallas de la democracia
contra el absolutismo, y del espíritu del libre examen contra el yugo
infamante de la autoridad eclesiástica, industrial y política. ¿Por qué,
pues, se detiene ahora en su camino, vuelve las armas contra sus natu-
rales aliados y da la mano a sus antiguos y perpetuos adversarios?
Porque entre el estado llano y el pueblo, así como entre la nobleza
de linaje y el estado llano existe a modo de cuña de dislocación y que-
brantamiento una clase parásita e incorregible, que a todas las demás
absorbe, domina y vicia fomentando sus discordias con el oro y con el
fraude. Poseedora de inmensos capitales, formados día por día y hora
por hora con diabólico afán del sudor y la sangre de los pueblos, sírvase
ahora de ellos para trocar en derecho el abuso de sus infames granjerías;
y, ora moviendo a las naciones contra los Príncipes, ora a los Príncipes
contra las naciones, mantener sobre las unas y los otros el imperio que
sus odios y facciones le aseguran. A ella se deben todas las miserias de
nuestra aigida sociedad, y es ella la única responsable de sus crímenes.
Ella es la que excita y acalora esa reacción fría y cruel que inunda en san-
gre la Europa, y frustra a la Revolución sus derechos y sus nes; ella la
que nos ha dividido en bandos irreconciliables; ella la que con el agio en
una mano y el hambre en la otra ofrece a los pueblos la usura o la muerte,
y coloca a los gobiernos en la alternativa de la sumisión o las revueltas;
ella la que a trueco de impedir la emancipación del proletariado quiere
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llegar, andando de espaldas, de tiranía en tiranía, a la extinción de todas
las humanas libertades; ella, por último, la que eslabonando unos a otros
tumultos, amenaza ruinas y estragos al que debiera ser pacíco progreso
de la civilización y la cultura de las gentes.
Y en medio de estas lástimas y desconsuelos, ¿dónde está la espe-
ranza? ¿Dónde los médicos de esta enferma sociedad? ¿uién conoce
a nuestros ilustres guerreros, a nuestros grandes estadistas, a nuestros
hábiles administradores del común?
Todas las revoluciones se personican, según su carácter, en un ca-
rácter individual, que viene a ser como el espíritu y trasunto de ella. Si es
religiosa, tiene un sumo sacerdote y existen Moisés o Lutero: si es lo-
sóca, tiene un pensador y nacen Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o
Hegel; si es política, tiene un hombre de Estado, y aparece Washington;
si abarca en extensión prodigiosa todos los intereses de la humanidad,
tiene un ingenio universal y extraordinario, y Napoleón nos asombra.
Todas, menos la nuestra; su hombre no ha aparecido todavía, y nos da-
mos a pensar que ya todos nos hemos cansado de esperarlo.
Por los hombres superiores de que a las veces carece un pueblo agi-
tado de facciones y guerras intestinas, suelen suplir los partidos; pero
los nuestros se hallan divididos y subdivididos en bandos cada día más
desiguales en valor, crédito y fuerza. Ninguno de ellos puede presentar
un sistema completo de doctrina derivado cientícamente de una idea
fecunda, ni formado en vista y al tenor de las circunstancias especiales
del país y de sus necesidades y recursos; siendo lo peor que, puesto que
lo quisiese o intentase, tampoco podría realizar una reforma convenien-
te en sus instituciones ni costumbres, lo uno, porque empresa semejante
requiere indispensablemente el trabajo previo de una reorganización
difícil en la juventud e imposible en la decrepitud de un partido; lo otro,
porque sus antecedentes históricos, su tránsito por la administración
del país y la calidad e índole de sus hombres y de sus ideas, lo han pri-
vado con justicia del amor y la conanza de esa parte del pueblo que,
viendo en un cambio político algo más que un trasiego vergonzoso de
empleos y una modicación pueril de conducta, aspiran con la reforma
de las leyes al mejoramiento de su condición y de su estado. Finalmente;
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nuestros partidos, si tal nombre merecen, reconociendo acaso su impo-
tencia, o guiados por ese fuerte instinto de la propia conservación que
hace más amable la vida al paso que vemos agotarse sus fuentes, a falta
de la savia nutritiva de las ideas, han acudido al abono desecante de las
pasiones mezquinas y de los intereses egoístas, y puesto en hombres que
no pasan de medianas esperanzas que sólo debieran librarse en grandes
ideas, en principios seguros y en generosos instintos.
No tenemos necesidad de insistir mucho en la demostración de
estos aictivos asertos, pues ahí tenemos abierto el libro del país, que
no pide más que ser leído con propósito sincero y rme de inquirir,
reconocer y confesar la verdad.
Y, en efecto, lo que en estos tiempos de nomenclaturas, dicciona-
rios, academias y periódicos (todas cosas cómodas y manuales) hemos
dado en llamar al estilo francés, una situación; conviene a saber; el aco-
modamiento, concierto y capitulaciones de la cosa pública en todos
y cada uno de sus ramos con las ideas, intereses, pasiones y personas
del partido gobernante, ¿a qué viene a reducirse entre nosotros? A un
Ministerio, o a decir más bien, a siete Ministros; y, de reducción en
reducción, alambicando siempre, los siete Ministros se trasforman en
uno; y este uno mismo se desvanece y evapora en el seno de una cosa
llamada inuencia, la cual no viene a ser más que la ambición o el vicio
oculto de un personaje que rige el freno a la prerrogativa real, dirigién-
dola por el camino de sus pasiones o de sus intereses particulares, si-
quiera ese camino sea opuesto al de las pasiones y los intereses del país.
La política del Ministerio consiste en juntar votos para componer
lo que al mismo estilo decimos una decente mayoría parlamentaria;
en captarse a cualquier precio la buena opinión de ciertas tertulias de
fuste y el apoyo de algún periódico chismoso, vocinglero y procaz;
en hacerse de amigos dudosos a trueco de enemigos mortales, y en
agitarse incesantemente dentro de un círculo estrechísimo de estériles
cuestiones y de negocios sin sustancia.
Sus ocupaciones ordinarias conservar el puesto oponiendo intriga,
a intriga, y cohecho a cohecho; y convertir la empleofobia nacional en
bandera de enganche, recompensa de amigos, castigo de adversarios,
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gajes del ocio, conveniencias de familia y lustre de la casa; por donde
gobernar viene a ser asunto de destreza de manos y de pies, a modo de
juego de saltadores y cubileteros, con sus puntas y ribetes de saltaban-
cos y juglares, si ya no negocio de misteriosas granjerías, menos para
dichas que para imaginadas de discretos y codiciadas de ambiciosos.
Ni con ofrecerse de ordinario muy grandes dicultades para la
formación de un Ministerio vaya alguno a creer que las cualidades y
condiciones de Ministro tengan de ser muy recónditas, ni de exce-
lencia peregrina. No hay que inquirir, a Dios gracias, para el caso, si
alguna útil reforma por realizar, o algún fecundo principio por esta-
blecer pide un hombre, sino si hay un hombre que pide y necesita un
Ministerio, puesto caso que sea diputado a Cortes y hable mucho. Si
aquí el empleo fuese un cargo verdadero, concebiríase la necesidad
de conferirlo a persona idónea, con prendas de laboriosidad y talento
sucientes para asegurar de su perfecto desempeño; pero no siendo,
como no es, más que un agradable benecio simple, ¿a qué cansarse en
buscar dotes eminentes cuando bastan y sobran las comunes?
Antes tenía el ingenio por atributo el pensamiento; mas ahora tan
solo la palabra; por lo cual necesitamos más parlanchines elocuentes
que profundos pensadores, sabios o eruditos. ueremos hábiles nada-
dores, que aun a riesgo de ahogarse, se dejen llevar dulcemente de la
corriente de los hechos y las cosas, y no hombres díscolos, capaces, es
verdad, de dirigir los acontecimientos, pero demasiadamente apegados
a sus ideas y principios para admitir respecto de ellos capitulaciones ni
conciertos. ¿Gobernar no es por ventura transigir? Pues para ello son
más útiles las facultades pasivas que las activas del alma, el entendi-
miento que la razón, el talento que el juicio; cuanto más que ni las
aprensiones de lo futuro, ni aun los documentos de lo pasado son aquí
de provecho tratándose de un arte que debe ejercerse en el reducido
espacio de la vida presente, llena de cambios incesantes y variados, de
hechos nuevos, de ideas imprevistas, de fenómenos extraordinarios,
diversos todos, contradictorios, extraños, confusos, en su ser bruto
primitivo, que es necesario pulir, ordenar y conciliar de conformidad
con los accidentes del tiempo, y en vista de una innumerable multitud
de consideraciones ocultas a los ojos profanos y maliciosos de la plebe.
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Sentado esto, antes de nombrar los siete, se examina: lo primero, si
el ejército les prestará su apoyo inteligente y poderoso; lo segundo, cuál
de las naciones extranjeras que alternativamente gobiernan a España la
gobierna de presente; lo tercero, cuál de las camarillas de la Corte ha
supeditado siquiera momentáneamente a sus rivales, con esperanza ve-
rosímil de tener mucho tiempo de la oreja a los monarcas y sus áulicos;
lo cuarto, en n, si el respetable cuerpo de banqueros y bolsistas está dis-
puesto, llegado el caso y urgiendo la necesidad, a dar su dorada o empa-
pelada mano a los nuevos salvadores del Estado, mediante el descuento
que se sirva señalar por indemnización de sus quebrantos. Averiguado
lo cual, a satisfacción de quien corresponde y probablemente de las Cor-
tes, si por suerte se hallan reunidas, puede la nación darse a conciencia
segura y corazón repleto el gusto de saludar a los nuevos Césares con las
palabras que los gladiadores dirigían a los antiguos: morituri te salutant.
Y luego, como el consabido benecio sin cura de almas no exige
en la del beneciado ciencia ni virtud, sino cuando más habilidad y
destreza, ninguno es capaz de hacerse a sí mismo la grave injuria de du-
dar siquiera un momento de su mérito ministerial, resultando de aquí
que todos se tengan y juzguen modestamente por idóneos candidatos:
¡dicha grande para la nación que así se ve medrada por extremo de una
opima cosecha de ambiciones permanentes que la desasosiegan y po-
nen en tortura con las facciones, intrigas y marañas que fomentan para
satisfacerse a toda costa, llenando su cántaro de barro en el Pactolo del
gobierno! ¿Y cómo impedirlo? ¿Por ventura no se nos ofrecen ince-
santemente a la vista y nos hablan elocuentemente muchos ejemplos
a cual más prodigioso de la facilidad con que se sube en España a los
primeros puestos y más altas dignidades del Estado? ¿Por ventura no
hemos visto entender en los negocios internacionales a sujetos que no
poseían idiomas extranjeros, siquiera fuesen los más indispensables y
vulgares? ¿Son raros por suerte los casos de Ministros poetas, sin más
ciencia que la muy escasa de sus versos; de Ministros de Instrucción
con alguna menos de la que recibimos en la escuela; de Ministros de
Trabajos que siquiera conocían los de Hércules; de Ministros, en n,
tan mozos que parecían niños, y tan niños que no habían tenido tiem-
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po de ser en su vida otra cosa? Motivos todos estos más que sucientes
de andar acreditada la creencia de que para honrado consejero del Rey
apenas si se necesita más que suma osadía y mucha suerte; poca apren-
sión y comprobada exibilidad; con peluca o sin ella, andar grave, alti-
vo continente, ceño adusto; el entendimiento hueco; vacío el corazón,
y el alma, como decía Carlos IV de uno suyo, de jareta.
En un Ministerio español de nuestros días, el Ministro de Mari-
na es puro lujo; pero con todo eso podría requerir humanamente que
hubiese visto el mar; y si tanto no se pudiese, bastará que sea poeta o
abogado; lo primero, porque pueda gurárselo con los ojos de la fan-
tasía; o lo segundo, por ser cosa averiguada que un abogado ha visto y
sabe todo cuanto hay que ver y saber en este mundo.
Poca dicultad ofrece un buen Ministro de la Guerra, atento que
un abogado puede serlo holgadamente y en pernetas; donde no, cual-
quier soldado; que aquí nacen todos, a tal que estudien el uijote,
para ser excelentes Ministros de la guerra que sostenemos en Italia.
Otra cosa es un regular Ministro de Gracia y Justicia; más como aquí
la gracia viene de Dios, y es la justicia cosa delicada y vidriosa, claro es
que la conciencia de un abogado merece obtener siempre la primera, y
sus manos delicadas y sutiles pesar en balanzas de oro la segunda.
El Ministerio de la Gobernación es, hablando en rigor, el meollo
del Estado; por lo cual ha parecido siempre conveniente, en otras re-
giones menos amadas del cielo que la nuestra, ponerlo en manos de
varones eminentes, poseedores de conocimientos especiales, versados
en la ciencia administrativa y económica, favorecidos por la naturale-
za con el don de las ideas, por el estudio con la capacidad del ordena-
miento, por la práctica con la habilidad de la ejecución. Nosotros afor-
tunadamente tenemos dos clases numerosas de hombres que reúnen
todas estas preciosas cualidades, sin tener ninguna; conviene a saber,
la clase de periodista y la consabida de abogados.
Puesto que de reciente creación el Ministerio de Comercio, Ins-
trucción y Obras Públicas, la experiencia ha hecho ver a vista de ojos,
y sin ningún caso de excepción entre el corto número de sujetos que
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hasta ahora lo han desempeñado, como las cualidades variadísimas,
y todas excelentes, que requiere para su cumplido desempeño tienen
una relación, o a decir más bien, ajustamiento y concordia estrechísi-
mas con la poesía y con el foro: descubrimiento importante que ha
vinculado la dirección de estos trabajos, instrucciones y comercios en
las benditas manos de los hijos de Apolo y de Cujaccio.
El Ministerio de Estado es asunto peliagudo. ¡Conocer perfectamente
los tratados, ajustes y estipulaciones de los pueblos entre sí, sus institucio-
nes, hábitos y costumbres comerciales, su fuerza, sus recursos, su historia;
saber el mundo, digámoslo así, a la letra y tan al dedillo como el país pro-
pio! ¡De éste sus necesidades, las reformas que necesita, sus más conve-
nientes alianzas, sus pretensiones más asequibles, su actitud más noble y
segura en las relaciones que debe cultivar con las demás naciones! ¡Presen-
tir los grandes acontecimientos; juzgarlos con acierto; si sobrevenidos, se-
guirlos en sus más inmediatas así como en sus más remotas consecuencias,
para ajustar a ellos la conducta de dentro y fuera, advertidos de lo que debe
negarse o bien concederse al tiempo, a los hombres, a los pueblos y a los
gobiernos! Lo repetimos: es arduo negocio.
A lo cual debe añadirse que de ordinario va este Ministerio unido
a la presidencia del Consejo de Ministros, por donde queda consti-
tuido, cabeza del gobierno, dándole nombre, signicación y propio
sentido; pero al mismo paso, centuplicando las dicultades de su buen
desempeño, por requerir éste la vastísima y rarísima capacidad de un
verdadero hombre de Estado.
¡Y ahí es un grano de anís un verdadero hombre de Estado! ue
es el que gobierna la opinión en vez de ser por ella dominado y apre-
miado, como acontece al hombre de partido: el que reúne en sus ma-
nos el delicado hilo de los sucesos, y el más delgado y frágil aun de las
voluntades, para encaminarlas por la vía del bien público, en lugar de
aprovecharlas con miras egoístas, como hace el hombre de partido.
Por donde se ve que el primero manda, el segundo obedece; el uno
saca su fuerza de las dotes morales e intelectuales que posee, el otro de
las pasiones que agita; aquél arrostra y acomete los grandes obstácu-
los, al paso que éste busca sólo los triunfos fáciles; gobierna simpli-
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cando el hombre de Estado; el de partido desgobierna complicando;
imprime aquél el sello de su vasto ingenio y de su ánimo rme en la
administración pública de su país, y gobierna solo, porque gobierna
con fuerza y recursos propios; cuando éste sobre ninguna cosa ver-
daderamente grande y útil graba su nombre, hace perder al supremo
mando la unidad de acción y de tendencias y gobierna en común con
otros, porque no puede hacerlo sino con luz prestada, fuerzas y recur-
sos ajenos: aquel es Sully, Colbert, Jiménez de Cisneros, Peel y otros
semejantes; éste puede muy bien ser un ilustre desconocido que de la
noche a la mañana, sin antecedentes, sin estudios, sin prendas de nin-
guna clase, pasa de su oscura bajeza al solio radiante del Poder, acaso
no sin misterio, para patentizar su propia mengua y publicar en altas
voces la abyección y el abatimiento de la patria.
Mas no haya miedo; que si el Ministerio de Estado es asunto de gran
cuenta, y un verdadero hombre de Estado rara avis in terra, ahí están
nuestras ilustres Universidades, que anualmente producen por lo menos
un abogado, fénix político y Atlante diplomático, capaz de llevar sobre
sus hombros el peso del mundo, que no el de una pobre y liviana nación
como la nuestra. Pedir más sería antojo. Así que, sepamos hablar con
desparpajo de frases atrevidas, burlonas y punzantes, puesto que el ora-
dor sea media lengua, ceceoso y tartamudo; que con esto, con la aproba-
ción de Inglaterra o Francia y el favor de Dios, no tendremos necesidad
del candil de cierto lósofo, ni del candil de nadie, para buscar lo que a
oscuras y a tientas podemos encontrar cada y cuando nos plazca.
Lo mismo que un Ministro de Hacienda; pues por tal puede que-
dar siempre legítimamente conrmado cualquiera que sepa pedir para
no pagar, aumentar la deuda del Estado, y hacer contratos onerosos a
cencerros tapados, sin dársele un bledo de Cortes, opinión, responsa-
bilidad o cosa semejante.
Y asómbrese ahora alguno de la funesta oposición que existe entre
el Poder y la Libertad, entre el gobierno y el progreso del país; y diga
si le coge de nuevo el justísimo desprecio con que paga el pueblo a los
que so capa de regirlo lo extravían; y si ya comprende la escasa autori-
dad de las leyes proveniente de la ninguna conanza que inspiran; y,
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por n, si todavía tiene dudas acerca de las causas del rápido desarrollo
que se nota del espíritu revolucionario, del descaecimiento del espí-
ritu monárquico y del olvido y postración en que yacen las virtudes
patrióticas, a cuyo santo calor únicamente es dado comunicar vida,
movimiento y grandeza a las naciones.
Pero sigamos; que no son estos solos, ni con mucho, nuestros males.
Otro, y crónico, es el desdén con que tratan nuestros gobernantes a
esos mismos partidos de cuyos hombres se valieron, tal vez para obtener
el Poder, y cual para escalarlo, juzgando que han pagado superabundan-
temente sus servicios cuando dejan colocados en pingües empleos a los
capataces más inquietos y fogosos, y cuando ponen por obra el exter-
minio sin misericordia de las parcialidades enemigas, pero sin cuidarse
para nada de los principios y sistemas que pregonaban en los trances
dudosos de la lucha. Buscando y hallando su apoyo en regiones aparta-
das del pueblo, de las Cortes y de los mismos bandos militantes, ¿de qué
sirven, en puridad, ni éstos, ni esotros, ni aquél, ni nadie, sino la mano
misteriosa que a la sombra del regio dosel, a golpe seguro y riesgo salvo,
enreda o desenreda la maraña de la gobernación en perpetuo y desorde-
nado movimiento? Proviniendo de aquí que el toque del gobernar con-
sista únicamente en uno como culto, ignominioso a la par que sacrílego,
rendido, no ya la majestad del Trono como institución o como sino a los
que manejan la voluntad del Príncipe sirviendo sus caprichos; que los
merecimientos se midan por el antojo y conveniencia de los áulicos y no
por el voto de la opinión; que la intriga, el cohecho y las malas artes no
descontinúen jamás su funesto trabajo en derredor del Monarca ni de
sus Ministros, antes de cada vez más, con cualquiera ocasión, tomando
fuerza y consistencia de la ambición e insaciable codicia, multipliquen
las facciones en las estancias del Palacio, promuevan cismas en el Minis-
terio y den escándalos al pueblo; y, por n, que desvaneciéndose de día
en día el prestigio y veneración que amparaban a ciertas creencias de la
injuria de los tiempos y de la furia revolucionaria, no exciten ya en los
ánimos rectos sino sentimientos de animadversión y desprecio.
Otro mal, y no pequeño, es la conducta de lo que llamamos oposi-
ción: conviene a saber, los ataques que al tenor del código vigente del
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sistema representativo, mueven los partidos vencidos contra el partido
vencedor. En otros países, semejante lucha es menos de bando a bando
que de sistema a sistema político, por la sencilla razón de corresponder
a cada sistema una parcialidad, o a decir más bien, de ser la parcialidad
y el sistema una misma y sola cosa; o, si se quiere, cuerpo y alma; pero
aquí lo hemos arreglado de otro modo. Aquí partido signica conjunto
o agregación, a las veces fortuita, de unos cuantos hombres con pro-
sitos uniformes, como quiera que sin principios, doctrinas u opiniones
idénticas vaciadas en la turquesa de un sistema medianamente jo e in-
variable. Uniformes son los propósitos, porque en todos y cada cual son
unos mismos: conservar los empleos o adquirirlos; y son distintas las
ideas, porque éstas no se usan para el gobierno del país.
Lo cual sentado, ya puede verse como aquí no combaten los par-
tidos por el triunfo de un principio, sino por el derecho y por los me-
dios de colocar a sus amigos derribando a sus contrarios; de cuya idea
proceden, así las acusaciones injustas y brutales que con frecuencia se
dirigen, como las coaliciones o concordias que celebran, apareciendo
repentinamente aliados los que poco antes peleaban a todo trance, se
denigraban sin piedad, y aun se deshonraban con siniestras recrimina-
ciones, calumnias y atroces vituperios.
A no ser así, ¿veríamos a todos los partidos, distintos y aun opues-
tos, en la oposición, ser unos mismos en el uso y en el abuso del Poder?
¿Veríamos al moderado gobernar como ya lo hizo el absolutista, y al
progresista como, mal grado suyo, y contra su opinión lo había hecho
el moderado? ¿Veríamos a la oposición envainar la espada y retirarse
del combate bajo la fe de una simple promesa de tolerancia, justicia y
mansedumbre por parte de sus contrarios; y luego, gozosa y satisfecha,
batir las palmas en honor de una pérda amnistía y por la colocación
de unos cuantos de los suyos, al mismo tiempo que la nueva de los fu-
silamientos de Alcublas hacía erizar de horror los cabellos y helarse de
espanto el corazón? ¿Veríamos a los prohombres de una misma parcia-
lidad votar de diverso modo en graves cuestiones de principios, sin de-
jar por eso de llevar su nombre y su bandera? ¿Veríamos a los hombres
políticos negar en el Ministerio las doctrinas que les sirvieron para ob-
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tenerlo o conquistarlo; ni, lo que es más, añadir a la vergüenza de este
abandono el crimen de asegurar por ciertos los principios contrarios?
Pues bien; esos partidos, que pudieran tomar justa satisfacción de
sus agravios al paso que vindicar los fueros de los principios vulnera-
dos y escarnecidos, conrman en las urnas electorales la autoridad de
los hombres a quienes deben ellos su descrédito y su ruina la nación; y
esa realeza tan orgullosa y prepotente, en cuya presencia se anonadan
con hipócrita bajeza los magnates, esclava de ellos con frecuencia, vie-
ne a ser como un Dios de barro de quien hicieran burla sus pontíces;
y esos Ministros tan poderosos que tienen sitiado el regio alcázar y que
gobiernan el país como comarca conquistada, viven a la merced de
diputados insaciables y de bayonetas no menos interesadas y voraces.
Todo se ve en este encadenamiento de miserias menos al pueblo y la
opinión: la fuerza bruta sirviendo de apoyo al gobierno: el gobierno
empleando por necesidad la corrupción como resorte parlamentario:
las Cortes, hechas a imagen y semejanza de los Ministros, imponiendo
los Ministros al Trono: el Trono, alternativamente, señor o súbdito:
los áulicos, en n, déspotas o esclavos. ¿Dónde está, pues, la verdadera
autoridad?, ¿dónde la verdadera jerarquía?, ¿dónde el orden y la justi-
cia?, ¿dónde la sabiduría y la grandeza?
Otros más hábiles las hallarán escondidas en alguna parte; que no-
sotros en vano las buscamos hace tiempo. La nación, cansada, resigna-
da o en acecho, calla y se encubre, al mismo tiempo que los partidos se
obstinan en continuar sometidos a sus caudillos ni más ni menos que
como lo estaban los clientes romanos a los senadores y magnates. Pan
por recompensa de la delidad al vencedor; pan por recompensa de los
esfuerzos que se hagan para derribarlo; a la austera virtud, el destierro;
al talento independiente y generoso, hambre y sed; al pueblo toros y
rebenque. La situación es siempre una misma en su esencia; los nombres
son otros, otras las formas, diferentes los hombres; nada más. Henos
aquí parados en la inmensidad de la civilización como un bajel sorpren-
dido por la calma en medio del océano, moviéndonos a uno y otro lado,
pero sin avanzar en la derrota; cuanto más agitados, más inmobles. Otro
tiempo fuimos puente de riquezas que iban a fomentar la industria de
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otras naciones dejando la pobreza en casa; puente somos hoy de las re-
voluciones, que nos traen sus tempestades y llevan su luz, fruto y calor a
otras regiones. ¿ué delito purgamos? ¿Hasta cuándo durará la expia-
ción? ¿Somos incorregibles, o es la Providencia inexorable?
Y en efecto, con ser tan lastimosa la situación moral y política de
Francia, la tenemos y confesamos por mil veces preferible a la nuestra,
puesto que entre sí hacen una y otra proporción y semejanza sorpren-
dentes. Allende el Pirineo, como aquí, las ideas falsas son de libre y
exenta importación, al paso que las verdaderas sufren cuarentena y
pagan derechos de aduana, de puerto, registros y otros mil exorbitan-
tes. Aquí como allí antiguos errores, preocupaciones añejas, intereses
falaces y una estúpida rutina mueven guerra de sangre y fuego a las
reformas, o cuando menos, las pervierten y calumnian. En ambos paí-
ses, a fuerza de errores y alucinaciones, y a costa de innumerables des-
gracias, se ha llegado a la arbitrariedad política convertida en sistema;
gobierno sin nombre, como no le demos el de anarquía de la fuerza.
En Francia como en España se hace y se deshace constantemente la
tela de las Constituciones y las leyes, sin más fruto de este trabajo que
el descrédito de las leyes y las Constituciones. En España como en
Francia el contener y refrenar no son accidentes de la gobernación,
sino su esencia e índole invariable. Ambos países deben sus infortu-
nios y su abatimiento a la ambición personal de los jefes de partido;
los cuales, en medio de los grandes problemas que agita el espíritu del
siglo, jamás han procurado resolver sino el de adquirir el mando o
conservarlo. Así en aquel suelo como en el nuestro, una vez proclama-
da la riqueza como norte y n principal de los esfuerzos individuales
y colectivos, los principios se han visto ahogados por los intereses, y el
materialismo ha derramado su ponzoña en el corazón de los hombres
y de la sociedad sin sobrestantes correctivos. Lo mismo los hijos de San
Luis que los de San Fernando, sin haber adquirido virtudes republica-
nas hemos perdido las monárquicas. Finalmente, españoles y franceses
todos somos unos en sentirnos atacados de las mismas dolencias sin
hallar médico que las conozca, ni medicamento que las cure; vacilan-
do constantemente entre la necesidad de orden y de paz, y el vivísimo
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deseo de progresos y reformas; descontentos de lo presente, descreídos
de lo pasado y aspirando sin cesar a una ventura misteriosa que no
distinguimos aún entre las espesas nieblas del tiempo por venir; con
todo eso, y para aumento de males y confusiones, indiferentes a las
realidades y soñando a ojos abiertos en quimeras.
Pues todavía existe un mal superior a todos estos, y que, por decir-
lo así, los comprende todos en su seno; mal que constituye el carácter
general de nuestro tiempo, y explica la infecundidad de nuestra indi-
ferencia, la extravagancia de nuestras utopías y la materialidad sensual
de nuestros deseos. ¿Necesitaremos decirlo? Este mal es la transforma-
ción de todo lo que existe en arte arbitrario; por lo cual entendemos que
cuanto hay de convencional e intrincado en las obras humanas domina
y cubre con su sombra lo natural y corriente; de donde proviene que la
imitación sofoque la inventiva, y que la espontaneidad, la inspiración,
el entusiasmo, la novedad de pensamientos y de ideas propias de cada
generación, se vean oprimidas por el despotismo de reglas y métodos
antiguos, a la par que por sistemas modernos articiosos, fórmulas más
galanas y simétricas que bellas y exactas, costumbres sin carácter propio,
vicios razonados y virtudes egoístas, pálidas y sin grandeza.
Y así la erudición y la ciencia, que antes se empleaban como me-
dios de servir a la patria y a la humanidad, ahora tienen por objeto un
estéril y pedantesco alarde de conocimientos y noticias; el valor mus-
cular y nervioso, digámoslo así, del duelo, suple por el valor real del
alma probado con grandes sacricios y en duros contrastes de áspera
fortuna; las creencias son complacientes; la gloria ha llegado a ser un
arte mecánico que los autores ejercen sin escrúpulo en provecho de los
frutos de su ingenio; la cortesanía y la civilidad son pura pantomima y
labia destituidas de respeto y simpatía; por de fuera afectamos modes-
tia, y en lo interior nos roen la vanidad y la soberbia; tenemos buenas
intenciones sin caridad, y ociosidad sin benecencia; usamos de la
inteligencia sin examen de la vocación; se adquiere fama con trabajos
ajenos, y los que saben el engaño son los primeros y más fervorosos en
pregonar la gloria del ladrón; nos reímos de los libros con citas (como
no sean los tales extranjeros) porque la lectura hecha a conciencia es
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en nuestro tiempo inverosímil; a la corrupción llamamos curiosidad,
error al pecado, sinceridad a la murmuración, y a la grosería, franque-
za; últimamente, gobierno, costumbres, política, moral, ciencia, lo-
sofía, reputación, virtud, religión, literatura, valor, artes, hechos y pa-
labras, pensamientos y pasiones, opiniones e ideas, todo cuanto vemos
y palpamos, es articial, articioso y convenido; todo corta los vuelos
del alma y apoca el corazón; todo hace dudar de la virtud e incita a
los que no poseen una gran fortaleza de espíritu a descreer de Dios,
a maldecir la sociedad y a desesperar de la salud del género humano.
¿Cómo se explica esta enmarañada situación? ¿Cuáles son sus cau-
sas? Probemos a echar una rapidísima ojeada sobre nuestras revueltas
y facciones intestinas, por ver si éstas nos ofrecen indicio o luz que
pueda guiarnos en la indagación de la verdad.
III
Lo que llamamos revolución moderna de España empieza el año
1808, y lo primero que se nos ocurre notar acerca de ella es que de-
bió su nacimiento a una pasión, y no a una idea: a la pasión de la in-
dependencia nacional encendida hasta el delirio por una perdia sin
ejemplo, que pagó con traición la amistad, con incendio el hospedaje,
y confundió en el corazón de los españoles el afecto al territorio y las
costumbres con el afecto a la realeza y al monarca. Dígase lo que se
quiera en justa loa de los próceres de nuestra libertad política, uno
era su propósito recóndito y otro muy distinto el sentimiento conoci-
do del país; y así (debemos repetirlo), el acontecimiento principal de
aquella época, conviene a saber, el que imprimió su sello sobre todos
los demás, el que les dio su calor y su luz, el que los revistió con sus
formas y colores, el que dejó su nombre y su huella en la historia como
padre, sí decimos, de toda la familia de hechos de aquel tiempo, fue
la independencia nacional. La idea política no debe entrar en cuenta
para la apreciación de los sucesos de aquel tiempo, sino como inci-
dente o episodio de esa sublime, si bien deplorable epopeya de nues-
tros padres; en tal grado y manera, que si fuera posible borrarla de
los patrios anales, no por hacerlo quedarían estos menos inteligibles
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ni completos. Suprímase en el uijote la digresión asaz inoportuna
del Curioso impertinente, y no por eso dejará de existir con toda su
maravillosa gracia y unidad el inmortal poema del manco de Lepanto.
Pues tal es la revolución política española; breve apéndice de la guerra
de la independencia, sin más vitalidad que la que pudo comunicarle
su agregación articial y fortuita a aquel acontecimiento memorable.
Muerta todavía en su infancia esa revolución que pocos gérmenes
verdaderamente populares habían creado, y que principalmente fue
hija del patriotismo ilustrado aunque inexperto de algunos españoles
eminentes, adelantados a sus contemporáneos en letras y en virtud,
¿qué medios se emplean para hacerla revivir? ¿Revive? Responda por
nosotros la impotente galvanización de 1820, donde a vueltas del
bien que pudo producir la pasajera reanimación del espíritu público,
se ocasionaron a la patria nuevos infortunios y rigores de un monarca
rencoroso y vengativo. Meteoro pasajero, apareció, brilló con luz si-
niestra y se apagó. Ni podía ser de otra manera.
¿Por qué mentir? ¿Por qué poner a cuestión de tormento los hechos, si
ahí está la historia para restituirles su verdad y formas propias, dislocadas
por el interés y las pasiones coetáneas? El movimiento político-militar de
1820 no fue ni pudo ser una revolución, ni más que una intentona genero-
sa apoyada de una insurrección, de la que dieron buena cuenta las traicio-
nes, el egoísmo y la impotencia; y murió, porque debía morir, no teniendo
propios elementos de vida, y careciendo, como carecía, del calor del sen-
timiento popular y de la opinión pública, condiciones indispensables y
características de las revoluciones verdaderas. Lo cual es tiempo ya de que
se diga sin rebozo; lo uno, por ser verdad; lo otro, por redundar en justo
desagravio y alabanza de las revoluciones mismas, a las que se ofende y
se calumnia confundiéndolas con semejantes facciones y levantamientos.
¡Pues qué! Si esa insurrección hubiera sido el eco de las ideas popu-
lares de su tiempo, la voz de la nación, la Revolución, en n, ¿habría por
ventura muerto, como murió ignominiosamente a manos de la traición
de los propios y del interés de los extraños? ¿Se humillara y desaparecie-
ra ante un Angulema en el suelo que poco antes había servido de sepul-
cro a las legiones del hombre sobre quien ha reejado más vivamente en
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el mundo la luz del poder y la inteligencia divina? Los que así pretenden
que se compadezcan en unas cosas tan opuestas entre sí, o no saben leer
la historia, o calumnian a sabiendas las revoluciones. Pues cuando el bra-
zo del pueblo se levanta es porque Dios le da el impulso, la intención y la
fuerza; y entonces no hay escudos impenetrables, ni enemigos temibles,
ni traiciones triunfantes, sino aristas secas que la hoguera popular traga
y consume para alimentar su voracidad, hasta el día en que sus propios
excesos la tiemplan y amortiguan; porque, cuando son verdaderas, no
mueren, mas, modican sin necesidad de auxilio extraño.
Continuemos.
La mal llamada revolución política de España había muerto y
parado su aparente resurrección en un triste desengaño; triunfaba el
despotismo con toda la ceguedad, con toda la dureza, con toda la avi-
lantez de que es capaz; y el pueblo, en cuyas opiniones, hábitos y sen-
timientos no había caído mudanza, se mantenía sosegado siguiendo el
curso, para él no interrumpido, del régimen político y administrativo
de otros tiempos, don fatal de la ominosa casa de Austria.
Y de repente, a la muerte natural y tranquila del monarca, el país
español se pone en armas, enciéndanse en ira los corazones, y entién-
danse doquiera los preludios de una de las guerras civiles más san-
grientas, bárbaras e infecundas que registran los anales de los pueblos.
¿Cuál es la causa de semejante estruendo? ¿Por qué se degüellan unos
a otros sin piedad los hijos de una misma madre? La causa es el testa-
mento del rey, que lega a su patria una guerra de exterminio, alterando
(con presentimiento y aun anuncio del resultado) la ley de hereda-
miento a la Corona. ¡Fatal hombre!: con su huida a Francia provoca la
guerra de la Independencia, que para en una horrible burla; y con su
muerte promueve la de sucesión que conduce a un triste desengaño.
Temeridad, sin embargo, sería asegurar que los españoles no pelearon
entonces, como ya antes lo hicieran, por ideas y principios, sino por
personas e intereses de familia; pues ya se vislumbran en las transac-
ciones y documentos públicos de aquella época caracteres especiales
que dan una signicación política a la lucha; cuanto más que, empe-
zada ésta, muy en breve las respectivas banderas del Pretendiente y
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de la Reina, puesto que antes tuviesen lemas puramente dinásticos,
luego sirvieron a modo de símbolos políticos representativos de ideas
y principios diferentes: unos, los del liberalismo moderno; otros, los
del statu quo antiguo y de franquicias y exenciones provinciales: aquí
doña Isabel II con la Revolución; allí don Carlos con la Tradición: de
esta parte la democracia, y de la opuesta el absolutismo.
Veamos, con todo eso, si tales circunstancias y consideraciones de-
ciden a favor del carácter de espontaneidad y naturalidad que se atri-
buye a la revolución política del reino.
Y de luego a luego notaremos, como ya lo hicimos respecto del alza-
miento de 1808, que en la guerra de los siete años uno es el hecho principal
y otro el incidente, siendo el primero aquí la sucesión y el segundo la re-
forma. Consúltense los datos históricos, el testimonio de los contemporá-
neos, los resultados así inmediatos como remotos del suceso, y respóndase
de buena fe: ¿cuál es el principio fundamental, o si decimos, pidiendo un
término a la geometría, generador de aquella lucha?– El dinástico.– ¿ Y
el principio secundario o incidente?– El puramente político.– ¿uiénes
los protagonistas del drama?– Dos personas reales.– ¿Sus partes de por
medio?– Los partidos.– ¿uiénes componen los coros de esta tragedia a
la antigua?– Las poblaciones divididas en parcialidades proclamando ora
un rey, ora una reina. Haga quien dude o tenga recelo de errar, lo que para
el caso anterior propusimos, suprimiendo con el pensamiento de la gue-
rra de sucesión el Estatuto y aun las demás constituciones políticas que a
aquella malhadada han sucedido con título de hijas de semejante guerra, y
tocará que no queda sino la guerra misma como hecho esencial cuya exis-
tencia, para serlo, no ha menester de ajena vitalidad, ni de ajenos atributos.
Duro es decirlo; pero así es, y así conviene publicarlo, porque nun-
ca ha salido del error el bien, y nosotros sólo a este atendemos y mira-
mos honrando la verdad; la cual no es otra sino que esa casi coetánea
guerra intestina procedió, por la manera que la anterior, de una pasión
y un sentimiento; puesto que no neguemos hallarse también incluido
en ella un principio político que medraba a la sombra, cierto no siem-
pre tutelar, del Trono. Y así, la introducción, furtiva a los principios,
como quiera que después predominante, de las ideas liberales en una
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contienda tan ajena de ellos por sus causas primitivas, si bien es un
hecho de notable importancia, no necesita ser explicado poniendo en
tortura la historia, ni en conicto la conciencia.
Y en realidad de verdad, con haber sido de orden secundario el papel
que hicieron los principios políticos en el alzamiento general de 1808, to-
davía se ligaban éstos tan estrechamente a las instituciones antiguas del
país y a los fueros municipales y provinciales que, como preciosos restos
de ellas, conservaban muchas comarcas, que naturalmente crearon pro-
sélitos, vivicando las venerandas tradiciones de la ya para entonces ol-
vidada libertad del reino; cuanto más que, como acontece con todos los
grandes movimientos revolucionarios, por muy imperfectas o remisas que
sean las ideas que se controvierten y combaten, creó el nuestro intereses
distintos de los que existían en la sociedad, modicó profundamente estos
últimos, y sembró la semilla imperecedera de la democracia; decimos mal:
dio nuevo espíritu y vigor a la que podemos llamar connatural a nuestro
suelo, y que jamás había en él completamente perecido.
Pero una prueba perentoria de la escasa vida de las ideas liberales
y de los partidos meramente políticos por aquel tiempo, nos la ofrece
la notable circunstancia de la guerra misma contra Napoleón; gue-
rra que merecería la calicación de absurda, si en vez de considerarla
como de independencia nacional, se la quisiese mirar a la falsa luz y en
el falso aspecto de guerra revolucionaria: en la cual el partido liberal
francés fue combatido por el partido liberal español; el coronado hijo
del pueblo rechazado por la plebe a quien gloricaba; defendiendo el
principio de la servidumbre monárquica y teocrática personicado en
Fernando VII; y abominado el hombre que era viva representación
de la libertad política y civil del mundo. ¡Gracias sean dadas al rey de
la égira liberal de España, al rey amado y deseado!, pues merced a su
ingratitud, a su perdia y sus venganzas, ya para el año 1834 existía en
la Península una parcialidad respetable, depositaria de las doctrinas
democráticas modernas. Como siempre, el árbol de la libertad regado
con sangre reverdeció, oreció y dio frutos, recibiendo de las perse-
cuciones, según la ley universal de la expiación, nuevos gérmenes de
vida; puesto que en seguida hayan privado de ellos a la patria las divi-
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siones de sus hijos, la codicia de sus bandos, las insidias de sus antiguos
opresores y la inexperiencia e ignorancia de los pueblos.
Hallábase, en efecto, dividido el partido liberal español profunda-
mente, aun antes de empezar la lucha a que dio origen el testamento
del último monarca. Unido y compacto en 1812 y 1820, dio mues-
tras de romperse en 1822 y 23, de resultas de haberse introducido en
nuestro suelo las doctrinas al tenor de las cuales se formaron las Car-
tas otorgadas al pueblo francés y a algunas naciones de Alemania por
sus reyes respectivos; cuyas doctrinas no venían en puridad a ser otra
cosa más que las instituciones políticas inglesas aplicadas, con esca-
so discernimiento y de un modo puramente articial, a los países del
continente, sin tener para nada en cuenta la diversidad de su índole y
costumbres, la distinta estructura de sus clases y jerarquías, y la natura-
leza varia y aún opuesta de su organización social y política, religiosa
y económica. No obstante, lo cual querían algunos que fuesen ellas
preferidas a las teorías que engendraron la Constitución de Cádiz,
como dotadas de mayor excelencia intrínseca y de más ecaz virtud
para conjurar los daños que amenazaban, por un lado la anarquía,
por otro el encendido aunque recatado resentimiento del monarca,
y nalmente la inminente intervención de las armas extranjeras; por
manera que a la caída del régimen liberal en 1823 quedaron separados
sus amigos en dos bandos: uno que se llamó moderado, poco numero-
so, aunque selecto, que propendía a avigorar el principio monárquico;
otro llamado progresista, más popular y numeroso, declarado a favor
de la dilatación y supremacía del principio democrático.
Tales eran los partidos que, reunidos momentáneamente para ampa-
rar a la hija de Fernando VII de sus perseguidores, y en la posesión de los
derechos que después conrmó por legítimos la soberanía nacional, se
encontraron frente a frente al tiempo de la promulgación del Estatuto:
vivicado el primero con la reciente conrmación que habían recibido
sus doctrinas el año de 1830 en el vecino reino; esperándolo todo el
segundo, así del conicto en que se veía la Corona, como de la populari-
dad que a título de primera de todas nuestras Constituciones empezaba
a gozar la gloriosa de Cádiz, santicada en la opinión del país por sus
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persecuciones, triunfos y contrastes y resueltos ambos a obtener de la
dinastía la rehabilitación de las franquicias y fueros nacionales, como
justísima recompensa de la protección que le acordaban.
Cierto no eran para desdeñados sus servicios, ni ocasión aquella para
regatear su precio, urgiendo, como urgía, la necesidad de emplear toda
clase de armas contra un enemigo que tenía a su favor el principio lla-
mado de la legitimidad, el grande instrumento de la costumbre, y ade-
más ecacísimos recursos: uno positivo, en la energía de las provincias
Vascongadas, idólatras de sus fueros y persuadidas de que iban éstos a
perecer a manos del partido liberal; otro negativo, en la inercia y desidia
características de una no pequeña porción del resto del país y el apoyo
ecaz que le ofrecían las potencias absolutistas de Europa, el favor de la
curia romana, el clero, los nobles y las clases bien halladas con los privi-
legios y preocupaciones del régimen antiguo. La causa de la Reina halló,
pues, en los dos bandos una masa compacta y vivaz de hombres ilustra-
dos, activos y patriotas capaces de defenderla y sacarla a salvo con la plu-
ma y con la espada; y en la precisión de decidirse por el mal menor entre
dos males diferentes, pero igualmente necesarios, doña María Cristina
de Borbón prerió para su hija la corona que ofrecían sus adversarios
los liberales, al destronamiento que amenazaban sus enemigos los carlis-
tas, dejando para más adelante, según los síntomas del tiempo, porar
sobre las recompensas del triunfo con los unos, o tratar con los otros si
fuese necesario. Y ahí están para comprobarlo los sucesos registrados
en la historia de aquel tiempo, y los documentos ociales en que la Rei-
na Gobernadora, presintiendo con maravillosa penetración los sucesos
posteriores, se adelantó a jar los términos y condiciones del pacto de su
alianza con los liberales españoles, y a publicar su rme resolución de no
menoscabar, siquiera en un ápice, el tesoro de reales prerrogativas que su
difunto y muy querido esposo había dejado encomendado a su guarda,
como legado el más precioso de sus hijas.
La causa de la Reina triunfó pues; mas no es igualmente llano ase-
gurar que la causa democrática haya triunfado al mismo tiempo, y si
es cierto que el valor y ecacia de los principios que se invocan para el
gobierno de las sociedades, deben medirse por la grandeza y excelencia
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de los acontecimientos que nacen de su intrínseca virtud y de su inujo
sobre los hombres y las cosas, ¿qué diremos de los principios liberales de
España, así como de sus parcialidades, a vista de los monumentos que
debemos a los unos, y de los hechos consumados por las otras? ¿ué del
bando moderado, convertido en auxiliar y satélite del régimen antiguo?
¿ué del progresista caminando en zaga de su émulo y natural enemigo
el moderado? Diremos, con la historia en la mano, que aquel, siguiendo
la pendiente de sus ideas y doctrinas, ha descendido, como era necesario,
paso a paso de su avenencia con la legitimidad monárquica a la negación
de la soberanía nacional; que éste, elevado al más alto grado de pujanza
y poderío por sus triunfos militares y políticos, en lugar de establecer la
democracia sobre las ruinas del absolutismo y de las sectas diferentes a
que ha dado nacimiento, ajustó con ellas capitulaciones y conciertos que
desdicen de su carácter y de la índole natural de sus principios; que am-
bos a dos han procedido siempre movidos por las pasiones antes que por
las ideas, más atentos a los respetos de personas que a los intereses de la
república, menos por sistema que por instintos; y últimamente, que la
nación no ha encontrado ni en sus costumbres, ni en el grado que alcan-
za su ilustración, ni en su concordia, ni en sus fuerzas, ni en su opinión,
correctivo alguno que oponer a los errores de sus bandos. Así está ella de
postrada y abatida; y así vemos a los moderados próximos al absolutismo,
al paso que los progresistas expían sin escarmiento ni enmienda sus exce-
sos y deplorables extravíos.
Pero nosotros, que no intentamos justicar a nadie a costa de la ver-
dad, tampoco desconocemos cuánto hay de disculpable en la conducta de
parcialidades políticas sometidas a durísimas pruebas y ásperos contrastes
en su vida tempestuosa. Y así nos parece, juzgando desapasionadamente,
que el partido progresista se vio forzado a proceder como lo hizo en mu-
chos casos, violentando el curso natural y pacíco de los sucesos.
Hallábase, en efecto, colocado entre dos enemigos, a cual más peli-
groso e irreconciliable, que lo forzaban a mantenerse en continuo movi-
miento y sobresalto, pena de la vida con la abdicación de su inuencia:
allí el infatigable del campo de batalla; aquí el más temible, por más cer-
cano, solapado y pérdo, del propio campamento: en todas partes el ad-
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versario político que combatía contra él en las tribunas del Parlamento y
de la prensa, y le concitaba sin cesar el odio y la desconanza del ejército,
del pueblo y de la Corte. Mucho se ha hablado, si bien todavía no se ha
escrito (o se ha escrito poco) sobre tentativas de secreto avenimiento
entre la Real tutora y su contrario por medio de embajadores del país
y extranjeros, sin anuncio de sus consejeros ociales; circunstancia de
suyo grave, porque ninguna concordia entre semejantes contendientes
podía llevarse a cabo sino a tal de excluir los principios liberales de la
forma de gobierno en que ambos, por su solo provecho, conviniesen y
a que se unían, para añadir pábulo a los recelos, recientes memorias de
las protestas de la Reina Gobernadora acerca de las prerrogativas here-
dadas por su augusta hija, y el temor de que en una princesa de la casa de
Borbón, e italiana además, no cupiese por completo, puro y sin reservas
mentales, el pensamiento de una reforma democrática.
Algo de celo, pues, por el honor e intereses de la parcialidad, y una
buena dosis de ambición en los caudillos, produjo, y necesariamente
debió producir, conictos serios durante la lucha, y un rompimien-
to completo después de ella entre aliados tan mal dispuestos como
lo estaban la Reina Madre y los progresistas a cumplir elmente sus
obligaciones respectivas, y más desconados uno de otro que de sus
comunes adversarios; por lo cual no es extraño que el Estatuto viniese
a ser considerado como una concesión incompleta hecha al peligro
por el miedo con todos los caracteres de una deuda mal pagada: ni
mucho menos que la insurrección de la Granja semejase a una vio-
lenta noticación de acreedor exasperado que reclama por la fuerza
lo que está seguro de no obtener jamás de la probidad de su deudor.
No temían sin razón los progresistas, y queriendo ar el remedio a
la industria antes que al recelo, cuando más no podían conspiraban,
porque desconaban; y desconaban, porque sabían ser esa condición
de los príncipes absolutos, no desprenderse nunca gustosamente de
sus privilegios, y acechar sin descanso la ocasión de reconquistarlos y
extenderlos. ¿Ni qué mucho si a trueco de no estar sujetos a la volun-
tad pública, y de gobernar caprichosamente por la propia, nunca han
temido mostrarse desagradecidos o perjuros?
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A lo cual debe añadirse que el partido progresista tenía que habér-
selas también con el enemigo que, salido de sus propias las, era de
todos el más constante en difamarlo y ofenderlo, de acuerdo siempre
con la Corte; de donde provino que a la necesidad de la propia defensa
y a la sagrada obligación de sostener los intereses y las doctrinas de
parcialidad política, se agregasen desde temprano los estímulos de la
venganza y la persuasión de que un triunfo sin misericordia sobre sus
adversarios era condición indispensable de su existencia y de su gloria.
Y, sin embargo, por una singular y casi inexplicable alucinación,
el partido progresista, inel a sus instintos y a sus antecedentes his-
tóricos y políticos, formó la Constitución de 1837, y promovió la
coalición de 1943: aquélla, transacción entre el espíritu democrático
y el espíritu conservador; avenencia irrisible de dos principios con-
denados a una lucha a todo trance; pacto liviano y transitorio entre
cosas que se excluyen; ésta, suicidio el más original y sorprendente que
cabe imaginar de un bando victorioso que vuelve las armas contra sí
mismo, se postra inerme a los pies de su rival vencido y le hace dueño
de su propia vida y de la suerte de la patria. Y en uno y otro lastimoso
caso, ¿puede decirse que semejante partido conocía sus intereses, tenía
una idea cabal de sus principios y quería sustentarlos? ¿No habría más
exactitud en pensar que fue víctima de su ignorancia y de la ambición
de sus caudillos y prohombres? Por excusar a éstos, ¿descargaremos
sobre el partido en masa la responsabilidad de hechos deplorables, cu-
yas funestas consecuencias han venido sobre el país como otras tantas
calamidades terribles a la par que inopinadas?
Así, todo el tiempo que los liberales debieron emplear, una vez al-
canzada la victoria sobre el enemigo común, en organizarse e ilustrarse
para gobernar en paz la república, ha sido invertido lastimosamente por
ellos en luchas intestinas que ningunos pactos ni concordias han podi-
do acabar, porque las ambiciones celosas, impacientes y exclusivas de los
hombres no se prestan a transacciones durables ni a sinceras avenencias.
Y entretanto el país, después de diezmado por la guerra de sucesión y
los tumultos y facciones que en pos de ella vinieron, ha visto pasar las
matanzas del campo de batalla a los cadalsos, mudados los verdugos, no
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la suerte; y resignado por cansancio, indiferente por escepticismo, vive
reducido a la triste condición de botín que sus conquistadores se dis-
putan con un furor y una avidez de que tan sólo ofrecen ejemplares el
pillaje de los campos por tropa desmandada o una ciudad entrada a saco.
¿uién ha sido, pues, el vencido? ¿uién el vencedor? Al ver el modo
con que tratan al pueblo los partidos que en su nombre, y por su autoridad,
y con su auxilio disiparon las esperanzas del Pretendiente, podría decirse que
no el Pretendiente, sino el pueblo ha sucumbido. Al ver las innumerables
pruebas de afecto y de favor que recibe hoy mismo en España la causa, en
la apariencia muerta de aquel príncipe, podría decirse que la nación se halla
arrepentida de su triunfo. Al ver los innitos sacricios con que ese triunfo
se ha comprado, sin compensación de ningún género, antes con aumento
de infortunios, podría decirse que la sangre y los tesoros de la patria sólo han
servido para sembrar tempestades cuyos frutos tocamos hoy en el desorden,
en la confusión, en el desgobierno de todo cuanto existe. Al ver, en n, más
oscuro que nunca el horizonte, sin poder descubrir entre sus nieblas aquel
término deseado de paz, de concordia y de ventura a que todos aspiramos
y que todos, en un momento de férvida esperanza, creímos antever, los co-
razones débiles desmayan, pero los fuertes se revisten de nuevo vigor para
arrebatar el dominio a los usurpadores, levantando una bandera nueva cuyo
lema es libertad y orden con absoluta exclusión de todos los intereses egoístas
de familias, castas, hombres o partidos.
IV
Deduzcamos brevemente de lo expuesto algunas consecuencias.
Los trances de la guerra en nuestra España van casi siempre acom-
pañados de tumultos y trastornos políticos, de suerte que su historia
moderna se compone de batallas y pronunciamientos: aquéllas, a la par
que estériles, sangrientas: éstos, desnudos de gloria y faltos de provecho.
Al cabo de muchos años de discordias y combates, por término y resul-
tado único de ellos llegamos a persuadirnos de dos cosas: una, que lo que
se llamaba la facción, con los gobiernos que hemos tenido era invencible
por la sola fuerza de las armas; otra, que lo que realmente constituía en su
esencia pura el despotismo, resistía victoriosamente a las Constituciones.
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Ahora bien; más dichoso el Trono en su lucha contra el Preten-
diente que los partidos en su lucha contra las prerrogativas ilegítimas
del Trono, obtuvo el cetro, tanto por el valor de sus amigos como por
la traición que a sí mismos se hicieron sus contrarios, quedando éstos,
al mismo tiempo que vencidos, deshonrados. ¿Pero qué han alcanzado
los partidos? Del Trono que fundaron, desengaños; del pueblo, cu-
yos derechos manifestaban defender, indiferencia; de los gobiernos
extranjeros, humillaciones; de sus propios secuaces, acusaciones y
afrentas; para España, desgracias sin cuento; para sus principios, des-
crédito; para sus planes, obstáculos, incredulidad y desconanza; para
su nombre, en n, maldiciones e infamia.
¿Carece, pues, este país, fértil en ingenio, dotado de nobilísimos
sentimientos y favorecido por el cielo con todos los elementos y con-
diciones que constituyen un gran pueblo; carece, decimos, del que
consideramos, y es realmente, primero y principal entre ellos, convie-
ne a saber, la sensatez, que discierne en las cosas su conveniencia, en
los momentos su oportunidad, en ésta la propicia ocasión, y en todo
distingue lo real de lo aparente y lo verdadero de lo falso? ¿Carece
también de la energía necesaria para hacer prevalecer su voluntad, o
tiene acaso en su sangre algún principio extraño y deletéreo que em-
barga sus facultades y lo entrega desmemoriado e inerte a los estúpi-
dos juegos de sus partidos? Y estos partidos, ¿nada tienen en sí que
los recomiende? ¿Son en todos ellos falsos los principios, ineptos los
hombres, nula y de ningún valor la fuerza?
No tal, por Dios. El pueblo español es uno de los más aptos del
mundo para marchar por la gloriosa vía de la civilización y la cultu-
ra, sin necesidad de apremios ni andadores, y obedeciendo tan sólo
a los impulsos de su natural energía y de su índole generosa. A nin-
guno cede en valor: en ingenio a ninguno. Leal, probo y sensible, la
traición repugna a sus instintos, la injusticia lo irrita, la desgracia no
merecida lo conmueve, la gloria y la virtud excitan su entusiasmo. En
todos tiempos, sin exceptuar los de su sujeción a otros pueblos, para
todo grande infortunio ha tenido lágrimas y brazos para toda empre-
sa grande, útil y gloriosa. Cuantos hechos heroicos pueden ilustrar y
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honrar la humanidad, tienen ejemplares en su historia; y ejemplares,
no como quiera, sino sin original y sin copia, tan grandes, tan magní-
cos, que uno solo de ellos bastaría para enriquecer de gloria a otras
naciones. ¿Cuál de ellas puede citar como propios los nombres de Nu-
mancia y Zaragoza? ¿Cuál de ellas puede ofrecer a la admiración de las
gentes una guerra de siete siglos como testimonio, el más ilustre que
registran los anales históricos, de amor a la religión y a la patria? ¿Cuál
de ellas cuenta entre sus trofeos el descubrimiento de un mundo?
Pero no sin razón ha descendido tanto de la altura a que lo levanta-
ron sus proezas; pues siempre más apasionado que razonador, si bien
supo luchar setecientos años contra los árabes por su independencia y
por su culto, también dejó perecer en un momento y cuasi sin comba-
te, la no menos santa libertad a manos de tudescos rapaces y orgullo-
sos; y como en castigo de un tan cobarde abandono de las venerandas
costumbres de sus mayores, dispuso la Providencia que la tiranía lo
abatiese, y que habiendo sido el primero en dar la norma de gobiernos
regulados por leyes fundamentales positivas, también lo fuese en ofre-
cer al escarmiento de la posteridad el triste espectáculo de la abyección
política y del anonadamiento teocrático.
Si en sus luchas patrióticas a favor de la libertad escrita en los fue-
ros que obtuvo uno a uno y con prolijo trabajo de la violencia feudal
y monárquica, perseverara a imitación de sus padres cuando éstos se
guarecieron en los montes huyendo de los conquistadores sarracenos,
a buen seguro que no lloraría hoy la postración a que sus tiranos lo
han traído; y cuando no hubiese gozado la gloria estéril de abatir la
Europa para verse luego por ella humillado, tendría ahora en descuen-
to costumbres públicas, espíritu nacional, gobierno inteligente y una
cultura más adelantada en las industrias y artes útiles que sólo la paz
hace orecer a la sombra de instituciones tutelares.
Lejos de eso, rendido a los pies de un despotismo estúpido y capricho-
so, que con haber malgastado su sangre, fuerzas y tesoros en expediciones
lejanas de conquista, no quiso o no supo hacer otras más fáciles y prove-
chosas alrededor de los patrios aledaños; que descubrió y se apropió un
mundo remoto para perder en su misma casa a Gibraltar y el reino lusita-
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no, estando en poco que no perdiese también a Cataluña; que beneció
las minas de Méjico y del Perú, como si dijéramos de caso pensado para
arruinar la república; que no acertó a resolver en tres siglos de omnímodo
imperio el problema de conciliar la unidad gubernativa con los legítimos
derechos y franquicias provinciales, dejando vivir las comarcas con fueros
y costumbres propias y diversas, sin más vínculo común que una común
tiranía, y manteniéndolas por la fuerza de las armas, que no de las leyes,
malamente zurcidas a un manto hecho de retales diferentes como vestido
de arlequín; y que tuvo la funesta habilidad de sofocar en su suelo los más
vivaces gérmenes de la vida intelectual: rendido, decimos, a los pies de un
despotismo semejante, ¿qué elementos podía ofrecer el pueblo español a
una revolución política que abarrisco viniese a cambiar todos los hábitos,
preocupaciones e ideas existentes? Ninguno, a buena fe.
Porque una verdadera revolución política signica para las socie-
dades cierto modo de ser y de estar distinto, cuando no contrario,
del que tenía antes de su aparecimiento; y como el modo de ser y de
estar es la vida misma en todo cuanto ésta abarca lo más elevado y
fundamental, conviene a saber, la índole del espíritu, la naturaleza de
la sangre, la estructura de los órganos y la ley de las funciones, ¿puede
razonablemente concebirse que varíe, se trastorne y mude sin contar
siquiera con la opinión y buena voluntad del pueblo?
Pues he aquí precisamente la falta principal en que han caído los
inventores de revoluciones, y con especialidad, por lo menos has-
ta hace poco, los de España; los cuales desde luego han partido casi
siempre del supuesto falso que esos grandes y fecundos movimientos
de las naciones se creaban a placer y conveniencia como cualesquiera
otros articios del ingenio o de las manos. Nutridos en la lectura de
la historia y al corriente de los progresos que se realizan en el seno de
la humanidad, han querido hacer partícipe a su patria de las reformas
saludables que en otras naciones más felices o más adelantadas han
introducido, ora las revoluciones, ora la marcha lenta y progresiva del
espíritu humano, cuya ley invariable es ascender y propagarse; mas,
para ello, en vez de estudiar profundamente las costumbres, los re-
cursos, la opinión y el estado del país, se han encerrado en sus gabi-
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netes, y allí formado planes, y borrajeado sistemas sociales, políticos
o administrativos, ni más ni menos que si los tales planes y sistemas
hubiesen sido tesis de aulas para recibir grados de bachilleres y docto-
res: hecho lo cual se han dicho a sí mismos la palabra de Arquímedes:
«¡Eureka!: he aquí la verdad encontrada». Y los tumultos, las intrigas
y las conspiraciones han recorrido calles y plazas, capital y provincias,
con objeto de fundar una idea que la nación no había discutido ¿qué
decimos?, ni siquiera de cien leguas columbrado; siendo lo más gra-
cioso del caso que estos revolucionarios no veían ser su método com-
pletamente idéntico al inicuo de la Inquisición, que tanto y con tanta
razón han combatido; pues, en suma, ¿qué exigía de los hombres y los
pueblos el tribunal del Santo Ocio? La fe. ¿Y qué medios, empleaba
para obligar a ella? La fuerza. Del mismo modo y por el mismo estilo,
ellos, herederos naturales del horrible Torquemada, querían someter
el pueblo español a credos políticos cuyos términos y conceptos eran,
para su rudeza y su ignorancia, otros tantos dogmas misteriosos.
Proviene el error de que los sabios no ven en la historia más que resul-
tados, cuando con ellos debieran también hacer entrar en cuenta el modo
y los medios de alcanzarlos. No de otro modo procedería un salvaje que
trasladado de repente al teatro italiano de Londres o París, concibiese el
pensamiento de aclimatar la ópera en su patria sin más diligencia ni pre-
vención que la de llevarse el libretto, pero olvidando música, decoraciones
y cantores. En buena hora tal o cual sistema sea excelente, y haga, una vez
plantado, la felicidad de las naciones; pero, dígase: ¿cómo se plantará?
Porque en esto consiste la gran dicultad. ¿Estamos seguros que el pueblo
a quien se le quiere regalar, privado hasta ahora de todo pasto de armo-
nía, podrá o consentirá pagar una compañía de cantores y que preferirá
las obras de Rossini o Meyerbeer a sus tonadillas y zarzuelas nacionales?
¡Pues qué! ¿No hay más que dejar correr la fantasía por utopías y teo-
rías, y luego echarse por esos trigos gritando al pueblo en un arrebato de
inspiración verdadera o de extravío mental: «cambia tus costumbres,
cambia tus ideas, cambia por otras extranjeras tus preocupaciones habi-
tuales, olvida lo pasado; rompe los lazos que te unen a lo presente; emplea
tu sangre y tus tesoros en la conquista de sucesos por venir desconocidos?
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No puede ser; y dígase cuanto se quiera para abonar ciertos medios,
nunca, en el ánimo de los sensatos, quedarán absueltos por sólo salir vic-
toriosos de la prueba, ni es permitido so color de fomentar el bien público
poner la sociedad en aventura; por lo cual ha señalado siempre la inexible
historia en extremos opuestos el sitio reservado al innovador sensato y el
que de derecho corresponde al conspirador descomedido y turbulento. Y
sin embargo, ¿cuál es, en la mayor parte de los casos, la verdadera diferen-
cia que hay entre ambos? La que se deriva de la oportunidad y el método.
Son realmente el método y la oportunidad el gran secreto y suma sabi-
duría de la política; pues no basta haber alcanzado el conocimiento de la
verdad, ni creerse con fuerza y valor sucientes para sustentarla, sino que es
preciso averiguar si su efectuación y establecimiento extemporáneos redun-
darán en daño de los mismos a quienes se destinan los frutos y provechos de
ella. ¿Con qué derecho se pretende hacer adoptar a un pueblo la verdad, por
los mismos medios que se emplearían para obligarlo al error? Y luego, ¿dón-
de está la verdad? ¿uién la posee? ¿En cuál doctrina se halla su santuario?
¿Ha revelado Dios al hombre el secrete del mejor gobierno posible?
No negamos el poder de la ciencia, ni el derecho de las revolucio-
nes verdaderas; pero conviene distinguir éstas de las faltas: ni entonces
deberíamos reputarnos sabios si tuviésemos convencidas de erróneas
otras doctrinas; porque esto solo no bastaría para sacar ciertas y con
bien las nuestras. Pocos hombres conocen la verdad antes que su siglo;
y cuando esa verdad está madura y viene a tiempo que necesita estable-
cerse en alguna sociedad, entonces halla siempre a mano instrumentos
adecuados: una revolución o un grande hombre; pero de otra manera
son los juicios y las acciones de tales hombres y de tales revoluciones,
que las de los hombres vulgares y los vulgares tumultos.
Con excepción de algunos principios generales que tienen su legítimo
puesto junto a los axiomas de las ciencias más elevadas y útiles, y el mismo
origen divino y la misma importancia que los dogmas reguladores de la
moral, pocos hay en la política que puedan reclamar con justicia su colo-
cación al lado de las verdades inconcusas. ¡Cuántas teorías contradictorias
respecto de la forma que conviene dar a los gobiernos! En el mecanismo
de sus ruedas y palancas, ¡cuánto error, desengaño y mentira!
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Si pensamos bien esto, y detenidamente reexionamos, además que
muchas verdades de otro género, más comprensibles al entendimiento del
vulgo y rigurosamente demostradas por pertenecer a ciencias exactas unas,
o de segura observación otras, han sido negadas de ignorantes y de sabios,
y aun expuesto a sus descubridores al martirio, ¿cómo extrañar que princi-
pios y doctrinas controvertibles de la ciencia social se abran penosamente
camino en un mundo tan revesado y confuso como el nuestro? Abstractos
en su mayor parte esos principios y doctrinas, escapan a la penetración del
común de las gentes y adolecen además del inconveniente de inducirlo a
errores peligrosos cuanto tenaces, por las apariencias contradictorias que
ofrecen en la práctica según los climas, las costumbres, el carácter y los an-
tecedentes varios y muchos de cada pueblo del globo: circunstancias todas
complicadísimas y de apreciación tan difícil, que ellas constituyen aquel
antiguo y aun no resuelto problema que tiene por objeto determinar la lí-
nea que separa el valor intrínseco e invariable de un principio político, del
valor convencional y contingente que le comunican los accidentes físicos
y morales del país a que se aplica.
Pues bien; el conocimiento, más o menos aproximado a la verdad,
de ese valor ingénito y absoluto de los principios es precisamente lo que
forma el primer término de la ciencia del estadista; es el segundo aquel
arte, si bien no tan elevado, igualmente importante, que enseña cuándo
es oportuna la aplicación de una idea, y cuál, entre todos los métodos
posibles, debe elegirse para llevarla a término dichoso. Mas, por desgra-
cia, ninguno de los partidos, o a decir más bien, ninguno de los hombres
ante quien los partidos han abdicado su poder cuando por adquisición
legal o por conquista ha venido a sus manos el imperio, supo nunca en
España esa ciencia ni ese arte sin los cuales el gobierno de las sociedades
humanas vacilará siempre entre los dos opuestos extremos de la arbitra-
riedad y la disolución: conviene a saber, entre la anarquía de la autoridad
y la anarquía de las turbas. Y por eso el pueblo ha podido decir con tanta
verdad como justicia a sus reformadores arbitristas:
«ueréis destruir la casa que me abriga: probadme que es útil su
demolición, y que por consecuencia de ella no viviré después a la in-
temperie. No hay miseria que se iguale a la guerra civil: probad que es
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necesaria; que los males inevitables con la fuerza del convencimiento
se contrarrestan o se sufren.
»Si no contáis conmigo, ni con mi consentimiento para alterar
las formas y aun la esencia de mi propiedad, os trataré como trataría
al bandido que so capa de igualar los estados sociales me gritase: «la
bolsa o la vida» en las encrucijadas del camino; os mataré, si puedo:
donde no, protestaré de mi justicia con mi silencio.
»¿Y qué haréis sin mi cooperación o sin mi apoyo? ¿Dónde halla-
réis brazos para demoler? ¿Dónde brazos e instrumentos para recons-
truir? Sabed que yo soy al mismo tiempo la tierra sobre la cual ha de
levantarse el edicio, el edicio mismo, la piedra, el arquitecto.
»Debíais haber empezado por ilustrarme: ¿lo habéis hecho? Ten-
go, como todos los pueblos, preocupaciones: ¿las habéis disipado?
Gimo bajo el peso de mil necesidades: ¿las habéis satisfecho? Amo
instintivamente la verdad, y jamás me la habéis enseñado.
»Deteneos un momento a examinar vuestra obra: ¿dónde está el
fruto de ella?
»Tenía una religión que me consolaba de la tiranía, y me habéis
hecho perder la religión agravando la pesadumbre de la tiranía: el con-
suelo se fue y el mal ha quedado.
»Era pobre y me rendía al peso de las derramas y gabelas: vosotros,
sin aumentar la riqueza, habéis centuplicado los tributos.
»El absolutismo me hizo perder con sus errores y extravíos el elevado
puesto que tenía en el mundo; las naciones se repartieron mis despojos;
llegó a ser juego de niños vencerme; llegó a ser gala ultrajarme. Pero en
medio de mi postración, el despotismo de los reyes conservó más digni-
dad que el vuestro; el cual repartido entre muchos, cuanto debiera ser más
fuerte, decoroso y pujante, para merecer perdón, tanto es más aco, indig-
no y miserable, como para justicar mi aborrecimiento y su afrenta. Antes
las naciones se acercaban con respeto al león muerto. Vosotros os preciáis
de haberlo resucitado. Sea como decís y enhorabuena: el león ha vuelto a
la vida para lamer, humilde y degradado, los pies de sus enemigos.
»Puede ser llamada con propiedad vuestra política de viaje: ha te-
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nido constante comezón de movimiento y cambio. A ningún enten-
dimiento ha sido dable mantenerse de pie o sentado, cuanto menos
tranquilo. Todos ellos, con su esclavina y bordón de peregrino a cues-
tas, han querido andar, y cierto han andado porando a cuál iría más
lejos y en menos tiempo de una idea a otra idea, de un sistema a otro
sistema; pero, en suma, sin llevar determinado derrotero, sin seguir
rumbo jo y sin conocer el término del viaje. Los cruzados decían «a
Jerusalén». ¿ué decís vosotros? ¿ué queréis? ¿A dónde vais?
»Habéis usado, gastado y desacreditado sucesivamente todas las
escuelas, todas las doctrinas, todas las teorías: ahora vivís vosotros en
el vacío de la nada; yo en las tinieblas del caos.
»Andan esparcidas vuestras palabras en el mundo como semillas
secas que barre el viento en los caminos junto con el polvo que levan-
tan vuestros pasos.
»Si la verdadera sonomía de un hombre no está en su rostro, sino
en las fuerzas del espíritu y en los movimientos del alma, el rostro de
los partidos no es su nombre, ni puede verse sino por la reexión en el
espejo de sus obras. ¿Cuáles son las vuestras?
»¡Ah! merced a vuestra sabiduría, la casualidad nos gobierna, y la
imprevisión es su ministro».
V
Ahora, epilogando cuanto hemos dicho hasta aquí; considerando
los mismos hechos más de cerca, en diversos aspectos y a diferentes lu-
ces, para darles nueva y distinta comprobación; y, nalmente, partien-
do de los hechos ya sentados a indagar las causas que los han produci-
do, acaso nos sea dado romper a pie llano por la maleza, y, acertando
con las principales de ellas, ofrecer en los errores de las generaciones
pasada y presente una utilísima lección a las generaciones venideras.
En España no ha habido, hablando en rigor, lo que propiamente
debe llamarse pueblo, si por tal ha de entenderse, además del conjunto
del territorio y de los habitantes, de los intereses y de las pasiones, un
espíritu común que mueva y anime ese conjunto, y una idea peculiar que
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sirva a modo de pauta y norte al ejercicio de ese espíritu y a la acción de
aquellas fuerzas. Ya nos parece haberlo dicho: pueblo sin idea propia, o
para hablar con más exactitud, pueblo sin objeto jo de actividad, pue-
blo inmoble, próximo a disolverse, o a ser por otros, absorbido.
«Provista de una idea peculiar y característica (dice un pensador de
nuestro tiempo en comprobación de lo que dejamos asentado), la socie-
dad toma por asunto de su acción activa, ora las naciones lindantes, ora sus
propias instituciones, ya en n sus individuos mismos. Sus actos repetidos
tienden hacia un n único, cual es modicar cuanto se halla sometido a su
poder, siempre caminando a realizar el propósito que es n y término de
su existencia; y a semejante propósito nada de cuanto le pertenece deja de
contribuir ecazmente. Los individuos sujetos a la acción incesante de la
sociedad, se apropian sus designios, toman por su cuenta proseguirlos, y
de ese modo cooperan a la obra del Común: la misma marcha siguen las
instituciones y los pueblos vecinos la avigoran y alientan, ya con su favor,
ya con su resistencia o deservicios. Todo, de esta manera conduce al mis-
mo resultado: las acciones, los hechos, los movimientos de cualesquiera
géneros, en la apariencia distintos, se agrupan, se regulan, concuerdan, se
suman, crecen, y de cada vez más aumentan su pujanza. La fuerza progre-
siva, multiplicada con tan numeroso concurso de elementos, maniesta su
poder por medio de adquisiciones sucesivas, vastas e importantes como el
cuerpo de que proceden, y el estado social así dispuesto viene a ser una de
las causas impulsivas más poderosas del progreso humano».
Por último, una vez hallada y cuerdamente determinada y promo-
vida esa idea, que en todo pueblo es una y distinta de la que mueve a
los otros, le da nombre, fuerza, bienestar, vida gloriosa, porque ella es,
si decimos, su síntesis universal y verdadera.
¿Sabe el hombre lo que es y lo que vale antes de poseer la suma completa
de su razón y de haber ejercitado, al tenor de sus juicios, las fuerzas todas
que lo constituyen tal? ¿ué se dice de un hombre que carece de opinio-
nes propias acerca de los grandes intereses de la existencia humana y vive sin
sujeción a regla alguna, sin fe que lo guíe, sin esperanza que lo aliente, sin
creencias que lo sostengan, sin vínculos humanos ni divinos que lo unan a
un centro común de intereses o de afectos? Igual es aquí el caso.
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No es pueblo, no, el que desparramado en un vasto territorio, sin
vías multiplicadas y rápidas de comunicación, se divide y subdivide en
mil fracciones diferentes a quienes ninguna emoción es común, por
carecer de ese comercio no interrumpido de ideas, de conocimientos
y de afectos que convierten maravillosamente una gran nación en una
sola familia, y la familia en una sola gigantesca inteligencia y en un
solo inmenso corazón.
La fuerza consiste en la unión; pero la unión es imposible sin relacio-
nes incesantes de provincia a provincia, de ciudad a ciudad, de pueblo a
pueblo. Ellas tan solo, concurriendo el benecio de sabias leyes que es-
trechen los intereses patrios con lazos comunes y creen uniformidad en
las ideas, simultaneidad en los sentimientos, identidad en las opiniones,
igualdad, en n, en las voluntades; ellas tan solo, decimos, truecan a un
pueblo de salvaje en civilizado, y le comunican esa fuerza e indomable
energía que en ciertas supremas ocasiones ha permitido decir con pro-
piedad de algunos de ellos que se levantaron como un solo hombre en
defensa de sus derechos ofendidos o de su independencia amenazada.
No es pueblo, no, el que carece de opiniones jas respecto de sus
grandes intereses; ni el que en la mayor parte de los casos es incapaz de
cargar el juicio y fallar sobre la conducta de sus gobiernos con energía e
imperio sucientes para imponerles la responsabilidad condigna de sus
actos. En el primer caso, sin falta necesita la afrentosa tutela de sus par-
cialidades; en el segundo, por precisión ha de vivir sujeto a sus caprichos.
Un pueblo ignorante, hoy sobre todo que la civilización y la cultura son
las más grandes de las fuerzas conocidas, no tiene resguardo que oponer
a la preponderante y opresora inuencia de las naciones que marchan
a la cabeza del movimiento intelectual del mundo; y si, por desgracia,
añade a esa ignorancia la desunión, desidia y vicios que la hacen incura-
ble, será engado o vendido por gobiernos necesariamente dañosos, a
causa que serán necesariamente violentos, variables y arbitrarios.
Y he aquí porqué, examinada atenta e imparcialmente la historia de
nuestra España, vemos que cuantas veces ha dado señales y muestras de
esa vitalidad que revela la existencia de un gran pueblo, ha sido movida
antes que por el impulso de las ideas por el calor de las pasiones. Apego a
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una costumbre añeja y pueril amenazada de muerte por la sabiduría más
adelantada de las autoridades; odio a un valido soberbio cuya irritante
ambición no se contenta con el abuso, sino que hace también alarde del
escándalo; ímpetu de cólera en que el orgullo nacional herido estalla con-
tra la perdia; amor a una niña inocente que el cariño maternal cubre con
sus alas y cuya orfandad conmueve los corazones; tal día, el afecto hacia un
caudillo que prepondera sobre el afecto hacia una reina; cual otro, el afecto
hacia la reina que vence al que antes se tenía al caudillo: siempre el amor,
el odio, las preocupaciones o la venganza, nunca la adhesión puramente
moral a un gran principio, a una grande idea o a una sublime verdad: he
aquí (digámoslo con honrada franqueza) los móviles y estímulos de esas
mal llamadas revoluciones en que el país ha gastado sin mayor provecho
sus fuerzas físicas y morales y de cuyas resultas nos hallamos hoy, si no más
atrasados en el viaje, de seguro con menos ánimo y vigor para proseguirlo
que tuvimos para comenzarlo hace ahora cuarenta años muy cabales.
No hay fe sino cuando se tienen creencias, porque la fe es la armación
por excelencia; ni hay opinión sino cuando se tienen principios, porque la
opinión es el sentimiento de las ideas. Un pueblo sumido en las tinieblas
de la ignorancia carece y debe carecer de fe, porque nada puede armar
respecto de la teoría ni de la práctica del gobierno, y carece y debe carecer
también de opinión, porque el sentimiento no obra ordinariamente sobre
lo ignoto y lejano, sino sobre lo conocido y próximo.
Y sin fe, sin opinión, ¿qué viene a ser un pueblo? Mina que bene-
cian hábiles ambiciosos; hoguera sin pábulo que un viento agita y que
otro viento apaga: juguete miserable de la codicia de los extranjeros y
de la no menos funesta ambición de los patricios; materia inerte con-
denada a los experimentos estériles de los más absurdos y contradicto-
rios sistemas; cuerpo muerto en cuyas entrañas penetra el escalpelo de
los empíricos sin el riesgo de excitar reacción ninguna de dolor; nave
sin rumbo y sin piloto, que navega a Dios y a la ventura entre el abismo
de las insurrecciones y el abismo de la tiranía; tribunal sin código y sin
jueces, donde no hay amparo para el derecho, castigo para la culpa, ni
vindicación para la inocencia; auditorio, en n, que asiste a la repre-
sentación de un drama sin saber el idioma en que está escrito.
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VI
Pero la España de nuestros días no es la España gloriosa primero,
envilecida después, y siempre esclava, de los Austriacos; ni la degenera-
da España de los Borbones; ni la infamada de María Luisa y de Godoy;
ni la miserable de Fernando VII y Calomarde; ni la apasionada de la
guerra de la independencia; ni la estólida de 1814; ni la inexperta de
1823; ni la España de los pronunciamientos tumultuarios, de las cons-
piraciones sin objeto o de las Constituciones sin sentido; que sufre o
se rebela; que bulle o duerme: nunca hombre, siempre niño. Cierto, el
país de los cortesanos, de la inquisición y de los conventos no puede
ser, ni en hecho de verdad es el que vio degollar a los frailes, romper los
instrumentos de la tortura, secularizar la propiedad de manos muertas
y destruir las vinculaciones. El hombre viejo se ha mudado y la antigua
monarquía no existe. Las vicisitudes de los tiempos le han impuesto
condiciones de vida enteramente nueva: a la necesidad de la guerra
ha sucedido la necesidad del trabajo; a los intereses de familias y de
castas, los intereses nacionales; a la autoridad, la razón: a la losofía
aristotélico-escolástica, la losofía del libre examen; a la tradición, los
inventos; al derecho divino de los reyes, la soberanía de las naciones;
al feudalismo de los nobles, el feudalismo de pecheros con ejecutoria;
todo ha variado en la esencia o en las formas y nada es como antes era.
Hemos hecho notar que a los principios la revolución política no
fue en España un hecho principal, sino incidente y sin carácter propio;
que en 1808, incipiente y vergonzante, tuvo necesidad de guarecerse
del gran sentimiento nacional de independencia que excitó la inva-
sión de los franceses que en 1814 se disipó como el humo, porque en
realidad no había sido un volcán, sino llamarada articial y pasajera;
que vanamente buscó en 1820 el apoyo de una insurrección militar,
porque el principio de la legitimidad monárquica imperaba; y, nal-
mente, que para insinuarse en el país y cobrar fuerzas se vio precisada
en 1834 a pactar capitulaciones y concordias con el Trono.
Pero no pasan sin dejar huellas profundísimas de su tránsito por
los pueblos la guerra y las discordias, los grandes tumultos, las faccio-
nes violentas, las dislocaciones y catástrofes, los levantamientos po-
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pulares, las escenas mismas de sangre, desolación y exterminio. Acaso
no valgan semejantes movimientos lo que una verdadera revolución, y
quién sabe si dicultan el advenimiento de ella por querer coger fuera
de sazón sus frutos: empero algunos se aprovechan, como quiera que
al costoso precio de terribles conictos y desgracias; razón y motivo
por que más los amemos y procuremos conservarlos.
Y así, esos mismos tratos con la dinastía sirvieron a las ideas polí-
ticas para adquirir la conciencia de su fuerza. El pueblo que había pe-
leado muchos años porando sobre darse un dueño francés o alemán,
y que sufrió tres siglos de humillaciones monárquicas y teocráticas
porque no acertaba a separar su creencia en Dios de su creencia en los
príncipes y los sacerdotes, luego ha derribado monarcas del trono, y,
como en lo antiguo, los ha elegido libremente. Al descubrir a las nacio-
nes los quilates de su poder, el espíritu moderno, hijo del siglo XVIII,
les ha demostrado que todo legítimo imperio emana de su soberanía,
y que no existe más verdadera aristocracia que la del talento y la virtud.
Enhorabuena haya sido antes de ahora y sea aún entre nosotros vana
fórmula y ridícula farsa el sistema de gobierno representativo. ¿Por
ventura no ensalzan su excelencia, los grandes maestros de la ciencia
política? ¿Por ventura no cantan diariamente sus loores las tribunas
de la Prensa y de los Parlamentos y las mil lenguas de las cátedras y las
innumerables voces de los libros? ¿Y qué dicen al pueblo? ¿No le dicen
que ese sistema abre a cada cual un camino para llegar al mando, y que
toda ambición tiene en él una promesa y una esperanza? ¿No ofrece
acoger y amparar todas las capacidades y recompensar todos los servi-
cios? ¿No pone, por decirlo así, en almoneda la autoridad por el precio
de discursos y oraciones o tribunicias o senatorias? ¡Grande enseñanza
de ésta, y ha de venir un día en que nos confesemos deudores a ella de
la destrucción de algunas antiguallas que ni el carro de la revolución,
ni la acción lenta de los tiempos han hecho polvo todavía!
Cierto, mucho hemos aprendido acá en España (más en el orden
político que en el eclesiástico), desde aquellos años en que la nación
prodigaba los tesoros de su sangre y de sus riquezas en benecio de un
príncipe asaz magnánimo para felicitar a su enemigo por las victorias
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que le arrebataban la corona; pero en verdad que si el pueblo ha gana-
do algo, no vemos que haya perdido mucho la monarquía; la cual, si
por un lado tiene que lamentar la pérdida del prestigio individual de
los príncipes, puede por otro darse el parabién de haber adquirido,
como institución, mayor estabilidad, pujanza y brío.
Y, en efecto, no eran inviolables los reyes de España hasta que fue-
ron declarados tales por las Cortes de Cádiz, ni antes de la Constitu-
ción que éstas promulgaron fue legal la sucesión hereditaria al Trono.
Lisonjeámonos de que nuestros lectores verán con gusto una pequeña
digresión sobre estos dos importantísimos puntos históricos, formada
con consulta de autoridades respetables.
El concilio Toledano IV, que depuso a Suintila, hizo un canon por
el cual condena a excomunión al rey que usurpase el mando absoluto,
gobernando contra reverentiam legum; canon que se insertó en el Fuero
Juzgo. Puede verse en Zurita como en la institución de su monarquía se
reservaron los aragoneses facultad de poder elegir rey, siempre que para la
conservación de la libertad les pareciese convenir, como se hacía en el tiem-
po de los godos. Y de su primer rey Iñigo Arista asegura el mismo autor
que convino con sus súbditos en que si contra derecho o fuero los quisie-
se apremiar, o quebrantase sus leyes, y lo que estaba entre ellos establecido
cuando le eligieron por rey..., en tal caso pudiesen elegir otro rey.
Y de tal modo era esta verdad corriente en España, y por todos admi-
tida y confesada como máxima del derecho político español, aún bajo el
despotismo cauteloso y asombradizo de la casa de Austria, que fray Juan
Márquez, teólogo y publicista de los más calicados de aquella época, en
un libro apreciado de todos (Gobernador Cristiano), dijo: la república, de
quien trae su origen la potestad real, no la trasladó al príncipe tan absoluta-
mente, que no la reservase en si para poderle quitar el principado, si las cosas
llegasen a tanto estrecho. Y alegando las causas que tuvo para haberlo orde-
nado así la nación española, prosigue: lo contrario fuera no haber ocurrido
al peligro mayor, y quedar hecha esclava de quien escogió por ministro.
«Sentada esta doctrina, observa el docto D. Joaquín Lorenzo
Villanueva, que en el mismo libro calica al sabio Márquez de oz
que nos suena siempre en las orejas y ley natural escrita en los ánimos
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de todos, ¿cómo extrañar que de ella haya echado mano la nación para
deponer a sus reyes, siempre que así lo ha exigido el bien del Estado?»
Y, en efecto, en nuestras historias se lee que fueron depuestos por
la nación Fruela, Ramiro III de León, doña Urraca, hija de Alonso VI,
don Alonso el Sabio, autor de Las Partidas, y últimamente Enrique IV,
en cuya crónica contesta Alonso de Palencia a los que creyendo ser en-
tonces inviolables nuestros reyes, calicaban de atentado aquel destro-
namiento. No era nuevo, dice, en los reinos de Castilla y de León los nobles
y pueblos dellos eligir rey e deponerlo: lo cual por canónicas abtoridades se
podía bien probar, o por muy menores causas de las que contra el rey En-
rique probar se pueden. ¿Y qué causas eran bastantes para que se tuviese
por legítimo este destronamiento? Del rey D. Pedro, dice el mismo his-
toriador, que por su dura y mala gobernación perdió el reino y la vida con
él, sucediéndole Enrique II, su hermano, por favor de los nobles e pueblos.
De don Alonso el Sabio asegura que, a pesar de su gran virtud e bondad,
por solamente ser habido por pródigo, fue privado de la corona.
Claro se ve, pues, como hasta principios del siglo no habían sido
reconocidos inviolables los reyes de España, y que para serlo tuvieron
que revocar las Cortes de Cádiz, en obsequio de la dignidad real, una
de las primeras leyes del reino, y cerrar la puerta al uso que en algunos
casos había hecho de ella la nación.
«No entro ahora, dice con razón el mismo Villanueva, vocal de
aquellas gloriosas Cortes, en la justicia o injusticia de esta inviolabi-
lidad: lo único que digo es que hasta aquí no la han gozado nuestros
reyes, los cuales eran responsables a la nación del uso de su poder, y
estaban expuestos por lo mismo a ser separados del trono, como lo
han sido muchos; y que si en adelante no lo fueren, se deberá esta pre-
rrogativa real a las Cortes de Cádiz».
Pues lo mismo debe también entenderse de la sucesión heredita-
ria, por cuanto hasta la misma época no tuvo la dinastía reinante un
derecho inadmisible a ella, ni lo tuvo tampoco ninguna otra familia
nacional o extranjera desde la institución de la monarquía, ni aun
después que dejó de ser electiva la Corona. Hereditario fue el trono
en solo Castilla no más que desde el siglo XII según la moderna ley
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de los mayorazgos; mas esta ley, o sea costumbre aprobada por la na-
ción, como advierte el autor últimamente citado, no tenía la rmeza
que le han dado las instituciones de nuestro tiempo tan abobinado de
monárquicos y ultramontanos. Prueba de ello es que aun después de
aquella época han entrado a reinar muchos de nuestros monarcas, no
por derecho de herencia, sino por otros caminos algo menos llanos y
escampados. Muerto don Enrique I, rey de Castilla, debía heredar el
reino su hermana mayor doña Blanca; y lo ocupó doña Berenguela. El
hijo menor de don Alonso X, fue antepuesto en el trono a los hijos de
su hermano mayor el infante don Fernando. Enrique II quitó el reino
a su hermano el rey don Pedro, y privó a las hijas de la herencia de su
padre. Dos hijos del rey don Juan de Aragón perdieron la corona de
aquel reino por haberse dado a don Martín, hermano del difunto.
Y aún más que estos ejemplos, prueba hasta la evidencia la incer-
tidumbre antigua de esta sucesión el ofrecimiento de la corona hecho
por los grandes al infante don Fernando en la menor edad de su sobrino
don Juan II, hijo y legítimo heredero de Enrique III. Nos, señor, le dijo
a nombre de todos, el condestable Ruy López Dávalos, según vemos en
Mariana, os convidamos con la corona de vuestros padres y abuelos: reso-
lución cumplidera para el reino, honrosa para os, saludable para todos…
Desamparar al reino que de su oluntad se os oece, mirad no parezca
ojedad y cobardía. Y porque se vea cómo pensaba entonces la grandeza
española acerca de la corona hereditaria de Castilla, prosiguió diciendo:
la naturaleza de la potestad real y su origen enseñan bastantemente que
el cetro se puede quitar a uno y dar a otro, conforme a las necesidades que
ocurren. En el principio de las monarquías (las de Castilla, León, Aragón
y Navarra) no pasaba la majestad real por herencia de padres a hijos. Por
oluntad de todos y de entre todos se escogía el que debía suceder al que
moría. El demasiado poder de los reyes hizo que heredasen las coronas los
hijos, a veces de pequeña edad, de malas y dañadas costumbres.
Piense ahora el discreto si era posible que Ruy López Dávalos se atre-
viese a sostener semejante doctrina en público y en tan solemne ocasión,
a no estar ella admitida como corriente por todos. El haberlo hecho,
pues, sin contradicción de tan respetable concurso, demuestra que, a jui-
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cio de la grandeza española, no era en aquella época ley fundamental de
Castilla la sucesión hereditaria del trono, sino práctica introducida por
los mismos reyes sin más títulos que su poder; y para más conrmar que
este poder, en opinión de los grandes, no alcanzaba a destruir el primi-
tivo derecho de la elección, añadió allí mismo el condestable: siempre se
tuvo por justo mudarse la comunidad y el pueblo, conforme a la necesidad
que ocurriese, lo que ella misma estableció para el bien común de todos.
«En caso aún más estrecho que éste, dice el mismo Villanueva, se
han visto nuestras Cortes (las de Cádiz). Abandonada la nación por
su mismo rey; desatendida por él la lealtad a pesar de los esfuerzos que
hizo para no dejarle salir del reino; renunciada la corona y puesta por
los que tenían derecho a ella en las sienes de otra familia; manifestada
por Fernando VII una cruelísima complacencia en los triunfos con
que iba desolando Napoleón los ejércitos que por él estaban derra-
mando la sangre, se hallaban los procuradores del reino (autorizados
por sus comitentes con poderes sin límites) expeditos para usar del de-
recho que les daba la antigua ley fundamental, pasando el cetro a otras
manos. ¿Mas, qué uso hacen de este derecho? ¿Acaso se aprovechan
de él para revocar la sucesión hereditaria? Ya que no dejen la corona
en las sienes del usurpador, ¿buscan acaso otra dinastía que subrogue
a la que sobre haber abdicado el trono, abandonó a sus súbditos a los
furores de una invasión pérda? Todo lo contrario. Restablecen a Fer-
nando VII, echando un velo sobre su salida de España, sobre su re-
nuncia, sobre sus felicitaciones a Napoleón por la sangre española de
que inundaba el reino. No contentas con esto, tratan de que no quede,
como lo estaba antes, expuesto a que saliese de sus sucesores. Para ello
anulan la primitiva ley que autorizaba al reino para quitar el cetro a
uno y darle a otro, como decía el condestable Ruy Dávalos, convirtien-
do en ley fundamental la sucesión hereditaria a Trono».
Cierto, a muy caro precio ha comprado la nación española la gloria
y el honor de ser regida por la dinastía extranjera de los Borbones; y
bien merece que ésta le pague en afecto y servicios lo que le dio en san-
gre y tesoros para poner sobre sus sienes la corona. Una guerra fue para
ello necesaria. En otra, mayor aún, nos empeñamos para conservar a sus
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príncipes el cetro, y apenas sí están cicatrizadas las llagas que debimos a
otra tercera y fratricida contienda heroicamente reñida por su amor y en
su provecho. Verdad es que a poder de ensayos cruentos y de tumultos
ruinosos ha concluido el pueblo por tomar parte en la lucha de las ideas,
dejando a un lado, como de menor momento, la de familias y personas;
pero, ¿qué ha perdido la realeza con este nuevo giro de las opiniones y
las cosas, como no sea haber hecho inadmisibles por la voluntad del país
los derechos que eran antes sólo contingentes? ¿Pésale por ventura de la
conrmación y consagración que ha dado el pueblo a esos derechos y a
su casa? ¿Vale menos para la monarquía vivir e imperar amada y gloriosa,
en nombre y por autoridad de la soberanía de la nación, que hallarse,
enaquecida y vilipendiada, a merced de nobles orgullosos, ávidos y
violentos, con todos los resabios del antiguo feudalismo? El pueblo es-
pañol ha entrado por n en la corriente, a la par temerosa y sublime, del
espíritu moderno, ansioso de reparación y de reformas; pero hasta ahora
ha querido marchar y ha marchado acompañado con el Trono, alterna-
tivamente protector y protegido. Pretender que España permaneciese
apartada del movimiento ascendente y por excelencia expansivo de la
democracia, cuando el mundo todo se encendía y estallaba al contacto
de ese fuego vital imperecedero de la especie humana, era un delirio;
como lo es ahora querer apagarlo en sus entrañas arrojando sobre él la
ceniza y el polvo de los cementerios realistas y teocráticos confundidos
en el panteón de lo pasado. Vérnoslo con sobresalto y susto, y a tiempo
lo advertimos: los que conspiran contra el pueblo, contra el Trono cons-
piran; separarlos es privar a la monarquía de un apoyo, lejos de suscitar a
la nación un embarazo, y fundar esperanzas en una reacción absolutista,
hostil a los intereses populares, es quitar el pararrayo al almacén, salu-
dar la tempestad e ir al encuentro del peligro. Alégranse en demasía los
hombres fáciles e inconsiderados con los buenos sucesos recientes de la
fuerza bruta de los ejércitos, y juzgan la guerra acabada y las ideas libera-
les destruidas, según el paso a que caminan venciendo las doctrinas del
servilismo austriaco y moscovita; y nosotros decimos con Melo: «no se
puede llamar buena suerte aquella que sólo favorece a cortos empleos:
antes entre los prudentes causa algún género de temor ver que la felici-
dad se encamine a cosas pequeñas, porque según la experiencia muestra,
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de ordinario se siguen grandes trabajos a las menores prosperidades».
Esta tarea de la comprensión y represión del espíritu público es ince-
sante, y semeja a la que tiene Holanda en sus diques, siempre con razón
temerosa de verlos invadidos y arrancados de cuajo por el mar. Nada se
ha hecho mientras quede algo por hacer; y no sin motivo, comparando
la pequeñez de lo adquirido con su precio, tiembla el realismo al pensar
en la importancia y valor del resto de la empresa.
Como quiera, el país teme hoy de todos y por todos. Teme del Tro-
no, del Gobierno y de los partidos; teme por su libertad, su progreso
y su ventura.
No está contento de sus instituciones políticas, y vacila entre reformar-
las o destruirlas, porque hasta hoy han sido inecaces y estériles los ensa-
yos hechos en su suelo de casi todas las formas y modos de gobernación
conocidos. Ninguno de ellos le ha dado la seguridad, el sosiego y bienestar
que pedía, y cierto tenía el derecho de reclamar como descuento de sus
cuantiosos sacricios; al paso que no halla en las teorías ociales más en
boga ese carácter de verdad y evidente conveniencia que excita el entusias-
mo, tranquiliza el corazón y arma, ja y esclarece las creencias.
De camino que teme ver desaparecer los mutilados fueros políticos
que el nombre más bien que la realidad de la Constitución conserva,
no sabe hacia dónde volverse en demanda de otra Constitución más
adecuada a sus necesidades, a sus nuevas opiniones y a las promesas
que en todo tiempo le hicieron, para jamás cumplirlas, los partidos.
¿Buscará refugio en la de Cádiz, retrocediendo a tiempos que no exis-
ten? ¿Arrostrará con la de 1837, pugnando por resucitar un cadáver
sobre el cual han pasado el tumulto de 1840 y la parodia de 1845?
Ve con ira concentrada, pero en silencio, la preponderancia del
poder militar, y cada día se aumenta su odio a esa concentración de
autoridad que entrega el gobierno del país a los intereses y pasiones de
un corto número de hombres que no lo conocen, ni lo estudian: hués-
pedes perpetuos de Madrid que no aciertan a vivir fuera de la atmós-
fera palaciega, incensando eternamente los ídolos cortesanos. ¿Cómo
puede haber libertad ni conanza en un suelo erizado de bayonetas
mercenarias? ¿Ni cómo podrán conservarse las leyes allí donde no es-
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tán puestas bajo la custodia de todos los ciudadanos? ¿No será milagro
que prospere un pueblo cuya capital semeja a una galera en la cual re-
man como forzados las provincias? ¿Y no es delirio esperar prosperi-
dad o sosiego en una nación que consume lo más granado de sus rentas
en la manutención y regalo de esa clase de gente, de quien dice un céle-
bre historiador antiguo español que por su ocio piensa estar obligada
al daño común? Leyes y prácticas, costumbres y abusos que ponen un
ciudadano a la merced de otro, un pueblo entero a la merced de una
clase, y esta clase, el pueblo y todo, a merced de una camarilla, cuyos
errores nacen ajenos de arrepentimiento y libres de castigo, ¿harán una
mansión muy agradable del suelo en que se toleran, y aun veneran, por
sólo el temor de perder con la mudanza?
Con semejantes elementos se posee el imperio, se ejerce el mando, se
hace obedecer la autoridad; mas ni se funda un gobierno, ni se inspira amor
a los príncipes, ni se rodea de respeto a las leyes. Así se planta una tienda de
campaña en el desierto para dormir una noche, pero no se eleva en el suelo
de la civilización un monumento capaz de arrostrar y vencer el rigor de los
hombres y la injuria de los tiempos en vida larga, respetada y gloriosa.
VII
Tenemos el íntimo convencimiento de que el estado de postración y
decadencia en que se halla España, se debe a sus parcialidades políticas.
«Nuestros partidos tienen sobre sí, decía el señor Borrego ya muy
mediado el año 1848, la odiosa responsabilidad de haber prolongado las
reacciones, los golpes de Estado y las revoluciones innecesarias más allá de
la época en que estos accidentes, a las veces inevitables en la historia, tie-
nen una explicación racional y que en cierto modo sirve para disculparlos.
»Esta responsabilidad pesa, sin embargo, de una manera más grave
desde el año 1845 sobre el partido moderado.
»Por grande que sea la severidad con que los más prevenidos
juzguen a los progresistas por su conducta y sus hechos desde 1833
hasta 1840, la imparcialidad histórica atribuirá siempre a este partido
dos hechos que le honran sobremanera, y que prueban la sinceridad
de su patriotismo y su buena fe; calidades que no serán olvidadas ni
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desconocidas en un país tan noble y amante de la equidad como el
nuestro. El primero de estos hechos, la Constitución de 1837, obra de
un partido vencedor, que se desarma por respeto hacia los principios,
rindiendo homenaje a la verdad y a la opinión pública; ya lo hemos
mencionado. El segundo es todavía más memorable; hablamos de la
conducta de los progresistas que en 1843 abrieron las puertas de Es-
paña a los emigrados moderados y sus brazos a este partido, olvidando
agravios e injurias, y asociándolo generosamente al Poder que tenían
los progresistas en sus manos, y que difícilmente se le habría escapado
por entonces, si no provocaran ellos mismos la célebre coalición.
»No discutiré la moralidad de aquel gran suceso; baste observar que
al provocarlo el partido progresista reparaba ampliamente la agresión de
setiembre de 1840, renegaba de su intolerancia y exclusivismo y en cuanto
estaba de su parte volvía al terreno legal de la Constitución de 1837 y res-
tituía a la opinión pública y a los partidos su natural libertad e inuencia.
»Por parte de los moderados la coalición, que principalmente re-
dundaba en su benecio, les imponía la obligación de honor de no
romperla sin dejar al partido de quien se separaban en la misma posi-
ción en que éste había colocado a los moderados, esto es, en las con-
diciones de libertad y de inuencia que legítimamente le pertenecían.
»Pero la coalición terminó, no por la separación natural de las opi-
niones y de los hombres que la habían formado, sino por el encarcela-
miento y proscripción de los jefes progresistas, por la persecución del
partido en masa y por una reacción tan marcada que, salvo las vengan-
zas personales, que por fortuna no contristaron aquella época, podría
compararse a la reacción realista de 1823.
»Bajo los auspicios de aquellos acontecimientos amargos se reunie-
ron unas Cortes, a las que vino un solo diputado de la oposición progre-
sista, el señor Orense; hecho que de por sí basta para probar a qué punto
fue violenta la compresión moral que había seguido a la época en que de
mayor libertad y ensanche habían gozado las opiniones.
»Sin embargo, aquellas Cortes, en las que no se hallaba represen-
tado más que un partido, reformaron la Constitución, volviendo so-
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bre la transacción de principios felizmente concluida en 1837, y que
los jefes de la mayoría moderna de 1838 habían declarado admisible,
hecha con sus principios, y propia para servir de base a las mejoras y
adelantos que en lo sucesivo parecieran apetecibles».
Con pocas correcciones y algunos comentarios que hagamos a este
juicio, recomendable por su templanza, de un moderado entendido y
juicioso, quedará completamente verdadero y a nuestro gusto.
ue fuesen el patriotismo y la buena fe solamente los principales
motores de la ejecución y logro de la Constitución de 1837 y de la coa-
lición de 1843, difícil será persuadido a los coetáneos, que ven en la
primera una transacción de principios y en la segunda una abdicación
de autoridad, ambas a favor del partido matacandelas que ha hecho
la reforma constitucional de 1845, y a quien se deben la destrucción
de los ayuntamientos y diputaciones; la mutilación de la libertad de
imprenta privada del jurado; la resurrección del diezmo con nombre
diferente; otra vez la amortización eclesiástica; más que nunca la pre-
ponderancia militar; los regios matrimonios sin la intervención de las
Cortes; la dictadura permanente disfrazada con el dominó de las leyes
fundamentales; los estados de sitio como resorte ordinario del man-
do; la gobernación por medio de autorizaciones; el Parlamento con-
vertido en covachuela; las deportaciones en masa; los fusilamientos
de encrucijadas, y la transustanciación del pan y vino democráticos en
cuerpo y sangre del absolutismo monárquico y palaciego.
Dice bien el publicista a quien acabamos de citar, que el partido
progresista se desarmó en 1837 y cedió el imperio en 1843; pero omite
advertir que a una parcialidad política no le es permitido hacer lo uno
ni lo otro únicamente en provecho de una parcialidad que le es contra-
ria, y sólo a impulsos de no sabemos qué sentimientos de generosidad y
abnegación excelentes para el uso de la vida conventual o privada, más
de todo absurdos y necios en los tratos y procederes de la vida pública.
Porque los partidos no se fundan en intereses y pasiones individuales:
son principios, doctrinas, intenciones, tendencias y sentimientos comu-
nes a una gran porción de patricios, o no son nada, o pura y simplemente
serán hombres desconformes y desunidos, sujetos a todas las aquezas e
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inconsecuencias inherentes a las congregaciones que no tienen por base
y norte el bien público, sino las sugestiones del interés, las pequeñeces
de la envidia y el hipo de ambiciones turbulentas y codiciosas.
¿Estaban por ventura tan medradas las ideas liberales en 1837
que fuese permitido a su campeón levantar la mano de ellas y deser-
tar de sus banderas para pasarse a las del enemigo? O perdió la fe en
sus doctrinas o juzgó a éstas por insucientes para asentar un buen
sistema de gobernación o las condenó por ignorancia o las abandonó
livianamente; y sea lo que fuere, ello es innegable que con semejan-
te proceder quedaron él y ellas desautorizados, y sus adversarios, sin
combate, vencedores, y sin títulos premiados; humillada y deshecha
la democracia, en leyes, en costumbres; enhiesto y pujante el bastardo
absolutismo en la Constitución y en el gobierno.
La experiencia ha probado que aquel no era aún el tiempo de la
paz, ni la ocasión de la concordia; pues para conservar una conquista
es necesario estar siempre aparejado a defenderla. ¿ué impide que
los que desmontan el terreno sean también quienes lo siembren y cul-
tiven? Para dar leyes de paz y de organización a las recién adquiridas
posesiones, no era preciso ir a buscar a Atenas las antiguas y extran-
jeras de las Doce Tablas: bastaban a los romanos las del Lacio. ¿Ni
cómo puede asegurarse que para entonces estaba concluida la obra de
demolición encargada a las ideas democráticas, cuando hoy mismo se
mellaría el hacha revolucionaria en la maleza de los abusos que nunca
perecieron o que han resucitado? Una vez obtenida la emancipación
política y la abolición de la antigua servidumbre, convenía poner la
última mano en la Revolución armando el imperio de las libertades
populares. ¿ué aprovecha salir de la tutela de una familia, para entrar
en la de un bando? ¿ué importa, si siempre arrastramos cadenas, que
el tirano tenga nombre rey o se apellide partido? Si no debe confun-
dirse el progreso de la sociedad con el de las revoluciones, por ser el
uno indenido e incalculable, y necesariamente limitado el otro, tén-
gase presente que hasta ahora nunca los hemos visto separados. Si la
Libertad no es panacea de todos los males sociales, ningún remedio,
sin ella, aprovecha; piense norabuena el cultivo rescatado que no basta
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ser libre para adquirir el sustento; mas, ¿qué hará si sale del calabozo
mutilado? «Hubo un partido, dice un escritor moderado, aludiendo
al progresista; hubo un partido que proclamó el progreso, como un
navegante que llegado al término de su viaje pasara por delante del
puerto, y se lanzara a navegar indenidamente, buscando límites a la
inmensidad de los mares». Cargo injusto. El error del partido progre-
sista fue precisamente tomar puerto en la Constitución de 1837, pen-
sando hallarse al cabo de su derrota, cuando apenas la había comenza-
do. Marean costa a costa los bajeles dados al contrabando y cabotaje,
no los que en grandes y peligrosas expediciones por los océanos descu-
bren mundos nuevos o llevan el comercio y la cultura de un extremo al
otro de la tierra. ¿Dónde se detiene el progreso? ¿uién ha señalado
el límite de la verdad? ¿A qué latitud ha marcado la Providencia en la
carta de la civilización el puerto de las revoluciones?
«Aquella Constitución, dice el mismo escritor, restauró la monar-
quía, sancionando el veto; sustituyó a la soberanía nacional la omni-
potencia parlamentaria; hizo posible la administración trasladando al
Poder Ejecutivo las atribuciones de gobierno que habían absorbido las
asambleas deliberantes; y en sencillas y solemnes fórmulas reguló la na-
ción y circunscribió los límites de los poderes públicos. Aquella ley po-
lítica fue aceptada por todos... Pero no pasó de ser por entonces mismo
una profesión de fe teórica. Era obra que no miraron con amor, ni como
parto demasiado legítimo, los mismos que le prestaron su rma».
Y, en efecto, al lado de ella, o a decir más bien, a sus espaldas, para
combatirla y anonadarla, se erigió una fortaleza democrática artillada
con las leyes orgánicas de 1823; y el sistema representativo-monárquico
y la Revolución se hallaron frente a frente. Por donde se ve que con esa
malhadada transacción de principios, vituperable siempre a los ojos de
la teoría y absurda si se mira a la luz de la experiencia, no logró el par-
tido progresista ni siquiera la ventaja meramente material de ofrecer y
hacer aceptar a sus contrarios una paz, por ventajosa a todos, duradera.
Acogió, autorizó, consagró, sí decimos, las doctrinas de sus adversarios;
ahogó la soberanía nacional entre las dos almohadas del veto y de la om-
nipotencia parlamentaria; pagó su tributo de credulidad y superstición
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al profundo e impenetrable arcano del equilibrio de los poderes públicos;
preparó el advenimiento glorioso de la centralización administrativa,
y en todos estos hechos y ejecuciones puestas por obra sin amor, y no
como parto muy legítimo de los mismos que las daban a luz, ese pobre
partido iluso, o engañado como siempre por sus cómitres, dio ocasión
a la indiscreta ley de ayuntamientos de 1840, al pronunciamiento sub-
siguiente de setiembre del mismo año, y por consecuencia, y para coro-
namiento de todo, a la ominosa coalición de 1843, última jornada de su
peregrinación, y losa pesadísima de su sepulcro.
Valga la verdad, ponían los moderados en grande aprieto a los pro-
gresistas, diciéndoles: «si habéis aceptado en teoría nuestras doctri-
nas, ¿por qué no las seguís en la práctica? Si las habéis colocado en
el solio de la Constitución, ¿por qué les negáis el abrigo de las leyes
orgánicas que deben completarla? El gobierno responsable y fuerte
debe tener agentes propios, ser obedecido en todas partes, y disponer
a su albedrío de la fuerza pública; y vosotros le habéis dado a guisa
de auxiliares unos como grillos llamados diputaciones provinciales,
ayuntamientos y Milicia Nacional: de forma que al paso que el Estado
constitucional tiene Ministros, jefes políticos, intendentes, generales,
ejército y tribunales, el Estado popular tiene Parlamentos de lugares,
villas y comarcas, tropa ciudadana, inspectores y consejos de disciplina
militar. Estemos a cuentas: estos dos Estados no pueden conciliarse, y
uno sobra. O queréis un supremo imperio constitucional reasumido
en la soberanía parlamentaria, que se compone de las Cortes con el
Rey, o admitís como únicamente legítima la organización revolucio-
naria que sólo reconoce la soberanía de las juntas con el pueblo. La
armonía, pues, no existe, y en lugar de esa concordia con que nos con-
vidabais, sólo vemos una división, tanto más profunda ahora, cuanto
más determinada y mejor denida que antes se halla».
Más aparentes que reales eran en puridad estas contradicciones,
y poco gasto de argumentación se necesitaba para hacer que se com-
padeciesen y ajustasen unos con otros sus opuestos términos; pero el
partido progresista se hallaba por aquel tiempo dividido en dos partes
diferentes: una, que podemos llamar sus pies y sus manos, gente moza
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y de brío, ansiosa de movimiento, y no desafecta a tumultos propios
para poner de maniesto la gallardía marcial y el amor a la fama que
son ingénitos al carácter español; habituados ya, por otra parte, en el
ejercicio de la inquietud y las facciones revolucionarias; poseídos de la
ciega pasión de las innovaciones; espíritus amantes de lo absoluto tan
cónsono con la sangre joven; corazones ardientes e inamables que se
nutren con el fuego de las ideas grandiosas; imaginaciones acaloradas
que repugnan las tristes realidades de la vida y se andan por el mundo
ociosas, sin necesidades ni aprensiones, labrando edicios de nubes en
los desiertos espacios, buscando apariencias de posibilidades y atrope-
lladas de livianos deseos y de aéreas fantasmas.
Si pies y manos del partido hemos llamado a ésta, la otra parte se
componía de cabezas que bien semejaban a un museo de bustos an-
tiguos en sus nichos: hombres serios, de más reexión y con alguna
doctrina, que empezaban a fatigarse del movimiento y a cobrar ape-
go a las conveniencias, estado y fama alcanzados, huyendo el cuerpo
a cuanto pudiera ponerlos en aventura, y ladeándolo a cuanto fuese
transacción, concordia o ajustamiento que los conservase y mejorase;
ya entrados en días y ansiosos de gozar los futuros, con más sosiego
que los pasados, a la sombra de los laureles adquiridos.
No menos que en los sentimientos y tendencias, diferían entre sí es-
tas dos fracciones alicuantas de una misma unidad en principios y en
ideas, teniendo los unos por catecismo político el manual de la revolu-
ción francesa, y los otros el de la escuela doctrinaria que habían hecho
tan célebre el indisputable talento de Royer-Collard, Guizot, Benjamín
Constant, y otros maestros, como la admiración que produce siempre
en el ánimo de los inadvertidos la majestuosa estructura de la Constitu-
ción inglesa, que esos maestros proponían como modelo y prototipo de
la humana perfección en materia de gobierno. Y como semejante teoría
es también la del partido moderado, claro se ve que los sabios y catedrá-
ticos del progresista nada podían oponer que rebatiese las objeciones de
sus adversarios, cuando éstos hablaban en nombre y con la autoridad de
dogmas por todos venerados y admitidos; mas, como al mismo tiempo
no quisiesen o no pudiesen cantar la palinodia ni hacer divorcio de la
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masa del partido, tuvieron por buen acuerdo e ingeniosa providencia
dar la razón a los moderados en la Constitución, y en las leyes orgánicas
a sus amigos, repartiendo de esta suerte con modo de equidad que debió
parecerles excelente, sus gracias y favores entre adversarios y secuaces.
Pero a la cuenta los moderados, según se vio, no quisieron compar-
tir con nadie estas nezas; y movidos de codicia, correspondieron a
los santones progresistas con la ley de ayuntamientos de 1840. Si esta
ley no triunfó entonces, débese a la parte plebeya del partido, que no
pudo llevar en paciencia verse despojar por sus enemigos de lo poco
que le habían dejado sus aliados; de donde vino el pronunciamiento
de setiembre del mismo año en que, cansadas de leguleyos y retóricos
de dos caras, las masas populares se entregaron sin armas y sin princi-
pios en brazos de los militares, levantando sobre el pavés la dictadura.
Dice un escritor estimable y de ordinario imparcial que ese pro-
nunciamiento de setiembre debe ser mirado como la causa originaria,
el modelo y la justicación del posterior alzamiento de 1843.
Otro escritor moderado, hablando de éste, escribe lo siguiente:
«la Constitución iba a fortalecerse: las instituciones liberales prome-
tían consolidarse..., pero estaba escrito que el poder militar no haría
más que cambiar de mano, y que el similiter desinens, que parece ser la
ley fatal de nuestros períodos políticos, había de traer como una rima
forzada, una situación de fuerza como la precedente».
Luego, conviniendo por cortesía en que el alzamiento de 1843 no
fue una maldad de los santones progresistas y una estupidez de sus de-
votos, ¿qué bien resultó de él, siendo así que dio principio a un estado
de cosas sin nombre conocido, extraño de los partidos, de los princi-
pios, de las leyes y de la misma racionalidad; en el que sólo han tenido
propio y adecuado sitio el favor, la violencia, la intriga, los más crasos
errores, los más injusticables desvaríos?
¡Por Dios que han tenido buena mano algunos hombres para ado-
bar la cosa pública, tan desgraciados en materia de gobierno como en
asunto de revoluciones! En 1837 se extravían del objeto de la guerra
política y de la empresa de su propio partido, introduciendo novedades
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extranjeras inaplicables al país: dividen en dos partes diferentes la par-
cialidad y el sistema, y a nadie satisfacen. Con la Constitución de 1837
dan origen y ocasión, como hemos visto, al pronunciamiento de setiem-
bre, hijo de su ambición mal lograda, tanto como del instinto revolucio-
nario de las masas. Viene la dictadura: los militares, temiendo su índole
embrollona, chismosa e intrigante, los excluyen del imperio; y he aquí la
coalición de 1843, una como alianza entre tontos y traidores, manejada
por ambiciosos bisoños a quienes otros más curtidos en el ejercicio de
la maraña y de la embrolla, dejan al n de la jornada tocando tabletas y
hechos el hazmerreír de propios y de extraños.
¿Para qué? No para trocar el sable en vara de justicia, sino para poner-
lo en otras manos más desvariadas y violentas: para que los moderados
condensen las tinieblas de la anarquía y las tempestades de las pasiones
desatadas sobre las cimas de la sociedad, y envuelvan sus profundidades
en las sombras del terror o de la indiferencia política y moral; para que
poseídos de un vértigo insanable se arrojen al abismo de la fuerza bruta,
del Poder omnímodo y de la monarquía deicada en el culto de un repug-
nante y absurdo panteísmo; para que conviertan la patria en casa solariega
de los príncipes de la nobleza y de los nobles advenedizos de la Bolsa; para
que hagan retroceder la historia, la ciencia y la losofía hasta los tiempos
del caos feudal, o de la inmovilidad mortuoria de los reyes absolutos, no
advertidos de que sobre la haz de Europa, calcinada por el fuego de las
revoluciones, no se levantan ya torreones señoriles, ni cárceles reales, ni se
ven heraldos ni armaduras, para que precipitados en la región de las qui-
meras evoquen con sus conjuros, no las momias de lo pasado, sino las fan-
tasmas de lo futuro; para que anulen la Libertad sacricándola al Poder,
y el Poder absorbiéndolo en la tiranía; para que organicen la resistencia a
los progresos humanos, ahogando las reformas o cargándolas de grillos y
cadenas como animales salvajes y dañinos; y, en n, para que hagan inaca-
bables las revoluciones, negando a España las verdaderas condiciones y
consecuencias de un sistema de gobierno liberal, por seguir las máximas
desorganizadoras y subversivas de un retroceso político imposible.
Aquí, pues, no han gobernado nunca los partidos con sus ideas ni
con sus principios propios; antes, por una fatalidad inconcebible, los
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pidieron prestados siempre a sus contrarios, incurriendo así en un co-
n anatema, labrando con sus mismas manos su descrédito y afrenta,
e inspirando con razón una universal desconanza respecto de sus sis-
temas y sus hombres. Los moderados han gobernado y gobiernan como
los absolutistas; los secuaces del progreso han regido el país como los
moderados: tan sólo han sido iguales en su amor a la arbitrariedad y a la
dictadura, si bien en el modo de ejercerlas los moderados han sido más
violentos, más crueles e inconsiderados que sus adversarios. Y sin em-
bargo, ¿qué deber hay más imperioso para una parcialidad política que
ser el a sus promesas, entera y rme en sus propósitos, inalterable en
conservar las condiciones de su legitimidad, las cuales no son ni pueden
ser otras más que las de su misma existencia? ¿Cómo ha de haber pode-
res legales, benécos y probos, si no hay partidos consecuentes, honra-
dos y constantes? Mayor distancia y desconformidad existirá siempre
entre el gobierno arbitrario e indeterminado de las parcialidades polí-
ticas, que entre sus más opuestos sistemas, a tal que éstos se hallen me-
tódicamente denidos; y, en suma, si no habían de ser más que gavillas
sin principios ciertos, sin plan seguro de gobernación y sin ideas jas y
fecundas, antes que engañar a la nación con nombres falsos, debieran
esos bandos haberlos tomado verdaderos llamándose con los apellidos
de generales y privados poderosos; que haciéndolo así, comprometieran
menos su conciencia y fama y no profanaran los símbolos que adop-
taron sin comprenderlos o que por torpeza o liviandad abandonaron.
«Los que llamados a gobernar como representantes de un sistema, dice
con razón un publicista moderado, lo contradicen, o han engañado al
país o han engañado al Poder o sacrican su sistema a su ambición. En
cualquiera de estos casos hay una inmoralidad política de que su partido
se hace cómplice, si la acepta: en todos hay una perturbación constitu-
cional. La moralidad de los partidos es lo único que puede evitar que los
Poderes ilegales encuentren Ministerios: que los Ministerios cortesanos
encuentren Parlamentos ministeriales».
¡Lástima grande y por siempre deplorable que el partido llamado
puritano no siguiese en el ejercicio del supremo poder esta máxima
moral de uno de los más ingeniosos intérpretes de su doctrina, y que
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éste mismo hombre echase en profundo olvido sus palabras cuando
fue llegado el caso de cumplirlas!
Y de aquí males gravísimos. Entregada la nación a estos curanderos
de la medicina política, les ha manifestado sus dolencias, y puéstose en
sus manos con fe ciega, sólo igual a su resignación y su paciencia; y a
ninguno ha sido hasta ahora dado, o conocer la enfermedad o propo-
ner remedio para ella. Unos, recetando a cierra ojos, han exacerbado los
achaques; otros, después de mucho estudio, los han trastrocado y con-
fundido; cuáles, dando pruebas de recóndita sabiduría, los han negado
para excusarse de oír lástimas y quejas. Los dos famosos médicos del
cómico Molière no hallaron mejor medio de venir a una perfecta con-
formidad de pareceres acerca del tratamiento de su enfermo que aplicar
a éste los remedios propuestos y antes rechazados recíprocamente por
entrambos: el uno concedió que se aplicase el sen, y el otro accedió a
que se emplease la sangría, quedando así el honor de su ocio y de sus
personas satisfecho: muerto, sí, el paciente. En este ejemplo ha aprendi-
do el partido moderado, cuando no puede cortar ni resolver, a transigir.
En vano, pues, ha esperado el país un gobierno que no fuese la revo-
lución ni la reacción, la tiranía ni la dictadura; en vano una Constitu-
ción que fuese verdad; en vano un partido que fuese sistema; en vano un
sistema que fuese completo; en vano un hombre que quisiese y pudiese
realizar ese sistema. Fluctuando siempre entre la anarquía y el despotis-
mo, sin libertad y sin gobierno, ha llegado con razón a persuadirse que
ninguna de las parcialidades existentes tiene la inteligencia, autoridad ni
prestigio sucientes para resolver los problemas políticos, gubernativos
y económicos que constituyen a la par el arcano y la magna empresa de
la gobernación de un pueblo culto, por medio de la alianza del gobierno
más fuerte con la más rme e ilimitada libertad.
Ni valdrá alegar para disculparlas fuerza mayor, calamidad de los
tiempos, premiosas necesidades, ni obstáculos invencibles; porque un
partido que no sabe resistir, ni vencer, ni dirigir, ni organizar, hace
solemne declaración de su incapacidad y su impotencia. Impotentes
e incapaces han sido, ¿a qué negarlo?; por lo cual ninguno de ellos ha
fundado y todos han destruido; ninguno ha gobernado y todos han
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oprimido, copiándose y negándose alternativamente los unos a los
otros: y de aquí también que, no habiendo ejercido ninguno de ellos
su inuencia ni su acción según la ley que le imponían sus ideas, hayan
sido todos arbitrarios, violentos e ilegítimos.
Así, no habiendo sabido hacer uso de la suprema autoridad, nuestros
partidos han creído siempre tener poca, como el pródigo que jamás posee
oro en cantidad suciente para satisfacer sus antojos y dar rienda suelta a
sus caprichos. Ni han dejado a la nación más recurso expedito contra el
abuso de esa autoridad que el triunfo de las insurrecciones y tumultos:
hanse suprimido éstos en las leyes a nombre del derecho, pero de hecho
han subsistido, quedando abierta la boca del abismo en cuyo seno han
desaparecido dinastías y gobiernos, leyes y Constituciones innitas.
Por eso, cuando el pueblo no ha conspirado ha enmudecido, arma-
do o muerto, en las calles o en su casa, llevando silencioso y triste su
corriente por el álveo que le han trazado sus señores, y callando, ora de
ira, ora de miedo. Algunos impacientes, no pudiendo soportar el do-
lor, se han agitado y prorrumpido en quejas y lamentos: él, inmoble;
que en las grandes afrentas viene a ser conveniencia la disimulación
cuando no puede lavarlas la venganza.
Ni fuera de esto piensa nadie sino en sus pasiones e intereses; in-
tereses y pasiones que mueren con nosotros; embriaguez articial y
cticia de los sentidos, parecida a la del hombre condenado al últi-
mo suplicio, que quiere alejar de la aterrada fantasía el espectro de la
muerte. ¡Funesto resultado de una funesta enseñanza! Los doctores
de la doctrina moderna han probado que el n del hombre social es
ser temido, venturoso y fuerte; que todo en este mundo se reduce en
último análisis a necesidades y goces, y que la organización política no
tiene más objeto que ofrecer un estadio seguro y espacioso a las luchas
de la inteligencia y de la fuerza movidas del egoísmo individual. De
donde ha provenido que el poder se use por instrumento de la justi-
cación; que la justicia se haya puesto en manos de la violencia; que los
fallos queden a sólo el derecho de la fortuna; que cada cual procure su
bien, aunque sea a costa del ajeno mal; que la sociedad se halle siempre
en estado de guerra; y por último, que habiendo ensayado los pueblos
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todo linaje de formas de gobierno, sin encontrar ninguna que les satis-
faga, han caído, como ya hemos hecho notar antes, y en este momento
conrmamos, en la indiferencia y la apatía.
VIII
¿Será difícil ahora explicarnos por qué lo que llamamos en el len-
guaje político moderno las situaciones; por qué los sistemas de gobier-
no; por qué los principios; por qué todo, en n, se ha trocado, y rea-
sumido, y encarnado, digámoslo así, en determinadas personalidades?
Claramente se ve, por lo ya dicho, que aquí sólo éstas tienen nombre,
movimiento y vida propia; que tan sólo a ellas se reconoce un valor
aproximadamente jo; que todo lo demás es innominado, está inmó-
vil y parece muerto, y que en tales condiciones y modos de ser de las
cosas, el pueblo, que siempre ha menester representaciones y símbo-
los, ha tomado las personas por símbolo y representación de las ideas.
Mas se dirá; ¿por qué, poseyendo tanto valor moral y tal suma de
poder y valimiento, no han acertado jamás esas personalidades a hacer
triunfar un buen sistema, ni una grande idea; por qué han sido antes
rémora que impulso a la gobernación; por qué han impedido siempre
el bien y hecho constantemente el mal; por qué han unido insepara-
blemente su nombre a los desastres del país; por qué, siquiera, respe-
tando la moral y el bien parecer, no se han tomado el trabajo de cubrir
sus acciones con el velo de la hipocresía?
Porque los privados, los favoritos, los áulicos, los generales, los pode-
rosos, en n, han procedido respecto de los partidos, como éstos respecto
de la nación, sin tener para nada en cuenta ni sus intereses, ni su voto;
porque una real y verdadera opinión pública no ha existido antes de ahora
en el país; porque no existiendo en el país, no ha podido existir con fuerza
eciente en los partidos, y porque, faltando en éstos, era imposible que
sirviese a las personalidades de ley ni regla, de recompensa ni castigo.
De nuestras parcialidades dicen algunos que, nacidas en la lucha y
para la lucha, su instinto, su inclinación y sus ideas han debido llevar-
las a la guerra, ni más ni menos que como acontecía al héroe de que
hablan los romances:
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mis arreos son las armas;
mi descanso el pelear.
¿ué organización, añaden, cabía dar a bandos semejantes? Sin
duda, de poder recibir alguna, la organización de un regimiento; y aun
por eso los hemos visto hacer campañas militares con tropas a solda-
da. ¿ué han sido los voluntarios realistas de otros tiempos, la milicia
nacional no hace mucho y el ejército permanente en nuestros días?
Nuestros partidos políticos han carecido del vagar y los medios ne-
cesarios para hacer un estudio profundo de la paz, así como para sacar
buen fruto de ella. Su único objeto fue destruir el poder absoluto y rea-
lizar la emancipación política del pueblo; empresa grande y gloriosa que
sólo pedía las cualidades de la guerra: audacia, energía, actividad, perse-
verancia y las cualidades revolucionarias: fe, creencias, fanatismo, ideas
y principios absolutos, negación de lo pasado, intuición confusa y vaga
de lo venidero. Hijos de civiles contiendas, en sus tumultos nutridos, y
organizados de manera que debían sin remedio perpetuarlos, mal po-
dían formar de la paz un sistema, beneciar hábilmente los recursos que
produce, satisfacer las necesidades que excita en abundancia, amar su
sosiego, ni gloriarse en ella; de que nació la obligación natural de mirar
sobre todas las cosas por su defensa y conservación, y la causa de dirigir
todos sus cuidados y esfuerzos a los grandes asuntos políticos y sociales,
más para destruir que para edicar, con desatención y aun olvido de los
que, si no tan elevados, son igualmente importantes para labrar la ven-
tura de los pueblos: por donde, llevados imperiosamente al tráfago de la
lucha, descuidaron estudiar los sistemas de gobernación y administra-
ción pública; lo cual explica el motivo de no poseer hoy ninguno pro-
pio. En conclusión, su tarea acabó desde el instante en que, alcanzado el
principal objeto del alzamiento, vinieron a ser conquistas aseguradas al
país la forma de gobierno representativo y el imperio democrático de la
Reina ungida con la sangre de los pueblos.
A esto contestamos nosotros que cumplido el n, concluida la bata-
lla y coronadas sus sienes de laureles, debieron esos partidos deponer las
armas, trocar sus costumbres marciales por otras pacícas y civilizadoras
y colgar nalmente su uniforme en el panteón de los trofeos naciona-
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les; todo para aparejarse a otra conquista y ganar otra gloria, haciendo
a la patria los servicios de las reformas de la paz, después de los sacri-
cios de la demolición y de la guerra. Cambio difícil, pero no imposible;
atento que si entre los campeones de la libertad había algunos a quienes
cuadraba menos este nombre que el de aventureros políticos, movidos
de su ación al pillaje, a las novedades y a la guerra antes que del santo
impulso de un gran sentimiento patriótico, el mayor número en aquella
época admirable de esfuerzos heroicos, de trabajos y peligros indecibles,
de sublime abnegación, de miras elevadas, de ardiente entusiasmo, de
errores y extravíos generosos, se componía de patriotas venerables sobre
cuyas cabezas, hoy para mayor afrenta encanecidas, no habían caído aún
las manchas de la ambición ni del perjurio; contándose entre ellos la
primitiva Milicia Nacional, verdadero ejército de la democracia, a quien
somos deudores de casi todos los nombres que registran con justa ala-
banza y gloriosa conmemoración los fastos nacionales.
Y como quiera, el hecho es que esos partidos han probado hasta aquí
ser de todo punto impotentes para realizar las promesas de la revolu-
ción; y más decimos: que organizados hoy del mismo modo que lo esta-
ban antes, sin haber olvidado ni aprendido nada, y padeciendo los mis-
mos antiguos hábitos, preocupaciones y tendencias, con otros tantos
anacronismos, o a decir más bien, otros tantos imposibles. Creemos que
en la nación hay elementos sucientes para poner remedio a los males de
lo pasado y para fecundar los gérmenes que deben orecer en lo futuro;
pero resueltamente negamos: lo uno, que haya en el gobierno actual la
posibilidad de satisfacer los deseos y necesidades de la nación, lo otro,
que tengan los antiguos partidos medios adecuados para hacerlo.
Respecto de estos últimos, a la vista está que el progresista no tiene el
afecto del Trono, y carece por consiguiente de la primera y más indispen-
sable condición que requiere el Poder en el actual sistema de gobierno;
al paso que el partido moderado, poseyendo esa condición, se ve falto de
otra, no menos esencial, cual es la conanza y buena voluntad del pueblo.
Reorganizar quiere decir remover embarazos; conservar y completar
lo adquirido. El partido moderado no puede hacer lo primero, porque
los partidos conservadores no rompen las tierras, ni talan los bosques,
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ni atraen de las nubes el rayo puricador; ocio de las revoluciones. Ni
puede vericar lo segundo el partido progresista, porque los partidos
incompletamente revolucionarios no son más que el arado que surca el
terreno, el hacha que derriba los árboles podridos, la tempestad que des-
peja la atmósfera, la semilla conada a la tierra con todos sus gérmenes
de vida: otro es el labrador. Por donde se ve que cada cual de ellos es, a la
par, incompleto y excesivo para el n que el estado de las cosas reclama
con tanto afán como justicia. Su lucha es el desorden y el desconcierto;
su coalición imposible, porque se excluyen y no pueden amalgamarse a
causa que sus elementos son unos de otros repulsivos: cuanto más que su
sucesión debe vericarse en el tiempo por venir como en el tiempo pa-
sado la hemos visto, conviene a saber: siguiendo los trances de la guerra,
no según las reglas de una pacíca y constitucional gobernación.
Además de que, inconvenientes especiales harían peligrosa la fuer-
za en manos de cualquiera de ellos. ¿A dónde iría el carro guiado por
un partido incompletamente revolucionario y sin principios jos? Al
abismo de una situación política y social que no puede ser trazada a
priori: al abismo de lo indenido e indeterminado en materia de go-
bierno, que es algo más que la anarquía; que es el caos. Y el carro regido
por el partido moderado, ¿a dónde va? A la restauración del antiguo
régimen, que es la guerra civil, o al statu quo, que es la revolución en
promesa, o a una nueva dictadura, que será la revolución en realidad.
Fuera de estos partidos tenemos uno de carlistas que conspira a fa-
vor de un nombre contra otro nombre; una facción clerical ultramon-
tana, que busca la autoridad extramuros del Estado y no obedece sino
a la voz venida de allende montañas extranjeras, y una cosa que antes
tuvo nombre partido puritano, y que hoy es un recuerdo importuno,
y no, que digamos, muy glorioso: excelente espada que se rompió sin
combate en manos de soldados inexpertos.
No hay para qué hablemos de lo que hasta ahora ha existido con
nombre de gobierno, bajo el imperio de todos y cada uno de los ban-
dos militantes. Intrigas de camareras y azafatas, estratagemas de con-
fesores, ambición de favoritos, marañas de áulicos, miserias de Minis-
tros ineptos cuanto codiciosos: tal ha sido, cual Dios nos libre de que
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vuelva a ser, y no se concibe cómo fue: una cosa entre comedia y trage-
dia; farsa indenible, cuyos personajes eran bajos sin gracia; vulgares,
sin sal cómica; odiosos y repugnantes, sin ser trágicos; desgraciados,
sin excitar conmiseración; criminales, sin novedad y sin grandeza: en-
tremés frío y falto de invención, indigno de la crítica, impropio de la
pluma, para la memoria vergonzoso, para la historia infamante.
Dícese que con ser tales nuestros partidos como los hemos des-
crito, todavía sería tan absurdo como imposible prescindir de ellos
en el arduo negocio de dirigir y caracterizar la marcha del gobierno;
que para señalar una pauta de sistema no es necesario inventar nueva
doctrina, ni para hallar los hombres que deben realizarlo buscar éstos
fuera de los partidos existentes; que una situación política son todos
los intereses; una opinión todas las ideas; una sociedad todos los par-
tidos; como todos los sistemas son la losofía y todos los hombres la
humanidad; sino que la humanidad y la losofía y una opinión y una
sociedad y una situación, son los hombres en lo que tienen de común,
los sistemas en lo que se completan, las opiniones en cuanto se toleran,
los intereses en cuanto concuerdan armoniosamente, los partidos en
todo lo que no se excluyen. Así, a la letra, se explica don Nicomedes
Pastor Díaz en su ingenioso folleto titulado A la Corte y a los partidos.
Con pocas palabras contestaremos.
O lo que hasta aquí llevamos dicho acerca del mal término a que
han traído los partidos al pueblo es falso, o los partidos han sido tan
impotentes y estériles para el bien, como pujantes y fecundos para el
mal: y que no hemos dicho sino la verdad, se convence con el mismo
escrito del autor, según el cual todos ellos, menos el puritano, deben
ser juzgados por incapaces de gobernar, como no cambien sus anti-
guos principios, condiciones y estructura. Después de publicado en
1846 el folleto A la Corte y a los partidos, hizo sus pruebas el partido
puritano cuando torpe y livianamente subió al solio del Poder, si da-
mos crédito a la dura expresión con que El Tiempo, cuyo era el honor
de representarlo en la Prensa, calicó aquel malhadado y por siempre
lamentable advenimiento. Diga el mundo si de la prueba salió airoso,
si del gobierno bajó entero, si en la pública opinión se mantiene ín-
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tegro, si existe, si merece existir. De todos modos, con tal prueba no
se nos negará que la capacidad gubernativa de todos los partidos ha
venido a quedar igualada por el nivel inexorable de los hechos.
Mucho nos engamos, o el sistema que aquí se propone es un vasto
eclectismo político, y éste ha sido condenado ya por la razón universal de
los pueblos como impropio para el gobierno de las sociedades civilizadas,
que repugnan las cciones y aspiran a las realidades de la vida pública. Y
puesto caso que debiese adoptarse en nuestro suelo como una transición
necesaria para llegar al legítimo gobierno democrático, ¿dónde encontrare-
mos los hombres que deben realizarlo? ¿Darán ejemplo de abnegación y de
sabiduría, aquellos a quienes su roce con el poder público ha gastado y el
ejercicio de una autoridad sin freno pervertido; que son, por desgracia, y casi
sin excepción, cuantos han dejado su nombre, y con su nombre su crédito,
en las efemérides ministeriales, asqueroso pudridero de las más ilustres repu-
taciones nacionales? ¿Deberemos creer en la póstuma contrición y enmien-
da de estos contumaces pecadores? ¿uién nos asegura que sinceramente
arrepentidos darán a la patria en nezas y en servicios cumplida satisfacción
de sus culpas? Y luego, ¿no hemos visto el fenómeno de un pueblo, y de
partidos sin opinión y sin criterio, cuyo juicio vacilante no sabe ni imponer
reglas a la voluntad de los gobiernos, ni responsabilidad a sus acciones?
Lo que añade el autor, o no quiere decir nada, o quiere decir que la
sociedad es el teatro de las pasiones, ideas e intereses de los hombres;
por manera que todo interés, toda idea, toda pasión se realiza en su
seno, ora por medio de la actividad individual de los ciudadanos; ora
por medio de la actividad colectiva de los partidos, ora a impulsos de la
acción común del pueblo y el Estado, ora, nalmente, en virtud del mo-
vimiento convergente de todos estos varios elementos. Lo mismo debe
asentarse respecto de la humanidad, que es a las naciones o sociedades
particulares lo que éstas son al hombre; mas, ¿deduciremos de aquí que
un principio cualquiera, un hombre o un bando, por sólo ser huéspedes
de la sociedad tienen derecho a su dominio? Las ideas, los individuos,
los partidos, ¿no envejecen, no cumplen su término y ocio, no mueren
cuando lo han desempeñado, no ceden su puesto a partidos, individuos
e ideas nuevamente creadas con la savia y el calor que de las antiguas
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recibieron? Los sistemas de losofía no son la losofía, sino la materia
de la historia de la losofía; y si vale este ejemplo para la enseñanza y
demostración de que tratamos, debemos concluir que nada hay eterno
en la sociedad, y todo en ella se renueva, menos el principio moral de
las acciones humanas; que los hombres que se han desacreditado en el
Poder no pueden volver a ocuparlo sin mengua propia y del país; que las
ideas agotadas o aplicadas sin fruto a la gobernación de los Estados no
tienen derecho a la inmortalidad; y, en resolución, que las parcialidades
que sobreviven a sus sistemas no son, ni pueden ser más que nombres
vanos, jeroglícos cuya signicación se ha perdido, o congregación de
sombras venerables que, cierto, no llevan en sus manos el ramo de oro
con que los héroes de Virgilio caminan por el Tártaro, y por cuya virtud
pueden olver a los campos de la vida y de la luz.
Si fatigados, pues, de peregrinar por las regiones nebulosas y som-
brías de lo pasado, queremos salir a la atmósfera de la libertad buscan-
do los anchos y luminosos horizontes de lo porvenir, a otros hombres,
a otro partido, a otras ideas debemos pedir el itinerario de la nueva
ruta, el índice del nuevo libro y el principio fundamental de la aman-
te escuela. A los muertos, la dulce memoria de sus virtudes, la condig-
na alabanza de sus altos hechos, el equitativo y respetuoso fallo de sus
culpas; a los vivos, la verdad, la justicia y la esperanza. No puede, sin
embargo, estar la vida sin batalla ni dolor; no se alcanza nada sin pena,
trabajo, ni pelea, pero el deseo de los buenos se cumplirá, si quieren
con rme voluntad y si perseveran con espíritu recto.
IX
Mucho hablan algunos de vértigos y ebres revolucionarias con la
caritativa intención de atribuirlas al pueblo y al partido democrático a
modo de achaque, cuando no ingénito, crónico e incurable, añadiendo
que pierden ambos el tiempo en altercar y combatir contra sus propios
elementos, tan pronto creando como destruyendo por sus manos la obra
de sus ideas y su sangre. Todo para venir luego a parar en sostener que
los partidos conservadores y moderados (sean cuales fueren los grados
de su cocimiento y tinte absolutista) están predestinados a resolver los
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arduos problemas que se agitan entre las sociedades y los gobiernos. Y
sobre esto, discurriendo doctamente desde las muchas cátedras de su en-
señanza, dicen cosas estupendas: que tan sólo ellos pueden tomar de las
ideas, deseos, sentimientos y necesidades humanas lo bueno y desechar
lo malo; que ellos no más son capaces de modelar con barro primero, y
luego vaciar en bronce, a maravilla, esos gobiernos tutelares, tan amigos
del pueblo que a la corta o a la larga vienen a ser con él uña y carne; que
sólo ellos pueden hacer que la fuerza no sea opresora, que la sociedad
progrese sin revueltas y, últimamente, que las instituciones se conserven
íntegras y puras: prodigios patentes que se obran con la virtud del senti-
do común de la humanidad, que es lumbrera donde siempre se halla luz,
razón universal que no tiene enigmas y oráculo que siempre responde a
derechas; el cual sentido común, por haberse pasado a ellos como a su
más propio y adecuado lugar, los ha constituido lumbrera, razón univer-
sal y oráculo de nuestro país y nuestro tiempo.
Lo que haya verdadero en tales razones de cartapacio puede fácilmen-
te decirlo España, atento que, si bien ha sido dotada por el partido progre-
sista con el gobierno representativo, la liberación de la propiedad civil y
eclesiástica y la igualdad de derechos civiles y políticos de las clases socia-
les, todavía, en puridad de verdad, no goza de ninguno de estos benecios,
merced al pulido trabajo que la zapa de la reacción ha hecho en todos
tiempos, menos quizá para mermarlos que para destruirlos por su base.
Y así, en la esfera de los intereses políticos, el gobierno es una c-
ción mantenida por la corruptela, los abusos y el vicio; ni es lo que de-
biera ser, ni corresponde con su título, ni puede llamarse expresión el
de las doctrinas que lo crearon: apenas si merece más nombre que el
ominoso de oligarquía, dispuesta a modo de fortaleza para amparar a
un partido en la posesión del dominio usurpado y para hacer la guerra
a cuantos intenten disputárselo. En la esfera de los intereses materia-
les, el principio de la amortización eclesiástica está restablecido. En la
esfera de los intereses sociales, la igualdad de derechos en clases e in-
dividuos es quimera. ¿ué ayudarán las más solemnes promesas de la
Constitución, si nunca hemos conseguido vernos libres de la furia de
los Ministros? Ninguna diligencia pacíca ha sido bastante para que
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éstos muden de intención, pues cuanto saben acomodar sus melosas
palabras de tolerancia, reparación y justicia, otro tanto desmienten sus
acciones: de tal suerte que si nunca debiéramos ser más ricos que hoy
lo somos en los bienes de la libertad, ni vale la pena conservarlos, ni
cierto merecieron la de ser conquistados con tantos sacricios. Demos
un paso más y penetremos resueltamente en el fondo de este abismo.
De los dos sistemas generales de política que pueden existir en el
mundo, uno que lleva puesta la mira en el bien de la sociedad y otro
que tiene por potencia motriz y por blanco el exclusivo provecho de
personas particulares o de bandos, este segundo es el que se usa con
nosotros: sistema que reconoce razas, dinastías, derechos, intereses
fuera del Estado, o a decir más bien, un Estado distinto del legal y
verdadero y superior con mucho a éste en prerrogativas y en poder. En
el cual antes que entidades son los hombres instrumentos, y la organi-
zación social uno como articio mecánico que los hace mover a modo
de resortes, cuando acordes, cuando opuestos, pero siempre separados
unos de otros para que su división y mutua desconanza aseguren so-
bre todos el dominio; de que resulta romperse la sociedad en clases
enemigas, y ser su estado ordinario el odio y la guerra entre los pocos
que llevan el imperio y los innumerables que lo sufren.
Visto de cerca el mundo actual, bajo la forma que le ha dado el
molde del gobierno representativo, semeja a un vasto campo donde
un mismo pueblo se halla dividido en dos pueblos diferentes: uno que
posee todos los instrumentos del trabajo, tierras, casas, capitales, dere-
chos, facultades, inteligencia, fuerza, voluntad: otro que nada posee,
porque de nada puede hacer uso a su albedrío, y cuyas son, como ne-
cesidades inseparables de su existencia, la sujeción, la fatiga, la servi-
dumbre, el hambre, en paz, en guerra. Este segundo pueblo mantiene
al primero; para él trabaja y por él sufre: pero, en descuento, por él vive
gobernado de padres a hijos con el equitativo imperio que le dan la
propiedad y la herencia de las condiciones y los títulos sociales.
Pues nada importa que los bienes se distribuyan por partes iguales
entre los herederos, dividiéndose y subdividiéndose sin término las
propiedades para multiplicar el número de personas acomodadas que
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adquieren con ellas el derecho político de gobernar: nada importa, de-
cimos, si a semejante ventaja no se junta la de una educación gratuita
universal que sola puede hacer justo y cumplidero su ejercicio; cuanto
más, que siendo condición de la propiedad acumularse en manos de los
que poseen mayores capitales, al n son éstos los que gozan sin reserva
ni rivales el privilegio de los estudios, el privilegio del mando y los pri-
vilegios todos de una sociedad hecha como de propósito dulce y fácil a
los ricos: durísima, amarguísima a los pobres. De donde resulta probado
que reposando, como reposa, el sistema de gobierno que nos rige única-
mente sobre la base de la propiedad, y siendo, como es, ésta hereditaria,
hereditarios son también, aunque no lo parezca, los cargos, o si decimos,
prerrogativas de elector, juez, diputado, general, senador, ministro y cor-
tesano. Los dos pueblos de que acabamos de hablar pueden ser por con-
siguiente clasicados de otro modo: pueblo que hereda la ociosidad, y
pueblo de quien es patrimonio el trabajo: pueblo señor y pueblo siervo.
Distinciones éstas que ratican y hacen aún más hondos tres hechos
generales, referentes a las industrias, que conesan y deploran a una voz
todas las escuelas políticas y económicas que se ocupan en la resolución de
los problemas sociales: conviene a saber, el desorden que reina en la pro-
ducción de la riqueza, la arbitrariedad y desigualdad de su distribución y
la perenne lucha de los productores para la venta de sus géneros en unos y
otros mercados nacionales y extranjeros; hechos a los cuales deben añadir-
se como apéndices, no menos de lamentar y proscribir, la onerosa cuanto
injusta distribución de los impuestos y la absurda vinculación del crédito
público en las rapaces manos del monopolio y de la usura.
Por no dar en prolijos, y también por no exceder los límites de este
escrito y de nuestro propósito, excusamos entrar en el examen dete-
nido de estos hechos; cuanto más que todos ellos son del dominio
de la Economía Política, ajena de la índole meramente política de las
informes observaciones que ofrecemos al lector. Cuéntese ello entre
los más defectos de la obra, y contémonos con indicar por mayor los
resultados, ya que no nos es dable discurrir de las causas por menudo.
Y son ellos, respecto de los hombres, la incertidumbre al comienzo
de su carrera, y en todo el curso de ella lucha continua, accidentes
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imprevistos, necesidad fatal y conocida para muchos de sucumbir,
riesgo siempre propincuo para otros de tropezar, odios en todos, ri-
validades y egoísmo, esperanzas frustradas, desesperación; y respecto
de las cosas, mentira, fragilidad y embaimientos. Ni por nobles ni por
liberales viven exentas de estos males las artes ni los artistas: éstos con
mil maneras de corrupción al paso que se pierden degradan el arte,
ora imitando sin conciencia, ora vendiendo por originalidad la extra-
vagancia y los delirios más insanos, ya deprimiendo injustamente el
mérito ajeno, ya usurpándolo, ya labrándose uno propio articial y
aparente sobre cimientos de alucinaciones y mentiras, atentos sólo a
conquistar un puesto en lo presente sin cuidarse para nada del honor
de su nombre, ni de la gloria en lo futuro; y las artes, que fueron diosas
en la antigüedad y debieran entre nosotros ser por lo menos magiste-
rios, rebajadas de su nativa dignidad, se ven con afrenta convertidas en
viles ocios y en especulaciones mercantiles. Y todo es mercantil: la
literatura, la ciencia, el ingenio; véndense también, y no siempre hay
quien los compre, la inspiración y el entusiasmo. En vez de concepcio-
nes, se dan por tales livianas y pueriles fantasías, y no se inventa ya para
el recreo ni para la instrucción de los hombres, sino para sus modas y
caprichos. Las academias antes son tablados de juglares y farándula
que instituciones cientícas, ni areópagos del buen gusto. El idioma
se corrompe; la imitación concienzuda de sus grandes maestros se des-
precia, trocada ya la inimitable gracia, la pompa, dulzura y lozanía de
su dicción rotunda y numerosa, por la pobre sintaxis de otras lenguas
que nos engañan con su aparente semejanza a la nuestra, no menos
que ellas nervuda y rica y más sonora. ¿A qué cansarnos? La literatura
ha venido a parar en verdadera alquimia, cuyo secreto es la trasmuta-
ción del pensamiento en oro, menos noble en esto que la alquimia an-
tigua cuando aspiraba a convertir en oro los metales viles y las piedras.
¿No se ven anualmente multitud de hombres, de mujeres y de niños
faltos de trabajo abandonar los campos e invadir las ciudades, o pasar
de unas a otras, como golondrinas viajeras, pidiendo pan, calor y abrigo
de que los han privado las quiebras del comercio, las bancarrotas, las
crisis monetarias, la invención de nuevas máquinas, la abundancia de la
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producción, a un mismo tiempo insuciente y excesiva, las alteraciones
siempre imperfectas de esa malhadada máquina llamada aranceles y los
mil gravámenes del sco codicioso e insaciable? Pues las gentes que vi-
ven expuestas toda su vida a semejantes contingencias, forman la masa
de la población europea; y no pueden esperar: trabajan o mueren; y para
trabajar no venden las fuerzas, sino la misma vida, que la industria paga
como quiere, o como puede, imponiendo sus inexorables condiciones
sin más regla que el estado caprichoso de los tiempos.
Merced a la industria (apretada entre la concurrencia licenciosa y los
aranceles y las gabelas scales: por una parte libre y por otra esclava); mer-
ced a la industria aclimatada articialmente en ciertas naciones y entrega-
da sin ley ni regla a sí misma, vemos que el hombre teme ya la competencia
de los niños y de las mujeres en el trabajo; también que todos, ellos y ellas,
ponen mano a la obra antes de la época de su completo desarrollo orgáni-
co y viven encadenados a una sola ocupación mecánica, privados de toda
cultura moral e intelectual, apremiados sin consideración a sus fuerzas,
mal vestidos y peor mantenidos, expuestos sin esperanza de amparo a to-
dos los azares de sus enfermizas profesiones, sin amigos, y bien puede así
decirse, sin familia. ¿Y qué sucede? ue su constitución física se enaque-
ce; que nacen enclenques y contrahechos; que de cada vez más se pervierte
su razón y se adultera su raza; que el exceso de la fatiga, o los de la disolu-
ción a que se entregan para hacerla llevadera y menos amarga, imprimen
sobre sus facciones el sello del vicio y de la miseria, apagando en ellas la luz
de la juventud y de la hermosura; que mueren en or, solos, sin consuelo
como para ser aprovechamiento de los anteatros anatómicos: esclavos
de la sociedad en vida; ludibrios de la curiosidad cientíca en su muerte.
¿Remedian estos males la caridad cristiana y la lantropía con sus hos-
pitales y sus limosnas? ¿No es así que antes los aumentan a consecuencia
de su mala constitución y peor gobierno? ¿No son, bien mirados, un con-
sumo improductivo que pagan al n los trabajadores? ¿Combaten contra
los verdaderos orígenes del mal o sirven solamente de momentáneo palia-
tivo a sus efectos? Siempre dudas, imperfección y desorden.
De lamentar mayormente a causa que los trances y azares de la indus-
tria han venido a confundir los sexos en un común infortunio, haciendo
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igual para ambos los padecimientos y la abyección, la triste vida y misera-
ble muerte. Divídense hoy las mujeres en dos clases: una que tiene dote y
otra que carece de él. Las de aquella compran a dinero un amo y un estado,
el desahogo de la vida conyugal y la sujeción doméstica; porque incapa-
ces de gobernarse a sí mismas a consecuencia de su imperfecta educación,
apenas si aprovecha ésta con ellas no más de hacer que muchas veces di-
culten y hagan defectuosa la obra de la naturaleza en la reproducción de
sus criaturas. ¡Ellas, que debieran ser la guía de la infancia y las educadoras
de la juventud; ellas, que pudieran regenerar el mundo! Pues estas son las
felices, las envidiadas, las princesas de nuestra sociedad. ¿ué diremos (y
son el mayor número) de las que ganan el pan con el sudor de su frente,
sujetas a todas las contingencias del trabajo y a todos los contrastes y mu-
danzas de la industria, principalmente en las naciones ricas en fábricas y
favorecidas con vastos comercios extranjeros? Por lo común asocian su
miseria a la miseria de un hombre de su clase que por amor consiente en
sustentarlas, o venden su cuerpo a los ricos, de los que abandonadas, pasan
al dominio infamante del público, perdidas ya, con el pudor, el alma y la
hermosura, que son hermanas. Y luego, las infelices, pueden decir que tie-
nen sexo, y contar con él, mientras son jóvenes y lindas; cuando envejecen,
que es siempre en ellas temprano, no son más que bestias de carga y afrenta
de la civilización y la cultura de que tanto se envanecen las naciones euro-
peas. ¡Donosa civilización y cultura, por cierto, éstas que afean la obra de
Dios, y que condenan la mitad del género humano a la servidumbre, a la
disolución y a la infancia perpetua de la inteligencia!
Despojada así de los ricos atavíos con que la engalanan los tan bri-
llantes como costosos productos de la industria, y mirada tal cual es, en
vivas carnes, y no bajo la apariencia mentirosa de prestados ropajes, ¿qué
queda de esta sociedad tan decantada? Cualquiera que sea la clase a que
el hombre y la mujer pertenezcan, como tengan que ganar el sustento
con el trabajo de sus manos, deben darse por condenados a males sin
término que la incertidumbre agrava, que la perenne lucha exacerba,
que la miseria hace horribles. Su común infortunio forma el carácter de
nuestro siglo, cuyo emblema propio es aquella estatua labrada con oro
y barro de que nos hablan las historias; y las agitaciones convulsivas de
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su dolor, su desesperación sin intermitencia, sus ebres y delirios, no
acusan, cierto, la maldad del hombre, sino la insensatez de los gobiernos,
no al individuo ante la sociedad, sino a la sociedad ante la Providencia.
¿Cómo pueden ser mansos y dóciles los pueblos cuando tantos males los
azotan, y tantos padecimientos provocan sus dolores y sus iras? Sienten
el mal, pero no saben de dónde viene, y al que promete su remedio sin
falta siguen y atienden; viene en pos el desengaño, y desmayan aterrados
de la áspera condición de su fortuna, con lo cual, lejos de ayudar al cierto
lo embarazan temiendo, vacilando, desconando, porque oyen mal y
creen peor aquellos a quienes la suerte ha burlado muchas veces; hasta
que el exceso de la desgracia, encendiendo nuevamente con la cólera la
esperanza o el deseo del desagravio, los arroja otra vez (y mil más los
arrojará) en brazos de los briosos y levantados de espíritu, solícitos de
sus adelantos y provechos. Cúlpelos quien se crea con bastante justicia
para hacerlo; que serán los bienaventurados según el mundo.
Patentes son los hechos, y todos los conesan: verdad es que algu-
nos con sólo el n de declararlos incurables o para proponer remedios
extremados. ¿No es bueno que los hay persuadidos de estar destinadas
irremisiblemente a morir de mengua clases enteras de la sociedad, aña-
diendo que la limosna y los hospitales no pueden evitar tamaña desgra-
cia; que semejantes instituciones no sirven sino para prolongar la agonía
de los desgraciados, y que la humanidad manda privarlos de todo auxi-
lio, porque, muriendo más pronto, sufran menos? Estos tales son los
que atribuyen los males todos de la sociedad a un exceso de población, y
aconsejan como correctivo dicultar los matrimonios demasiadamente
numerosos y fecundos de la gente del pueblo; por manera que el último
término de la civilización, el gran secreto del orden público, la armonía
social, la verdad por excelencia, el gran designio de Dios acerca de la
humanidad descubierto, es para nuestros sabios una cosa equivalente al
desaguisado que cometió Orígenes con aquella cierta parte de su cuerpo
que al pobre loco escandalizaba y ponía miedo. Gracias por el consejo.
Ahora quisiéramos nosotros saber en qué piensan y dónde están me-
tidos que nada oyen ni ven, los que pretenden que la revolución es im-
posible; que no puede existir porque se ha consumado; que semejante a
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algunas plagas y dolencias de la raza humana, la razón por que no puede
acometernos es que ya la hemos pasado. Vemos muertos, es cierto, los an-
tiguos principios y los antiguos intereses; vemos una dinastía levantada en
hombros del pueblo, la independencia porada y heroicamente defendi-
da, la libertad en las instituciones; pero, ¿dónde está la religión de la dinas-
tía, la verdadera independencia en los designios y resoluciones nacionales
y las libertades trasladadas de las palabras a los hechos, donde únicamente
son bellas y fructuosas? Guerras y desastres hemos tenido por conquis-
tar estas cosas: pero las cosas no parecen; y de cuanto grande, útil, vital y
necesario a los gobiernos y a las naciones hemos buscado y creído hallar,
nada existe. Cítese un hecho reciente que no pruebe desamor a la insti-
tución monárquica, uno que demuestre la existencia perfecta de nuestra
autonomía nacional, uno que dé testimonio de la vida sana y robusta de la
libertad, y nos daremos humildemente por vencidos. Donde no, repetire-
mos una y mil veces, desde lo hondo de nuestra profundísima convicción
y sin que ningún otro móvil fuera de la razón arrebate los movimientos
de nuestro espíritu, que si la verdad de las Constituciones consiste en el
regulado ordenamiento, concordancia y armonía de los poderes públicos,
aquí no existe la Constitución; que si la opinión pública, el verdadero es-
píritu nacional, la fuerza unitiva de los pueblos no se forma sino con el
ejercicio y completo disfrute de las libertades, aquí no hay fuerza unitiva,
ni verdadero espíritu nacional, ni opinión pública; que si gobernar es ha-
cer, dirigir, resolver, mejorar, aquí no hay gobierno; que si la legalidad es la
suprema condición de la existencia del Poder, aquí no hay Poder; que si la
capacidad es uno de los grandes e irredimibles títulos al mando, aquí no
hay mando legítimo; que si la moralidad es la garantía de la justicia, aquí
no hay justicia; que si ser partido es tener sistema y doctrinas, saber lo que
se quiere y lo que se puede y poseer la fuerza y la inteligencia necesarias
para adquirir el imperio, para conservarlo, para no admitirlo, para espe-
rarlo y para dimitirlo a favor de otro, aquí no hay partidos; y por último,
que si pueblo es solamente el que tiene voluntad y sabe hacerla respetar y
obedecer, aquí no hay pueblo.
Recientemente ha dicho desde la tribuna de la prensa una voz auto-
rizada, hablando de los moderados: «bien pudieran prescindir por un
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momento de cciones políticas, de engaños que su misma conciencia
repugnará, para tender la vista alrededor suyo y contemplar los desastres
de su funesta dominación y sus torpes errores en política, en administra-
ción y en hacienda. Ni ellos mismos están satisfechos con sus reformas
exclusivas, y de sus propias las parten también las quejas contra los vi-
cios capitales de su régimen administrativo, contra los despilfarros, des-
órdenes y depravación en el manejo de los fondos públicos. Los frutos
que ha ofrecido a España un gobierno absoluto de seis años, son una ley
política infringida por sus mismos autores el mismo día de su promul-
gación, y nunca puesta en observancia; una concentración excesiva del
poder público en la que han venido a consumirse como en pira ardiente
todos los intereses locales; un presupuesto enorme, y que excede una ter-
cera parte al que halló establecido; el clero hambriento; las clases pasivas
pereciendo de miseria; un alcance anual de cuatrocientos millones, y el
desorden y el caos en todos los ramos».
Todo ello pura verdad que aún en los ánimos más conados, y las inte-
ligencias más negligentes y menos previsoras produce a las veces inquietud
y miedo de nuevas turbaciones, a causa que viendo frustrar a la nación sus
esperanzas, no la juzgan tan postrada y desidiosa que deje de volver por sí
para poner de su parte algo más que hasta ahora en la administración de
sus asuntos. Muchos hombres, o con exceso cuerdos, o demasiadamente
medrosos, que tiemblan al solo nombre de revolución, como si de cuarenta
años a esta parte no fuera revolucionario cuanto se ha hecho y se está ha-
ciendo en España, reconocen con dolor que al paso que llevamos, y con la
buena maña que se dan el gobierno y los partidos en disponerla y preparar-
la, más tarde o más temprano habremos de tenerla en casa; y no como hasta
aquí inexperta y vacilante, sino amaestrada con la experiencia, docta ya en
penetrar engaños y burlar celadas, incontrastable y resuelta. Porque, dicen
ellos, ni nuestros partidos, ni nuestros gobiernos han sabido o podido con-
servar ni desenvolver las conquistas de la revolución, antes por todos los
medios posibles las han mermado y corrompido; de tal suerte que si algún
nombre merece lo que hemos visto y estamos viendo hacer es no tanto re-
volución política ni social, como revolución de la ignorancia y la mentira;
con lo que la real y verdadera está todavía por venir y establecerse.
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No vamos, cierto, tan allá ni con tanta prisa nosotros; pero contestan-
do a los que llaman subversivas las más fundadas quejas y demagógicas
las más justas reclamaciones, confundiendo adrede y maliciosamente la
pacíca discusión con las declamaciones ardientes de los perturbadores,
diremos estas palabras del ilustre autor de la Historia de los movimientos,
separación y guerra de Cataluña: «el que no deende a su patria, o no es
hombre, o no es hijo. Obligación es del vasallo o del repúblico acudir a
su príncipe o a su patria aigida, de tal suerte como si sólo por su cuenta
estuviese el remedio: fácilmente se pudiera reparar la ruina de un reino
donde todos pensasen que el daño era solamente suyo; de lo contrario,
se da a entender ambición. Certísimo es el peligro donde los intereses
parecen de uno solo y el riesgo de todos».
Lo indudable es que la revolución ha dejado incompleto el edi-
cio de las reformas en manos de enemigos poderosos salidos en hora
menguada de su seno; los cuales, hoy menos que nunca, han renun-
ciado al propósito de cambiar su planta, reducir a escala menor sus
proporciones y destinarlo a usos diferentes. ue abdique el poder por
cansancio, o que se lo haya dejado arrebatar por fuerza mayor que sus
propios excesos provocaron, el resultado es que su gran litigio con el
antiguo régimen social y político no ha sido aún sentenciado. Vuelven
a ponerse en tela de juicio sus derechos; niéganse unos; aparecen otros
dudosos; los alegatos se prolongan y multiplican sin término; y en me-
dio de todo, para aumento de confusiones y dudas, callada la opinión,
o no nacida, carecemos de código que determine la legitimidad de las
pretensiones respectivas y de tribunal que las dena y las sostenga.
Con tres palabras describen los discretos la poca envidiable situa-
ción de España; que son: injusticia, arbitrariedad, indeterminación.
A nadie se da aquí por ley o regla lo que merece y tiene derecho a
esperar, pues en ninguna parte se observa menos la máxima que acon-
seja proceder respecto de cada individuo según su capacidad, y de cada
capacidad según su mérito: de donde resulta que ninguna cosa está
en su sitio, ni hombre ninguno en su puesto. Títulos únicos para el
servicio del Estado son, en primer lugar, el favor de los Ministros, y
mejor la buena voluntad de sus amigos: luego el deudo, más lejana-
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mente los privilegios de parcialidad. Y, sin embargo, ¿qué es el Poder
sin la inteligencia, es decir, sin lo que únicamente puede hacerlo vivaz,
fuerte, progresivo y fecundo? La fuerza bruta llevada de la mano por
el ciego error y las pasiones delirantes al abismo de las revoluciones, el
interés sin la ambición; la ambición sin el estímulo de la gloria; el mal
sin enmienda ni reparación; el bien imposible.
Aquí nada se espera del curso natural de las cosas; ni de la lógica in-
exible de las ideas y los hechos; ni del resorte de las voluntades hábil-
mente dirigidas y con discernimiento empleadas en el servicio de la repú-
blica; ni de la inuencia de las leyes religiosamente cumplidas; ni de las
costumbres; ni de la educación; ni del espíritu y conciencia nacionales:
todos elementos indispensables a la buena y recta gobernación, que pare-
cen suprimidos por inútiles; lo que viene a ser tan racional como si para
medir el tiempo se suprimieran de una muestra horario y minutero, o de
un bajel, para navegar, los vientos y las velas. Diríase que los gobiernos mo-
dernos han abjurado de toda fe en la virtud, así como renunciado a toda
conanza en los humanos sentimientos, a toda esperanza en la ecacia de
las instituciones políticas, ¡y a toda idea de la Providencia! No es posible
imaginar gobiernos más ateos, ni pueblos más adecuados a semejantes go-
biernos. Los unos son la fuerza; los otros la inercia; aquéllos el instrumen-
to; éstos la materia insensible en que se ensaya sin piedad e impunemente.
Menor fuera el estrago si, rigiendo con voluntad absoluta y no responsa-
ble, siguiese el Poder en su ejercicio una regla cualquiera, buena o mala; o
que, cuando ninguna reconociese ni acatase, diese muestras a lo menos de
ser consigo mismo y con sus propias disposiciones consecuente: pero sin
otra prevención más de la furia, jamás sus pensamientos ni sus acciones
llegaron a conseguir otra cosa que el desorden; y si no dar cuenta a nadie
de ellas es acaso su mayor dicha, también es su mayor afrenta, porque no
gobierna entonces ninguno, o desgobierna la arbitrariedad, a cuyos emba-
tes rigurosos perece y se mancilla todo.
Vivimos en España de una manera verdaderamente original y nunca vis-
ta: muchas veces, en rigor, sin gobierno, y otras con uno remendado como
capa de gitano maltraída. ¿uién no sabe lo que es una crisis? Capa nueva,
repaso o zurcido de la antigua; pasatiempo culto y aristocrático muy ape-
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tecido de los papanatas de Madrid; lotería donde se arriesga la honra por
buscar el provecho; feria en que se ponen de maniesto los muebles del Mi-
nisterio muerto y se chalanean los favores del vivo y sus promesas.
Ya tenemos en el lecho de espinas, que decía el asturiano, a los siete
amantes Licurgos que deben hacer la felicidad de la patria; salvo que
Licurgo era tuerto y ellos tienen muchos ojos en uso y de repuesto.
¿ué harán? ¿Podrán o querrán hacer algo? ¿Por cuáles medios y tér-
minos lo harán, cuando quieran o puedan hacerlo? Primera, segunda
y tercera duda que nadie, ni los mismos espinados, acertarán jamás a
resolver; lo cual prueba que el pueblo conoce a los hombres, y que los
hombres se conocen perfectamente a sí mismos.
Valga la verdad, algunas veces se acuestan estos señores Ministros
en el consabido lecho de zarzas y cambroneras con excelentes dispo-
siciones, y entre sueño y sueño desean el bien y hacen propósitos de
alcanzarlo a coste y costas; pero estas sanas y desinteresadas intencio-
nes se desvanecen tan luego como, ya bien despiertos, pasan a tomar
el aire en las galerías del Palacio, donde unos encuentran obstáculos
que no habían previsto o con los cuales se conformaron otros de an-
temano, acaso sin comprenderlos ni medirlos. Por manera que, para
los mismos que deben gobernar, es la gobernación en su índole, en su
marcha y sus tendencias, un arcano impenetrable antes y después del
juramento que prestan de servir el y legalmente a la república.
Pues si del Ministerio pasamos a los partidos para considerar en
nuevo aspecto y a nueva luz sus mutuas relaciones, ¡Dios nos asista!,
igual incertidumbre.
¿uién nos informará acerca de los principios genuinos y de las
verdaderas doctrinas de los dos grandes partidos liberales españoles?
Según cierto autorizado periódico del mismo partido, son tales: según
otro periódico, también muy autorizado, cuáles; por de contado, dife-
rentes entre sí y aun opuestas a las veces.
Demos un Ministerio correspondiente a tal partido: ¿podremos
asegurar que los principios y doctrinas de ese partido han triunfado?
Nadie lo sabe: ni el Ministerio, ni el partido.
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Pasa un quídam, por arte de birlibirloque, o por alguna trama dia-
bólica, de hombre a Ministro: ¿podremos asegurar que la amante
excelencia llevará al poder, para sostenerlas y plantarlas, sus propias
ideas y opiniones? Nadie puede decirlo: ni el Ministro ni el hombre.
Doquiera y siempre dudas, incredulidad, desconanza, ineptitud,
desorden y aqueza. Semejan los hombres y las cosas públicas de Es-
paña a los diversos términos positivos y negativos de una ecuación
indeterminada de grado superior, donde las raíces son reales o son
imaginarias, mas, todas reducen la ecuación a cero.
X
¿Cuál es el remedio de esta situación y de estos males? ¿De qué ma-
nera nos será dable salir de esta agitada inmovilidad, de este sueño sin
descanso, de esta anarquía cuasi sosegada que remeda el orden, de esta
ilegalidad sin límites que hace veces de ley, de este Poder huérfano de
opinión, de este sepulcro donde vienen a hundirse todas las ideas que
comunican movimiento y vida a otras naciones? Si éstas, según la ex-
presión de una mujer ilustre, merecen siempre la suerte que les cabe, ¿de-
beremos decir que como no tenemos gobierno, así también carecemos
de patria, o que se halla la nuestra condenada a una perpetua infancia?
La solución de todo problema político tiene dos partes, que son la
fórmula obtenida por la observación o el cálculo, y la comprobación
de ella por medio de la práctica; o de otro modo: la idea, el sistema, la
doctrina; y el hombre, los hombres o el partido que debe ponerlos en
efecto; y más que, como es sabido, pocos juicios hay tan expertos que
antes de la experiencia comprendan el ser de las cosas: muchos con
estudio incesante lo consiguen tarde, otros nunca con sólo el instru-
mento del raciocinio y algunos ni aun después de la experiencia. Por
lo cual es fuera de toda razón y verosimilitud pretender que semejan-
tes soluciones se obtengan en común y al mismo tiempo por todas
las parcialidades en que un pueblo se halla dividido; pues, en primer
lugar, no es cierto que la verdad la poseamos todos, y en segundo lu-
gar, tampoco lo es que todos queramos ni podamos realizarla. Si hay
partidos, es precisamente porque la verdad no es una para ellos, sino
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varias y muchas las opiniones con que explican y comentan lo que a
su parecer es la verdad; bien así como son muchas y varias las maneras
de efectuación que le proponen. Para todo problema, pues, hay una
especial resolución, como para toda resolución un partido, único en
su especie: porque las coaliciones no pueden dar la verdad, que en sí
no es asunto de concordias ni avenencias.
En el presente caso, sobre la solución no puede caber duda: si he-
mos hecho una revolución, que tenemos y juzgamos por legítima,
debemos gozar los frutos de ella; si con haber experimentado sus de-
sastres estamos defraudados de sus provechos, cúmplenos recobrarlos;
si la revolución no fue completa, cuadra a nuestro honor y a nuestro
bien hacerla cumplida y perfecta llendola hasta el cabo; de tal modo,
sin embargo, cual conviene para corregir lo pasado sin destruirlo; para
ensanchar los caminos de la libertad sin ofensa del poder ni del orden;
para concordar, en n, el progreso moral y material del país con los be-
necios de la paz, con los miramientos debidos a los intereses legales y
con los altos fueros de la justicia y del derecho.
Pero aquí se presentan mil distintas opiniones y mil contradictorios
pareceres, así sobre la naturaleza de las reformas que el sentimiento uni-
versal de la nación reclama, como sobre el modo y la posibilidad de rea-
lizarlas. Unos creen que semejantes reformas son ociosas, a lo menos en
la parte política de las instituciones, ora porque sobre tal materia nada
tenemos ya que desear siendo felices poseedores del gobierno represen-
tativo; ora porque, según ellos, la revolución ha traspasado los límites
que le imponían la razón y conveniencia públicas. Pretenden otros que
ésta renunció su poder a deshora, en manos impotentes y aviesas; que
sus incompletas conquistas se hallan hoy próximas a perderse, y que una
nueva lucha es necesaria para acabarlas y desenvolverlas. Aquí oímos
que todo el negocio consiste en variar, no la forma del gobierno, sino
sus condiciones, y con éstas el sistema que hoy se sigue en la administra-
ción de la república. Y allí, que la reorganización del país es imposible
partiendo para hacerla de sus actuales elementos; porque, dicen: las re-
formas, con ellos, vienen a ser un círculo vicioso, atento que debiendo
resultar de ciertos principios únicamente aplicables en un especial es-
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tado de cosas y con determinadas condiciones, ni las condiciones, ni el
estado de cosas, ni los principios existen hoy, y no pueden nacer sino del
país ya reformado. Por n, hay quien sostiene que sólo a la voluntad y
poder absoluto de un déspota ilustrado y virtuoso es dable aplicar zapa
y podadera a la raigambre podrida y viciosas ramas de este árbol viejo de
España, cuya savia degenera en el terreno estéril y sin abono de move-
dizas facciones y de indómitos partidos. ¡Infeliz y dicultosa situación
ésta que se constituye sobre tantas dudas y tan encontrados pareceres,
y donde apenas si la más diligente industria puede hallar consonancia
entre el confuso tumulto de los sentimientos y las voces!
Mas aunque pueden unas y otros ser atribuidos tanto a las preocupa-
ciones que engendra la política discursista de nuestro siglo, como al pi-
rronismo que los ruines ensayos de la revolución han generalizado entre
nosotros, todavía creemos que en gran parte se deben a la circunstancia de
no haber propuesto a la hora de ésta un plan general y completo de refor-
mas que, lanzado a la pública discusión, sirviese como de escuela pública
a los hombres, de foco a los sentimientos patrióticos, de centro a las no-
bles ambiciones, de lazo a las doctrinas varias que cruzan el país en todas
direcciones para más y más cada día perderlo y confundirlo; y, cuando
tanto no llegase a conseguirse, para separar y distinguir cientícamente las
escuelas, los sistemas y las parcialidades; para formar una opinión general,
propagar las buenas doctrinas, habituar el pueblo a la meditación y a los
estudios graves, y poner a prueba en las tribunas del Parlamento y de la
Prensa el valor real de nuestros pensadores y estadistas. Porque en España
no se cultiva ninguno de los ramos de la verdadera crítica, ese crisol de la
verdad y segurísimo guía del acierto, sin cuyo celo y diligencia viven en
licencioso desenfreno los errores de todos linajes, haciendo guerra al méri-
to modesto, desanimando el saber, dicultando los aciertos, y estragando
las costumbres. Todo es aquí igual para la decantada publicidad que dis-
frutamos: así el mal libro como el libro bueno; una sublime producción
del ingenio que honra a la patria y el centón de un rapsodista ignorante e
impudente que la afrenta. ¿uién distingue unas de otras cosas? Sólo la
sensatez del público, tarde casi siempre, y acaso cuando su juicio se con-
funde ya con aquel lento y perezoso de la posteridad que vivimos y mo-
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rimos deseando en las largas y penosas vigilias de nuestro casto amor a la
gloria; pues por lo tocante a lo presente, sopladas las cien trompetas de la
fama por los incansables fuelles del periodismo cuotidiano, así producen
ellas sonidos acordes y justos como no permita el cielo, para mal de la civi-
lización, que el triunfo de la verdad dependa exclusivamente de sus falsos
tonos y mentirosas armonías.
Y sin idea ja de lo que conviene hacer, ni conocimiento del n
que debe tener lo que se haga, ¿será asequible el acierto en la ejecución,
fructuoso el trabajo o fácil señalar a cada obrero su tarea, a cada piedra
su sitio, a cada cosa su uso? No tenemos enemigo más dañoso ni peor
para nuestra ventura y fama, que nosotros mismos, divididos como lo
estamos, ignorantes como somos, tercos que nacimos y nunca bien ajus-
tados con el espíritu de concordia y disciplina. ¿ué seremos ni qué ha-
remos si no quebrantamos nuestra ingénita irritable aspereza y nos ren-
dimos a la sujeción de la regla y a la abnegación de la patriótica virtud?
No vemos la política donde está realmente y la buscamos donde
no puede hallarse.
Dedicamos a la estéril polémica de los periódicos y a los discursos de
aparato y vanagloria, un tiempo precioso que debiéramos emplear en el es-
tudio de las cuestiones públicas hecho a conciencia, en las discusiones de
las Cortes y en la preparación de buenas leyes orgánicas y administrativas.
La facilidad que hay de penetrarse de ciertas generalidades polí-
ticas y económicas hace que las opiniones se dispersen y extravíen, y
que los entendimientos se perviertan, permitiendo a todos, sabios o
ignorantes, tontos o discretos, tomar parte en las controversias y juz-
garse por zahoríes de doctrinas y sistemas; con que cualquier charlatán
campanudo e inado se cree jefe de partido, fundador de escuela, o a
lo menos, librando muy mal, evangelista y apóstol.
Uno de los más graves inconvenientes del sistema representativo, cual
lo gozamos nosotros, consiste en conceder a la palabra el poder y auto-
ridad que de derecho sólo pertenece a las ideas; y es que cuando gobier-
nos tales degeneran, bajan rapidísimamente, y sin poderlo remediar, de la
cumbre de la intriga donde campean los cortesanos, hasta el abismo de la
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ineptitud, donde triunfan los palabreros. Confunde entonces la ignoran-
cia al hombre de Estado con el orador: cuando no hay oradores, el vul-
go, habituado a los dramas parlamentarios, se contenta con parlanchines
embrollones: llega un tiempo en que los zurcidores de discursos son los
árbitros de la suerte del país y se entra en el reinado de los sostas.
La aridez de las tareas que requiere el detenido y sano estudio de las
ciencias de la economía y de la administración públicas retraen de él a
los entendimientos envanecidos con los fáciles triunfos de la palabra;
con que vienen a ser esas utilísimas ciencias el patrimonio, o a decir más
bien, el secreto de un corto número de hombres oscuros y modestos
que no pueden gobernar porque sólo saben pensar, y no han aprendido
a chalanear con estruendosa labia su saber. Palabras estudiadas y bien
compuestas no son más que sonido deleitable, sueño al príncipe que
las escucha, poco después precipicio del principado... «El favor de los
príncipes puede hacer los hombres grandes, pero no scientes; algunos
fundados en aquella gracia del señor, como se ven superiores a los otros
en fortuna, piensan que lo son también a la misma fortuna; el que subió
ignorante al magistrado, ignorante caerá del magistrado; los hombres
lo engañan y le aplauden, la suerte les aborrece y escarmienta; ellos se
suben sobre ella, y él se arroja desde allá después de subido. Erradamen-
te suele mandarlo todo el que primero no mandó a pocos y obedeció a
algunos... Son testigos los ojos de Europa de que en aquel célebre bufete
(el del Conde-Duque), tan venerado de la adulación española, se han
escrito muchas más sentencias de perdición, que instrucciones de vic-
torias». ¿uién no dirá que estas severas, cuanto justas palabras con
que el ilustre Melo reprendía los desaciertos de la corte de Felipe IV, la
holgazanería licenciosa del monarca y las violencias e ineptitud de su
Ministro, se escribieron en profecía para nuestro tiempo?
Máxima universal es en España elevarse por los empleos, no por
las ideas: los proponedores de ideas nuevas andan tan escasos como
abundantes los pretendientes: el temor de pasar por novador es general
e inveterado: se cree que innovar es volverse loco; tiénese por tonto al
que no solicita destinos; el pretenderlos es ocio, y Madrid está siempre
repleto de los que lo ejercen, hombres, y en mayor número mujeres, a tal
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que sean alegres y garridas; la rutina es la ciencia soberana; la ambición
es mezquina y no concibe nada útil ni grandioso; gusta de adornarse con
títulos vanos, cruces y cintas que carecen de signicación y no dan hon-
ra; ama el trabajo desecante de las covachuelas; se agita mucho y hace
poco; no reexiona; nada imagina; malgasta el tiempo en pormenores
ociosos, y no consagra ninguno al estudio de los negocios importantes;
¿cómo, pues, nos admiramos de que tantos hombres de talento hayan
pasado por las horcas caudinas, llamadas ministerios, sin dejar huellas
de sus pasos, ni gratas memorias, ni monumentos honorícos?
Tenemos revolucionarios de una sola especie, cuando convendría
que los hubiese de dos; pues a las veces es menos útil suscitar emba-
razos y enemigos a un gobierno establecido, que esforzarse en conso-
lidarlo, haciéndolo sabio y sencillo, rme y benévolo, fuerte y justo,
conservador y progresivo. Su articio es imperfecto, complicado y
costoso: nadie lo negará; pero, admitido el principio motor que le da
impulso, por mucho tiempo deberemos contentarnos con perfeccio-
narlo en lo posible. ¿Hay muchas ruedas? Suprímanse las ociosas. ¿Es-
tán mal combinadas? Dispónganse mejor. ¿Faltan algunas? Añádanse.
Y si gastamos demasiado en un mal gobierno, hagámoslo mejor y nos
saldrá barato. Repitiendo sin cesar que su máquina anda desconcerta-
da, no es ciertamente como conseguirá el fabricante componerla; sino
ocupándose sin descanso en regular armoniosamente sus movimien-
tos, y en introducir en el juego de sus resortes las mejoras aconsejadas
por la ciencia de cada vez más perfeccionada de la mecánica.
Las reformas políticas conadas al papel mojado de leyes apenas discu-
tidas y con deplorable ligereza votadas al impulso de sentimientos y circuns-
tancias pasajeras unas, otras equívocas y muy imperfectamente apreciadas
las más, son harto fáciles no así las reformas administrativas y económicas,
por requerir éstas profunda ciencia, discusión difícil para los ignorantes,
estudio de la oportunidad y del método y acertada remoción de los in-
nitos obstáculos que oponen a las innovaciones saludables los abusos de
por sí y los muchos bienaventurados que con ellos se solazan y medran. Y,
sin embargo, hay un medio infalible de prevenir las reformas subversivas y
prematuras, que es realizar oportunamente las útiles y necesarias.
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¿Cómo? Ilustrando la opinión y apoyándose en la irresistible
fuerza que ella comunica a cuanto favorece y patrocina; interesando
a todos los corazones puros, a todos los brazos útiles, a todas las in-
teligencias fecundas, a todas las almas generosas; y excitando, en n,
la emulación que crea, por medio de las recompensas que estimulan.
Veríamos entonces a muchos hombres de talento lozano y de imagina-
ción ardiente, desviados hoy del recto sendero, tornar a él, cambiar la tor-
cida dirección de sus ideas, abandonar los atajos de las teorías anárquicas y
de las censuras subversivas, y trazarse una ruta nueva, ancha y sin término,
en el campo de las reformas útiles y de las innovaciones practicables.
Y no se diga que los sistemas son meras fórmulas, sin propia signi-
cación ni sentido, o cuando más susceptibles de valores indeterminados
y acomodaticios; pues para propasarse a tanto y renunciar con razón a
establecerlos en el gobierno del país, sería necesario ver que un hombre
eminente, dueño del poder y auxiliado con todo género de elementos fa-
vorables, no saliese a puerto de claridad con la empresa, por ser ésta vana y
loca, más que él desmañado e inerte la nación. Y luego, semejante hombre
debería estar dotado de imaginación poderosa, voluntad inexible, activi-
dad infatigable; encendido en la santa pasión de lo justo y de lo bello. Su
fuerza personal habría de provenir del sentimiento íntimo del deber, con
que fuese igualmente insensible a las injurias que a las lisonjas. Tan elevado
sería necesario estuviese sobre todo y sobre todos, por su carácter, por el
imperio de las leyes, por el amparo del Trono y por el amor del pueblo, que
no llegasen hasta él las innumerables mezquinas consideraciones a las cua-
les, sin saberlo y sin quererlo algunas veces, sacrican diariamente nuestros
Ministros la propia gloria y la felicidad de la patria.
¡Cuánto no tenemos que estudiar! La reforma política ha dado en
Inglaterra por apoyo al Trono (anulándolo) la aristocracia: en Francia
y en España el principio monárquico y el democrático han querido
unirse estrechamente, y sin poderlo remediar están divididos a ma-
tarse; en América campea sólo el segundo y prospera engrandeciendo
la nación. Igual al respeto con que se miran en la Gran Bretaña las
tradiciones políticas y las preocupaciones de linajes y nobleza, es sólo
el calor con que se acogen y fomentan las innovaciones industriales.
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El republicanismo de la Unión vive puesta la mira en lo presente y
lo futuro, no cuidándose para nada de lo pasado. El gobierno inglés
deja caminar libremente a los ciudadanos; el de los Estados Unidos
los empuja en la vía preparada de antemano. En Francia y aquí, por el
contrario, nos atrevemos con la política y somos tímidos en todo lo
demás; uno y otro gobierno en vez de estimular desaniman, en vez de
permitir prohíben, en vez de simplicar enmarañan, en vez de obrar se
cruzan de brazos y se agitan. Diferencias de carácter en los pueblos, de
resultados en la gobernación y de conducta en los gobernantes son és-
tas, que importa mucho tener en cuenta cuando se estudian las nacio-
nes para hacer servir el ejemplo de las unas a la enseñanza de las otras.
El hombre de Estado que buscamos, en lugar, pues, de consumir su
inteligencia, sus fuerzas y su vida en la estéril faena de añadir piedras
sueltas a los escombros que nos rodean, procurará colocarlas sobre
buenos cimientos para levantar un edicio cuya planta, de antemano
trazada, corresponda con sus deseos y sus nes; y si quiere tener la se-
guridad de alcanzarlos, empezará por hacer precisamente lo contrario
de lo que hasta aquí se ha hecho; buscará y empleará a los buenos y
capaces, y rechazará a los malos e ignorantes, jará a cada cual su pues-
to, conará los pormenores de la obra a obreros y sobrestantes subal-
ternos, y reservará para sí la dirección general del trabajo, las abstrusas
concepciones y los grandes pensamientos.
«Las monarquías, dice un escritor francés nada desafecto a los
Tronos, no tienen más que un medio para retardar su caída, que es
el de gobernar lo más barato posible». Penétrese el gran Ministro de
esta patente verdad, y hágase bien cargo luego de los deberes, peligros
y gloria de su ocio, preguntándose: ¿cuáles son los problemas que mi
administración debe resolver? ¿uiénes mis amigos y auxiliares?
ue éstos deben formar un partido, ya hemos demostrado que ese
partido existe, es evidente.
Las antiguas parcialidades vivieron para la Revolución de la gue-
rra, la nueva viene a hacer la Revolución de la paz; aquellas, por medio
de una revolución incompleta y defraudada de sus conquistas, nos han
dado por libertad un nombre vano y por Constitución una mentira; ésta,
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por medio de una revolución completa y cumplida, aspira a darnos por
Constitución la libertad, y por libertad la verdad; aquéllas, valiéndose de
insurrecciones y levantamientos, llegaron a un gobierno de cciones; ésta
quiere hacer servir el gobierno de las realidades para destruir por siempre
las insurrecciones y levantamientos; aquéllas se agitan buscando concor-
dias imposibles entre lo pasado y lo presente; ésta mira tan sólo a lo futuro.
Conocidos los puntos que han de abrazar las reformas, no pueden ni
deben éstas ser llevadas a cabo, sin grave riesgo de un ensayo peligroso e
infructífero que las desacredite, por sólo el esfuerzo de algunos hombres
generosos, sino por el impulso y autoridad que comunique a la fuerza
pública ese partido nuevo que, más tarde o más temprano, reunirá en su
seno cuanto en ciencia y virtud tenga más granado y más ilustre España.
¡Ridículos recelos (si no son aparentes) los que algunos conciben y
propagan acerca de este partido! Los progresistas deben mirarlo como
hijo suyo, emancipado, sí, de la larga tutela en que los trances y azares
de la guerra, mal su grado; y no sin protesta, lo tuvieron; al paso que
los moderados se hallan demasiadamente distantes de él para temerlo.
Si el mando es asequible para los primeros, reconoce su derecho a él, y
no se lo disputa. Si la legalidad entra algún día en el sistema de gobier-
no de los segundos, grande será su asombro, más la respetará, puesto
que atónito, sumiso. De aquellos es auxiliar y, como deudo, amigo: de
éstos adversario, mas, imparcial y comedido: juez de ambos, no según
la ley del encaje, sino por autoridad de la escrita.
Creen algunos erradamente y con escasísimo conocimiento de la
historia moderna de España, que este partido –que ya tiene nombre:
progresista-demócrata, signicativo a un tiempo de su origen, liación y
objeto–; que este partido, decimos, ha venido al mundo de repente, sin
antecedentes históricos, al modo que proles sine matre creatan, escaso de
ideas propias y legítimas y forzado a tomar las de otros bandos o a inven-
tarlas. Falso todo; porque, muy al contrario, deriva sus principios de los
fueros y constituciones de nuestros reinos y provincias, en lo antiguo; y,
por lo tocante a lo moderno, profesa con pocas variaciones los mismos
que fueron proclamados en las Cortes constituyentes de Cádiz y en las
ordinarias de 1820. Ni es fácil explicar el fundamento de tan craso error,
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siendo así que no obstante haber estado hasta hoy ese partido mezclado
con el progresista, en términos de no formar los dos más que uno, dio
muestras de su vitalidad característica en muchas y solemnes ocasiones,
principalmente en 1837 negándose a transigir con el partido moderado,
en 1840 defendiendo las leyes democráticas de ayuntamientos y diputa-
ciones, y en 1843 protestando su obediencia al Regente y su repugnancia
a la coalición ilícita y liberticida de los bandos militares. Y si por ventura,
modicando hoy alguna de sus antiguas ideas y apropiándose otras que la
creciente sabiduría de los tiempos enseña, se aventaja a todos en solicitar el
alivio y provecho de las clases populares, ¿quién dudará que al hacerlo así
camina al mismo paso de la ciencia y guiado por la losofía del siglo en la
vía que Dios ha trazado al progreso y mejoramiento de la especie humana?
ue no hay diferencia esencial entre él y el progresista, dicen otros;
y que divide sin provecho a éste, añaden varios.
No cabe imaginar que exista mayor separación entre dos inteligencias
que cuando la una cree n lo que la otra medio; aquella, doctrina, lo que
ésta, método; la primera, sustancia y esencia, lo que la segunda, accidente
y forma. Pues, aplicando al caso esta observación, resulta que el partido
progresista cree deber proponerse por n y término de sus esfuerzos la
Constitución de 1837 (algunos de sus prohombres se conforman con la
que hoy se dice vigente), al paso que el nuevo partido juzga ser una y otra
ley fundamental no más que medios para llegar a otra forma diferente de
gobierno. De acuerdo en respetar la que existe, y aun acaso en desear la
anterior, dieren igualmente en aquilatar de distinto modo su valor, cre-
yendo unos que contiene cuanto puede desearse en materia de doctrinas
liberales que es un sistema completo de principios, y la suma digamos, de
todas las verdades de la ciencia; que puede y debe satisfacer todas las ne-
cesidades políticas y sociales de un pueblo, así como aquietar los ánimos
más espantadizos, las imaginaciones más ardientes y las inteligencias más
emprendedoras y atrevidas; que fuera de ella, nalmente, no hay más que
sueños, quimeras y desastres. Esto cuando los otros estiman que las ideas
contenidas en aquella Constitución son propias de una época especial que
va pasando y deben pronto ser reemplazadas por otras más conformes a la
situación presente de los pueblos; que la vida y la muerte de los principios
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y de los partidos en que se hallan, encarnados, no depende de la voluntad
ni del capricho de los hombres; que cuando ha llegado la época en que ta-
les principios deben ceder su puesto a otros, mueren irremediablemente,
y todos los esfuerzos de que su conservación sea objeto tan sólo servirán
para hacer más prolongada y dolorosa la agonía; que para casos semejan-
tes aconsejan la razón y la experiencia como únicos medios de conciliar el
orden y el progreso, emplear esas ideas y principios a modo de preparación
y cultivo de los venideros, y las instituciones que los autorizan de suerte
que la transición no vaya acompañada de esos trastornos y lástimas que
con frecuencia venden caramente a las naciones sus aprovechamientos y
mejoras; que por muy acabada y perfecta que parezca o sea una fórmula
social y política, ninguna se halla predestinada a la inmortalidad, cam-
biando y modicándose todas con las circunstancias y los tiempos; que
nada rígido e innoble puede ser progresivo; que las constituciones para
durar han menester acomodarse, como lo ha hecho el cristianismo, a las
edades diferentes y diferentes períodos porque pasan la humanidad y la ci-
vilización; y, por último, que, no afrenta, sino timbre y blasón que ensalza
y ennoblece a un partido es renunciar éste para sí y para sus secuaces a las
utilidades y medros inmediatos de la vida pública, llevando puesta la mira
con probado desinterés y elevadísima abnegación en el triunfo algo menos
personal y egoísta de una idea de tiempo futuro a que no llegarán quizá los
años contados de la efímera existencia de un hombre.
Y en orden a la división del partido progresista, ¿quién no ve que
semejante división existía ya latente, puesto que profundísima en su
seno? El nuevo partido no ha hecho más que declararla para bien y
con ventaja conocida de uno y otro; porque, ¿qué producía su aparen-
te concordia sino rompimientos y guerra intestina, ofensas mutuas de
ambiciones incomponibles, encubiertas traiciones en lo interior, y de
fuera descrédito, desconformidad en las acciones, inconsecuencia en
los pareceres, dudas y vacilaciones innitas que privaban de concierto,
unidad y prestigio a entrambas parcialidades mal reconcentradas en
una? Ahora, mejor denidos los principios y señalados los términos
respectivos, valdrá más su alianza voluntaria y razonada que valió su
agregación desrazonable y fortuita; pues casi siempre prueba mejor a
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la unión el pacto entre amigos y aun extraños, cimentado en intereses
comunes, que el ojo lazo de un parentesco equívoco o conturbado
por las disensiones del hogar doméstico; ni de ninguna otra suerte
pueden remitirse los daños que ellas ocasionan y que jamás suelen pa-
rar en menos que en la ruina común de la familia.
Resuelto, pues, a no disputar mando, imperio, ni prerrogativas
al partido progresista, en el que reconoce y acata servicios y mereci-
mientos eminentes, el nuevo bando político aspira a formar antes una
escuela que una parcialidad, cuyo primer objeto sea denir con más
exactitud que se ha hecho hasta aquí la idea del progreso; preparar y
disponer la opinión pública a la pacíca reclamación y disfrute pro-
vechoso de las reformas que piden a grito herido sus necesidades y
derechos; sin reservarse más armas de combate y de conquista que la
palabra y la pluma, destinadas por la Providencia a la colonización de
los desiertos e incultos campos de la inteligencia popular.
Poco importa que hoy no sea muy numeroso; que no haga rese-
ña de grandes soldados ni de ilustres generales; o que ensayos impru-
dentes y arrebatos de vanagloriosos perturben los días de su infan-
cia. Poseedor de un pensamiento oportuno y exacto, él germinará;
hombres eminentes lo acogen y amparan en silencio, esperando para
proclamarlo a que los tontos cedan voluntariamente su puesto a los
discretos; el tiempo aclara, propicia es la ocasión y aguarda el pueblo.
Todo comienzo es difícil, agrio y lento. La costumbre le es contraria;
pero vencerla con otra costumbre mejor. La ignorancia resistirá, mas,
enfrentarase con la educación, la constante enseñanza y el fervor del
espíritu. Las antiguas preocupaciones, los ávidos intereses y la desva-
riada ambición se embravecerán, pero con la unión huirán y con el
trabajo provechoso les cerraremos la puerta.
XI
De todas estas graves cuestiones la mayor sin duda –que nosotros has-
ta ahora sólo de paso hemos tocado, con propósito de dedicarle en breve,
un libro especial–; la mayor, decimos, es determinar punto por punto las
reformas necesarias, justicándolas para con la opinión según la ciencia
Lo pasado y lo presente / Rafael María Baralt y Nemesio Fernández Cuesta
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y el provecho común; mas, abundando aquí en nuestro propio sentido,
viene antes de tamaña cuestión la de saber si esas reformas son, por asequi-
bles, abonadas y legítimas. Pues bien; con decir que todas ellas han sido
prometidas por la Constitución y por las leyes, dicho se está que tienen a
su favor la primera y más importante condición de existencia, conviene a
saber, la legalidad; con añadir que ninguna es extraña del espíritu e índole
de las revoluciones de que proviene nuestro sistema de gobierno y el esta-
do social verdaderamente democrático que alcanzamos, queda probado
poseer igualmente la segunda, es decir, la conveniencia; y si concluimos
recordando que nuestra España las ha esperado en vano cuarenta años
seguidos, forzosamente habremos de darlas también por oportunas, pro-
pias, deseadas, y con derecho y sobra de razón exigidas.
Alegar atraso y pobreza en la nación para defraudarla de ellas, valdría
tanto como sostener que por ser hoy ignorante y desventurada jamás debe
dejar de serlo; especie de círculo vicioso a que se muestra muy afecto el
peripatetismo de la escuela doctrinaria, y que consiste en justicar el mal,
por medio de la proscripción del bien; con lo cual nunca el mundo hubie-
ra avanzado un solo paso, si no fueran de otra manera los juicios de Dios,
que las alucinaciones de los hombres. ¿Por ventura, no estaban aún más
atrasadas y miserables que ahora España, todas las grandes y prepotentes
naciones de Europa, en la época de la introducción de las reformas a que
deben su gloria y su pujanza? ¿Por ventura necesitamos hoy más esfuerzos,
más virtud y más sabiduría para ser vulgar y pacícamente felices dentro
de casa, que los que empleamos para acometer y acabar las grandes y fa-
bulosas empresas que registra nuestra historia? «Porque el gobierno ha
estado divorciado de la sociedad, dice un elegante escritor nacional con-
temporáneo, el gobierno ha sido débil, y la sociedad mísera. Procuremos
restablecer la concordia de la sociedad con el gobierno, y el gobierno ten-
drá fuerza y la sociedad ventura. ue el pensamiento, que las necesidades,
que las exigencias, que los sentimientos de la sociedad pasen al gobierno,
y la obra de la regeneración, la obra del pueblo francés, y de la sociedad in-
glesa, estará en no menos tiempo consumada». He aquí una gran verdad
muy bien dicha por un hombre que conserva en sus libros el talento que
perdió en un Ministerio moderado.
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Mas, ¿cómo hacer para que se compadezcan en uno, o en pocos
los innitos intereses, sentimientos, voluntades y opiniones, distintos
muchos, y los más entre sí opuestos, contradictorios y aun enemigos
que se desenvuelven, crecen, combaten, mueren y viven en este tea-
tro de la sociedad tan móvil y variable cuanto enmarañado y confuso?
¿Cómo los conoceremos y satisfaremos? ¿En qué balanza mediremos
su verdad y su justicia? Y en el gran cuadrante del tiempo, ¿qué gno-
mon señalará la hora de la ejecución y del remedio?
En la sociedad y su razón universal hallamos criterio seguro; la -
losofía y las ciencias nos ofrecen sus principios por guía, bien así como
por asunto de la experiencia, y no debemos desmayar en esta edad de
pruebas y de incertidumbre que atravesamos, si, recordando memo-
rias de las pasadas, sabemos descifrar las enseñanzas de la historia,
donde siempre aparece triunfante la civilización, menguado el error,
robusto e incontrastable el progreso.
¿Por qué vacilar? Democráticas son nuestras costumbres y carác-
ter, y democrático ha de ser por precisión nuestro gobierno. Más tarde
o más temprano, todo tiene que someterse al espíritu nacional, y con-
tra éste nadie por mucho tiempo es poderoso; resorte comprimido, o
rompe el obstáculo o lucha contra él sin cesar o se somete momentá-
neamente a la fuerza hasta que, una vez libre, recobra sus funciones y
vuelve al mando y al imperio. Siempre ha valido más la sociedad es-
pañola que sus gobernantes de todo género: ¿cómo, pues, no esperar,
mientras viva la sociedad, que algún día serán dignos de ella los que de
ella reciben en depósito y sólo en depósito, el dominio?
Reina, es verdad, en los ánimos la indiferencia, y en los entendi-
mientos la duda; pero ni esa duda ni esa indiferencia signican que
el espíritu humano pueda vivir descreído, sino que vive hoy sin rea-
lidades a que apegar sus creencias: porque amar, así para las naciones
como para los individuos, es ser feliz; y no hay amor sin fe, ni fe sin
esperanza. Dudamos porque estamos próximos a creer; y todo nos es
indiferente porque esperamos a que llegue un objeto digno del afecto
del corazón y del mito del espíritu. Semeja hoy el mundo a un terreno
desembarazado de malezas y escombros, abonado y arado para reci-
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bir las semillas buenas o malas que quiera hacer fructicar el labrador.
Cogerá cosecha opima de bienes o de males, trocado el germen en sa-
nas espigas o en plantas venenosas; pero, ¿cuánto durará el engaño si
permitimos todo género de ensayos, si estimulamos todos los expe-
rimentos, si aquilatamos todas las verdades, si damos luz y espacio al
error para que muera a manos del raciocinio y la experiencia?
Todo, todo consiste ahora en el método que sigamos para proponer
y para ejecutar las reformas, teniendo siempre muy presente que nada es
más opuesto a ellas que las ideas absolutas y las pretensiones exclusivas.
De dos maneras distintas se innova y se reforma: por la razón o por la
guerra. Si ésta queremos, no debemos decirlo: conspiramos y espera-
mos; si aquella, discutimos. Pero si la verdad es una y absoluta, no así los
medios y modos de realizarla, que son muchos y variables, según (ya lo
hemos dicho) las circunstancias y los tiempos, la fuerza de los abusos y
el poder de la opinión. Y como reformar es destruir un orden completo
de intereses que tiene a su favor la ley y la costumbre, ¿qué hacer para
conseguir, ya que no la aquiescencia, la neutralidad de los interesados?
¿ué para concitar el menor número posible de enemigos a la obra de la
demolición y la reforma? Demostrar que es posible el bien sin mezcla de
mal, o con males de fácil composición y remedio; lo que vale reformar
paulatina y gradualmente, ofreciendo hasta donde sea dable compensa-
ción a los intereses destruidos y a las esperanzas defraudadas.
Tal es el método. Con otro diferente podemos hacer una revolución, o
fabricar un sistema, o escribir un libro de enseñanza especulativa, mas no
ser hombres de Estado, útiles y populares. Debajo de toda idea absoluta
o de cualquier pretensión exclusiva debe estamparse la palabra imposible;
y hacer una pretensión o una idea imposibles es matarlas. Una es la arena
de las aulas y otra la de las luchas sociales y políticas; muy diferentes entre
sí. En aquella la lógica inexible conduce a la verdad; en ésta, sólo apro-
vecharía para dar a la verdad, con el odio y la animadversión de las gentes,
la librea del error y la apariencia de la mentira. De distinto modo procede
naturaleza, y también de distinto modo la historia, maestra de los hom-
bres, teatro de la humanidad y espejo donde se reejan los designios de la
Providencia: todo en ellas es gradual, lento y pausado. Corta y efímera es
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la vida de los individuos, y por eso el hombre se impacienta y trastorna:
inmortal es Dios, y por eso es impasible y organiza.
Pongamos en Él nuestra esperanza, y en el Progreso nuestros ojos.
Mucho nos habría enervado y acobardado el despotismo si hubiése-
mos perdido la fe en uno y otro para alcanzar la libertad; puesto que
ésta sea un bien harto excelente para cuan presto pedido tan presto al-
canzado: y más, que siempre debemos tener presentes en la memoria,
para avigorar el corazón y aparejarnos varonilmente a la fatiga, estas
palabras que de nuestros reyes absolutos decía, ya en el siglo XVI, el
docto, grave y piadoso fray Luis de León en sus Nombres de Cristo:
«éstos que ágora nos mandan reinan para sí, y por la misma causa no
se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su descanso en
nuestro daño».
Madrid, 17 de setiembre de 1849
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APUNTES BIBLIOGRÁFICOS
Acerca de don José Lorenzo Villanueva1
1 Se publicó como prefacio a la edición de Las angélicas fuentes o el tomista en las Cortes, primera y segunda
partes, escrita en Cádiz en 1811 y 1813; por don Joaquín Lorenzo Villanueva, individuo de aquellas Cortes. Se
imprimió en libro de 124 páginas, en la imprenta de la Calle de S. Vicente, a cargo de D. Celestino
G. Álvarez, en Madrid, 1849. El prefacio ocupa 32 páginas y lleva fecha de 26 de octubre de 1849.
La edición se hizo bajo el rubro general de “Obras poéticas, económicas y sociales, de D. Rafael
María Baralt y D. Nemesio Fernández Cuesta”. No conocemos cuánto pertenece a uno y a otro. En
la portada consta una “Advertencia” en la que justifica el atraso en la repartición del opúsculo, “por
causas que humanamente no nos ha sido dable evitar”. (Nota de P. G.).
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Los que leyeren los folletos que a estos breves apuntes siguen, nos
agradecerán sin duda, la reimpresión que de ellos hacemos, cuyo ob-
jeto es dar a la generación presente una obra digna de su atención, y
de muy pocos conocida, como escrita a principios de un período, no
terminado aún, de guerras y turbulencias, de revoluciones y reaccio-
nes, de actos de heroísmo y actos de perdia; período en el cual no
era posible que los escritores dedicados a desvanecer las añejas preo-
cupaciones y los sosmas con que las reformas eran y son combatidas
obtuviesen toda la atención que merecían, y fuesen tan leídos como
en épocas más tranquilas y de más extendida, si no mayor ilustración,
podían serlo. Creemos que, por tanto, hacer un servicio al público sa-
cando del olvido en que yacen los dos folletos siguientes, si bien el
mérito de semejante reimpresión pertenece en gran parte a quien nos
los ha proporcionado y que por ciertos respetos no nombramos.
D. Joaquín Lorenzo Villanueva nació en Játiva el 10 de agosto de
1757. En aquella ciudad estudió las humanidades con el aprovecha-
miento que permitía el plan miserable que regía entonces, hasta que
pasando a Valencia a estudiar losofía, tuvo la fortuna de dar en manos
de don Juan Bautista Muñoz, uno de los españoles más ilustrados del
pasado siglo. En 1777 se graduó primero de maestro en arte, y luego
de doctor en teología, y siendo solamente de edad de diez y ocho años,
pasó a Orihuela al concurso de la canonjía magistral de aquella iglesia.
En Orihuela, el Obispo, acionado a sus buenas prendas, le nombró
catedrático de losofía del seminario, en cuya cátedra, según nos dice
él mismo, procuró inspirar a los alumnos tal cual desengaño en la ló-
gica, en la moral y en la física, que había debido a su maestro Muñoz.
Ocupaban entonces el ergotismo y las cavilaciones escolásticas el lugar
de la pacíca lección y meditación de las divinas Escrituras y de los
Santos Padres: las órdenes mendicantes se gloriaban, como lo habían
hecho antes los jesuitas, de ser las tropas auxiliares de la curia romana;
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y por medio de ellas, iban cundiendo en el clero secular y en el pueblo
las máximas de la dominación universal de los Papas, aun en lo tem-
poral de los reyes y de los reinos, siendo para algunos punto menos
que herejía negar la infalibilidad del romano Pontíce, y no igualar su
tribunal al de Jesucristo. Villanueva, prevenido de antemano contra
el falso celo de los apóstoles del despotismo papal, habiendo hecho
un estudio profundo de la historia eclesiástica, y seguido paso a paso
las usurpaciones de la curia, no era lo más a propósito para imbuir a
sus discípulos en las doctrinas que a Roma y sus satélites convenían.
Ciertos desastres que recibió con motivo de unas conclusiones que
tenía preparadas, le obligaron a presentar la renuncia de su cátedra, y a
trasladarse a Madrid, como lo vericó en agosto de 1780.
En Madrid hizo oposición a una de las canonjías de la real iglesia
de San Isidro, de cuyas resultas el inquisidor general lo nombró cate-
drático de teología del seminario de San Carlos de Salamanca. Parece
que nuestro autor no había nacido para enseñar en los seminarios de
aquella época, pues en breve hubo de renunciar su nueva cátedra y vol-
ver a Madrid. El inquisidor Beltrán se constituyó su protector, nom-
brándolo su capellán y consultor del tribunal de corte, teniéndolo en
su compañía hasta su muerte, conriéndole por su mano las sagradas
órdenes, y depositando en él la más íntima conanza. Este inquisidor
en sus últimos días pidió para Villanueva la doctoral de la Real Capilla
de la Encarnación, cuya dignidad le concedió el rey, el cual le nombró
después en 1795 su capellán de honor y predicador.
En aquella época (1786) dio a luz sus primeras obras, que fueron
una traducción en verso castellano, ilustrada con notas, del poema de
San Próspero contra los ingratos, y otra del Ocio de Semana Santa,
la cual estuvo a pique de llevarlo a la Inquisición. De esta obra se han
hecho seis ediciones; la última en 1829.
Desde que Villanueva fue promovido al sacerdocio, comenzó a
darle en rostro la precipitación y falta de decoro con que celebraban la
santa misa algunos presbíteros: había misas de doce y hasta de nueve
minutos, y las que llegaban a veinte eran ya intolerables aun para mu-
chas personas tenidas por virtuosas; la iglesia de San Gil, contigua al
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Palacio, era la que entre todas se distinguía por la brevedad de sus mi-
sas. Con el n de cortar este abuso, escribió nuestro autor un opúsculo
titulado De la obligación de celebrar el santo sacricio de la Misa con
circunspección y pausa, y como complemento de éste, otro con el título
De la reverencia con que se debe asistir a la Misa, y de las faltas que en
esto se cometen. El primero de estos opúsculos tuvo dos ediciones en
1788 y 1803, y el segundo se imprimió en 1791: ambos produjeron
bastante fruto, corrigiéndose en parte los defectos que en ellos se cen-
suraban, y que habían llegado a tan alto punto, aun en la administra-
ción de la Penitencia, que el inquisidor Beltrán declaró por entonces
que si no fuera por la Inquisición, el confesionario sería un burdel. En
efecto, poco tiempo antes de estas publicaciones, había habido nece-
sidad de mandar que los confesionarios en los conventos de monjas
estuviesen en los templos a la vista de los concurrentes; providencia
que parece produjo contestaciones desagradables con algunos obispos
celosos de conservar intacta su jurisdicción en este punto.
Estalló en 1789 la revolución francesa, y Villanueva, con el n de
demostrar la concordia de la religión con todas las formas de gobierno
admitidas en los pueblos cultos, escribió una obra que se imprimió en
1793 con el título de Catecismo del Estado, según los principios de la Re-
ligión. Esta obra, dirigida a combatir las exageradas pretensiones de los
que creían incompatible la religión con determinadas formas de gobier-
no, le valió un proceso que le fulminó la Inquisición, si bien por él no se
le hizo cargo alguno, merced a la protección que siempre le dispensaron
los más ilustrados inquisidores. Escribió por entonces el obispo francés
Gregoire una carta al arzobispo de Burgos, inquisidor general, defen-
diendo a los gobiernos democráticos y censurando las persecuciones
que se hacían en nombre de la religión. A esta carta le ocurrió a nuestro
autor contestar, creyendo no ser razonable que todas las monarquías se
convirtiesen en repúblicas ni desacreditar las armas usadas por la potes-
tad temporal contra los enemigos de la Iglesia. Salió a luz su folleto con
el título de Cartas de un presbítero español sobre la carta del ciudadano
Gregoire, obispo de Blois, etc., y salió contra la opinión de sus amigos, los
cuales habían previsto lo que Villanueva conoció después: “Muy cierto,
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dice él mismo en sus Memorias, muy cierto estaba yo del buen espíritu
de aquel digno prelado; mas a pesar de las instancias que se me hicieron
por personas de grande autoridad para que desistiera de aquella empre-
sa, no pude menos de combatir este escrito con alguna acrimonia, con
el n de que no se abusase en España de ciertas expresiones, dándoseles
el sentido que no convenía. La experiencia que muy a costa mía tuve
después del abuso que se ha hecho y se hace en España de la justa causa
por que abogué entonces, me inclina a tener por prudente el consejo
que me dieron aquellos amigos. Acaso columbraron ellos lo que no sos-
peché yo nunca, esto es, que el poder Real llegase a convertirse en armas
para abatir y arruinar a la nación, y que la hipocresía vistiese el disfraz de
la religión para infamarla y perseguirla. Como veo la justicia con que la-
mentan ahora estos malos la lealtad y la piedad española, debo dolerme
del partido que adopté entonces: ahora no le abrazaría.
Lo que no veía con claridad nuestro autor en 1789 cuando impri-
mió sus cartas, lo habían visto otros poco tiempo antes, desde que el
Conde de Floridablanca, justamente elogiado por otra parte de mu-
chos escritores, dio un decreto suprimiendo en las universidades y co-
legios la enseñanza del derecho natural y de gentes.
A principios del siglo actual, concluyó Villanueva de publicar el
o Cristiano, que había empezado a nes del reinado de Carlos III,
obra que comprende diez y nueve tomos en octavo, y en la cual pro-
curó que campease la piedad con la sólida crítica, descartando de las
vidas de los santos las cciones de las decretales de Isidoro y las fábulas
de los cronicones publicados por el jesuita Román de la Higuera. El
Conde de Floridablanca lo felicitó por su acierto e hizo imprimir el
o Cristiano por cuenta del rey en la Imprenta Real. Sin embargo, los
fanáticos atacaron esta obra sin piedad y la denunciaron a Carlos IV
como sospechosa de herejía. Sin duda no la habían leído o esperaban
que el monarca dictase una providencia precipitada, pues uno de los
cargos que fulminaron contra Villanueva fue que había negado ser la
Virgen hija de San Joaquín. Un cortesano abrió entonces el libro co-
rrespondiente a la esta de este santo, y vio que empezaba: S. Joaquín,
padre de Nuestra Señora, con lo cual quedó desvanecida la calumnia.
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Pero no le habría valido su inocencia a no haber sido por la amis-
tad que los inquisidores le dispensaban. El único con quien hasta en-
tonces no había tenido ocasión honrosa de contraer relaciones era el
Cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo; mas habiendo tenido no-
ticia de que estaba prevenido contra él por las sugestiones de ciertos
devotos, se le presentó sin más recomendación que una colección de
sus escritos, rogándole que los leyese y le dijera si tenían algún defecto
para enmendarlo. El Cardenal Lorenzana le contestó nombrándolo
su consultor y prodigándole desde entonces todo linaje de atenciones.
Nombrado después rector de los hospitales General y de la Pasión
de esta Corte, de nuevo fue denunciado a la Inquisición como propa-
gador de malas doctrinas entre los que estaban bajo su dirección. El
inquisidor general Arce despreció empero la acusación, conociendo
que procedía de los que no estaban bien con el celo y vigilancia que Vi-
llanueva había desplegado en el ejercicio de su cargo. Venía en efecto el
tiro de un penitenciario del hospital que se consideraba agraviado por
no haber sido propuesto para un ascenso en el lugar que él creía me-
recer. Villanueva tomó el negocio a pechos e hizo que se retractase el
ofensor, inuyendo después para obtener su perdón, y concediéndole
como generoso su amistad.
Hizo Villanueva en aquel establecimiento grandes servicios, y por
su continua asistencia al desempeño de sus deberes contrajo dos en-
fermedades hospitalarias que le pusieron al borde del sepulcro. Resta-
blecido de ellas, logró que se le admitiera la quinta renuncia que había
hecho de su cargo, y en premio de su celo, lo condecoró Carlos IV con
la cruz de Carlos III, y le nombró penitenciario de su Real Capilla.
Por aquel tiempo proyectó escribir una obra sobre los ritos de la
antigua Iglesia española; y habiendo comunicado su pensamiento al
ministro don Pedro Cevallos, éste autorizó por una real orden a su
hermano don Jaime para que de los archivos de las catedrales y biblio-
tecas de las comunidades recogiese lo conveniente. Don Jaime Villa-
nueva registró los archivos comenzando por Valencia y fue enviando
sucesivamente a su hermano las noticias que adquirió en varias cartas,
las cuales comenzaron a ver la luz pública en 1806 con el título de
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Viaje literario a las Iglesias de España. Cuando iban impresos cinco
tomos y estaban preparados treinta para la impresión, acaeció la inva-
sión de Bonaparte que la impidió. En la época del año 1820 al 1823 se
imprimieron otros cinco tomos; pero la reacción absolutista que vino
después hizo que esta obra quedara incompleta.
En 1807 publicó también nuestro autor el Kempis de los literatos,
colección de sentencias tomadas de los sagrados libros, de los Santos
Padres, y de los más célebres lósofos de la Antigüedad, acerca de la
conducta moral y literaria de los que se dedican a las ciencias, y espe-
cialmente de los escritores. En el prólogo de esta obra ofreció una nue-
va colección de máximas aplicables a las demás clases de la sociedad;
pero no llegó el caso de que pudiera dar cumplimiento a su promesa.
Entretanto, no olvidando que era individuo de la Academia Española,
donde había sido recibido en 1792, continuaba trabajando en el Dic-
cionario etimológico de la lengua castellana. Luego que tuvo formados
treinta y dos mil artículos presentó su trabajo a aquella corporación,
la cual nombró una comisión para examinarlo, y siguiendo el infor-
me favorable de ésta, acordó que se imprimiese aquel diccionario con
el nombre del autor luego que estuviese completo. A los pocos días
de este acuerdo atravesó el Guadarrama el ejército de Napoleón, con
cuyo motivo el autor hubo de retirarse a Sevilla con la junta central.
En aquella ciudad añadió cerca de diez y ocho mil artículos a su obra;
pero desgraciadamente todos estos manuscritos desaparecieron luego
sin que hayan podido hallarse. Poco tiempo después de haber sido ad-
mitido en la Academia Española fue elegido miembro en la de la His-
toria, en cuyo ingreso presentó una memoria sobre la época de un bajo
relieve representando un cordero con una cruz que fue hallado entre
las ruinas de la antigua Setabis, hoy Játiva. El objeto de esta memoria
era demostrar que aquel relieve pertenecía al siglo VII, en cuya época
no se presentaba aún en público la imagen de Cristo crucicado.
Antes de dejar a Madrid contribuyó a los preparativos para su de-
fensa contra las tropas de Napoleón, trabajando en el levantamiento
de parapetos y colocación de baterías en los puntos más elevados; y
cuando ya se veían relucir las corazas y los sables de los invasores salió
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solo y a pie por el camino de Toledo, abandonando su casa y librería
por no someterse a los extranjeros. De Toledo se trasladó a Játiva, su
patria, y después de una corta permanencia en aquella ciudad, pasó
a Sevilla, donde fue nombrado por la junta central individuo de la
comisión eclesiástica encargada de preparar las materias de disciplina
externa que debían someterse al examen de las Cortes. El 24 de enero
de 1810 se alborotó el pueblo de Sevilla sabiendo que el enemigo ha-
bía atravesado la Sierra Morena: nuestro autor huyó con su hermano
don Jaime a Marbella y de allí se dirigió a Cartagena y luego otra vez a
Játiva. A su paso por Orihuela supo que su provincia lo había elegido
diputado a Cortes: a poco tiempo recibió en efecto la orden del Go-
bierno, y el 26 de julio de 1810 emprendió su viaje a Cádiz, adonde no
pudo llegar hasta el 24 de octubre. Entonces escribió su obra titulada
Mi viaje a las Cortes, en la cual reere las dicultades que tuvo que
vencer para llegar al término de la expedición.
Trasladadas las Cortes a Cádiz desde la Isla de León donde se insta-
laron, publicó Villanueva una Defensa de ellas en contestación a la car-
ta pastoral de cinco obispos refugiados en Mallorca. Entonces escribió
también la primera y segunda parte de la obra que damos a continua-
ción de estos apuntes, en la cual se propuso y consiguió demostrar que
están conforme con la doctrina de Santo Tomás los artículos principales
de la Constitución, esto es, de las leyes fundamentales de la nación es-
pañola. El consejero de Castilla, don José Colón, en un escrito titulado
España vindicada, había declamado, como después lo han hecho otros
que no son Colones ni consejeros de Castilla, contra el dogma de la so-
beranía nacional, tildando esta doctrina de impía y contraria a la reli-
gión, y maravillándose de que autorizase lo que se escribía en el Diario
de las Sesiones un hermano de nuestro autor, redactor de aquel diario,
que por ser fraile dominico, decía el señor Colón, debía haber bebido
en las angélicas fuentes de aguas puras. De aquí tomó ocasión Villanueva
para dar a sus folletos el título de Las angélicas fuentes.
Otro opúsculo publicó en seguida con el de El Jansenismo, por Ire-
neo Nistactes, cuyo objeto fue probar la ligereza con que un maestro
dominico de Sevilla, llamado fray Francisco Alvarado, en sus Cartas
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del lósofo rancio que publicaba en aquella ciudad, reprodujo los anti-
guos ataques de los jesuitas contra los que ellos llamaban jansenistas.
Estas ocupaciones no le hacían desatender de modo alguno las más
graves que le proporcionaban las cuestiones que se ventilaban en las
Cortes. Por entonces presentó al Congreso un dictamen sobre la re-
forma de las casas religiosas, necesidad que se dejaba sentir en tan alto
grado, que muchos de los mismos frailes que, guiados por un falso
celo, defendían el despotismo político, se sublevaban contra el des-
potismo doméstico y contra los desórdenes de que sus conventos eran
teatros. Otro dictamen importantísimo escribió sobre la celebración
de un concilio nacional. Chocaba a muchos entonces, como chocará
al presente a los que piensen en ello, que habiendo sido España tan
célebre en los anales eclesiásticos por sus concilios nacionales, y siendo
ley del Estado la disposición del concilio de Trento que tan solemne-
mente mandó la celebración de concilios provinciales y diocesanos,
se haya mostrado tan omisa en los últimos tiempos acerca del cum-
plimiento de este mandato. La causa de semejante omisión la explica
el obispo Solís en las siguientes palabras: “Siendo esta providencia (la
celebración de concilios) tan conforme al Evangelio como al derecho
de gentes, no ha tenido efecto porque la carta romana temerosa de su
reforma y de que los obispos juntos repitan sus derechos, abomina los
concilios nacionales como a sus mortales enemigos, huyendo y frus-
trando los generales con el mayor arte y esfuerzo, como sucedió en
el Senonense y Basilense, y últimamente en el Tridentino, convocado
con tanta necesidad de la Iglesia como repugnancia de los papas, en
fuerza de los clamores del pueblo cristiano y de los príncipes; y aun
así disolutivamente trasladado por Paulo III desde Trento a Bolonia,
no obstante la contradicción de Carlos V y de todos los obispos es-
pañoles; y concluido atropelladamente por Pío IV, en medio de las
gravísimas representaciones con que Felipe II y los prelados de estos
reinos se opusieron a su nalización intempestiva. Tanto es el miedo
que Roma tiene a los concilios generales”.2
2 Dictamen de D. Francisco Solís, obispo de Córdoba y Virrey de Aragón, dado a Felipe V en 1709
sobre los abusos de la Corte de Roma.
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Penetrado de estas verdades Villanueva, y celoso defensor de la pure-
za de la religión y de las libertades de la Iglesia española, redactó su dic-
tamen, que fue luego aprobado por las Cortes, proponiendo: 1° ue no
hallándose en el concilio de Trento mandato ninguno que obligue a los
nacionales y provinciales a pedir su conrmación a la Santa Sede, ni ha-
biéndose opuesto la curia a la práctica contraria de la Iglesia de Tarrago-
na, para evitar que el riesgo de estas contestaciones retrajese a nuestros
prelados de la celebración de concilios, se dispusiera que los de España
no solicitasen en adelante esta conrmación, bastando que el primado
del reino o el metropolitano anticipadamente diesen cuenta al romano
Pontíce de que iba a celebrarse el concilio y que en él se renovara la
obediencia debida a Su Santidad, como lo tiene acordado el Tridentino.
2° ue asistiendo al concilio el rey o un comisionado regio para prote-
gerlo o defender en caso necesario los derechos de la potestad temporal,
no se exigiese por parte del gobierno examen ulterior de sus actas. 3°
ue fuera de cargo del rey o del cuerpo nacional permanente reclamar
la celebración de los concilios nacionales conforme al espíritu de la Igle-
sia. 4° ue teniendo en consideración las repetidas exhortaciones del
concilio Tridentino primero a los católicos, después a los protestantes
para que le comunicasen sus luces y le indicasen los medios conducen-
tes al n de su celebración, y asimismo el buen efecto que causaron las
Memorias presentadas con igual objeto por Santo Tomás de Villanueva
al concilio de Trento por el venerable Juan de Ávila al provincial de To-
ledo, por el Beato Juan de Rivera al de Salamanca, y por otros esclareci-
dos españoles a varios sínodos de la monarquía, se excitase desde luego
el celo de los varones sabios a que indicaran al concilio omni libertate,
como lo pedía el de Trento, cuanto juzgasen conducente al mayor deco-
ro y prosperidad de nuestra Iglesia. 5° Y por último, que se convidase a
los doctos para que por medio de breves escritos procurasen demostrar
al pueblo la utilidad de los concilios y el incalculable bien que por este
medio se le preparaba.
Como hemos dicho arriba, este dictamen, que contenía el germen
de la reforma que más tarde o más temprano ha de experimentar la
Iglesia católica, limpiando a la religión de las manchas con que la ig-
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norancia y la superstición han empañado su belleza, fue aprobado por
las Cortes y llegó a tener fuerza legal, si bien no tuvo ejecución por los
sucesos que después ocurrieron; y aunque, según acabamos de decir,
creemos que la tendrá en adelante, todavía en los tiempos que corren
no es posible esperar que se ejecute, antes los males que Villanueva
deploró los vemos en el día agravados y las usurpaciones de la curia
romana aumentadas considerablemente, merced a un partido que por
granjearse el apoyo de la parte fanática del clero y de los absolutistas
no ha vacilado en sacricar el decoro y la libertad de la Iglesia españo-
la, haciendo en esto más daño a la religión que el que le hicieron sus
más decididos y francos adversarios.
En 19 de marzo se proclamó en Cádiz la Constitución, y aquella
misma noche hallándose Villanueva en una tertulia en que se reunían
también los obispos de Mallorca y de Sigüenza, los diputados Sierra y
Martínez y otros dos eclesiásticos, recayó la conversación sobre el suceso
del día. “Con razón, dijo Villanueva, estamos hoy todos llenos de júbilo
por ver abolido el despotismo ilegal que llegó a poner a la nación al can-
to del precipicio...; ¿mas, cuánto tiempo nos durará este bien? Prescindo
de otros ataques que pueden dirigirse a este grandioso edicio: hay otro
riesgo que me roba la tranquilidad. “¿Y qué la tranquilidad?”. “¿Y qué
riesgo es ese?”, preguntaron todos. “La tenacidad de Roma, contestó Vi-
llanueva, en conservar a todo trance su monarquía universal eclesiásti-
ca y su dominación temporal sobre reyes y reinos...” “Estoy tan seguro,
prosiguió, del enlace que hay entre las libertades canónicas de la Iglesia y
las políticas de las naciones, que a mi juicio, el menor detrimento de las
canónicas es un asalto contra las políticas, o un portillo cuando menos
que prepara la sujeción ilegal de los pueblos al despotismo civil. Pala-
bras son estas tan exactas como notables, que están conrmadas por la
experiencia y que deben ser grabadas en el corazón de los pueblos para
que las tengan presentes los hombres y los partidos el día en que suba al
poder uno que pueda poner en práctica la doctrina que contienen.
En aquella tertulia de hombres ilustres, la cual por la fama de las elo-
cuentes disertaciones de Villanueva se fue haciendo cada día más nume-
rosa, aclaró nuestro autor con una lucidez extremada muchos puntos
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de historia eclesiástica que la ignorancia y el fanatismo tenían oscure-
cidos; varios de los asuntos que allí trató, recibieron más ampliación en
el opúsculo que publicó después, titulado: Incompatibilidad de la mo-
narquía universal y absoluta y de las reservas de la curia romana con los
derechos y la libertad de las naciones; de otros hizo una larga relación en
sus Memorias, hablando de lo que pasó en el concilio de Trento, donde
fueron insultados los obispos españoles por haberse opuesto a las pre-
tensiones de la curia; tratando de las facultades de los obispos en sus
respectivas diócesis; demostrando que tienen en ellas iguales derechos
eclesiásticos que el Papa en sus estados y recordando que el título de
Papa, Padre, Apóstol, se dio antiguamente y aun se da en la iglesia de
Oriente, no sólo a los Obispos, sino también a los sacerdotes de orden
inferior. Varias citas que en apoyo de estas verdades hizo, conviene que
aquí sean reproducidas; porque los tiempos no han variado, antes bien
nos hallamos amenazados por esta parte de nuevas calamidades.
“Como en los reinos temporales, dice el citado obispo Solís, suelen
los príncipes superar las leyes a que estuvieron ceñidos sus progenito-
res, arrogándose las facultades de magistrados y Cortes; así Roma, he-
cha a su gentil dominación, en que las potencias libres quedaron con
el título de protección hechas esclavas, ha ejecutado lo mismo en su
dominación eclesiástica, despojando a los Obispos de la jurisdicción
que el mismo Hijo de Dios les ha dado. De donde resulta, como de-
cía el arzobispo de Granada, don Galcerán de Albanell, en su Parecer
acerca del Breve de Urbano VIII, que si los Reyes y los Obispos “no se
oponen con valor a estas novedades (de la corte de Roma) se tragarán
de manera toda la autoridad y preeminencia de los Reyes y Obispos
que los Reyes se quedarán como unos gobernadores de la silla apostó-
lica, y los Obispos como unos sacristanes. Por tales sacristanes deben,
en efecto, ser reputados hoy los sucesores de los Apóstoles.
“¿Y a qué otra cosa, añade Villanueva en sus Memorias, a qué otra
cosa sino al triunfo de estas novedades iban dirigidas las calumnias y
los insultos que sufrieron en Trento de parte de los Legados y de los
Obispos italianos los Padres españoles, defensores de la divina auto-
ridad del episcopado? Por haber vindicado en esto la causa de Dios
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y de la Iglesia fue llamado allí cismático el Obispo de Guadix, hereje
el de Gerona, y sarnosos otros dignos Obispos nuestros, hasta gritar
los italianos con insolente descomedimiento en la sesión del 1° de di-
ciembre de 1562: Plus molestiae nobis infertur ab ipsis Hispanis qui
catholicos agunt quam ab ipsis haereticis: (más disgusto nos causan es-
tos españoles que se pretenden católicos que los mismos herejes). Y
no fueron mejor tratados los franceses, de los cuales dijeron con inde-
cente alusión, ajena de la decencia pública: ex hispanica scabie descen-
dimus in morbum gallicum (de la sarna española hemos venido a parar
al mal gálico). Por eso uno de aquellos bajos aduladores que osó decir
multum cantant hi galli (mucho cantan estos gallos) mereció oír esta
afrentosa contestación: utinam ad galli cantum surgeret et paeniteret
Petrus (ojalá que el canto del gallo se levantara y arrepintiera Pedro)”.
En otra conferencia, demostró Villanueva con incontestables ra-
zones la falta de fundamento con que la curia romana pretende dar
al Papa el título de Obispo universal. Habíase suscitado en la tertu-
lia esta cuestión, citándose a Benedicto XIV, el cual asegura que na-
die, sin faltar a la fe, puede negar que el Papa sea Obispo universal de
todos los obispados de la Iglesia. “San Gregorio, dijo nuestro autor,
contestando a una carta de Eulogio, patriarca de Alejandría, en que se
le daba este título, le encargó que ni a él ni a nadie se le diese nunca;
y es necesario suponer, o que Benedicto XIV se engañó, o que San
Gregorio fue hereje. Responden los ultramontanos, que cuando San
Gregorio dijo que el Papa no era Obispo universal no estaba denido
este punto y después lo estuvo. Pero si estaba denido ¿cómo es que
se trató de él en el concilio de Trento por espacio de diez y seis meses
sin poder llegar a una solución denitiva? Y es más, que llegó a estar
extendida la minuta del decreto, y sabiendo Pío IV la resistencia que
oponían los Obispos españoles y franceses a aprobarlo, encargó a su
sobrino San Carlos Borromeo escribiese en su nombre al presidente
del concilio, que en la primera sesión propusiese a los Padres que se
podía dejar para tiempos más felices la denición de este Punto. Al
proponer esto el presidente, dijo en alta voz el arzobispo de Granada
don Pedro Guerrero: “¡qué cosa esta tan indigna!, ¡qué mengua no
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será para los Padres del concilio dejar de decidir un punto como éste
tan claro como los preceptos del decálogo!”. Si pues esto se hallaba
denido, ¿cómo es que el arzobispo de Granada dijo en el concilio, sin
contradicción de nadie, que debía decidirse lo contrario y que era tan
claro como los preceptos del decálogo?”.
No es menos importante el discurso que pronunció Villanueva en
una de estas ocasiones sobre las libertades de la Iglesia española y cree-
mos que nuestros lectores nos estimarán que hagamos de él un breve
y sustancial extracto. Estaba oreciente la religión en España cuando
la dominaron los godos; nuestros arzobispos y obispos se llamaban
papas, padres, pontíces, pastores, hasta que San Gregorio VII, en un
concilio celebrado en Roma a nes del siglo XI, ordenó que el título
de Papa fuese privativo del romano Pontíce, lo cual ha autorizado el
uso en Occidente, si bien en Oriente todavía se da el nombre de Pa-
pas a toda clase de clérigos. El derecho que siguieron nuestras iglesias
hasta la invasión de los árabes y después hasta la introducción de las
llamadas regalías de la Cancelaria es el que se recopiló en el códice de
los cánones de la Iglesia española, y se llamó antiguo derecho común
eclesiástico. Reclamar que por este derecho se rijan las iglesias, es pedir
las libertades de la Iglesia española, las cuales no son privilegios o usos
establecidos contra ley, sino prácticas apoyadas en el Evangelio y en las
reglas prescritas por los concilios generales y por nuestros concilios
nacionales: excepciones del yugo de la curia que hizo desaparecer su
observancia por efecto de la ignorancia de los tiempos.
Estas libertades consisten: 1° En el derecho que tiene la Iglesia es-
pañola de defenderse contra toda innovación que quiera introducirse
en ella o se haya introducido a pesar de las antiguas prácticas canóni-
cas observadas durante largos siglos; 2° en las prácticas apoyadas en el
derecho natural y de gentes; 3° en los que se llaman privilegios canó-
nicos o regalías, como el pase de las bulas y otros, cuya abolición, si se
hubiera tolerado en España, habría trocado los reyes y los súbditos en
siervos de una potencia extranjera.
Así como la libertad civil no consiste en la insubordinación ni en
la exención de todo mando y autoridad, sino en depender de las leyes
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y al tenor de las leyes, así la libertad eclesiástica no consiste en desco-
nocer los mandatos de la Iglesia, sino en prestar una obediencia lial
y canónica al Romano Pontíce en las cosas que pertenecen a su respec-
tiva jurisdicción según los cánones: obediencia que, al mismo tiempo
que contenga a los súbditos en su obligación, los exima del yugo de la
arbitrariedad. De aquí se sigue que los eles españoles deben obedecer
a sus legítimos pastores; pero esta libertad los autoriza para no obe-
decerlos si atentaren contra sus derechos reconocidos por la Iglesia o
contra los privilegios canónicos o regalías de que no deben sufrir des-
pojo. El restablecimiento de los antiguos cánones no sería, pues, una
novedad contra derecho: los mismos papas han hecho la apología de
ellos: el papa Zósimo asegura que contra lo establecido en los conci-
lios nada puede la autoridad de la Santa Sede, y el papa Celestino dejó
a sus sucesores la exhortación siguiente: dominentur nobis regulae, non
regulis dominemur; simus subjecti canonibus.
Itil es decir que profesando estas doctrinas y sabiéndolas soste-
ner con tan vasta erudición y tanta copia de razones, fue Villanueva
uno de los que más contribuyeron a que se aboliese el tribunal de la
Inquisición por las Cortes, cuyas discusiones con este motivo duraron
desde el 8 de diciembre de 1812 hasta el 5 de febrero de 1813. Asi-
mismo inuyó poderosamente para la abolición del voto de Santiago
y para otras muchas reformas ejecutadas o proyectadas por las Cortes
extraordinarias. Convocadas luego las ordinarias en setiembre, y no
habiendo aún llegado a Cádiz todos los diputados electos para ellas, se
echaron suertes para elegir entre los diputados de las Cortes extraordi-
narias los individuos que hasta la llegada de aquellos habían de suplir
su falta. Uno de los designados por la suerte fue Villanueva, por cuya
causa asistió en calidad de suplente a las nuevas Cortes, las cuales se
trasladaron luego a la Isla de León hasta el 21 de diciembre en que con
la Regencia emprendieron su viaje a Madrid. En ellas hizo una pro-
puesta para la restauración de la antigua silla episcopal de Játiva, que
fue admitida a discusión casi por unanimidad y al cabo de tres meses
aprobada. Sin embargo, no llegó a establecerse la silla: estuvo suspenso
este negocio los seis años del mando absoluto; en 1820, allanados los
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obstáculos por Villanueva, se hizo la demarcación de la nueva dió-
cesis, y el gobierno, siguiendo el mal ejemplo de las reservas, pidió al
Papa la bula. Tantos obstáculos puso Roma para la concesión de esta
bula, que llegó la reacción de 1823 sin que se hubiera expedido.
Luego que la Regencia supo en Madrid la llegada del rey a la fron-
tera, dispuso que una comisión saliese a recibirlo. Llevaba esta comisión
a su cabeza al cardenal de Borbón, a quien acompañaban el patriarca de
las Indias y Villanueva como cura de palacio; y el primero tenía encargo
de presentar al monarca la Constitución de 1812, dándole tiempo para
que examinándola pudiera jurarla con voluntad cumplida. Entre Alcira
y Algesemí recibió la comisión un correo del Rey con pliegos en que se
la mandaba esperar en Valencia. Obedeció, y el rey, recibiendo la Consti-
tución de manos del presidente, contestó que la leería y daría su parecer a
las Cortes. La respuesta que dio Fernando VII fue autorizar con insigne
ingratitud una conspiración fraguada en Valencia contra las leyes funda-
mentales, de la cual resultó el célebre decreto de 4 de mayo de 1814.
Hallándose de vuelta Villanueva en Madrid, el 10 de mayo por la tarde
al salir de la Academia Española se le llegó un vocal para noticiarle que se
estaban preparando calabozos en el cuartel de guardias de corps. No trató,
sin embargo, de ocultarse, gurándose que no llegaría el escándalo hasta
el punto de prender a los que tan poderosamente habían contribuido a
reponer en las sienes del rey la corona que él había arrojado al lodo. Pero se
engañó: a la una de la noche, el juez de policía don Francisco Leiva, acom-
pañado de un alguacil, dos comisionados del vicario eclesiástico y alguna
fuerza militar penetró en su habitación y le intimó la orden de seguirlo a la
cárcel de la Corona. Al día siguiente, una turba de gente pagada al intento,
arrancó la lápida de la Constitución puesta en la Plaza Mayor y la arrastró
por las calles con grande algazara. Los directores de la farsa llevaron esta
procesión por la calle donde estaba situada la cárcel de la Corona, cuyos
presos oyeron, con este motivo, los insultos y amenazas que eran de espe-
rar de aquella clase de gente, la cual, capitaneada por un fraile de la Trapa,
continuó la misma operación por espacio de varios días con sus noches.
Entretanto, otro fraile del Escorial, llamado el padre Castro, publicaba un
periódico titulado la Atalaya de la Mancha, en que vomitaba sobre los
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diputados a Cortes los insultos más soeces y las más groseras calumnias,
en premio de todo lo cual recibió luego una pensión eclesiástica de diez
mil reales anuales. Al mismo tiempo, en el púlpito se predicaban sermo-
nes sanguinarios en que, engañando al pueblo con la máscara de religión,
se excitaba su saña contra los más honrados y ardientes defensores de sus
derechos. Al cabo de año y medio de prisión y padecimientos físicos y
morales, no resultando delito en las causas que se formaron, tuvo el rey la
dignación de darlas un corte por sí y ante sí, imponiendo a unos la pena
de presidio, a otros la de destierro, y a otros la de prisión en un convento.
Villanueva fue destinado por seis años al de la Salceda, cerca de Guadala-
jara, y privado además de la capellanía de honor y plaza de predicador de
la Real capilla.
En la madrugada del 18 de diciembre de 1815 salió nuestro autor
de Madrid, con su compañero de destierro don Nicolás García Paje, es-
coltados ambos por ocho soldados y un teniente de infantería, y al día
inmediato llegaron al lugar de su destino. La orden del rey que llevaba
el ocial para el guardián del convento sólo hablaba de la connación;
nada de seguir los actos de la comunidad ni de otras medidas duras; pero
luego hubieron de pensarlo mejor los consejeros áulicos y al corte de la
causa añadieron nuevos ribetes, mandando al guardián por medio de
otra real orden que ni a Villanueva ni a su compañero se les permitie-
se salir de la cerca del convento, ni escribir cartas, ni recibir visitas de
amigos. Cuatro años duró su cautiverio, en cuyo tiempo, habiéndose
granjeado el afecto del superior y de los frailes, tuvo a su disposición la
biblioteca, que contenía buenos manuscritos, dádivas en gran parte del
cardenal Jiménez de Cisneros y del arzobispo de Granada don Pedro
González de Mendoza. En aquella soledad, la meditación de los raros y
variados accidentes de su vida, le inspiró la idea de escribir un tratado de
la Divina Providencia. Escribiolo, en efecto, en prosa y verso, y lo divi-
dió en ocho libros, parte de los cuales envió a su hermano. No tenemos
noticia de que se haya publicado esta obra, de la cual decía el autor en
1825 que no se había perdido, y que esperaba con su publicación poder
dar gloria a Dios y hacer un cumplido obsequio a la parte atribulada del
género humano, que no es la más corta. Entretuvo también las largas
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horas de su encierro haciendo anotaciones a la versión castellana de los
Salmos por don Tomás González Carvajal, si bien no pudo anotar más
que el primer tomo por haber sobrevenido la revolución de 1820 que le
devolvió su libertad. Por último, entre aquellos peñascos volvió a pren-
der en su ánimo el fuego poético, que desde su juventud había estado
envuelto entre cenizas; y con rayar entonces en los sesenta años, salieron
de su pluma composiciones muy vivas y amenas, de que se llegaron a
formar cuatro volúmenes. De estas composiciones sólo han visto la luz
algunos trozos que el mismo autor publicó en sus Memorias, y pocas
que posteriormente aparecieron recopiladas, escogidas entre las mejo-
res: todas muestran que los años no habían disminuido ni la viveza de
su ingenio ni las dotes de su estilo.
Mientras en esto se ocupaba, los satélites del Santo Ocio le esta-
ban preparando una nueva y espantosa tribulación. El 19 de agosto de
1818 se le presentó un comisario con seis censuras, fulminadas contra
varias obras suyas y discursos pronunciados en las Cortes, exigiéndole
contestación. Aterrose Villanueva al descubrir en aquel mamotreto
que los alquimistas del Santo Ocio habían convertido en materias
de fe varios puntos de política y de derecho público controvertidos en
sus obras. ¿ué no podía temerse en efecto de los que con tal osadía y
temeridad introducían en la religión nuevos dogmas, contando como
enemigos de Jesucristo y del Evangelio a los restauradores de la ley fun-
damental de España? Ya se supondrá que el Tomista en las Cortes no
era obra que menos censura merecía de los fanáticos: veintiún pliegos
hubo de emplear Villanueva para contestar a la que sobre este punto
se le fulminaba; y de nada le habría servido haber probado su inocen-
cia, si dos amigos antiguos que tenía en el Consejo de la Inquisición,
llamados don Gabriel de Hevia y don José Amarilla, no hubiesen pro-
curado dar largas al proceso, hasta que la revolución de 1820 le puso
término destruyendo el inicuo tribunal ante el cual se había formado.
Recobrada su libertad, se retiró a Cuenca a servir su canonjía, en
cuya ciudad fue recibido con grandes muestras de aprecio y satisfacción.
Allí escribió un tomo en 8° impugnando la célebre Apología del altar y
del trono, escrita por el padre fray Rafael Vélez, obispo entonces de Ceu-
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ta y hoy arzobispo de Santiago. Cual quedaría con esta impugnación la
obra del padre Vélez, remedo mal hecho de las del jesuita Barruel, consi-
dérelo el que se haya formado una idea de la sólida instrucción, fuerza de
lógica y energía de estilo que en Villanueva descollaban. A los dos meses
de residencia en Cuenca, fue nombrado por su provincia diputado a
Cortes, y de regreso en Madrid, publicó los Apuntes sobre su prisión y
la contestación a una impugnación de ellos escrita por uno de sus jueces
don Antonio Alcalá Galiano.3 Esta contestación es obra de no menor
interés que los Apuntes por la multitud de documentos que contiene,
copiados de los autos originales que el autor tuvo a su disposición.
Por aquella época, habiendo adoptado las Cortes ciertas medidas en
puntos de policía exterior de la Iglesia, el arzobispo de Valencia, fray Ve-
remundo Arias Tejeiro, imprimió una exposición tildando de abusivas
aquellas medidas y de incompetente a la asamblea que las había dictado.
Para salvar contra este ataque el decoro del Congreso y precaver al pue-
blo sencillo del estrago que pudiera causarle la falta de instrucción o la
poca cordura de aquel prelado, escribió Villanueva otro tomo en 8° con
el título de Cartas de don Roque Leal a un amigo suyo, en las cuales con
testimonios de los códigos, de las pragticas, de los obispos y varones
respetables demostró que las medidas censuradas por el arzobispo eran
conformes a los cánones, a las leyes y a las loables prácticas del país. Mas
para la curia romana no valen demostraciones evidentes si están en opo-
sición con sus nuevas máximas y anticanónicas pretensiones; y así esta
obra como otro opúsculo que el autor escribió después examinando las
causas del retraso que sufrían ciertas bulas de conrmación de obispos,
fueron incluidas en el índice de las prohibidas. Nadie hubo por entonces
que contestara a las razones fundadas de don Roque Leal, pero en 1824
salió una respuesta escrita por un fray Juan de San Andrés, denidor
de los carmelitas descalzos, en que se llamaba a Villanueva murciélago,
trapalón, botarate, erudito a la violeta, grande herejote y otras cosas de
este jaez, con las cuales le pareció sin duda al susodicho fray Juan haber
demostrado completamente que las bulas reclamadas debieron suspen-
derse y que las pretensiones de la corte romana eran justas y canónicas.
3 Este D. Antonio Alcalá Galiano no es el que se distinguió en aquella época constitucional y des-
pués en ésta, aunque en una y otra de distinto modo.
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Al triunfo de la prohibición de las Cartas, añadió aquella corte
el de negarse a admitir a Villanueva como ministro plenipotenciario
de España, para cuyo cargo había sido nombrado por el gobierno en
agosto de 1822. Luego que supo este nombramiento el cardenal Gon-
salvi, ministro de Estado de Su Santidad, pasó una nota condencial
al gobierno, manifestándole que: “habiendo Villanueva publicado
obras y externado sentimientos en materias eclesiásticas que le hacían
incapaz de corresponder al n para que había sido electo, se veía en la
desagradable necesidad de desear que se nombrase otro. Al mismo
tiempo dio orden al nuncio del Papa en Turín de que impidiera que
Villanueva pasase adelante en su camino para Roma. Cumplió el nun-
cio en esta orden, y Villanueva, dando parte al gobierno de lo acaeci-
do, hubo de retirarse a Génova hasta que de un modo u otro terminase
aquel negocio. Era ministro de Estado don Evaristo San Miguel, uno
de los hombres más recomendables por su honradez, por su energía
y su patriotismo, el cual, de acuerdo con sus compañeros de gabine-
te, había nombrado a Villanueva ministro plenipotenciario y enviado
extraordinario cerca de la Santa Sede, con todo conocimiento de sus
doctrinas y de las dotes que lo distinguían, como que el principal ob-
jeto de su misión era promover el restablecimiento de las libertades
canónicas de España. No había aceptado nuestro autor de muy buena
gana este encargo: acordábase de que la curia romana había tenido
preso a Garcilaso de la Vega por ciertas cartas que escribió al Duque
de Alba acerca de los asuntos de Roma; tenía presente la historia del
asesinato intentado en Bolonia por el obispo de Belcastro Jacomelo
contra el ministro de España don Francisco de Vargas, celoso defensor
del origen divino del episcopado, cuando en compañía de don Martín
de Soria y Velasco pasaba a protestar contra la traslación del concilio
de Trento; recordaba asimismo el lance de las heridas hechas en Roma
al piadoso servita Pablo Serpi, apologista de la república de Venecia
contra los atentados de Paulo V; veníasele a la memoria la muerte de
Alejandro VI de resultas del vino que bebió en la villa del cardenal
Adriano de Cornetto; y no había olvidado que Clemente XIV, des-
pués de haber extinguido los jesuitas, cuando tenía meditado el gran
plan para abolir las reservas y reformar los abusos de la curia, sorpren-
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dido por la muerte dijo al tiempo de entregar su alma al Creador: oy
a la eternidad, y bien sé por qué. No es extraño, por tanto, que con estos
antecedentes, la misión que le conaba el gobierno le fuese personal-
mente desagradable; así cuando el nuncio Tosti le comunicó en Turín
la orden que había recibido del secretario de Estado de Su Santidad,
si bien como representante español tuvo el sentimiento que era natu-
ral, como hombre privado experimentó cierta especie de satisfacción.
Pero el insulto que en su persona había recibido el gobierno de España
era grave; y agregado a ciertas ofensas que le había inferido por su par-
te el nuncio de Su Santidad en Madrid, entrometiéndose en negocios
peculiares de la potestad temporal, hizo que el señor San Miguel y sus
colegas adoptasen la enérgica providencia de enviarle sus pasaportes y
mandar retirar la legación de Roma, cortando así toda relación diplo-
mática con el Papa como soberano temporal.
Sin duda, entre las obras publicadas y los sentimientos externados
por Villanueva de que hablaba en su nota el cardenal Consalvi, mere-
ció a la curia especial indignación un dictamen de la comisión eclesiás-
tica de las Cortes, impreso en 13 de marzo de 1821, proponiendo que
no se exportase dinero para Roma con motivo de la impetración de
bulas, dispensas y demás gracias apostólicas; dictamen que extendió
Villanueva por encargo de aquella comisión, de que fue individuo. Se-
gún los datos auténticos que sirvieron para este informe, desde 15 de
setiembre de 1814 a 2 de setiembre de 1820, habían salido de España
para Roma más de treinta millones de reales solamente por bulas de
obispados, arzobispados, dispensas matrimoniales y otros breves: esto
sin contar 350.000 reales que se vienen pagando anualmente desde
el año de 1357 para las fábricas de San Pedro y San Juan de Letrán,
y 1.000.000 que cuesta al año la manutención del nuncio de Su San-
tidad en esta Corte. Calcule ahora el piadoso lector lo que se habrá
pagado desde 1823 a 1849, y dígasenos si una de las economías que
debiera hacer el gobierno español no sería ésta, cuando tanto le au-
torizan para hacerla, así las circunstancias que han ocurrido en estos
veintiséis años, como los cánones y las buenas prácticas de la Iglesia.
Contra esta exorbitante salida de dinero para Roma desde tiempos
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muy antiguos se han hecho por las Cortes y por los hombres enten-
didos vivísimas reclamaciones. En 1396, Enrique III en las Cortes de
Madrid, al prohibir la provisión en extranjeros de los obispados y be-
necios de la Iglesia española, dijo: “de lo cual entre los otros males se
sigue que los mis reinos sean despojados de todo el oro y la plata... y
tirado de nos y de nuestra tierra lo nuestro y llevado sutilmente, ha-
ciéndosenos peores que bárbaros”. Don Juan I en las Cortes de Gua-
dalajara, don Juan II, Carlos V, Felipe V y otros monarcas prohibie-
ron bajo severas penas que saliera dinero de España para la corte de
Roma. En 1436, Alfonso V de Aragón, en las instrucciones que dio
a su embajador cerca de Eugenio IV, y que se conservan en el archivo
general de aquel reino, dijo que “por las ilícitas exacciones de la corte
de Roma eran despojados de moneda sus súbditos, los cuales le habían
dado quejas de que por el espíritu de simonía que había invadido la
curia y que cada día iba en aumento se perdían muchas almas”. San
Bernardo, escribiendo al papa Eugenio III, dijo del oro de España “que
era para las empresas de Roma estorbo de grandes bienes espirituales”.
El obispo Melchor Cano decía a Carlos V: “con quitar V. M. que no
vayan dineros a Roma no quita que no haya despachos gratis, y en
despachar así harán lo que la ley de Dios les manda y lo que importa a
la Iglesia tanto como no se puede encarecer. En 1633, habiendo he-
cho presentes las Cortes de Madrid varios abusos de Roma muy per-
niciosos a las costumbres, y entre ellos la exportación de dinero por
dispensaciones y gracias ponticias, se acordó dirigir al papa Urbano
VIII una exposición en que se le decía: “se hallan estos reinos suma-
mente gravados en los precios y rigurosas componendas de la Dataría,
que los desubstancia de grandes sumas de oro y plata y empobrece a
los vasallos”. Habiendo procurado la curia romana persuadir al obispo
Pimentel y al camarista Chumaceiro, embajadores de Felipe IV, de que
con este dinero de las bulas y gracias apostólicas se contribuía, no ya
al decoro, como ahora se dice, sino a la sustentación de Su Santidad,
contestaron: “no percibimos que haya cosa más horrenda como el de-
cir los ministros (del Papa) que el Príncipe de la Iglesia se sustenta de
dar por dinero en público regateo las dispensaciones con causa o sin
ella. En 1709 decía a Felipe V el obispo de Córdoba Solís: “las graves
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sumas que la corte de Roma sacaba de la Inglaterra, Escocia, Suecia,
Dinamarca y Germania protestantes, no le han hecho falta para sus
magnícas obras y ostentosísimo decoro, porque el vellocino de oro
de la oveja de España ha suplido por el de las noventa y nueve errantes
y perdidas. En 1749 el patriarca de las Indias Figueroa, en el discur-
so sobre el concordato de 1737, escrito de orden de Fernando VI se
lamentaba de que estas dispensaciones tenían por condición sine qua
non el precio. San Pedro Damiano vituperó enérgicamente la simonía
de la curia, y los españoles en el concilio constanciense compusieron
para la misa una oración pro simonia para rogar a Dios que hiciese co-
nocer a la corte romana el grave yerro que en esto cometía y los males
que así causaba a la religión. Por último, en 1820, las diputaciones
provinciales de Murcia, Burgos, Toledo, Navarra, Vizcaya, Mancha,
Galicia y Valencia, representaron a las Cortes pidiendo la reforma de
este abuso, verdaderamente contrario al decoro de la Iglesia, abuso
que varios papas y últimamente el concilio de Trento explícitamente,
condenaron. Bonifacio VIII y Gregorio VIII prohibieron llevar dine-
ro por las gracias o provisiones y anatematizaron a los que pidiesen,
tomasen, ofreciesen o diesen por ellas dinero u otra cualquiera cosa,
declarando nulas todas las provisiones que en esta forma se hiciesen. Y
el concilio de Trento en la sesión XXI de reforma, cap. I; en la XXIV,
cap. V., De reform. matri.; y en la XXV, cap. XVIII, mandó que ni los
que conceden estas dispensas ni sus subalternos recibiesen nada de los
agraciados aunque fuese espontáneamente ofrecido.
Apoyada en éstos y otros muchos testimonios análogos, la comi-
sión eclesiástica del Congreso propuso, y las Cortes de 1821 aprobaron,
que se prohibiese la salida de dinero para Roma, concediendo en cambio
a Su Santidad, además de las sumas con que se contribuía anualmente para
las iglesias de San Juan y San Pedro, con la calidad de por ahora y por vía de
oenda, la cantidad de doscientos mil reales anuales. Propuso igualmente
que se hiciese presente a Su Santidad este decreto por medio de las respe-
tuosas gestiones que compitieran a su autoridad, y que contribuyeran a la
buena armonía y recíproca correspondencia entre ambas potestades. Dio,
en efecto, cuenta el Gobierno español a la Santa Sede de aquel acuerdo, y
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esta contestó que Su Santidad se había sorprendido al ver la nota que se
le dirigía, no sólo por el n a que se encaminaba, sino por los principios
que se sentaban en ella; y que no pudiendo prestar su consentimiento a la
ley, declaraba formalmente que no le prestaría. Como a poco tiempo de
estas negociaciones vino la reacción absolutista de 1823, la Santa Sede si-
guió recibiendo dinero de España como antiguamente, y aunque después
estuvieron cortadas las relaciones del Gobierno de la Reina con el Sumo
Pontíce, el dinero de los súbditos leales tuvo tan fácil acceso en Roma
como el de los carlistas, a quienes, por otra parte, se dispensaron especia-
les gracias. En 1842, el partido progresista estuvo muy a punto de poner
coto a estos abusos, pero no tuvo valor para llevar adelante la reforma,
combatida como estaba, no sólo por los absolutistas fanáticos, sino por
los moderados; cuyos periódicos, como arma de oposición, sacaron buen
partido de la ignorancia general que reina sobre este punto en el pueblo
sencillo. En el día, el partido moderado se halla en el poder: cómo ha lle-
gado a él, no es de este lugar decirlo; baste indicar que sin faltar acaso a sus
promesas no podría poner al mal de que toda la España se lamenta y se ha
lamentado siempre, el remedio que necesita. Abocado está el arreglo de la
cuestión eclesiástica, y mucho tememos que se remachen más los clavos
que sujetan a este pueblo al despotismo de la curia romana. Celebraríamos
equivocarnos y que el Gobierno se mostrase en esta ocasión a la altura del
puesto que ocupa: nadie le tributaría más sinceros elogios que nosotros;
pero sus antecedentes, sus actos, sus compromisos y las opiniones que ha
manifestado en estas materias, nos autorizan a recelar lo contrario.
Volviendo a nuestro autor, sea cual fuere la principal causa que exci-
tó la indignación de la curia romana, es lo cierto que no se le permit
continuar su ruta. Retirado en Génova, aguardó el término de las ne-
gociaciones, y luego que supo la despedida del nuncio se embarcó para
Barcelona el 9 de febrero de 1823. Detúvose en esta ciudad poco más de
un mes, ocupándose con su hermano don Jaime en registrar el archivo
de Aragón y copiar multitud de curiosos documentos sobre materias
eclesiásticas y civiles. En Barcelona publicó un folleto titulado Mi despe-
dida de la curia romana, y embarcándose luego para Cartagena, y de allí
dirigiéndose por tierra a Sevilla, pudo al n dar cuenta el Gobierno de
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su comisión. De Sevilla pasó a Cádiz, donde asistió a la agonía de la ley
fundamental; y por no ser otra vez víctima del encono del gobierno ab-
soluto, salió el 3 de octubre para Gibraltar. Los vientos contrarios arro-
jaron al buque a la costa de Tánger: desembarcó Villanueva y encontró
en aquella ciudad a su hermano don Lorenzo, diputado a Cortes, con
el cual salió a poco para Cork en Irlanda. Pasaron de allí a Kilkenny
y luego a Dublín, acogidos por todas partes por los prelados católicos
con señaladas muestras de benevolencia. Por último, de Dublín se tras-
ladaron a Londres, adonde llegaron el 23 de diciembre de 1823. El sue-
lo hospitalario de Inglaterra recibió por entonces multitud de ilustres
emigrados españoles, los cuales fundaron un periódico con el título de
Ocios de los españoles emigrados: en él escribió Villanueva varios artículos
notables, entre ellos una relación de su viaje por Irlanda, y otro con el tí-
tulo de Incompatibilidad de la monarquía universal y de las usurpaciones
de la curia romana con los derechos esenciales de las naciones. En julio de
1825 dio a luz su Vida literaria o Memoria de sus escritos y opiniones
con un apéndice de documentos inéditos pertenecientes a la historia del
concilio de Trento. Publicó asimismo en aquella ciudad un Catecismo
de moral y varios opúsculos sobre los asuntos de la iglesia de Irlanda,
dirigidos a allanar los obstáculos que se oponían a la admisión de los
católicos en el parlamento; tradujo la Teología moral de Paley, y se ocupó
en la formación de un Diccionario etimológico de España y Portugal, que
no llegó a ver la luz pública.
De Londres se retiró por último a Dublín, donde hizo una vida obs-
cura, empleándose en escribir varias obras que quedaron inéditas, sin
que haya esperanza de que puedan salir a luz algún día. Hallándose en
Dublín en 1837, lo llamó Dios a su tribunal el 25 de marzo. Este varón,
respetable por su piedad e ilustración y por los bienes que hizo a su país,
murió a la edad de 80 años en tierra extranjera, emigrado de su patria,
condenado por el príncipe temporal a quien había contribuido a poner
en el trono, perseguido por el cabeza visible de una religión por cuyo es-
plendor, pureza y decoro tanto había trabajado: tranquilo, empero, con
el testimonio de su conciencia, y seguro de la bienaventuranza que Dios
tiene prometida a los que padecen persecución por la justicia.
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CAUSA FORMADA
AL BRIGADIER DON EDUARDO FERNÁNDEZ SAN
ROMÁN,
publicada con un apéndice de documentos que en ella se citan:
Por
D. Rafael María Baralt, y D. Nemesio Fernández Cuesta1
1 Se publicó en libro de 140 páginas, en Madrid, Imprenta de Andrés Peña, Jesús del Valle, 21, en
1849. Aunque la participación original de los editores sea muy reducida, no obstante, como ya
consta en el breve prefacio de esta publicación, se relaciona toda ella con la importante obra La
Libertad de Imprenta, que insertamos, en este tomo, a continuación, y que fue escrita íntegramente
por Baralt, entendemos que ha de reproducirse íntegramente. (Nota de P. G.).
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causa
mandada instruir de Real orden contra el Sr. Brigadier D. Eduardo
Fernández San Román2, por haber insertado en los dos tomos
cuarto y quinto del periódico la REVISTA MILITAR, de que
es director, dos artículos censurando al gobierno de S. M. con
motivo de la expedición de nuestras tropas a Italia.
***
Las importantes cuestiones que suscita esta causa nos mueven a im-
primirla para nuestros suscritores, reservándonos el referirnos a ella en
un folleto especial que sobre libertad de imprenta estamos preparando.
En ella encontrará el lector muchos de los documentos que nos han de ser-
vir después para las consideraciones que en el citado folleto aducimos, así
en apoyo de nuestras doctrinas, como en corroboración de cuanto tenemos
que decir sobre la conducta del partido dominante. Presenta además esta
causa un interés actual, por cuanto el negocio se halla sometido ahora a
la deliberación del Congreso de los Diputados.
El artículo que dio motivo a su formación, y fue el siguiente, se insertó
en la Revista Militar del día 25 de junio de este año.
«Sigue en Terracina nuestra expedición, pasando lista por las tardes
y formando en las procesiones. El embajador español debe estar muy
satisfecho de su obra: después de haber enseñado nuestras tropas en
Gaeta como des échantillons de un comisionista, al Sumo Pontíce y sus
camarlengos, no ha hecho más que dar malos consejos por no saber qué
2 Diputado a Cortes.
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partido tomar. Afortunadamente con la marcha a Terracina salió del cú-
mulo de compromisos en que estuvo a pique de verse expuesto nuestro
general por la insistencia del señor Martínez de la Rosa en apoyar las
pretensiones del Rey de Nápoles, a quien parecieron sin duda nuestros
soldados mejores que los suyos para guardar las fronteras de su reino.
»La misión militar de la expedición ha concluido en Terracina; y sin
embargo, contra todo lo que aconsejan la prudencia, el buen sentido,
los hechos y hasta la opinión de los mismos expedicionarios, marcha
un refuerzo que debe doblar casi el guarismo de las tropas ya enviadas.
Nosotros tenemos la convicción de que un soldado más compromete y
lastima gravemente hasta la susceptibilidad del general, porque 4.000
hombres pueden esperar en un punto fuerte los acontecimientos, mien-
tras que a 8.000 no se les debe imponer sin rubor una actitud puramente
defensiva y expectante. Un soldado más, tenemos la seguridad de que
hará sumamente grave y delicada la situación de nuestras armas, mayor-
mente después de la contestación del general Oudinot a la comisión de-
legada del general Córdova, cuya conducta en esta ocasión no podemos
menos de aprobar. El general francés, con la justa arrogancia de un mili-
tar que tiene agravios que vengar en nombre de su país y de su ejército, y
con el honroso egoísmo del que ve un bastón de Mariscal en los muros
de Roma, ha dicho que allí, donde él está, no pueden concurrir tropas
de otro país más que de dos modos: o para socorrer a los de dentro o
para auxiliarle a él. Los unos no nos llamarán aun cuando nosotros pu-
diéramos ir; y en el segundo caso, el ejército francés no necesita de nadie
para dar cima a sus empresas. Y esto que ha dicho el general Oudinot no
lo ha declarado sólo a la España, con quien en la forma se ha manifesta-
do tan cortés como franco, sino también al general austriaco Wimpfen,
en términos por cierto no tan razonados ni lisonjeros, y con otros mu-
chos menos corteses todavía a los napolitanos.
»Ahora preguntamos nosotros: ¿ué hacemos allí? ¿ué vamos a
hacer? Todas las contestaciones son bien tristes y bien cortas. ¿uie-
re saber el gobierno lo que hay en Italia y lo que según aconseja una
cuerda política se ha debido y se debe hacer? Pues se lo vamos a decir
como leales soldados y como buenos españoles. El poder temporal del
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Papa ha concluido de hecho entre las generaciones presentes: después
de triunfar de Roma, ya lo sabe la Europa, el Papa será lo que quiera
el pueblo romano, y en nuestro concepto quedaría cuando más como
un patriarca, como el Padre Santo, dentro de una organización social
puramente lega. Más tarde, no hay que hacerse ilusiones, no le que-
darán derechos ni aun a esto. No juzgamos al Papa; decimos lo que
pasa: los teócratas, partido de pasiones extremas, le aborrecen como
causa primera de todas sus desdichas; los liberales de buena fe temen
a sus reaccionarios consejeros; la revolución, ingrata, si se quiere, pero
lógica, responde con el cañón a sus pretensiones temporales; esta es la
verdad después de todo. En la En la masa del pueblo hay un instinto
repulsivo que comprendemos; un sentimiento de dignidad, y lo acep-
tamos, que rechaza la administración de los clérigos. La España ocial,
pues, va a representar y defender los intereses exclusivos del Papa, re-
presentación y defensa que se nos permite llevar a cabo.
»Lo que ha debido hacerse es no ir a una empresa en que el lema era:
cada uno haga por su parte lo que pueda, que esto y no otra cosa es el tra-
tado de Gaeta por boca de los mismos diplomáticos que lo han negocia-
do. Los hechos lo conrman: lo que ha debido hacerse en esta cuestión y
en todas las de política exterior, a excepción de las que atañen al Portugal,
es conservar una neutralidad absoluta, constante, como pensamiento jo,
como necesidad de situación. Al abrigo de esta neutralidad, lo que ha debi-
do hacerse es constituirse bien militarmente y organizar la administración.
»Lo que debe hacerse hoy, y estamos a tiempo, es mandar volver la
expedición, porque cuantos menos días esté en tan falsa actitud mejor
es para ella, para el país y para el gobierno. Lo anunciamos: ni siquiera
es probable entren en Roma nuestros soldados acompañando al Papa.
»O estamos ciegos, y con nosotros lo está el sentimiento público, o
quien lo está es el gobierno. Pues qué, ¿nada se ocurre viendo a la orgullosa
Austria entreteniéndose delante de Ancona? ¿Y pretendemos ir nosotros
a Roma? ¡Cuán grande ha sido la ligereza de nuestros diplomáticos!
»Deteniendo nuestras reexiones, pues tiempo tendremos de volver
a ellas, decimos que nuestra expedición está perfectamente posicionada
en Terracina bajo todos aspectos, y que para no volver a España hará
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bien el general Córdova en no buscar otro punto; que nuestros soldados
pasan grandes calores; que los habitantes están muy contentos ya con la
cordialidad de que dan pruebas; que ha hecho una diversión el general
Lersundi sobre San Felices para recoger algunos pertrechos, y que no
están nuestras tropas tan escasas de víveres como se temía».
A consecuencia de este artículo, el Ministerio de la Guerra, ínterin
disponía se consultase al tribunal especial de Guerra y Marina3 sobre la
formación de causa, expedía la Real Orden siguiente:
Por Real Orden de 10 de julio de 1847 se creó un Boletín Ocial
del Ejército con los objetos útiles que la misma expresa, después, por
otra Real Orden de 24 del mismo mes, se anunció que en el próximo
aparecería un periódico titulado Revista Militar, al cargo de una em-
presa, a cuyo periódico acompañaría el Boletín Ocial, y por lo mismo
se recomendó su adquisición a todas las dependencias del Ministerio
de la Guerra, y esta recomendación se renovó en Real Orden de 7 de
octubre del mismo año, como obra dirigida exclusivamente a propa-
gar las doctrinas militares en cuanto abraza el arte, con exclusión ab-
soluta de la política militante. Pero este periódico acaba de insertar
en su número 12 del tomo IV, publicado el 23 del mes corriente, un
artículo en el cual, no sólo trata de la política internacional del go-
bierno, criticando las disposiciones militares, sino que se expresa en
términos capaces de inuir perjudicialmente en el entusiasmo y de-
cisión de las tropas destinadas a la expedición de Italia, si ellas fueran
menos disciplinadas y aguerridas de lo que felizmente son. En conse-
cuencia, la Reina (Q. D. G.) se ha servido resolver: 1° Se suprime por
ahora el Boletín Ocial del Ejército: 2° Se retira al periódico titulado
la Revista Militar la protección que ocialmente le fue acordada por
las Reales Órdenes citadas: 3° Por consecuencia, no se remitirán a la
Revista Militar documento alguno ni datos ni noticias ociales por
ninguna de las dependencias del Ministerio de la Guerra: 4° Cesan
todas las suscripciones que graviten sobre los fondos de los cuerpos
o de los establecimientos militares. De Real Orden lo digo a V. para
3 Ni la Real Orden pidiendo informe al tribunal, ni la acordada de este cuerpo, figuran en la causa,
razón por la cual no las damos, con gran sentimiento nuestro, la última sobre todo.
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su inteligencia y efectos correspondientes. Dios guarde a V. muchos
años. Madrid, 28 de junio de 1849. Figueras.
El director de la Revista Militar, en vista de esta resolución, publicó
el siguiente artículo:
Faltaríamos a nuestra conciencia si no hiciéramos el análisis de
esta Real Orden, en la cual se castiga tan rigurosamente nuestra in-
mixtión, al decir del señor Ministro de la Guerra, en la política mili-
tante; faltaríamos a nuestra dignidad, si después de haber analizado la
Real Orden, no expusiéramos al Gobierno, y especialmente al señor
Presidente del Consejo de Ministros, algunas consideraciones gene-
rales; no cumpliríamos por último con nuestro deber si en todo esto
perdiésemos de vista que somos militares, que estamos por lo mismo
obligados a guardar la mayor mesura al dirigir nuestras observaciones
al jefe militar en cuyas manos está el poder.
«El Gobierno suprime por ahora el Boletín Ocial del Ejército, por-
que la Revista Militar, agregado a la cual se publica, ha dado a la prensa
un artículo que censura la expedición de Italia. Esta censura, según dice
el señor Ministro de la Guerra, está escrita en términos capaces de inuir
perjudicialmente en el entusiasmo y decisión de las tropas destinadas a esa
expedición, si ellas fueran menos disciplinadas y aguerridas de lo que feliz-
mente son. En esta censura se habla de política internacional, y como el
Boletín se publicaba con la Revista y ésta había ofrecido no ocuparse de
la política militante, y como con el artículo sobre la expedición de Italia
se ha faltado, al decir del señor Ministro de la Guerra, a esta condición,
el gobierno resuelve suprimir el Boletín y toma las disposiciones más
convenientes para que esta supresión sea ecaz.
»De la idea de contrato que entre Gobierno y la Revista, en cam-
bio de la creación del Boletín, parece resultar al leer la Real Orden, nos
hacemos cargo en otro artículo. Es completamente inexacta, como
demostraremos.
»En primer lugar (volvemos al texto de la Real Orden), suponien-
do exactos por un momento los precedentes que el señor Ministro
invoca sobre este asunto, no se deduce ni puede deducirse de ellos la
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consecuencia que pretende sacar. Si el Boletín Ocial del Ejército es
una obra útil y necesaria al estado militar; si las razones generales de
utilidad, necesidad y conveniencia que se tuvieron para la creación del
Boletín y para que acompañase a una Revista cientíca fueron buenas,
de que la Revista se haya, según se dice, desviado de su objeto, no puede
inferirse la supresión del Boletín Ocial del Ejército; lo más que podría
en tal caso justicarse, suponiendo contrato, sería una resolución en
virtud de la cual se encargase de la dirección del Boletín a otra persona
que la encargada de dirigirlo hasta ahora. ¿Es o no útil y necesaria al
Ejército la publicación de que se trata? Si no lo es, ¿por qué se ha per-
mitido, autorizado y hasta recomendado su adquisición? Si lo es, ¿por
qué se suprime? ¿No hay otro medio de castigar lo que se pretende que
la supresión? Si el Ejército es el que gana con la lectura de escritos que
alimenten y propaguen la instrucción militar y el conocimiento de su
legislación entre nuestros ociales, ¿por qué se castiga moralmente al
Ejército privándole de una instrucción y de un conocimiento de que
se le supone moralmente necesitado? ¿No ha querido implícitamente
el señor Ministro, suprimiendo el Boletín, matar a la Revista, que no
se lea? ¿Ignora que cuando se creó el uno y se agregó a la otra, y se le
dio el apoyo del gobierno, fue porque aquel gobierno tocaba palpa-
blemente la necesidad de difundir los conocimientos militares en el
Ejército? ¿Ha buscado quizá con ansia el señor Ministro la ocasión
de evitar que el Ejército lea lo poco que leía? ¿Desea tal vez el señor
Ministro administrar un estado militar de ignorantes? No es posible
que lo creamos así, sobre todo, si traemos a la memoria lo mucho que
en sentido contrario se ha hecho durante los diferentes ministerios
que ha presidido el señor Duque de Valencia.
Sin embargo, eso es lastimosamente lo que se deduce de la Real Or-
den cuyo examen estamos haciendo. Hay un periódico militar; este pe-
riódico es útil, está acreditado; escriben en él altas capacidades militares;
trata cientícamente todas las cuestiones de la institución; corresponde
con todos los escritores y corporaciones cientíco-militares de Europa;
pone al alcance de nuestro Ejército la inteligencia de las grandes manio-
bras, de las grandes operaciones a que están dando lugar los disturbios
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de Alemania, de Italia, de Hungría; mantiene y difunde en el Ejército
los principios de la más rigurosa disciplina; deende los intereses de las
clases militares, y esto durante años enteros, y esto a través de mil vici-
situdes personales del encargado de su dirección; y en un día, en una
hora, porque como periódico militar no ve la cuestión militar de nues-
tra expedición a Italia del mismo modo absolutamente que el gobierno,
porque considera esta expedición bajo el mismo punto de vista bajo la
cual la consideran, v. g., el general Infante, el general Zabala, el gene-
ral Dulce, el brigadier Luján, se decreta indirectamente (ésta ha sido y
no otra la intención del señor Ministro), su muerte, nada menos que
su muerte, es decir, se declara que el Ejército no debe ocuparse en tesis
general de estudios militares. Permítanos el señor Ministro de la Guerra
que declaremos con el debido respeto que no le envidiamos el honor de
haber puesto su rma al pie de esa Real Orden.
»Pero no es verdad que la Revista que dirigimos se ocupe por primera
vez de la política militante. Cabalmente es hoy cuando no nos hemos ocu-
pado. Han brotado, sí, de nuestra pluma hoy y siempre que hemos tratado
altas cuestiones militares, o empresas en que el honor de nuestras armas
estaba empeñado, las consideraciones de política general, elevada, nacio-
nal que no pueden menos de tenerse presentes, porque en virtud de ellas se
mueve y obra entonces el elemento militar; las hemos expuesto, sí, porque
esto era preciso y esto hacen todos los periódicos militares más acredita-
dos del mundo; pero esto no es política militante, esto no es la controver-
sia de los partidos, esto no es el interés exclusivo de unas u otras opiniones.
Mas ya que el señor Ministro entiende así la política militante, pues qué,
¿el señor Ministro no ha leído nuestros artículos contra el maniesto de
Mr. Lamartine, contra el periódico francés Sentinelle delarmée, contra
todas las políticas extranjeras que chocaban con nuestra independencia,
con el honor nacional, y por consiguiente, con el de nuestras armas? ¿No
ha leído los artículos sobre los sucesos del 26 de marzo, del 7 de mayo,
sobre la insurrección de Sevilla? ¿No leyó, por último, nuestros violentos
artículos a propósito de la cuestión Bulwer? ¿No los ha leído en efecto o
es que no se acuerda de ellos, en los cuales entre todos podía tal vez haber
encontrado política militante, a pesar de no creerlo así tampoco nosotros?
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Si el ocuparse de política militante, según lo juzga el señor Ministro, es
una falta de nuestra parte, lo mismo debe serlo en un sentido que en otro.
¿Por qué entonces no se suprimió el Boletín? ¿Será quizá porque entonces
escribíamos, a propósito de aquellas cuestiones, a favor del gobierno? Pero
esto es lo mismo que confesar que el gobierno quiere tener un ejército de
partido, y esto no lo puede querer ni confesar ningún gobierno. Si el señor
Ministro profesa el principio de que los ejércitos, nunca, en ningún caso,
deben ocuparse de política; si cree que los ejércitos deben ser máquinas
ciegas de obediencia, opinión muy admitida y que puede defenderse muy
bien, permítasenos que insistamos en preguntar, ¿por qué no suprimió el
Boletín cuando nos ocupábamos de política general en defensa del minis-
terio? No se diga, pues, que hoy se suprime porque nos hemos ocupado
de la política militante; dígase que se suprime porque no hemos sido de la
opinión del gobierno.
»¿Y por qué, y a qué n hemos de pedir tampoco que se diga esto?
¡Pues qué! ¿No se dice con la mayor lisura? Ahí está la Real Orden. Se
critica la expedición de Italia en términos capaces de inuir perjudicial-
mente en el entusiasmo y decisión de aquellas tropas. Este es nuestro peca-
do, y no otro. ¡Válganos Dios! Nosotros, soldados desde nuestra niñez,
que hemos hecho la guerra civil; nosotros que, presidiendo la junta de
armamento de Valencia, recibimos al general Narváez en 1843, cuando
el general Figueras defendía a Sevilla; nosotros, que hemos aceptado to-
dos los compromisos imaginables por la causa del orden, del Ejército, de
la Monarquía, ¡de repente nos vemos convertidos en fautores de indis-
ciplina, en enervadores de la moral del Ejército! ¿A quién se pretende
hacer creer semejante absurdo? ¿Al Ejército, tal vez? ¡Pues qué! ¿Cree
el señor Ministro que el Ejército no nos conoce? Permítanos el señor
Ministro que no demos asenso a la excusa con que intenta justicar su
resolución. El Boletín del Ejército se suprime indudablemente por razo-
nes que no ha juzgado prudente el señor Ministro publicar.
»Ahora bien; estas razones serán poderosas, y acaso nos harían a
nosotros más fuerza que a nadie, si las conociéramos. Como no son
conocidas, la opinión del país, la del Ejército mismo, podrán atribuir
a otras causas la resolución que motiva este artículo.
Causa formada al Brigadier... / Rafael María Baralt y Nemesio Fernández Cuesta
847 ISBN: 978-980-7984-28-7
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»El Ejército, y aun el país, como acabamos de decirlo, nos cono-
ce en nuestra humilde esfera de escritores; en nuestra categoría mi-
litar; sabe quiénes somos; dónde hemos aprendido lo que sabemos;
dónde hemos servido; cómo hemos servido; cuáles han sido nuestras
amistades; cuánta nuestra lealtad, y en el tiempo que llevamos de vida
política en el Parlamento sabe cómo y por qué hemos dado cada uno
de nuestros votos. Créalo el señor Ministro de la Guerra; no faltará
quien sospeche que se quiere vengar en nosotros una independencia
fría, una resistencia inerte, una dignidad de hombre ofendido en sus
sentimientos más delicados, que no ha desaado en su desagravio las
iras del poder, pero que no ha querido humillarse ante él; y esto ha de
redundar, no lo dude el señor Ministro de la Guerra, en descrédito
del gobierno, y, lo que es más, en mengua del elevado carácter que se
concede al general presidente del Consejo.
»¿Pues qué?, dirán las gentes. Cuando se publica la amnistía; cuan-
do se dan al olvido las discordias políticas; cuando los acusados por las
barricadas de Marzo y por la insurrección de Mayo de 1848; cuando los
jefes de las tropas carlistas; cuando los facciosos más renitentes; cuando
los revolucionarios más resueltos reciben absolución, vienen a Madrid y
visitan a los ministros; cuando se habla en todos los diarios de legalidad,
de paz, de discusión tranquila y elevada, de conciliación; cuando hasta
el problema de la Milicia Nacional se aborda en los periódicos progre-
sistas y no se esquiva por los más conservadores; cuando se emplea al
general Zabala, y se asciende a otros de sus opiniones; cuando se emplea
al general Infante, después de haber ascendido al señor Luján, sin tener
para nada en cuenta, y con mucha justicia, sus votos, ¿así se castiga so-
lamente a un hombre por haber dicho lo que indudablemente piensan
y dirán en todas partes los señores Infante, Luján, González y todos los
de sus opiniones, a quienes se emplea y asciende? En medio de tantas
pruebas; en medio de tantos síntomas que conrman y anuncian el ad-
venimiento de una política ancha, generosa e ilustrada; de la política
que da a entender que los días de desconanza y de peligro han pasado,
¿sólo habrá un escritor, uno solo, el que dirige la Revista Militar, contra
el cual se ensañen los rigores y la intolerancia del gobierno?
Rafael María Baralt / Obras completas (Tomo V): Escritos políticos
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»¿Y por qué ese rigor? ¿Por qué esa intolerancia? Porque hemos
recibido cartas de Italia escritas en el mismo sentido en que lo están
otras muchas recibidas por otros militares que no han dudado ense-
ñárnoslas; porque habiendo visto por ellas el juicio que allí, sobre el
teatro de los sucesos, se forma de esa expedición; porque habiendo
oído lo que aquí se dice acerca de esto en todos los círculos militares
y políticos; porque comprendiendo después de dejar pasar uno y otro
y otro correo, después de comprobar todas las opiniones, después de
examinar todos los datos, después de saber, por lo que hemos oído, a lo
que marchó el señor Riquelme (don Antonio) a Gaeta, que la expedi-
ción a Italia es un error que puede comprometer el honor de nuestras
armas, en el cual como soldados españoles estamos altamente interesa-
dos, hemos dado una voz de aviso al gobierno, hemos sido el eco de las
impresiones que en todos causan las cartas que de allí se reciben; por
esto se suprime el Boletín, por esto se quiere arruinar nuestra empresa.
»Se dice que hemos escrito en términos capaces de inuir perjudi-
cialmente en el entusiasmo y decisión de aquellas tropas, si ellas fueran
menos disciplinadas y aguerridas... Dejando aparte la exactitud y pure-
za del estilo; dejando aparte lo poco que tiene que ver lo aguerrido y
disciplinado de unas tropas con su entusiasmo y decisión, porque estos
son pecados de lenguaje en que por distracción sin duda ha incurrido
el señor Ministro, séanos lícito rechazar semejante suposición. El en-
tusiasmo y decisión de aquellas tropas no puede depender de lo que
hemos dicho o podamos decir sobre la expedición a que están desti-
nadas, porque lo que sobre esto hemos escrito, de allí, del centro, de
lo más importante y orido de aquel Ejército, nos ha venido, y no a
nosotros solo, sino a multitud de militares de los más allegados, de los
más amigos del gobierno. Mal podíamos nosotros inuir sobre la opi-
nión que allí se tiene, cuando la opinión que allí se tiene es la que ha
inuido en nosotros; y si el gobierno duda de esta verdad, que se tome
el trabajo de consultar a muchos de sus más ardientes defensores; y
si quiere oír una opinión independiente, adversa, pero honrada, que
llame y pregunte al general Infante, por ejemplo, lo que piensa sobre
la expedición de Italia.
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»Pero, apartándonos de esta argumentación y omitiendo otras de
no menor fuerza, ni el señor Ministro, ni nadie, tiene el derecho de su-
ponernos una intención dañada y criminal, que como militares y como
hombres somos incapaces de abrigar. Esto sería injuriarnos, y ni el señor
Ministro, ni nadie, tiene el derecho de hacernos injuria. Podrá calum-
niársenos impunemente a la sombra de una posición elevada; podrá
herírsenos en nuestros más vitales intereses; podrá emplearse el rigor
de las leyes militares, para destruir injustamente hasta nuestra existen-
cia; somos soldados, y podrá enviársenos a consumir inútilmente, en
un rincón oscuro y lejano, nuestra vida, podrá arrancársenos a nuestro
porvenir legítimo, al porvenir a que nos dan derecho nuestros servicios,
nuestros estudios, nuestros trabajos, nuestra honrosa ambición; somos
débiles, y el gobierno es muy fuerte; el señor Ministro puede mandar,
y nosotros obedecer, y obedeceremos; pero no se conseguirá jamás de
nosotros que nos dejemos calumniar sin protesta.
»Nunca, en ningún caso, hemos querido disminuir la fuerza moral
del gobierno con respecto al Ejército; por el contrario, siempre hemos
abogado por las ideas más estrictas de subordinación y disciplina. En
los momentos mismos en que nos creíamos, con alguna razón, objeto
de una desgracia, bajo todos conceptos inmerecida, nuestra pluma ha
estado pronta a defender los principios de la más rigurosa obediencia
militar; en estos principios hemos sido criados; la observancia de estos
principios constituye el prurito de toda nuestra vida; a ellos debemos
lo que somos. ¿Cómo habíamos de querer conculcarlos en el momen-
to actual? Podremos haber errado, eso sí; al cabo somos hombres;
pero, de cierto, por nuestro honor de soldados lo juramos, no hemos
tenido la intención de faltar tan feamente como se supone que hemos
faltado. Y además, el mismo señor Ministro lo dice: nuestra intención
hubiera sido estéril; el Ejército español es inaccesible a todo inujo
que no sea el de las leyes militares, el del honor de sus armas.
»Luego se castiga solamente una intención, una intención supues-
ta, una intención inecaz, una intención que nuestros antecedentes
desmienten, una intención que nunca hemos tenido. No es, en verdad,
muy hábil, ni en su fondo, ni en su forma, ni en su oportunidad, la
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determinación que el señor Ministro de la Guerra acaba de adoptar.
Más bien que una resolución en benecio del Estado, parece, y de
sentir es que parezca, la satisfacción de una venganza. Ahora bien, los
gobiernos no deben vengarse; los gobiernos que se vengan, no gobier-
nan, sino que tiranizan; los gobiernos que sin vengarse incurren en la
apariencia de quererse vengar, incurren en un error más grave, porque
cometen una torpeza estéril.
»Cualesquiera que sean los defectos del señor presidente del Con-
sejo de Ministros; cualesquiera que sean sus extravíos en muchos puntos
de política, y aun en lo tocante a las relaciones más comunes de la vida,
nadie puede negarle una pronta comprensión de todo lo que es grande,
noble y bueno, de todo lo que es verdad; por eso, y porque creemos ha-
bernos explicado en el lenguaje de la verdad, y con el tono de la sinceri-
dad más austera, hemos dicho que pensábamos someter a su inteligencia
nuestras reexiones sobre el punto de que nos ocupamos. Dispuestos
hemos estado a presentarnos al señor Duque de Valencia, y a decirle
de palabra lo que hoy escribimos; pero él mismo sabe que semejante
paso, en nuestra situación desvalida e impotente, en nuestra categoría,
inferior a la suya, con los precedentes que él conoce, sería una prueba
de humillación y bajeza, que ni él en su elevación necesita, ni nosotros
podemos comprender que se dé. Cuando el viento del infortunio ha so-
plado por sus antesalas, dejándole casi solo, allí hemos estado nosotros,
sin acordarnos de ningún resentimiento; hoy, que la fortuna derrama
sobre él todos los bienes; hoy, que desde la altura en que se halla nos
mira con un disfavor inmerecido, creemos indigno de nuestro carácter
toda concesión que pueda menoscabar nuestro decoro. Nos dirigimos
a la comprensión del Duque de Valencia; nos dirigimos a su memoria;
tenemos demasiado poco poder para dirigirnos a los sentimientos de su
corazón. ue lea esa Real Orden; que lea nuestro artículo; que allá en su
claro entendimiento diga si es así como quiere él, como le conviene a él
que se interprete su política, que se lleven a cabo sus intenciones.
»En cuanto al autor de estas líneas, sólo le resta declarar que, en la
serie de amarguras y grandes desengaños porque está pasando de muchos
meses a esta parte, la Real Orden que acaba de examinar, es el golpe que
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menos le conduele; es el ataque que con el mayor convencimiento y sere-
nidad ha rechazado. La injusticia enaltece al que de ella es objeto. Seguro
de haber cumplido con su deber; seguro de la rectitud de sus intenciones,
el autor de estas líneas sabe que los infortunios inmerecidos facilitan la
realización de toda esperanza legítima. De esta verdad tenemos testimo-
nios irrefragables en los tormentosos acontecimientos de que estamos
siendo testigos: de esta verdad nos presenta el más elocuente ejemplo la
vida misma, la carrera asombrosa que en años entrados ha hecho el ge-
neral a cuya capacidad están hoy encomendados los destinos del país. El
autor de este artículo, el director de este periódico, tiene la buena fe de
creer que, en la humilde esfera de su capacidad y de sus modestas preten-
siones, podrá llegar para él, como para otros en escala inmensa ha llegado,
la época de la reparación y de la justicia. Entre tanto, no faltará a sus de-
beres como militar y como ciudadano, ni a su dignidad como hombre de
honor, sea cual fuere la desgracia que se le prepare».
Así que hubo contestado armativamente el tribunal de Guerra y
Marina, en el cual, según se nos ha dicho, sostuvo esta doctrina constitu-
cional sólo el señor Marqués de Villanueva de las Torres, el Ministro de
la Guerra expidió la Real Orden que a continuación se expresa:
Capitanía general de Castilla la Nueva. –El Excmo. señor Ministro
de la Guerra con fecha 19 del actual me dice lo que a la letra copio:–
«Excmo. señor. En el número 12, tomo 4° de la Revista Militar, corres-
pondiente al 25 de junio último, cuyo periódico dirige el brigadier de
caballería don Eduardo Fernández San Román, se insertó al folio 790
un artículo que principia: «Sigue en Terracina nuestra expedición
pasando lista por la tarde y formando en las procesiones», y concluye
«pueden acomodarse en nuestros buques de vapor y de vela», en el que,
y sin embargo de las doctrinas que debieran esperarse de un periódico
destinado exclusivamente a inculcar y sostener la disciplina, acrecentar
el entusiasmo del Ejército y generalizar los conocimientos de la profe-
sión, no sólo se faltó a la conanza que el gobierno de S. M. había depo-
sitado en el brigadier director del mismo periódico4, cuya adquisición
4 Puede servir de contestación a esta frase y a otras que con la misma intención y espíritu verán
reproducirse nuestros lectores en la causa, el artículo que inserto en la misma Revista del 10 de
julio, que insertamos por apéndice, y del cual no se ha hecho mérito en todo este ruidoso suceso,
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así como la del Boletín Ocial del Ejército, se recomendó por Reales Ór-
denes de 24 de julio y 7 de octubre de 1847, sino que contra lo dispuesto
en la última de estas dos soberanas disposiciones se trata de la política
internacional del gobierno, y en términos que pudieran ser perjudiciales
a la subordinación y disciplina de las tropas, si su reproducción no fue-
se reprimida pronta y vigorosamente como corresponde. Al efecto, la
Reina (Q. D. G.) tuvo a bien mandar que se oyese al Tribunal Supremo
de Guerra y Marina, y conforme con su dictamen se ha servido resolver,
que hallándose comprendido el brigadier don Eduardo Fernández San
Román en la disposición 2ª, tít. 17, tratado 2°, 6ª del mismo tít. y trata-
do, y 35 del título 10, tratado 8° de las Reales Ordenanzas, por haber
escrito o autorizado el mencionado artículo, proceda V. E. desde luego
al nombramiento de un scal de la clase correspondiente para que ins-
truya la competente causa contra dicho brigadier, la que será fallada en
su día por el tribunal correspondiente.
De Real Orden, y con inclusión de los números 12 del tomo 4° y
1° del 5° del expresado periódico y copia de las Reales Órdenes del 10,
23 y 24 de julio y 7 de octubre de 1847, que han de servir de funda-
mento o cabeza de proceso, lo digo a V. E. para los efectos que quedan
expresados, dando cuenta del nombramiento del referido scal». Lo
que transcribo a V. S. para que como scal que es de esta Capitanía
General y al intento lo nombro, proceda desde luego a formar al bri-
gadier de caballería don Eduardo Fernández San Román la causa que
en la inserta Real Orden se previene, continuándola con todo esmero
y actividad hasta ponerla en estado de ser vista y fallada en consejo de
guerra de señores ociales generales. Al efecto incluyo a V. S. copias
de las que se citan, de las Reales Órdenes de 10, 23 y 24 de julio y 7
de octubre de 1847, con más los ejemplares que se mencionan de los
meros 12 del tomo 4° y 1° del 5° del periódico titulado la Revista
Militar. Para actuar de secretario en dicho expediente, se valdrá V. S.
del que le está nombrado en los demás que tiene a su cargo, el teniente
de infantería de reemplazo don Francisco de Paula Prieto, y del recibo
de esta comunicación, con los papeles y documentos que en la misma
sin embargo de ser de suma importancia, si los hechos, aun los más triviales, han de aparecer
en su lugar.
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se designan, me dará V. S. aviso tan luego como sean en su poder. Dios
guarde a V. S. muchos años. Madrid 21 de agosto de 1849. El Conde
de Mirasol. Señor coronel scal don José Antonio Gramaren.
Reales Órdenes a que se reere la anterior.
Ministerio de la Guerra. Excmo. señor. La Reina (Q. D. G.) se ha
dignado decretar la creación de un Boletín Ocial del Ejército que, dán-
dose a luz en esta Corte los días 1° y 16 de cada mes, empezando des-
de el próximo venidero, contenga todos los decretos, Reales Órdenes y
decisiones dictadas por este Ministerio de la Guerra, así como cuantas
circulares y disposiciones reglamentarias se den por todas las inspeccio-
nes, direcciones e intendencia general militar, siendo al propio tiempo
su Real voluntad que en cumplimiento de esta disposición, remita V. E.
ocialmente y en los días 5 y 20 de cada mes a la redacción del Boletín
copia exacta de los citados documentos que se hayan expedido por esa
dependencia en la quincena anterior y no tengan el carácter de reserva-
dos. De Real Orden lo digo a V. E. para su inteligencia y efectos corres-
pondientes. Dios, etc. Madrid 10 de julio de 1847. Mazarredo. Señor.
Ministerio de la Guerra. Circular. Excmo. señor. Debiendo salir
los días 10 y 25 de cada mes el periódico militar titulado la Revista
Militar, S. M. la Reina (Q. D. G.), se ha servido resolver aparezca el
Boletín Ocial del Ejército juntamente con ella, bajo la dirección del
brigadier don Eduardo Fernández San Román, los mismos días 10 y
25, y no el 1° y 16 según se había prevenido. Esta variación no altera
en nada la prevención que a V. E. se hizo en la misma Real Orden para
que los días 5 y 20 de cada mes, empezando desde agosto entrante,
remita ocialmente a la dirección del Boletín los documentos que en
ella se expresan, con el n además de la publicidad, de que se reúna
en cuanto posible sea la legislación y administración de ramo de gue-
rra, formando un libro útil por el momento, y llevado a la perfección
como el gobierno se propone, indispensable para todos los militares.
De Real Orden lo digo a V. E. para los efectos correspondientes. Dios
guarde, etc. Madrid 23 de julio de 1847. Mazarredo. Señor...
Ministerio de la Guerra. Excmo. señor. En el próximo mes empe-
zará a aparecer el periódico titulado la Revista Militar, y a él acompa-
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ñará el Boletín Ocial del Ejército, creado por Real Orden de 10 del co-
rriente. La utilidad maniesta de este último documento, y el honroso
empeño que en bien del Ejército parece aquél contraer, me obligan a
recomendar a V. E. la adquisición de esta publicación, para que a su
vez la haga en todas sus dependencias, como una justa protección que
el gobierno se complace en acordar a esta empresa, por los laudables
esfuerzos y costosos medios empleados, al pretender llevarla a cabo.
De Real Orden lo comunico a V. E. para su inteligencia y efectos indi-
cados. Dios, etc. Madrid, 24 de julio de 1847. Mazarredo. Señor.
Circular. Ministerio de la Guerra. Excmo. señor. Por Real Orden
de 24 de julio de este año se recomendó a V. E. para que lo hiciese en
todas sus dependencias, la adquisición del Boletín Ocial del Ejército,
periódico ocial del ministerio de la Guerra, y de la Revista Militar,
obra de una empresa particular, dirigida exclusivamente a propagar,
por medio del periodismo militar, las doctrinas militares en cuanto
abraza el arte, con exclusión absoluta de la política militante. Bien co-
nocidas por mi antecesor las ventajas de esta publicación, no dudó en
recomendarla desde luego, como lo hizo antes de que apareciese por la
Real Orden que queda mencionada, y ahora el Gobierno de S. M. se
complace en reconocer que el director de la Revista Militar y Boletín
Ocial ha cumplido bien su empeño, pues que ha dado a luz un perió-
dico interesante en sus materias, colaborado por personas entendidas,
y de una baratura de precio que permite su adquisición a todas las
clases de ociales del Ejército; visto este resultado, que no ha podido
ni puede alcanzar sin grandes dispendios y tareas, S. M. la Reina (Q.
D. G.) se ha servido resolver vuelva a recomendar ecazmente esta
publicación a todas las dependencias de este Ministerio, para que se
propague cuanto sea dable en todas ellas, especialmente en las las y
guarniciones, tanto por el interés y utilidad que de ello debe reportar
el Ejército, como en justa indemnización y recompensa con que S. M.
se digna alentar esta empresa. De Real Orden lo digo a V. E., etc. Dios,
etc. Madrid 7 de octubre de 1847. (Córdova. Señor...
Después de varias diligencias de aceptar y jurar el secretario y de
unión a la causa de la Real Orden, aparece la siguiente
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deClaraCión indagatoria
En la plaza de Madrid, a los 24 días del mes de agosto de 1849, el
señor scal de esta causa, don José Antonio Gramaren, con asistencia
de mí, el secretario, se constituyó en los salones del E. M. del distrito,
en cuyo local, habiendo comparecido el señor don Eduardo Fernán-
dez San Román, brigadier de Caballería, a virtud de citación que se
hizo al Excmo. Señor Capitán General de la provincia, según cons-
ta en autos, enterado el precitado señor brigadier, por el señor scal,
debía declarar sobre dos artículos que se encuentran insertos en los
tomos 4° y 5° del periódico titulado la Revista, etc.
Preguntado. Su nombre, edad, patria y profesión, etc.
Dijo. Se llamaba don Eduardo Fernández San Román; ser de edad
de 30 años, natural de Zaragoza, de religión C. A. R., y que es diputa-
do a Cortes, director del periódico titulado la Revista Militar, briga-
dier de Caballería y ocial cesante del Ministerio de la Guerra.
Preguntado. Si escribió el art. 1° y si se arma y ratica en su con-
tenido, etc., etc.
Dijo. ue no sólo ha escrito él, sino que ha publicado el artículo
porque se le pregunta, usando de los derechos que la Constitución po-
lítica de la Monarquía Española le concede en su art. 2° y con arreglo
también a las leyes vigentes de imprenta. Y en cuanto a si se arma y
ratica en su contenido, declara que como escritor y español no debe
cuenta de sus opiniones ni de su perseverancia en ellas a nadie más que
al país y a su conciencia, y que no representando el señor juez scal ni
el uno ni la otra, no contesta a la pregunta.
Preguntado. Si escribió el art. 2° y si se arma y ratica, etc.
Dijo. Palabra por palabra la misma contestación dada a la pregunta
anterior.
Preguntado. ué cartas ha recibido de Italia, de quiénes son y a
quiénes ha oído hablar en los círculos políticos y militares desapro-
bando la conducta del gobierno respecto a la expedición de Italia, etc.
Dijo. ue ha recibido como director que es de un periódico co-
nocido en el ejército español y en los extranjeros varias cartas sin otra
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rma que “un suscritor” como suelen hacer los que espontáneamente
mandan noticias a las publicaciones diarias, cuyos escritos como tam-
bién se acostumbra en las redacciones, se han inutilizado inmediata-
mente después de computados; que no sólo recibió estas cartas, sino
otras también sin rma de personajes italianos, a juzgar por el idioma,
lo escogido del estilo y lo bien informados que se hallaban, según lo
que después se ha visto, acerca de los sucesos políticos; y que no re-
cuerda los nombres de las personas que en los círculos militares y polí-
ticos de la Corte han desaprobado la conducta del gobierno respecto a
la expedición de Italia, porque serían innumerables, atendido a que no
se ha hablado de otra cosa ni en otro sentido pública y privadamente,
de cuyo síntoma había sido eco antes que la Revista Militar toda la
prensa política, de la cual tomó también el declarante parte del espí-
ritu de su artículo.
Preguntado. ue si tuvo presente al escribir el artículo si podría
perjudicialmente inuir en el entusiasmo y decisión de las tropas des-
tinadas a la expedición de Italia, etc.
Dijo. ue al escribir el artículo sí tuvo presente, pero fue la idea
contraria, esto es, la de destruir la inuencia perjudicial que en el entu-
siasmo y decisión de las tropas destinadas a la expedición de Italia po-
drían causar las opiniones venidas de allí, repetidas por el sentimiento
público en España y por la prensa de Madrid: que con este patriótico
objeto se hizo eco de las impresiones que de Italia recibía para llamar
la atención del gobierno en favor del entusiasmo y decisión de aquellas
tropas, y que mal pudo tener presente otra cosa cuando, bajo cualquie-
ra de los conceptos de militar, escritor público y diputado español que
se considere al declarante, se halla altamente interesado y contribuye
diariamente a la obra de sostener el entusiasmo y decisión del Ejército.
Preguntado. Si al escribir el artículo no tuvo presentes las disposi-
ciones 2ª, título 17, tratado 2°, 6ª del mismo artículo y tratado, y 35
del título 10, tratado 8° de las Reales ordenanzas, etc.5.
5 Disposiciones 2ª y 6ª del tít. 17, tratado 2°, y la 35, tít. 10, tratado 8° de la ordenanza general
del Ejército, que se citan en los procedimientos.
Disposición 2ª– Todo inferior que hablase mal de su superior será castigado severamente; si tu-
viere queja de él, la producirá a quien la pueda remediar, y por ningún motivo dará mal ejemplo
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Dijo. ue en todos los actos de su vida militar ha tenido siempre
presentes todos y cada uno de los artículos de la ordenanza del Ejérci-
to en su espíritu y letra y las Reales Órdenes que la amplían, ilustran
y esclarecen, así como que de la observancia de ellas se ha formado
un culto en su carrera militar; pero que en esta ocasión no ha teni-
do presente, ni ha juzgado debía tener como escritor público y como
ciudadano español, más que el art. 2° de la Constitución de la Mo-
narquía Española, que ha venido sin alteración desde la primera en
que se puso, que fue la del año 1812, pasando luego al Estatuto Real,
después a la Constitución de 1837 y de ésta a la vigente de 1845, todas
sancionadas por la corona y juradas con posterioridad a la redacción y
promulgación de la ordenanza general del Ejército; que asimismo ha
tenido presentes los decretos que rigen sobre imprenta, en los cuales
se halla tan comprendido, garantido y conminado y con los mismos
derechos que todos los españoles para imprimir ms ideas. Y tiene, por
último, que decir y hacer saber, fundado en lo que acaba de expre-
sar, que protesta de la incompetencia del tribunal militar; que recusa
su jurisdicción y pide al señor scal militar se inhiba desde luego del
conocimiento de este negocio, que tiene su legislación y su tribunal
especial; que no tiene más que añadir ni quitar, etc., etc.
Diligencia de foliar los documentos que componen la causa.
Diligencia de ociar al Capitán General manifestándole que habien-
do el señor Brigadier encausado protestado formalmente de la incompe-
tencia del tribunal militar para entender en delitos de imprenta; y como
el caso presente no se haya resuelto en nuestra legislación militar, ni él se
con sus murmuraciones.
Disposición 6ª– Cualquiera especie que pueda infundir disgusto en mi servicio o tibieza en el
cumplimiento de las órdenes de los jefes, se castigará con rigor, y esta culpa será tanto más grave,
cuanto fuere mayor la graduación del oficial que la cometiere.
Disposición 35.– Los oficiales (de cualquiera clase que sean) que oyeren o entendieren de sol-
dados de sus compañías o de otras, aunque de distinto cuerpo, conversaciones o especies que
puedan originar trascendencia o mal ejemplo a la subordinación y disciplina, y no tomaren por sí
las prontas providencias que puedan para arrestarlos, o no dieren inmediatamente parte a sus je-
fes para que atiendan al remedio de las consecuencias, serán depuestos de sus empleos, mediante
una sumaria formal hecha por el sargento mayor o ayudante del regimiento del oficial omiso,
que se pasará a mis manos cuando se me dé cuenta de la deposición, de cuyo cumplimiento hago
responsables a los jefes.
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considera con las facultades y acierto sucientes para resolver esta cuestión
de competencia, que puede llegar a ser de la mayor gravedad, por tratarse
de la interpretación de uno de los artículos más importantes de la Cons-
titución, se dirige a dicha Capitanía General con remisión de todo lo
actuado, rogando se le prevenga cómo debe proceder6.
Diligencia de haber devuelto el Capitán General la causa para que
se continúe en la ciudad de Toledo, para cuyo efecto debía emprender
el scal la marcha en el término de doce horas, acompañado del señor
Brigadier encausado, constituyéndose éste en arresto en el Real Alcázar.
He aquí la comunicación del Capitán General, después de haber
arrestado en su casa al encausado: dice así, con fecha 26 de agosto, y lla-
mamos mucho sobre ella la atención:
Capitanía general de Castilla la Nueva.– E. M.– A la comunicación
que en concepto de scal encargado de la sumaria mandada formar
contra el brigadier de caballería don Eduardo Fernández San Román,
me dirige V. S. en 24 del actual, y recibí en el día de ayer, le contesto
por el presente, manifestándole que, considerando la Revista Militar,
según el contenido de las Reales Órdenes de que tengo acompañado
a V. S. copias, como un periódico ocial emanado de disposiciones
especiales del Gobierno de S. M. para moralizar e instruir a la clase
militar, con prohibición expresa de mezclarse en controversias políti-
cas; atendiendo a que los artículos insertos en la página 790, núm. 12,
tomo 4°, y en la 1ª del núm. 1°, tomo 5° del mencionado periódico,
son otras tantas infracciones de los preceptos superiores impuestos y
aceptados para su publicación: teniendo en cuenta que la citada Revis-
ta nunca podía calicarse de periódico político sujeto a la ley vigente
de imprenta, por cuanto no ha precedido el depósito que en ella se
previene; reexionando que el art. 2° de la Constitución política de la
Monarquía no deroga y sí ratica las disposiciones 2ª y 6ª del tít. 17,
tratado 2°, y la 35, título 10°, tratado 8° de la ordenanza general del
Ejército: acatando como es de toda justicia las Reales Órdenes de 25
de agosto de 1843 y 28 del propio mes de 1848, en las que se sanciona
6 Llamamos la atención de nuestros lectores sobre esta declaración del fiscal, porque ella pondrá
luego más de bulto sus contradicciones.
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el principio político de que en todos los países constitucionales la rigi-
dez y severidad de la disciplina militar deben estar en razón inversa de
las libertades públicas, no siendo posible prescindir de la Real Orden
de 19 del corriente, fundada en una consulta del Tribunal Supremo
de Guerra y Marina; y considerando por último que el brigadier don
Eduardo Fernández San Román persiste en sus conatos de recurrir a la
prensa para ventilar cuestiones de disciplina militar, proporcionando
por este medio que las traten personas incompetentes no enteradas
en datos y faltas de antecedentes, que ponen por lo tanto en riesgo
los intereses de la susodicha disciplina, y detrás de ellos los más caros
del país, ordeno a V. S. que acompañado del secretario de la sumaria,
y en unión del brigadier Fernández San Román, salga de esta capital
en el preciso término de doce horas, se traslade a la ciudad de Tole-
do, y en ella prosiga las actuaciones, uniendo a las mismas el adjunto
ejemplar núm. 151 del periódico titulado El País de ayer sábado 25 del
corriente, para que surta en la misma los efectos oportunos. Al intento
acompaño a V. S. el competente pasaporte, y doy las órdenes corres-
pondientes al señor General Gobernador de esta plaza e Intendente
militar de Castilla la Nueva para los nes respectivos, en el concepto
de que a la llegada a la expresada ciudad cuidará V. S. de que el briga-
dier don Eduardo Fernández San Román se constituya arrestado en el
Real Alcázar de la misma. Del recibo de esta comunicación y cumpli-
miento me dará V. S. el debido aviso. Dios guarde a V. S. muchos años.
Madrid, 26 de agosto de 1849. El Conde de Mirasol. Señor coronel
scal, don José Antonio Gramaren.
Diligencia de unirse a los autos el periódico titulado El País, corres-
pondiente al sábado 25 de agosto, y que para el efecto lo remite el Capitán
General. Fecha 26 de agosto.
Este periódico contenía un comunicado del señor Fernández San Ro-
mán noticiando al público la formación de su causa, porque La Nación
(periódico) se había ocupado de ello el día anterior. Dice así:
Sr. director de El País.
Muy señor mío y estimado colega: Con esta fecha digo al que lo es
de La Nación lo siguiente:
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Extraído equivocadamente sin duda del círculo del derecho consti-
tucional, y mandado sumariar militarmente por el señor Ministro de la
Guerra, como reo presunto de un delito de imprenta, cumple a mi deber
declarar que durante los trámites del enjuiciamiento militar me propongo
guardar personalmente una cumplida reserva y el más absoluto silencio en
la prensa, sin renunciar por esto a romperlo oportuna y legalmente.
Doy a V., señor director, las más expresivas gracias por el ampa-
ro que, según su número de hoy, me presenta y ofrece continuar, a
como al periódico que dirijo, y abandono por ahora mi causa como
escritor en el terreno de la publicidad, porque siendo la de V. también,
no puede quedar en mejores manos.
Saluda a V. con la mayor cordialidad, etc.
Diligencias relativas a la hoja de servicios, marcha y llegada a Toledo
y otras de pura tramitación.
Diligencia de reservar a su tiempo y por la autoridad competente, el parte
que debe darse al Congreso del arresto y causa formada al señor brigadier Fer-
nández San Román, en atención a ser este diputado a Cortes y a encontrarse
cerrado el Parlamento y sin diputación permanente. Fecha 28 de agosto.
ampliaCión a la deClaraCión indagatoria
En la ciudad de Toledo, a los 29 días del mes de agosto de 1849 se
constituyó el señor scal con el secretario en la casa habitación donde
se halla arrestado el referido Brigadier, a quien dicho señor scal hizo
saber que habiendo sido desestimado por la superior autoridad militar
de la provincia de Castilla la Nueva la excepción de incompetencia
que había interpuesto en su declaración que prestó en Madrid en 24
del actual, de cuyo hecho se dio conocimiento a aquella referida auto-
ridad, y debiendo procederse a la continuación de esta causa por dicho
señor scal, según la misma autoridad previene terminantemente en
su comunicación de 26 del corriente. Hallándose por lo referido en
el caso de continuar los procedimientos con arreglo a ordenanza, e
impuesto así de cuanto se le acaba de leer, prometió decir verdad en lo
que se le preguntaba.
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Preguntado. (Las mismas preguntas que se le hicieron en la declara-
ción indagatoria, 1ª, 2ª, 3ª, 4ª y 5ª).
Dijo. ue no tenía nada que añadir ni quitar, raticándose en todo.
Preguntado. Si reexionando detenidamente sobre el artículo 2° de
la Constitución de que acaba de hacer mérito, tomó el declarante en
consideración el que este artículo pudiera no derogar las disposiciones
dictadas en los artículos de la ordenanza general del Ejército explana-
dos en la anterior pregunta, y más por el contrario, si pudo deducir
que el artículo raticase el sentido de las predichas disposiciones.
Dijo. ue no sólo en esta ocasión, sino que en otras muchas ha
reexionado detenidamente en lo que se le pregunta, y ha visto con
claridad, que los legisladores no podían tener presente raticar ni de-
rogar las disposiciones de una ordenanza general para el servicio de
las tropas, 1° porque se trataba de un derecho constitucional y de ciu-
dadanía: 2° porque en el caso habrían añadido al artículo las palabras
“y los militares con arreglo a la ordenanza, lo cual era lo mismo que
declarar, que los militares no eran españoles para el uso de este dere-
cho; reexión que hace inmediatamente surgir la idea de que por el
contrario no hallándose añadidos se encuentran en el goce pleno de
aquel como todos los demás: 3° que si tal interpretación se diese a la le-
tra del artículo constitucional, también los paisanos o todos los espa-
ñoles en defecto de lo establecido en las leyes de imprenta, podrían ser
juzgados por la ordenanza general del Ejército al escribir sobre asuntos
militares, lo cual sería un absurdo maniesto, y sin embargo, no se
puede rechazar por la pregunta que se hace al declarante: 4° que no
siendo la ordenanza una ley en concepto del declarante, sino lo que su
título dice, una ordenanza, no puede comprenderse en las leyes a que
hace referencia el artículo constitucional, y 5° que teniendo obliga-
ción como diputado y como español de comprender la Constitución,
entiende que las leyes de que se habla en todo artículo constitucional
que consigna un derecho político, no pueden ser otras que las de eje-
cución que se desprenden del mismo, las cuales, por consiguiente, no
se elaboran sino inmediatamente después de sancionado; y no tenien-
do que ver nada la ordenanza general para el servicio de las tropas con
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la libertad de imprenta, y estando aquélla redactada y promulgada en
un siglo y en una época en que no se podía tener presente como no
se tuvo para limitar ni aun para hablar de él este derecho político, no
deben comprenderse en las leyes de que habla el artículo 2° de la Cons-
titución otras que las llamadas exclusivamente de imprenta.
Preguntado. Si cuando trató de publicar la Revista Militar fue con
acuerdo y autorización del Gobierno de S. M., y se le hicieron por éste algu-
nas prevenciones reducidas a señalarle la marcha que debía seguir aquella
publicación; si se le previno terminantemente que se abstuviese de mez-
clarse en controversias políticas, consagrándose exclusivamente a moralizar
e instruir la clase militar; si se le impusieron y el declarante aceptó algunos
preceptos acerca de la publicación de la Revista; y si por último pudo cali-
car el periódico que redacta de político, sujeto a la ley vigente de imprenta,
por cuanto parece no precedió el depósito que en aquélla se previene.
Dijo. ue cuando trató de publicar la Revista Militar, no buscó ni
acuerdo ni autorización del Gobierno de S. M., y se limitó, cumpliendo
el deber que en la ley de imprenta se consigna, a llenar ante la autoridad
política las formalidades prevenidas; que no se le hicieron por el Go-
bierno prevenciones de ningún género, sobre la marcha que debía se-
guir, ni prohibiciones de ninguna clase, porque la Revista Militar, como
periódico de una empresa particular, nació enteramente independiente,
respecto a personas y a intereses extraños a su propietario, el que declara,
y con arreglo a esto, ninguna prohibición cabía más que las que marca
con sus penas correspondientes la ley vigente de imprenta; que no se le
impuso ni el declarante aceptó precepto alguno acerca de la publicación
de la Revista; que vuelve a repetir ha sido siempre independiente, y que
no pudo, como no puede ahora mismo, calicar de político el periódico
que redacta, porque a sí mismo se impuso la condición de no hablar de
política militante, por no entrar en sus intereses particulares; pero que
no por esto deja de estar sujeto a la ley vigente de imprenta de 10 de
abril de 1844, la cual le exime en su artículo 24 de la obligación de poner
depósito y editor responsable, como periódico que no trata de materias
políticas y religiosas, e impone en el 26 la pena que corresponde en el
caso de infringir aquellas condiciones.
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Preguntado. ué fundamento tuvo para asegurar en el art. 2°, pág.
5ª, que los señores generales Infante, Zabala y Dulce, y el señor briga-
dier Luján, censuraban y desaprobaban la conducta del Gobierno de
S. M., en cuanto a la expedición de nuestras tropas a Italia, considerán-
dola bajo el mismo punto de vista que la había considerado el decla-
rante en su primer artículo; si les ha oído a dichos señores alguna con-
versación sobre el particular, en qué sitio, qué día y quién la presenció.
Dijo. ue el fundamento que tuvo para asegurar que los señores
Infante y Luján consideraban bajo el mismo punto de vista que el de-
clarante había considerado la expedición a Italia, no fue otro que el que
autoriza la posición política de ambos señores y sus antecedentes. Per-
teneciendo, como diputados a la minoría progresista, por la cual se ha
censurado la expedición a Italia, comprometidos y perseverantes en sus
opiniones progresistas, de que es uno de los ecos el periódico llamado
La Nación, el cual constantemente ha censurado y censura la expedi-
ción a Italia, creyó, por una lógica natural, que abundaban en las mismas
opiniones los citados señores, pero no recuerda habérselo oído decir;
no ha hablado jamás con ellos sobre el asunto; y cuanto ha dicho en el
artículo respecto a estos señores, ha sido puramente conjetural, espon-
táneo, cuya responsabilidad le pertenece a él solo, y puede, por lo tanto,
ser todo inexacto; respecto a los señores Zabala y Dulce, a los cuales
ni siquiera trata, tampoco ha tenido otro fundamento para escribir lo
que escribió, que sus antecedentes políticos, por los cuales han sufrido
vicisitudes, y con arreglo a ellos pueden muy bien opinar como cree el
declarante, y cumplir, sin embargo, como están cumpliendo sus deberes
de honrados soldados, en la misma expedición a Italia; entiéndase, por
lo tanto, que sólo el declarante es responsable de lo que ha dicho, como
conjetural y de propia inspiración, y por consiguiente, tal vez inexacto;
que ni los conoce bien, ni menos se lo ha oído decir.
Preguntado. uiénes son los militares que han recibido cartas en
Madrid de Italia, las cuales critican el objeto de la expedición, y que
las han enseñado al declarante, según arma en la pág. 9ª del art. 2°.
Dijo. ue ignora quiénes son los militares que han recibido las
referidas cartas, porque aun cuando unos se le han presentado de uni-
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forme, y otros de paisano, como a director del periódico, para mos-
trárselas, ni los conoce, ni se jó en los cuerpos ni institutos a que
pertenecían, ni le enseñaron ni vio las rmas de los autores.
Preguntado. Diga el nombre de algunas de las personas que en los
círculos militares de Madrid han censurado igualmente la expedición,
pues que, según dijo en su anterior declaración, son muchas las que
lo habían vericado; a qué círculos militares alude, dónde se reúnen
éstos, y qué personas los componen.
Dijo. ue no recuerda nombre alguno, porque no se jó en nin-
guna de las muchas personas que hablaban continuamente del asunto;
que por círculos militares y políticos entendió y entiende las reunio-
nes accidentales de una u otra clase de hombres que conversan, sin de-
liberada intención ni convocatoria, sobre los asuntos del día, o sobre
los de sus respectivas profesiones; que estos llamados círculos por el
declarante, de conversación, se reúnen en todas partes, y en ninguna,
al aire libre, en los cafés, en los teatros, como en la sociedad privada, y
en los salones de conferencias de los parlamentos; no puede decir las
personas que los componen, porque es el público todo.
Preguntado. Si al extender los artículos de que se está haciendo refe-
rencia, tuvo presente el que declaran las Reales Órdenes de 25 de agosto
de 1843 y 28 del propio mes de 1848, aludiéndose en éstas a las pro-
mulgadas con antelación en 11 de noviembre de 1752, y 9 de marzo de
1816, por las que se sanciona el principio político de que en todos los
países constitucionales la rigidez y severidad de la disciplina militar debe
de estar en razón inversa de las libertades públicas; si conoce estas Reales
Órdenes, y en ese caso si merecieron del declarante el debido acatamien-
to, como consideración, al extender los artículos en cuestión.
Dijo. ue no tuvo presente más que el art. 2° de la Constitución
y las leyes de imprenta; que conoce las referidas Reales Órdenes, a las
cuales, ni como militar, ni como funcionario del Gobierno, cuando
lo fue, no ha faltado nunca, porque jamás representó en cuerpo, ni
entró en contestaciones sobre asuntos del servicio, pero en la ocasión
presente no las ha tomado en consideración, porque al extender los
artículos en cuestión, lo ha hecho escudado con las únicas leyes que
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rigen para la imprenta, que son el ya citado art. 2° de la Constitución, y
las leyes de 10 de abril de 1844 y 6 de julio de 1845, y por las impresio-
nes que como ciudadano y diputado español exclusivamente recibió.
Preguntado. Habiéndole puesto un artículo comunicado inserto
en el periódico titulado El País, correspondiente al 25 de este mes, y
suscrito por el declarante, si lo reconoce por suyo, y en este caso diga
si pasó igual comunicación a otros periódicos; si éstos la publicaron
también, y cuáles son estos periódicos.
Dijo. ue ha escrito y publicado el artículo comunicado que se le
presenta, con el derecho constitucional que tiene, como español, para
hacerlo, y en este concepto y en el de director de periódico; que pasó
igual comunicación a toda la prensa, sin poder contestar, porque no
se ha cuidado de ello, si todos los periódicos la publicaron, pero sí cree
que lo hizo la mayor parte.
Preguntado. ué objeto se propuso al publicar dicho comunicado.
Dijo. ue no tuvo otro objeto que el que su texto literal dice; esto es, el
de garantir públicamente su extrañeza a la discusión que los demás perió-
dicos sus colegas habían empezado sobre el asunto, penetrado de que así
se lo aconsejaba la prudencia, el buen sentido y la dignidad de su carácter,
mientras estuviera bajo la acción de unas leyes cualesquiera; y el de dar las
gracias por gratitud, cortesía y fraternidad a los susodichos colegas.
Preguntado. Si tiene algo que añadir, etc., etc.
Dijo. ue insiste en la recusación y protesta de incompetencia que
tiene hecha al nal de su indagatoria declaración.
Diligencia de haber ociado al Comandante General de Toledo, pi-
diendo la lista de los jefes y ociales existentes en la capital, que puedan
desempeñar la comisión de defensores. Fecha 30 de agosto.
Diligencia de unirse a los autos un ocio del Capitán General, con la
hoja de servicios del señor Brigadier encausado. Fecha 30 de agosto.
Diligencia de unirse a los autos un ocio del Capitán General, con la
lista de los Generales y Brigadieres existentes en el distrito, que pueden
desempeñar la comisión de defensores. Fecha 30 de agosto.
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Diligencia de unirse a los autos un ocio del Capitán General, acu-
sando el recibo del que el scal le había dirigido con fecha 28, y repitiendo
a dicho scal la importancia de que las actuaciones se terminen en breve;
aprovechando al efecto todos los instantes, y regresando a Madrid el refe-
rido scal con el proceso, tan luego como lo concluya. Fecha 30 de agosto.
Confesión Con Cargos
Preguntado. Su nombre, etc.
Dijo. Llamarse como queda dicho, etc.
Preguntado. Habiéndole leído las declaraciones que tiene dadas en
esta causa, si se ratica en su contenido y si tiene que añadir, etc., etc.
Dijo. ue las reconoce por suyas y en ellas se arma y ratica, etc.,
etc.
Preguntado. Si sabe por qué se halla arrestado.
Dijo. ue ignora la causa de su arresto, si bien supone sea por con-
secuencia de estas actuaciones.
Preguntado. Por qué escribió y publicó el artículo 1° censurando
en términos poco convenientes las disposiciones del Gobierno de S.
M. referentes a haber mandado a Italia una división de nuestras tropas
para intervenir en favor de Su Santidad, dando lugar con tales escritos
a inuir perniciosamente en el espíritu y disciplina de las tropas, sien-
do mayor su responsabilidad, cuanto que protegido y auxiliado por el
Gobierno en su empresa, según se deduce del contenido de la Real Or-
den de 10, 23, 24 de julio y 7 de octubre de 1847 que se le maniesta,
era tanto menos de esperar de su parte una conducta semejante, cuan-
to que a los motivos de conveniencia general y de estricta observancia
de nuestras leyes militares, que nunca debió perder de vista, iban uni-
dos otros de consideración hacia el Gobierno, que le había conado la
honrosa misión de contribuir con la Revista Militar a instruir y mora-
lizar el Ejército, prestándole su ecaz y más cumplido apoyo.
Dijo. ue lo escribió y publicó usando del derecho que la Cons-
titución le concede, y con sujeción a las leyes de imprenta, sin más
responsabilidad que la que éstas le pudieran hacer efectiva; que la
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protección que el Gobierno acordó a la empresa fue espontánea, li-
mitada a las Reales Órdenes que se citan, y como recompensa tal vez a
los sacricios sin cuento de todo género que aquélla particularmente
hacía, y de la utilidad que prestaba, como por el laudatorio concepto
de algunas de dichas Reales Órdenes puede deducirse; que la Revista
Militar no ha sido auxiliada, según quiere decir el señor scal, jamás
por el Gobierno, y que su conducta en esta ocasión estuvo fundada sin
duda alguna en motivos de conveniencia general; que no tuvo presen-
te la estricta observancia de las leyes militares, porque como español y
escritor público, sólo ha tomado en consideración las de imprenta y la
Constitución, permitiéndose de paso, y como mera reexión extraña a
la investigación de un supuesto delito de imprenta, decir al señor scal
que tampoco las leyes militares se han rozado en la ocasión presente
al hablar de un acto ocial puramente político; que cabalmente fue
la consideración hacia el Gobierno de su patria, a la que ama mucho,
lo que le movió a escribir el artículo, y que ni el Gobierno ni nadie le
conó la misión, muy honrosa sin duda, de contribuir con la revista a
instruir y moralizar el Ejército, sino su propio prurito y aliento que le
han producido no pocas fatigas, aunque en la opinión militar nacional
y extranjera irrefragables y lisonjeros testimonios del n que se propu-
so, y a que debió en la alta justicación y sabiduría del Gobierno de S.
M. la recomendación desinteresada de que se hace mérito.
Reconvenido. Por qué escribió y publicó el artículo 2° tratando
de rebatir las razones en que se funda la Real Orden de 18 de junio
último, mandando suprimir la publicación del Boletín del Ejército y
retirando a la empresa de la Revista el apoyo que hasta entonces ha-
bía prestado el Gobierno, cuando en dicho artículo se atacaba de la
manera más explícita la conducta del señor Ministro de la Guerra, y
lo que es más grave todavía, una disposición emanada de S. M., y esto
en un periódico que, por su carácter semiocial, tanta inuencia debía
ejercer en el espíritu del Ejército.
Dijo. ue escribió y publicó el artículo por el derecho constitu-
cional que lleva repetido; que rebatió las razones en que se fundaba la
Real Orden de 28 de junio último, 1° con el mismo derecho, y 2° por-
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que se privaba al Ejército del Boletín Ocial, tan necesario para su ins-
trucción y para el conocimiento de sus deberes, necesidad reconocida
por el Gobierno mismo en sus disposiciones; que aquella Real Orden,
aunque expedida a nombre de S. M., pertenece su responsabilidad a
los ministros; y que no comprende la calicación de semiocial dada
por el señor scal al periódico, para hacer con la consecuencia inme-
diata de la inuencia que debía ejercer en el espíritu del Ejército un
cargo al declarante; pero que sí dirá que la Revista Militar no ha sido
ni es un periódico ocial ni semiocial, ni eco siquiera de determina-
das personas, sino de una empresa particular, propia del que declara, e
independiente, como lo tiene repetido desde que salió a luz, y puede
comprobarse en todo el curso de sus doctrinas.
Vuelto a reconvenir. Cómo pudo en su declaración desconocer
la jurisdicción militar desestimando al scal, no reconociéndole ni
representación ni autoridad para residirle, fundado en los derechos
que supone le dan como a español el artículo 2° de la Constitución,
y como a escritor las leyes vigentes de imprenta, queriendo sostener
además no debe cuenta de sus opiniones ni de su perseverancia en ellas
a nadie más que al país y a su conciencia, siendo así que si bien hubiera
reexionado el precitado artículo 2° de la Constitución, hubiera visto
que las leyes que éste cita no derogan y sí ratican las que correspon-
den exclusivamente a los militares; por consecuencia debió tener pre-
sente el que nuestras leyes, no habiendo desmerecido de su prerroga-
tiva por no ser conocidas hasta ahora reglas que prevengan o puedan
interpretar lo contrario, a éstas como vigentes, y no a las que pretende
acobijarse, fue de su obligación acatar constantemente, recordando al
propio tiempo las disposiciones 2ª y 6ª del título 17, tratado 2° y la 35,
título 10, tratado 8° de la ordenanza general del Ejército.
Dijo. ue protestó de incompetencia y recusó la jurisdicción mili-
tar, porque como escritor público no tiene otro tribunal para ser juz-
gado más que el establecido por la ley de imprenta de 6 de julio de
1845 en su artículo 4°; que no reconoció podía dar cuenta más que al
país y a su conciencia de la perseverancia en sus opiniones, porque se
le preguntaba si se raticaba en las que había emitido anteriormente
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en un artículo de imprenta, por el cual, aun juzgado ante sus jueces
ordinarios después de denunciado, no se le sometería a esta pregunta
investigadora de un segundo delito, o sea, de la repetición del primero,
de la perseverancia, pues de unas opiniones que una vez publicadas le
ponen en tela de juicio, sólo puede pedir cuentas a un hombre su con-
ciencia, y a un diputado español, como lo es el declarante, el país; que
no reexiona de la manera que lo hace el señor scal sobre el 2° artí-
culo de la Constitución, ni lo interpreta tampoco como él, sino que al
contrario, repite lo que dijo sobre este incidente en la ampliación de su
declaración sin quitar nada, porque para las faltas de imprenta no hay
otras leyes que la Constitución y las de abril del 44 y de julio del 45,
únicas y exclusivas: que acogerse a ellas es su derecho y su deber, como
español y escritor público, y no el que le pretende imponer equivoca-
damente el señor scal militar, porque la Constitución y las leyes que
de ella dimanan son el único Código para juzgar de los delitos que se
cometen en el abuso de un derecho político, como es el de la imprenta.
Reconvenido. Por qué si tenía algún motivo de queja del señor
Ministro de la Guerra o del señor Presidente del Consejo de Minis-
tros, no la produjo con moderación y en la vía y forma que previenen
los artículos 1° y 2°, título 17, tratado 2° de la ordenanza, sin dar mal
ejemplo con sus escritos.
Dijo. ue no tiene queja de ninguno de los dos señores citados
que le mueva a producirla según ordenanza; ni se deduce ni puede
deducirse de que haya escrito e impreso artículos censurando actos
del Gobierno que el declarante tenga quejas de él; por lo tanto que
rechaza el cargo.
Reconvenido. Cómo pretende excusar la gravedad de su falta, apo-
yándose en el derecho que a todos los españoles concede el artículo
2° de la Constitución, cuando debe saber que tal derecho sólo puede
ejercerse dentro del círculo de las leyes especiales de que se hace mé-
rito en la 2ª reconvención, y que prohíben a los militares murmurar y
hablar mal de sus superiores con el objeto de atajar los malos efectos
que en la disciplina militar tal vez produjera una censura que, siendo
infundada, podría quedar impune a la sombra que alega el declarante.
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Dijo. ue ni excusa ni pretende excusar la supuesta gravedad de
una falta que se le imputa, apoyándose en la Constitución; que lo que
hace solamente es invocar su derecho para ser juzgado según aquélla,
y para que en un tribunal especial se declare si el confesante ha come-
tido falta; que no es posible ni está prevenido ejercer el derecho de
imprenta dentro del círculo de las leyes militares, porque cesaría tal
ejercicio en primer lugar, y en segundo porque no hay más leyes que
las de imprenta para regularlo entre todos los españoles, incluso los
militares, como se ha practicado constantemente en España hasta el
día, sin que nada se haya dispuesto en contrario por una ley hecha en
Cortes; que nunca quedan impunes los delitos de imprenta, porque
hay tribunal y leyes hechas a propósito para juzgarlos; que no es culpa
suya no se hayan conciliado hasta el día legislativamente los derechos
políticos del Ejército con los deberes del militar, en el sentido que
quiere forzadamente el señor scal, a los cuales no ha faltado jamás el
confesante en ningún acto del servicio militar; y que no ha buscado,
como el señor scal cree, en la Constitución y en las leyes una sombra
para abrigar impunidades, sino su asilo legal y natural, en la suposición
de una falta que es de orden político y constitucional.
Vuelto a reconvenir. Cómo no ha tenido presente la ninguna fuerza
que tiene la exculpación que ha dado en sus declaraciones indagato-
rias, sobre haber hecho uso de su derecho con arreglo a la Constitu-
ción y a las leyes de imprenta, siendo así que ha infringido también,
además de las leyes militares las de imprenta, que sólo permiten ocu-
parse de cuestiones políticas a los periódicos exclusivamente políticos
que tienen hecho el depósito señalado para responder ante la ley de las
infracciones que cometan, cuya garantía no tiene ni ha tenido nunca
la Revista Militar, como lo comprueban las Reales Órdenes (de reco-
mendación), por lo que se ha considerado siempre como periódico
cientíco y literario, bajo cuyo dominio no podían entrar de ningún
modo las cuestiones de política militante.
Dijo. ue por el tenor de esta pregunta y por el de otras de este gé-
nero que el señor scal le hace, duda el confesante si en efecto se halla
delante de un tribunal militar, o ante el de jueces de primera instancia
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prevenido por la ley de imprenta; que como si no bastara, según parece
al señor scal, dirigirle cargos militares, se lanza, como se ve, a hacer sus
excursiones en el campo de un tribunal especial, con lo que queda bien
demostrado, a falta de la ley escrita y en concepto del declarante, que la
índole del delito de que se le acusa pertenece por la pregunta del mismo
señor scal a otra jurisdicción que la suya; que a nada está obligado, por
lo tanto, según el tenor de la referida pregunta, a contestar el confesante;
pero que deseoso de que la justicia y la razón que le asiste resplandezcan,
así como de que quede siempre consignado su respeto, dirá al señor s-
cal: 1° que de haber faltado, como prejuzga, a las leyes de imprenta, no
se deduce que no tenga fuerza la razón de haber hecho el declarante uso
del derecho constitucional, así como de haberse acogido a él; y 2° que
ya que el señor scal habla fuera de su cometido, de infracciones de la
ley de imprenta, ni de infringirla se deduce que no se halle sometido el
declarante a su acción exclusiva, ni se deduce tampoco, de no ser per-
dico político, que no haya penas establecidas en ella para la falta que se
supone al confesante, ni menos que a pesar de todas estas considera-
ciones no tenga fuerza la apelación que ha hecho a la Constitución y a
esas mismas leyes; lo que sí acusa todo esto es que el señor scal, por su
especial ministerio, no se haya enterado de la ley de imprenta, al dirigirle
unos cargos que pertenecen sólo a un tribunal especial.
Reconvenido. ue si bien el scal se encuentra en el pleno con-
vencimiento de que hasta este momento no ha traslimitado las fun-
ciones que le están conadas, juzgando bajo los códigos militares,
así como antecedentes que constantemente ha tomado en cuenta, y
se encuentran comprendidos en el proseguimiento de esta causa, sin
que su ánimo haya sido jamás entrometerse en las leyes políticas y de
imprenta, únicas con que el confesante se escuda, dejando a un lado
las que exclusivamente le pertenecen, y aún más, estando acorde con el
que conesa de no entender una sola expresión de la titulada libertad
de imprenta, por el convencimiento de que como militar puro no es
escritor, y por lo tanto no ha tenido que dedicarse a su estudio, reser-
vándose para el tiempo de que los generales a quienes corresponda en-
tender en el fallo decidan las cuestiones que se discuten; continuando
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el orden de reconvenciones, porque supuesto el principio de que fuera
permitido a los militares ejercer el derecho que alega de valerse de la
imprenta para atacar los actos de sus superiores, así como producir
sus quejas fundadas o quiméricas, no tomó en cuenta que con esta
licencia se introduciría en el Ejército un germen de indisciplina y de
dislocación que acabaría muy pronto por convertir esta institución,
que sólo puede sostenerse observando la subordinación y disciplina
tan recomendadas por la ordenanza, en un caos espantoso y en una
anarquía nunca vista, que produciría inevitablemente la ruina del mis-
mo Ejército y de las instituciones del país.
Dijo. ue una de dos: o se supone o no se supone el principio: si se
supone, como dice el señor scal, no tiene lugar la deducción y el car-
go que hace, porque dentro del principio están las leyes de imprenta
que lo restringen, sean los que quieran los intereses que se ventilen o
ataquen; si no se supone, ya tiene contestado repetidas veces el confe-
sante que no tuvo en cuenta al escribir e imprimir más que el derecho
constitucional y las leyes de imprenta que castigan su abuso. En ambos
casos quedaría reprimido según la ley de imprenta, y conjurados con el
castigo y el ejemplo los peligros de que habla el señor scal.
Reconvenido. Cómo dijo en sus declaraciones indagatorias que
las cartas que recibía de Italia sólo estaban rmadas por un suscritor,
cuando en el artículo asegura que todo lo que ha dicho y escrito sobre
la expedición ha sido en virtud de cartas recibidas de lo más importan-
te y orido de aquel Ejército, lo cual indica que conoce los nombres,
empleo y posición de las personas a que alude, así como arma no
recuerda los nombres de las personas que en los círculos militares les
oyó decir desaprobaban también la conducta del Gobierno, alegando
en su defensa ser innumerables aquéllos, y de cuyo síntoma de desa-
probación había sido eco antes que la Revista Militar toda la prensa
periódica, cuando estas razones no convencen haya podido descono-
cer a un cierto número de aquellas personas entre las innumerables a
que, como se va diciendo, hace referencia.
Dijo. ue no se opone ni contradice lo uno a lo otro. El señor scal
supone que lo importante y orido reside en la categoría y nombre
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conocido de las personas que dirigen un escrito; el confesante juzga de
lo importante y orido de una correspondencia por el entendimiento,
por la lógica y por la gravedad y altura con que se tratan los negocios; y
que respecto a las personas y círculos no tiene nada que añadir, porque
no sabe más que lo que dijo en sus declaraciones.
Reconvenido. Cómo quiere sostener en su contestación que al pu-
blicar los artículos de que se está hablando frecuentemente fuera con
la idea contraria que se le supone, y era de perjudicar al Gobierno, y
que su objeto se dirigía a destruir la inuencia perjudicial que podían
causar en la división de Italia en favor de su entusiasmo y decisión las
opiniones que de aquel país habían venido reproducidas por la prensa
de España con otras observaciones que explana, cuando es evidente
que si tal sistema favorable se hubiera propuesto, no se vieran redacta-
dos escritos que por sus consecuencias han motivado las providencias
que este mismo Gobierno tiene ordenadas.
Dijo. ue nunca ha creído que el señalar, donde lo hay, un peligro
con objeto de que se evite, sea crearlo, máxime cuando al indicarlo se
hace en nombre de intereses tan sagrados como el honor del país y el
de las armas; y que el que el Gobierno haya tomado sus medidas no
prueba más sino que ha considerado como una injusta hostilidad y
puesto en juicio lo que según el declarante era un aviso muy amistoso,
aun concediendo la severidad de la forma.
Reconvenido. Por qué al escribir los artículos de que se trata no
tuvo presente lo prescrito en el artículo 6°, título 17, tratado 2° de la
ordenanza general del Ejército, considerando que las especies vertidas
en los mismos podían infundir disgusto en el servicio o tibieza en el
cumplimiento de la misión que el Gobierno de S. M. había conado a
nuestras tropas en Italia, cuyo cargo aumenta su gravedad, en atención
a la superior graduación del declarante y a la inuencia que debían
ejercer sus escritos, como publicados en un periódico semiocial.
Dijo. ue ya tiene repetido no tuvo presente para escribir e imprimir
más que la Constitución y las leyes de imprenta, y que su periódico no era ni
es semiocial, sino muy particular suyo e independiente, y por consecuen-
cia, dueño el declarante de imprimirle la marcha que mejor le pareciera.
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Reconvenido. Por qué cuando supo que tanto algunos ociales del
Ejército de Italia, como otros militares de la Corte criticaban las ope-
raciones del Gobierno de modo que pudiesen originar trascendencia
y mal ejemplo a la subordinación y disciplina, no dio inmediatamente
cuenta a quien correspondía, con arreglo a lo expresamente mandado
en el art. 35, tít. 10, tratado 8° de la ordenanza.
Dijo. ue dado caso de que hubiera prescindido por un solo mo-
mento de su carácter de escritor público para cumplir con este deber
militar en su posición de cuartel y sin mando, como no hubiera podi-
do jar personas, no cree cabía mejor ni mayor aviso para el Gobierno
del hecho, que las opiniones adversas de la prensa y las cartas anóni-
mas de Italia que ésta publicaba.
Vuelto a reconvenir. Cómo insiste en sus declaraciones buscando recur-
sos para defenderse con la reproducción de esa independencia militar que
pretende escudarse al abrigo del art. 2° de la Constitución, cuando este
artículo, acatado debidamente por todos los españoles militares, no puede
tener efecto con el sentido que sus artículos insertos en la prensa han pro-
vocado. En la segunda reconvención, se explanan incontestables razones
que evidencian no haberse menoscabado en una sola palabra la ordenanza
del Ejército, y es muy de extrañar que un militar ilustrado, de elevada cate-
goría entre muchas cosas, diga al folio 27 que no siendo la ordenanza una
ley en su concepto, sino lo que su título dice: una ordenanza, no puede
comprenderse en las leyes a que hace referencia el artículo constitucional;
si por absurda calica el confesante en el mismo folio una comparación
que presenta acerca de si la ordenanza general del Ejército podría ésta
juzgar a paisanos españoles al escribir sobre asuntos militares, haciendo
referencia a la prohibición que a éstos se hace del benecio de la imprenta;
cuestión que por sí sola queda derribada al reconocerse la supremacía de
la ley fundamental del Estado, ¿cuánto más absurdo debe considerarse al
asegurar el confesante no reconoce sino por ordenanza destinada para el
servicio de las tropas la que se denomina con este título, desviándola del
derecho que tiene y alegando el de la imprenta en perjuicio de aquélla?
Es indispensable que el confesante explane muy extensamente las causales
por las que no reconoce en esta ordenanza las leyes que han regido y rigen
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desde su creación en la referida ordenanza; que pulse detenidamente la
gravedad de sus dichos, la responsabilidad que sobre sí ha gravitado al des-
estimar las únicas leyes militares que se reconocen, apoyándose en ellas el
sostén del Ejército español, así como las fatales consecuencias que su resis-
tencia pudiera originar si llegaran a revelarse entre las tropas, desquicián-
dose en éstas su disciplina, que podría acabar con la completa disolución
del actual estado militar.
Dijo. ue no ha buscado recursos para defenderse en el sentido de
subterfugios ni evasivas, sino razones y derechos; que nunca puede ser un
cargo el defenderse reproduciendo unos mismos argumentos o presentán-
dolos nuevos, sean los que quieran; que si no ha acatado la ley de imprenta
(y vuelve a llamar la atención del señor scal hacia este género de cargos
no militares), y por el contrario la ha infringido, como dice el señor scal,
en el art. 2° de la Constitución están consignados los medios de castigar el
delito que se supone, que son las leyes de imprenta; que lo que extraña a su
vez es que el señor scal le haga un cargo por no considerar la ordenanza
como ley, y como ley de imprenta, porque sabido es, en cuanto a lo pri-
mero, que sólo es ley la que se formula en cuerpos congregados para este
objeto, llámense cortes, asambleas, etc., con la sanción del poder ejecutivo,
en una de cuyas razones se fundó para combatir la interpretación dada
por el señor scal al artículo 2° constitucional; y con respecto a lo segun-
do, ya tiene dicho y repetido que la ordenanza escrita en 1778 no puede
tener penas que limiten un derecho constitucional político y posterior,
ni los legisladores, aun cuando hubiera sido una ley, la comprendieron en
el artículo constitucional, como ya lo tiene probado, si es que no sirve la
experiencia; que si presentó el absurdo que le recuerda el señor scal, fue
porque se deducía de la violenta interpretación dada por el mismo a la
frase con que termina el artículo 2° de la Constitución, pero que no lo
presentó como cuestión, y por lo tanto no lo admite como cargo; ¿y qué
dirá a su vez el confesante de la deducción y cargo inmediato del señor s-
cal? ¿Pues qué crimen hay en decir que la ordenanza no es ley de imprenta,
sino una ordenanza para el servicio y disciplina de las tropas? ¿Acaso el
confesante, al calicarla por su título de simple ordenanza, según la for-
ma de redacción y promulgación que tuvo en su época, ha cometido una
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falta? ¿Ha dicho acaso que la ordenanza no deba ser acatada por todos los
militares para el servicio y disciplina de las tropas y para todos los actos
de la vida militar? ¿Ha dicho que no la reconocía para este n? El señor
scal debe tener presente que el declarante dijo no tomó en considera-
ción como escritor la ordenanza a la cual jamás ha faltado como militar
en ninguna función del servicio, porque se trataba de un supuesto delito
de imprenta y no por desestimarla con menosprecio; que sabe acatar muy
bien y como se debe toda la legislación de su país; no por resistirla en el
concepto de rebeldía militar, dando lugar a las consecuencias que indica el
señor scal, para cuyo concepto no ha dado pie el declarante con una sola
palabra ni con un solo argumento en la ampliación a que se reeren estos
cargos, ha dicho sólo que no tenía nada que ver la ordenanza con las leyes
de imprenta, y esto lo ha dicho repetidas veces como español y escritor;
pero en términos que no dan lugar a la tortura que el señor scal hace de
sus conceptos, llendolo alternativamente del terreno militar al político
y enlazando cargos que tienen una división clara y profunda.
Reconvenido. Cómo dice en su declaración que al publicar la Revista
Militar no buscó ni acuerdo ni autorización del Gobierno, limitándose al
deber que la ley de imprenta le consignaba, asegurando no se le hicieron
por aquél prevenciones de ningún género ni prohibiciones, ni tampoco la
de que se hablase en el periódico de política militante, con otras manifes-
taciones que en su defensa alega, cuando las aserciones antedichas están
en completa oposición a las tres Reales Órdenes que se le maniestan7,
en las que detenidamente este Gobierno, al permitir la promulgación del
periódico titulado la Revista Militar, ja sus reglas entre otras la de que
siendo una utilidad maniesta este periódico al bien del Ejército, por ser
dirigido a propagar exclusivamente por medio del periodismo militar las
doctrinas militares prohíbe con absoluta exclusión el hablar en él de la
política militante; y por lo tanto, no tiene valor la independencia con que
supone haber conducido el confesante el periódico, porque faltó a las cita-
das Reales Órdenes, cuya dependencia reconoció desde el día que redactó
la Revista Militar, porque no sujetándose a sus instrucciones, faltando al
respeto que debía al Gobierno, se entrometió escribiendo asuntos de po-
7 Véase el Apéndice.
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lítica militante en los dos artículos tan completamente enumerados y que
han producido el juicio militar que se está instruyendo.
Dijo. ue las Reales Órdenes que se citan fueron expedidas para la
creación del Boletín Ocial del Ejército, sin establecer compromisos ni de-
pendencias para el declarante ni para la Revista, sino sólo estímulos y re-
comendaciones; que por sí solo se lanzó a escribir, como cualquier español
hubiera podido hacerlo, una Revista Militar, cuya publicación permitió,
como no podía menos de permitir, según la ley de imprenta, la autoridad
política y no la del Ministro de la Guerra; que si las Reales Órdenes que se
citan hablan de la condición de excluir la política militante, fue porque en
el prospecto se la impuso a sí mismo el que declara, dado que semejantes
condiciones no las pueden precisar más que los intereses privados del pro-
pietario; y condición ésta, nótese bien, que viene establecida desde enton-
ces en la carpeta del periódico, y continúa hoy, a pesar de no haber motivo
para sospechar merezca ya la Revista la recomendación del Gobierno; que
respecto a la independencia está cansado de repetir que la tuvo desde el
primer día, como lo ha impreso varias veces, sin que la limitase ninguna
Real Orden, ni menos instrucciones de ningún género; por último, de-
clara que no ha faltado al respeto en sus censuras, porque conocida es su
manera de escribir; y en cuanto a si se entrometía o no a hablar de política,
ya tiene contestado que sólo la ley de imprenta puede juzgarlo y castigarlo.
Reconvenido. Cómo es que conociendo las Reales Órdenes que se
han citado, las desestimó en el mero hecho de que sin tomar en cuenta
el objeto que las mismas se proponían de sancionar el principio políti-
co, de que en todos los países constitucionales, la rigidez y severidad de la
disciplina militar debe estar en razón inversa de las libertades públicas,
escribió no obstante los dos artículos referidos de la Revista Militar.
Dijo. ue ni estimó ni desestimó las referidas Reales Órdenes8 al
escribir los artículos, porque no tuvo presente más que la ley fundamen-
tal del Estado y la de imprenta; que como militar y como funcionario
público, cuando lo fue, repite, no ha faltado nunca a ellas, porque jamás
ha representado en cuerpo ni ha entrado en contestaciones sobre asun-
tos del servicio; y que la frase de una de las Reales Órdenes que el señor
8 Véase el Apéndice.
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scal cita, aun suponiendo que sola y entresacada pudiera ya tener el
valor y espíritu que se le quiso dar al incluirla en el razonamiento entero
de la Real Orden, no pasa de ser, lo mismo aislada que acompañada, una
teoría o un principio político militar tan exacto, conveniente y asentido
como se quiera, pero el cual no discute el declarante, porque el tribunal
militar no es una asamblea deliberante, y porque no es un precepto que
tenga desenvuelto su capítulo legal de derechos y obligaciones.
Reconvenido. Por qué razón, después de prestar su declaración
indagatoria, publicó en varios periódicos políticos un artículo comu-
nicado, dirigido a dar a conocer al público los procedimientos que
contra el declarante se seguían, quebrantando así la reserva que debe
guardarse en estas cosas; y lo que es más, dando motivo a que apode-
rándose la prensa de una cuestión que no es de su competencia, y care-
ciendo de los datos seguros que se necesitan para tratarse, la tomase en
cuenta atacando al Gobierno, sosteniendo en cierto modo la causa de
la indisciplina, propagando ideas perniciosas que pueden inuir en la
relajación de la disciplina, sin que las razones que en su defensa aboga
en la ampliación sean sucientes para desnudarse de la dignidad de
su carácter en el Ejército, amparándose con el derecho constitucional
que, como español, dice tener para emitir sus opiniones.
Dijo. ue aun cuando fuera un cargo el haber puesto el comunicado
después de prestar las declaraciones, no se deduce por su fecha haya suce-
dido así, pues aunque con la misma ya lo escribió antes, y en el momento
de leer la prensa periódica de la mañana, que trataba de su cuestión; y que
respecto a las demás consideraciones del señor scal, ya el confesante tiene
dicho todo lo que sabe sobre este incidente en la ampliación de su decla-
ración, sin que le ocurra nada que añadir, porque no tiene otro sentido
ni otra intención el comunicado, ni lo produjeron otras razones y otro
derecho que los que su letra dice, y el que tiene manifestado en otro lugar.
Y por último, añade, visto que el señor scal no le hace más reconven-
ciones, que insiste respetuosamente en la protesta de incompetencia y recu-
sación del tribunal militar que tiene hecha en sus declaraciones anteriores.
Diligencia para que se ocie al Excmo. señor Capitán General de
Castilla la Nueva acerca del nombramiento de defensor entre los elegidos
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por el señor San Román, que lo fueron el excelentísimo señor teniente
general don Facundo Infante, y excusado éste, el mariscal de campo don
Vicente Sancho, y si a este se le admitiera recusación, al brigadier don
Francisco Luján; mariscal de campo don Anselmo Blasser, y tenientes ge-
nerales don Antonio Van-Halen, conde de Peracamps; don José Santos de
La Hera, conde de Balmaseda; don Isidro Alaix, y don Francisco de Pau-
la Alcalá, por el orden de antigüedad en el caso de recusación de alguno.
El señor general don Facundo Infante no admitió el cargo de defensor
por creerlo contrario a su empleo de Consejero Real, y no poder además
dejar de concurrir a las sesiones del mismo.
El señor general don Vicente Sancho dimitió por no permitirle su desem-
peño un impedimento físico que le imposibilitaba pasar a la ciudad de Toledo.
El señor general La Hera, conde de Balmaseda, no admitió por circunstan-
cias que no le es dado superar. La ley constitucional (dice) del Consejo Real, a
cuya corporación pertenece, hace incompatible su cargo con el desempeño de las
funciones de defensor del señor brigadier San Román.
El teniente general don Isidro Alaix no admite el cargo de defensor,
porque el mal estado de la herida de que está siempre padeciendo no le
permite caminar en ninguna clase de carruaje.
Los demás señores no se hallaban en Madrid a la sazón, por cuya
razón no tuvo por conveniente el Excmo. señor Capitán General.
El acusado nombra por n defensor al general Bayona.
Diligencia del regreso a la capital y de la traslación del brigadier San
Román en clase de arrestado a la torre del cuartel de Guardias de Corps.
Otra de remisión del proceso al Capitán General, y de éste al auditor.
diCtamen del auditor
Excmo. señor. Examinado el proceso que eleva a la consideración de
V. E. el señor coronel juez scal y que se ha formado en virtud de Real
Orden de 19 de agosto último al señor Brigadier de Caballería don
Eduardo Fernández San Román, acusado del delito de contravención a
los artículos 2° y 6°, título 17, tratado 2° de la ordenanza general del
Ejército, y al 35 del título 10, tratado 8° de la misma, y reconocidas sus
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actuaciones, y no ser necesaria por las respuestas del acusado la evacua-
ción de las citas contenidas en los impresos que constituyen la materia
del delito, considero que el proceso tiene la instrucción suciente para
juzgar de la naturaleza y gravedad de la falta militar y proceder a su vista
y fallo en consejo de guerra de señores ociales generales. Pero como el
acusado desde el principio en las declaraciones indagatorias que se le
han recibido, y en la confesión con cargos, haya negado y contradicho la
competencia de la jurisdicción militar para procesarle y juzgarle con
arreglo a ordenanza, creo de mi deber demostrar la justicia de la Real
Orden de 19 de agosto dictada oído al parecer del Tribunal Supremo de
Guerra y Marina, permitiéndoseme esta discusión por la razón enuncia-
da, y para convencer al acusado del error con que ha propuesto la excep-
ción de incompetencia. He armado que la falta grave militar, objeto de
este procedimiento criminal, es la de haber contravenido, expresamente
y a sabiendas, a los artículos de la ordenanza referidos; ley a que está su-
jeto el militar en todos los actos del servicio o que tengan conexión con
él, y en lo que su vida pública y aun privada le prescribe con mayor o
menor encarecimiento, según su clase y graduación, si ha de gozar de los
honores, prerrogativas y preeminencias que por ella le corresponden. El
proceso presenta motivo fundado para reconocer que el señor brigadier
don Eduardo Fernández San Román no ha sido exactamente obediente
a la Real Orden de 10 de julio de 1847, que acordó la publicación del
Boletín Ocial del Ejército, y la del 24 del mismo, anunciando la del pe-
riódico titulado Revista Militar, bajo su dirección, y al que acompañaría
el Boletín Ocial indicado, recomendándose esta publicación en 7 de
octubre siguiente por las ventajas que expresa en favor de los militares,
como obra dirigida exclusivamente a propagar doctrinas de esta clase,
separándose absolutamente de la política militante. Las circunstancias
de Boletín Ocial y de periódico en que no se tratarían materias políticas
o religiosas, le eximieron de la obligación impuesta a todo editor res-
ponsable de un periódico en los artículos 21, 22 y 23 del Real Decreto
de 10 de abril de 1844, según la declaración que contiene el 24 siguien-
te; y de aquí se deduce sencillamente que este periódico se considerase
como ocial. El espíritu y contexto de aquellas Reales Resoluciones, a
las que no solamente asintió el señor brigadier Fernández al hacerse car-
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go de la dirección del Boletín y Revista Militar, sino que también se con-
formó en recibir sus condiciones, pues que admitió y disfrutó de las
ventajas dichas y otras que por vía de protección le dispensó el Gobierno
de S. M., demuestran claramente que, habiendo faltado a ellas por lo
escrito desde el folio 789 vuelto, hasta el 793 del tomo 4°, número 12,
del año 3° del Boletín y Revista Militar, prestó justos méritos para la ex-
pedición de la Real Orden de 28 de junio de este año, y desobedeció el
precepto dado, mezclándose en asuntos de política militante con las cir-
cunstancias que del mismo acto se deducen, y paso en silencio por no
deber prejuzgar la gravedad de esta falta y sus circunstancias. Dictada la
Real Resolución de que últimamente he hecho mención, y cuya justicia
es demasiadamente notoria, atendidas las facultades del Gobierno de S.
M., ya para suprimir con causa o sin ella la publicación del Boletín O-
cial del Ejército, ya para darle otra dirección más conveniente y bene-
ciosa a la clase militar, no puede dudarse que el señor brigadier Fernán-
dez dio motivo fundado a la medida que contiene, y a que se retire la
protección dispensada, dejando a la Revista Militar en la clase de un
periódico general, para cuya publicación quedase sujeto su editor a la
observancia de las reglas dictadas por las leyes y Reales Órdenes. Par-
tiendo de esta base, ¿cómo podrá decirse que el análisis hecho de la Real
Orden indicada por un jefe militar del modo que contiene el número 1°,
tomo 5° de este año del citado periódico, al folio 2° y siguientes, no es
una verdadera y expresa contravención a los artículos 2° y 6° del título
17, tratado 2° de la ordenanza? ¿Cómo no calicarse la censura que se
hace de dicha superior determinación, atacando su justicia, de una falta
grave militar, comprendida en aquellos artículos, ya se atienda a su ori-
gen, ya a su objeto? Igualmente tomándose la voz y nombre del Ejército,
contraviniendo a lo mandado en las Reales Órdenes de 25 de agosto de
1843 y 28 del mismo mes de 1848, que reeren, conrman y corrobo-
ran otras anteriores en el citado impreso con relación a esta idea, ¿podrá
disculparse cuanto en él se dice? ¿Dejará de excitar el temor razonable
de que las especies vertidas puedan inferir disgusto en el servicio, tibieza
en el cumplimiento de las órdenes de los jefes, y excitar las murmuracio-
nes, la desobediencia e insubordinación? En n, ¿no son estos actos con-
trarios notoriamente a la disciplina, y no envuelven en el modo con que
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están publicados alusiones e invectivas ofensivas a los jefes superiores,
que no es permitido a los inferiores propalar? Si había motivo fundado
de queja, la ordenanza concede la facultad de producir la que correspon-
da hasta el trono de nuestra augusta Reina (Q. D. G.). Pues si a todo esto
y mucho más se han faltado en las publicaciones indicadas, no puede
negarse la justicia de calicación de faltas graves militares que se hace de
tales actos, como contrarios a la disciplina y en contravención a la orde-
nanza. Ninguno que esté enterado de las leyes militares, su origen, espí-
ritu, contexto y objeto dejará de clasicarlas en aquel concepto, y en este
caso tampoco podrá negar que el procedimiento para su averiguación,
jar su naturaleza y gravedad e imposición de la pena de ordenanza, o la
que corresponda en justicia, son actos propios y privativos de la jurisdic-
ción militar, según la clase a que pertenece el acusado y su graduación,
que en el caso, respecto del señor brigadier Fernández, lo es el Consejo
de Guerra de señores ociales generales. Este jefe, sin embargo, niega la
competencia de la jurisdicción militar en este procedimiento, fundán-
dose en el artículo 2° de la Constitución política de la monarquía espa-
ñola de 23 de mayo de 1845, en que se dice que “todos los españoles
pueden imprimir y publicar libremente sus ideas sin previa censura, con
sujeción a las Leyes. Este mismo artículo es la demostración más evi-
dente de la competencia de la jurisdicción militar, conociéndose que las
leyes dadas y publicadas para su ejecución, y las reglas en ellas estableci-
das para el uso de la misma libertad le sujetan a ser juzgado por los jueces
y tribunales de su fuero, con arreglo a ordenanza, en el caso de estar in-
diciado de un delito militar, distinto del de imprenta. El artículo 107 del
título 15 del Real Decreto de 10 de abril de 1844 dispone “que los auto-
res, editores, impresores y expendedores de un escrito, cuya publicación
constituya por sí sola un delito común y distinto del de imprenta, sean
juzgados por los jueces y tribunales de su fuero, con arreglo a las leyes
comunes, y enumerando algunos casos, reere entre ellos “los contra-
rios a la disciplina militar”, derogándose en el artículo 112 las leyes, re-
glamento, Reales Órdenes y disposiciones publicadas hasta aquella épo-
ca sobre la libertad de imprenta. De esta superior determinación se
deduce, que clasicados los hechos del señor brigadier Fernández en la
publicación indicada como culpables de faltas militares graves en el ser-
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vicio, corresponde a la jurisdicción militar su conocimiento y castigo.
Intentar hacer una diferencia de estos delitos militares por la circunstan-
cia del modo con que han sido cometidos, es a la verdad un error nota-
ble, porque es lo mismo que querer juzgar de la naturaleza del crimen
por los accidentes que le precedieron, acompañaron o subsiguieron, o
sean sus circunstancias que únicamente, según los principios de juris-
prudencia criminal, producirán consideraciones debidas tener presen-
tes para la graduación de la mayor o menor gravedad del delito y agravar
o atenuar su pena en la proporción que aquellos principios designan.
Como al propósito de jar la competencia de la jurisdicción baste en el
caso no dudarse de la naturaleza del delito, clasicada como común mi-
litar y de contravención a la ordenanza, es equivocado quererle limitar a
delito de imprenta exclusivamente, cuando en realidad por su esencia
debe merecer el concepto referido, y sería en vano y aun imprudente
entrar en la discusión de su gravedad, según las circunstancias, porque
este punto es de la atribución del tribunal que ha de decidir según su
conciencia y preceptos de la ordenanza. En vista, pues, de lo expuesto
sobre los dos extremos, a los que conceptúo deber limitar mi dictamen
con arreglo a Real Orden de 19 de mayo de 1810, a saber, la competen-
cia del tribunal y estado del proceso; y habiendo demostrado que la ju-
risdicción militar funda justamente en las leyes su derecho para conocer
del delito de que se trata, y estando sucientemente instruido el proceso
según su estado para su vista y fallo, es mi dictamen que V. E. puede
servirse mandar se devuelva al juez scal, para que puesta la conclusión
y preparando el escrito de defensa, se proceda a la convocación y reu-
nión del Consejo de Guerra de señores ociales generales, con el objeto
insinuado: V. E., sin embargo, resolverá lo que juzgue más acertado. Ma-
drid, 19 de setiembre de 1849. Excmo. señor, Mariano Caballero.
orden del Capitán general
Capitanía general de Castilla la Nueva. E. M. Madrid, 19 de se-
tiembre de 1849. De conformidad con lo propuesto en el precedente
dictamen del señor Auditor de Guerra, y para su cumplimiento en la
parte correspondiente, vuelva este escrito y proceso al señor coronel
scal don José Antonio Gramaren, Mirasol.
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Diligencia de dar cuenta al Excmo. señor Capitán General del es-
tado del proceso para la formación del Consejo de Guerra de generales
competente.
Otra de entrega del proceso al defensor.
Otra de la devolución del proceso por el Excmo. señor Teniente Ge-
neral defensor.
Otra de unirse un ocio recibido del Excmo. señor Capitán General.
Otra de unirse otro ocio del Excmo. señor Capitán General seña-
lando el día, hora y paraje en que ha de reunirse el Consejo de señores
ociales generales, con instrucciones además.
Otra de trasmitir al Excmo. señor Teniente General defensor el ocio
recibido del Excmo. señor Capitán General a que hace referencia la an-
terior diligencia.
Otra de haber dispuesto el señor scal pasase el secretario al arresto
del acusado el señor brigadier don Eduardo Fernández San Román para
noticarle que el 24 de setiembre inmediato, según lo prevenido por el
Excmo. señor Capitán General, debe reunirse el Consejo de señores o-
ciales generales a las nueve de la mañana.
Otra de convocatoria a los señores ociales generales para vista de la
causa.
señores que formaron el ConseJo
Presidente: Excmo. señor Capitán General don Rafael de Aristegui,
conde de Mirasol.
Excmo. señor José Manso, conde de Llobregat, Teniente General.
Excmo. señor don Francisco Puig Samper, íd.
Vocales: Excmo. señor don José María Rojas, Mariscal de Campo.
Excmo. señor don Leandro uirós, íd.
Señor don Pascual Real y Reina, íd.
Señor don José María Sanz, íd.
Asesor auditor de guerra, don Mariano Caballero.
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Reunido el consejo en una cuadra del cuartel de Guardias de Corps,
al que asistía una numerosa concurrencia militar y política, leyó toda la
causa el juez scal, y a continuación el siguiente:
diCtamen fisCal
D. J. A. G., etc., scal de la causa formada de Real Orden contra el se-
ñor Brigadier de Caballería D. E. F. S. R., acusado de haber publicado en
la Revista Militar, de que es director, dos artículos contrarios a la disciplina
militar; vistas las declaraciones y cargos que contra el mismo resultan, dice:
Pocas cuestiones pueden someterse al fallo de un Consejo de Gue-
rra, o quizá ninguna, de mayor importancia y de una gravedad más tras-
cendental que la que hoy están llamados VV. EE. a resolver; porque no
se trata solamente de un delito individual cuyas consecuencias afectan
sólo a la personalidad del acusado y al cumplimiento estricto de la ley
militar infringida; trátase de una importantísima cuestión de derecho
constitucional, ligada con otras cuestiones militares que, si bien se ha-
llan claramente previstas y resueltas en nuestra legislación, se ha podido
pretender por algunos eludir su cumplimiento bajo pretextos especiosos
unas veces, y otros una ignorancia hasta cierto punto disculpable entre
los militares, por lo común poco versados en la legislación civil. Pero la
circunstancia de ser éste quizá el primer caso de esta clase que en Espa-
ña se ofrece a la deliberación de un Consejo de Guerra que debe hacer
inmediata aplicación de la legislación vigente, hace que crezca el interés
de estos debates, puesto que la resolución que se adopte servirá sin duda
en adelante de legítimo e incontestable precedente para los casos suce-
sivos que puedan ocurrir, jando clara y terminantemente el sentido e
interpretación de la ley escrita, acallando de este modo para siempre los
clamores de los militares que se crean malamente con derecho a hacer
un uso ilimitado de la libertad de imprenta y quitando por n al espíritu
de partido, que de todo se aprovecha para sus nes, un arma formidable
y peligrosa de que hasta ahora ha usado con grave daño e inminente
riesgo de relajar la disciplina militar.
Ha querido ponerse en duda, o más bien, se ha rechazado abier-
tamente, la competencia de la jurisdicción militar, para entender y
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juzgar los delitos de imprenta consentidos por militares; peligrosa
teoría que llevada a la práctica, sería por sí sola suciente para aojar
los vínculos sagrados del orden jerárquico en la milicia; abriría ancho
campo a la más completa relajación de la disciplina; introduciría un
caos en medio de ese orden tan rígido como imprescindible que forma
la primera y más principal necesidad de un ejército bien constituido,
que desmoralizado, como no podría menos de estarlo realizando esta
utopía, acabaría por disolverse, arrastrando en su ruina el orden pú-
blico y amenazando hasta la existencia de la sociedad misma. Véase,
pues, cómo sin exagerar las consecuencias y pasando simplemente de
inducción en inducción, venimos a parar en que la cuestión que va
hoy a fallar el Consejo se halla íntima e inmediatamente ligada con los
intereses más caros del país; razón harto grave para que VV. EE. jen
en ella toda su ilustrada atención.
A pesar de que la Real Orden de 19 de julio de este año, que obra en
cabeza de este proceso conforme con el dictamen del Tribunal Supremo
de Guerra y Marina, a quien S. M. tuvo por conveniente oír sobre el
particular, decide que la jurisdicción militar instruya la causa correspon-
diente contra el señor brigadier D. E. F. S. R., por haber publicado en la
Revista Militar los artículos insertos en el tomo 4° núm. 12, págs. de la
790 a la 793, y tomo 5°, núm. 1°, págs. de la 2 a la 14, todas inclusive, por
lo cual infringió varias disposiciones de la ordenanza general del Ejérci-
to, y esto basta en concepto del scal para justicar los procedimientos
que ha practicado, se permitirá sin embargo presentar a VV. EE. algunas
ligeras observaciones, encaminadas a probar la legal y justa competencia
del juzgado militar en la cuestión presente, ya que el acusado ha protes-
tado reiteradamente de incompetencia, cuya protesta fue desestimada
por el Excmo. señor Capitán General de este distrito, según consta a los
folios 17 al 20, y corroborada esta determinación por Real Orden de 19
de agosto último, folios 1 al 3 todos inclusive.
Se halla tan universalmente reconocida la necesidad de restringir, en
cuanto a los militares y a los paisanos que tratan de cuestiones militares,
el derecho absoluto de la libertad de imprenta, que nos sería fácil citar
no pocas leyes de otros países constitucionales que atestiguan esta ver-
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dad; y si bien es cierto que en algunos, como en Bélgica, se han suscitado
cuestiones de incompetencia en casos análogos, por falta de ley expresa,
no lo es menos que la decisión del tribunal superior ha sido siempre fa-
vorable a la jurisdicción militar. Pero en España, por fortuna, la ley es
terminante, y ha previsto los casos de esta naturaleza que pueden ocu-
rrir, siendo grande nuestra extrañeza al ver el empeño con que el señor
brigadier D. E. F. S. R., director de la Revista Militar, trata de acogerse a
la jurisdicción especial de imprenta, invocando en su apoyo el Real De-
creto de 10 de abril de 1844 que rige en la materia, cuando en él preci-
samente se halla resuelta de la manera más clara la cuestión presente, en
favor de la jurisdicción militar, en contra de lo que pretende el acusado.
La circunstancia de invocar éste incesantemente el derecho que concede
a todos los españoles el artículo 2° de la Constitución para publicar sus
ideas con sujeción a las leyes, y la confesión que repetidas veces ha hecho
en sus declaraciones de que las únicas leyes que arreglan este derecho
son las vigentes de imprenta, a cuya letra se acoge, protestando a cada
paso que quiere ser juzgado por ellas, simplica de tal modo la cuestión,
que reconociendo el scal como el acusado que las leyes de imprenta
son las de ejecución del derecho constitucional consignado en el artículo
2°, a ellas ha tenido que recurrir para fundar esta parte de su dictamen,
y en ellas ha encontrado la resolución del problema. El Real Decreto de
10 de abril de 1844 que se halla vigente, al mismo tiempo que reconoce
el principio consignado en la Constitución, exceptúa varios delitos que,
aun cuando sean cometidos por medio de la imprenta, son de la com-
petencia de la jurisdicción común, tales como las injurias, calumnias,
etc., y más adelante en el artículo 107, título 5°, dice estas terminante
palabras: «Los autores, editores, impresores y expendedores de un es-
crito, cuya publicación constituya por sí sola un delito común y distinto
del de imprenta, serán juzgados por los jueces y tribunales de su fuero, con
arreglo a las leyes comunes. Por consiguiente, añade, la publicación de
documentos reservados o de papeles de ocio y de los custodiados en
los archivos del Gobierno, hecha sin la competente autorización, la de
noticias anticipadas, cuando puede irrogarse perjuicio a la causa públi-
ca, los contrarios a la disciplina militar, la de escritos ajenos de cualquiera
clase que sean, sin conocimiento y licencia de sus autores, son delitos
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que pueden ser perseguidos ante los tribunales ordinarios».
Después de haber oído el Consejo el texto literal del artículo de la
ley de imprenta vigente, que es sin duda el que el Gobierno de S. M.
tuvo presente para atribuir justamente a la jurisdicción militar el conoci-
miento de esta causa, cree el scal que ninguna duda quedará al Consejo
acerca de su legitimidad y competencia, y que extrañará la insistencia
inconcebible del acusado en dar a la ley cuyo amparo invoca, una inter-
pretación tan abiertamente opuesta a su espíritu y letra. El señor briga-
dier San Román pide ser juzgado con arreglo a la legislación vigente de
imprenta porque el delito de que se le acusa ha sido cometido por medio
de la prensa; la legislación de imprenta, según se ha visto, exceptúa de su
jurisdicción especial y somete al fallo de los tribunales comunes, según
el fuero del acusado, entre otros delitos, la publicación de escritos con-
trarios a la disciplina militar, a cuya clase pertenece el que se atribuye al
acusado; de consiguiente, la ley, de acuerdo con la razón, con la justicia
y con la conveniencia pública, señala a este tribunal como competente
para juzgar hoy el proceso de que se ocupa, sin que tenga la menor fuer-
za ni fundamento la invocación que hace también el acusado del artí-
culo 4° del Real Decreto de 15 de julio de 1845, por el cual se da nueva
organización al jurado que ha de entender en los delitos de imprenta,
porque el delito que aquí se persigue no se considera por la ley como
delito de imprenta, sino como delito exceptuado, y sujeto por lo tanto a
la jurisdicción del fuero del acusado, cuya disposición comprendida en
el decreto de 10 de abril de 1844 se halla vigente, sin que la altere en lo
más mínimo el decreto de 15 de julio de 1845.
Y que los artículos publicados en los tomos 4° y 5° número 12, y
1°, páginas 790 a la 793, y de la 2 a la 14, inclusive todas, de la Revista
Militar son contrarios a la disciplina militar, es tan incontestable, que
basta su simple lectura para calicarla de tales. Analicémoslos deteni-
damente para comprobar la exactitud de semejante calicación. El pri-
mero, publicado en el núm. 12 de la Revista Militar, correspondiente al
25 de junio de este año, se halla en las páginas 790 a la 793. Adviértase
ante todo que el señor brigadier San Román, que ha reconocido por
suyo este artículo, dice en él, página 791: “¿uiere saber el Gobierno
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lo que hay en Italia, y lo que según aconseja una cuerda política se ha
debido y debe hacer? Pues se lo vamos a decir como leales soldados y
como buenos españoles. Es, pues, evidente que el autor del artículo hace
sus observaciones no sólo como español, sino como soldado leal; con-
fesión propia, terminante y paladina que conviene no perder de vista.
Veamos ahora si sus palabras son de tal naturaleza que puedan haber
inuido perjudicialmente en el espíritu de nuestras tropas destinadas
a Italia, y si por consiguiente hay ataque a la disciplina militar. “Sigue
en Terracina, dice, páginas 790 y 791, nuestra expedición pasando lis-
ta por las tardes y formando en las procesiones. El embajador español
debe estar muy satisfecho de su obra: después de haber enseñado nues-
tras tropas en Gaeta como des échantillons de un comisionista al Sumo
Pontíce, etc.. Y más adelante: “La misión militar de la expedición ha
concluido en Terracina; y sin embargo, contra todo lo que aconsejan la
prudencia, el buen sentido, los hechos y hasta la opinión de los mismos
expedicionarios, marcha un refuerzo que debe doblar casi el guarismo
de las tropas ya enviadas. Nosotros tenemos la convicción de que un
soldado más compromete y lastima gravemente hasta la susceptibilidad
del General, porque 4.000 hombres pueden esperar en un punto fuerte
los acontecimientos, mientras que a 8.000 no se les debe imponer sin
rubor una actitud puramente defensiva y expectante. Un soldado más,
tenemos la seguridad de que haría sumamente grave y delicada la situa-
ción de nuestras armas, etc.. ¿Cómo puede desconocerse que en los pá-
rrafos que hemos transcrito hay ataques gravísimos contra la disciplina
militar? Ataque a la disciplina es tratar de poner en ridículo a las tropas
que se hallan cumpliendo una misión que el Gobierno les ha conado;
ataque es calicar de imprudente y desacertada la disposición tomada
por el Gobierno de reforzar las tropas de la expedición; ataque es excitar
la susceptibilidad del General que las manda, diciéndole que no se le
debe imponer sin rubor una actitud puramente defensiva y expectante;
ataque y muy grave es difundir ideas que tienden directamente a rebajar
el prestigio del Gobierno, y dar pábulo a las murmuraciones que sólo
pueden conducir, con grave daño del servicio, como dice la ordenanza,
a indisponer los ánimos, sin proporcionar a los que compadecen ventaja
alguna. (Tratado 2, tít. 17, art. 1°).
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Así debió comprenderlo el señor Ministro de la Guerra, cuando
en vista del artículo analizado se dictó la Real Orden de 28 de junio
último, por la cual se mandó suprimir por ahora el Boletín Ocial del
Ejército, que se publicaba unido a la Revista; se le retiró a ésta la pro-
tección que ocialmente le fue acordada por varias Reales Órdenes, y
se prohibió, en n, remitir a dicho periódico los documentos, datos y
noticias ociales que hasta entonces le habían facilitado las dependen-
cias del Ministerio de la Guerra.
Esta Real Orden dio ocasión al señor brigadier San Román para pu-
blicar un artículo, que es el segundo de los que han dado origen a la
formación de causa, el cual fue publicado en el núm. 1° de la Revista Mi-
litar, correspondiente al 10 de julio último, páginas 2 a la 14 inclusive, y
aparece rmado por el director de la Revista Militar. Colocado su autor
en la pendiente resbaladiza a que le llevó su primer artículo, se precipitó
ligeramente al pretender examinar las causas que movieron al Excmo.
señor Ministro de la Guerra a suprimir la publicación del Boletín Ocial
del Ejército y a dictar las demás disposiciones comprendidas en la misma
Real Orden; y lejos de acatar sin murmuraciones ni réplicas de mal di-
simulado enojo una determinación legal y justicada en vista del nuevo
giro que había dado la Revista Militar a sus publicaciones, que jamás de-
bieron abandonar el campo cientíco y literario en que la encerraba su
carácter propio para hacer incursiones indebidas en un campo vedado;
lejos, repetimos, de seguir esta cuerda conducta, se permitió el acusado
hacer una investigación minuciosa y poco respetuosa acerca de los moti-
vos que pudo tener el Excmo. señor Ministro de la Guerra para aconse-
jar a S. M. la adopción de aquella resolución, haciendo servir la imprenta
de instrumento a unas quejas que la ordenanza condena, y aumentando
tristemente con tan singular conducta el capítulo de sus faltas contra la
disciplina, harto grave ya y considerable, por lo que se deduce del primer
artículo, como acaba de observar el Consejo. Entremos ahora en el exa-
men del segundo artículo.
De poco sirvió a su autor protestar al principio de él que no perde-
ría de vista su calidad de militar, y que por lo tanto estaba obligado a
guardar la mayor reserva al exponer sus observaciones, porque a pesar
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de esta salvedad, no tardó en incurrir en excesos lamentables al dirigir-
se al señor Ministro de la Guerra, interrogándole sobre las causas que
le habían movido a suprimir la publicación del Boletín. “¿Es o no útil
y necesaria al Ejército, dice, pág. 4, la publicación de que se trata? Si
no lo es, ¿por qué se ha permitido, autorizado y hasta recomendado
su adquisición? Si lo es, ¿por qué se suprime? ¿No hay otro medio
de castigar lo que se pretende que la supresión? ¿Por qué se castiga
moralmente al Ejército, privándole de una instrucción y de un cono-
cimiento de que se le supone moralmente necesitado? ¿Ha buscado
quizá con ansia el señor Ministro la ocasión de evitar que el Ejército
lea lo poco que leía? ¿Desea tal vez el señor Ministro administrar un
estado militar de ignorantes?” Y en el siguiente párrafo, al indicar los
motivos que en concepto del articulista han movido al señor Ministro
de la Guerra a mandar suspender por ahora la publicación del Boletín
Ocial del Ejército, dice, pág. 5, aludiendo a la Revista Militar: “ue
en un día, en una hora, porque como periódico militar no ve la cues-
tión militar de nuestra expedición a Italia del mismo modo absoluta-
mente que el Gobierno... se decreta indirectamente; ésta ha sido y no
otra la intención del señor Ministro: su muerte, nada menos que la
muerte (la de la Revista Militar); es decir, se declara que el Ejército no
debe ocuparse en tesis general de estudios militares. Pasa después a
refutar el aserto que se hace en la Real Orden de 28 de junio, de que la
Revista Militar se ha ocupado de asuntos de política militante, y citan-
do varios artículos de la Revista, publicados en época anterior sobre
sucesos palpitantes, pero en sentido favorable al Gobierno, vuelve a
preguntar, pág. 6: “¿Por qué entonces no se suprimió el Boletín? ¿Será
quizá porque entonces escribíamos a propósito de aquellas cuestiones
a favor del Gobierno? Pero esto es lo mismo que confesar que el Go-
bierno quiere tener un ejército de partido, y esto no lo puede querer ni
confesar ningún gobierno... (pág. 7). Dígase, pues, que hoy se suprime
(el Boletín) porque no hemos sido de la opinión del Gobierno.
Y de la sinrazón de que se considera víctima el acusado apela al fallo
del país y del Ejército, y dice después de enumerar sus servicios, págs.
7 y 8: “¡De repente nos vemos convertidos en fautores de indisciplina,
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en enervadores de la moral del Ejército! ¿A quién se pretenderá hacer
creer semejante absurdo? ¿Al Ejército tal vez? ¡Pues qué! ¿Cree el señor
Ministro que el Ejército no nos conoce? Permítanos el señor Ministro
que no demos asenso a la excusa con que intenta justicar su resolu-
ción. El Ejército, y aun el país, como acabamos de decirlo, nos conoce en
nuestra humilde esfera de escritores; en nuestra categoría militar; sabe
quiénes somos; dónde hemos servido; cómo hemos servido; cuáles han
sido nuestras amistades; cuánta nuestra lealtad; y en el tiempo que lleva-
mos de vida política en el Parlamento, sabe cómo y por qué hemos dado
cada uno de nuestros votos. Créalo el señor Ministro de la Guerra; no
faltará quien sospeche que se quiere vengar en nosotros una indepen-
dencia fría, una resistencia inerte, una dignidad de hombre ofendido en
sus sentimientos más delicados, que no ha desaado en su desagravio las
iras del poder, pero que no ha querido humillarse ante...” etc.
El scal no comprende ni puede por lo mismo tomar en cuenta los
fundamentos de las reticencias que usa el acusado, porque ni esto se ha-
lla bajo el dominio de su ministerio, ni en la causa resulta nada sobre el
particular. Así, pues, el único objeto que se ha propuesto al citar el últi-
mo párrafo, ha sido comprobar que su sentido encierra un llamamiento
al Ejército y una arrogancia que ataca la rigidez de la disciplina.
Otros varios fragmentos pudiéramos citar en corroboración de
que el artículo es esencialmente contrario a la disciplina militar; pero
como el Consejo habrá de leerlo todo detenidamente para dictar un
fallo con acierto, indicaremos sólo los pasajes de más culminante gra-
vedad. Se hace cargo el acusado en dicho artículo de la circunstancia
de haberse publicado poco antes la amnistía que comprende a todos
los españoles presos, encausados o emigrados por motivos políticos,
y dice, folio 9: “¿lo habrá un escritor, uno solo, el que dirige la Re-
vista Militar, contra el cual se ensañen los rigores y la intolerancia del
Gobierno?” Y más adelante, quejándose de nuevo de las injusticias
que no conocemos: “Podrá calumniársenos impunemente, dice, pág.
11, a la sombra de una posición elevada; podrá herírsenos en nuestros
más vitales intereses; podrá emplearse el rigor de las leyes militares
para destruir injustamente hasta nuestra existencia; somos soldados,
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y podrá enviársenos a consumir inútilmente en un rincón oscuro y
lejano nuestra vida; podrá arrancársenos a nuestro porvenir legítimo,
al porvenir a que nos dan derecho nuestros servicios, nuestros estu-
dios, nuestros trabajos, nuestra honrosa ambición; somos débiles, y
el Gobierno es fuerte; el señor Ministro puede mandar, y nosotros
debemos obedecer, y obedeceremos: pero no se conseguirá jamás de
nosotros que nos dejemos calumniar sin protesta. En la pág. 12: “No
es en verdad muy hábil ni en su fondo, ni en su forma, ni en su opor-
tunidad la determinación que el señor Ministro de la Guerra acaba de
adoptar; más bien que una resolución en benecio del Estado, parece,
y de sentir es que parezca, la satisfacción de una venganza. Pág. 14. “La
injusticia enaltece al que de ella es objeto.
Aquí resultan cargos de la mayor gravedad contra el señor brigadier F.
S. R., autor reconocido del artículo que hemos analizado; cargos de indis-
ciplina, falta de consideración y respeto al censurar tan agriamente como
lo ha hecho una Real Orden que ha debido acatar y obedecer; cargos de
insubordinación por haberse permitido dirigir duras reconvenciones al
señor Ministro de la Guerra; cargos de injuria y de calumnia por haberse
propasado a entrometerse en el terreno sagrado de las intenciones, presen-
tando al mismo señor Ministro, con tan gratuitas suposiciones, como ene-
migo de la ilustración del Ejército; y nalmente, cargos de la importancia
más trascendental, porque con tan inoportunas aseveraciones, dirigidas
visiblemente a desahogar un enojo mal comprimido, ha querido tomar
el nombre y la representación del Ejército para encubrir sus resentimien-
tos personales, presentando el memorial de sus agravios, escudado bajo el
nombre de la ilustración y de la ciencia del mismo Ejército, atacados, no
sabemos por quién, pues la suspensión temporal del Boletín Ocial no es
motivo suciente para pretender que el señor Ministro de la Guerra desea
administrar un estado militar de ignorantes.
Y en vista de esto, ¿podrá quedar la menor duda de que los artículos en
cuestión son una infracción viva, apasionada y palpable de los inexibles
principios de la disciplina militar? ¿Ataques más directos pudiera sufrir
ésta que los que se desprenden de las palabras que hemos citado? ¿O se
pretenderá por ventura que las censuras irreverentes, las suposiciones gra-
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tuitas e infundadas, la falta de comedimiento y de mesura, las reticencias
demasiado claras, y no menos ofensivas, las acusaciones de calumnia, y el
empeño, en n, de presentar al Gobierno de S. M., y en especial al señor
Ministro de la Guerra, como guiados en este asunto por el sentimiento
reprobado de satisfacer una venganza; se pretenderá, repetimos, sostener
que todos y cada uno de estos actos cometidos por un militar contra sus
superiores, por más que hayan sido perpetrados por medio de la prensa,
habrán de ser juzgados por el tribunal especial de imprenta, desentendién-
dose de que todos ellos afectan gravemente a la disciplina militar? ¿ué
sería del Ejército, qué del país, si quedase consignado el principio disol-
vente de que los militares podían poner en tela de juicio las órdenes de sus
superiores, y ventilar sus querellas, fundadas o quiméricas, en el estadio de
la prensa? ¡Estremece sólo el pensar las consecuencias terribles que esto
produciría! Si la ordenanza señala la única vía y forma de reclamar agra-
vios hasta obtener justicia, ¿por qué el acusado no ha seguido esta senda
despejada, si se ha creído ofendido, absteniéndose de entrar en un camino
sembrado de abrojos y precipicios, a cuyo extremo no hay nada más que
el delito y los jueces para juzgarlo? Gravísimas, trascendentales son en la
milicia las murmuraciones contra los jefes y las manifestaciones dirigidas
a disminuir su prestigio, que forma la fuerza moral que los sostiene; pero
crece la intensidad de estos males a proporción que se dejan correr sin el
oportuno correctivo, y a medida también que se aumenta su publicidad,
pasando desde las conversaciones a los escritos, y desde éstos a la imprenta,
que con su maravillosa rapidez los extiende y difunde por todas partes,
causando estragos lamentables.
Director el acusado de un periódico justamente apreciado en Es-
paña y en el extranjero por la bondad de sus doctrinas cientíco-lite-
rarias, obtuvo del Gobierno de S. M. en más de una ocasión pruebas
irrefragables del aprecio con que miraba sus desvelos, recomendando
su adquisición y hasta exigiéndola a los cuerpos, facilitándole curiosos
e importantes documentos para hacer más interesante su publicación,
y dispensándole en n todo género de protección para auxiliarlo en
su empresa, según se deduce claramente del contexto de varias Reales
Órdenes que obran en el proceso cuya lectura han oído VV. EE.; pues
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bien, el señor brigadier S. R. ha defraudado lastimosamente las justas
esperanzas que el Gobierno fundaba en su ilustración como escritor
público, y en la rigidez de sus principios como militar obediente, ha-
ciendo servir al periódico de órgano de resentimientos personales, y
dando al Ejército un pernicioso ejemplo de insubordinación; ha con-
vertido la cátedra del sabio en tribuna de indisciplina. ¿ué habrá di-
cho el Ejército al leer en un periódico cuya lectura estaba recomenda-
da por el Gobierno, censurar al Gobierno mismo? ¿ué ataque más
rudo puede descargarse contra la disciplina que el de discutir de la
manera que lo ha hecho el acusado, un acto de su superior el señor
Ministro de la Guerra, y después difundir y extender en el Ejército
estas doctrinas deletéreas, que ha podido suponerse por un momento
que eran las doctrinas del Gobierno? Aquí se ve que el acusado no sólo
cometió una falta, sino que hizo ostentación de haberla cometido: al
lado de la indisciplina, la ostentación de la indisciplina.
Difuso en demasía habrá estado tal vez el scal al ocuparse de estos
extremos; pero los ha creído de tanta gravedad, ha pensado que es tan
indispensable jar esta cuestión con toda claridad, y da tanta impor-
tancia a la materia, que a despecho de parecer difuso, ha querido ser
claro y terminante.
Después de esto, el Consejo se hallará plenamente convencido de
que el delito cometido por el señor brigadier D. E. F. S. R. nada tiene
que ver con los delitos de imprenta; porque siendo los artículos en
cuestión contrarios a la disciplina militar, como queda extensamente
probado, se hallan comprendidos entre las excepciones que abraza el
artículo 107 del Real Decreto de 10 de abril de 1844 que rige en la
materia, y por consiguiente deben ser juzgados por este tribunal.
El análisis minucioso que ha hecho el scal de los dos artículos que
han dado origen a estos procedimientos, facilita en extremo el examen
que ahora se propone hacer de los mismos, para en su vista señalar
las infracciones de ordenanza cometidas en ellos, y hacer la aplicación
correspondiente de las penas que marca la misma.
El artículo 1°, tratado 2°, título 17 de la ordenanza señala el único me-
dio que tienen expedito los militares, “para reclamar en todos los asuntos,
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siempre que se consideren agraviados, y prohíbe de la manera más abso-
luta usar, permitir, ni tolerar murmuraciones, ni especies de ninguna clase
que puedan indisponer los ánimos con grave daño del servicio.
El artículo 2° del mismo título y tratado “prohíbe severamente
hablar mal de los superiores, y recomienda que, aun cuando se tenga
queja de ellos, no se dé mal ejemplo con las murmuraciones.
La infracción de estos artículos es tan patente, que basta leer los
publicados por el acusado, para convencerse de que en ellos hay mur-
muraciones peligrosas, falta de respeto al Gobierno, y particularmente
al señor Ministro de la Guerra, y mal ejemplo, en n, que aumenta la
gravedad de la falta. Por eso no se detendrá el scal en patentizar una
verdad que está sucientemente demostrada.
“Cualquiera especie que pueda infundir disgusto en mi servicio, dice
el artículo 6° del mismo título y tratado, o tibieza en el cumplimiento de
las órdenes de los jefes, se castigará con rigor, y esta culpa será tanto más
grave, cuanto fuere mayor la graduación del ocial que la cometiere”.
No es menos notable la infracción de este artículo en los escritos
del acusado; porque, ¿no es suciente causa para infundir disgusto en
el servicio la satírica expresión de que se sirve en él al hablar de las
ocupaciones de nuestros soldados en Terracina, y de su formación en
Gaeta? Dice el articulista, tomo 4°, número 12, página 790. “Sigue en
Terracina nuestra expedición pasando lista por las tardes, y formando
en las procesiones, después de haber enseñado nuestras tropas en Gae-
ta como des échantillons de un comisionista, etc.. ¿No es suciente
causa, repetimos, esta expresión inoportuna para que las tropas, si fue-
ran menos disciplinadas, llenasen con disgusto su misión, si llegaban
a creer que el Gobierno las había enviado a Italia sólo con el objeto de
hacer un papel ridículo? ¿No era causa bastante para que penetrados
de esto hubiese tibieza en el cumplimiento de las órdenes de los jefes?
Y no contento el acusado con tan marcada indicación, calica en se-
guida la expedición de imprudente o insensata, y no teme aventurar la
peligrosa idea de que el Gobierno no debía imponer sin rubor una ac-
titud puramente defensiva y expectante a nuestras tropas sin lastimar
gravemente hasta la susceptibilidad del general, y esto sabiendo que
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semejante escrito había de ser leído y comentado por los mismos que
formaban la expedición. ¿ué infracción más palpable puede darse
del artículo de la ordenanza que dejamos citado?
El artículo 23, tratado 8°, título 10 de la misma, dice estas pala-
bras: “El súbdito militar, de cualquier calidad que fuere, que faltare al
debido respeto a sus superiores, bien sea con razones descompuestas
o con insulto, amenaza u obra, sufrirá irremisiblemente la pena que
corresponda a las circunstancias de la culpa y calidad de las personas
inobediente y ofendida, sujetándose al consejo de guerra que corres-
ponda, según la calidad del delincuente”.
No puede darse una violación más abierta de cuanto prescribe este
artículo y alguno de los anteriormente citados, que las siguientes pala-
bras tomadas del art. 2° publicado, página 4, por el señor brigadier S.
R. “¿Ha buscado quizá con ansia el señor Ministro la ocasión de evitar
que el Ejército lea lo poco que leía? ¿Desea tal vez el señor Ministro
administrar un estado militar de ignorantes? (en la página 5). Se de-
creta indirectamente, ésta ha sido, y no otra la intención del señor Mi-
nistro, su muerte, nada menos que su muerte, la de la Revista Militar;
es decir, se declara que el Ejército no debe ocuparse en tesis general
de estudios militares. (En la página 8). Créalo el señor Ministro de la
Guerra: no faltará quien sospeche que se quiere vengar en nosotros
una independencia fría, etc. (En la página 11). Podrá calumniársenos
impunemente a la sombra de una posición elevada..., pero no se con-
seguirá jamás de nosotros que nos dejemos calumniar sin protesta...
La determinación que el señor Ministro de la Guerra acaba de adop-
tar, más bien que una resolución en benecio del Estado, parece, y de
sentir es que parezca, la satisfacción de una venganza. (Página 14). La
injusticia enaltece al que de ella es objeto.
Itiles son todos los comentarios que pudieran hacerse en vista
de semejantes palabras. El Consejo en su sabiduría pesará toda la gra-
vedad que encierran.
El artículo 35 del mismo título y tratado recomienda a los ociales
de todas las clases que tomen por sí las prontas providencias que puedan,
para arrestar a los que hablen o esparzan especies que puedan originar
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trascendencia o mal ejemplo a la subordinación y disciplina, y que den
inmediatamente cuenta a sus jefes, para que atiendan al remedio de las
consecuencias. ¿Ha cumplido el acusado el precepto impuesto en este
artículo? Seguramente no; porque después de haber esparcido él mismo
esa clase de especies de que habla la ordenanza, no ha temido invocar en
su apoyo la autoridad de generales respetables, aunque después ha con-
fesado que fue una suposición gratuita y conjetural, ni se ha guardado
tampoco de decir que oyó críticas de esta clase en los círculos militares,
ni que recibió cartas en el mismo sentido, tanto de algunos militares en
esta Corte, como de lo más importante y orido del Ejército expedicio-
nario. ¿Por qué no cumplió entonces con lo prescrito en el artículo de
la ordenanza que acabamos de citar? Difícil era ciertamente cuando él
mismo se constituyó en órgano de los otros censores. Verdad es que en
su confesión ha procurado sincerarse de este cargo, aunque para ello se
ha valido de razones que pudieran muy bien calicarse de especiosas;
pero respetamos los motivos que a ello han podido inducirle.
Como complemento de los cargos que produce esta causa contra el
señor brigadier San Román, hablaremos también del artículo comuni-
cado que pasó a todos los periódicos políticos de esta capital, después
de incoados estos procedimientos, dando conocimiento al público de
haber sido “extraído equivocadamente sin duda, del círculo constitu-
cional y mandado sumariar militarmente por el señor Ministro de la
Guerra como reo presunto de un delito de imprenta, cuya comunica-
ción concluía con estas signicativas palabras: abandono por ahora mi
causa como escritor en el terreno de la publicidad, porque siendo la de V.
también, no puede quedar en mejores manos.
En efecto, el espíritu de partido que por lo común se cuida menos
de la razón y de la justicia que de apoderarse de cualesquiera armas que
se le presenten para servir a sus nes particulares, no desoyó la excita-
ción del colega comunicante, a quien no faltaron paladines que abra-
zasen su causa con tanta temeridad como injusticia. La mayor parte de
los periódicos de la oposición abogaron ardientemente por el encau-
sado; pero los que más se distinguieron por la virulencia del ataque y
por los errores de todas clases fueron, La Nación en su número corres-
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pondiente al 25 de agosto último, y La Patria del 26. Violación de los
derechos constitucionales, ignorancia, atentado, arbitrariedad, tiranía,
escándalo, usurpación, ofensa al Ejército, nauagio de la mejor conquis-
ta de la revolución; he aquí las palabras que forman los dos artículos
declamatorios, publicados por dichos periódicos, para tronar contra
la supuesta violación de los derechos constitucionales y de imprenta,
sin haberse tomado el trabajo de consultar la legislación vigente sobre
la materia. He aquí además lo que consiguió el señor brigadier San
Román con su comunicado intempestivo: abrir una nueva brecha a
la disciplina, puesto que provocó una cuestión en la prensa, que la ha
tratado en los términos más violentos e injustos.
Tales son, EE. SS., los gravísimos cargos que resultan contra el se-
ñor brigadier D. E. F. S. R. en la presente causa, y tales también las in-
fracciones de ordenanza que ha cometido. Por desgracia del acusado, ni
ha intentado siquiera desvanecerlos en sus contestaciones, habiéndose
atrincherado, como lo ha hecho, en la incompetencia de este tribunal
para juzgar su causa, y en el derecho que concede a los españoles el artí-
culo 2° de la Constitución para publicar sus ideas sin previa censura, con
sujeción a las leyes, desentendiéndose completamente de estas mismas
leyes que son las que determinan los límites y condiciones de aquel de-
recho. Parece inconcebible que una persona tan ilustrada como el acu-
sado, y que a esta circunstancia añade la de ser director de un periódico,
desconozca la legislación de imprenta, hasta el extremo de no tomar en
cuenta para nada las excepciones establecidas en el artículo 107 del Real
Decreto de 10 de abril de 1844, vigente en la materia; error gravísimo
que le ha conducido a la situación en que se encuentra.
Pero el hecho es que en los artículos publicados por el acusado hay
lesión maniesta de los principios salvadores de la disciplina militar; y
lesión tanto más grave, cuando que ha sido pública, y ha ido directa-
mente a penetrar como un ejemplo pernicioso entre las las del Ejército.
¿ué delito más grave puede cometerse en la milicia? La disciplina
militar es el resultado de la subordinación, de la instrucción y del cum-
plimiento de los deberes militares en la esfera que a cada cual señala su
respectiva jerarquía; y a ella están ligados todos los actos del militar desde
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las funciones más triviales del servicio mecánico hasta las más elevadas de
un mando superior. La única diferencia que puede establecerse respecto a
la observancia de este precepto admitido generalmente, consiste en que,
según consigna sabiamente nuestra ordenanza, son tanto más graves estas
faltas, cuanto sea mayor la graduación del ocial que las cometa. (Tratado
2°, título 17, artículo 6°). La disciplina, pues, es a la vez la que constituye
la fuerza, la moralidad y hasta el honor de los ejércitos, en el arca santa
que encierra la ley salvadora de las naciones, ante la cual debe sacricar
el militar su reposo, sus afecciones, y hasta su propia vida; es, en n, una
tersa plancha de bruñido acero que se empaña con el más ligero aliento de
insubordinación que a su lado se exhale. ¿uién no reconoce esta verdad?
¿ué militar no humilla su cabeza erguida en las batallas ante el deber
sagrado de la disciplina? ¿uién ignora los terribles males que pueden
ocasionar, no ya el olvido completo, sino hasta la tolerancia más leve en
asuntos de esta naturaleza? Nadie seguramente; y mucho menos en este
sitio en que se hallan tan dignos generales, celosos defensores del buen
nombre del Ejército español. El mismo acusado, y me complazco en tribu-
tarle esta justicia, ha encarecido varias veces en sus escritos la importancia
de conservar ilesa esta garantía necesaria del orden y de la libertad, y en sus
mismas declaraciones lo ha consignado de nuevo, siendo muy sensible que
quizá, sin intención deliberada y por efecto de una lamentable ceguedad,
haya descargado rudos golpes en los artículos de que se trata sobre el ídolo
a quien pensaba tributar adoraciones y homenajes.
Resumamos, pues, para determinar con toda claridad los puntos
de esta acusación:
El señor brigadier S. R. ha reconocido haber escrito y publicado
los dos artículos que obran en los números 12 y 1° de los tomos 4° y
5°, página de la 790 a la 793, y de la 2 a la 14 inclusive de la Revista
Militar, así como el comunicado inserto en varios periódicos polí-
ticos. En ellos declara categóricamente que es militar, y que escribe
como tal. Habiendo interpuesto la excepción de incompetencia de la
jurisdicción militar que fue desestimada, el acusado reduce su defensa
al artículo 2° de la Constitución para hacer uso de un derecho que
el mismo concede a los españoles sin excepción, pero con arreglo a
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las leyes. Éstas, que son las que determinan el modo y formas de ejer-
citar aquél de derecho, exceptúan del privilegio de ser juzgados por
el tribunal de imprenta varios delitos que pueden considerarse como
comunes, y entre ellos la publicación de escritos contrarios a la discipli-
na militar, en cuyo caso se encuentran los publicados por el acusado,
porque en ellos se vierten especies capaces de infundir disgustos en
el servicio y tibieza en el cumplimiento de las órdenes superiores; se
hace uso de murmuraciones peligrosas; se falta al respeto al Gobier-
no, y en particular al señor Ministro de la Guerra; se excita en cierto
modo la animadversión del Ejército contra el mismo señor Ministro,
suponiéndolo sin fundamento enemigo de su ilustración, ideas todas
contrarias al espíritu y letra de varios artículos de la ordenanza.
Por todo lo cual concluyo por la Reina a que en virtud de la in-
fracción probada de los artículos 1°, 2° y 6°, tratado 2°, título 17 y los
23 y 35, tratado 8°, título 10, cometida por el señor brigadier D. E. F.
S. R. en los artículos publicados y escritos por él en los números 12 y
1°, tomos 4° y 5° de la Revista Militar y del comunicado que pasó a los
periódicos de esta capital, que asimismo ha reconocido ser suyo; y en
vista del espíritu y letra de los citados artículos de la ordenanza, sufra
la pena de ser depuesto de su empleo.
El Consejo sin embargo, tomando en cuenta las circunstancias
especiales del caso, dictará el fallo que estime justo en su sabiduría.
Madrid, 20 de setiembre de 1849.
Concluida esta lectura, el general Bayona anunció que su defendido desea-
ba hallarse presente a la lectura del escrito de defensa. El Presidente del Consejo
dio entonces orden de llevar un taburete y de hacer entrar al acusado, el cual a
poco rato apareció vestido de grande uniforme y tomó asiento en el banquillo
que le estaba destinado. En seguida el general Bayona leyó la siguiente
defensa
D. Joaquín Bayona, teniente general de los Ejércitos Nacionales,
etc., etc.
Excmo. señor
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El brigadier don Eduardo Fernández San Román espera de la jus-
ticación del Consejo se sirva declararse incompetente para fallar el
proceso comenzado y seguido por Real Orden de 19 de agosto último,
por no tocar su conocimiento a la jurisdicción militar, y sí a los tribu-
nales que S. M. tiene establecidos para los delitos que se cometen por
medio de la imprenta. El acusado espera del Consejo así lo determine,
conformándose de esta suerte con lo que disponen la Constitución
política de la monarquía y las leyes del reino.
Dos palabras bastarían para convencer al Consejo de la justicia que
asiste a mi defendido; y estas palabras serían las siguientes: la Consti-
tución de la monarquía en su artículo 2° concede a todos los españoles
la facultad de imprimir y publicar libremente sus ideas sin previa cen-
sura con sujeción a las leyes. De esta regla general establecida en la ley
de las leyes, en la ley por excelencia, en la ley fundamental de la cual
dimanan todas las demás leyes, no hay excepción ninguna; es la regla
más general que se encuentra en todos los códigos, en todas las deter-
minaciones legítimas que emanan del poder público. Las leyes a que se
alude no son otras, no pueden ser otras más que las que desenvuelven
el principio de la libertad de imprenta, las que imponen un correc-
tivo a la absoluta libertad de escribir, las que castigando los delitos y
corrigiendo las faltas de los escritores, hacen compatible el orden pú-
blico con la libertad, quitando trabas al entendimiento, e impidiendo
las consecuencias perniciosas de los mal intencionados. V. E. no está
llamado por la ley a juzgar otros delitos que los militares; el delito
de imprenta no es delito militar; mi defendido al usar de un derecho
consignado en la Constitución no ha cometido ningún delito militar;
por consiguiente, el Consejo no es competente para juzgarlo. Ha po-
dido cometer un delito más o menos grave de imprenta; el tribunal
nombrado en las leyes de 10 de abril de 1844 y 6 de julio de 1845 debe
juzgarlo: la pena a que se haya hecho acreedor le debe ser impuesta,
según el tenor literal de las disposiciones de aquellas leyes.
A esto debiera limitar la defensa que se me ha encomendado; pero
es conveniente, es necesario manifestar al Consejo con brevedad, con
dignidad y con energía la serie de ilegalidades que unas a otras se han
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sucedido en este proceso, las ideas equivocadas que se han esparcido,
las opiniones absurdas que se han adoptado; todo en mi concepto en
perjuicio de mi defendido, y a mi entender hasta con mengua del de-
coro de la clase militar y de la alta prez que tanto importa conservar a
tan honrosa profesión.
Nada se ha omitido para probar que el brigadier don Eduardo Fer-
nández San Román ha cometido un delito militar al permitir la in-
serción de un artículo que no ha sido del agrado del Gobierno, en un
periódico de la propiedad del acusado. Se ha invocado la ordenanza
general del Ejército publicada en tiempos antiguos; se han traído a
los autos Reales Órdenes del tiempo del más genuino absolutismo;
se ha dado tormento a las palabras; se quieren no sólo conculcar to-
das las ideas corrientes de derecho público, constitucional, todas las
nociones de legislación, sino que se pretende falsear la historia, negar
el sentido común, interpretar la razón y despreciar las reglas de la gra-
mática. Examinemos, pues, los fundamentos en que se ha apoyado el
Gobierno al dictar la Real Orden comunicada al Capitán General en
19 de agosto de este año. El señor Ministro de la Guerra dice: ue el
brigadier don Eduardo Fernández San Román se halla comprendido
en las disposiciones 2ª, tít. 17, tratado 2°, 6ª del mismo título y tratado,
y 35 del tít. 10, tratado 8° de las Reales ordenanzas.
Examinemos con alguna detención estas tres disposiciones; prime-
ro, por ser citadas por persona tan autorizada como el señor Ministro
de la Guerra; segundo, porque son el fundamento en que se ha preten-
dido hacer estribar este inaudito proceso.
La disposición 2ª del capítulo 17 del tratado 2°, dice así: “Todo in-
ferior que hablare mal de su superior será castigado severamente: si tu-
viere queja de él la producirá a quien la pueda remediar, y por ningún
motivo dará mal ejemplo con sus murmuraciones. Imposible parece
que de esta sencillísima disposición se haya querido formar nada me-
nos que la base para el actual proceso. Es cosa muy peligrosa el tomar
y querer aplicar para un caso dado un solo artículo de la ordenanza,
sin hacer cuenta con los que le preceden, sin tomar en consideración
los que le siguen. A poco que se reexione sobre el caso presente, se
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verá que la disposición 2ª, tít. 17 del tratado 2° de que se habla, no
tiene aplicación al caso actual. En la primera se habla de todo militar
que se queje del poco sueldo, del poco prest, de lo escaso del pan, de la
mala calidad del vestuario, de la incomodidad de los cuarteles, etc.; la
disposición 3ª habla de los ociales, que no solamente tienen uno sino
muchos jefes, porque esta palabra está en plural casi siempre: la 4ª del
ocial reprendido por su jefe; la 5ª de ocial y jefes; la 6ª lo mismo, y
así todas las disposiciones del presente artículo; de manera que se nota
al instante que la ordenanza va hablando de la jerarquía militar que
existe en todos los grados de un batallón, de un regimiento, de una
división, de un ejército en servicio activo, y prohíbe con razón que los
inferiores hablen mal de sus superiores. ¿Pero qué paridad tiene el caso
de la ordenanza con el que en estos momentos nos ocupa? ¿En qué di-
visión, en qué ejército servía el brigadier don Eduardo Fernández San
Román? En ninguno: estaba muy quieto y muy sosegado en su casa,
sin que le comprendieran otros artículos de la ordenanza que aquellos
que hablan de los militares que no están en actual servicio. Bajo este
supuesto, el brigadier Fernández no tenía superior inmediato de quien
hablar bien ni de quien hablar mal; y si se pretendiese que aunque por
el cuartel, o por la residencia en Madrid, por su calidad de diputado a
Cortes, dependía como ocial general del Capitán General, y estaba a
su disposición, todavía se puede admitir esto, puesto que mi defendi-
do no ha hablado una palabra del Capitán General, ni lo ha tomado en
boca, ni lo ha mentado, y esto es lo que había que probar, suponiendo
que estando como Brigadier a las órdenes del Capitán General, éste
era su jefe superior. Mi defendido no ha criticado las operaciones de
sus jefes; mi defendido ha hecho más, porque viviendo bajo el amparo
de una Constitución política, y creyendo rmemente que como mili-
tar no estaba fuera de la ley, y estando persuadido de que el honor mi-
litar se aviene muy bien con los derechos del ciudadano en un país re-
gido constitucionalmente, ha creído que podía censurar los actos del
Gobierno, el cual, si es jefe suyo, es jefe también del resto de los ciu-
dadanos; es superior a todas las clases civiles, militares y eclesiásticas;
es superior en el Estado a todo menos a las leyes; vea, pues, el Consejo
cómo el artículo de la ordenanza citado no puede sacarse de la limi-
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tada esfera de la jerarquía militar en un batallón, regimiento, división
o ejército que esté en activo servicio. De todo puede hablar el citado
artículo menos del Gobierno; pues no hablando más que de jefes mili-
tares, el Gobierno de una nación no es jefe militar, y sería hacerle muy
poco favor sin duda a un Consejo de Ministros igualarlo con los que
tan por bajo están de aquel que todo lo dispone, todo lo manda, y a
cuya autoridad todos están sujetos. Sería hacer muy poco favor al ta-
lento esclarecido de los que redactaron la ordenanza, el suponerles que
entre un artículo que habla del pan y del prest y otro que recomienda
a los ociales que cumplan con las obligaciones de su grado, hubieran
intercalado uno que hablase del Gobierno, y más cuando el Gobierno
en la época en que se publicó la ordenanza era el rey; y ciertamente
con alguna más formalidad hubiera hablado el código militar del rey,
que llamándolo simplemente jefe y confundiéndolo hasta con el cabo
de escuadra, primer jefe y más inmediato del soldado.
El Consejo ha oído el artículo, y para que su ilustración se convenza
de que es imposible su aplicación al caso presente, no tiene más que pa-
rar un momento su atención en su literal contexto. El artículo dice en
su segunda parte: “Si tuviese queja de él, la producirá a quien la pueda
remediar”. El brigadier don Eduardo Fernández San Román no tiene
queja personal del Gobierno, que éste es el sentido del artículo, ni queja
de ninguna especie; lo que tiene es únicamente deseo y derecho de ma-
nifestar su opinión de manera que no agrade al mismo Gobierno; pero
suponiendo que tuviese queja, no se le prohíbe al ocial en el artículo
2° que hable mal de sus jefes sino en cuanto se le permite que se queje al
superior: una parte del artículo no puede darse sin la otra; la mitad no
se puede adoptar y rechazar la otra mitad: pues bien, adoptándolo todo,
¿a quién se queja el brigadier Fernández? ¿Y de qué se queja? Si el señor
Ministro de la Guerra o el señor scal hubieran aclarado esta dicultad,
podría yo continuar mi razonamiento; pero mientras tanto diré que sin
cometer el absurdo mayor que se ha cometido hasta ahora, no puede
tener aplicación la disposición citada de la ordenanza al caso presente.
Pero aún hay más; el artículo citado no dice “el que escribiese, sino
el que hablase”, prueba evidente de que no trataba de una cosa tan pe-
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regrina como era entonces la imprenta, sino de las conversaciones que
en sus círculos o corrillos solían tener, como tienen ahora, los ociales
de un mismo cuerpo o de distintos cuando están de guarnición. Si el
artículo debiera aplicarse, debiera ser según su genuino sentido. En-
horabuena que se castigase por interpretación al que escribiese; pero
sin interpretación debía castigarse al que hablase; y he aquí según la
jurisprudencia que se quiere establecer castigados a todos los militares,
diputados a Cortes o senadores que han hablado en estas legislaturas
que acaban de pasar mal del Gobierno y muy especialmente del Exc-
mo. señor Ministro de la Guerra.
Un artículo de la Constitución concede a todos los españoles sin
excepción la admisión a los cargos públicos, como otro artículo concede
a los españoles la facultad de imprimir y publicar sus ideas por medio de
la imprenta; si se declara éste insubsistente, ¿cómo se declarará válido el
primero? Si se cree que es contrario a la ordenanza el que se imprima,
¿cómo se autoriza el que primero se hable y luego se imprima, y salga
de esta suerte la doctrina doblemente autorizada por el escritor y por el
Parlamento? Según el artículo que se invoca, ni los Generales Pavía, San
Miguel, Infante, Luján y todos, porque cada uno cuando le ha pareci-
do, en el Congreso o en el Senado, han seguido su ejemplo, han debido
hacer oposición al Gobierno y al Excmo. Señor Ministro de la Guerra,
superior a todos los militares; ¿por qué si lo han hecho en virtud de un
artículo de la Constitución se duda que el brigadier Fernández San Ro-
mán pueda hacerlo apoyado en otro artículo constitucional?
La disposición 6ª es una cosa tan vaga que no le encontramos aplica-
ción ni al caso presente ni a otro ninguno, y tenga entendido el Consejo
que al hablar siempre de estas disposiciones no se deben aplicar a otros
casos que para los que fueron dictadas; para los individuos que forman
parte de batallón, regimiento, división o ejército: “Cualquiera especie
que pueda infundir disgusto en mi servicio o tibieza en el cumplimiento
de las órdenes de sus jefes”. Y esto ¿qué quiere decir? ue no solamente
no se podía imprimir entonces, pero que ni tampoco se podía hablar, y
que se castigaban hasta las presuntas intenciones de los que hablaban.
¡Mucho han cambiado los tiempos de entonces acá! ¿Dónde estarían
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907 ISBN: 978-980-7984-28-7
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nuestras primeras celebridades militares si se les hubiese aplicado esta
jurisprudencia? ¿ué sería del general Rodil, sabiendo que escribió un
maniesto en el año de 36, en el cual censuraba largamente las disposi-
ciones del Gobierno que lo había destituido? ¿Y qué diremos del Exc-
mo. señor Presidente actual del Consejo de Ministros, que escribió otro
contra el General en jefe del Ejército en tiempo de campaña, y cuando
éste tenía el enemigo enfrente? ¿ué se dirá del general Pavía, que cri-
ticó con severidad la conducta del Gobierno en la guerra de Cataluña?
Todos, más o menos, vertieron especies de las que pueden infundir dis-
gusto o tibieza en el cumplimiento de las órdenes de los jefes, y a nin-
guno se ha procesado por esto, ni se le ha aplicado la pena que dice la
ordenanza “será más grave cuanto fuere más la graduación del ocial que
cometiere la falta. El Consejo conoce que han variado las circunstan-
cias, y que en el laberinto intrincado de nuestras discordias civiles no
es fácil profundizar mucho sin correr el grave riesgo de perderse y de
perder a otros con argumentos que no tengan razonada respuesta.
Al leer una y otra vez en la causa y en la Real Orden que la encabeza
la referencia al art. 35 del cap. 10, tratado 8° de la ordenanza, creo que
el señor Ministro de la Guerra ha equivocado un artículo por otro,
pues en el citado no vemos ni la más remota aplicación al caso presen-
te. He aquí el artículo:
“Los ociales de cualquier clase que sean, que oyeren o enten-
dieren de soldados de sus compañías, o de otros aunque de distinto
cuerpo, conversaciones o especies que puedan originar trascendencia
o mal ejemplo a la subordinación y disciplina, y no tomaran por sí las
prontas providencias que puedan para arrestarlos o no dieren cuenta
inmediatamente a sus jefes para que atiendan al remedio de las con-
secuencias, serán depuestos de sus empleos mediante una sumaria for-
mal hecha por el sargento mayor o ayudante del regimiento del ocial
omiso, que se pasará a mis manos cuando se me dé cuenta de la depo-
sición, de cuyo cumplimiento hago responsables a los jefes. El Con-
sejo con esta simple lectura se habrá convencido de que tenía razón
cuando decía que habría habido aquí alguna equivocación material,
porque no ocurre qué semejanza pueda haber entre un ocial que oye
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908
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hablar mal a los soldados del servicio y no los castiga, y el Brigadier
que sujetándose a todo lo que las leyes disponen, escribe libremente
usando del derecho que a todo español compete: ni mi defendido es
ocial de ningún regimiento, ni ha oído a los soldados hablar ni mal ni
bien del Gobierno, ni se ha hallado en el caso de arrestar, ni de soltar a
nadie, ni tiene por último aplicación ninguna, más que para el único
caso para que está escrito. Lo contrario sería hacer un comodín de las
leyes, y aplicarlas arbitrariamente y a medida de su deseo, con lo cual
no habría ni tranquilidad en las familias, ni paz en la sociedad.
No se cita ningún otro artículo de la ordenanza, código venerado de
todo buen militar; las demás citas que se hacen de Reales Órdenes pos-
teriores, tienen ya mucha menor fuerza en el criterio legal; las unas por-
que son Reales Órdenes dadas o renovadas en tiempo de Gobierno re-
presentativo, y no tienen la sanción de leyes, privilegio de que disfrutan
como no estén derogadas por otras posteriores las Reales Órdenes de los
reyes absolutos; las otras porque son meramente de circunstancias, da-
das ab irato en los diarios conictos de nuestras contiendas civiles, inca-
paces por consiguiente de formar jurisprudencia, ni dadas tampoco con
ese objeto, sino con el de salir del momento angustioso en que se dieron.
A pesar de todo, veamos qué dicen estas Reales Órdenes que tanto se
decantan, de que tanto se habla. En 28 de agosto de 1843, cuando toda
la España estaba conmovida, cuando apenas se había acallado un levan-
tamiento comenzaba otro, cuando apenas se había instalado en Madrid
un gobierno con el nombre de provisional, y como poder constituido
gobernaba el reino en nombre de la Reina, todavía de menor edad, se
levantaba un poder constituyente en Cataluña que quería someter la
forma de gobierno a la resolución de una junta central, cuando el Ejér-
cito había tomado parte en estos disturbios, cuando todos gritaban y el
país entero representaba la imagen del caos; entonces creyó conveniente
el Gobierno hacer del Ejército un antemural fortísimo que le librase, y a
la nación, de la oscilación de continuas revueltas; y entre otras providen-
cias dictó una que es la que aquí se trae a cuenta simplemente, mandan-
do que los militares no dirijan en voz de cuerpo solicitudes de ningún
género ni felicitaciones al Gobierno. El defensor y el defendido creen
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que esta providencia es muy justa y muy análoga, no sólo a la índole pe-
culiar de los institutos militares, sino también a la de las corporaciones
civiles, y que está muy en consonancia con el régimen representativo.
¡Buena cuenta se daría de la libertad, por cierto! ¡Agradable cosa sería la
discusión, si se permitiese al Ejército que en masa o por partes tomase la
iniciativa en las cuestiones políticas! Los individuos en particular tienen
como españoles el derecho de petición, tienen además el derecho de ha-
cer todo lo que no esté prohibido por ley anterior, decreto o Real Orden
o precepto superior; pero las corporaciones tanto civiles como militares,
como que no existen sino en virtud de una ley, y para una cosa dada, no
pueden hacer más que aquello que se les manda hacer; no tienen espon-
taneidad más que en el círculo de las atribuciones que de antemano se
les ha trazado: ¿pero qué tiene que ver que a los militares se les prohíba
usar de los benecios consignados en el artículo 2° de la Constitución?
¿Acaso mi defendido ha hecho alguna representación al Gobierno ni in-
dividual ni colectivamente? ¿Por ventura mi defendido representa más
que su propia persona? Pues entonces, ¿no es el colmo de la importuni-
dad aducir como prueba una Real Orden que no puede ni remotamente
tener aplicación al caso presente? Déjese en buena hora ese decreto para
cuando algún ocial o jefe de cuerpo recoja rmas de sus compañeros,
para elevar en cuerpo alguna representación al Gobierno, y búsquense
argumentos de algún peso para que tengan relación con el caso presente.
La Real Orden de 28 de agosto de 1843 hace relación a otras dos
Reales Órdenes de tiempo bastante antiguo, y que se han remitido
para que guren en el proceso, sin duda para inclinar el ánimo con
su lectura al Consejo, dando a entender que en todas épocas y por
todos los monarcas se ha pretendido castigar el delito de que se acusa
al brigadier Fernández; ¡pero cuán sorprendido quedará el Consejo
cuando vea y sepa que las Reales Órdenes de que se hace mérito, una
de 11 de noviembre de 1759 y otra de 8 de marzo de 1816 no hablan
ni una sola palabra de delitos de imprenta, por la sencillísima razón de
que ni en uno ni en otro período de nuestra historia había libertad de
escribir, y se limitan ambas a decir que los militares no deben repre-
sentar en cuerpo a S. M., ni más ni menos que lo que ya dice la Real
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Orden de 28 de agosto de 43, siendo las tres en realidad una sola y to-
das ellas inoportunas e inconducentes para la cuestión actual. ueda,
pues, demostrado que ni por la ordenanza general del Ejército, ni por
las Reales Órdenes que pueden considerarse como su complemento,
es justiciable mi defendido por el uso o el abuso que haya hecho del
derecho que a todos los españoles les concede en su art. 2° la Consti-
tución del Estado.
Veamos ahora las razones que el Capitán General y el señor Minis-
tro de la Guerra aducen además de estas citas legales en que ha estado
tan desgraciado el señor Ministro de la Guerra: sin rebajar un ápice su
valor; sin desvirtuar en lo más mínimo su fuerza, espero convencer al
Consejo de que tampoco la tienen, como su autor pretende. Se dice
en primer lugar que la Revista es un periódico ocial: no veo conr-
mada ni probada esta aserción en los autos: es verdad que el Gobierno
propendía a proteger la empresa; pero no por eso dejaba de ser un
periódico independiente, de propiedad particular y no de propiedad
del Gobierno; y sólo los que se hallan en este caso pueden y deben
considerarse como periódicos ociales en el verdadero signicado de
la palabra. Es verdad que en Real Orden de 7 de octubre de 1847 se
dijo que el citado periódico no hablaría de política militante; no sabe-
mos lo que el Gobierno querría decir en el adjetivo militante; algo más
claro y terminante hubiera sido el decir que no hablaría de política;
pues diciendo que no hablase de cierta política, daba pretexto, ocasión
y tal vez asentimiento para que hablase de cualquier política menos de
la que se le prohibía: y de todas maneras se dejaba un ancho campo
que recorrer a los escritores en el mero hecho de dejarles la interpreta-
ción de lo que se les prohibía. Pero aun viendo todo lo que el Capitán
General dice, ¿qué delito ha cometido mi defendido? Ninguno contra
las leyes militares; ninguno contra la ley de imprenta. El castigo que le
impondría el Gobierno sería el de retirarle su protección: he aquí todo
el castigo, y el redactor buscaría naturalmente en las simpatías del pú-
blico lo que perdía de favor ministerial. El Capitán General cree que
el periódico no era político, y que por no serlo no tenía depósito. ¿Y
qué prueba esto contra mi defendido? ue ha pecado contra las leyes
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de imprenta, pero no contra las leyes militares. Es tan mala esta causa,
que al hacer cargo sobre cargos, los mismos acusadores suministran
razones para hacer la defensa, que aparecerá mayor y más convincen-
te a medida que más se profundice en esta cuestión, nueva ante un
Consejo de Guerra, y peregrina por el tortuoso giro que se le ha dado.
Los escritos políticos y los no políticos todos están sujetos a la ley de
imprenta, sin que haya uno solo que esté exceptuado de ella, y sin que
haya otro tribunal que conozca de ellos que el que la misma designa.
Si abusó del derecho que la Constitución le concede a mi defendido,
castíguesele en buena hora; si no puso el depósito y habló de política,
sufra la pena que la ley designa; pero no otra, ni ésta sea aplicada por
otro tribunal que el competente.
Todavía pudiera haber alguna ley, artículo de ordenanza o Real
Orden que se hubiese escapado a la investigación del Gobierno o del
Capitán General; pero he registrado escrupulosamente la ordenanza
y no he encontrado un solo artículo, una disposición que pueda ni
remotamente aplicarse al caso actual.
El título 7° del tratado 8° de las reales ordenanzas tiene por epígra-
fe el siguiente: Delitos cuyo conocimiento pertenece al Consejo de Gue-
rra de ociales generales. He buscado con cuidadosa atención si hay
algún caso, entre todas sus disposiciones, que tenga remota semejanza
siquiera con el que se encuentra mi defendido, y no le he encontrado:
sería molestar la atención del Consejo y hacer además un notorio agra-
vio a su ilustración, el referir uno por uno los artículos de que consta
este título; pero lo aseguro bajo mi palabra de honor y estoy seguro de
no ser desmentido. En el título 6°, tratado 8°, hay un artículo que dice:
“Por lo que toca a crímenes militares y faltas graves en que los ociales
incurriesen contra mi Real servicio, es mi oluntad que se examinen en
junta de ociales de mayor graduación, dándosele a este tribunal la de-
nominación de Consejo de guerra de ociales generales. En suma, la or-
denanza no castiga a los ociales en Consejo de Guerra con otra pena
que las señaladas en sus artículos, ni por más delito que los delitos
puramente militares: a los individuos de la clase de tropa se les juzga
por delitos comunes por Consejo de Guerra ordinario; a los ociales
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por la jurisdicción ordinaria de guerra. Vamos ahora a hablar de aquel
en que fundan sus últimas esperanzas los señores auditor y scal.
Todo en este proceso es anómalo y peregrino: el señor scal, que
durante el sumario no se ha acordado de la ley de imprenta, preocupado
con la ordenanza, en su conclusión o dictamen no invoca otra ley que la
de imprenta, publicada en 16 de abril de 1844; no sabe el defensor quién
habrá encontrado un cierto artículo 107 de la citada ley; tal vez habrá
sido el señor auditor, tal vez habrá sido otro; pero de cierto no ha sido
el señor scal, pues a habérsele ocurrido en su tiempo, le hubiera hecho
cargo a mi defendido en la confesión; no se le ocurrió, y ahora vemos
con extrañeza que es el argumento principal de la acusación.
También el señor auditor funda su dictamen en el citado artículo
107, y lo que en el señor scal puede pasar como inadvertencia, por-
que no está obligado a saber las leyes, en el señor auditor no puede
pasar sin correctivo, porque es letrado, y porque en su larga carrera
ha dado más de una prueba de que conoce muy a fondo las leyes y los
principios de la jurisprudencia.
Dice el señor auditor que en vano es que mi defendido haya inter-
puesto la excepción de declinatoria de jurisdicción; porque, según su
opinión, de nada vale traer la legislación sobre imprenta, de nada el artí-
culo 2° de la Constitución, pues todo lo destruye el citado artículo 107,
cuyos autores, sin duda, lo pusieron en el lugar en que está, previendo
que el brigadier Fernández San Román escribiría un periódico e incurri-
ría en el caso que señala. Pero convenimos por un momento en que el
citado artículo sea aplicable al caso actual; mi defendido lo ha negado,
y lo niega: interpone la excepción declinatoria, según conesa el mismo
auditor; ¿y qué es lo que conviene hacer en este caso, respetando las leyes
y siguiendo los principios más triviales de derecho? Sustanciar el artí-
culo; someter la decisión de la competencia al tribunal instituido por
la ley para ella, y abstenerse del conocimiento, o de seguir conociendo
según la ejecutoria del Tribunal Supremo de Justicia. ¿Se ha hecho esto?
Al contrario: el Excmo. señor Capitán General se ha tomado la justicia
por su mano; en mi opinión ha desoído la voz de la ley; se ha constituido
en árbitro y juez supremo en la parte más delicada de todos los procedi-
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mientos judiciales, en el deslinde de las jurisdicciones, y si alguna razón
hubiera podido tener, la ha perdido con el trato duro e inmerecido de
que ha sido objeto la persona de mi defendido, con trasgresión, en con-
cepto del defensor, a las leyes. Pero tampoco tiene, ni ha tenido razón
legal ninguna, ni el Excmo. señor Ministro de la Guerra, ni el Excmo.
señor Capitán General; eso es lo que vamos a probar ahora, combatien-
do el último atrincheramiento donde los acusadores de mi defendido se
han retirado: el artículo 107 de la ley de imprenta.
Dice el tal artículo, que los delitos cometidos por la imprenta con-
tra la disciplina militar, así como otros de que habla el mismo artículo,
deben castigarse por los tribunales ordinarios: y de esto deducen los
señores auditor y scal, que el brigadier Fernández, habiendo cometi-
do un delito contra la disciplina del Ejército, debe ser juzgado por un
Consejo de Guerra. Es cosa notoria que la imprenta no es otra cosa
más que un medio para conseguir, o un n laudable, o un n per-
verso; es un instrumento con el cual se pueden emprender y llevar a
cabo las mayores glorias, las más acrisoladas virtudes, como se pueden
cometer los más feos vicios y los más horrendos crímenes; por medio
de la imprenta se puede cometer un asesinato, provocar una sedición,
consumar una rebelión; por medio de la imprenta se puede provocar
una asonada militar, hacer que falten a su obligación los soldados de
un batallón, de una división, de un ejército. Pero para castigar delitos
tan enormes se necesita una sola cosa, y es que se hayan cometido; para
castigar a la vez de asesinato, es preciso que haya un hombre muerto,
y entonces se puede y se debe castigar a la imprenta como cómplice en
dicho crimen, si en efecto algún impreso ha sido la causa impulsiva o
determinante del crimen. Pero esta calicación no la hace nadie; nace
y tiene su origen en la sustanciación de la causa: de ella han de aparecer
los inocentes o los culpados. En el caso que nos ocupa, si vericado un
acto contra la disciplina del Ejército, se probase, se indicase siquiera
que había contribuido a su punible ejecución el brigadier Fernández
San Román con sus impresos, entonces estábamos en el caso del ar-
tículo 107. ¿Pero hay algo de esto? ¿Se ha cometido un crimen con-
tra la disciplina militar? ¿Dónde ha sido? ¿uién lo ha sustanciado
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y sentenciado? ¿Dónde está el tanto de culpa que resulta contra mi
defendido? En ninguna parte; porque tal crimen no se ha cometido; y
he aquí que vuelven otra vez el auditor y el scal a hojear la ordenanza,
invocando artículos que nada prueban, absolutamente nada, a no ser
los absurdos sin límites que ya he deducido y los que todavía tengo
que deducir.
El artículo 107 no habla una palabra de militares; sus resoluciones
abrazan a los militares y a los paisanos, porque en toda la ley se da por
doctrina corriente que los unos y los otros tienen facultad para ma-
nifestar sus pensamientos con arreglo a las leyes; en el dicho artículo
107 están comprendidas todas las categorías de los ciudadanos, todas
las jerarquías de la milicia, en una palabra, la universalidad de los espa-
ñoles. No es la clase del individuo la que hace que pierda el fuero de la
imprenta el escrito que haya ocasionado el delito; es la clase y naturale-
za del delito la que desafuera; paisanos o militares están sujetos al tri-
bunal de excepción, sea el editor responsable civil o sea militar, pues la
condición de la persona nada inuye en el caso de que se trata; y sien-
do esto así, como lo es, ¿no es la cosa más rara del mundo que todos
los periódicos hayan hablado con entera libertad de la expedición de
Italia, y que no se hayan acordado de perseguirlos ni el señor Ministro
de la Guerra ni el Capitán General? ¿Por qué le es lícito a La Patria,
por ejemplo, decir impunemente lo que no se permite a La Revista
Militar? ¿Por qué no han sido llamados los periódicos La Patria y El
Clamor Público a un Consejo de Guerra? Sus acusaciones han sido
más fuertes; sus razones quizá más poderosas; sus argumentos más vi-
gorosos. ¿ué tienen que ver las frases regulares, tibias, mesuradas, y
casi pudiera decir vergonzantes, de mi defendido con la palabra dura,
terrible de otros diarios? ¿Y por qué a éstos no, y a la Revista sí, cuando
a unos y a otros comprende el artículo 107? Porque mi defendido es
militar y los otros son paisanos, y aquí se entra de lleno en la cuestión,
aquí se conoce el honor de los acusadores, aquí se pone de maniesto
su deseo originado de aquel que no es otro más que el hacer callar a los
militares, obligarles a tener en todos tiempos y en todas circunstancias
una conducta pasiva, hacerlos meros instrumentos de voluntades aje-
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nas, o confesarlos destituidos de razón y desposeídos de los derechos
que la Constitución concede a todos los españoles.
VV. EE. me perdonarán si no sigo al señor scal en el análisis que
él ha hecho de los artículos denunciados. Es tan pequeño el análisis
como el juicio que de él ha formado el defensor; repare el Consejo que
la frase más notada, la que más ha llamado la atención ha sido la de
decir que seguía nuestro Ejército en Italia pasando revista y acompa-
ñando procesiones. ¿Y qué malo hay en esto? Pues qué: ¿lo primero no
es obligación prescrita en la ordenanza? Pues qué, ¿lo segundo no es
propio de todo cristiano? Lo propio se practica en Madrid y en todos
los pueblos donde hay guarnición. Pues si esto es así y ha sido siempre,
¿qué mal hay contra la disciplina en decir que las tropas expedicio-
narias enviadas a Italia con el único objeto de restaurar al Papa en su
silla ponticia, acompañaban a las procesiones? Además de esto, mi
defendido no decía más que la verdad. Pues qué, ¿estaba autorizado
para otra cosa? ¿Podía nadie escribir victorias, referir triunfos y señalar
conquistas en Italia en el siglo XIX? ¡Ah! Pasáronse aquellos tiempos
de nuestra dominación en aquellos y otros países en los que de España
no quedan ya más que recuerdos de innumerables glorias. El que com-
parase tiempos con tiempos, ése es el que cometería un desacato; ése sí
que por su burla y escarnio merecería una pena grave.
Por último, el artículo 107 dice, que sean juzgados por los tribu-
nales ordinarios los reos de los delitos que allí se expresan. Jamás ha
sido llamado tribunal ordinario un Consejo de Guerra: tribunal ex-
traordinario, sí, porque precisamente eso es: tribunal ordinario no hay
más que uno en la milicia, y éste es el de la jurisdicción ordinaria de
guerra que ejerce el Excmo. señor Capitán General con su auditor;
de manera que han andado tan desgraciados los que han traído esta
causa al Consejo, como que por el artículo 107, suponiendo que mi
defendido debiese ser procesado militarmente, no podría ser juzgado
por un Consejo de Guerra de ociales generales.
Habiendo demostrado que no hay artículo de ordenanza, ni ley
posterior que haga en el caso presente, en un caso de imprenta, a mi
defendido justiciable de un Consejo de Guerra extraordinario, y que
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el artículo 107 de la ley de 16 de abril de 1844 no es aplicable tampo-
co al caso actual, examinemos el proceso o sea causa, como la llama
el Capitán General, y veremos si de las actuaciones puede deducirse
alguna razón plausible que supla la falta de ley y ayude a la acción in-
tentada por el Gobierno contra el brigadier don Eduardo Fernández
San Román.
Lo primero que llama mi atención es la declinatoria de jurisdicción
hecha por mi defendido en el primer momento que tuvo ocialmente
noticia del proceso que se incoaba; así consta al folio 14. Preciso es tener
muy presente esa circunstancia para lo que después se dirá al hablar de las
nulidades del proceso; pero bueno es que el consejo tenga presente que mi
defendido ni por un momento consintió ni prorrogó una jurisdicción que
creía incompetente para juzgar el delito o falta de que se le acusaba.
¿Y qué delito era éste? ¿ué faltas se le echaban en cara? Por la na-
turaleza del delito conoceremos su índole y circunstancias; sabremos
si es delito político, si es militar, si es común: las preguntas mismas del
scal nos han de sacar de la duda, y nos pondrán en el caso de juzgar
de qué clase es el delito que se persigue. Pues bien, la primera pregunta
es si escribió un artículo de periódico; pregunta inoportuna e ilegal, por-
que por la legislación de imprenta no se pregunta en el caso en que se
hallaba mi defendido quién es el autor de un artículo de periódico; su
publicación es la falta, y de ella responde el editor. La segunda pregun-
ta, la tercera y todas están reducidas a inquirir cómo y por qué se ha
escrito un artículo de un periódico; luego, según las mismas preguntas
del scal, lo que se empezaba a perseguir era un delito político; más
claro, un delito de imprenta; ya ve el Consejo cómo hasta los mismos
ociales de justicia conocen, aunque no lo dicen, la incompetencia de
su autoridad para seguir y sustanciar una causa de imprenta.
Resulta al folio 25 del proceso ampliada la declaración de mi defen-
dido; y encerrado el señor scal en un círculo vicioso, vuelve a hablar
en su primera pregunta de la Constitución y de la imprenta, y supone
o quiere suponer que las leyes posteriores no derogan las anteriores, y
pretende con un candor que cautiva, que la Constitución de 1812 y to-
das las demás, inclusive la de 1845, no han hecho otra cosa más que dar
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fuerza a la ordenanza del Ejército, exceptuando de la regla general que a
todos los españoles comprende, a los militares, que sin duda en el con-
cepto del scal no son españoles. Tales son, señor Presidente y vocales
del Consejo, las fútiles razones, los miserables subterfugios de que hay
que valerse cuando se pretende llevar a cabo un proceso para el cual ni el
tribunal que se designa ni la ley que se invoca son competentes.
La pregunta tercera de la ampliación, que obra al folio 27 vuelto, con-
tiene dos partes muy curiosas: la primera se reduce a profundizar e inqui-
rir lo que haya podido haber en un contrato particular, que si se hubiese
celebrado, hubiera sido con cierta reserva entre el director de la Revista
y el Ministro de la Guerra; supongamos que el primero haya faltado a lo
estipulado, ¿habrá cometido un delito militar? ¿Deberá un Consejo de
Guerra de ociales generales, que no conoce por las ordenanzas de otros
delitos que los militares o faltas graves del servicio de S. M., castigar o ab-
solver a un ocial acusado de haber faltado a una estipulación hecha con
el Ministro de la Guerra en una empresa particular sin relación ni remota
con acto ninguno del servicio? Dejo la contestación a la mayor ilustración
del Consejo. La segunda parte de la pregunta está reducida a mezclarse
enteramente el scal en la ley de imprenta, hablar de sus disposiciones,
del editor responsable que necesitan los periódicos y otras cosas propias
de la misma ley. Al leer esta increíble pregunta me parece que el scal,
olvidando sus atribuciones y los artículos de la ordenanza, que le señalan
la manera de seguir los procesos, se convierte de pronto en director de
policía o en tribunal jurado. ¿Y qué tiene que ver todo esto con el crimen
militar o la falta del servicio? ¿Para qué confundir la ley de imprenta con la
ordenanza general del Ejército, cuando entre las dos leyes media un siglo
de distancia, cuando entre las dos épocas hay un abismo de revoluciones,
un mar de sangre, un inmenso valladar fortalecido con las reformas útiles
y con multitud de intereses legítimos?
La pregunta relativa a saber, por qué conducto había averiguado mi
defendido que la opinión de militares muy respetables que pertenecen
al partido progresista, era contraria a la expedición que el Gobierno ha-
bía hecho embarcar para los Estados Ponticios, es inconducente, por-
que fuese el hecho cierto o incierto, hubiéralo mi defendido sabido por
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un conducto o por otro, los generales aludidos estaban en su derecho de
acudir a la imprenta a vindicar lo que podían llamar un agravio, o con-
sentir lo que era un hecho cierto; y en todo caso, ¿dónde está el delito,
la falta grave del servicio, de la cual debe conocer el Consejo de señores
ociales generales? Ni el scal lo encuentra. Por último, en la confesión
con cargos se revela todo el misterio; se le acusa de que ha escrito en
un periódico; se le acusa de la manera con que lo ha hecho; se le niega
el derecho; se le condena por el abuso. Esta, pues, es toda la cuestión.
La Constitución del Estado es la primera ley; sus benecios alcanzan a
todos los españoles; de ellos están privados únicamente los que la misma
exceptúa; todas las interpretaciones que se hagan son farisaicas, contra-
rias al buen sentido y perjudiciales, no solamente a un individuo, sino a
la clase entera a la que el individuo pertenece. El proceso seguido contra
el brigadier Fernández San Román es una violación de la Constitución
del Estado, es la conculcación de la legislación de imprenta. La primera
le da facultad y derecho como a todo español para escribir: la segunda le
ampara en el uso y le castiga por el abuso.
Si fuese cierto, como lo supone el scal, que por los artículos que
se persiguen ha podido seguirse algún detrimento a la disciplina de las
tropas, y a juicio del Gobierno o del scal se ha cometido algún delito
de los que marca la ley de imprenta en su artículo 107, que se diga qué
delito es el que se ha cometido, en qué paraje, qué tribunal lo ha juz-
gado y qué responsabilidad le toca a mi defendido; mientras todo esto
no se pruebe, siempre diré que el artículo 107 no tiene aplicación en
este caso, y si los demás artículos de la ley scal de imprentas existen, el
Gobierno puede abrir el juicio cuando lo estime conveniente; scales
hay en todos los juzgados con obligación de denunciar lo que crean
denunciable, como dañoso para las buenas costumbres, contrario al
orden público y favorable al desorden y a la anarquía. Para castigar un
delito de imprenta es menester antes de todo calicarlo, y no de una
manera vaga o genérica, sino con su nombre propio, aplicándolo a la
categoría a que corresponde de las señaladas en la ley. ¿Ha hecho esto
el scal? ¿Puede hacerlo? No lo ha hecho, ni lo puede hacer, porque
ha equivocado el libro; busca en la ordenanza del Ejército lo que no
Causa formada al Brigadier... / Rafael María Baralt y Nemesio Fernández Cuesta
919 ISBN: 978-980-7984-28-7
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encontrará nunca; debe buscar en la ley de imprenta lo que allí hallará
sin duda, porque allí está escrito: el scal confunde los tiempos y las
leyes y todo, y comete un visible y extraordinario anacronismo.
Como todas las contestaciones de mi defendido están reducidas a
decir que ha usado de un derecho que le conceden la Constitución y
las leyes, y como por el carácter militar que le asiste se le niega el dere-
cho que él cree asistirle como a los demás ciudadanos, la cuestión toma
unas proporciones inmensas; la cuestión avanza hasta ciertos límites
peligrosos; la cuestión no es individual, es cuestión general, de clase,
de cuerpo, es de saber si los honrados militares que tantos sacricios
han hecho a su patria y tanta sangre han derramado en los campos de
batalla para asegurar en sus reales sienes la corona a Doña Isabel, y a
los españoles los benecios del gobierno representativo, han de que-
dar privados de los derechos políticos como los que han sufrido una
pena infamante, a los cuales se les impide usar de aquellos legítimos
derechos mientras no obtengan rehabilitación. Entonces la insignia
gloriosa de la carrera militar se convertiría en un ridículo sambenito
que infamaría el pecho de los que la llevan a costa de honradas cica-
trices; entonces los militares se hallarían en el caso de los perseguidos
por la justicia, de los comerciantes quebrados, de los condenados a
presidio: ¿y cómo había de permitir esto el Consejo, como militares,
cuya carrera pertenece ya a la historia de su patria? ¿Cómo habían de
permitir ser los cómplices de una medida tan arbitraria, tan injusta y
tan denigrante para toda la clase militar que espera hoy su fallo con
ansiedad aunque sin zozobra, porque conoce el carácter, las virtudes
y el amor al Ejército y el entusiasmo por la noble carrera militar que
abrigan en su pecho los ilustres jueces de esta causa? El defensor, el
acusado y el ejército no encontrarán defraudadas sus esperanzas.
Considere el Consejo cuáles pueden ser las consecuencias que del
fallo de esta causa se pueden seguir: si los militares no pueden escribir de
política, y así se declara contraviniendo expresamente el artículo 2° de
la Constitución, tampoco pueden hablar; lo último, aunque interpre-
tándolo forzadamente, parece estar prohibido por la ordenanza; si no
pueden hablar, no pueden ser senadores ni diputados, pues aunque los
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supusiéramos diputados y senadores sordomudos, lo cual no podemos
hacer sin causar un agravio notorio a los que como nosotros visten el
glorioso uniforme de la milicia, tendrían que votar, y todo voto supone
o aprobación o censura; si no pueden ser senadores ni diputados, tam-
poco pueden ser ministros, porque la política militante es la política de
los ministros, la del Gobierno, y merced a ella, son conocidas sus opi-
niones y ascienden a tan elevados puestos los hombres militares y los
hombres civiles, lo mismo unos que otros. Reconociendo como franca-
mente reconozco en el señor general Figueras todas las dotes apreciables
que distinguen a un buen general, ¿cuál es la causa de que entre tantos
ilustres generales como cuenta nuestro Ejército haya sido entre todos
preferido para ser Ministro de la Guerra en un gabinete moderado?
Pues no es otra más que conocerse bien a fondo, presupuesta su idonei-
dad, las ideas políticas del señor general Figueras, porque sus opiniones
son las mismas que profesa el partido moderado, porque su conducta
en Sevilla cerrando las puertas de aquella ciudad a las tropas del general
Espartero, duque de la Victoria y regente del Reino en 1843, le señala-
ron jefe decidido de una comunión política que peleaba abiertamente
contra aquel otro jefe del partido progresista que abrigaba otras ideas
políticas, que levantaba otro pendón en aquel campo de Agramante de
nuestras discordias civiles. Pues apartando a los militares de la política
con el rigor que se pretende, que no están en actividad de servicio, que
no forman parte de una división, de un ejército, ni de un batallón siquie-
ra, se condena a sí propio el señor general Figueras, y se priva de una de
las musas más poderosas, que lo ha elevado al puesto más importante
de la milicia. Todos los extremos son viciosos: no quiere el defensor que
todos los militares sean hombres políticos, ni que la política sirva para
relajar los vínculos sagrados de la disciplina; pero no quiere tampoco
que los militares sin misión y sin las se vean en la sociedad privados
de los derechos de los otros ciudadanos; ellos que la deenden con la
rmeza de sus pechos en las calles, contra los excesos de la anarquía en
los campos de batalla contra enemigos descubiertos, propios o extraños.
Aquí concluiría la defensa que me ha encomendado el brigadier
don Eduardo Fernández San Román, pues encuentro agotadas todas
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las razones que prueban la monstruosidad de este proceso y la incom-
petencia del tribunal; pero todavía ha de permitirme el Consejo que
diga alguna cosa acerca de las nulidades del proceso.
Es la primera y principal la de que interpuesta la declinatoria de
jurisdicción, el tribunal incompetente, en concepto del acusado, ha
seguido practicando diligencias, cuando según todas las doctrinas de
los juristas, interpuesta la excepción de declinatoria, el juicio o la causa
se queda en el estado en que se encuentra, sin que se pueda innovar
nada por el juez que empezó a conocer. Es verdad que la excepción no
se ha interpuesto como debiera, pues ésta debe interponerse por el de-
clinante en el tribunal que según su opinión debe conocer del asunto,
acogiéndose bajo su amparo y protección. Pero esto no ha sido culpa
de mi defendido, sino efecto de la naturaleza del tribunal que conoce
de los delitos de imprenta, porque no estando formado de continuo,
sino reuniéndose sólo cuando es llamado a ejercer en su ministerio por
denuncia de parte o del ocio scal, no ha podido el brigadier Fer-
nández San Román dirigirse a él con la demanda en forma pidiendo
la inhibición del tribunal militar. Por esta razón, el señor Capitán Ge-
neral tan pronto como supo por el scal de la causa que mi defendido
recusaba la jurisdicción militar debió haber consultado al Gobierno,
y éste debió sujetar la duda no al Tribunal Supremo de Guerra y Ma-
rina, sino al Tribunal Supremo de Justicia, que es el único que decide
las competencias entre tribunales de distintas líneas y opuestas juris-
dicciones. En vez de obrar así el señor Capitán General, creyéndose
equivocadamente con las facultades que sólo asisten a dicho Tribunal
Supremo, ha resuelto una competencia que no le competía resolver
ni dirimir por ser cosa enteramente ajena a sus atribuciones. Y llegó a
tanto su lamentable equivocación, que no quiso ni aun oír el parecer
del auditor que como letrado pudo darle un consejo saludable con
pleno conocimiento de causa; y ésta es la primera nulidad.
Es más que probable que el Gobierno y el señor Capitán General
se escuden con la opinión favorable que al parecer ha manifestado el
Tribunal Supremo de Guerra y Marina en este asunto; pero voy tam-
bién a contestar sobre este punto. El Gobierno ha pasado sin duda este
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asunto al Tribunal Supremo para evitar o al menos dividir su respon-
sabilidad. El tribunal en este caso ha obrado como cuerpo consultivo
y no como tribunal; y hay la notable diferencia en uno y otro caso que
en el primero, sus pareceres no causan estado ni deben considerarse
más que como el dictamen de personas que, hablando con todo el res-
peto que se merecen pueden equivocarse, y en el segundo sus fallos
son la verdad legal, contra la cual no se admite prueba ni duda, sino
que todos deben acatar y respetar mal si fuesen oráculos de la sabidu-
ría y de la justicia. Estos casos son los señalados en la ordenanza, y se
reeren siempre a las últimas instancias o últimos trámites de los pro-
cesos cuyo dictamen causa ejecutoria, ya sea conrmando o revocando
las sentencias de los auditores en la jurisdicción ordinaria de guerra,
ya sea conrmando o revocando las sentencias de los consejos de gue-
rra, siempre que su dictamen sea aprobado por el Gobierno en los tres
casos marcados por la ordenanza. Y que algunas veces se equivoca el
Tribunal Supremo de Guerra y Marina cuando se le pide dictamen,
es cosa obvia y de todos sabida, pues en un mismo asunto ha solido
dar dos juicios contradictorios; y en buena lógica dos proposiciones
contradictorias ni ambas son ciertas, ni ambas falsas; una debe ser la
verdadera y otra la equivocada; y para que el Consejo vea que no hablo
de memoria en asunto tan capital, me permitirá que haga una sencilla
relación de los casos ocurridos idénticos al actual, y sobre la que ha
dado el tribunal su opinión.
El general Córdova hoy, coronel en 1839, escribió un artículo en
un periódico contra el Conde de Luchana: éste se quejó al Gobierno,
y le insinuó procediese a la prisión del coronel, y lo prendiera inme-
diatamente; el Gobierno pidió informe al Tribunal, y este lo evacuó
diciendo que el Conde de Luchana podía acudir si lo tenía a bien al
jurado. ¿ué tribunal tenía razón? ¿El de entonces o el de ahora? ¿Y
cómo el Gobierno no ha preguntado al mismo respetable tribunal,
como lo ha hecho otras veces con motivo, de la causa de esta diferen-
cia? El brigadier Moreno de las Peñas escribió en el año 47 un artículo
puramente militar, y sobre el cual el Ministro de la Guerra de aquel
tiempo quiso oír al tribunal; este dio su parecer diciendo que podía
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encausársele; pero este dictamen llegó al Ministerio cuando lo desem-
peñaba el general Córdova, y hubiera sido el colmo de la inmoralidad
que éste hubiese pretendido castigar siendo general y Ministro de la
Guerra un delito que él mismo cometió siendo coronel; así fue que
durante su ministerio y dos años después no se trató de este asunto
ni se resolvió, ni de conformidad ni en contra de lo que dijo el tribu-
nal. Cuando se pensó en castigar a mi defendido, entonces se resucitó
aquel asunto muerto, y dijo el Ministro de la Guerra en Real Orden
que se comunicó al tribunal, que el ánimo de S. M. era conformarse
con el parecer del tribunal, si faltas posteriores no le hubiesen com-
prendido en la amnistía, de manera que lo que a otros daña a este
Brigadier le favoreció; a todos daña el delinquir mucho, al brigadier
Moreno de las Peñas le trajo cuenta, pues a no haber sido por faltas
posteriores, indudablemente se le hubiera formado causa; principio
nuevo en materia de jurisprudencia criminal que tanto supone como
decir que el delincuente que después cometa un nuevo delito está más
cerca del perdón, que el que no cometió más que el primero. Un capi-
tán llamado Riego escribió un artículo contra el general Oraa en 1838
criticando sus operaciones militares en el sitio de Morella: el general
acudió al jurado; éste le absolv; no se dio el general por contento ni
por satisfecho; pidió se le formase Consejo de Guerra, y éste, com-
puesto de ociales generales, se declaró incompetente para conocer y
juzgar del delito. Tales son entre otros los casos hasta ahora ocurridos
y resueltos favorablemente ya por el Tribunal Supremo, ya por el mis-
mo Consejo de Guerra de ociales generales, como espera mi defendi-
do que sea también el que está a la deliberación del Consejo.
No crea el Consejo que he perdido de vista el asunto de que estaba
tratando, que era el de las nulidades del proceso. El defensor considera
también como una nulidad, el haber manifestado bien a las claras el
Gobierno, que este desagradable asunto estaba prejuzgado ya de an-
temano por el Tribunal Supremo de Guerra y Marina. La justicia en
lo civil y en lo militar no camina de arriba abajo; marcha al revés de
abajo arriba: para esto está establecida la jerarquía de los tribunales;
para esto los grados distintos de los juicios: así, y sólo así, es como mo-
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ralmente se puede estar seguro de que en asuntos tan graves como son
los que tocan a la propiedad, a la honra o a la vida de los ciudadanos
se ha administrado justicia; pero cuando el gobierno por medios indi-
rectos como el de pedir informes, u otros análogos, hace hablar a los
tribunales supremos que no debieran prejuzgar las cuestiones hasta su
caso y lugar, entonces se confunden todos los principios del derecho,
se baraja todo el sistema jerárquico de los tribunales, se burlan las leyes
y cesa la convicción moral que todos deben tener acerca de la justicia
del fallo. El Consejo debiera haber recibido la cuestión íntegra; y el
Tribunal Supremo después debiera haber apreciado la sentencia del
Consejo y la conducta de sus individuos, pues para eso precisamente
previene la ordenanza en su artículo 22, tít. 6°, folio 8°, que aun cuan-
do las sentencias del Consejo sean ejecutorias, el proceso sea revisado
por el Consejo Supremo de Guerra para que vea si la conducta de los
vocales se ha ajustado estrictamente a lo que manda la ordenanza.
Este plan vicioso, antilegal y nulo resplandece con mucho mayor bri-
llo en la conducta observada por el excelentísimo señor Capitán General.
Este alto funcionario no tiene más obligaciones con que cumplir en casos
de esta especie que con las que le imponen los artículos de la ordenanza;
éstos previenen que en el momento que llegue a su noticia que se ha co-
metido un delito por algún ocial, nombre un scal que lo persiga for-
mando su competente proceso; cuando éste se haya concluido, entonces
el Capitán General nombra los ociales que han de componer el Consejo
de Guerra: esto es todo lo que tiene que hacer la dicha autoridad: veamos
en cambio lo que ha hecho el Excmo. señor Capitán General. En primer
lugar, no creyendo sin duda que el brigadier Fernández había cometido
delito ninguno al autorizar en la Revista Militar la inserción de un artí-
culo, en el cual se censuraba la conducta del Gobierno, no mandó per-
seguir a mi defendido ni tomó providencia de ninguna especie, y a decir
verdad obraba con acierto y consumada prudencia el Capitán General en
aquel caso. Pero por lo visto, lo que debió ser falta o descuido a los ojos
del Gobierno, fue reparado por el mismo, y entonces empezó el proceso
de Real Orden: no digo esto porque tal origen sea vicioso ni contenga
vicio o germen de nulidad, sino por hacer una sencilla y exacta relación de
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los hechos: el excelentísimo señor Capitán General, después que el pro-
ceso estaba incoado, y después de haber recibido la primera declaración,
ha querido sin duda subsanar lo que fue falta o descuido, y llevado por
no sé qué principio o mira de juez, se ha convertido en parte, de impar-
cial y severo magistrado en acusador, de presidente del Consejo en scal.
Tenga la dignación de examinar el Consejo las instrucciones dadas por
el Capitán General en su comunicación de 26 de agosto al folio 17 del
proceso y las preguntas hechas a mi defendido por el scal, y verá cómo la
verdadera acusación proviene del que ha nombrado los jueces, del que es el
presidente del tribunal. Ya he dicho y probado que las tales preguntas no
tienen fuerza alguna; que las tales acusaciones son débiles; que los funda-
mentos en que se apoya el proceso son de ningún valor; pero ahora tengo
que levantar mi voz para decir que todo lo que se ha hecho es nulo, es
ilegal, es contrario a la letra y al espíritu de la ordenanza. Mi defendido está
condenado de antemano; ha pronunciado su fallo el Ministro de la Gue-
rra, del cual dependen todos los militares; ha pronunciado su sentencia el
Tribunal Supremo de Guerra y Marina, el cual por la ley debe fallar sobre
la conducta observada por los vocales del Consejo; ha dado ya su voto en
este proceso el Capitán General, el cual, según la ordenanza, debe votar el
último. ¿Cuál es, pues, la legalidad que se ha guardado tan recomendada
por las leyes militares? ¿Cuáles las consideraciones con que se debe tratar
a todo acusado? ¿Cuál la imparcialidad con que tanto se recomienda la
justicia? Todo se ha conculcado; todo se ha olvidado para el fallo del pro-
ceso, y aparece como un empeño en condenar al brigadier don Eduardo
Fernández San Román, para reducirlo a perpetuo silencio a él y a todos los
militares, y pagar de esta suerte a los esfuerzos que los militares han hecho
en defensa de su patria, de su Reina y de las instituciones liberales.
Mucho espera el defensor de la virtud acrisolada de los ilustres gene-
rales que componen el Consejo; mucho debe esperarse de militares hon-
rados que tantos servicios han prestado a su Reina y a su patria. Pero hoy
están llamados a dar una muestra de entereza poniéndose de parte de mi
defendido, cuya causa es la causa de la razón y de la justicia. El deber de
hoy es de conciencia, y al grito de ésta deben acallarse todas las conside-
raciones humanas por fuertes y poderosas que sean; ¿y cómo hombres de
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tanta opinión, de tanta rmeza, de tanta honradez política y privada han
de desoírla y dejar de acatarla? La causa que deendo no es la del brigadier
Fernández San Román; es la causa de todos los ciudadanos españoles que
visten a costa de grandes sacricios un uniforme que es el emblema de
las glorias españolas. Hoy va el Consejo a resolver incompetentemente la
cuestión importantísima de si los militares están dentro o fuera de la ley; de
saber si a los que han derramado tanta sangre por sostener la Constitución
en los campos de Navarra y en las montañas de Cataluña, no les alcanza la
égida de esa misma Constitución que ampara a todos los ciudadanos; de
saber si los militares pueden ser escritores, pueden ser senadores, pueden
ser diputados, pueden ser ministros, pueden ser hombres políticos.
He probado que los fundamentos de este proceso son débiles de
todo punto; porque ni los artículos de la ordenanza, ni las Reales Ór-
denes que se citan son aplicables al caso presente; he probado por las
mismas palabras del scal que el delito de que se acusa al brigadier don
Eduardo Fernández San Román es un delito político; hemos visto que
las leyes militares no hacen justiciables a los ociales ante los consejos
de Guerra más que de los delitos militares que cometan; hemos visto
que es una pura y agrante nulidad todo lo actuado: por eso he pedi-
do al principio y pido ahora, que V. E. se declare incompetente para
conocer de un asunto cuyo conocimiento toca a otros tribunales, en
virtud de las leyes de imprenta y de la Constitución del Estado, que
todos sin excepción hemos jurado guardar y hacer guardar.
Así lo espera el brigadier don Eduardo Fernández San Román, fun-
dado en tales antecedentes, según resulta de los méritos del proceso.
Terminada esta lectura, fue concedida la palabra al acusado, el cual
se expresó en estos términos:
disCurso del aCusado
El caballero general Bayona, a quien doy las más expresivas gracias,
acaba de probar elocuentemente que ni soy reo, ni el tribunal que ten-
go delante es competente.
Ha probado más, porque ha probado que ninguna de cuantas auto-
ridades, personas y juicios guran en esta causa han estado en su lugar.
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La violación, pues, de la Constitución y de las leyes del reino recla-
ma un voto de indemnidad en las Cortes para el Gobierno y una de-
claración de incompetencia del Consejo; las nulidades en los trámites
militares exigen, que este respetable cuerpo reintegre las formalidades
de la ley militar falseada, y que ampare con su fallo a los militares que
en lo sucesivo puedan ser traídos por su parte scal a juicio de la ma-
nera que lo ha sido el que habla.
Sentadas estas consideraciones y antes de pasar adelante, cúmple-
me decir que las palabras que voy a pronunciar no tienen responsabi-
lidad ninguna militar, porque voy a decirlas con mi carácter de dipu-
tado, de español y de escritor público en defensa de una acusación de
orden político. Sin embargo, estaré tan mesurado como corresponde
a mi decoro, y tan respetuoso como merece el elevado tribunal a quien
me dirijo; cualquiera expresión que a él pudiera parecer ofensiva, yo
desde luego la considero retirada y declaro de antemano que la he di-
cho contra mi voluntad. El que yo me vea aquí ante siete ilustres gene-
rales con un coronel scal y unos autos, no quiere decir sino que se han
desconocido las leyes y que ha podido más la llamada ley de la fuerza.
La defensa que ha oído el Consejo no necesita ampliaciones, no nece-
sita corolarios; no es una de esas defensas obligadas y sofísticas; es un tra-
tado de derecho constitucional; es un tratado de derecho militar, donde
se deende la Constitución, donde se reintegra la ordenanza por lo menos
mal comprendida por todos los que la han invocado en esta cuestión. Es la
manifestación de la ley, de la justicia, de la razón; es la defensa que está hoy
en los labios de todo el público, que es la mejor de las defensas.
Al dirigir mi voz al Consejo lo hago porque tengo hoy un deber
que llenar superior a mi interés particular, que es el interés del ejército
entero. El Consejo no va hoy a ventilar, porque no es una asamblea
deliberante, si los militares deben o no estar fuera de la ley; sobre lo
que va a decir sin más ejecutoria que mi humilde persona, ni más radio
legal que estas cuatro paredes, es sobre un artículo constitucional no
contestado hasta ahora por nadie...
El Presidente, Perdone V. S.: el Consejo no va a ventilar cuestión
tan grande, sino sólo la parte que V. S. haya podido tener por lo que
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ha escrito en contra de la disciplina militar. V. S. lleva la cuestión a
un terreno que no es del Consejo, y el Consejo no puede, ni debe, ni
quiere ocuparse de ella.
El Acusado. Si el Sr. Presidente me permite, contestaré que iba a
decir que en esta causa se ha tomado por ataque a la disciplina militar
lo que no ha sido más que el examen de una cuestión política en uso
de mí derecho.
El Presidente. La cuestión es puramente militar, y si V. S. trata de
llevarla a otro terreno, el Consejo no puede consentirlo. La cuestión
política ya V. S. ha indicado antes adónde debe ir.
El Acusado. Pero yo tengo que probar que al tratar de la cuestión
política he usado de un derecho que me asiste como escritor público.
Hay extravíos, Excmo. señor en esta causa que trastornan hasta el
sentido común. En la primera hoja aparece: “Causa formada al Briga-
dier, etc... por dos artículos insertos en la Revista Militar. Esto sólo
bastaría para no leer un renglón más. ¿Dónde está el cuerpo del deli-
to? A la cabeza de la causa; el cuerpo del delito son dos números de un
periódico. ¿Dónde está el delito? ¿No sabe el señor scal que donde
no hay intención no hay delito? ¿Y cómo me probará ni osará probar
nadie que he tenido intención de delinquir? ¿No he repetido al señor
scal que ni me acordé de la ordenanza cuando escribí para la impren-
ta? Yo lo aseguro; digo más; he sido sorprendido cuando después de
dos meses se ha presentado un scal en mi casa a juzgar un hecho para
mí desapercibido, si no hubiera sido por la persecución de que soy
víctima. Todo delito se juzga por una ley preexistente; si no había in-
tención ni penalidad preexistente no había delito; si no hay delito no
hay juicio; si no hay juicio no hay pena; si no hay pena no hay tribunal
posible, y no habiendo tribunal posible, nulo e ilegal es cuanto aquí se
ha hecho, nulo e ilegal es cuanto aquí está pasando.
Ni aun delito de imprenta he cometido; pero aunque así fuera,
¿quiere el Consejo que le demuestre que me hallo exclusivamente bajo
el amparo y protección de la ley de imprenta? Se lo voy a probar con
hechos después de haberlo probado mi defensor con razones. El art.
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24 de la ley de imprenta dice que los periódicos no políticos podrán
salir sin depósito ni editor responsable, y el 26 dice que los que infrin-
gieren estas condiciones serán recogidos y suspendidos por la policía.
El director de policía me oció diciendo que habiendo faltado al art.
24, el periódico había sido suspendido y recogido; yo le contesté que
ignoraba que hubiese faltado, pero que si tal interpretación se daba a la
ley, de la cual resultase que había habido falta por mi parte, procuraría
evitarla en adelante y continuaría dando a luz el periódico bajo el am-
paro de la Constitución y de las leyes, sin hablar empero de política, ya
que no convenía a mis intereses poner depósito y editor responsable
como hubiera podido hacerlo en derecho. Cometí, pues, si se quiere
una falta a la ley de imprenta, y fui castigado con pérdida considera-
ble de mis intereses. Pero, ¿cometí delito? No, sin duda; si lo hubiera
cometido, la autoridad competente habría denunciado el artículo, el
cual ante el tribunal de jueces de primera instancia, según previene
el art. 4° de la ley de imprenta, se habría calicado, y ruego al consejo
que je su atención en la palabra; no se denunció y van transcurridos
tres meses; sería el primer ejemplar si ahora se denunciase, y para ello
habría necesidad de denunciar también cuanto sobre la expedición a
Italia y mi segundo artículo han dicho todos los periódicos, sin duda
con una energía superior a la empleada por mí.
Si no he cometido delito de imprenta, menos he podido cometer
delito común, porque aun admitida la hipótesis, peregrina por cierto,
del auditor de que existe delito sin intención, todavía no habría de-
bido venir aquí sino después de calicado este delito por el tribunal
competente, según el art. 4° de la ley y después de sacado el tanto de
culpa correspondiente al delito común. ¿Y dónde está probado el deli-
to común? ¿Dónde se ha visto que un Consejo de Guerra calique en
primera instancia los delitos de imprenta?
Si el poder civil cercenase a los militares el derecho político, ingra-
titud grande sería; pero apenas se concibe que entre los militares se
cometa un fratricidio político.
Sin recordar al Consejo las nulidades que aparecen en la tramita-
ción, porque renuncio a toda consideración militar respecto al enjui-
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ciamiento, ¿qué diré de las incongruencias, de la falta de guía, de las
tinieblas y contrasentidos que aparecen en toda la conducta del scal?
Al llegar a este punto y algunos otros, tengo un dolor en dirigirme
al señor Conde de Mirasol, cuya caballerosidad es tan reconocida, y
quien sin duda por una lamentable manera de ver las cosas, o por un
repugnante e imperioso deber se halla en este sitio (señalando a la pre-
sidencia). Tengo el dolor de ver presidiendo este consejo al Excmo.
señor Capitán General, a quien venero y respeto, pero cuya autoridad
no esperaba ver aquí habiendo tomado parte tan directa y personal en
este negocio. El Consejo comprenderá si me será embarazoso y sensi-
ble ver a mi juez y a mi acusador en una misma persona; y si alguna
compensación tiene el dolor que maniesto es la patente anomalía,
que prueba una de las violencias de esta causa.
El señor scal, al trasladar mi recusación al señor Capitán General,
no se limita a decírselo, sino que también razona su diligencia. ¡Achaque
ha sido de todos en esta causa inaudita el controvertir y razonar, como
si un tribunal fuese una asamblea! Razonó, digo, su diligencia, y añadió
que no estando resuelto el caso presente en nuestra legislación, deseaba ma-
yor ilustración. Note bien el Consejo que para el señor scal, la cuestión
no tenía solución en la legislación militar. Pues bien; resuelta de la manera
que consta en la causa esta dicultad por la autoridad propia del señor
Capitán General y sin asesoramiento legal, el scal sigue sus actuaciones
por un intrincado laberinto de dudas y dicultades; tímido y vacilante
unas veces, arrogante y resuelto otras, se aferra en la ordenanza, hace
sus excursiones por las leyes de imprenta, amplía las instrucciones del
Capitán General, en una palabra, legaliza la sentencia impuesta antes de
juzgarme y los cargos formulados antes de oírme. Ese mismo scal, para
quien no tenía solución la cuestión, asegura después que ni sabe ni nece-
sita saber la titulada ley de libertad de imprenta. Yo prescindo del cargo
que al señor scal puede hacerse por no saber una ley con la cual tenía
que tropezar en el desempeño de su ministerio; prescindo de su desdén
hacia ella; ¿pero cómo después de haber dicho que no estaba resuelto
el caso en nuestra legislación militar, después de hacerme un cargo con
la ordenanza, desconociendo el derecho constitucional, da tormento a
Causa formada al Brigadier... / Rafael María Baralt y Nemesio Fernández Cuesta
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un artículo de la ley de imprenta que ha dicho desconocer? Dejo a la
consideración del Consejo semejante conducta y la dureza con que he
sido tratado por el señor scal. En cuanto a su conciencia (con ironía) yo
estoy seguro de que puesta la mano en su corazón me ha creído culpable
y digno de la pena que pide.
El Consejo en esta cuestión no va a establecer jurisprudencia de nin-
guna especie, y si la estableciera no podría tener para mí efecto retroac-
tivo; y que no la puede establecer, es incuestionable, porque sólo a las
Cortes compete regular el ejercicio de un derecho constitucional y no
por una votación de aprobación, sino por una ley. Por lo demás, yo estoy
bien tranquilo: aquí, en este sitio deseaba yo verme, entre hombres de
honor, entre veteranos ilustres, que seguramente no van a cubrir con el
manto de la ley los tristes harapos de las pasiones mundanas.
Pero la cuestión es superior a una persona, porque mi persona, caso
de ser justiciable, ¡lo ha sido ya de tantos modos! Y si no vea y oiga el
consejo el múltiple atropello.
1° Se dio una Real Orden suprimiendo un boletín agregado a la Re-
vista, y la empresa particular ha podido arruinarse: 2° La ley de imprenta
me ha hecho purgar una falta, suprimiéndose, recogiéndose el periódi-
co9: 3° Se me ha sacado violentamente, sin aquiescencia ni petición de
la parte scal, de Madrid; he sufrido un connamiento al alcázar de To-
ledo, para donde se me hizo marchar en horas, y va a cumplirse un mes
que continúo gubernativamente arrestado en el cuartel de Guardias; he
sido no una dualidad, sino una trinidad para el castigo ante tres distintas
autoridades, la del señor Ministro de la Guerra, la del señor director de
Policía y la del señor Capitán General. Enhorabuena; si se quiere más,
venga; importa poco mi persona: lo que temo sobre todo como español
y por mi patria, es que la cuestión salga más de aquí para surgir en otra
parte con graves peligros, porque es grave, gravísima, más de lo que cree
el Gobierno, y me ofrecería en holocausto porque tal cosa no sucediera.
¿Por qué no había de hacerlo? En primer lugar, ¿hay nadie aquí que,
puesta la mano en el corazón, pueda decir que yo he faltado a la dis-
ciplina? ¿Y qué objeto podría tener en atentar contra ella? ¿No la he
9 Véase en el Apéndice este incidente.
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defendido por el contrario en multitud de escritos que han merecido la
aprobación general en España y fuera?...
En segundo, yo soportaría todo lo del mundo porque esa cuestión
no se tocase. Yo tengo fuerza bastante para soportar las desgracias pre-
vistas, puesto que ahora me sobra para sobrellevar las inesperadas, las
indeclinables, las inmerecidas. Ni tampoco matarán mi fe para el por-
venir por más que una experiencia temprana me haya hecho ver que las
distinciones legítimas sólo conducen al infortunio. ¿Acaso se cortará mi
carrera hoy? ¿Cómo había de cortarse en una época en que al crimen
político sigue la apoteosis, al martirio la palma, a la derrota la victoria?
¿Pues qué? ¿No he visto recientemente revalidar por tercera o cuarta vez
una faja de Mariscal de Campo a un General, cuyos extravíos deploro,
pero que al n a ellos ha debido estas peripecias? ¿Y quién dice que mis
escritos quedarán también, como se pretende, para siempre reprobados,
y que sobre mi limpia carrera dejarán una mancha? ¿No se ha visto cano-
nizar escritos, nunca condenados por cierto, tales como los maniestos
del General Llauder y del General Rodil a la Reina, y el del General
Narváez contra Espartero, el comunicado del Más de las Matas, que
produjo una gran revolución y una grande indisciplina, y las proclamas
del General Figueras? ¿Y no ve el consejo una anomalía en condenar
hoy lo que ayer se aplaudió, lo que otro consejo no condenará tal vez, lo
que podrá aplaudirse mañana en un senador o diputado?
No matará mi fe, no, lo que hoy me sucede; y aquí debo hacer una
declaración. Así como he defendido a mi Reina y a las instituciones con
las armas en la mano, en los campos de batalla desde que apenas me
apuntaba el bozo, así las defenderé con la Constitución y con el ejemplo,
o escalando a la luz del día, con la ley en la mano, la tribuna pública, y en
pleno parlamento diré lo que decir deba en favor de mi patria y del Ejér-
cito. Yo he nacido a la razón en medio de una revolución; a ella debo lo
que soy; la he servido en el buen sentido de la palabra; ella me ha devuel-
to hoy los derechos de ciudadano, y yo tengo el deber de corresponder
como bueno y agradecido a estos benecios.
A despecho de dudas, de violencias, de imputaciones infundadas,
tienen que ser los militares (no todos ni de cualquier modo) hombres
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políticos; y digo más, hombres de partido; la fuerza pública es el primer
elemento político; y en todos los pueblos, tengan o no cartas constitu-
cionales, políticos son los títulos que tienen a los generales en el poder
y en los puestos elevados. A título de hombres políticos mandan los
generales rusos inmensos territorios, como el que gobierna el general
Woronzo; a título de hombre político manda Radetzky el ducado de
Milán; y a título de hombres políticos han tenido o tienen el poder We-
llington en Inglaterra, Soult y Cavaignac en Francia, Taylor en los Esta-
dos Unidos, el general Narváez y el general Figueras en España.
Mucho tendría que decir sobre materia tan vasta y tan favorable para
mí, si no temiera abusar de la atención del consejo. Resumiendo, pues: he
probado que este tribunal no es competente; que aun cuando lo fuera, no
he cometido delito; que el consejo no va a establecer jurisprudencia nin-
guna, y si la estableciera no debería tener sobre mí efecto retroactivo; por
último, he probado que tengo derechos políticos que no, por ser militar,
he perdido, y que es mi deber defenderlos legítimamente, no ya solamente
por lo que a mi humilde persona concierne, sino por lo que toca a los gran-
des intereses de la nación en general y del Ejército en particular.
Dicho esto, descanso en la rectitud del consejo. Ahí está mi hoja
de servicios: yo no soy un militar de aluvión, ni de rebeliones ni aso-
nadas; mi conducta como militar, como ciudadano, como hombre
honrado está limpia de toda mancha; mi conciencia, por consiguiente
está tranquila. He dicho.
El general Manso. ¿V. S. ha dicho que en sus escritos no ha tenido
intención de atacar la disciplina del Ejército?
El Acusado. Ni he podido tenerla; antes por el contrario, la he de-
fendido en todas ocasiones; yo he escrito, no contra la disciplina, sino
usando de un derecho que como periodista me asistía.
El Presidente. ¿Tiene V. S. más que añadir?
El Acusado. No señor.
El Presidente. ueda terminado el acto público.
Los otos particulares siguen a la defensa, y a éstos la sentencia del
consejo, condenando por unanimidad al señor brigadier Fernández San
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Román a suspensión de empleo y sueldo, y arresto en un castillo por cua-
tro meses.
Diligencia de entrega del proceso al Excmo. señor Capitán General.
Otra de remisión al auditor.
Dictamen del señor auditor sobre que se lleve a efecto la sentencia del
consejo de guerra, y disponiendo lo necesario para el efecto.
Diligencia de conformidad con el parecer del asesor y señalamiento
del castillo de Santa Catalina en Cádiz para cumplir la condena de los
cuatro meses.
Otra de devolución del expediente al señor scal por el excelentísimo
señor Capitán General con la aprobación de la sentencia y un pasapor-
te rmado por esta autoridad para que el señor procesado emprenda la
marcha para su destino.
Diligencia de noticación de la sentencia.
Otra de entrega del proceso al Excmo. señor Capitán General.
Dos ocios del Excmo. señor Capitán General, el uno aprobando la
sentencia del consejo de guerra de que queda hecho mérito, y el otro tras-
ladando una Real Orden también de aprobación de la citada senten-
cia por el Gobierno de S. M., y concediéndole indulto al señor Brigadier
Fernández San Román; disponiendo al propio tiempo se saque urgente-
mente un testimonio de la causa que se ha de presentar al Congreso de
señores diputados, para que sea remitida al Ministerio de la Guerra para
los efectos que en dicho ocio se contienen, y ordenando al excelentísimo
señor Capitán General se proceda sin levantar mano a sacar el testimo-
nio de que se trata, y que éste se entregue al Excelentísimo señor Capitán
General, cuyo extremo tuvo efecto en 27 de octubre de 1849.
***
Hemos terminado una causa que es la primera de que hay ejemplos
en los fastos constitucionales y jurídicos. ¡Cnta ligereza y cuánta
contradicción!
A ella nos referiremos en otro folleto.
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APÉNDICE
***
Artículo inserto en la Revista del 10 de julio en que apareció el
segundo de los dos juzgados, y que corrobora la independencia de
que gozaba la Revista Militar.
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al eRcito Y a nuestRos suscRiptoRes
La Real Orden de 28 de junio 18491, nos impone la obligación de
dar cuenta al mundo militar de la historia secreta del nacimiento de la
Revista, y de los propósitos de su director para el porvenir. Nada hay
que no deba decirse; y si hasta hoy no lo hemos hecho, ha sido porque
no lo habíamos juzgado necesario.
Siempre hemos tenido amor a la carrera de las armas; constantemente
nos hemos creado por ella más ilusiones de las que tiene, más de las que las
vicisitudes y la práctica, arrebatar suelen; más que las que diariamente se
caen con el roce de los hombres y de las cosas. Nosotros creíamos y cree-
mos –he aquí la fuente de nuestra pertinaz ación– en la gloria militar, en
la excelencia de los servicios militares, en que las instituciones militares de
España son, más que las de ningún otro país del globo, las que conservan
más su esencia a través de las calamidades públicas; las que son más suscep-
tibles de una mejora progresiva y de llegar hasta la perfección.
Obedeciendo a esta exigencia de nuestros instintos, hemos soñado
desde nuestros primeros años con la instrucción del Ejército, y como
uno de los medios de conseguirla, con una publicación militar que lle-
nase el vacío de los libros y llevase a las las y a todas las clases, por medio
del periodismo, aquello que les conviniere saber a cada uno, según su
esfera y comprensión. Ni el desengaño del sabio General San Miguel,
cuya magníca Revista sucumbió por la poca ación de nuestros milita-
res a leer, ni el desengaño de los señores Mathé y Busto, cuya interesante
Egida Militar murió del mismo modo y por las mismas causas, ni la lec-
ción recibida por tantos y tantos periódicos militares de mérito como se
han sucedido y han desaparecido después de una efímera existencia, nos
arredraron jamás. Siempre tuvimos la buena fe de creer que hallándose
1 Es la que suprimía el Boletín en castigo del artículo sobre la expedición a Italia.
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más labrado por estos esfuerzos el terreno, fecundaría con más facilidad
la semilla que arrojásemos, y que la perseverancia en último resultado
resuelve todos los problemas a favor del más tenaz.
Era Ministro de la Guerra el General don Manuel de Mazarre-
do con cuya amistad nos honrábamos y nos honramos. Todo el que
conozca la ilustración de este General, comprenderá la benevolencia
con que acogería el pensamiento que le ofrecimos y sometimos de una
Revista cientíca, militar, de colaboración, y bajo todos conceptos, in-
dependiente. El noble carácter, la sólida instrucción y el claro talento
del general Mazarredo sonrió a nuestras esperanzas, y animándonos
en nuestro propósito, él mismo nos prestó su nombre y ofreció su
cooperación como el primero de los colaboradores. Como sucede
siempre que el impulso viene de la cabeza, ya sea para el mal, ya sea
para el bien, y el general Mazarredo propendió al bien, la protección
desinteresada del Ministro de la Guerra dio vida a la independiente
aparición de nuestra Revista Militar. Con su nombre a la cabeza, recu-
rrimos a muchas más personas, de las que guran como colaboradores
a la cabeza de nuestro periódico. Ahí están sus nombres; ellos dicen
más que todas nuestras reexiones. Si la Revista Militar no hubiera
ofrecido solemnemente independencia dentro de los buenos princi-
pios militares; si la Revista, si su director no hubiera asegurado que sus
columnas serían un palenque abierto a todas las opiniones; ¿cómo al
que conozca las cualidades de carácter de cada individuo y las imposi-
ciones políticas y personales que cada hombre se hace en su respectiva
situación se le ocultará la imposibilidad de reunir entidades tan opues-
tas, opiniones tan distantes, categorías tan diversas? También al actual
señor Ministro de la Guerra, entonces director de E.M., nos dirigimos
pidiéndole su colaboración, y tuvimos el sentimiento de no obtenerla,
privando por esto al Ejército de su experiencia y de sus luces.
Así las cosas, dimos un prospecto; ahí está; léase: en él está consignada
la independencia con que pensábamos emprender nuestras tareas. Nin-
gún contrato medió de escribir en uno u otro sentido exclusivamente, y de
ello podríamos citar elevadas personas que nos ayudaron con sus consejos
y nos ampararon con su importante posición, si nuestro objeto fuera otro
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que probar la independencia con que respecto del Ministerio de la Gue-
rra dimos a luz nuestro periódico. Desde el primer número, escrito está y
puede leerse, empezamos chocando, en el tono de la convicción más aus-
tero, con todos los principios más recibidos en España sobre constitución
militar; contados serán los artículos de los que no haya surgido una idea
de reforma y de oposición a la organización militar de España en todos
sus ramos, considerada losócamente, analizada en sus reglamentos. Si
hubiéramos querido después salir de nuestra línea, sentimos decírselo al
señor Ministro de la Guerra, con la pluma y con la palabra hubiéramos
encontrado crasos y lastimosos errores que combatirle todos los días. Así
nació la Revista; así ha existido hasta hoy; tal es su historia; sépalo el Ejér-
cito, entiéndanlo nuestros suscritores, persuádase de ello la prensa toda.
Manuscrito el prospecto y antes de imprimirse, la distinción con
que nos miraba y trataba el general Mazarredo, nos animó a propo-
nerle la creación de un periódico ocial donde aparecieran exclusiva-
mente los actos del Ministerio de la Guerra, y donde se fueran colec-
cionando todas sus determinaciones. Sabido es de todos los militares
la necesidad que de ello hay en España, único país donde la legislación
militar marcha sin recuerdos de lo de ayer, sin pensamiento para ma-
ñana, destruyéndose sin cesar; y esto sin registrarse históricamente; y
esto sin dejar huella hasta el punto de ser un caos su inteligencia, de
constituir una desesperación para el que necesita buscar simplemente
una fecha. Sesenta años hace que se publica en Francia el Boletín Ocial
del Ejército (Journal Ocial) a través de cien revoluciones, de docenas
de ministerios, de cientos de opiniones y de reglamentos. Ningún país
de Europa, medianamente organizado, deja de tener hace tiempo esta
institución. Nosotros creíamos hacer un servicio proponiéndola, y se
aceptó por quien, mejor que nosotros, conocía su importancia. Se nos
nombró para dirigirla, y nosotros la dimos a luz juntamente con la Re-
vista Militar, en lo cual, si bien pudo haber de nuestra parte la inten-
ción de facilitar la lectura de la Revista, todo fue obra nuestra, apro-
bada sí por el señor Ministro; pero no estipulada, no contratada. El
actual Ministro de la Guerra debe saber muy bien la lisonjera posición
que entonces ocupábamos, y las señaladas muestras de conanza que
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merecíamos; pudimos intentar, ya que no otra cosa, el usar al menos
de estas ventajas, y sin embargo, nos contentamos simplemente con
una, y después con otra Real Orden de recomendación, como se han
expedido ni más ni menos en favor de toda obra militar útil, fuese su
autor conocido, fuese desconocido, ocupase una posición oscura o no,
fuese amigo o enemigo en su fuero interno del Gobierno. El general
Mazarredo pudo mandar, como en todas partes se hace, como en Es-
paña se practica en los Ministerios que tienen Boletines ociales, que
se suscribiera la gran mayoría de sus subordinados; y sin embargo, el
general Mazarredo se limitó a recomendarlo, y a nosotros nos pareció
mucho mejor esto en nuestra posición. Los directores de las armas se-
cundaron la intención del señor Ministro, es verdad, y dispusieron que
cada ocina de las de un regimiento o corporación tuviera un Boletín;
nosotros creemos que interpretaron la intención del señor Ministro
perfectamente y que no había otro medio de que se adquiera la co-
lección; pero ni había suscripciones de Real Orden, ni sabemos si las
que había gravitaban sobre fondos de cuerpos, ni su número era más
que el absolutamente preciso, ni por esta concesión, si así se quiere lla-
mar a una necesidad del servicio, aceptamos nosotros ni se nos impuso
condición alguna. En cuanto a la inmensa compensación que por esto
pudiera aparecer teníamos en nuestros trabajos, bastará decir y el que
quiera puede acudir a comprobarlo en nuestros libros, que mientras
en las naciones en que ese documento ocial existe se enriquece el que
lo imprime, a nosotros no nos rendía más que para cubrir los gastos
escasamente y que, sin la suscripción espontánea y la benévola acogida
que dentro y fuera del reino tiene la Revista, no hubiéramos podido
dar a luz dos periódicos que exigen, especialmente el último, gastos
inmensos para ser aceptables. He aquí la historia el del Boletín Ocial
del Ejército que ha sido suprimido por el señor Ministro de la Guerra;
he aquí la debida protección que se nos acordaba, como todas las que
por el Boletín hayamos obtenido; nadie nos podía imponer sin ella la
impresión a nuestras expensas exclusivamente de un periódico ocial;
rogamos a algún periódico político que haga más justicia a nuestra de-
licadeza y a la lealtad de nuestros sentimientos. Bajo capa de amistad
somos incapaces de atacar a nadie; no conocemos la hipocresía del
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sentimiento, y de ello somos víctimas hace tiempo; por último, cuan-
do se habla de subvenciones periodísticas es preciso no tirar piedras
teniendo de vidrio el tejado.
Damos punto a este enojoso negocio y vamos a exponer nuestro
pensamiento. La Revista Militar sigue como hasta aquí, en la misma
forma, a su mismo paso, con su misma índole, sin irritarse por el golpe
con que se ha pretendido matarla, sin izar nueva bandera, sin anunciar
una oposición sistemática ni vengativa, pero sin intimidarse ni descen-
der de su terreno. No saldrá de la línea que se trazó y elogiará al señor
Ministro cuando obre en sentido favorable, digno y justiciero para los
intereses militares y para el honor de nuestras armas; cuando así no lo
haga, le advertiremos el peligro o el error del mismo modo que hasta
aquí lo hemos hecho, con elevación en las formas, severos en el fondo,
independientes de todo lo que no sea el interés del país y del Ejército.
Si continuamos mereciendo los sufragios de nuestros lectores, vivi-
remos, si no, moriremos. Si todas las autoridades dependientes del Mi-
nisterio de la Guerra comprenden que no se debe leer la Revista, porque
no hay Boletín Militar, y obligan a que no se lea, como alguna tenemos
entendido lo ha hecho, llevada de un excesivo celo por secundar las in-
tenciones del señor Ministro, podremos opinar lo que nos parezca sobre
esto, entendido lo tenemos, y nos callamos lo que signica; pero, ¿para
qué habíamos entonces de escribir? Nos resignaremos, mataremos la
Revista, y habremos perdido una ilusión más; pero todavía no habremos
perdido la fe, porque creemos nos asiste la razón y la justicia.
el direCtor de la reVista militar
Comunicaciones que mediaron entre el señor Fernández San Román
y el director de Policía después de haberle recogido el número del día 10
de julio, con arreglo a la ley de imprenta, y citadas en la página 119.
Gobierno Superior de Policía de la Provincia de Madrid. Versando
exclusivamente sobre la política seguida por el Gobierno de S. M. en
la intervención española en Italia, el artículo que insertó V. S. en la
página 790 del periódico que dirige, correspondiente al 25 de junio
último, y no permitiendo la ley vigente de imprenta se traten estas
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cuestiones sin llenar precisamente los requisitos que la misma exige,
he dispuesto ociar a V. S., como lo ejecuto, para que suspenda la pu-
blicación de la Revista Militar, y caso de querer continuarla deberá
presentar un editor responsable y hacer el competente depósito en el
Banco Español de San Fernando. Dios guarde a V. S. muchos años.
Madrid 10 de julio de 1849. José Enciso. Señor don Eduardo Fernán-
dez San Román, director de la Revista Militar.
Dirección de la Revista Militar. Excmo. señor. En contestación a la
comunicación de V. E. del 10 del corriente, en que se sirve prevenirme
suspenda la publicación de la Revista Militar, por haber insertado en sus
columnas un artículo en que se habla de la política seguida por el Go-
bierno en la cuestión de Italia, o verique el depósito que debe existir en
el Banco y nombre un editor responsable, debo contestar a V. E. que no
creí haber faltado haciendo consideraciones políticas al tratar asuntos mi-
litares, como lo había hecho durante dos años y al tenor que lo verican
otros periódicos especiales. Sin embargo, no siendo mi ánimo de ningún
modo tratar de asuntos que priva la ley de imprenta sin ciertas garantías y
condiciones, bajo la sombra del carácter especial de la Revista, protesto a
V. E. descartar enteramente de sus páginas aun esas mismas consideracio-
nes que hasta ahora había creído lícitas y reducir el periódico a su carácter
puramente militar y especial. En este caso, pues, y no considerando con
arreglo a la Constitución y a la ley necesario el depósito y editor que V. E.
me previene para el caso de continuar la publicación de la Revista como
hasta aquí, tengo el honor de participar a V. E. que si no se sirve prevenir-
me cosa en contrario voy a proseguir dicha publicación en los términos
que dejo consignados, quedando obligado a las consecuencias legales de
una infracción de la ley, ya que el carácter del periódico me releva de dar
para ello la garantía que la misma exige a los demás. Dios guarde a V. E.
muchos años. Madrid, 19 de julio de 1849. Eduardo Fernández San Ro-
mán. Excmo. señor Gobernador de Policía de la Provincia de Madrid.
Gobierno Superior de Policía de la Provincia de Madrid. Imprentas.
Bajo la protesta que hace V. S. en su comunicación fecha 19 del actual
de descartar en lo sucesivo de las páginas del periódico la Revista Militar
toda consideración política, reduciéndole a su carácter puramente mili-
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tar y especial, puede V. S. continuar la publicación del mismo sin necesi-
dad de presentar editor responsable ni de llenar los demás requisitos que
exige la ley en los periódicos que se ocupan de política. Con este motivo
recuerdo a V. S. la obligación en que está de traer a esta ocina los nú-
meros que sucesivamente salgan, con dos horas de anticipación a la en
que se haga el reparto a los suscritores, dentro de cuyo término no podrá
salir ejemplar alguno de las ocinas del periódico, sin incurrir el impre-
sor en la multa que marca el art. 5° de la ley vigente de imprentas. Dios
guarde a V. S. muchos años. Madrid, 22 de julio de 1949. José Enciso.
Señor Brigadier de los ejércitos nacionales, don Eduardo Fernández San
Román, director del periódico la Revista Militar.
Reales Órdenes previniendo que los militares no dirijan, en oz de
cuerpo, solicitudes de ninguna especie, ni felicitaciones al Gobierno, cita-
das por el scal en sus cargos.
Excmo. señor: En todos tiempos se ha conocido en España la .im-
portancia de que los militares no promuevan colectivamente solici-
tudes de ninguna especie, ni dirijan en ningún caso reclamaciones en
voz de cuerpo, habiendo sido tan esmerado el celo del Gobierno en
prevenir este abuso, que constantemente ha prohibido tales represen-
taciones, dictando al efecto las más severas penas contra los infracto-
res. Y si en los anteriores reinados se procedió de un modo tan con-
veniente para asegurar el buen orden de las tropas, no permitiéndolas
pedir tomando la voz de cuerpo lo que debían esperar del Gobierno,
ni solicitar en corporación lo que podían obtener por medio de re-
verentes exposiciones muy fundadas, convincentes y a solas precisa-
mente, deberé con mayor razón en la actualidad, bajo el sistema de
Gobierno constitucional establecido, redoblar el celo y la vigilancia
para que, lejos de que esta parte interesantísima del servicio sufra la
menor relajación, se corten los abusos que se notan, y se establezca un
rigor tan sostenido que imposibilite pueda llegar el caso de ocurrir la
menor infracción, en ningún tiempo ni circunstancia.
Por lo tanto, deseando el Gobierno provisional establecer la disci-
plina sobre bases sólidas, como uno de los mayores benecios que si-
multáneamente puede proporcionar al Ejército y al país, y persuadido
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de que no podrá conseguir este objeto continuando por más tiempo
el criminal abuso, que en perjuicio del buen nombre del Ejército y de
la seguridad de los poderes constituidos se ha introducido de algunos
años a esta parte, de que los militares hagan representaciones en voz
de cuerpo y de que dirijan exposiciones y felicitaciones rmadas por la
totalidad o parte de los individuos de los cuerpos; teniendo además en
consideración que las peticiones o manifestaciones de la fuerza arma-
da, en esta forma pueden reputarse más por exigencias que por reve-
rentes y sumisas exposiciones; y siguiendo el principio generalmente
reconocido en todos los países constitucionales de que la rigidez y se-
veridad de la disciplina militar están en razón inversa de las libertades
del país, se ha servido resolver que los individuos del Ejército no pro-
muevan nunca solicitudes, recursos, exposiciones ni manifestaciones
de ninguna especie, bajo ningún motivo ni pretexto, por plausible y
justicado que parezca, ya sea rmando varios individuos, ya uno solo
a nombre y representación de otro, bien para solicitar alguna gracia,
bien para reclamar de agravios, para dirigir felicitaciones al Gobierno,
para manifestarle adhesión o para ofrecerle servicios, no consintién-
dose otra cosa que los recursos y las instancias que permita la ordenan-
za, y en el modo que explica el art. 11, tít. 17, tratado 2°.
Y a n de que no quede la menor duda y sepan todos a qué atener-
se, así los que obedecen como los que mandan, para represión de las
faltas que en esta parte se puedan cometer y para la imposición de las
penas correspondientes a los que incurran en ellas, ha resuelto tam-
bién el Gobierno que recuerde a V. E., como de su orden lo verico,
con objeto de que V. E. lo haga a sus subordinados, las Reales Órdenes
de 11 de noviembre de 1752 y 9 de marzo de 1816, para que en todas
sus partes tengan el más puntual y cumplido efecto con entera apli-
cación a cuanto en esta disposición se previene. Lo que de orden del
Gobierno digo a V. E. para su inteligencia y cumplimiento, acompa-
ñándole copia de las dos expresadas Reales Órdenes de 11 de noviem-
bre de 1752 y 9 de marzo de 1816, que para su mayor publicidad se
insertarán en el Boletín Ocial de cada provincia, dándome V. E. aviso
de haberse vericado en los distritos de su mando, con remisión de los
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Boletines en que se inserten. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid
28 de agosto de 1843. Serrano. Señor Capitán General de...
Reales Órdenes que se citan.
Excmo. señor: Habiendo manifestado la experiencia que la preocu-
pación de un pundonoroso impulso mal considerado hace creer, con
perjuicio de la tranquilidad y buen orden de los cuerpos, que el agravio
hecho a un individuo trasciende a la ofensa común de los que sirven
en aquél, de cuyo discreto modo de pensar resultan empeños que aven-
turan la subordinación, ha resuelto el Rey que por ningún pretexto se
permita, escuche ni apoye por coronel ni jefe militar, algún recurso en
voz de cuerpo que lleve tal objeto, y declara S. M. que mirará como uno
de los más graves delitos militares, en el súbdito, la sugestión de tal es-
pecie y la tolerancia en el superior que no la corte con oportuno y ecaz
remedio. Lo que participo a V. E. de su Real Orden para su inteligencia,
y que en la parte que le toca le dé su puntual observancia. Dios guarde,
etc. San Lorenzo el Real, 11 de noviembre de 1752. El Marqués de la
Ensenada. Excmo. señor. Inspector General de...
Excmo. señor: El Capitán Comandante jefe superior del Real
Cuerpo de Guardias de la Real persona dio parte al Rey (N. S.) del
arresto que había impuesto a los guardias de dicho Real Cuerpo, que
componían las guardias salientes en los días 11 y 13 de octubre del
año anterior, por no haber asistido a los ejercicios, según estaba man-
dado por orden de 3 del mismo; y el Rey, en atención a la celebridad
de su feliz cumpleaños, por su decreto de 14 del mismo mes tuvo a
bien indultarlos de la pena a que pudiesen haberse hecho acreedores
por tan grave falta, cometida por individuos de un cuerpo que por
sus circunstancias debe ser ejemplo de la subordinación, mandando
quedasen anotados los que habían cometido semejante atentado, para
si en lo sucesivo reincidiesen aplicarles el condigno castigo.
No obstante, la piedad con que el Rey se dignó tratar a estos indivi-
duos, cometieron el nuevo crimen de reunirse y recoger rmas contra
lo que previene la ordenanza, y particularmente la Real Orden de 11
de noviembre de 1752, para representar a S. M., como lo hicieron,
cuatro guardias en nombre de toda la clase; en cuya vista, y conforme
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el Rey con lo que, sobre la exposición que hicieron, manifestó el Su-
premo Consejo de la Guerra tuvo a bien mandar se formase la compe-
tente sumaria, acerca de todos los acontecimientos ocurridos con este
motivo desde el día 11 hasta el 17 de octubre expresado; vericada
ésta, y con presencia de que si se eleva a proceso para juzgarlos de los
delitos de inobediencia, insulto, falta de subordinación a los superio-
res y complot, de muchos en que habían incurrido, las leyes militares
los condenarían a las graves penas que la ordenanza prescribe; usando
el Rey N. S. de su paternal piedad, y conformándose con el dictamen
del mismo Supremo Tribunal, dado en consulta de 8 de este mes, ha
mandado que los guardias que componían las de palacio en los días 10
y 12 de octubre último, y dejaron de asistir a los ejercicios de los 11 y
13, sean destinados a servir de soldados distinguidos por dos años a
los regimientos de caballería que se les ha señalado, que el guardia don
Elías Arias sufra cuatro años de encierro en un castillo, sin que pue-
da salir de él hasta nueva disposición de S. M., por las descompuestas
e insultantes razones que tuvo la mañana del 15 con el Capitán Co-
mandante, jefe superior de dicho Real Cuerpo, delante de los guardias
convocados por dicho jefe de orden del Rey; y a éstos, porque en algún
modo autorizaron con su silencio las referidas expresiones, que se les
destine por un año a servir de soldados distinguidos en los regimien-
tos de caballería expresados, de forma que deben servir tres años los
que se hallen comprendidos en el anterior artículo y éste; que los ocho
guardias que rmaron las representaciones a S. M. y al Sermo. Señor
Infante don Carlos sean igualmente destinados a servir dos años de
soldados distinguidos en los regimientos que se les ha señalado, por
haber tomado la voz del cuerpo; y nalmente, es la voluntad de S. M.
se repita a todo el Ejército y armada la citada Real Orden de 11 de no-
viembre de 1752, que expidió el señor don Fernando VI, de gloriosa
memoria. cuya copia acompaño, en que se prohíbe que ninguno haga
recurso en voz de cuerpo; y mediante a que en ella no se expresa la
pena que debe imponerse a los contraventores, ha mandado el Rey que
los ociales que cometan este delito sean depuestos de sus empleos,
y el motor sufra cuatro años de encierro en un castillo; y al mismo
tiempo encarga S. M. muy particularmente a los Inspectores jefes de
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cuerpo de Casa Real y demás del Ejército cuiden su observancia, a n
de desterrar el abuso y facilidad con que en algunos regimientos se es-
tán haciendo representaciones en nombre de muchos, y evitar los des-
órdenes que son consecuentes y se han visto ahora en el Real cuerpo
de la persona del Rey, el primero de todo el Ejército. De Real Orden
lo comunico a V. para su inteligencia y cumplimiento. Dios guarde
a V. muchos años. Palacio 9 de marzo de 1816. Campo Sagrado. Sr.
Inspector General de...
La Reina (Q. D. G.) se ha servido mandar que recuerde a V. E. la
Real orden de 15 de setiembre de 1842, expedida por el Ministerio de
la Gobernación y circulada por éste en 25 del mismo, previniendo a los
funcionarios del Gobierno se abstengan de entrar en contestaciones,
por medio de la prensa, en asuntos del servicio, a n de que V. E. vigile y
tenga el más exacto cumplimiento por todos los individuos dependien-
tes de su autoridad. De orden de S. M. lo digo a V. E. para los efectos
consiguientes. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid, 28 de agosto
de 1818. Figueras. Señor Capitán General de Castilla la Nueva.
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LIBERTAD DE IMPRENTA
por
Don Rafael María Baralt precedida de una introducción por don
Nemesio Fernández Cuesta1
1 Se publicó en libro de XVI + 123 páginas, en Madrid, 1849, en la imprenta de la calle de San
Vicente, a cargo de don Celestino G. Álvarez. En este caso el texto es reconocido como obra
de Baralt, mientras que su colaborador de otras publicaciones, don Nemesio Fernández Cuesta,
firma solo la Introducción. En nota final, Baralt consigna que se reproducen en el cuerpo del
libro los diecinueve artículos publicados en El Siglo, desde el 11 de febrero hasta el 24 de marzo
de 1848. Del cotejo hecho hemos observado ligerísimas variantes. Por ejemplo: “enemigos de-
cididos”, por “enemigos jurados”; “vulgariza”, por “populariza”. Reproducimos íntegramente la
edición de 1849, advirtiendo que los artículos aparecieron en El Siglo con el título de “Proyecto
de ley sobre libertad de imprenta”. (Nota de P. G.).
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introduCCión
Por Nemesio Fernández Cuesta
Cuando el actual Ministro de la Gobernación, conde de San Luis,
presentó a las Cortes su proyecto de ley sobre libertad de imprenta,
mi amigo y compañero don Rafael Baralt, redactor principal que era
de El Siglo, escribió, en forma de artículos, el tratado que ahora, en
esta nueva forma, damos a luz. Durmió el proyecto ministerial por
espacio de dos legislaturas en los archivos del Congreso. Tal es él, que
ni la prensa ni la minoría progresista han creído que debían promover
con mucho empeño su aprobación; y como la mayoría y los periódicos
ministeriales se hallan bien con lo existente, de aquí el largo sueño a
que los trabajos del conde de San Luis en materia de legislación de
imprenta han sido condenados hasta el día. Ahora parece sin embargo
que de nuevo se agita la cuestión: aquel proyecto ha vuelto a ser re-
producido en la actual legislatura; hay una comisión nombrada para
examinarlo, y se cree que esta vez, ya que no se discuta, por lo menos
la libertad de imprenta será objeto de animados debates. Nada más
oportuno por tanto que reproducir aquellos artículos donde, además
de haberse tratado la cuestión en teoría, se han hecho aplicaciones al
proyecto que ha de servir de materia de discusión. Las circunstancias
son las mismas; el proyecto, el gobierno que lo presentó, la mayoría
que lo sostendrá en su caso, la minoría que lo ha de combatir, el públi-
co que lo ha de juzgar, o mejor dicho, que lo ha juzgado ya, con corta
diferencia son los mismos que en el año pasado cuando el señor Baralt
publicó su trabajo. Si el hecho de ser este destinado a ver la luz en un
periódico, hizo que su autor se limitase principalmente a abogar por la
libertad de la prensa periódica; y si el vuelo, digámoslo así, que desde
entonces acá ha tomado la reacción absolutista, ha dado origen a al-
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guna nueva cuestión de imprenta que entonces no pudo ser prevista y
que ahora debe ser tratada, la presente introducción se dirige a llenar
estos vacíos en cuanto para ello alcancen las débiles fuerzas de su au-
tor, cortas además y muy inferiores sobre todo a su deseo del acierto.
Para desempeñar la primera parte de esta tarea poco tendré yo que
decir, porque muchas de las observaciones hechas por el señor Baralt
respecto del periodismo, son perfectamente aplicables a los demás me-
dios de emisión del pensamiento. La imprenta es el arma defensiva y
ofensiva de la inteligencia, así como el acero y las bocas de fuego son
las armas de la fuerza material. Con la prensa combate o se deende la
humanidad, ya procurando perfeccionar las instituciones existentes, ya
promoviendo la dilucidación de nuevas teorías, ya, en n, oponiendo
la razón, la lógica y las verdades eternas de la moral al sosma y a los
principios corruptores de la sociedad. Es por tanto la prensa, como dice
Lamartine, no ya solamente un derecho político, sino un sentido nuevo
de la humanidad, una fuerza orgánica del género humano. De aquí la
necesidad de que esta fuerza, este sentido se desarrollen en toda su ex-
tensión para que produzcan sus buenos efectos. De aquí los perniciosos
resultados que generalmente producen cuando se hallan comprimidos
y carecen de aquellas condiciones de libertad y de independencia que el
señor Baralt marca en sus artículos, y que son inherentes a su naturaleza.
Es una verdad vulgar que toda institución tiene sus inconvenientes, los
cuales son siempre tanto mayores cuanto más apreciables sean las venta-
jas que aquella proporciona. La imprenta está sujeta como todo a esta ley
invariable de la humanidad; la ciencia del legislador consiste en disminuir
los unos y dejar que las otras produzcan todos sus naturales efectos. Ahora
bien; nuestros modernos estadistas no han hallado otro medio de supri-
mir los inconvenientes de la prensa que sujetarla a medidas restrictivas;
con lo cual, habiendo dejado la institución en pie, aunque grandemente
mutilada, han suprimido las ventajas y han aumentado los malos efectos.
Más lógica se encuentra en los hombres de estado de los gobiernos abso-
lutos; ellos se privaron de los bienes de la institución, pero se ahorraron
también los males matándola, al paso que los políticos del día ni han sabi-
do gozar de sus bienes ni libertarse de sus males.
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En efecto, nuestros políticos –y aquí hablo de los hombres que, si
bien errados en sus cálculos, han llevado puesta la mira en el interés
general y no en su interés privado o en la satisfacción de pasiones del
momento–, nuestros políticos han partido en sus leyes de un supuesto
falso: han creído que la institución de la prensa podía descomponerse
como un producto químico, de tal manera que poniendo de un lado
todos sus bienes y de otro todos sus males, sería fácil dar libre curso a
los primeros e impedir absolutamente la circulación de los segundos;
han supuesto que poniendo la barrera de la prohibición allí donde se
reconociese un inconveniente, bastaba para que éste desapareciera; y
ha sucedido que el inconveniente ha sabido saltar las barreras, y las
ventajas no han podido traspasarlas. Error lamentable que ha traído
a la imprenta periódica y no periódica al tristísimo estado en que hoy
se encuentra, estado en que, como dice el señor Baralt, la prensa es
omnipotente para el mal y punto menos que impotente para el bien.
Ha nacido este error de haberse desconocido u olvidado varios prin-
cipios, en mi concepto incontrovertibles, que rigen y gobiernan todas las
cosas humanas: 1° ue como llevo dicho, en el mundo actual es imposi-
ble nada perfecto que sea obra de los hombres. Hay verdades absolutas,
eternas, que más o menos oscurecidas, más o menos brillantes han vivi-
do y vivirán en el mundo mientras el mundo exista; pero su aplicación
como obra humana está y ha estado sujeta a los errores de la humana
naturaleza. 2° ue los bienes que una institución benéca produce son
de tal clase, que constituyen por sí mismos el remedio más apropiado a
los males que de ella resultan. 3° ue en la lucha del bien y del mal, de
la verdad y del error, de la razón y de la fuerza bruta, el bien, la verdad,
la razón, constante y necesariamente triunfan al n de sus contrarios.
Si se hubieran tenido presentes estos principios se habría visto: 1°
ue era de necesidad imprescindible admitir los perjuicios que causa la
imprenta si se quería disfrutar de sus benecios. 2° ue los males de la
libertad de la prensa sólo la misma libertad podía remediarlos. 3° ue
siendo esta libertad ilimitada, no era de temer jamás que el error se en-
tronizase, que el vicio se sobrepusiera a la virtud, ni que los fundamentos
sólidos de la sociedad se conmoviesen. Y visto y reconocido esto, fácil ha-
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bría sido dictar una ley tal que, haciendo de la imprenta una palanca po-
derosa de civilización y de cultura, estuvieran a cubierto de la destrucción
los grandes intereses sociales; visto y reconocido esto, se habrían conven-
cido también nuestros hombres políticos de que toda prohibición hu-
mana, generalmente hablando, es absurda e ilegítima: absurda, porque
no fundándose en un principio evidente y por todos aceptado, tiende
de modo indudable al n contrario del que se propuso el legislador al
imponerla; ilegítima, porque ningún poder humano tiene facultad para
coartar la libertad individual dentro de la ancha esfera que le señaló el
Omnipotente, y que sólo tiene por límites las leyes divinas y la libertad de
los demás seres. Si se prohíbe escribir por evitar los males que a veces cau-
san los escritos, de la misma manera puede prohibirse el uso de la palabra
que también suele causar males; si se prohíbe hablar, no hay razón para
dejar expedito el uso del pensamiento, y si se prohíbe pensar, prohíbase
también la existencia del hombre, suprímase la humanidad.
Pero dicen los partidarios de las prohibiciones: no se trata de pro-
hibir sino el mal uso de la libertad de imprenta. ¿Y por qué no prohibir
el mal uso de la palabra, y el mal uso del pensamiento y el mal uso de
la vida? Declárese, pues, fuera de la ley a los locos, a los necios, a los
visionarios, a los propagadores del error. Y entonces ¿quién se creerá
bastante cuerdo, bastante sabio, bastante juicioso, bastante afortuna-
do para poder decir: la verdad yo solo la poseo, esto y no otra cosa es
lo que se debe decir, lo que se debe creer, lo que se debe enseñar? ¿No
hemos visto a hombres eminentes tener por verdades lo que el trascur-
so del tiempo ha hecho después notar que eran absurdos? ¿No vemos
continuamente que las instituciones que fueron un tiempo, buenas y
aplicables a nuestra sociedad, llegan a ser después perjudiciales e im-
posibles? ¿No vemos la movilidad constante de las cosas humanas y la
ley que las sujeta a nacer, crecer, robustecerse, decaer, morir y trans-
formarse en misterioso e incesante círculo? Pues si esto vemos y esto
palpamos, ¿dónde está la razón de las prohibiciones?
Aplicando estas teorías al estado actual de la imprenta en España,
se ve cuán distantes estamos de la libertad en este punto. La prensa
periódica, como demuestra el señor Baralt, carece no sólo de libertad,
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sino de las otras dos condiciones que necesita para tener, para produ-
cir el bien, esto es, de la independencia y de la publicidad indenida
de sus productos. Las bases sobre que descansa el sistema de imprenta
periódica en España son: el depósito, el editor responsable, y los tribu-
nales especiales. El depósito limita a un cortísimo número de personas
un derecho precioso que no debería ser jamás objeto de monopolio;
pone muchas veces los periódicos a los pies de especuladores políticos,
y convierte el instrumento de ilustración y de verdad, en un instru-
mento de pasiones y de intereses bastardos. El editor responsable es
la víctima expiatoria destinada a pagar culpas ajenas; que el verdadero
culpado quede impune y sea castigado el inocente, es cosa que repugna
tanto, no ya sólo a los principios generales de justicia, sino también al
sentido común, que no sé cómo las leyes han podido autorizar esta
clase de cción, la cual solamente por serlo, aunque no tuviera otros
inconvenientes, debería estar desterrada de todo pueblo medianamen-
te civilizado. ue cada uno debería responder de lo que escribiera es
verdad tan palpable, que no creo necesita más demostración que ex-
ponerla. Pero si a las pruebas que aduce el señor Baralt en su defensa
fuera preciso agregar algún argumento de autoridad citaría la de Mr.
Bulwer en su obra titulada: La Inglaterra y los ingleses.
“El uso de los escritos anónimos, dice el autor, no se habría mante-
nido tanto tiempo entre nosotros si no hubiese sido sancionado por la
aristocracia. Los escritores de esta clase son los que más han insistido
sobre el secreto, porque les facilitaba el medio de atacar a sus enemigos
sin dar la cara. Muere, por ejemplo, el desgraciado lord Dudley, y enton-
ces es cuando se sabe que una de sus mejores producciones es un furioso
ataque dirigido en una revista trimestral contra un hombre con quien
vivía en la más estrecha intimidad. Lo repito: no hay sino dos clases de
individuos para quienes sea provechoso el anónimo: para los pérdos
que temen ser abandonados por los amigos a quienes ultrajan, y para los
viles calumniadores que tiemblan ante la idea de recibir su merecido en
las espaldas por el palo de aquellos a quienes han infamado.
En cuanto a los tribunales especiales, todo tribunal que directa o in-
directamente dependa del gobierno o de un partido, es incompetente
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para fallar sobre delitos de imprenta. Y la razón es muy obvia: la libertad
de imprenta no consiste en cantar a cada paso las alabanzas del gobierno
y del partido o inuencia que tenga el poder; para esto no se necesitan
garantías, ni leyes, ni tribunales; esto en todo tiempo ha sido permitido;
¿y cómo no había de serlo? La libertad de imprenta consiste principal-
mente en el derecho de atacar al gobierno y al partido que domine, de
combatir con las armas del raciocinio las ideas existentes, de proponer
la realización de otras distintas; y dando de barato que en esto pudiera
cometerse falta, claro es que los representantes de los hombres y de las
ideas atacados no pueden ser los jueces que la caliquen, porque en tal
caso vendrían ser a un mismo tiempo jueces y parte.
Esto por lo que toca a la imprenta periódica. Por lo que respecta
a los libros o folletos no está menos limitada la facultad de escribir.
No tienen en verdad las trabas del depósito ni la cción del editor
responsable, pero tienen en cambio la responsabilidad extendida a
los impresores; tienen la sujeción a los mismos tribunales especiales;
tienen las enormes dicultades que se oponen a su circulación, las
grandes tarifas en correos, los derechos llamados protectores que au-
mentan el costo del papel y de la impresión; tienen la censura previa
en muchas materias y una semicensura más peligrosa que la censura
previa en todas las demás; obstáculos políticos, económicos y de todo
género que hacen ardua por demás la tarea del que intenta comunicar
sus ideas al público por medio de la imprenta. El que determina impri-
mir un libro, siempre que en él ataque alguna de las cosas que forman
el conjunto de lo existente, y que el gobierno, aun reconociendo sus
defectos declara inviolables para todos, menos algunas veces para sí
propio, debe empezar por ofrecer al impresor garantía pecuniaria de
estar a las resultas políticas de la impresión; o de no hacerlo así, tiene
que someterse a la censura del mismo impresor. Si pasa el manuscrito
por esta aduana, se imprime, y ya impreso, antes de darse al público,
va a parar al registro de la policía donde sufre segunda revisión; si de
ella ha salido con bien, ya puede expenderse el libro, pero todavía ni
el autor ni el impresor están exentos de responsabilidad, pues la ley
tiene por un dilatado tiempo suspendida sobre sus cabezas la espada
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de la denuncia, y el scal puede presentarse o ser llamado a ejercer su
poco envidiable encargo cuando ellos menos lo piensen. Solamente
cuando ya ha transcurrido un largo espacio, es cuando el autor e im-
presor pueden estar tranquilos, pero entonces ha pasado por lo regular
la oportunidad de la venta de su libro. Y como para ponerlo en manos
de los suscritores o compradores se originan al autor, por las deplora-
bles condiciones económicas a que está todo sujeto en España, dobles
gastos de los que exigiera su trabajo si la introducción de las que pode-
mos llamar primeras materias de la imprenta fuese libre, resulta que,
generalmente hablando, sólo los que poseen grandes capitales pueden
dedicarse a escribir; por donde viene a quedar punto menos que supri-
mida la libertad de la imprenta en este ramo.
Somos nosotros una excepción de esta regla, merced primero al
generoso apoyo que nos han dispensado nuestros suscritores, y lo se-
gundo (justo es decirlo) a la tolerancia con que nos ha mirado la po-
licía. De agradecer es semejante tolerancia en estos tiempos y cuando
se maniesta, como en el caso actual, espontánea y naturalmente sin
esfuerzo ni solicitud alguna por nuestra parte. ¿Pero por qué hemos de
obtener por un rasgo de tolerancia lo que debería correspondernos de
derecho? ¿Y quién nos dice que mañana, que hoy mismo no se puede
cansar la autoridad de ser tolerante con nosotros? ¿Y qué prueba la
dichosa excepción de que hasta ahora hemos sido objeto en contra de
lo que acabamos de exponer? Y sobre todo ¿hemos dicho acaso lo que
tal vez sin rodeos ni disfraces debería decirse?
Pues con ser tan malo lo existente, todavía me parece preferible a
lo que el conde de San Luis nos tiene preparado, como por los artícu-
los del señor Baralt echarán de ver nuestros lectores. La única ventaja
que tendremos será que, si las Cortes aprueban el proyecto del actual
Ministro de la Gobernación, la imprenta se verá regida por una ley
en vez de estar como ahora sujeta a reales decretos; pero que sea una
ley, que sea un decreto lo que encadene el pensamiento, no por eso el
pensamiento dejará de estar más y menos encadenado.
Pero dejando aparte lo existente y viniendo a lo que debería existir,
diré que la libertad de imprenta es uno de los términos de la serie de
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libertades que convendría establecer, y cuyo conjunto viene a cons-
tituir el desarrollo completo de las facultades humanas en los tiem-
pos en que vivimos. Y este término es tan inseparable de la serie a que
pertenece, que no se concibe cómo pueda existir aislado (lo cual, sea
dicho de paso, debe también entenderse respecto de los demás). En
efecto, aun suprimidos el depósito y el editor responsable, la libertad
de imprenta no es completa sin libertad de conciencia, ni puede pro-
ducir todos sus efectos sin libertad de comercio, ni se comprende sin
libertad de enseñanza, ni puede existir sin que el derecho de publicar
sus ideas sea extensivo a todos los ciudadanos sin distinción alguna. Y
como la libertad de conciencia supone la de cultos, la libertad de co-
mercio implica la del crédito, y la libertad de enseñanza trae consigne
la de asociación; y como todas éstas se hallan enlazadas con las demás,
se sigue de aquí necesariamente que su establecimiento debe acom-
pañar al de la libertad de imprenta, y que mientras no lo acompañe,
aquella libertad estará todavía restringida.
Las consideraciones que acabo de exponer y los artículos que si-
guen del señor Baralt, maniestan bien a las claras cuál es su opinión
y cuál la mía sobre esta importante materia, y los fundamentos lógicos
en que respectivamente la apoyamos. Pasando ahora a la nueva cues-
tión que últimamente se ha suscitado en punto a la extensión del dere-
cho de imprenta, la examinaré a la luz de los principios liberales y tam-
bién a la de los principios que se derivan del orden de cosas existentes.
La cuestión es como sigue: don Eduardo Fernández San Román,
es Brigadier, diputado a Cortes y director de un periódico militar.
Como Brigadier se hallaba de cuartel en Madrid; como diputado a
Cortes no ejercía función alguna porque las Cortes estaban cerradas;
como director de un periódico militar escribía en él lo que tenía por
conveniente. Ocurriósele un día escribir sobre la expedición de Roma,
considerándola no bajo sólo el aspecto militar, sino bajo el aspecto
político, y en ambos conceptos la censuró con la severidad que seme-
jante acto merecía. Hay varios artículos en la ordenanza del ejército
que prohíben a los inferiores en grado murmurar de sus superiores; y
el gobierno, fundado en estos artículos, hizo formar causa y condenar
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por sus escritos al brigadier Fernández San Román ante un consejo de
guerra. La Constitución actual concede a los españoles, sin distinción
alguna, el derecho de imprimir y publicar sus ideas sin previa censura,
con sujeción a las leyes. Ahora bien, según la jurisprudencia seguida
por el gobierno en la causa del señor San Román, el derecho que la
Constitución concede a los españoles no es extensivo a los militares
sino cuando lo usen en favor del Ministerio; pues si lo usaren en con-
tra, les comprenderán las palabras con sujeción a las leyes, y habrán de
sujetarse a la ordenanza, que prohíbe en unos artículos lo que la Cons-
titución concede a otros. De aquí resulta que un escrito político, que
no es por sí denunciable ante los tribunales de la imprenta, es no sólo
denunciable, sino criminal y digno de severa pena cuando su autor es
un militar. De aquí se sigue también que los militares, aunque se ha-
llen separados del servicio activo, no gozan de los derechos de los de-
más ciudadanos, antes bien tienen obligación de pensar como piense
el Gobierno, y si escriben, escribir siempre en su favor; de donde igual-
mente se deduce que por la jurisprudencia establecida los militares no
son hombres; son unos autómatas, una especie de máquinas infernales
de que los gobiernos se sirven lo mismo para lo bueno que para lo
malo; que si les mandan fusilar a sus hermanos tienen obligación de
fusilarlos, que si les mandan matar a sus padres deberán matarlos, que
si les mandan arrasar su país deberán arrasarlo, y esto sin proferir una
queja, sin murmurar, sin hablar, sin cavilar. A la verdad que para ser el
actual un sistema en que tanto preponderan los militares, tienen éstos
una posición poco envidiable y por demás humillante e indigna.
Excusado es decir, que los principios democráticos son incompati-
bles con semejante teoría. Para nosotros el militar, por serlo, no pierde
ni puede perder los derechos de ciudadano, dado que no lo considera-
mos sino como un ciudadano armado en defensa de su país. Ni es tam-
poco otra cosa, ni lo será mientras no se hagan los militares de madera
distinta de la de los ciudadanos. El militar sale de las las del pueblo, y a
las las del pueblo vuelve cuando deja el uniforme: ¿qué otra cosa pue-
de ser sino pueblo? El pueblo lo mantiene, el pueblo lo viste, el pueblo
pone en sus manos su defensa, en el pueblo tiene su familia, sus ami-
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gos, sus relaciones; si el pueblo padece, sus amigos, su familia, padecen
también; si el pueblo es desgraciado no puede ser feliz el ejército. Los
que quieren separar al ejército del pueblo, podrán tener intención de
enaltecerlo, pero lo que hacen es degradarlo, porque degradación es re-
ducir al hombre a la condición de máquina, o cuando más a la de era,
privándolo del uso de una de las más preciosas facultades que Dios le ha
dado, cual es la de pensar y comunicar sus pensamientos.
Bien se me alcanza la razón en que se fundan los partidarios de la
obediencia ciega. Dicen que la vacilación y la falta de conanza en los
jefes podrían causar en circunstancias dadas, por ejemplo hallándose
la tropa al frente del enemigo, perjuicios incalculables al Estado, pues
que sería fácil que semejante vacilación y desconanza acarreasen la
pérdida de una batalla, y ésta la ruina de un país. Este argumento tiene
con arreglo a las ideas liberales una contestación victoriosa.
He dicho antes que para ser completa la libertad de imprenta nece-
sita ir acompañada de todas las demás libertades. Admitido este prin-
cipio, los ejércitos permanentes son inútiles, y solamente pueden sos-
tenerse los cuerpos facultativos y los cuadros, donde en caso de guerra
ingresarán los que voluntariamente se presentasen a defender la patria,
los cuales serían sin duda en gran número, porque en buena doctrina la
guerra solamente debería ser declarada por el poder legislativo, produc-
to del voto universal; y estando en ella interesados el honor, la gloria, la
justicia nacionales, no faltarían voluntarios como no han faltado nunca
que así ha sucedido. Sentado esto, creo que no sería posible humana-
mente que una batalla reñida por tropas voluntarias en una guerra na-
cional y en defensa de intereses nacionales se perdiera por un artículo de
un periódico, ni por un folleto, ni por un libro; mucho menos cuando la
libertad absoluta de imprenta haría que a ese artículo, a ese folleto o ese
libro se opusiesen otros, y el sentimiento nacional que había producido
la guerra haría que estos otros fuesen más leídos y más escuchados.
Por otra parte, es de considerar que un soldado, de cualquier gra-
duación que sea, si se halla al frente del enemigo y en vísperas de ex-
poner grandes intereses nacionales al éxito de una batalla, no tiene
tiempo para ocuparse en escribir artículos de periódicos ni folletos.
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De manera que aun prescindiendo de los principios, y considerando
el estado actual de las cosas, no hay el riesgo que se dice en permitir
que los militares, fuera de los actos del servicio, usen del derecho que
la Constitución concede a todos los españoles. Y aquí se presenta un
dilema que a mi entender no tiene contestación. O la Constitución
permite lo que la ordenanza prohíbe, o la Constitución está de acuer-
do con la ordenanza. Si la Constitución contradice la ordenanza, sien-
do aquella el código fundamental, deroga todo lo que en contrario
hayan establecido las demás leyes; si la Constitución está de acuerdo
con la ordenanza, y por consiguiente, los militares no pueden escribir
más que en favor del gobierno en general y de sus jefes en particular, la
Constitución ha querido entonces declarar un derecho sin excepción,
y para ello se reere a leyes que excluyen de ese derecho a multitud de
individuos, lo cual me parece medianamente absurdo.
La verdad es que aun con numeroso ejército permanente, con el
derecho de declarar la guerra en manos del poder ejecutivo, y en n
con todo lo que ahora existe, todavía debería ser lícito a un ocial se-
parado del servicio activo dar su opinión y fundarla sobre cualquier
materia. Y si este ocial además de ser periodista tiene el carácter polí-
tico de diputado a Cortes, con el cual puede en el parlamento censurar
cuantos actos ministeriales crea censurables y hacer imprimir sus dis-
cursos por millones de ejemplares y distribuirlos gratis si así se le anto-
ja, no veo por qué razón ha de ser un crimen el escribir un artículo en
un periódico que podrá tener, por ejemplo, tres mil lectores, cuando
no lo es imprimir en el mismo sentido, y aun en sentido más violento
y duro, un discurso que va a leer la nación entera.
Esta es otra de las contradicciones del sistema actual. Los partidarios
de la obediencia ciega, para ser lógicos, deberían impedir a los militares la
entrada en el Parlamento, o por lo menos establecer que antes de tomar
asiento se les pusiera una mordaza para que en todo caso no pudiera ha-
cer más que votar, cosa que estaría muy en consonancia con la posición
humillante que les quieren dar fuera del Parlamento prohibiéndoles el
uso de su razón. Más daño ha hecho el señor Fernández San Román al
Ministerio con el discurso que pronunció, no hace muchos días, sobre la
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organización de la Reserva, que el que pudo hacerle con el artículo sobre
la expedición de Roma; y sin embargo, por éste fue condenado en un con-
sejo de guerra sin que le valiese el carácter de diputado que para aquél le
ha valido. Verdad es que por su falta de subordinación ciega hubo de sufrir
una reprimenda del señor Presidente del Consejo, el cual manifestó que
un Brigadier no debía atacar la conducta de un Teniente General; pero
este asunto no tuvo ni ha podido tener otras consecuencias.
En resumen, bajo el punto de vista de las doctrinas democráticas
que profesamos, la libertad de imprenta, como las demás libertades,
es y debe ser extensiva a los militares como a todos los seres dotados
de razón; y bajo el punto de vista del orden actual de cosas, no están
tampoco excluidos del artículo constitucional. Solamente la jurispru-
dencia últimamente seguida por el gobierno, es a mí entender lo que
los excluye. Y entiéndase que al hablar del gobierno no me reero tan
sólo al actual, pues los que hayan leído la causa del señor Fernández,
habrán visto que desde que en 1843 se apoderó del mando el partido
dominante, se pretendió ya establecer este principio de la obediencia
ciega, y se vino a decir en una Real Orden, que cuanto más libre fuese
un país, más esclavo debía ser su ejército, lo cual es muy chocante que
se proclamase entonces, cuando la mitad del ejército, lejos de sujetarse
a la obediencia ciega, se había pronunciado en favor del nuevo orden
de cosas, debiendo su elevación a este pronunciamiento los mismos
que proclamaban aquel principio. ¡Contradicciones de los hombres
que tienen principios nuevos para cada nueva situación!
Aquí debo poner término a esta introducción, que los límites de
este folleto no me permiten extender. Creo haber demostrado, aun-
que brevemente, cuáles son las bases en que debe apoyarse toda ley
de libertad de imprenta. El señor Baralt descendiendo a los más inte-
resantes pormenores, con gran copia de datos y reexiones atinadas,
perfecciona lo que yo he dejado imperfecto.
Madrid, 28 de diciembre de 1849.
Nemesio Fernández Cuesta.
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– I –
“Habíamos previsto que el proyecto de ley sobre libertad de imprenta
sentaría mal a los progresistas... Cuando nuestros adversarios estén
listos, nos encontrarán como siempre preparados a rechazar sus ata-
ques con las armas de la lógica y del verdadero liberalismo. (El Heral-
do del jueves, 10 de febrero de 1848).
Esas mismas armas serán las nuestras: la razón pública juzgará del
combate.
Para luchar con El Heraldo en el terreno, asaz difícil, que como va-
liente ha escogido, procederemos a la discusión del proyecto de ley so-
bre libertad de imprenta, empleando alternativamente los dos métodos
principales que usa la inteligencia en la indagación y esclarecimiento de
la verdad. Siguiéndolos paso a paso, veremos (lo primero) qué es la im-
prenta en general; qué es entre nosotros; qué necesidades debe satisfacer
para corresponder a su objeto; qué deberes tiene que cumplir para no
desviarse de él; a qué reglas debe estar sometida para producir al bien
y para no hacer el mal; qué constitución debe tener para que sea, no el
enemigo de los gobiernos, sino su mejor aliado, no, en n, la bocina de
los trastornos, sino el heraldo de las reformas sociales. Veremos en segui-
da (lo segundo) y a la luz de los principios que sentemos, si el proyecto
de ley presentado cumple con sus naturales condiciones, y en tal caso
si es una obra de ciencia y de gobierno, digna de un sabio ministro, de
un ministro bien intencionado; o si, por el contrario, deja subsistentes
y con creces los errores anteriores, si nada corrige, si nada perfecciona,
en cuyo caso vendrá a ser un nuevo padrón de ignominia para el partido
que, llamándose a sí mismo depositario de la civilización española, aspi-
ra a formar entre nosotros una casta de brahmanes.
Enemigos decididos de los cargos genéricos y de la greguería in-
substancial, no menos enemigos de las censuras sistemáticas, antes
nos cortaríamos la mano que escribir con ella, por preocupaciones
de partido u odios personales, la reprobación de una ley útil o de un
pensamiento fecundo. No haya, pues, miedo El Heraldo: todo paso
que demos en esta discusión para sentar los principios generales, debe
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ser por él aprobado; y lo será, si, como ha prometido, se halla resuelto
a manejar tan sólo las armas de la lógica y las del verdadero liberalis-
mo. Y una vez establecidos, de común acuerdo, los fundamentos del
debate, fácil será poner a la opinión pública en disposición de juzgar
si el edicio levantado sobre ellos tiene o no formas, proporciones y
circunstancias verdaderamente arquitectónicas.
Entremos, pues, en materia, y quede sentado (para mayor claridad)
que en este momento no tenemos opinión ninguna decidida acerca
del proyecto novísimo de ley sobre libertad de imprenta. Esa opinión,
ese juicio denitivo aparecerá formado, a un tiempo para el público y
para nosotros, al escribir la última palabra de esta discusión. ¿uiere
más imparcialidad El Heraldo?
¿ué es la imprenta?
Chateaubriand lo ha dicho antes que nosotros, y la autoridad de
esta inteligencia superior no puede ser sospechosa para El Heraldo: la
imprenta es por sí sola una Constitución, y la mejor de las Constitucio-
nes, porque puede suplir por todas las demás. La prensa, han dicho otros,
es el cuarto poder del Estado en los gobiernos representativos. Pero éstas
no son deniciones.
La prensa periódica (pues de ésta tan solo tratamos) es el pensa-
miento del hombre libre, puesto, por medio de la estampa, al alcance
de sus conciudadanos, y al del mundo inteligente, en un movimiento
periódico, y, por su naturaleza, perenne.
De esta denición, que esperamos acepte El Heraldo, se deducen
las principales circunstancias y propiedades de la imprenta periódica.
La prensa periódica lleva a todos los ángulos del país y recala en él
las doctrinas, los sistemas, las opiniones de un hombre, o de un parti-
do, o de una escuela.
La prensa periódica es el instrumento más propio para la propagan-
da política; si ésta es legítima y santa, la opinión agrupada a su alrededor
se organiza, lucha en el campo de la inteligencia, da cuerpo, fuerza y vida
a la verdad, y es el auxiliar más poderoso de los gobiernos dignos de este
nombre; si es ilegítima y aviesa, se convierte en un arma de destrucción
y de desorden; si es aduladora y esclava, envilece y engaña.
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La prensa periódica es esencial a los gobiernos representativos por-
que no pudiendo éstos vivir sin los elementos de polémica y de publi-
cidad, aquella institución es la única que puede ponerlos a su alcance.
La polémica es la discusión de los actos del gobierno y de las doctrinas
que la observación o la teoría suministran a la inteligencia; ésta es la
polémica legítima que toma la razón por guía, y se propone por n
el bien público; la polémica ilegítima es la que se propone hacer un
sistema de la censura o del elogio, respecto de los gobiernos existen-
tes, por intereses de bandería, con desprecio de la razón, y sin más
n que el triunfo de las pasiones de un partido. La publicidad es la
vida de los gobiernos liberales: sus actos puestos a la vista del país que
administran; es la responsabilidad impuesta por la opinión a los que
ejercen funciones públicas; es la historia contemporánea, día por día,
hora por hora; es el derrotero de la marcha del gobierno y del país; es
para el país el espejo mágico donde ve todo lo que le conviene ver; es
para el gobierno la realización de aquella casa de vidrio que deseaba un
virtuoso romano para vivir a la vista de sus conciudadanos. Esta es la
publicidad verdadera; hay otra falsa.
La prensa periódica es el complemento de la enseñanza pública,
porque pone en conocimiento del pueblo lo que éste no puede apren-
der en las escuelas.
La prensa periódica es el suplemento del libro y su vehículo, por-
que vulgariza las lecciones que contiene.
La prensa periódica es el auxiliar de la industria y del comercio,
porque facilita las transacciones y el espíritu y movimiento de las aso-
ciaciones.
La prensa periódica es el brazo y sanción de la moral, porque pu-
blica y castiga.
¿A qué cansarnos? La prensa periódica auxilia o embaraza al gobier-
no; ilustra o perturba la opinión; publica la verdad o la mentira; eleva
reputaciones o las derriba, sirve a la justicia o a la injusticia, favorece la
virtud o la perversidad; promueve los intereses de un país y los de la hu-
manidad o los hostiliza; es el bien o es el mal en sus formas más activas,
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más elevadas y comprensivas, y cuando se reexiona que su poder es casi
incontrastable para lo uno y para la otro, confúndese el entendimiento
dudando si debe amarla como el presente más grande que ha hecho a los
pueblos la inteligencia humana, o si, cual otra Babel futura, anuncia una
nueva confusión de la ciencia, de las lenguas y de la civilización.
Reconocida así la importancia de la prensa periódica, y aun tam-
bién la utilidad, al paso que la dicultad, de organizarla de una manera
conveniente a sus altos nes, exigen de nosotros los procedimientos
lógicos del raciocinio que deduzcamos de lo dicho algunas consecuen-
cias generales que nos conduzcan a establecer, también en grueso (por
ahora), sus esenciales condiciones; condiciones, que, como después
veremos, son las únicas que pueden hacer de ella una institución civi-
lizadora, honra y orgullo del espíritu humano.
La condición primera de la imprenta periódica es la libertad: la
libertad que permite al pensamiento ser espontáneo. De aquí es que la
censura previa ha sido unánimemente reprobada por los publicistas de
todos los países. No nos detendremos en este punto.
La segunda condición es la extensa e indenida publicidad de sus
productos. Esta observación se desprende de lo que hemos dicho acerca
de los nes que ella se propone. Si la prensa periódica, como no puede
racionalmente negarse, tiene por nes fundamentales la polémica y la
publicidad, claro es que todo embarazo directo o indirecto, puesto a la
circulación de sus productos tiende a privarla de medios para alcanzar
su objeto y equivale a destruirla.
La tercera condición es la independencia; y entendemos por ésta la que
un periódico debe tener, en lo posible, del gobierno, por una parte, y de los
partidos, por otra. Un periódico puede y debe tener opiniones políticas,
ora ministeriales, ora de oposición; pero en ningún caso –creemos que El
Heraldo lo reconocerá del mismo modo que nosotros–, en ningún caso
debe depender del uno o de los otros para existir en su calidad de empre-
sa mercantil. Sobre este punto (por ser de mucha entidad) insistiremos
despacio en nuestro próximo número, contentándonos ahora con sentar
el principio de esa independencia vital, sin la que es imposible concebir
imprenta periódica útil a los pueblos ni a los gobiernos.
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Por último, la cuarta condición esencial a la prensa periódica es la
de someterla para el castigo de sus extravíos a tribunales bien consti-
tuidos, que juzguen y fallen respectivamente en los diversos ramos de
culpabilidad en que puede incurrir. La prensa puede hacerse culpable
por la emisión de opiniones políticas más o menos controvertibles:
delito de opinión, a la opinión toca juzgarlo. La prensa puede hacerse
culpable de calumnia y de difamación: delitos comunes, corresponde
su averiguación y castigo a los tribunales ordinarios. La prensa puede
hacerse reo de delitos contra la religión y contra el Estado; sus tribu-
nales, en tales casos, deben ser diferentes.
Hasta aquí lo que el tiempo y el espacio nos permiten decir hoy
acerca de esta importante cuestión de la libertad de imprenta; cues-
tión que hace cerca de medio siglo constituye en España un problema
no resuelto de política y de administración.
¿Está de acuerdo El Heraldo con nosotros acerca de la exactitud de
los prolegómenos asentados? Tenemos derecho a exigir, y exigimos de
nuestro ilustrado colega una respuesta categórica.
– ii
“El problema de la libertad de la prensa no es tan sencillo como algu-
nos lo presentan. Nada se hace con decir que será libre: las palabras
en este caso son tan insucientes como lo serían para dar de repente la
libertad a un pueblo esclavo. Cuvier. Moniteur de 1822.
En efecto, la libre emisión del pensamiento con relación a la fuerza
exterior del gobierno que puede comprimirlo, nada es ni nada vale si
no va acompañada constantemente de la libertad, aún más preciosa y
difícil, del pensamiento mismo con relación a las diversas causas que
pueden hacerlo prevaricar. ¿ué importa, en realidad que pueda ma-
nifestarse libremente una idea, si esta idea, viciada en su formación
sale adulterada de la ocina de la inteligencia? En semejante caso (no
vacilamos un instante en decirlo), la libertad de imprenta es el mayor
de los males que pueden aigir a un pueblo, porque se convierte en
una garantía legal concedida al error para que se propague y triunfe a
la sombra de la autoridad protectora del orden y de la moral pública.
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En suma: no basta a la prensa ser libre; es necesario que sea inde-
pendiente.
De otro modo, vendríamos a parar a esta dolorosa consecuencia:
que el periodismo es una cosa, y otra, muy diferente, la libertad de la
prensa; que el primero no pasa de ser un tráco de la opinión y de las
pasiones ajenas, un taller donde se fabrica con patente de industria la
mentira, un almacén donde se vende el error en benecio de tal o cual
partido, de tal o cual interés bastardo; y que la segunda es pura y sim-
plemente la facultad de publicar y hacer imprimir nuestras opiniones
de conformidad con las leyes existentes.
Sin independencia, pues, la prensa no puede ser realmente libre; lo
será respecto de la ley, para vulnerar pérdamente su santidad, pero no
lo será respecto de las pasiones, de los partidos, de los ministerios, y en
n, de las condiciones pecuniarias que la someten, sin posible defensa,
a la prevaricación y al cohecho.
Ahora bien: tal cual existe hoy la prensa, ¿puede decirse que es ver-
daderamente independiente?
Sometida a condiciones económicas que no es dado satisfacer, en
nuestro país, sino a los más opulentos capitalistas; obligada a pagar
costosamente a la inconcebible inmoralidad de un editor responsable;
y sujeta a multas enormes, sin proporción, muchas veces, con las cul-
pas, y, siempre, con la situación material de las empresas, la formación
de un periódico, ordinariamente, viene a ser:
El sacricio que hace un hombre rico al logro de un interés impor-
tante; es decir, una negociación impura que se concibe por la ambi-
ción o la avaricia, contando con el miedo de un mal gobierno, y con la
perversión de las costumbres.
O la empresa de un partido que quiere establecer cátedra para sus
doctrinas e intereses; es decir, un cálculo de política militante que
benecia las pasiones de una bandera con la mira de suplantar en el
poder a sus contrarios.
O la defensa interesada y sistemática de los que tienen el mando; es decir,
la resistencia del abuso por medio del engaño acompañado de la violencia.
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En ninguno de estos casos ganan los verdaderos principios, ni el
país; en todos ellos pierden el país y los verdaderos principios; porque
los periódicos, lejos de representar al uno o a los otros, los combaten
con frecuencia. Delegados de un interés especial y restricto, que lo es co-
nmente de una persona, de una camarilla o una fracción de partido;
y cuando no, representación de una idea incompleta o de un fragmento
de principio, esos mal llamados órganos de la opinión no hacen más que
pervertirla o descarriarla; en la oposición, renunciando a distinguir lo
bueno de lo malo; en la defensa ministerial, confundiendo lo malo con
lo bueno; en el servicio de una persona o de una bandería, aceptando lo
bueno y lo malo con tal que se acomode a sus nes especiales.
Rara vez (si bien se ven casos honrosos) surge de las tinieblas a la
luz de la publicidad un pensamiento desinteresado que, sin atender a
intereses jos ni a opiniones preconcebidas, se proponga por solo n
el bien común, por solo norte la verdad, por sola recompensa la apro-
bación de la conciencia pública.
Rara vez, igualmente, el puro y elevadísimo interés de escuela, deseo-
so de propagar una idea útil, eleva su voz con probabilidades de ser escu-
chada en el tumulto de la polémica a que asisten como encarnizados ad-
versarios las ambiciones contemporáneas, tan incapaces de conciliación
como de aprendizaje. Y así se ha visto que cuando algunas almas fuertes
han querido dar semejante prueba de fe en los principios y de rmeza en
el carácter, muy pronto un cruel desengaño ha morticado sus creencias
y establecido un escarmiento aterrador para los que quisieran imitarlos.
¿Y qué ha resultado de aquí?
ue la polémica ha invadido el terreno de la publicidad. La tea ha
usurpado su puesto al fanal. Estos dos principios (la polémica y la publi-
cidad) son antagonistas y aun contrarios; la publicidad es un elemento
de vida en los gobiernos representativos; la polémica, llevada al extremo
es un germen de muerte. Y sucede que, cuando en un país es aquella
débil, incompleta o restricta, hace ésta rápidos progresos e irreparables
perjuicios; como también se observa que cuando la una está fuertemen-
te constituida, y es libre y pura, queda la otra sin fuerza y sin voz. Pero
téngase en cuenta, para apreciar en su justo valor nuestras opiniones,
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que nosotros no confundimos el derecho de discusión cientíca (que es
la polémica legítima) con la vocinglería apasionada de la controversia
política, que constituye, en nuestro sentir, la polémica ilegítima.
Resulta también de aquí otro inconveniente no menos grave, cuya
explanación no queremos dar nosotros mismos, por habérsenos anti-
cipado una autoridad competente en la materia.
“El francés, dice2, que no habiendo podido conseguir la investidu-
ra de abogado, de médico o de profesor, consigue ser admitido entre
los colaboradores desconocidos de un periódico para disertar sobre las
cuestiones más elevadas y arduas de la política y de la administración (lo
cual es desgraciadamente muy fácil, porque para tan poco no se necesita
haber visto nada, ni profundizado en nada), no ejerce un derecho sino
una profesión; porque no escribe para satisfacer una necesidad imperio-
sa de su espíritu, sino para acudir a las necesidades de su existencia; el tal
hace ocio de periodista, como cualquier otro haría el de trapero.
Últimamente, el resultado pero, sin disputa, de semejante estado
de cosas, es el de establecer irremisiblemente el periodismo sobre una
base esencialmente falsa, cual lo es la de las suscripciones. Y la llama-
mos falsa, porque los redactores de un periódico son tanto menos li-
bres para emitir sus ideas, cuanto más directamente se halle sometida
su existencia al despotismo estrecho y torpe del suscritor; despotismo
que rara vez permite que nadie se desvíe de lo que está acostumbrado
a considerar como artículo de fe. ¿ué importa muchas veces a un
periódico que sus opiniones sean verdaderas o falsas? Falsas serán si
el suscriptor reclama contra ellas; verdaderas, si las aprueba. El alta
y baja de las suscripciones: he aquí, por lo común, el criterio de un
diario político. Y esto explica por qué salen ellos rara vez del círculo
reducidísimo de sus discusiones palabreras e insustanciales; por qué
no producen jamás una opinión espontánea; por qué no se ve jamás en
sus columnas una idea nueva; por qué en suma, las variaciones que ex-
perimenta el personal de una redacción son hechos que pasan sin que
nadie los eche de ver. Lo cual proviene de que en realidad un periódico
propiamente no se escribe para el público, sino para sus suscriptores;
2 Émile de Girardin, redactor principal de La Presse.
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y éstos, o pertenecen a un partido intolerante, o a una bandería ambi-
ciosa, o a un orden cualquiera de intereses exclusivos.
Detengámonos aquí, dejando sentado que esta situación se origina
de la constitución penal y scal de la prensa periódica. Este aserto es
irrecusable. Dondequiera que las leyes han organizado la institución
de un modo semejante al nuestro, los mismos efectos se han tocado,
los mismos males se han sufrido. Establecida sobre bases distintas, la
legislación de otros países ha producido resultados diferentes.
¿Dónde está la verdad? Esto es lo que nosotros no podemos decir ni
nos atrevemos a armar de una manera absoluta. Es lo cierto que el ser y
estado de la prensa periódica en España es malo; por las mismas razones
que lo es en Francia, cuya legislación scal y penal de imprenta hemos ne-
ciamente copiado. Partiendo de aquí, la cuestión se reduce a saber por cuál
otra debe ser sustituida. Y no otra que tan sólo varíe las formas, establezca
nuevos trámites, prescriba nuevas formalidades, altere las penas, modi-
que las restricciones; no tal, sino otra que innove fundamentalmente los
principios en que estriba la que hoy, pueblo y gobierno, escuelas y parti-
dos, losofía y ciencias, política y administración, deploran igualmente.
Creemos haber probado estos asertos (y por Dios que no es vanidad,
sino convencimiento) de una manera incontrastable. Cumple ahora a El
Heraldo decirnos si los admite o no; y, en este último caso, sus razones.
– iii –
Hemos probado que nuestra legislación sobre imprenta debe ser
fundamentalmente variada en un sentido nuevo, más conforme con el
espíritu general de nuestras instituciones políticas, y más en armonía
con los nes que el ejercicio del derecho de emitir y publicar libremente
nuestros pensamientos debe alcanzar en benecio de la civilización y
del Estado, de los gobernados y de los gobernantes. Tal cual es hoy, la
legislación de la prensa periódica española está en desacuerdo con la ín-
dole de la Constitución política del reino; pone invencibles obstáculos
a la reforma gradual de las costumbres; vulnera la civilización, y se opo-
ne más de lo que se cree a los progresos durables del espíritu humano,
confundiendo malamente la publicidad con la polémica, censurando o
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elogiando sin examen, juzgando sin derecho cientíco, decidiendo sin
conciencia, atormentando sin piedad3; trasforma el absolutismo de uno
solo en absolutismo de varios, con la misma intolerancia aunque con
menos majestad; hace combatir a los gobiernos en un terreno a que no
pueden descender sin mengua, mezclándose, personalmente podemos
decir, a los azares, a las miserias y a las injusticias de un debate violento
y sin reglas; hace, en n, tanto daño al poder como a la libertad, a la
monarquía como a la democracia, a los gobiernos como a los pueblos.
Veamos ahora cuáles son las bases sobre que reposa esta legisla-
ción; bases que, por ser las mismas sobre poco más o menos que las del
proyecto novísimo, podemos examinar sin desviarnos del propósito
especial de estos artículos.
}“Hombres de Estado, decía4, que gobernáis y que indagáis el moti-
vo de la perturbación moral que os desespera, procurad averiguar, antes
de todo, en virtud de cuáles leyes existe y se ejerce esa potencia absoluta
(la prensa): imperio sin fronteras, que tiene por ejército todas las pasio-
nes de la muchedumbre; que guía a los pueblos y que destrona los reyes”.
Y, en efecto, lo que a nosotros nos aturde no es tanto la imperfección
progresiva de nuestras leyes sobre imprenta, sino los pocos estudios que
se han hecho entre nosotros acerca de asunto semejante, y (hablando en
general) el escaso fondo teórico y práctico que ha empleado en todos
tiempos la polémica política para combatir, ora la ceguedad de los pue-
blos, ora la ignorancia de los gobiernos. Se ha creído, por ejemplo, que la
cuestión vital de la prensa era la que se refería al jurado, por una parte, y
por otra a las penas represivas de los abusos del derecho. ¡Error fatal que
nos ha hecho perder de vista el punto verdadero de la dicultad, que es-
triba en las disposiciones scales y económicas que rigen su ejercicio, así
como en la aptitud legal de las personas a quienes se permite ejercerlo!
Volviendo a nuestro propósito principal diremos que las bases so-
bre las que reposa nuestra legislación actual de imprenta, así como el
novísimo proyecto de ley son:
3 Véase un escrito notable de Mr. E. de G., titulado De la libertad de la prensa y del periodismo.
4 Estudios Políticos, pág. 424.
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Primera: un depósito anterior a la publicación de los periódicos,
y cuyo objeto aparente es ofrecer a los tribunales una garantía de eje-
cución en las condenas pecuniarias. Tal es, en concepto de la ley, la
signicación de esta condición onerosa.
Segunda: la responsabilidad moral, intelectual, material; la res-
ponsabilidad de todas especies atribuida a un ser inofensivo (que mu-
chas veces es un ente de razón) llamado editor responsable, inocentísi-
ma oveja destinada al sacricio por culpas ajenas en las cuales no ha
tenido la más pequeña participación, pacientísimo Job que sufre, sin
resistencia ni queja posibles, el castigo que el reo verdadero agrava en
innitas ocasiones con la ingratitud y el abandono de su víctima.
Tercera: el carácter anónimo y genérico de la redacción de los pe-
riódicos.
Cuarta: los tribunales especiales para los delitos de la prensa, y,
cuando no, (como sucede en el proyecto actual) la modicación del
jurado en términos que lo constituyen irremisiblemente en tribunal
de las opiniones y de los intereses de un partido.
Discutamos una por una estas bases.
El depósito.– ¿Debe éste conservarse en el concepto legal de ofre-
cer una garantía para la ejecución de las penas pecuniarias? Para deci-
dirnos por la armativa sería necesario que se probase antes: lo uno,
que semejante garantía es la única posible y lo otro, que, no habiendo
ninguna que llene el mismo objeto, está exenta de inconvenientes muy
superiores a sus ventajas.
La invención del depósito es puramente francesa, y nosotros la
hemos copiado sin modicación ninguna favorable a la libertad de
imprenta, antes haciendo una que agrava sus malos efectos. Aludimos
al interés de dos por ciento que paga por el Estado en Francia a los
depositadores, y que en España no existe.
Y no se crea que al decir nosotros de esta especie de anza que es
invención francesa, participemos de la opinión desfavorable al par que
injusta que tienen algunos contra toda especie de imitación de las leyes
administrativas de nuestros vecinos, pues, lejos de creer mala una dis-
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posición de gobierno tan sólo por provenir de ellos, juzgamos, por el
contrario, y generalmente hablando, que semejante circunstancia la re-
comienda, si no, a una imitación indiscreta, a un examen concienzudo.
La hemos hecho notar en el presente caso, para que se vea que,
siendo, como es, de invención reciente y francesa, no tiene el depósito
aquel carácter de universalidad que constituye las verdades de la cien-
cia administrativa respetadas en un largo transcurso de tiempo por las
naciones civilizadas. Esto por una parte. Por otra, que varios pueblos
libres y cultos, en donde la libertad de imprenta corresponde mejor a
sus nes que en Francia y en España, no lo han introducido en su le-
gislación; y, nalmente, que no es un producto espontáneo de nuestra
civilización y de nuestras costumbres, sino la importación de una regla
que, por muy beneciosa que sea en su aplicación al suelo indígena,
puede muy bien hallarse sujeta a graves inconvenientes en el país a
donde se trasplanta como árbol exótico.
Además, en Francia misma ha sufrido y sigue sufriendo la legisla-
ción de imprenta, en este punto, serios ataques, no por cierto de parte
de hombres hostiles a las ideas conservadoras y de orden, sino de parte
de elevadas inteligencias adictas a ellas, y a quienes acaso pudiera ta-
charse de serlo de una manera harto intolerante y exclusiva.
“En un país de libertad constitucional sentada como principio, se
halla la prensa más oprimida que lo estaría en un estado despótico.
Está oprimida por el sco que se constituye, por la fuerza, y sin concu-
rrencia de fondos, socio privilegiado y favorecido en todas las empre-
sas; está oprimida por las leyes penales (también las hemos imitado),
monstruoso monumento de las pasiones y del espíritu de partido; está
oprimida por un jurado (el que se propone en el novísimo proyecto es-
pañol tiene condiciones evidentemente menos favorables que el ancés),
por un jurado misteriosamente compuesto en los laboratorios de los
agentes del poder; está oprimida por audiencias y tribunales a quienes
se ha privado de su independencia y de su antigua virtud, haciéndolos
respirar el aire mefítico de la corrupción electoral”5.
“El depósito, suministrado frecuentemente por un tercero a condi-
5 Mr. de Genoude. Gazette de France.
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ción de una prima convenida, progresiva en proporción de los riesgos
que le hace correr el que lo pide, no ha sido nunca más que una forma-
lidad vana y una garantía política ilusoria6.
“El depósito es una garantía restrictiva7.
“El depósito, considerado bajo el punto de vista del movimiento
de las multas, es una cosa inútil8.
Y este punto de vista, decimos de paso nosotros, es el que la ley espa-
ñola le señala, y el único bajo el cual, en puridad y razón, puede vérsele.
Apoyados en tan fuertes autoridades, ya nos será fácil probar que
ellas están perfectamente de acuerdo con la razón, con la práctica de
pueblos más adelantados que nosotros en la ciencia del gobierno y en
los goces de la verdadera libertad.
IV
“Las convicciones no se emiten con pureza cuando las opiniones, para
ejercer su proselitismo, se ven obligadas a venderse, ora a los partidos,
ora al poder. El honor político no habita ya el país donde los elogios y
los ataques son un comercio que se hace en provecho del erario bajo la
protección de las leyes”. (Des droits de timbre et de poste: de leurs eects).
El mismo duque de Broglie, cuya opinión acerca del depósito con-
siderado como garantía de las multas o penas pecuniarias hemos refe-
rido en nuestro artículo anterior, creyó, no obstante, por algún tiem-
po, que podía considerársele también como prenda de luces, de buena
educación, de bienes de fortuna, y de interés hacia el orden por parte
de aquellos que podían turbarlo.
Cuantos ensayos se han hecho en Francia (y no son pocos ni de
ayer) para dar semejante carácter al depósito, no han servido sino para
probar que no tiene otro más que el restrictivo que le atribuye, con
muchísima razón, Mr. Guizot y que ese es fatal a la libertad e indepen-
dencia de la prensa, así como a la seguridad de los gobiernos.
6 Mr. Émile de Girardin. Bases racionales de una legislación nueva de la prensa.
7 Mr. Guizot. Moniteur de 1830.
8 El Duque de Broglie. Moniteur de 1830.
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Si los depósitos, como observa con profunda sensatez el director
de La Presse, no debiesen tener más objeto que el de asegurarse del in-
terés de los fundadores de un periódico en la conservación del orden,
antes convendrá disminuirlos que aumentarlos, porque entonces se
hallarían más directores dueños reales del Diario y del depósito.
Cuando los depósitos son cuantiosos (y los que exige el nuevo pro-
yecto lo son por extremo, con relación a las circunstancias del país), ¿qué
sucede?: que el fundador del periódico busca y encuentra quien se lo
facilite con condiciones onerosas; aquí un gasto inútil y un compromiso
de más. El gasto inútil, cargado en cuenta a los suscriptores, produce el
mismo efecto que los exorbitantes derechos de importación: hace vícti-
mas a los consumidores. El compromiso de más empieza por coartar la
independencia del periódico, aun antes de nacer. Si el empresario puede
por sí mismo dar el depósito, confunde los riesgos de multas y el lucro
cesante de su capital inmovilizado con los demás azares de pérdidas, y
reconociendo que con éstas y con el porte de correo no le es posible
sostenerse ni mucho menos prosperar sino a condición de beneciar la
mina de las pasiones populares o de partido, naturalmente las fomenta
en vez de aplacarlas. Si la empresa es colectiva, su director pone todo
(gastos, pérdidas y responsabilidad) en cuenta a la sociedad mercantil o
política que le sostiene; tiene muy buen cuidado de colocar su persona
a cubierto de todo peligro pecuniario o corporal y hace pesar la sanción
de la ley, o sobre algunos fanáticos de su bandería, o sobre algún desgra-
ciado para quien la pérdida temporal de la libertad no signica goces
perdidos, sino reposo y pitanza asegurados.
Son infalibles resultados de las penas corporales severas, de las
multas cuantiosas y de los depósitos exorbitantes, aumentar el salario
de los editores responsables, y elevar el valor de los seguros o garantías.
Aumentad los riesgos de una empresa, y por el mero hecho dismi-
nuiréis la concurrencia. ¿Cuál es el efecto inmediato de este estado de
cosas? No se necesita ser economista ni publicista para decirlo; basta
el sentido común. Disminuida la concurrencia, las probabilidades de
benecios seguros aparecen más brillantes al agio periodístico, y es
mucho más fácil encontrar accionistas que reduzcan la elevadísima,
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o la que debía ser elevadísima profesión de escribir para el público, a
la categoría de empresa mercantil, egoísta, mezquina y sin conciencia.
Las garantías exigidas por medio de estos absurdos depósitos a la
prensa periódica, le conceden en poder más de lo que le quitan en
libertad, y crean en benecio de algunos feudatarios un privilegio que
les concede el monopolio de la opinión pública. He aquí la aristocra-
cia de falso saber, mil veces más perniciosa que la del dinero y sin la
dignidad de la del nacimiento.
¿Cuántos orígenes, puede tener un periódico?
Uno: el origen meramente político. Un partido quiere tener un
órgano en la prensa, y lo establece.
Otro: origen también político, en menor escala. Una bandería necesi-
ta un periódico que deenda en un momento dado un interés, y lo funda.
Tercer origen: el interés del gobierno, que subvenciona un diario,
o lo crea.
Cuarto origen: un ambicioso rico que quiere elevarse al poder.
uinto origen: una inteligencia modesta, tan fuerte por el talento
como débil por los recursos materiales, llena de fe, henchida de creen-
cias, vigorosa, lozana, atrevida, se lanza a la arena del combate, y em-
barca sus esperanzas en el bajel zozobrante del periodismo.
¿Cómo obra el depósito sobre estas diversas empresas?
De una manera restrictiva, pero no concluyente sobre la primera;
porque un partido, mayormente si tiene elementos de vida, no puede
carecer de medios sucientes para orillar la dicultad, apelando al celo
o a la ambición de sus adeptos.
La experiencia ha probado que la acción del depósito sobre la se-
gunda es insignicante, porque una bandería que tiene medios para
intrigar por el poder, no puede carecer de ellos para corromper la opi-
nión y para organizar el cohecho.
¿Necesitamos decir que la acción del depósito sobre la tercera y
cuarta es nula en la signicación pecuniariamente restrictiva que la
ley le atribuye?
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Por el contrario, la acción del depósito sobre la quinta es omni-
potente; sólo aquí, si la intención de la ley es impedir, impide; si su
objeto es matar, mata. Aquí tan solo es ecaz y lógica la legislación.
¿Y contra quién? Contra el talento, contra el verdadero patriotismo,
contra las inteligencias desinteresadas que todo, gobierno digno de
este nombre debiera tener por objeto principalísimo desarrollar y
proteger, como que son su escudo más impenetrable contra las malas
pasiones y contra las ideas corruptoras y aviesas.
La consecuencia que de lo dicho se deduce es bien obvia: inútil
la ley para precaver la expansión de la prensa esclava, o por lo menos
dependiente, es tan sólo ecaz para matar en germen la prensa indepen-
diente y libre. Hay más, y recuérdese lo que más arriba hemos dicho: la
ley establece el monopolio de la opinión en favor de una aristocracia
social y política, que es el del interés de todo gobierno bien constituido
reprimir en lo posible, sin perjuicio de la libertad y de la justicia. Y
para reprimirla ecazmente, ¿qué necesita?, tan sólo ser imparcial y
equitativa; no fundar privilegios; no favorecer ciertos intereses con
perjuicio de otros; ser igual para todos.
¿Podrá, en vista de esto, decirse que el depósito es una anza inma-
terial de talento, de moralidad y de patriotismo, cuando, por el contra-
rio, y en modo necesario, corta el uno sus vuelos, embaraza la acción
espontánea de la otra, y adultera y corrompe el tercero?
No (y acabemos, por Dios, de reconocerlo), no mil veces. Los obs-
táculos pecuniarios que las leyes de imprenta han querido poner al
desenvolvimiento natural de las empresas periodísticas, han produci-
do en éstas (y no podía menos, porque el caso es idéntico) resultados
iguales a los que las prohibiciones y los enormes derechos del sistema
prohibitivo han producido en los asuntos mercantiles: han favoreci-
do el contrabando, empobrecido el erario, vejado a los consumidores,
matado la industria, y alejado la buena fe del comercio, entregándolo
sin posible remedio al agiotaje y al engaño. Tales son los efectos de los
depósitos onerosos, de los subidos derechos de correos, de la obliga-
ción gravosa de los editores responsables y de las penas pecuniarias
exorbitantes.
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¿Exageramos por ventura estos efectos? Creemos sinceramente
que no.
Ya hemos visto que el depósito, considerado como medida restric-
tiva que aleja la concurrencia, establece un monopolio en favor del
espíritu del partido y de la aristocracia amarilla; que así creemos puede
calicarse la del oro. Y tal es el caso con cualesquiera otras medidas del
mismo género.
Y en efecto, para satisfacer los derechos de portes, para resarcirse
del capital amortizado en el Banco y para disponerse a arrostrar los
riesgos de una condena sin proporción con los provechos posibles de
una empresa, los periódicos no tienen frecuentemente otros medios
sino formarse una clientela suciente para multiplicar las disensiones
políticas y las antipatías sociales; recalar periódicamente la exaspera-
ción en los ánimos, la sospecha en las conciencias por la mala fe siste-
mática de la discusión, el error en los juicios por la consuetudinaria
mutilación de las sesiones de los cuerpos colegisladores, y doquiera la
inmoralidad por la injusticia recíproca de los ataques contra todo lo
que es hostil a cada uno de ellos ¿Y cómo podía no ser así? ¿Cómo no
se ha comprendido ni se comprende todavía, que mientras un perió-
dico por efecto de las restricciones scales, no pueda sostenerse sin el
apoyo de cuatro mil suscriptores, se ve obligado, por su interés y por
la necesidad a crear profundas divergencias de opinión y a ahondar las
simas que dividen los partidos, para fomentar las pasiones comercia-
bles y los odios productivos? Y de aquí la omnipotencia de los suscrip-
tores, verdaderos dueños y tiranos de la prensa periódica de nuestros
tiempos; de aquí el convertirse éstos a la larga en ardientes sectarios
políticos; de aquí, en n, los males que deploramos en una institución
destinada a ser, con una buena organización, la mejor garantía de la
acción reguladora del gobierno y del progreso de las sociedades. Por-
que, no lo pierdan de vista los legisladores, el estado de la prensa es tal,
que antes que todo, lo que importa a sus empresas son suscripciones,
aunque deban comprarse con el sacricio de las multas o con la morti-
cación y la muerte del periódico por falta de prosélitos apasionados,
muy pocos directores se decidirán por lo segundo.
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Por último, y para concluir por ahora, diremos que entre los ma-
los efectos del régimen restrictivo de la prensa que consagra la legisla-
ción vigente y mantiene el proyecto novísimo, debe contarse como de
los peores el de reducir el tamaño de los periódicos, y colocar en mejor
posición a los pequeños que a los grandes, siendo así que una ley sabia
sobre la materia debería proponerse un objeto absolutamente contrario.
ue tal es el resultado necesario a la legislación, y tal será el del
proyecto, no hay para qué probarlo: en España se lee poco, y lo poco
que se lee ha de ser muy barato. Barato, pues, y para barato pequeño,
debe ser un periódico si quiere tener clientela, poseer un depósito pro-
pio, pagar el correo, comprar la obligación de un editor responsable, y
hallarse saneado para los azares de exorbitantes condenas.
Ahora bien, mientras más pequeño es un periódico, más se penetra
del espíritu de partido, más dicultades encuentra para ser imparcial.
¿Por qué? Porque la imparcialidad requiere ancho campo, cielo abier-
to, aire, luz. Faltos de espacio los periódicos de cortas dimensiones,
tienen que truncar las discusiones legislativas; que abreviar los docu-
mentos administrativos; que suprimir el preámbulo o parte expositiva
de los proyectos de ley; que guardar silencio acerca de los trabajos e
informes de las comisiones; que mutilar, en suma, todo cuanto perte-
nece al dominio de la publicidad, todo cuanto puede ser provechoso
a la instrucción pública del país, todo cuanto puede conducir a dar
madurez a la inteligencia, luz a los intereses generales, tranquilidad
y paz a los ánimos. Circunscritos a límites estrechos, en nada pue-
den profundizar; desoran las cuestiones sin provecho; abundan en
personalidades y escasean en razonamiento; mantienen el antagonis-
mo en vez de promover la conciliación de los intereses; convierten el
periodismo en una operación mecánica; le dan tormento en el lecho
de Procusto; y no pudiendo dedicarse a beneciar la riquísima mina
de los anuncios, cada vez más se alejan de la condición esencial a su
verdadera independencia. El día en que la supresión del depósito, de
los editores responsables y del porte de correos permitiese aumentar
las dimensiones de los periódicos, disminuir su precio y ofrecer un
grande espacio a las transacciones comerciales, sería para sus dueños
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el día de la emancipación y para el gobierno el de la tranquilidad. Más
independiente de sus suscriptores, sería la prensa menos injusta y vio-
lenta; más próspera, tendría más dignidad; más sujeta a la concurren-
cia legítima, se perfeccionaría; más desembarazada de trabas inútiles,
sería fácil al gobierno imponerle condiciones ecaces de moralidad y
de justicia; más libre, sería la antorcha del país y no su tea.
Concluiremos amparando nuestras opiniones con un escudo que
nuestros adversarios políticos reputan por tan impenetrable como
el de algunos héroes de Homero; con el escudo de Mr. Guizot. Este
hombre de Estarlo, cuya opinión sobre el depósito hemos visto ya, de-
cía también en 1830 a los legisladores franceses: suprimid el derecho de
sello y los gastos de correo, en favor de los periódicos9*.
V
¡Cosa extraña! Nosotros los españoles que, hace algunos años, es-
tamos dando el triste ejemplo de una imitación servil de cuanto vemos
en nuestros vecinos de Francia, cual si hubiéramos de consuno y uni-
versalmente renunciado a toda idea de originalidad, no cuidamos, sin
embargo, de estudiar el efecto de esas mismas leyes administrativas
que importamos, para de tal modo aprovecharnos del fruto de la ex-
periencia cual nos apropiamos el del ingenio de nuestros maestros. A
haberlo hecho así respecto de la legislación sobre imprenta, por ejem-
plo, hubiéramos visto que la práctica ha sido contraria en Francia a
la teoría, y que semejante práctica, para ser consecuente, debía entrar
por mucho en la modicación de nuestros juicios.
Véase, en conrmación, lo que, al mismo propósito que nosotros,
decían a Carlos X sus ministros en el famoso Rapport au Roi, que ha
pasado a ser un monumento de la historia10:
“La prensa periódica ni tan siquiera ha cumplido con su condición
esencial: la publicidad; y lo cierto, aunque parezca extraño, es que no
hay publicidad en Francia si tomamos la palabra en su justa y rigurosa
acepción.
9 Moniteur, 8 de noviembre de 1830.
10 Moniteur, 25 de julio de 1830.
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“En el estado actual de las cosas, los hechos, cuando no son entera-
mente supuestos, no llegan al conocimiento de muchos millones de lec-
tores sino truncados, desgurados, mutilados de la manera más odiosa.
“Una espesa nube formada por los periódicos oculta la verdad in-
terponiéndose entre el gobierno y los pueblos.
Con cuyo motivo el ilustrado autor de los Estudios Políticos11 decía
en 1842:
Tal es la tardía y luminosa revelación contenida en el célebre in-
forme que sirvió de introducción a las ordenanzas de julio de 1830;
revelación tardía, y, lo que es más, inútil, porque, no obstante su so-
lemnidad ha pasado sin enseñar al legislador ni a los hombres de Estado
que bajo los nombres de polémica y de publicidad, encierra la prensa pe-
riódica dos elementos constitutivos esencialmente distintos, dos principios
antagonistas; y que confundirlos es exponer de nuevo el poder a zozobrar
en los mismos escollos, sin que la historia le sirva de faro.
Hay más, nosotros (imitando también en esto indiscretamente las
leyes y el espíritu francés) hemos querido aclimatar de viva fuerza en
nuestro suelo, contra la voluntad de Dios, la centralización adminis-
trativa; ¿cómo no vemos que al entregar la prensa al monopolio, como
consecuencia directa de las anzas excesivas y de los pechos scales,
concentramos en pocas manos una fuerza equivalente en el orden mo-
ral a la del vapor en el orden material?
Y antes de llegar a semejante extremidad, ¿no tenía el gobierno la
elección entre un gran número de medios? Podía haberse decidido
por el de debilitar las fuerzas de la prensa periódica, concediéndole
una libertad sin freno, camino el más seguro y pronto de descrédito.
Este medio, aconsejado en Francia por Chateaubriand y por B. Cons-
tant, aunque imperfecto, era preferible a lo que existe, porque ofrecía
peligros menos graves, y permitía a una mano ya ejercitada graduarlo
según la experiencia adquirida.
Otro medio era suprimir el depósito y aumentar el porte de co-
rreos para los periódicos de Madrid, libertando, al mismo tiempo
11 Página 333.
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y por excepción, de todo pecho scal directo o indirecto la prensa
provincial. Por el mero hecho, los periódicos de la capital perdían su
omnipotencia; pero en compensación los de provincia crecían en nú-
mero, neutralizando o uniformando en sus casos respectivos las opi-
niones reinantes.
Por último, podía haberse adoptado el medio de imitar otra le-
gislación extranjera, puesta la mira a examinar prácticamente si son
más cónsonas con el temperamento español las producciones inglesas,
por ejemplo, que las exclusivamente galicanas. Cualquier cosa, menos
lo existente; porque lo existente es la negación de todo sistema, es la
confusión de todos los principios.
A lo menos es indudable que en Inglaterra, y también en los Esta-
dos Unidos, la libertad de la prensa es mayor que en Francia y España;
y no obstante, allí cumple mejor sus nes de publicidad y es menos
peligrosa en la polémica.
Varios publicistas atribuyen estos resultados, en la primera de
aquellas naciones, a las costumbres y a la índole de sus habitantes:
graves, sesudos, sublimes a fuerza de sentido común. Nosotros con-
cedemos el honor de tales efectos a una causa de orden innitamente
menos elevado, siendo así que reside por entero en una materialidad
de apariencia despreciable.
En Inglaterra, efectivamente, los periódicos no son transportados,
como en Francia y España, por la administración de correos mediante
un derecho independiente de la distancia, ni viven sujetos a anza de
ninguna especie: por consiguiente, no hay centralización de la prensa,
ni monopolio de la opinión pública por medio de suscripciones; no
hay más que papel, del cual se encarga la administración de correos
pesándolo y gravándolo como la correspondencia ordinaria12. Estos
periódicos carecen de suscriptores, ni tienen más que compradores; a
que, por la mañana el público escoge entre los que llegan, en los ca-
rruajes públicos, los más interesantes por la opinión que expresan o
por la novedad que primero publican13.
12 Estudios Políticos, pág. 369.
13 Ídem., pág. 370.
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Podría objetarse que en los Estados Unidos no sucede, respecto de
la conducción de periódicos, lo que en Inglaterra, sino que, por el con-
trario, la administración de correos se encarga de ella por una módica
retribución; no obstante lo cual, la prensa norteamericana, igual en
esto a la británica, jamás ha derribado gobiernos, como ha sucedido
en Francia y en España.
La objeción redunda en pro de nuestras opiniones.
En primer lugar, queda destruida observando que el hecho depen-
de del gran número y variedad de los periódicos que se publican en la
Unión, circunstancia que a su vez proviene de la baratura de precio
que es necesario resultado de la carencia de otros pechos scales.
En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta el carácter antes comer-
cial que político de sus Diarios; carácter que los imprimen la libertad
y la concurrencia.
Con cuyo motivo no podemos excusarnos de citar algunos pasajes
muy notables de una obra justamente célebre14.
“Es necesario convenir, dice, en que la prensa tiene mucho menos
poder en los Estados que en Francia15; sin embargo de lo cual, nada
es más raro en aquel país que ver un procedimiento judicial dirigido
contra ella.
El poco poder de los periódicos americanos, dice en otra parte16,
proviene de varias causas. He aquí las principales:
“La libertad de escribir, como todas las demás libertades, es tanto
más temible cuando más nueva; un pueblo que nunca ha visto tratar
en su presencia los negocios de Estado, se deja llevar candorosamente
del primer tribuno que le sale al encuentro.
“En Francia los anuncios mercantiles ocupan un espacio muy redu-
cido de los periódicos17; las noticias mismas de todo género son poco
numerosas, y su parte vital es aquella donde se encuentran las discusio-
14 La Démocratie en Amérique, tomo II, pág. 19.
15 La observación es de todo punto aplicable a España.
16 La Démocratie, etc., tomo II, pág. 20.
17 ¿Qué diremos de España?
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nes políticas. En América, al revés, las tres cuartas partes del inmenso
diario que primero os viene a la mano, están llenas de anuncios; la otra
cuarta parte, muy frecuentemente, sólo está ocupada por noticias polí-
ticas o simples anécdotas. De tarde en tarde mucho será que descubráis,
en un rincón oscuro del Diario, una de esas discusiones ardientes que
constituyen entre nosotros el pasto diario y sabroso de los lectores.
Toda potencia aumenta la acción de sus fuerzas a medida que
centraliza su dirección. Es esta una ley general de la naturaleza que el
examen ha hecho siempre conocer a los déspotas menos inteligentes.
“En Francia, la prensa reúne dos especies distintas de centraliza-
ción: casi todo su poder está concentrado en un mismo lugar, y por
decirlo así, en unas mismas manos, porque sus órganos son poco nu-
merosos; y constituido así, en medio de una nación escéptica, el poder
de la prensa es casi ilimitado18. Es un enemigo con quien un gobierno
puede pactar treguas más o menos largas, pero en presencia del cual es
difícil vivir tranquilo mucho tiempo.
“Ni una ni otra especie de centralización existen en América... Los
americanos no han colocado en parte alguna la dirección general del
pensamiento.
“Proviene esto de circunstancias locales independientes de los
hombres pero veamos lo que se debe a las leyes.
“En los Estados Unidos no hay patentes para los impresores, sello
ni registros para los periódicos; y la obligación de anzas o depósitos
es desconocida19.
“De aquí resulta que la creación de un periódico es una empresa sen-
cilla y fácil; pocos suscriptores bastan para que el Diario pueda cubrir
sus gastos, de donde resulta que el número de escritos periódicos o se-
miperiódicos en los Estados Unidos es incalculable y asombroso. Los
18 La identidad de nuestra legislación actual de imprenta con la francesa, y otras analogías de
situación y de carácter con nuestros vecinos, hacen enteramente aplicables a España (ya por otra
parte lo hemos demostrado) estas juiciosas observaciones.
19 Todo lo que aquí dice Mr. de Tocqueville es absolutamente aplicable a las demás naciones de
América de origen español; porque éstas han adoptado por lo general, con pocas modificaciones,
la legislación norteamericana.
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norteamericanos más ilustrados atribuyen a esta increíble diseminación
de las fuerzas de la prensa su poco poder; y es un axioma de la ciencia po-
lítica en los Estados Unidos, que el único medio de neutralizar el efecto
de los periódicos es multiplicar su número. Por lo tocante a mí, me atur-
do de que una verdad tan evidente no se haya hecho más vulgar que lo
es aún entre nosotros. Que los que quieren hacer revoluciones por medio
de la prensa, procuren no darle sino algunos órganos poderosos, lo compren-
do fácilmente; pero que los partidarios ociales del orden establecido, y los
sustentáculos naturales de las leyes existentes crean atenuar la acción de la
prensa concentrándola, es cosa que no puedo absolutamente concebir. Los
gobiernos de Europa, al obrar así respecto de la prensa, se me gura que
imitan a los antiguos caballeros; por manera que habiendo conocido
que la centralización es un arma poderosa, quieren ponerla en manos de
sus enemigos, a n, sin duda, de adquirir mayor gloria en combatirlos.
No multiplicaremos las citas; pudiéramos hacer muchas más de
pensadores igualmente respetables, ninguno de ellos, por cierto, adic-
to a las ideas democráticas. Por lo cual se echará de ver cuán apartados
van de la verdad los que juzgan que emancipar la prensa de las restric-
ciones del sco, tiende a disminuir la fuerza y prestigio de la autoridad
en favor de la licencia. Es todo lo contrario, según acabamos de probar
con el raciocinio, con la observación y por medio del testimonio de
hombres a quienes no puede tacharse de ser, en modo alguno, afectos
a las revoluciones ni muy acionados a las reformas liberales.
Henos aquí, pues, defendiendo contra el gobierno, enemigo de sí
mismo, los intereses del gobierno, adversario nuestro. ¿Y por qué no?
La libertad de la prensa no debe dominar las demás instituciones, ha di-
cho el duque de Broglie20 con mucha propiedad. El bien del país, añadi-
mos nosotros, no estriba en el antagonismo del pueblo y del gobierno,
sino en su acción concorde, en su armonía. Sólo la ignorancia o la per-
versidad pueden querer separar los intereses del administrado de los del
administrador y, cuando tal sucede, no hay necesidad de llamar las revo-
luciones: que ellas llegan siempre a tiempo, como la estatua del Comen-
dador, a turbar el festín y a castigar la impiedad de los tenorios políticos.
20 Agosto de 1835 (Moniteur).
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VI
“Ejerced vuestro derecho a censurar o de elogiar pero ejercedlo por cuen-
ta propia y no por la ajena. (De la liberté de la presse et du journalisme).
Editores responsables. Cada y cuando pensamos en la invención
de los editores responsables se nos viene a la memoria aquel desgracia-
do niño de que habla Gil Blas, en cuyas inocentes posaderas castigaba
un dómine ingenioso las faltas que otro cometía. Dicho sea de paso,
en este dómine de inmortal memoria creemos nosotros ver el verdade-
ro inventor del sistema representativo, tal cual hoy y entre nosotros se
practica, salvo que aquí el juego no es entre niños, sino entre el país y
los privilegiados, mediando el gobierno para hacer purgar al primero
las faltas de los segundos ¡Excelente pedagogo!
Pero volviendo a nuestros editores responsables, nos ocurre a las ve-
ces imaginar lo que diría un hombre honrado y pundonoroso a quien se
propusiera seriamente el cobarde plan de conducta que consiste en es-
conderse detrás de otro hombre para que éste, tenga o no conocimiento
de sus actos, y pueda o no juzgar de su importancia, responda de ellos y
por ellos sufra. Ese hombre diría, y con razón, que no es digno de vivir
en sociedad quien no puede responder de sus propias acciones, y que si
hay un ser más degradado que aquel capaz de huir así de la responsabili-
dad de su conducta, es sin duda el que consiente por ocio, en tomar a
su cargo la redención de ajenos pecados. Añadiría que semejante sistema
subvierte todas las leyes divinas y humanas, socava por lo tanto el funda-
mento de moralidad y de justicia en que se apoyan las sociedades, pues
tiende nada menos que a destruir sistemáticamente la idea primordial
del derecho y el principio de la equitativa distribución del premio y del
castigo. Diría, en suma, que el país donde semejante abuso se consintiese
por la legislación, distaría menos de la barbarie que un pueblo que, sin
respetar más ley que la de la fuerza, careciese de la idea de Dios y de
la noción de la justicia distributiva, porque a lo menos éste no daría el
atroz ejemplo de escarnecer la una y vulnerar la otra a sabiendas.
¿ué pensaremos, pues (si lo que acabamos de decir es cierto), de
una sociedad, que, ya no tolera, sino prescribe semejante monstruosi-
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dad? No se quiera disculpar el abuso diciendo que está limitado a sólo
una clase de delitos: los de imprenta; ni pretenda nadie cohonestarlo
con manifestar que las multas, pena la más común de aquellos delitos,
son satisfechas por los verdaderos culpables. Ambas cosas son ciertas;
pero antes dan fuerza que la quitan al argumento.
Verdad es que la pasión a que se halla predestinado el editor res-
ponsable no tiene el odioso carácter de generalidad y servilismo que
supone nuestra hipótesis; mas no por eso (y el hecho es evidente) deja
de fundarse en el mismo principio. La índole más o menos restricta de
un abuso, ¿hará por ventura que el abuso deje de ser tal? Si es cierta la
máxima divina que condena al castigo solamente al culpable, importa
poco que sea violada en mayor o menor grado, para que la violación
por sí constituya una falta, y para la sociedad que la prescribe como
ley merezca el epíteto de bárbara en el sentido que lo aplicaban los
romanos a los pueblos extranjeros.
Esto en cuanto a los primeros, por lo tocante a lo segundo, bastará
observar que las multas no son la única pena señalada en la legislación
a los delitos de imprenta: hay también penas corporales; y nadie se
atreverá a sostener, que, caso de ser éstas impuestas, las sufriría otro
que no el editor responsable de un periódico. La sola natural probabi-
lidad de que tal injusticia se cometa por mandato de la ley, constituye
inicua la ley. Quod erat demostrandum.
Pero volvamos el lente a otra entraña de la víctima.
Ya sabemos lo que es un editor responsable: Job sobre el estiércol,
esperando las morticaciones de su cara mitad y de sus amigos; pero,
después de saber cómo se llama, ¿quién nos dirá lo que signica?
La ley no lo dice, y tenemos que andarnos en conjeturas.
¿Signicará acaso una personicación de moralidad, de talento, de
patriotismo; y la garantía de que ha de emplear estas dotes eminentes
en la redacción del periódico? En esta suposición, lo común es que el
hijo no se parezca al padre que lo engendra, según la caritativa supo-
sición de la ley; éste es un padre honoríco como hay tantos. Pero ha-
ciendo a su virilidad todo el honor que se quiera, como garantía mo-
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ral, bastaría pedirle la que se exige al diputado a Cortes, y en tal caso
el depósito está de más: el depósito es una superfetación monstruosa.
¿Signicará tan sólo una garantía material, que la ley, en su admi-
rable previsión, establece para asegurar la ejecución de sus mandatos?
En este caso, y echando en olvido lo que hemos dicho acerca del de-
pósito, bastaría este solo. Si depósito, ¿para qué anza pecuniaria? El
cuento de Fígaro, o los célebres disparos del general Cuadrado: “por
esta puerta han pasado dos difuntos con sus correspondientes cadáve-
res; si no alcanza un cañonazo, tírele V. dos al enemigo”.
Otra faz del asunto.
Si el editor responsable es el verdadero director del periódico, ¿por qué
recibe un nombre distinto de éste, que es el suyo propio, y el verdadero? Y
si no lo es, ¿por qué y con qué objeto responde de lo que no hace?
En vano será decir que la ley no se opone a la consustancialidad
del uno con el otro. La práctica general y constante que constituye a
cada uno de ellos en ser distinto, aquel que hace, y éste que padece,
maniesta de un modo evidente: por una parte, que la ley es mala en
el mero hecho de dar origen a un abuso, siendo, como es, general y
constante, se halla más en armonía con el estado de nuestra sociedad.
La costumbre ha establecido en Francia un método que die-
re menos del espíritu de la ley, y es el de conar el cargo de editor
responsable a uno de los redactores principales, jefes o empresarios
del periódico. He aquí, no obstante, cómo se expresa acerca de estos
proprietaire-gérants un director, dueño principal, y reductor de un
célebre diario francés21:
“Lo más frecuente es que adopte las opiniones de los redactores, sin
hallarse en estado de discutirlas si dieren entre sí, ni de recticarlas si se
contradicen; poco le importa que sean verdaderas o falsas; malas son si el
suscriptor las rechaza; buenas, si ninguno deja de renovar la suscripción.
En cualquier parte se llama esto una máquina.
Si el editor responsable es solo propietario, ¿por qué, siendo uno,
responde por todos?
21 Mr. Émile de Girardin. Etudes politiques, pág. 406.
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Si no es lo uno ni lo otro, ¿por qué responde?
¿Y por qué convierte la ley en criminal al inocente?
Tal es el caso en España; y no queremos ni necesitamos demostrarlo.
Estamos seguros de que entre las numerosas condenas que han
recaído sobre delitos de imprenta, desde la invención de los editores
responsables, ninguna de ellas ha sido justa en el concepto de haberse
impuesto a los culpables verdaderos.
Hoy mismo no existe en España ningún editor responsable que
siendo redactor copropietario, o de cualquier modo partícipe directo
en la responsabilidad de un periódico, esté llamado con justicia a sufrir
las penas que puedan imponérsele.
Si, colocados, como indudablemente lo están, en estas circunstancias,
los editores, responsables de periódicos españoles quisiesen (y con justicia
podrían hacerlo) reclamar examen, juicio y voto acerca de las produccio-
nes que están llamados a escudar con su persona ¿a qué quedaría reducida
la independencia interior, por decirlo así, de un diario político? Por el con-
trario, ahora que no lo hacen y que, por causas obvias, no pueden hacerlo,
¿a qué quedan reducidas la justicia y la santidad de la ley?
No queremos extendernos más sobre este punto, de harto fácil com-
prensibilidad para que requiera discusión más detenida. Hemos pro-
bado que la ley es mala, porque ampara y autoriza un abuso; y hemos
demostrado también que ese abuso es perjudicial a la ley, conculca la
moral y restringe la libertad de imprenta sin provecho para nadie. Ya
veremos más adelante, cuando hablemos del carácter anónimo de las
producciones de la prensa periódica, consecuencia lógica de los editores
responsables, que esta disposición absurda, más que a ninguno perjudi-
ca al gobierno, y más que a nada se opone al justo sistema de represión
que a benecio del orden social, de la civilización y de las buenas cos-
tumbres, debe establecerse contra los abusos en que puede incurrir la
preciosa libertad de emitir y publicar nuestros pensamientos.
De nuevo repetimos que nuestras opiniones sobre esta parte vi-
tal de la legislación patria son independientes de toda mira estrecha
de partido, de todo sistema mezquino de oposición al gobierno legal
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del reino. Formadas por la reexión, y conrmadas por la experien-
cia, nuestro objeto al emitirlas no es otro que promover una discusión
cientíca profunda sobre una materia cuya importancia (cosa singu-
lar) no se ha apreciado aun debidamente ni por sus amigos ni por sus
adversarios.
“Cada época, dice con maravillosa verdad Lamartine, tiene una pa-
sión que la caracteriza y la domina: condición de vida si se las satisface;
condición de muerte, si se la desconoce y niega. La gran pasión de es-
tos tiempos es la pasión de lo porvenir: la pasión del perfeccionamien-
to social... Pues bien, el instrumento de esta pasión actual del mundo
moral es la prensa; la prensa es el instrumento de la civilización.
“La prensa ha salido del dominio de la legislación; ha dejado de ser
un derecho político; es, a más de esto, una facultad, un sentido nuevo,
una fuerza orgánica del género humano, y la única palanca de que éste
dispone para obrar sobre sí mismo.
Semejante institución, ¿no merece, por ventura, que dediquemos
a su estudio las fuerzas todas de nuestra inteligencia? Lo que hasta
ahora se ha hecho para organizarla, ¿es acaso tan perfecto que nos exi-
ma del trabajo de pensar? ¿Hemos llegado a la posesión de la verdad
absoluta sobre todo cuanto le pertenece?
¡La rutina! ¡Siempre la rutina!
VII
“Luego, ¿qué hay de común entre el derecho de hacer imprimir nues-
tras opiniones y el hecho de publicar artículos anónimos que expre-
san una opinión que no pertenece a nadie en particular y cuya res-
ponsabilidad pesa sobre un ser colectivo?” (Émile de Girardin, De la
libertad de la prensa y del periodismo).
Carácter anónimo de las producciones de la prensa periódico-po-
lítica.– Las notables palabras que sirven de epígrafe a este artículo, no
sólo tienen el mérito de expresar la opinión de uno de los más eminen-
tes periodistas de nuestro tiempo, sino el de situar la cuestión en que
vamos a ocuparnos en un terreno tan despejado como nuevo.
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En efecto, ¿qué semejanza existe entre el derecho de publicar nues-
tros pensamientos, y el hecho de imprimir opiniones anónimas? En
nuestro sentir, la misma que hay entre la verdad y la mentira, entre el
rostro y la careta.
Consecuencia forzosa de la institución de los editores responsa-
bles, el carácter anónimo de los escritos periódico-políticos, es la cir-
cunstancia que ha inuido más desfavorablemente en la índole de la
prensa para descaminar sus pasos, para trastornar sus formas, para per-
vertir sus instintos, para adulterar, en suma, su naturaleza.
Supongamos por un instante que se rmasen los artículos edito-
riales de un diario político: ¿cómo sería entonces posible castigar a
un editor que, por más que se llamase responsable, evidentemente
no debía serlo de un escrito ajeno? Supongamos que no existiesen
los editores responsables: ¿quedaría eludida la ley estando rmados
los artículos que motivasen una acusación? Supongamos, nalmente,
que, desapareciesen los editores: ¿sería imposible hallar los verdaderos
responsables? Aseguramos que no, y lo probaremos a su tiempo.
Entretanto, he aquí dos verdades, que el raciocinio y la experiencia
nos demuestran. Una: los editores responsables son una iniquidad que
la ley autoriza sin provecho para la autoridad y con perjuicio del de-
recho. Otra: de la institución absurda e inútil de los editores respon-
sables se deriva una mentira de fatales consecuencias para el derecho
y para la autoridad, el carácter anónimo de los escritos políticos. Esta
segunda verdad es la que vamos a poner fuera de duda.
Tal cual es hoy, el periodista no vive sino a condición de no valer
nada por sí mismo, de no pensar sino para otro, de asimilarse al suscrip-
tor, de modicar la sustancia y la forma a consideraciones ajenas de sus
creencias. Cubierto con su careta de seda o de cartón pintado en este ri-
dículo baile de máscaras que se llama, ora mundo, ora sociedad, ora vida
pública, disimula el acento de su voz para no ser conocido, o se parapeta
detrás de su representante llamado ora redacción, ora editor responsa-
ble, según los casos; y con el sosiego que produce la avilantez y la impu-
nidad, reparte a diestro y siniestro, sin temor de Dios, la maledicencia,
el sarcasmo, el error, la calumnia. ¿ué le importa la verdad cuando
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todo lo que le rodea es mentira? ¿Tiene él, por ventura, un nombre que
conservar? ¿Escribe para sí mismo y para su gloria? ¿Se le recompensa
por el bien, o se le castiga por el mal que hace? ¿No hay otro que por él
responda de lo malo ante la ley, y se gloríe de lo bueno ante la opinión?
¿Es él, pobre máscara de hierro, otra cosa más que la mula destinada a
describir círculos perpetuamente en derredor de una noria para llenar
de agua cristalina el pozo ajeno? ¡Oh, leyes que no penetráis al fondo del
corazón humano para guiar, cual hábiles pilotos, la quilla de su voluntad
y las velas de sus pasiones! ¿Cómo pretendéis conducir al hombre por
el mar borrascoso del desenfreno y del engaño al puerto de la virtud?
ue se disipe, sin embargo, la oscuridad que rodea a ese mismo
hombre, y se verá la variación que en él produce la luz de la publicidad.
Otra será su índole; otro, muy diferente del anterior, su lenguaje. La au-
toridad que adquiera por medio de sus escritos conocidos, le devolve
la personalidad que había abdicado; y desde el momento en que pueda
decirse a sí mismo que no escribirá sino lo que piense, y que lo que escri-
ba ha de decidir de su reputación en el gran jurado del país, sin posible
subterfugio, sin amparo posible, será mucho más discreto y reservado;
concebirá una idea más elevada de la dignidad de escritor y de la libertad
de la prensa; las injurias que antes prodigara, los juicios ligeros que antes
emitiera, los errores que antes propagara, con indiscreta liviandad, exci-
tarán ya su desprecio; y habiendo pasado de periodista a ser verdadero
escritor público, conocerá la diferencia que existe entre esgrimir la plu-
ma anónima e impune, y la que no puede sentar sobre el papel palabra
alguna que no sea, o una piedra colocada en el edicio de su fama, o una
azadonada que ahonde la sima de su descrédito.
¿uién ganaría más con esta metamorfosis? ¿La libertad de la
prensa, el país, el gobierno, o la noble profesión de escribir para el
público? Contentémonos con hacer, por toda respuesta, la siguiente
observación.
“Lo que se permite escribir el periodista que no abandona su dis-
fraz, rara vez se atrevería a confesarlo el escritor que pone al descu-
bierto el brillo de su talento o la celebridad de su nombre: por donde
viene a conocerse que la libertad de la prensa es al periodismo lo que
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la luz del día es a la oscuridad de la noche. Todo hay que temerlo del
periodista, porque no tiene la responsabilidad del mal que puede hacer;
nada, por el contrario, hay que temer del escritor público conocido,
porque éste no puede ofender a nadie sin dañarse a sí propio22.
¡Incomprensible ceguedad! Tal situación alcanza hoy la prensa pe-
riódica, que con su existencia son incompatibles la de un gobierno bien
constituido y la de una libertad inteligente y progresiva. Efectivamente,
si comparamos la estadística de los periódicos de oposición y los minis-
teriales, veremos, así en España como en Francia, que los segundos están
en minoría. Menor que fuese la inuencia de la prensa periódica en la
opinión, alguna, sin embargo, deberíamos concederle; y en este caso no
será aventurado asegurar que a mayor número de periódicos correspon-
de un efecto mayor y más profundo en la conciencia pública. A la larga
pues –y en este punto la experiencia ha conrmado constantemente la
teoría, aquí en España–, a la larga, pues, todo gobierno debe ceder al
embate de la hostilidad encarnizada y perenne de sus enemigos.
Ahora bien, el periodismo, en general, jamás concede que la razón,
la moralidad y la justicia están, ni pueden estar de parte del poder; y
con semejante sistema ninguna autoridad adquiere respeto, ninguna
forma de gobierno es durable, ningún principio se arraiga, ninguna
doctrina se consolida.
Por otra parte, la tendencia de la prensa es tal, que, merced a la
legislación disparatada que la rige, no es imposible llegue un día en
que para poder gobernar a los pueblos se reconozca la necesidad de
destruirla, o a lo menos, de modicarla. La razón es que a los pueblos
no se les puede dirigir útil y gloriosamente sin prestigio, y que contra
la fuerza del número no hay más superioridad posible que la de la inte-
ligencia. ¿Es compatible la existencia de la prensa, adulterada como lo
está por la opresión de los gobiernos y de las leyes, con las del prestigio
de alguna cosa en ciertos pueblos del mediodía de Europa?
Porque no se crea, ni tan siquiera un solo instante, que se oprime
el pensamiento con medidas restrictivas. Al pensamiento se le purica,
pero no se le puede matar. ¡Penas!, el arte perfeccionado de la palabra las
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elude. ¡Prohibiciones!, lo que no se puede decir sin crimen en las colum-
nas de un periódico, se dice impunemente en la tribuna parlamentaria
y en las Audiencias. ¡Grillos!, el pensamiento es espíritu. ¡Ficciones y
articios!, la razón acaba por sobreponerse a los unos y a las otras.
Verdad es lo que se necesita; y la verdad hela aq:
Tenga el hombre opinión, y publíquela; pero que sea con las venta-
jas y los inconvenientes de una opinión individual.
Ataque las instituciones, altere los hechos, insulte a los hombres;
pero sea bajo su rma.
A la autoridad que combate, oponga el escritor la autoridad de su
nombre.
Ejérzase enhorabuena el derecho de elogiar o de censurar; mas no
en común o por medio de sociedades anónimas.
La inmoralidad, la hipocresía o la violencia combatidas, sepan
quién es su adversario.
Cuando se falte a la verdad, que pueda señalarse con el dedo al
embustero.
Diga el defensor de la moral, de las costumbres y de las leyes quién
es, para que se conozca el peso de su autoridad.
ue se descubra el adulador del gobierno; que levante su frente el
lisonjero del pueblo.
¿ueréis juzgar el mundo?; pues el mundo tiene también el dere-
cho de juzgaros.
¿ueréis esgrimir la pluma? Herid frente a frente; no a traición;
sed soldado, no asesino.
Y si en realidad ejercéis un sacerdocio, no imitéis a aquellos que tra-
caban con los mentirosos oráculos de la Pitonisa delirante, sino a los que
enseñaban las verdades cristianas. Aquéllos, guarecidos con las tinieblas,
propagaban el error: éstos, a la luz del sol, en presencia de la Divinidad y
rodeados de inmensa muchedumbre, enseñaban la verdad.
Finalmente, buscad un juez severo para vuestras propias obras an-
tes de lanzarlas a la revuelta arena de la publicidad; buscad una garan-
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tía contra vuestras propias pasiones; buscad un regulador de vuestro
entendimiento. ¿Sabéis dónde están ese juez, esa garantía, ese regula-
dor?... En vuestra rma.
No hallamos ninguna objeción seria que oponer a este sistema, en
cuya adopción, como hemos visto, se hallan interesados la moral, los go-
biernos, los pueblos, y la institución misma de la prensa libre e ilustrada.
No hallamos objeción, acabamos de decir; y en realidad, bajo el
punto de vista de los principios y de la conveniencia pública, no existe
ninguna, por más que la rutina y la pereza, que nada inventan ni ad-
miten, quieran oponerle las dicultades de ejecución que ofrece siem-
pre todo sistema nuevo. ¿Pero qué son estas dicultades comparadas
con los incalculables benecios que reportaría a la nación la reforma
fundamental de la legislación de imprenta, en el concepto de hacer
responsables ante la ley a los autores verdaderos de los escritos polí-
ticos y de ofrecer, al mismo tiempo, éstos la sola posible salvaguardia
de su rectitud y de su honra contra el embate de las pasiones y de los
intereses abroquelados con las tinieblas del anónimo?
Dígase lo que se quiera, nuestro principio será el principio que
debe seguirse como fundamental en la reforma de la prensa, mientras
no se pruebe la proposición contraria a ésta.
“El escritor que rma lo que ha escrito con detenimiento, relee con
reexión lo que ha rmado, y encuentra en sí mismo un juez severo; el
periodista no tiene ninguno, porque nada tiene que temer”23.
VIII
Todos los soberanos que han querido hacer brotar de sí mismos las fuen-
tes de su poder y dirigir la sociedad, en vez de dejarse dirigir por ella, han
destruido la institución del jurado o la han enervado. Los Tudores en-
carcelaban a los jurados que se resistían a condenar, y Napoleón los hacía
elegir por medio de sus agentes. (De la démocratie en Amérique).
Tribunales para todos los delitos de imprenta. ueremos persua-
dirnos de que las medidas opresoras dictadas por nuestros adversarios
23 Émile de Girardin, De la liberté de la presse et du journalisme.
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políticos desde 1843 acá contra la libertad de imprenta, han proveni-
do menos de un plan encaminado sistemáticamente a destruirla, que
del deseo de corregir sus abusos; deseo que por no estar acompaña-
do del estudio de la institución y de las circunstancias del país, care-
ció entonces, como carece ahora, de las condiciones necesarias para
producir una reforma útil y oportuna. Un trastorno político de gran
cuantía, cuya paternidad puede por desgracia reivindicar la prensa
como propio, puso en aquella época el poder en las manos que hoy lo
ejercen. ¿ué más necesitaba la prensa para tener un enemigo impla-
cable en el amigo de dudosa fe que la había hecho servir hábilmente a
sus intentos? Y cuando no, bien puede creerse que, receloso el partido
moderado de un auxiliar cuya fuerza podía transformarse en lo futuro
de palanca en ariete de su dominación, procuró inutilizarlo con ese
edicante egoísmo de que en todos tiempos y países han dado repe-
tidos ejemplos los bandos que se disputan el gobierno de los pueblos.
Como quiera, si no la intención, la ignorancia y la imprevisión que
guiaron la pluma de los reformadores de la legislación de imprenta en la
época a que nos referimos y en otras posteriores, se ve palpablemente en
las monstruosas contradicciones de que adolecen sus decretos, y que he-
mos procurado demostrar en los artículos que a éste han precedido. Tor-
pes copiantes de leyes impuestas a una nación extranjera en momentos de
desacordada reacción, no tuvieron en cuenta nuestros gobiernos, al apli-
carlas a España, la índole respectiva de los dos países ni la situación diversa
que alcanzaban; en su vertiginoso terror confundieron la institución de la
prensa libre con la de la prensa periódica y, o porque no supieron distin-
guirlas, o porque les plugo aunarlas en una misma proscripción, ambas a
un mismo tiempo sucumbieron a sus manos. Mejor dicho: la una vino a
quedar adulterada y manca; la otra perdió su vitalidad para el bien, y ad-
quirió el carácter usurpador, falso e indómito que la distingue.
Dos periodistas –admírese esta singular coincidencia–, dos perio-
distas elevados al poder en los andamios de su profesión, han dado su
nombre a las disposiciones relativas a la prensa que entre todas se dis-
tinguen por la más completa e inconcebible ignorancia de la índole de
la institución, del mecanismo de su ejercicio, de sus anidades con el
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sistema político, de su identidad con la instrucción pública, de sus re-
laciones, en n, con todas y cada una de las partes del sistema social y
administrativo de un pueblo libre; siendo lo más extraño que al uno
y al otro les ha sido fácil por extremo reglamentar la prensa periódica
de la manera más restricta posible, dándole, no obstante, la apariencia
más liberal. Ya lo hemos indicado: conservando el jurado, destruyen-
do los pechos scales, disminuyendo la cuantía de las penas, ngiendo,
por último, en favor de la libertad de la imprenta política el interés más
solícito, se la podía haber destruido entregándola sin correctivo a la li-
cencia en un país cuya carencia absoluta de costumbres públicas le hacen
incapaz de poner freno a sus excesos. Este era un medio. Otro era el de
proteger la prensa provincial a expensas de la capital del reino, única
temible, y con razón, para el gobierno. Los señores González Bravo y
Sartorius han preferido el medio de degradar la prensa al de matarla; por
lo cual nada tienen, en puridad, que agradecerle, ni su propio partido,
ni el nuestro, ni el país. Nada el suyo, porque la prensa se ha hecho más
temible a causa de su centralización, como hemos demostrado; nada el
nuestro, porque es preferible la muerte de una institución a la pérdida de
su prestigio; nada el país, porque éste no puede reportar ningún bien del
monopolio de la opinión, ni del feudalismo del pensamiento.
Pero el partido moderado, si hemos de creer a uno de sus órga-
nos más distinguidos en la prensa periódica, reivindica como propios
los principios en que se fundan, así el derecho de imprenta del señor
González Bravo, como el novísimo proyecto de ley que ha presentado
a las Cortes el señor don Luis Sartorius; y semejante reivindicación es
un hecho grave, porque aquel decreto suprime el jurado y este proyec-
to lo reduce a un nombre vano. Ahora bien; el jurado, en la más alta
acepción de la palabra, y hablando en absoluto, es, no sólo una de las
condiciones esenciales de la prensa, sino el corolario lógico del dogma
de la soberanía nacional y el fundamento indispensable de todo go-
bierno que reconozca la doctrina de la omnipotencia de las mayorías.
Bien comprendemos que a causa de sus relaciones con el principio
de la soberanía nacional, nuestros adversarios, que afectan desconocer
ese principio y que lo han borrado de la Constitución, no tendrán
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el menor escrúpulo en negar la necesidad y conveniencia del jurado,
pero no sabemos cómo puedan justicar su negación o supresión des-
de el momento en que, elevando la noción de aquella especie de jui-
cios a su esfera más general y comprensiva, se reconozca (y no puede
menos de reconocerse) esta verdad; sin el jurado, considerado como
institución política y aun como institución judicial, no se concibe el
gobierno representativo con condiciones de mejora y de progreso.
“Si se hubiera podido borrar el jurado de las costumbres del pue-
blo inglés tan fácilmente como de sus leyes, habría completamente su-
cumbido bajo el poder opresor de los Tudores. El jurado civil es, pues,
en realidad, el salvador de las libertades británicas.
“Estoy tan convencido de que el jurado es por excelencia una ins-
titución política, que como tal lo considero aun en su aplicación a las
materias civiles; porque el jurado forma las costumbres, y éstas cons-
tituyen el único poder resistente y durable de los pueblos. Las leyes se
verán siempre vacilantes, mientras en ellas no se apoyen.
“El jurado comunica a todos los ciudadanos una parte de los hábi-
tos y del espíritu del juez, y estos hábitos son los que mejor disponen a
un pueblo para ser verdaderamente libre.
“Él hace adquirir a todas las clases de un país la idea del derecho y
el respeto a la cosa juzgada legalmente. Suprimid estas dos cosas, y el
amor a la independencia no será más que una pasión destructora.
“Él enseña a los hombres el ejercicio de la equidad.
“Los educa en el respeto a su propia dignidad y les inspira el noble
valor de no retroceder ante la responsabilidad de sus acciones; dispo-
sición civil sin la cual no puede haber virtudes políticas.
“Reviste a cada ciudadano con una especie de magistratura, y se
le hace conocer que tiene deberes sagrados que cumplir para con la
sociedad; también lo ensalza a sus propios ojos concediéndole una
parte en su gobierno. Y al mismo tiempo sucede que, con forzar a los
hombres a ocuparse en los negocios del común, combate el egoísmo
individual, que es la herrumbre de las sociedades.
“El jurado, en n, contribuye de una manera increíble a formar el
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juicio y a aumentar el talento natural del pueblo. Ésta es, en mi sen-
tir, la mayor de sus ventajas, y proviene, de que puede considerársele
como una escuela gratuita y siempre abierta, en donde cada jurado va
a instruirse acerca de sus derechos. Entra en comunicación cotidiana
con los individuos más ilustrados de las clases elevadas y adquiere de
un modo práctico el conocimiento de las leyes puestas a su alcance por
los esfuerzos de los abogados, las opiniones de los jueces y las pasiones
mismas de los partidos24.
Este magníco, a la par que merecido elogio de la institución libe-
ral por excelencia, no debe en manera alguna hacer creer a nadie que
nosotros juzgamos llegada la hora de su aplicación a España en un sen-
tido estrictamente judicial, pues al escudar las opiniones que sobre ella
profesamos con las de una autoridad tan competente cual lo es la de
Tocqueville, tan sólo nos proponemos por objeto deducir la modesta
consecuencia de que si el jurado, en sí y en absoluto, es una institución
esencial a todo gobierno que directa o indirectamente reconozca por
base del derecho político la soberanía nacional, es imposible suprimirlo
o negarlo entre nosotros en su aplicación restricta a delitos políticos, sin
incurrir en dos inexplicables contradicciones: la contradicción de admi-
tir el sistema de gobierno representativo y no reconocer legalmente una
de sus bases fundamentales, y la contradicción más concreta de recono-
cer el derecho de emitir y publicar libremente nuestros pensamientos, y
no admitir o adulterar una de sus indispensables garantías.
No cabe la excusa de decir que el proyecto de ley novísimo reco-
noce y consagra la existencia del jurado, pues vamos a probar que la
especie de tribunal que con ese nombre introduce el señor Ministro de
la Gobernación en el proyecto, no es más que un estropeado simulacro
de la institución, tal cual debe ser según la ciencia política, y tal cual
la han adoptado, así las naciones regidas por gobiernos aristocráticos,
como las que siguen el sistema puramente democrático y las que el
simplemente representativo.
Vengamos, pues, a cuentas: ¿cuáles son los principios políticos
fundamentales del autor de este proyecto?; generalizando la pregunta:
24 Tocqueville, Démocratie en Amérique, tomo II, pág. 175 y siguientes.
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¿cuáles son los principios políticos fundamentales del partido mode-
rado? Porque no debe olvidarse que este prohíja en la cuestión pre-
sente los del gobierno, según declaratoria formal de un periódico25,
autorizado, sin duda, para hacerlo.
Según sean esos principios respecto del jurado, así lo serán respec-
to de las instituciones políticas en general; porque aquel es una base
esencial de éstas, y porque no puede admitirse el efecto sin la causa,
la consecuencia sin la proposición, el todo sin la parte incluida en él.
Esta es la lógica no como nosotros la hacemos, sino como, en mal hora
para nuestros adversarios, la ha hecho Dios. Y cuando el modo de juz-
gar de una cosa no fuera demostración de la manera de juzgar la otra,
sería indicio; y esto nos basta.
Preguntamos, pues: en materia de jurado, ¿están nuestros adversa-
rios por el sistema aristocrático o por el democrático o por el monár-
quico-representativo?
Vamos a ver que, para mayor comodidad sin duda, no están por nin-
guno de los tres; lo cual puede conducirlos a probar, sin posible obje-
ción, que a falta de otro mérito el suyo es el de ser sumamente original.
IX
“El jurado es ante todo una institución política, y se la debe conside-
rar como una faz de la soberanía nacional; por manera que, o es ne-
cesario suprimir la una cuando se niega la otra, o ponerlas de acuerdo
entre sí por medio de leyes que estén en armonía con el principio de
aquella soberanía. (Tocqueville).
Llámase jurado (palabra tomada de la legislación inglesa) una reunión
de ciudadanos convocados para apreciar, bajo la garantía del juramento y
según su leal saber y entender, los negocios que pueden ser sometidos a su
conocimiento. Sea cual fuere el origen de esta institución, es lo cierto que
en las leyes y las costumbres de algunos pueblos antiguos vemos consagra-
do el principio en que se funda y reconocidas sus reglas principales. Entre
los hebreos, los griegos y los romanos se encuentran huellas evidentes de
la parte que tomaba el pueblo en los negocios judiciales, si no a la manera
25 El Heraldo.
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como hoy se usa en los procedimientos, esencialmente idénticas. Atenas,
por ejemplo, contaba más de seis mil jueces que eran verdaderos jurados
distribuidos por suerte entre los diversos tribunales, después de haber sido
entresacados, también por suerte, y sin distinción, de la población libre de
la ciudad. Roma evidentemente tuvo también los suyos, a quienes los ma-
gistrados, por única atribución, instruían y guiaban en el conocimiento
de los hechos. Tomados desde luego estos jurados en el orden de los sena-
dores, se les escogió después en el de los caballeros, hasta que por último,
según como ganaba terreno el principio democrático, fueron también
admitidos los plebeyos a ejercer esta especie de magistratura. Cada año
designaba el Pretor cierto número de ciudadanos (select judices) al efecto,
con sólo exclusión de los proletarios, y de entre ellos se sacaban por suerte
los que conocían en las causas. Ejercía el acusado su derecho de recusa-
ción, y el Cuestor (judex quaestionis) reemplazaba a los recusados; dándose
ejemplos de haber sido reducido a cincuenta el número de cien jurados
designados para conocer en un negocio.
Los sajones llevaron a Inglaterra las prácticas judiciales de la Ger-
mania, y la organización actual de jurado en aquel país, no obstante las
tinieblas que rodean esta parte de la historia26, parece ser el resultado
de las antiguas costumbres. Como quiera, de la Gran Bretaña han imi-
tado todos los demás pueblos civilizados la institución, y allí es donde
principalmente nos conviene ver cómo se halla organizada.
En Inglaterra, el jurado se recluta en la parte aristocrática de la na-
ción; y así, para tener el derecho de ser jurado, es necesario poseer una
nca rústica que reditúe diez chelines, y no ser abogado, médico, ni em-
pleado del gobierno. El gran jurado (porque hay dos) no puede compo-
nerse sino de terratenientes libres; pero en el pequeño son ahora admi-
tidos, además de los propietarios más arriba indicados, los que posean
una renta de diez libras esterlinas27. Por donde se ve que los ingleses han
fundado la institución (de acuerdo en esto con todo su sistema políti-
co), no sobre la capacidad moral o intelectual, sino sobre la propiedad
territorial principalmente, sin embargo de lo cual, y merced a las refor-
mas modernas, su constitución ha entrado ya en el carril democrático.
26 Véase Savigny, Historia del derecho romano; Philipps, Del poder y de las obligaciones del jurado; y otros.
27 Véase Tocqueville, Démocratie en Amérique, texto y notas.
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Los jurados ingleses son escogidos por el scheri (especie de jefe
político), magistrado anualmente nombrado por el rey, al cual repre-
senta, y cuya elevada posición social le pone a cubierto de las sospe-
chas y aun de la animadversión de los partidos. Pero, si su imparciali-
dad fuese dudosa, los acusados pueden recusar en masa el jurado que
ha escogido, y otro magistrado adquiere el derecho de nombrar uno
nuevo. Éste puede también ser en su totalidad recusado; en cuyo caso
dos ciudadanos escogidos por los jueces forman distinta lista, sujeta a
recusaciones individuales justicadas.
En los Estados Unidos, la institución es enteramente democrática;
allí todo ciudadano es elector, elegible y jurado, como consecuencia
directa y extrema del principio de la soberanía nacional. Varia es la
práctica acerca de este asunto en la Unión, por la diversidad de los
Estados; pero en general, puede darse por seguro lo que acabamos de
decir, si bien no es de regla universal poner en todas manos, sin distin-
ción, el ejercicio de aquellos derechos.
Un cierto número de magistrados municipales o de distrito de-
signan en cada uno de éstos, anualmente, el número de ciudadanos
a quienes reconocen el derecho de ser jurados; siendo de advertir que
estos magistrados deben su investidura de tales a la elección. Los nom-
bres de los jurados, así escogidos, son transmitidos al tribunal superior
del condado, y de entre la totalidad de esos nombres se sacan por suer-
te los de aquellos que deben componer el jurarlo en rada caso especial.
Salvo estas diferencias, la institución es la misma, sobre poco más o
menos, en los Estados Unidos que en Inglaterra.
En Francia todos los electores son hoy jurados, pero todos los jura-
dos no son electores, porque la segunda lista de aquellos, llamada lista
de capacidades, no ejerce el derecho político sino en la elección de los
consejos generales y de distrito28. Los prefectos transmiten a los presiden-
tes de las Audiencias, al procurador general y al Ministro de la Gober-
nación del reino, un extracto de la lista general de jurados dispuesta para
el año siguiente. Compuesto de la cuarta parte de la lista general, este
28 Véase el Código francés de la instrucción criminal.
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extracto no debe contener más de trescientos nombres29; y diez días por
lo menos antes de la apertura del tribunal de las Asissas, su primer presi-
dente, en audiencia pública de la primera sala, saca por suerte treinta y
seis nombres de una urna destinada al efecto; y, por el mismo modo, de
otra que contiene los nombres de los habitantes de la cabeza de partido,
cuatro suplentes. Las recusaciones no son motivadas, y pertenecen de
por mitad al scal y al acusado; de tal manera, sin embargo, que el total
de ellas no disminuya el número de los doce que son indispensables para
la composición del jurado. Si los jurados componen un número impar,
el acusado hace una recusación más que el scal. La ley de 9 de septiem-
bre de 1835 (represiva de la prensa periódica) alteró varias disposiciones
relativas al jurado, disponiendo entre otras cosas el voto por escrutinio
secreto y la simple mayoría para sentencia.
La legislación sobre el jurado es igual en Bélgica con pocas e insig-
nicantes diferencias; una de éstas consiste en que la sentencia debe
darse por más de siete votos de los doce, sin que sea permitido pu-
blicar el número excedente de la simple mayoría, so pena de nulidad.
Acabamos de ver por esta rápida reseña histórica y legislativa que,
ora en los países de instituciones democráticas ora en los de institucio-
nes aristocráticas, en las antiguas como en las modernas naciones, así en
las que reconocen por base de los derechos políticos la propiedad como
en aquellas donde se funda sobre la capacidad con garantías de indepen-
dencia, doquiera en n, la institución del jurado se funda en el derecho
electoral más o menos lato; y doquiera también, para obtener de ella
cuantas condiciones de justicia son necesarias, se la ha organizado de
manera que la designación de los jurados se someta al fallo imparcial de
la suerte, y que las recusaciones, ampliamente usadas por los acusados,
dejen a éstos seguros de la presunta rectitud de los jueces. Si los estrechos
límites a que por necesidad tenemos que circunscribirnos, nos lo permi-
tieran, haríamos ver en un examen comparativo del juicio por jurados en
las principales naciones modernas, el minucioso cuidado que ha puesto
el legislador en exigir a sus procedimientos y a sus fallos la mayor suma
posible de anzas en benecio de la equidad y del acierto.
29 Menos en el departamento de Sena.
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Y si esto se ha hecho respecto de la institución en su faz judicial, ¡con
cuánta más razón no deberá pedírsele, por lo menos, iguales garantías,
cuando se trata de su aplicación política a los delitos de la prensa! Si el jura-
do no hubiera existido antes de la libertad de imprenta, habría debido in-
ventársele para el conocimiento y fallo especial de sus abusos, porque sólo
el jurado, con sus individuos revestidos del derecho electoral, con su desig-
nación por suerte, con sus recusaciones y con sus procedimientos públicos
y expeditos, enlaza el sistema político a la doctrina inconcusa de la publi-
cidad; ofrece en la opinión el único juez idóneo de los delitos de opinión;
da al gobierno una garantía contra las violencias de sus adversarios; ofrece
al país un escudo contra las usurpaciones del gobierno; satisface cumplida-
mente la necesidad que hay en todo país regido por instituciones liberales
de distinguir las ideas permanentes e invariables de orden público, que no
pueden atacar sin socavar los fundamentos sociales, de aquellas transitorias
y modicables que son del dominio de la discusión y están sometidas al
trabajo de la inteligencia humana en su afán constante de perfección y de
mejoras; y, en resolución, indica alternativamente al pueblo y al gobierno
la línea de conducta que la conciencia pública señala al uno para seguir
tranquilo y sosegado su curso, y al otro para no lanzar con imprudencia y
a destiempo su locomotiva fuera del carril de las leyes y de las costumbres.
Creemos innecesario insistir en la demostración de estas verdades,
de todos sabidas y que no puede negar ningún pensador de la escuela
liberal moderna sin renunciar a este título, y aceptar el de partidario
de aquella teoría que atribuye a un solo poder, por delegación divina,
la facultad de hacer las leyes y aplicarlas, la de ser juez y parte en sus
propios negocios, la de subrogarse al país en la soberanía, a la opinión
en la omnipotencia y en su infalibilidad, a la justicia.
Aceptadas, pues, esas verdades, como no pueden menos de serlo, re-
conociendo que el novísimo proyecto de ley sobre libertad de imprenta,
conforme en esto con las buenas doctrinas, funda la cualidad de jurado
en el derecho electoral y circunscribiendo nuestra comparación, por
amor a la brevedad, a solo muy pocos puntos importantes, dejamos al
arbitrio de nuestros lectores decidir si los artículos siguientes del referi-
do proyecto están de acuerdo con los principios que dejamos asentados,
y que son, por una parte los de la ciencia, por otra los que la práctica ha
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consagrado como esenciales en las naciones más civilizadas del mundo.
(Art. 79). Para elegir los jueces de hecho en todas las capitales de pro-
vincia se formará en Madrid una junta compuesta de los individuos de
las mesas del Senado y del Congreso.
(Art. 81). Sus resoluciones [las de la junta] se tomarán a pluralidad
de otos y sólo se entenderá con el gobierno.
(Art. 94). Vericado el sorteo se entregará a cada una de las partes
listas certicadas de los 60 jueces de hecho para que en el preciso término
de dos días recuse 12 a lo más.
(Art. 94). En cada juicio de calicación de un impreso se compondrá
el jurado de los 12 jueces de hecho que, después de excluidos los que hayan
sido recusados por las partes, resulten en la lista con números más altos, y
lo convocará y presidirá el juez de primera instancia ante quien se hubie-
re entablado la denuncia.
¿A cuál de las legislaciones que hemos examinado se parece la que
establece este proyecto de ley? Si no bastase lo dicho antes para reco-
nocer cuánto diere de la legislación inglesa y norteamericana, sépase
que ésta pide dos jurados (el grande y el pequeño); que al primer ju-
rado son llevados desde luego todos los negocios; que éste es el que
calica; que no puede hacerlo sino por medio de doce votos unimes
entre 23 votantes que se exigen indispensablemente; y, últimamente,
que estos 23 jurados son diez tan sólo menos de los que la ley señala
para la composición del tribunal.
Según el proyecto de ley, el sorteo de 60 jueces entre 300, 150 y
100 jurados (según los casos) escogidos por individuos pertenecientes
a la mayoría de las Cortes, lo cual equivale a ser escogidos por el par-
tido político dominante; el sorteo, decimos, no da ninguna garantía
de imparcialidad, pues a más de la circunstancia de su vicioso origen,
la de ser reducido denitivamente a 12 individuos entre 60 recusables
(recuérdese que sólo doce pueden serlo) hace del jurado un tribunal
político amañado, dispuesto como máquina de guerra contra los par-
tidos vencidos en provecho tan sólo del partido vencedor. Doce votos
unánimes por lo menos se necesitan en Inglaterra y en la Unión para
calicar un escrito; bastan siete, según el proyecto de decreto.
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En Inglaterra y en la Unión hay un jurado que calica el escrito, y otro
que juzga del hecho; el primero se compone de 36 jurados, el segundo de
48. El proyecto tan sólo establece uno compuesto de doce individuos
que calican, y determinan sentencia con mayoría absoluta.
En Inglaterra y en la Unión puede haber dos recusaciones en masa,
y después de éstas, recusaciones individuales; según el proyecto, la re-
cusación es de 12 individuos entre 60, los cuales sesenta se escogen por
suerte entre 300 unas veces, y otras entre 150 y 100.
En Inglaterra y en la Unión la designación de jurados se hace por
empleados que ofrecen, por su origen electivo, por el corto tiempo de
su ejercicio y por otras muchas circunstancias, prendas de acierto y de
imparcialidad; las recusaciones ofrecen nuevas garantías; los procedi-
mientos y la manera de dar el fallo las completan. En España, si el pro-
yecto es aprobado por las Cortes, veremos a un partido, juez y parte en
causa propia, desgurar el sistema representativo, someter la libertad
de imprenta a fallos apasionados, añadir un artículo a la Constitución
señalando nuevas atribuciones a los cuerpos colegisladores y destruir
el prestigio de éstos, haciéndolos descender a la arena de juicios por
delitos de opinión, que sólo corresponden a la conciencia pública.
Aunque no existieran estos inconvenientes, bastaría para hacer in-
justo y peligroso el proyecto, la simple designación de los jurados por
medio de un cuerpo colectivo sin responsabilidad de ninguna especie,
y contra cuyas decisiones no hay correctivo posible ni en las recusacio-
nes, ni en los procedimientos, ni en la opinión pública.
X
Toda la legislación sobre la materia debe reformarse bajo diferentes
principios. Se necesitan deniciones más exactas, medios de represión
más ecaces, bases económicas más racionales”. (Émile de Girardin).
Ya hemos visto cuánto y cómo diere el jurado del novísimo pro-
yecto, del jurado tal como se practica en Inglaterra y en los Estados
Unidos; y aunque menor su diferencia con el jurado francés, no por
eso deja de ser de mucha consideración la que entre ambos existe.
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Las diferencias esenciales (por no hablar de muchas de menor
importancia) consisten aquí en el sistema de las recusaciones, que se
hacen de por mitad entre el scal y el acusado sobre 36 y también 30
jurados, para quedar 12; y en la designación general de ellos que en
Francia se hace por el prefecto del departamento, y en España se ha
(si Dios quiere) por un cuerpo colectivo irresponsable llamado junta
de las mesas del Congreso y del Senado.
Verdaderamente no nos cansamos de admirar este método de desig-
nación que introduce un elemento nuevo en el jurado, o mejor dicho,
adultera completamente la naturaleza de la institución. ¿Ha provenido
la novedad de cierto asco a una imitación demasiado servil de la legisla-
ción francesa, de la cual parece en efecto gemela la que se propone, salvo
las diferencias indicadas y algunas otras de que hablaremos más adelan-
te? Si así fuera, tampoco nos cansaríamos de admirar la desgracia de los
gobiernos salidos del partido moderado, y con más razón la nuestra, y la
del país, al cual van a parar de rebote todos y cada uno de sus inconcebi-
bles desaciertos; pues es el caso que, como quiera que la legítima imita-
ción es tenida en concepto de cualidad de mucho precio y grandemente
estimable en los hombres de Estado, estamos todavía por ver un solo
caso en que no haya sido por parte de nuestros gobernantes, o una copia
servil a destiempo, o a destiempo una imitación alterada, compuesta de
retazos de lo más malo que se imita y de lo peor que pueda inventarse.
El deseo de abreviar estos largos estudios, y el que tenemos de lle-
gar al examen de la aplicación que hace del jurado el proyecto, a los
delitos de imprenta, nos hace pasar, más que de prisa, corriendo, por
sobre algunas disposiciones curiosas, y también muy nuevas, que se-
ñalan más aún las diferencias que existen entre el que ha inventado el
gobierno, y el que una larga serie de años ha hecho venerable y sagrado
a dos de las más libres y poderosas naciones del orbe. Esto no obstante,
y por grandes que sean nuestra fatiga e impaciencia, es imposible que
dejemos sin conmemoración, siquiera sea ligera, y no cual se merecen,
detenida, los dos últimos parágrafos del artículo 96.
2°– Cuando principiada la vista en público, alguno de los defensores
llamado al orden por dos veces por el juez de derecho, insistiese en usar
medios inconvenientes, se procederá en secreto a la vista de la causa.
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3°– Y también cuando los concurrentes no guarden la compostura y
respeto debidos, si otros no hubieran bastado para obtener el orden.
En estos casos, será el juez de derecho (el juez de nombramiento real,
el representante del gobierno) el que decida.
Y para que no pueda dejar de decidir, el artículo 108 levanta el
brazo y le amenaza con suspensión o perdimiento de su ocio, con inha-
bilitación de obtener otro en su carrera, según la gravedad de la omisión.
Agravio haríamos a la inteligencia de nuestros lectores si nos detu-
viéramos a probar que, con semejantes disposiciones, la publicidad de
los debates no es un derecho del país, sino una concesión del gobierno,
en cuyas manos queda en reserva la facultad de hacer ordenar por los
jueces el secreto de los debates judiciales cada y cuando lo tenga a bien,
por medio de la policía secreta.
Pero, ¿a qué tantas precauciones contra el jurado? ¿Con qué obje-
to tantas medidas restrictivas, exageradas unas, absurdas otras, nuevas
casi todas? ¿A qué n crearse la fama de enemigo de la institución?
¿Por qué romper de frente con todos los principios en que ella, en
unión del gobierno representativo, se funda? ¿A qué n desacreditar
a un partido haciendo pasar por doctrinas suyas las que, a lo menos
en lo tocante al jurado, repudiarían con desprecio hasta los gobiernos
absolutos que de buena fe lo adoptasen?
No deben extrañarse estas preguntas, porque son completamente
lógicas. Un particular, un partido, a mayor abundamiento un gobierno,
no comprometen su reputación de saber, de franqueza, de consecuencia
política, si no se proponen en ello un grande objeto que explique, ya que
no justique, su conducta. Concebiríamos, por tanto, que, hecha por
el gobierno la aplicación del jurado a los delitos de imprenta, procurase
adulterarlo hasta el punto de convertirlo en instrumento de opresión.
En proceder así habría mala fe, ignorancia, miedo excesivo, cualquier
cosa; pero habría por lo mismo algo natural, algo explicable, como lo es
todo lo que tiene un motivo, una causa, siquiera un pretexto. El gobier-
no daba con una mano lo que con otra retiraba: convenido. Se burlaba
del país; costumbre vieja. Aumentaba sus embarazos en vez de dismi-
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nuirlos: lo de siempre. Pero, ¿cómo concebir que un hombre sensato,
con la dosis de sentido común suciente para distinguir un portal de
una escalera, se devane los sesos inventando restricciones para una cosa
que no existe? ¿O se ha ofuscado el señor Ministro hasta el extremo las-
timoso de creer que en su proyecto de ley existe el jurado?
Es cosa para trastornar el juicio a cualquiera.
(Art. 63). Conocerán de los delitos de imprenta:
1°– El Senado.
2°– Los tribunales comunes.
3°– El jurado. Aquí concibe el jurado la fecunda fantasía del señor
Ministro.
(Art. 64). El Senado conocerá:
1°– De los delitos contra el Rey, su consorte y sus parientes, que el
gobierno someta a su conocimiento.
2°– De los que se cometan contra la seguridad del Estado.
(Art. 65). Los tribunales comunes conocerán:
1°– De los delitos que se cometan contra el gobierno.
2°– De los que se cometan contra los particulares.
3°– De los recursos de nulidad en los juicios por jurados.
4°– Cuando se reimprimiere un artículo condenado por el Senado
o por el jurado. Aquí rebulle el engendro en la matriz intelectual del
señor Ministro.
5°– Cuando el delito de imprenta resultare ser un acto de complici-
dad en delitos políticos o comunes sujetos a su jurisdicción, y no un hecho
aislado y espontáneo. Si la complicidad fuera de un delito militar de los
que causan desafuero, conocerán los tribunales militares ordinarios.
6°– Cuando se publicaren documentos reservados, de ocio, o custodiados
en los archivos del gobierno, sin la competente autorización, y otros escritos cuya
impresión constituya por sí sola un delito común y distinto del de imprenta.
7°– De las reclamaciones civiles por daños o perjuicios causados, sean
éstos o no consecuencia de un delito de imprenta.
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8°– Cuando se publicare una obra o escrito sobre dogmas religiosos, o so-
bre Sagrada Escritura y moral cristiana, sin previa aprobación del diocesano.
(Art. 66, que es el grande). Conocerá el jurado de todos los demás
delitos de imprenta. Y aquí muere el jurado aun antes de haber nacido.
Víctima triste, prole aun mal formada,
que del ser y no ser despojo fuiste;
tú de un párrafo vida recibiste,
y de otro muerte ¡ay Dios! acelerada.
En realidad la teoría de Fígaro de Beaumarchais sobre la libertad
de imprenta estaba incompleta y bien merecía ella que todo un Minis-
tro de la Gobernación en España le diese la última mano.
“Háseme dicho (habla Fígaro) que en Madrid se ha establecido un
sistema de libertad tan amplio, que hasta a la prensa comprende; y que,
con tal que no hable de mis escritos ni de las autoridades, ni de la re-
ligión, ni de la política, ni de la moral, ni de los empleados, ni de los
cuerpos constituidos y de valimiento, ni de la ópera, ni de los demás es-
pectáculos, ni de nadie que sea algo o valga algo, puedo hacer imprimir
y publicar cuanto se me antoje, bajo la inspección de dos o tres censores.
“Para completar (habla el señor Ministro) este sistema de dulce
libertad, se establece el jurado y se le reconoce como la mejor garantía
de la prensa independiente.
Así que, de los delitos de ésta, conocerán: el Senado, los tribunales
comunes, el jurado.
“El Senado y los tribunales comunes conocerán, pues, de todos los
delitos de imprenta; el jurado de los demás.
No vale decir (hablamos nosotros) que comparando el artículo 18
con lo antes citado del proyecto, se ve que el legislador atribuye al jurado
el conocimiento y fallo de los delitos contra el orden público, contra
la sociedad y contra los soberanos extranjeros. Admitiendo candorosa-
mente en nombre del jurado lo que el gobierno nge darle, y no le da,
siempre sería la parte de éste la del león de la fábula; si bien, en realidad,
la del jurado no es parte ninguna: es la sombra de una sombra.
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Léanse, en efecto, con atención los artículos 18 hasta el 30 inclusi-
ve del proyecto, y se reconocerá el rico caudal de ingenio que su autor,
sea quien fuere, ha desplegado para convertir unos en otros los delitos
de imprenta por medio de hábiles transformaciones. ¡Lástima de ta-
lento perdido que no ha logrado disimular sus admirables articios!
¡Delitos contra el orden público! Medítese el artículo 22. Sus cua-
tro parágrafos denen perfectamente otras tantas culpas contra la se-
guridad del Estado, cuyo conocimiento se atribuye al Senado. Aq
desaparece el jurado; y va una transformación.
¡Delitos contra la sociedad! Véase el artículo 23 y sus tres parágra-
fos, y sin mucho esfuerzo de meditación se reconocerá que los delitos
denidos por éstos se reducen también a la categoría de delitos contra
la seguridad del Estado; y van dos transformaciones.
¡Delitos contra los soberanos extranjeros! Los dos primeros parágra-
fos del artículo 26, que denen aquellos delitos, los reducen a injuria o
calumnia, y los artículos 27, 28, 29 y 30, al decirnos lo que es injuria y
calumnia, ofrecen a los calumniados e injuriados diplomáticos la opción
entre los tribunales comunes, que conocen de las injurias y calumnias con-
tra los particulares y el jurado. A buen seguro que acudirán a los primeros.
Y por lo tocante al párrafo 3° del mismo artículo 26, que trata del delito
de excitar a la rebelión o insurrección a los súbditos de naciones amigas, reco-
nocemos ser el único en todo el proyecto, que contiene, con la denición
exacta del hecho, la garantía real de someterse su conocimiento al tribunal
correspondiente. El jurado, pues, por única atribución conocerá en Espa-
ña, Dios mediante, del ecuentísimo y gravísimo delito de encender la gue-
rra civil en Francia, Suiza, Italia y otras partes con la tea de los periódicos
nacionales, a n de impedir el abuso que podamos hacer de la inuencia
que ejercemos por medio de ellos en el mundo.
Y como al habilísimo constructor del instrumento o proyecto en cues-
tión no podía pasársele nada por alto, ha dispuesto en el artículo 116, re-
lativo a las denuncias, que éstas se hagan de ocio por el ministerio scal
de todos los impresos en que se cometa algún delito contra la sociedad,
contra el orden público, (¡pobre jurado!) contra la religión o la moral, y
contra otras varias cosas. El ministerio scal, por supuesto, como agente
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del gobierno, se guardará muy bien de trocar los frenos, denunciando a
otro tribunal lo que corresponda conocer y fallar al del jurado; y, aunque
quisiera o se lo ordenara el gobierno, sería en vano, porque el proyecto,
conforme acabamos de ver, no se presta a interpretaciones maliciosas.
Por lo cual, y ya para concluir, volvemos a preguntar: ¿por qué to-
marse tanto trabajo y malgastar tanto ingenio en desgurar el jurado,
si no se puede dar ninguno en que el tal jurado salga a la calle a lucir su
disfraz? Si no hay baile ¿para qué máscaras?
¡Traviesillos! siempre juego de niños.
XI
“La mejor defensa que creyó poder hacer de la ley impugnada el di-
putado que con más o menos razón es tenido por el oráculo de los
moderados, fue presentarla como muy en armonía con la que actual-
mente rige en Francia sobre la misma materia. Por esto, y nada más
que por esto, dijo de la ley que era la más conveniente”. (La Esperan-
za, miércoles 23 de febrero de 1848).
“Júzgase un sistema por los hombres que son la personicación vi-
viente de él” (La Presse, m. del 18 del actual febrero).
En cumplimiento del mandato escrito en el artículo 69 de la actual
Constitución francesa acerca de la aplicación del jurado a los delitos de
la prensa y a los delitos políticos30, la ley de 8 de octubre de 1830, en sus
artículos 1 y 6 consagró la doctrina que venimos sosteniendo, sin más
excepciones que las siguientes31:
1°– Los delitos de injuria o difamación verbal contra cualquier
persona, y los de difamación o injuria por medio de una publicidad
cualquiera contra particulares, que debían continuar siendo juzgados
por los tribunales ordinarios32.
2°– Los casos en que los Cuerpos colegisladores, Audiencias y Tri-
bunales, juzgasen conveniente usar de los derechos que le concedía
30 Palabras textuales del artículo citado.
31 Artículos 2 y 3.
32 Artículo 14 de la ley de 26 de mayo de 1819.
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una ley anterior33 para conocer y fallar por sí aquellos delitos que tu-
viesen relación con las actas de sus sesiones, por falsedad, mutilación o
interpretaciones injuriosas de ellas34.
Nada más. Y creemos innecesario patentizar, más que de por si lo
hacen las citas anteriores, cuánta diferencia va de ley a ley, y cuánta
ventaja lleva la francesa a la que se propone para España.
Propuesta, aceptada y sancionada bajo la impresión del terror, y
con el deseo, francamente expresado, de hacer de ella un instrumento
de represión, o, si se quiere, contrarrevolucionario, la famosa ley de 9
de setiembre de 1835 modicó en Francia profundamente la legisla-
ción existente sobre imprenta, poniendo a la institución cortapisas y
restricciones que fueron y continúan siendo el tema constante de las
lamentaciones del partido liberal. Veamos, en una rápida reseña de sus
disposiciones principales, si esa ley, obra de un miedo casi justicado
por las difíciles y peligrosas circunstancias en que para aquella fecha
estaban envueltos nuestros vecinos de allende el Pirineo, es más bien,
menos hostil a la libertad de la prensa y a los buenos principios polí-
ticos que la que se propone para España en ocasión de hallarse ésta
tranquila, y sin que nada, absolutamente nada, pueda hacer presagiar
una alteración próxima ni remota de su casi cataléptico reposo.
El artículo 1° de dicha ley aumenta las penas de los delitos de im-
prenta, perpetrados respecto de la vida o la persona del Rey; de la vida
o la persona de los miembros de la familia real; que se dirijan a destruir
o cambiar el gobierno y el orden de su cesión a la Corona; o nalmente,
que tiendan a excitar a los ciudadanos a armarse contra la autoridad del
monarca35. Ora se haya realizado, ora haya quedado sin efecto la provo-
cación, dice el artículo, podrá ser ella sometida al conocimiento y fallo
de la Cámara de los Pares conforme al artículo 28 de la Constitución.
Lo mismo dispone el artículo 20 de dicha ley respecto de la provo-
33 Ley de 25 de marzo de 1822, artículos 15 y 16.
34 Los cuerpos colegisladores tienen además el derecho de llamar a su barra a todo delincuente por
ofensas de cualquier otro género hechas a ellos, a menos que no prefieran autorizar el procedi-
miento para ante los tribunales comunes.
35 Véanse los artículos 87 y 88 del Código general francés.
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cación a ofensas contra el Rey en el concepto de excitar odio o despre-
cio a su autoridad constitucional o hacia su persona.
El artículo 10 prohíbe a los diarios y demás escritos periódicos
publicar los debates judiciales de litigios por ultrajes, injurias y difa-
mación en que la prueba de los hechos no esté admitida por la ley; en
estos casos, tan sólo podrán anunciar la demanda, a petición del que-
rellante, quedando en libertad para insertar los juicios. También les
está prohibido publicar los nombres de los jurados, excepto en el acta
de la audiencia para la cual haya sido constituido el tribunal. Prohíbe-
seles ritualmente publicar las deliberaciones secretas, así del jurado,
como de los demás tribunales del reino. Y, últimamente, el artículo
siguiente coarta el abuso (que lo es, en nuestro sentir) de abrir o anun-
ciar públicamente suscripciones con objeto de indemnizar multas, da-
ños o perjuicios a los periódicos, provenientes de condenas judiciales.
Los otros artículos de este título de la ley –que es el primero y el único
relativo a los crímenes, delitos y contravenciones–, los otros artículos, deci-
mos, nada más hacen que modicar las penas, agravándolas. Los siguientes
títulos, hasta el V y último inclusive, así como la ordenanza o reglamento
de la misma fecha, que apareja la ejecución de la ley, no contienen ninguna
disposición que altere fundamentalmente la legislación anterior.
Ahora toca al buen juicio de nuestros lectores decidir si esta ley
francesa, destinada especialísimamente y sin disimulo ni hipocresía de
ningún género, a cortar los vuelos de la libertad de la prensa en momen-
tos de efervescencia y peligro; si esta ley que no altera las condiciones
del jurado, que no modica los trámites de los procedimientos que no
abandona al capricho de un juez la publicidad de los debates36, que tan
sólo aumenta las penas, prohíbe las publicaciones inmorales ocasiona-
das a escándalos y somete al conocimiento de la Cámara de los Pares
36 A este propósito es muy digno de citarse el artículo 84 de la Constitución recientemente otorga-
da a las Dos Sicilias por el rey de Nápoles. Dice así: “Las audiencias de los tribunales son públicas.
Cuando un tribunal crea que la publicidad puede ofender las buenas costumbres, lo declarará así
por medio de un fallo especial que deberá ser pronunciado por unanimidad siempre que se trate de los
delitos políticos y de abusos de imprenta”.
Compárese este artículo con el 96 del proyecto del señor Sartorius y decídase si estamos más
adelantados en las prácticas del gobierno representativo, después de tantos sacrificios, que el
reino de las Dos Sicilias entrado ayer, apenas, en la senda constitucional.
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algunos delitos que correspondían antes a la jurisdicción de los jueces
de hecho; si semejante ley, que en medio de sus exageradas restricciones
deja intactas las principales garantías del derecho de publicación, es o
no preferible a un proyecto que desnaturaliza el jurado, que lo suprime
después, que en seguida lo hace imposible; a un proyecto cuyo resultado
infalible será hacer indirimibles las competencias entre los tribunales,
a un proyecto que ofrece medios infalibles a la mala fe para impedir la
publicidad de los juicios, a un proyecto cuyas disparatadas divisiones de
delitos facilitan medios seguros a la autoridad para hacer juzgar cada
caso a su manera, de un proyecto, en n, que en esa misma sombra de
jurado que establece, se desvía de todos los principios admitidos y de las
reglas que una experiencia constante ha elevado a la categoría de axio-
mas en los pueblos más cultos del mundo, y en ese mismo a quien en
todo y para todo solemos tomar a destiempo por modelo y por maestro.
Y llegados a este punto, nos parece ocioso continuar por más tiem-
po ocupándonos en la obra legislativa del señor ministro de la Gober-
nación. Hemos examinado las bases principales sobre que se funda, y
esto era lo único posible. Otros, con más o menos detenimiento, acep-
tando esas bases, o resignándose a ellas, han hecho conocer defectos
de distinto género en que abunda; y para completar nuestra censura
vamos a tomar de un periódico37, entre varias, algunas observaciones
que no le son nada favorables. Llamamos la atención de nuestros lec-
tores y la del país hacia la crítica de La Esperanza; es un diario monár-
quico en la acepción más estrecha y apretada de la palabra, lo uno; y lo
otro, porque La Esperanza celebra con insólitos encomios esta misma
producción y felicita por ella al que la ha dado a luz bajo la responsa-
bilidad de su empleo y de su fama.
“El depósito, dice La Esperanza, que ahora se manda hacer al editor
responsable, es el mismo que prejó el Real Decreto de 10 de abril de
1844; depósito exorbitante, difícil por lo mismo de reunir, y tan represivo
de la libertad de imprenta como la propia censura llevada al rigor. El reser-
var, como se hace en el artículo 15, a la decisión del gobierno, previo el
informe del Consejo Real, la aptitud de un editor responsable, es efecto
37 La Esperanza, núm. 1032, del viernes 11 de febrero de 1848.
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del empeño que ha dominado siempre a los ministros que se llamaban li-
berales, de querer llevarlo todo a las secretarías del despacho para satisfacer
su natural prurito de mezclarse hasta en las cosas más mínimas.
“Nada diremos de las multas de que habla el artículo 7°, porque
son, con corta diferencia, las mismas del Real Decreto de 10 de abril;
multas desaforadas y ajenas de toda razón, que las Cortes deben mo-
dicar reduciéndolas a una medida justa y prudente. Sólo advertimos
que nos choca mucho la extraordinaria desigualdad que se nota en
algunas... Lo que quiere decir que si el duque de Montpensier viene
a ser Rey de España, y se atreve un periódico a escribir algo contra la
persona o dignidad de Luis Felipe o del padre de Luis Felipe38, será
castigado con más rigor que si hubiese escrito contra la sociedad espa-
ñola o contra la religión católica.
“El mandar, como se hace en el artículo 46, que cese la publicación
de un periódico en el momento que se decreta la prisión de un editor
responsable, es sobrado duro e innecesario: duro, porque se pone a
las empresas de periódicos en la necesidad de tener cierto número de
editores suplentes, y eso es mucho más difícil de lo que se cree; innece-
sario, porque si se trata de penas corporales como las que impone esta
ley, nadie negará que un mismo editor puede sufrir las correspondien-
tes a dos o tres denuncias; y si se trata de penas pecuniarias no cabe en
lo posible que en dos causas se consuma todo el depósito.
“Por el artículo 65 se establece que los tribunales comunes conoz-
can de los delitos que se cometan contra el gobierno. En este artículo
está la muerte de la libertad de imprenta: su aprobación y sanción sería
en cierto modo dar carta blanca a los ministros para obrar como qui-
siesen... Lo más imparcial y atinado hubiera sido someter estos delitos
a la inspección del jurado, dejando a la de los tribunales comunes los
que se cometan contra los particulares y el conocimiento de los recur-
sos de nulidad en los juicios por jurados.
Basta. ¿Podrá extrañar ahora a alguno que no nos haya parecido bien lo
que tan mal parece a La Esperanza? ¿A La Esperanza, que da al autor del
proyecto el más cumplido parabién, y halla, no obstante, en algunas de las
38 ¿Y por qué no de su abuelo?
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disposiciones de su obra, la muerte de la libertad de imprenta? ¿A La Espe-
ranza que, acaso sin saberlo, señala además en su censura acerca de multas,
depósitos y suspensión de los periódicos por encarcelamiento de los editores
responsables, errores de intención o de ignorancia todavía más perjudiciales
a la institución que puede serlo la disposición del artículo 65?
Podíamos preguntar a nuestro colega cómo se compadece tan justa
y oportuna censura de semejante obra, con los plácemes que dirige por
ella a su autor; y a éste podríamos hacer notar que la lección de libera-
lismo que le ha dado un periódico monárquico puro, revela, sin nece-
sidad de otra demostración, cuánto se ha apartado en su proyecto de
los genuinos principios universales que pertenecen, así a su comunión
política como a la nuestra, porque pertenecen, sin distinción de matices,
al gran partido liberal moderno. Mas ¿para qué insistir? Todo está dicho
en una sola frase: La Esperanza tiene acerca de la libertad de imprenta
ideas más generosas, más exactas, más técnicas, más democráticas, en
n, que los Ministros con que ha dotado a España el partido moderado.
No se crea, sin embargo, que hacemos por ello una inculpación de in-
consecuencia a nuestros adversarios; nada de eso. Sólo sí nos conviene
tomar testimonio de un hecho que, en la historia futura de nuestros par-
tidos y de nuestras instituciones, no carecerá de importancia.
Y a mayor abundamiento, útil será también hagamos constar que
el novísimo proyecto no ha merecido de nadie más que de nosotros los
honores de una discusión tal cual detenida y concienzuda. En general,
los periódicos progresistas, con sobrada razón, lo han declarado indig-
no de ella. Ya hemos visto cómo se explica (no nos atrevemos a decidir
si en su elogio o en su vituperio, que esto se reserva para otros más
zahoríes de pensamientos que nosotros) el periódico absolutista más
autorizado; y por lo tocante a la prensa moderada, todo el mundo sabe
que El Español ha callado; que El Faro ha aprobado sin discusión, ha
cantado. Silencio, aprobación inmotivada, alabanza de consigna: he
aquí todo lo que ha obtenido el gobierno, con relación al más impor-
tante y trascendental de sus actos, de los periódicos que deenden su
causa. ¡Signicativa gradación! ¡Mudo el uno; diciendo sí por señas el
otro; y tan copioso en sus pindáricos himnos apologéticos el tercero!
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Aquí deberíamos concluir estos artículos; pero el deseo de no dejar
incompleto nuestro trabajo, y el deber en que estamos de armar algo des-
pués de haber negado tanto, nos ponen en el caso de manifestar cuáles son
nuestras ideas acerca de la organización más conveniente que puede recibir
la prensa en nuestra patria. ue nuestros benévolos lectores nos concedan
el perdón que humildes les pedimos por atrevernos a seguir abusando de
su paciencia con estos largos y prolijos estudios, y tengan entendido que
lo que propongamos como útil y oportuno en tan importante materia, lo
propondremos sobrecogidos por la desconanza de una incapacidad que
tan solo el vivísimo y obligatorio deseo de ser útiles, según nuestro leal
saber y entender, ha podido hacernos olvidar por un instante.
XII
“La sociedad es el teatro de las pasiones y de los intereses de la huma-
nidad”. (Fermín Toro)
Al ver el ímprobo trabajo que se han tomado y se toman aún nues-
tros grandes hombres de Estado para hacer disparatadas y confusas
divisiones y clasicaciones de delitos de imprenta, movido a creer se
ve cualquiera que las tales divisiones y clasicaciones constituyen uno
de los más arduos problemas de la ciencia. No negaremos que la cosa
en sí es difícil, pero, valga la verdad, menos lo es que lo que parece;
menos lo es que la han hecho parecer; menos lo es en el fondo que en
las formas, en la sustancia que en el fenómeno. Nos explicaremos.
Lo cierto, lo indudable, lo que por lo menos no se puede ni se quiere
negar es que a toda Constitución política levantada sobre el cimiento de
los principios liberales, corresponde como corolario absoluto la libertad de
imprenta. Fuerza orgánica del género humano; nuevo sentido de las genera-
ciones; oz e instrumento de la civilización. Y lo cierto también, lo induda-
ble, lo que nadie tampoco puede o se atreve a negar es, que a la libertad de
imprenta corresponde el jurado como corresponde al cuerpo la sombra, el
efecto a la causa y a la razón el juicio. Este es el fondo; la sustancia.
Nuestros adversarios en su primer frenesí reaccionario, cuando a
fuerza de miedo fueron por la primera vez audaces, recorrieron sin
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pararse todo el diapasón de las negociaciones políticas, y como supri-
mieron o mermaron la soberanía nacional, la intervención del país en
los enlaces matrimoniales de sus monarcas, la Milicia Nacional, la po-
testad civil, la autonomía de los municipios y provincias, las franqui-
cias coloniales, la libertad de comercio y otros derechos igualmente
preciosos de la patria, así negaron, como quiera que indirectamente, la
libertad de imprenta, y directa y absolutamente el jurado. Pero el mie-
do pasó, desvaneciéronse con él poco a poco, si no todas, algunas de
las fantasmas que había creado y ya por n se empieza a conocer que,
habiendo traspasado la reacción el límite de la resistencia para entrar
en el terreno vedado de la opresión, se hace imposible tomar carta de
naturaleza en éste, sin renegar del país natal, olvidando las santas tra-
diciones y rompiendo los lazos del hogar paterno.
Dos épocas, pues, muy distintas, ha atravesado su ya harto prolon-
gado período de dominación o reinado del partido que se ha dado
a sí mismo el título de monárquico constitucional: una, de negacio-
nes que lo llevaron del campamento liberal a sentar plaza en los reales
del absolutismo; otra, menos bien denida, de transición, en que, no
queriendo confesar una segunda apostasía, gasta su tiempo y sudor en
conciliar dos religiones políticas opuestas, en cuyas márgenes se halla
tan cómodamente situado como lo estaba el célebre Coloso entre una
y otra banda del puerto de Rodas.
La primera época está representada por los señores González Bra-
vo y Pidal; la segunda, por el Sr. Sartorius. Aquellos, uno tras otro,
despojaron de su libertad e independencia a la prensa periódica, y de
negación en negación llegaron al ateísmo político suprimiendo el ju-
rado. Éste, heresiarca de la escuela reaccionaria pura, se ha entrado de
rondón en la escuela reaccionaria turbia; y por medio de la retacería
ecléctica se ingenia con mejor voluntad que fuerzas en corcusir un
curioso vestido de arlequín. Créanos el Sr. Sartorius: por semejante
camino no se llega a ningún término: ni al término de partido, ni al
término de la ciencia; porque éste se halla en la verdad, y aquel en las
opiniones decisivas. Sin rumbo aparejado no hay derrotero seguro; se
camina, es verdad, pero, dando de barato el buen tiempo, se camina
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hacia donde no se quiere ir; y, presuponiendo una tempestad, se cami-
na con riesgo de tropezar en un bajío.
Volviendo a la libertad de imprenta y al jurado, ya se habrá com-
prendido lo que hemos querido decir al escribir las palabras formas y
fenómeno. Formas aquí son las muy embozadas que reviste la fracción
disidente del partido moderado para disfrazarse de liberal y progresis-
ta; y fenómeno, el hecho transitorio de una transformación que pasará
sin dejar rastro alguno de su existencia, ora porque desaparezca (como
lo esperamos) en el torbellino reaccionario que levante la próxima vic-
toria de la fracción ortodoxa, ora porque se desvanezca al tocar con las
reformas a que se halla predestinado el partido progresista.
Explicado ya el origen de las dicultades facticias que ha encontrado
en manos de nuestros adversarios políticos la legislación de imprenta, pre-
guntamos: ¿es posible una clasicación cientíca de sus delitos? Veamos.
¿ué es la sociedad, el cuerpo social?
Un conjunto de personas reunidas, bajo la dirección de una autori-
dad superior a cada una de ellas, para conservar y mejorar las relaciones
que lógica y necesariamente se deducen del ejercicio de su actividad.
Aquí tenemos, pues, cuatro elementos necesarios: el cuerpo social
en su conjunto, ora se le llame entidad moral, ora fuerza colectiva; la
autoridad superior o el gobierno; los individuos considerados como
unidades aisladas; y sus relaciones lógicas y necesarias.
Digamos unas cuantas palabras acerca de la constitución y natu-
raleza de la sociedad, para inquirir la regla verdadera y universal que
debe servir de criterio y sanción a las acciones de los hombres, al mis-
mo tiempo que dé norte al poder social en la aplicación de la fuerza
que emplea para hacer observar aquella regla39.
La sociedad es a la par una, varia y armónica.
39 En la rápida incursión que vamos a hacer en el campo de esta intrincada teoría, hemos consulta-
do con gran provecho un interesantísimo opúsculo escrito y publicado en Caracas por D. Fermín
Toro, ministro plenipotenciario que ha sido de la república de Venezuela en España, con el mo-
desto título de Reexiones sobre la ley de 10 de abril. Véase también Curso de Derecho natural o
Filosofía del Derecho, por Ahrens, traducción de D. R. N. Zamorano; y la Introducción a la Ciencia
de la Historia por Buchez.
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¿En qué consiste su unidad? Como ser moral tiene que gobernarse
por leyes universales, absolutas y eternas; tiene un n como toda inteligen-
cia, y ese n requiere medios para ser alcanzado; la sociedad los tiene. La
unidad social se realiza de varios modos: en la unidad de la nación como
cuerpo político, y con este carácter su voluntad y su independencia son
reconocidas por las demás naciones; en la unidad de la legislación, para
que lo permitido y lo vedado lo sean en todas circunstancias y la regla
siempre una y universal; en la unidad de los principios morales, para que las
nociones de lo justo y de lo injusto no cambien con el tiempo, ni con las
personas, ni con las cosas; en la unidad religiosa, para que las creencias y las
esperanzas partan del principio primordial que hace moralmente obliga-
toria a la humanidad la fe en el Ser, en la Idea Absoluta, en la Verdad. No
se camina en progreso sin un n a cuyo logro se dirige la actividad del ser
inteligente, llámese este hombre, llámese nación, llámese humanidad: este
n (ya lo hemos dicho) es el bien; y como los medios deben ser análogos
al n que nos proponemos alcanzar, esos medios deben ser guiados en su
ejercicio por la suprema ley moral: busca el bien por sólo el bien.
La sociedad, como ser moral, que tiene que emplear su actividad e
inteligencia en la realización de un n, maniesta, pues, su unidad: en
el sistema político; en el de legislación; en el de la moral; en el religio-
so; en el de educación; en el económico; y en el administrativo.
¿En qué consiste su variedad? Como cuerpo colectivo formado
por la reunión de individuos dotados de inteligencia y de libre albe-
drío, la sociedad deja a cada uno de sus miembros su esfera propia de
acción, donde ejerza sus facultades individuales. El ejercicio de estas
facultades no es ocasional ni contingente; no nace de convenio, ni de
concesión gratuita en el seno de la sociedad, sino que es necesario, im-
prescriptible y eterno, como condición indispensable de la existencia
del hombre, según las leyes de su naturaleza.
Semejante condición en todas sus relaciones se llama Derecho; y éste
como noción superior, contiene otras dos subordinadas, que también son
derechos: la libertad y la igualdad. La libertad es el derecho que asiste al
hombre de ser causa de sus propias acciones y de dirigir su actividad de la
manera más conforme a los nes de su existencia. Subdivídese en libertad
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de obrar (externa), y libertad de pensar (interna). Primera: libertad de es-
tado, de domicilio y de industria; segunda: libertad de creencia, de arte y
de losofía. La igualdad es la participación por derecho a todas las ventajas
de la vida social, y se divide en necesaria y condicional. Por la primera todo
individuo debe poseer en la sociedad los medios de mantener su dignidad
moral y su existencia física. Su propiedad, su seguridad, su libertad, la po-
sesión de sus facultades y disposiciones naturales deben estar en perfecto
nivel de derecho con las de cualquier otro miembro de la sociedad. Por el
derecho condicional, el individuo debe poseer en la sociedad tan sólo las
ventajas adecuadas al producto de sus facultades y disposiciones, y como
la sociedad no tiene nivel para el talento, la virtud, el saber, ni la riqueza,
se sigue que las ventajas de situación y de jerarquía, los goces, los honores,
los empleos que aquellas cualidades proporcionan, deben ser, como ellas
mismas, desiguales; porque estos bienes no se adquieren por derecho de
persona, sino a título de capacidad.
De lo expuesto se deduce, que la unidad y la variedad del cuerpo
social, son opuestas; pero opuestas, no como cosas que se excluyen, sino
como cosas que se limitan; no como cosas que se destruyen, sino como
cosas que coexisten en armonía. El tercer elemento de la sociedad es, en
efecto, la armonía que mantiene la unidad en la asociación y el derecho
en los asociados. El encargado de mantenerla es el gobierno; y éste obra:
Como inteligencia superior.
Como voluntad imperativa.
Como poder irresistible.
En el primer concepto admite en el seno de la sociedad toda acción
legítima, proclama todo principio racional, permite la realización de
toda idea que sea conforme a sus nes; pero al mismo tiempo con-
dena y rechaza toda consecuencia dañosa, toda acción que turbe su
armonía, cualquiera que sea el principio que se invoque, ya sea el de la
libertad individual, ya el de la unidad colectiva.
En el segundo concepto, el gobierno quiere la igualdad necesaria, y
debe subordinar a ella, como primer objeto de la asociación, cualquier
otro interés, cualquier otro principio, el ejercicio mismo de la libertad.
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Como poder, en n, irresistible, el gobierno, en nombre de la so-
ciedad y por medio de su organismo, permite o veda, y premia o casti-
ga, según que las acciones humanas se conforman o no al principio de
la armonía; y es entonces la égida que ampara a todos contra cada uno
y a cada uno contra todos.
Corolarios legítimos de esta doctrina son los siguientes:
1°– La libertad individual empieza donde acaba la igualdad necesaria.
2°– La libertad no es n, no es objeto, ni para la sociedad ni para
el individuo; es un medio, una facultad de obrar para alcanzar un n,
que es la realización de todas las ideas y sentimientos legítimos, dentro
de los límites de una ley suprema, que es la moral.
3°– Como medio o facultad, debe estar subordinada a la igualdad
necesaria que es el objeto principal de la asociación.
4°– La legislación de un país debe ser, como la sociedad misma,
progresiva.
5°– Gobierno signica: poder regulador que impide que ninguna
fuerza sea oprimida por la preponderancia de otras.
XIII
“Usa [el hombre] de la palabra o de la imprenta, y aprueba o censura, elo-
gia o vitupera gobierno, leyes, costumbres, magistrados, hombres y cosas,
sin que nadie pueda legítimamente cortarle el ejercicio de esta libertad,
mientras no traspase la esfera legítima de acción que forma el dominio de
los demás individuos” (Toro. Reexiones sobre la ley de 10 de abril).
Todos los gobiernos se han perdido en Francia por haber olvidado al
pueblo. (Guizot).
No es inútil ni está dislocado el rapidísimo bosquejo que hemos
hecho de la teoría de la sociedad en su organización y en sus nes, por-
que ella, después de habernos servido para indagar la ley que la dirige y
la regla a que debe atenerse la autoridad suprema, nos suministra segu-
ros principios para disertar acerca del sistema penal de la imprenta. El
orden social no es fruto de combinaciones pura y simplemente arti-
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ciales pues si el trabajo de regular sus movimientos ha sido reservado a
la humana sabiduría, leyes primitivas determinan sus funciones esen-
ciales, y al poder de su inuencia soberana nacen y subsisten ciertos
hechos fundamentales que, no menos rmes que las fuentes de donde
emanan, se conservan idénticos a sí mismos a despecho del tiempo, de
las varias formas de la civilización y de las revoluciones de los pueblos.
En ninguno de los ramos de las ciencias morales y políticas puede,
en efecto, darse paso seguro sin el conocimiento exacto del mecanismo
social y de los principios que lo han determinado. Hay más: la índole de
estos principios y las bases sobre que descansa aquel mecanismo, esta-
blecidos o interpretados de distinto modo por los lósofos de todos los
tiempos y países, han dado origen a diversos sistemas de política y de ad-
ministración, y a resoluciones varias, unas absurdas, inicuas otras, de los
problemas más importantes a la felicidad del género humano. Los nom-
bres de Platón, Aristóteles, Hobbes, Rousseau, B. Constant, De Mais-
tre, Bonald, Guizot, y tantos otros más o menos ilustres, prueban que
la teoría primitiva del mecanismo del cuerpo social sirve de punto de
partida a diversas escuelas de doctrinas contradictorias, cuya inuencia
se ha dejado y se deja sentir aún, no sólo en los libros, sino en la legisla-
ción; no únicamente en los trabajos abstrusos de la inteligencia, sino en
la aplicación de las ideas a las relaciones entre gobernados y gobernantes.
Justicada así la necesidad de estos prolegómenos, réstanos advertir
que, ni en las aplicaciones que vamos a hacer de ellos al sistema penal de
imprenta ni en lo que más adelante diremos acerca de la organización
de la libertad interna en sus manifestaciones por medio de la prensa, nos
proponemos hacer un tratado completo sobre la materia, ni tan siquiera
deducir de los principios fundamentales todas sus consecuencias posi-
bles. Nuestro objeto (el único compatible con las formas y la extensión
de un artículo de diario político) es indicar, muy de paso y a la ligera, del
modo como podrían, a nuestro juicio, deducirse metódicamente de una
doctrina verdadera corolarios que igualmente lo fuesen, sin menoscabo
de ninguno de los grandes intereses en que estriban hermanadamente el
orden y el derecho, la sociedad y el gobierno, la fuerza de la autoridad y
el progreso racional de las naciones.
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Cuatro elementos, hemos dicho, entran en la composición del
cuerpo social:
El conjunto de los individuos, ente moral, o fuerza colectiva; es a
saber, los gobernados: la nación.
La autoridad suprema, superior a cada uno de los asociados: el gobierno.
Los asociados de por sí, con sus derechos individuales: los ciudadanos.
Las relaciones que lógica y necesariamente se derivan del estado
social: las instituciones, los intereses, las costumbres.
Hemos visto también que la sociedad es a un tiempo una, varia y
armónica.
En estas premisas y las demás asentadas en nuestro artículo ante-
rior encontramos ya en germen algunas verdades importantes, entre
las cuales son de notar las siguientes:
Primera. La clasicación de los crímenes y de los delitos sometidos
a la sanción humana, debe concordar con la de los elementos consti-
tutivos de la sociedad.
Segunda. La gravedad de esos crímenes y delitos ha de medirse por
la importancia relativa de esos elementos.
Tercera. La nomenclatura ordenada de ellos debe también hacerse
con vista de los nes que respectivamente se proponen alcanzar la so-
ciedad y el gobierno.
Cuarta. Cualquier otro criterio diferente del expuesto es erróneo.
¿ué regla ha seguido el proyecto de ley en la clasicación y casti-
go de los delitos de imprenta? Hablando con franqueza, no la hemos
podido descubrir. Redúcelos, en número, a nueve, y les señala penas
según el orden de su enumeración en la escala siguiente:
Delitos contra la persona o dignidad del Rey; contra la persona
o dignidad del inmediato sucesor a la corona, de la consorte del Rey
y de sus ascendientes en línea recta; contra la seguridad del Estado;
contra el orden público; contra la sociedad; contra la religión o la mo-
ral; contra el gobierno; contra los soberanos extranjeros; contra los
particulares.
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No nos detendremos a probar la monstruosidad de esta clasica-
ción y la consiguiente injusticia que se comete en la imposición de las
penas por el mismo orden de la nomenclatura. Nos contentaremos
con oponer a ella la que, en nuestro sentir, se deduce de los principios
que dejamos expuestos más arriba.
En importancia, en fuerza, en derecho, la sociedad es lo primero,
porque comprende la importancia, la fuerza y el derecho de cada uno,
sin destruirlos ni absolverlos; es lo primero, no lo único.
Delinquen contra la sociedad los que ponen obstáculos al logro
de sus nes, ora viciándolos, ora embarazando la marcha progresiva
hacia ellos, ora alterando el uso de los medios, o los medios mismos
que emplea para alcanzarlos.
En importancia, en fuerza, en derecho, la autoridad suprema es lo
segundo, porque conserva y protege igualmente a la sociedad que a los
asociados.
Delinque contra el gobierno el que perturba sus funciones natura-
les dirigidas al n de conservar y proteger la sociedad; el que inutiliza
sus esfuerzos interponiéndose, sin autorización legal, entre él y el país;
el que usurpa sus atribuciones; el que le concita una oposición mate-
rial encaminada a destruirlo por medio de la violencia.
Lo mismo debe decirse respecto de los ciudadanos y de las relaciones
que los mantienen formando cuerpo de nación independiente y libre.
¿No se propone todo un n: la inteligencia, la voluntad, el mundo
exterior, el hombre, los pueblos, la humanidad, la Providencia? Para
alcanzar un n, ¿no se requieren medios adecuados a él? El que des-
truye los medios o embaraza el uso legítimo de ellos, ¿no se opone
directamente al n cuyo logro y disfrute se ha reconocido como un
derecho?
Si esto es verdad, ya tenemos reducido a una sola regla cuanto se
necesita para hacer una clasicación exacta de las trasgresiones que
contra ese derecho, en sus innitos ramos y derivaciones se cometan,
así como para determinar la escala gradual de las sanciones que la au-
toridad, fundada en el principio de justicia, les señale.
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No siendo nuestro propósito formar ni un código penal, ni una
ley de imprenta con su correspondiente aparato de artículos, nos con-
tentaremos con lo dicho, añadiendo tan solo algunas indicaciones
generales sobre ciertos puntos mal comprendidos u olvidados com-
pletamente en la legislación de imprenta establecida en España por el
partido moderado.
Porque la sociedad es el teatro de las pasiones y de los intereses de
la humanidad; porque es el conjunto armonioso donde coexisten sin
confusión hombres y cosas, hechos e ideas; porque es el foco de toda
luz, el centro de gravedad de todo cuerpo, el punto de mira terrenal
de toda acción, la palanca de toda fuerza; porque es lo primero en
derecho, lo primero en importancia, lo primero en poder; porque es,
nalmente, el todo respecto de las partes, no hay idea ni sentimiento
que no se realice en su seno, ni movimiento alguno general o particu-
lar, individual o colectivo, que no produzca en ella por reacción un
bien o un mal según la naturaleza de los hechos realizados. En rigor,
pues, todo crimen o delito se comete contra la sociedad, y por eso toca
a la sociedad castigarlo. De conformidad con esta sencilla y primiti-
va noción, nada sería más fácil que una clasicación penal, si la so-
ciedad misma no ofreciese en sus complicadísimas relaciones y en la
diversidad de sus elementos, grandes obstáculos para determinar de
una manera precisa e invariable los grados del premio y del castigo, los
quilates de la virtud y de la culpa y la escala de su importancia absoluta
en las regiones de la teoría y de la práctica.
Con eso y todo, dos principios seguros pueden servir de guía al
legislador en sus estudios sobre esta importante materia: uno, el orden
lógico de gradación e importancia que guardan los elementos sociales;
otro, el n primordial del gobierno como poder regulador que im-
pide la preponderancia ilegítima de una clase, de una idea, o de un
interés, sobre los demás intereses, ideas o clases del Estado; porque
como todas ellas coexisten en el teatro de la sociedad, pueden en su
desenvolvimiento absorber, postrar o destruir cualesquiera otras fuer-
zas, rompiendo la armonía y dominando la nación. Así hemos visto
el elemento político, el religioso, el industrial, combinarse, repelerse,
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combatir y dominar alternativamente la sociedad europea, llevando,
en pos de sí, su encarnizada e incesante lucha los desórdenes y males
inseparables de la usurpación, de la anarquía.
¿Debemos, por ventura, tras tantos sacricios hechos en aras de los
principios eternos del derecho político, volver al predominio de cier-
tas clases, al despotismo de ciertas ideas? Dígasenos, siquiera, en nom-
bre y por autoridad de qué sacratísimo interés debemos postrarnos
nuevamente ante los ídolos que ayer apenas hemos visto derribados.
Pues idolatría, y nada más que idolatría; usurpación, y nada más que
usurpación, signica el hipo de esas clasicaciones descabelladas, donde
con menguas de la razón y de la ciencia vemos pospuesta la sociedad,
el Estado, el gobierno, la religión y la moral a la persona y dignidad de
príncipes nacionales o extranjeros, vivos o muertos; por manera que de-
litos menores son, en sentir de la ley, provocar a la invasión y conquista
de nuestro territorio, prender el fuego de la rebelión en el país, incitar a
la desobediencia de las autoridades constituidas y predicar el adulterio o
el ateísmo, que ofender a un ascendiente en línea recta del rey, siquiera
pudra ya en el mausoleo de San Dionisio, o en aquel panteón del Esco-
rial donde han dejado su polvo tantos desvaríos.
El rey y los parientes del rey, sobre todo. Después la seguridad del Es-
tado, y, como cosa distinta de la seguridad del Estado, el orden público en
seguida. ¡Bien por la lógica! Pero la sociedad, trasconejada hasta aquí; la
sociedad que, a la cuenta, nada tiene que ver con el rey ni con el Estado, ni
con el orden público, aparece luego, y tenemos delitos contra la sociedad.
¡Muy bien! A la cola de la sociedad, y entre ésta y el gobierno, se hallan
repantigadas a sus anchuras la religión y la moral; por lo cual les felicitamos
cordialmente. Pero todavía falta algo. ¿ué será? Una cosa que sea menos
que el gobierno, y más que los ciudadanos españoles, para que pueda tocar
con la cabeza al uno y con los pies a los otros. ¿ué será? Ya tenemos una
porción de cosas independientes entre sí: rey sin Estado, Estado sin orden
público, orden público sin sociedad, sociedad sin religión y sin moral, go-
bierno que puede existir sin todo esto, y los españoles que están al n de
todo esto, como si en su conjunto no comprendiesen todo eso. ¿ué será?
Verdaderamente entre el gobierno y los españoles hay una porción de cosas
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que sustentan al uno y oprimen a los otros, y también algunas que se hallan
entre el uno y los otros como entre cielo y tierra el sepulcro del zancarrón
de Mahoma. Contémoslas si no: inuencias extralegales, clientela, sables
y cañones, jefes políticos o procónsules, el telégrafo... ¡Chitón! ue este
nombre mágico nos revela el arcano. Si la cosa no es el telégrafo de Francia,
es Mr. Piscatory; y generalizando, los embajadores extranjeros parapetados
detrás de sus monarcas respectivos. ¡Perfectamente!
Concluyamos con una pregunta: ¿gana algo la justicia con el des-
conocimiento de la verdad? ¿Se administra bien cuando los gobiernos,
empeñados en el triunfo de una idea pasajera y subalterna, sacrican
a él las más sencillas nociones del derecho y ponen en lucha el deber
legal con la conciencia de los jueces?
XIV
“Decir que no hay nada justo o injusto sino lo que permiten o pro-
híben las leyes positivas, vale tanto como decir que antes de que se
hubiese trazado el círculo no eran iguales todos sus radios”. (Mon-
tesquieu).
“¿Será por ventura necesario decir que si no hubiese una justicia an-
terior y superior a la justicia legal, no habría justicia legal? (Guizot).
Después de haber dado reglas seguras para hacer con exactitud y
equidad una clasicación de los delitos de imprenta, réstanos ventilar
varios puntos importantes acerca de las penas que han de aplicárseles
y de los tribunales que deben imponérselas.
¿Cuál debe ser la cuantía de esas penas?
¿Cuáles deben ser esos tribunales?
Una es la solución que reciben ambas cuestiones en principio, y
otra, algo diferente, la que les ha dado entre nosotros la práctica.
Moralmente hablando, observa con mucha razón un gran publi-
cista40, hay dos cosas en toda acción: la moralidad del acto en sí mismo
y la moralidad del agente.
40 Mr. Guizot. De la pena de muerte, pág. 79. Hemos tomado de este autor, competente de por sí y no
recusable para el partido moderado, los principios fundamentales de la teoría de los delitos políticos.
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La moralidad del acto depende de su conformidad con las leyes eter-
nas de la verdad, de la razón y de la moral, que el hombre no conoce ja-
más completamente, y que, según el grado de ciencia que alcanza, deter-
minan su juicio acerca del mérito o demérito de las acciones humanas.
La moralidad del agente reside en la intención, es decir, en la idea
que ha concebido a la legitimidad de la acción y en la pureza de los
motivos que lo han movido a realizarla.
Según las ideas (forzosamente imperfectas) que nos hemos forma-
do de la Divinidad, ésta no considera sino la intención, y no castiga
el error de entendimiento, sino la perversión de la voluntad; como
quiera, siendo así que la vista y el entendimiento del hombre son limi-
tados, y que sólo a Dios es dado penetrar en los profundos senos de la
conciencia, se ha reconocido la necesidad de que la justicia humana no
pueda, ni absolver la acción por sólo la intención del agente, ni conde-
nar a éste sin tener en cuenta su intención. Así que, el problema de jar
la diferencia entre el error involuntario y la intención determinada,
casi no existe o es de imposible resolución para la justicia humana, la
cual no puede ar al fallo individual de los hombres la determinación
de los delitos, sino que los declara, por sí, tales, y se encarga del cum-
plimiento de sus sanciones.
Pero aquí hay dos observaciones que hacer antes de pasar más ade-
lante. Una, que la sociedad, al determinar con potestad absoluta los
delitos, debe tener razón, y no declarar culpable lo que es en sí inocen-
te; y otra, que si las leyes no pueden subordinarse a la intención de
los individuos, tampoco pueden abolir este elemento del juicio de los
hombres; por manera que cuando los tribunales tienen, en la aplica-
ción de esas leyes, la desgracia de herir con su cuchilla una intención
evidentemente pura, el sentimiento natural de la justicia y el instinto
moral de la sociedad se sublevan contra sus fallos arbitrarios.
La justicia legal corre, pues, dos grandes riesgos: el de engañarse
en sus calicaciones generales y el de encontrarse en la aplicación de
sus reglas con circunstancias que hagan, en principio, odiosos y aun
injustos sus fallos ante la conciencia pública.
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Ahora bien, respecto de ningún género de acciones es más presu-
mible, o mejor dicho, probable este doble inconveniente de la justicia
legal, que respecto de los delitos políticos en general y muy especial-
mente de los de imprenta.
La perversidad de los primeros es variable, según los tiempos y los
países; es condicional, porque supone hechos y circunstancias que
pueden no realizarse; y, además, concediendo que exista, es dicilísi-
ma de distinguir y aquilatar exactamente. “¿uién ignora, prorrumpe
a este propósito Mr. Guizot41, que en ninguna parte es el error más fá-
cil, que en ninguna se asocian con más frecuencia las intenciones más
puras a los actos más inmorales? Algunos pensadores para quienes es-
tas consideraciones son de gran peso, han llegado hasta el extremo de
sostener, que moralmente hablando, no existen tales delitos políticos;
que la fuerza sola los crea, y que el éxito, bueno o malo, es el que decide
de tan fantástica culpabilidad.
Nosotros no pensamos así; pero creemos que nunca se halla la jus-
ticia legal más expuesta a desviarse del camino de la justicia natural, o
por mejor decir, de la noción Divina de la justicia, que cuando se aplica,
siquiera sea en abstracto, a la determinación y castigo de los delitos po-
líticos. Y eso que no hablamos sino del sistema penal en grueso y como
doctrina; ¿qué sería si lo considerásemos bajo el punto de vista de las
innitas circunstancias que adulteran por lo común y corrompen sus
principios? ¿ué sería si quisiésemos medir el efecto de las pasiones de
la autoridad política, de las preocupaciones de los jueces, de la facultad
de torcer el espíritu y letra de la ley, de los obstáculos que encuentra,
no obstante la estricta observancia de las formas la defensa del acusado;
y, a este tenor, nalmente, de los innitos motivos de falencia a que el
estado social de los pueblos, el grado de su cultura moral e intelectual,
las circunstancias del momento y la imperfección y abilidad de los re-
cursos humanos, sujetan irremisiblemente la justicia de los hombres a
manera de incurable enfermedad o vicio de naturaleza?
Convengamos, pues, de buen grado, en un hecho que, por otra par-
te, sería imposible negar: en el terreno de los delitos políticos, la justi-
41 Obra citada, pág. 81.
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cia peligra. Porque el mérito o demérito moral de las acciones carece
del grado de certidumbre que sólo es propio, hasta cierto punto, de los
crímenes comunes, y porque dependen de una innidad de circuns-
tancias que la imperfecta imprevisión humana no puede de antemano
determinar ni predecir. Aquí, la grave, la equitativa, la justicia necesaria
consideración de la moralidad de la gente, tiene más imperio que en
ninguna otra parte. Aquí la duda es más natural; son menos directa-
mente personales los motivos; innitas las causas de errores inocentes;
muchas las pasiones de purísimo origen que pueden ofuscar la inteli-
gencia. Aquí, en suma, la educación, los tiempos, la virtud misma con
frecuencia predisponen, incitan, determinan la voluntad y ofrecen al
hombre, en la perspectiva de los peligros a que se expone, un estímulo
que su valor cree necesario arrostrar como un santo sacricio hecho a
los principios de la fe política o a los de sus creencias religiosas.
Y entretanto, a medida que los jueces encuentran más dura y ardua
la tarea de amoldar las leyes a los juicios de semejantes delitos, la opi-
nión pública, que también juzga y que también falla, se irrita de ver
que las leyes y los jueces se muestran indiferentes a los motivos que tan
poderosamente inuyen en sus determinaciones soberanas. Entonces
aparece en toda su necesaria imperfección la justicia legal, y en materia
de justicia, como la observa profunda e ingeniosamente el autor cita-
do, la imperfección es la injusticia.
Esto que acabamos de decir respecto de los delitos políticos, ¿cuánto
y más aplicable no es a los de imprenta? ¿Necesitaremos acaso probarlo?
El distintivo principal, y, a decir más bien, característico de estos
delitos, es que no son tales por la acción, sino por la provocación; por
el hecho, sino por la intención; por la materialidad, sino por la idea.
¿uién puede juzgar con exactitud del grado de criminalidad de una
idea con relación a ciertas doctrinas? ¿El que las profesa o el que las
combate? ¿La oposición o el Gobierno?
¿Y quién se puede erigir en juez de la intención?
¿Y cómo se falla acerca de la provocación? ¿ué formas tiene la
provocación? ¿Cómo se hace? ¿A quiénes se hace? ¿En qué circuns-
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tancias se hace? ¿Ha sido ecaz o no ha producido efecto? ¿Será, de-
berá ser igual la pena en uno y en otro caso?
Y aquí, por una naturalísima transición, llegamos al examen de otra
circunstancia peculiar de los delitos de imprenta: la forma, el instru-
mento, la mano del delincuente. Esa forma es la de un periódico, cuya
efímera existencia no deja tras sí huella ni rastro en el tráfago vertigino-
so, móvil e inconstante del mundo. Ese instrumento es la palabra escrita
de un día para otro día, que si bien cae sobre el país como la piedra en el
agua formando ondas concéntricas en derredor del punto de inmersión,
también como ellas nace y muere sucesivamente a medida que se propa-
ga, hasta dejar tranquila y sin arrugas la blanda supercie. Y la mano es la
idea, falsa o verdadera; los principios discutidos, o el error predicado; la
verdad, o la mentira, más todo ello sujeto a los inconvenientes o ventajas
(que unas u otras pueden ser) de publicaciones destinadas a la existencia
de un día y a la muerte sin resurrección.
Creemos ocioso insistir en la demostración de verdades que se hallan
al alcance de las inteligencias más vulgares. Bástenos asentar que cuando
en los delitos comunes, ordinariamente, y aun en los políticos, por excep-
ción, la perversidad de la acción, la realidad del hecho y el peligro a que
por él se ve expuesta la sociedad, son datos positivos, anteriores al juicio y
puntos de partida de la acusación, en los delitos de imprenta la acusación,
debiendo ser lo último, en lo primero, precede a todo; puede ser intentada
sin que haya examen legal, ni peligro público, ni acto ilegítimo, ni acción,
en n, culpable según la justicia de Dios ni de los hombres.
Invócase para cohonestar el rigor de las penas impuestas a los delitos
políticos y a los de imprenta, el interés que tiene la sociedad en la conser-
vación del orden público. Nosotros no podemos ni queremos disputar a
la autoridad este derecho, mas debe observarse que no es cierto que los
crímenes ni mucho menos los delitos, sean castigados, principalmen-
te por su cualidad de dañosos; que ningún interés público o particular
persuadirá jamás a una nación civilizada, que allí donde la ley no tiene
nada que castigar puede, sin embargo, imponer penas únicamente con
el n de precaver peligros; que el delito moral es la condición funda-
mental del castigo; que la justicia no puede ser, sin vulnerar sus propios
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principios, una combinación más o menos hábil de medios de defensa
en provecho de un interés determinado, sea cual fuere; que cuando la
autoridad juzga y castiga, no le es posible, ni alterar las condiciones de
la justicia natural, ni desviarse de ellas sin sembrar en los ánimos el sen-
timiento de una iniquidad; que el peligro social no es el único, ni el pri-
mero de los motivos que determinan la calicación de los delitos y sus
penas, siendo así que hay otros igualmente importantes que, juntos con
él o antes que él, deben pesar en la balanza del legislador; que los delitos
más evidentes y odiosos son precisamente los que hacen correr menos
peligros a la sociedad; que el peligro social es una idea compleja, fruto de
la reexión y de la ciencia, que no despierta en el hombre antipatías es-
pontáneas ni violentas; que, en principio, según varíen los elementos del
crimen, así deben variar las penas; lo uno, porque así lo exige la justicia;
lo otro, porque así lo demanda la opinión; que el carácter predominante
en los delitos políticos, y más aún en los de imprenta, es el de peligrosos,
en cuyo concepto, mientras mayor sea el rigor con que se les trate mayor
será la animadversión que en la conciencia pública provoque la pena y
mayor la dicultad de imponerla; que en semejantes casos menos pare-
cen las sanciones desagravios de la justicia que sacricios impuestos por
la venganza; y, nalmente, que en ese mismo peligro social que se nos
quiere dar como motivo determinante de las penas, hay mucho que ver
y examinar antes de concederle la importancia, la extensión y la realidad
que ciertas doctrinas le atribuyen.
Y en efecto, si el peligro social por sí solo justica toda especie de
restricciones, de penas hipotéticas y de cortapisas preventivas, a lo me-
nos es preciso que ese peligro, no tanto sea real, sino que sea lo que
pretende ser, lo que se dice ser: un peligro social.
Y aquí ocurre naturalmente la distinción entre la sociedad y el
gobierno. Cuando el orden público se halla amenazado, y cuando las
formas generales del gobierno, o las personas que representan esas for-
mas, son atacadas, la sociedad está en peligro; en este punto pensamos
y no podemos menos de pensar como las leyes.
Pero (preguntaremos con Mr. Guizot), ¿es cierto que la sociedad está
realmente en peligro con tanta frecuencia como lo cree y dice el gobierno?
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En materia de delitos políticos y, a mayor abundamiento, en los
de imprenta, el peligro social según observa con profunda sagacidad
el mismo escritor, varía a proporción de la conducta de la suprema au-
toridad política y de las ventajas que reporta el país de su presencia. Si
no puede admitirse la teoría de una oposición ciega, permanente y sis-
temática contra el gobierno, éste tampoco tiene el derecho de ser im-
pecable, inatacable y necesario en todos sus actos, formas y funciones.
Y luego, “si el derecho que tiene el gobierno de ser respetado no pe-
rece sino por los más grandes crímenes o los más absurdos errores, sus faltas,
antes de esta época fatal, no dejan de ejercer cierta inuencia: la de ate-
nazar (este resultado es infalible) en la sociedad la idea de los peligros
del poder público; la de hacer que el país no vea ya con tanta claridad
su peligro y la de introducir en la justicia legal, mayormente cuando es
severa, cierta medida, o a lo menos cierta apariencia de iniquidad. Los
gobiernos que, al alejarse de la sociedad, reconocen que la sociedad se
aleja de ellos, se lisonjean frecuentemente con la esperanza de atraérsela
por medio de los rigores que emplean contra sus propios enemigos. Y
se engañan; porque la sociedad juzga de su justicia según la opinión que
forma de su propio peligro, no según la que forma del peligro de ellos42.
Así, pues, la sociedad puede no correr peligro alguno cuando su go-
bierno se halla expuesto a uno de muerte. Esta observación, exacta en ge-
neral, lo es especialísimamente cuando se trata de gobiernos de partido.
XV
“La mayor parte de las conspiraciones son vagas. Mil barreras se le-
vantan entre un gobierno y sus enemigos, y en vez de un peligro indi-
vidual y cierto, redúcese la cuestión comúnmente a un peligro social,
complicado, que es necesario construir, por decirlo así, con proyectos
confusos y medios de acción frecuentemente ridículos. (Guizot)
Del examen que hemos hecho en nuestro artículo anterior de las con-
diciones a que está necesariamente sujeta la justicia legal en materia de
delitos de imprenta, resulta que no es poderosa a modicar la naturaleza
de los hechos en medio de los cuales despliega su poder; que se ejerce res-
42 Mr. Guizot, obra citada, pág. 94.
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pecto de acciones cuya culpabilidad moral es algunas veces equívoca, cuya
intención es excusable o dudosa, cuya determinación, por lo común, es ar-
bitraria; que se ve obligada a fundar sus fallos más en el daño probable que
en la inmoralidad reconocida; que se dirige a prevenir delitos que no son
siempre ni iguales ni ciertos en todos tiempos, circunstancias y países; de-
litos que no siempre, o casi nunca, amenazan igualmente a la sociedad que
al poder supremo; que encuentran en la sociedad una disposición profun-
da a dudar de la equidad de las penas, y que dan al gobierno un aspecto
de egoísmo y de aislamiento fatal a su fuerza y destruidor de su prestigio.
Así cuando la justicia legal se ve llamada a dar su fallo sobre tales delitos,
se encuentra frente a frente con una justicia natural que desmenuza todas
estas ideas, pesa todos estos hechos, y habla con tanto más imperio cuanto
que espera ser en todo elmente obedecida43.
Pero tienen estos delitos una faz que todavía no hemos considera-
do, y que es, sin duda, la más importante de su múltiple y característica
sonomía; la más importante, porque ella sola, a no haber otras, basta-
ría para hacerlos distinguir de cualquier otra clase de delitos.
Un delito es un hecho: si no es un hecho consumado es una ten-
tativa: si no es una tentativa, es una provocación hablada o escrita; si
tampoco esto, es una intención manifestada por medio de la palabra o
de la prensa, o simplemente una opinión o una idea peligrosa emitida
en público, a la faz del país.
Los delitos de la prensa, son, y no pueden ser más que provocacio-
nes o intenciones, opiniones o ideas publicadas.
La prensa, pues excluye el secreto: la prensa es incompatible con las
tinieblas; la prensa no puede conspirar; la prensa no puede ocultar sus
acciones; la prensa carece de existencia privada y vive en público. Hay
más: la prensa lleva consigo un correctivo infalible en la publicidad y un
medio de represión moral en los debates contradictorios que suscita y
de los cuales juzgan sin apelación el criterio y la conciencia del país.
En tres clases generales pueden dividirse los delitos de la prensa:
delitos políticos, religiosos y comunes, a saber; los que se ineren al
gobierno, y a la sociedad; los que atacan la religión; los que ofenden a
43 Guizot. De la pena de muerte, página 95.
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los individuos en sus intereses o en su honor. ¿El conocimiento y fallo
de estos delitos requiere diversos tribunales? ¿Cuáles deben ser éstos?
1°. Para los gobiernos y para las sociedades, los peligros políticos
han cambiado de naturaleza: la lucha no es ya de hombres con hom-
bres, sino de sistemas con sistemas. Antes de realizarse, las doctrinas se
discuten a la luz del sol, y por mil medios diferentes; antes de conver-
tirse en hechos, las ideas son sombras que no toman cuerpo, sino por
medio de la superposición lenta y gradual de opiniones conformes,
siendo de notar que para llegar a semejante transformación se necesita
por lo común un largo transcurso de años y aun de siglos.
El poder atacado por medio de las ideas, o tiene ideas mejores que
oponer victoriosamente a sus enemigos, o queda vencido moralmente
en la lucha.
Llegado a este punto, es evidente que hay contrariedad entre el go-
bierno y la opinión, entre el gobierno y la sociedad; porque la opinión,
que es su elemento constitutivo, lo abandona, y porque la sociedad,
que es todo, se ha creado necesidades diferentes de las suyas. En seme-
jante caso, ¿hasta qué punto le es permitido reprimir por la fuerza la
espontánea manifestación del pensamiento público?
Hay, es cierto, entre la pugna legítima y la ilegítima con el gobierno
establecido de un pueblo, una escala no pequeña de modicaciones
más o menos perceptibles; pero, ora nos parezca justamente atacado,
ora lo sea en realidad con injusticia, es lo cierto que en la apreciación y
fallo de los hechos atribuidos a sus adversarios, deben tenerse en cuen-
ta varias circunstancias que hacen de todo punto inicua su participa-
ción e inuencia en el juicio y fallo de ellos.
Dejamos indicadas más arriba algunas de estas circunstancias en
la opinión que hemos emitido acerca de la índole característica de los
delitos de imprenta; índole tal, que ofrece por sí sola a los gobiernos
realmente fuertes e ilustrados el medio de prevenirlos y el de neutra-
lizar sus resultados.
Añádase otra circunstancia muy digna de ser contada entre las
principales: la de los inmensos recursos con que cuenta la autoridad,
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por sólo serlo, para resistir, en la mejora de las costumbres, en el co-
mercio íntimo y cada día mayor de las clases sociales entre sí, en los
ejércitos de que dispone como dueño absoluto, en la policía que paga,
en los empleos que distribuye.
Y luego: ¿son en todo tiempo igualmente perniciosas ciertas doc-
trinas u opiniones? A cada paso se nos ofrecen ejemplos de la profun-
da diferencia que establece un día, a las veces una hora transcurrida, en
los efectos de un artículo de periódico, modicando así esencialmente
su criminalidad respecto de la ley.
Imagínense (y el caso no es imposible) un gobierno que, por error
o por vicio de intención o por cualquier otra razón, se haya creado
necesidades diversas de las del país, y que en pugna abierta con éste,
o tan sólo con los partidos que representan mejor las opiniones ge-
nerales, apele a la violencia para sostenerse, presintiendo cercana su
ruina y próximo a estallar el rayo revolucionario. Imaginemos también
que este gobierno, dejado ya de la mano de Dios, y caído en las del
miedo, tiene por compañero de sus terrores a un partido, haciendo
por tal medio de aquel innoble y triste sentimiento una pasión colec-
tiva: ¿dirá, se atreverá a decir alguno, que semejante gobierno o parti-
do conserva sano el juicio, libre el entendimiento, entero el corazón?
¿Esperará algún cálculo, previsión, habilidad, conveniencia o justicia
de semejante gobierno o partido? ¡El miedo! ¡El miedo en los depo-
sitarios del poder! ¡El miedo, que por una necesidad fatal se aumenta
a proporción de su falta de fundamento! ¡El miedo que, según una
expresión tan ingeniosa como exacta, atrae como los pararrayos el fue-
go del cielo! ¡El miedo que se alimenta de sí mismo! Este miedo, en
los depositarios del poder público, tiene un nombre propio: se llama
Tiberio o Nerón o Domiciano.
Si el gobierno es fuerte y justo, nada tiene que temer de la prensa:
ésta, semejante al viento, no derriba sino los árboles sin raíces, o podri-
dos. En este caso, dueño y árbitro de la opinión, ¿por qué no confía a
la opinión la defensa de su causa? El jurado es su amigo.
Ningún gobierno deja de ser fuerte y justo por faltas ajenas o ex-
trañas a su propia conducta; y cuando llega al extremo de la debilidad
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y de la injusticia, su caída es inevitable y el trastorno de la sociedad
seguro. En este caso, sólo la opinión puede indicarle su error, aconse-
jarle la enmienda o imponerle el castigo. El jurado es su juez. ¿Intenta
recusarlo? Al benévolo admonitor, al amigo, al juez equitativo, suce-
derá el adversario implacable: al jurado de los hombres escogidos, la
insurrección de los hombres aviesos.
Y un gobierno, se dirá, injustamente atacado, ¿cómo se defende-
rá contra la prensa sometida al despotismo de los partidos extremos,
ciega en su encono, sistemática en su virulencia, revolucionaria en sus
propósitos? Los gobiernos que se hallan en situación semejante po-
seen tantos medios de defensa, que, hablando francamente, dudamos
que pueda hacerse con sinceridad la pregunta. Un gobierno de tal ma-
nera hostigado tiene la defensa infalible de la publicidad de sus actos; el
escudo de la opinión ilustrada por los periódicos independientes del par-
tido que lo sostiene en el poder; el apoyo de la fuerza material cimentada
sobre la fuerza moral del país; el auxilio ecaz de las leyes aplicadas por
tribunales independientes; la palanca omnipotente de las ideas sanas y
de los principios legítimos. ¿ué más quiere? ¿ué más necesita?
Existe, nalmente, una circunstancia grave que debe tenerse en
consideración para resolver el problema de que tratamos, y es la de
que los delitos políticos atribuidos, justa o injustamente, a la prensa,
traen su origen del gobierno mismo; no ya únicamente porque éste dé
margen a ellos con su marcha política, sino porque los provoca, y por
decirlo así, los crea con su conducta respecto de los periódicos. Ya se
comprenderá que aludimos al abuso que, imitado de Francia monár-
quica, han introducido aquí los gobiernos llamados constitucionales,
descendiendo a la arena de los combates políticos por medio de pe-
riódicos mercenarios que ellos mismos dirigen, o que dirigen amigos
poco celosos de su propia dignidad o independencia. En esta deplo-
rable lucha de la autoridad contra la opinión, cuyos resultados más
inmediatos son irritar las pasiones y convertir en personales las cues-
tiones de principios, al paso que el gobierno pierde su consideración;
altera los fundamentos de la publicidad legítima; se enajena la prensa
independiente dislocando en su daño las condiciones de igualdad civil
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y de concurrencia industrial; hace imposible la manifestación de opi-
niones imparciales, intermedias y moderadoras de los partidos extre-
mos: y nalmente, mantiene en el campo, que debiera ser tan pacíco,
del debate, esa irritación continua, desembozada a veces, a veces hipó-
crita y siempre corrosiva que derrama ponzoña a manos llenas sobre
hombres y cosas, siquiera sean las más elevadas y sagradas.
Más adelante tendremos ocasión de tratar con detención de los
perniciosos efectos de la prensa subvencionada. Por ahora, ciñéndo-
nos a nuestro propósito del momento, nos limitamos a deducir de lo
expuesto la necesidad y la justicia que hay de conar el conocimiento y
fallo de los delitos políticos a un tribunal independiente del gobierno;
del gobierno, juez y parte, como acabamos de ver, en todos los nego-
cios relativos a la imprenta.
De la opinión no puede ser juez sino la opinión.
De lo que a la sociedad daña o conviene en la esfera de la opinión,
no puede conocer sino la sociedad, porque ella es consubstancial con
la opinión.
Ante ella, ante su conciencia íntima, el gobierno es súbdito, no
dueño.
¿ué tribunal reúne a la ventaja de representar la opinión pública en
todos sus momentos y en todas sus transformaciones, la de ser la expre-
sión, por excelencia legítima, de la justicia de la sociedad? ¿ué tribunal
posee además la inapreciable ventaja de ser árbitro en los litigios de la
opinión y de la autoridad? ¿Cuál puede amonestar al gobierno sin me-
noscabar su prestigio? ¿Cuál puede darle fuerza sin cercenar la libertad?
El jurado.
XVI
“ue se me permita decirlo: siento un profundo desprecio hacia esos
argumentos hipócritas, que reconociendo su propia nulidad, mien-
ten sin esperanza de engañar a nadie”. (Guizot).
Los que abogan por los tribunales especiales en materia de delitos
de imprenta, se fundan en una objeción contra el jurado, y en la inde-
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pendencia y responsabilidad de los magistrados comunes.
He aquí la objeción principal que se hace contra el jurado:
“Es una carga demasiado pesada para el vecino pacíco, para el
hombre acomodado e independiente que, extraño a los deberes de
la vida pública, no sabe ni quiere correr los peligros de ella, ni arros-
trar sus dicultades y sinsabores, ni erigirse por tanto en juez de sus
conciudadanos. El hombre a quien se le coloca en tal posición, lo que
hace por lo general es absolver al periodista que se le presenta como
reo: lo absuelve porque, no tratándose de un delito contra la moral,
su conciencia le dice que el delito se ha cometido con una intención
equivocada, pero esencialmente sana; lo absuelve porque no se siente
con fuerzas bastantes para hacerse objeto de la animadversión de todo
un partido que va a pedirle cuenta de su voto; lo absuelve porque no
quiere verse al otro día en caricatura en el periódico denunciado, y
porque teme con razón que le persigan a todas partes las burlas, los
sarcasmos y los denuestos de sus adversarios44.
Esta objeción, según se ve, no va dirigida contra la institución del ju-
rado, sino contra los hombres que en España deberían, caso de estar esta-
blecido, componerlo: hombres pusilánimes a quienes la animadversión
de un partido o las burlas de un periódico retraerían del cumplimiento de
un deber sagrado; hombres sin patriotismo, para quienes la cosa pública
es un asunto extraño, al que no los liga ninguna especie de interés; hom-
bres degradados, egoístas e ignorantes, que no saben o no quieren correr los
peligros que lleva consigo el cumplimiento de los deberes de la vida pública.
Convenimos en que para semejantes hombres no se ha hecho el jurado;
pero ni tampoco la libertad, ni el gobierno representativo, ni la civiliza-
ción; lo único de que los creemos dignos y capaces, fuera de la función
animal de la digestión, es de vivir bajo el yugo de un gobierno absoluto
que les ahorre por completo el trabajo de pensar, y aun el de moverse.
Realmente no concebimos cómo puedan hacerse tales argumentos, que,
a fundarse en razón, darían de nuestra cultura, de nuestra moralidad y
patriotismo la más triste idea. Por lo demás, el periódico moderado de
44 El Comercio, periódico de Cádiz, partidario del novísimo proyecto de ley, en su número corres-
pondiente al lunes 21 de febrero próximo pasado.
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quien hemos tomado el párrafo anterior, no podía hacer en menos pa-
labras una censura más amarga del régimen político que su partido ha
impuesto a España; régimen que, viciando las ideas, trastornando los
principios y adulterando el gobierno representativo, ha dado muerte a la
vida pública, constriñéndola por medio del monopolio a ser una especie
de atributo sagrado en cierta casta privilegiada de andarines.
No obstante lo fútil de la objeción, diremos, en prueba de imparcia-
lidad, que tiene un lado serio y digno de atención; porque, en efecto, no
serían raros los ejemplos de absoluciones, a todas luces tachables de par-
cialidad, en el jurado; pero, bien examinado todo. ¿Cuál sería la causa?
¿La falta de idoneidad, de valor y de virtudes cívicas en los jueces de he-
chos? No: lo sería la desproporción y exorbitancia de las penas; lo sería
la consideración de hallarse la imprenta sujeta a injustas restricciones de
otros géneros: lo sería el deseo de vengarla contra la opresión del gobier-
no. Con cuyo motivo recordamos lo que hemos dicho ya en otra parte:
el jurado no es la única, ni quizá la principal garantía de la libertad y de
la independencia de la prensa; hay otras garantías muy importantes que
ofrecerle en su constitución scal y económica; demás de que, ninguna
reforma puede ser completa en un edicio desplomado o ruinoso, si no
arranca de los fundamentos para extenderse a todas sus partes compo-
nentes, siguiendo un plan determinado. Colóquese la prensa en sus ge-
nuinas condiciones scales e industriales, y nosotros respondemos, de
que el jurado será a la par su mejor garantía y su más ecaz moderador.
Vengamos ahora a la responsabilidad e independencia de los jueces
comunes y escudémonos, al hablar de esta materia, con las opiniones
del maestro del partido moderado español45.
En primer lugar, así en Francia como aquí, con muy pocas excep-
ciones, todas las denuncias de delitos políticos y de imprenta, se han
hecho con autorización o por mandato del gobierno. Por consiguien-
te, la acción de los scales ni es espontánea, ni es independiente.
Bajo un régimen constitucional no hay más que dos clases de ma-
gistraturas: las responsables y las independientes; y, dondequiera que
45 Mr. Guizot, De la pena de muerte, capítulo IX: todo él, porque en este punto no hacemos que
extractarlo.
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se halle el poder, exigen absolutamente de él la libertad y la justicia una
u otra de estas garantías.
Ni la elección popular ni la inmovilidad bastan por sí solas para
constituir la independencia de los jueces, porque ésta resulta a un
tiempo de ciertas condiciones legales y de otras puramente morales,
como, por ejemplo, el carácter personal del magistrado, su posición
social, la idea que tiene formada de sus deberes, las costumbres del
país, las ideas dominantes y otros varios. Conviene no dejarnos en-
gañar por palabras y no ver en los signos exteriores de las garantías, la
certidumbre y realidad de las garantías mismas.
Como quiera, si la inmovilidad no basta por sí sola para crear la
independencia de los jueces, a mayor abundamiento allí donde no
hay inmovilidad la independencia es imposible: pero existirá, dicen
algunos, la responsabilidad. Mas, por desgracia, tan difícil es crear la
una como la otra garantía, porque ambas dependen de circunstancias
morales más importantes que las que se escriben en las leyes.
La inmovilidad no es, en efecto, por sí misma una garantía ecaz y
un principio de responsabilidad efectiva, sino en provecho de la auto-
ridad suprema. Si la opinión quiere en este caso trasladar la responsa-
bilidad de los jueces al gobierno, de quien éstos dependen, se contesta:
los jueces son independientes.
¿uieren éstos, obrar como si fueran tales? Se les destituye invo-
cando contra ellos su cualidad de responsables. ¡Donoso juego!
Y en puridad, cuando toda la responsabilidad de una clase de ma-
gistrados estriba en su inmovilidad, únicamente el poder supremo
gana en ello, pues sólo ante él son responsables los jueces. Y no es esta
por cierto la responsabilidad que se necesita y buscamos: se necesita
y buscamos la que se establece, no respecto de la autoridad exclusiva-
mente, sino respecto del país, de la justicia y del interés público, sin la
cual no es sino mentira y peligro la inmovilidad judicial.
Magistrados reducidos a la condición de simples agentes no son
tales magistrados, porque su dignidad desaparece con su autoridad,
su autoridad con su libertad; de lo cual resulta verse colocados en una
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situación bastarda y mentirosa, que da al traste con el respeto que debe
inspirar, para ser útil, el ejercicio de sus funciones.
Podríamos continuar, porque las reexiones y los hechos corrobo-
rantes se agolpan de tropel a nuestra pluma: pero basta lo dicho.
1° El jurado es el tribunal llamado naturalmente a fallar a fallar
sobre los delitos de imprenta; ningún otro puede suplir por él en el
desempeño de tan importante cargo.
Es a un tiempo la mejor garantía de la libertad y el más fuerte apo-
yo del gobierno.
Sin él no hay equidad posible; y la justicia misma, por más estricta y
potente que sea, aparece velada ante el país incrédulo y prevenido de an-
temano contra la dependencia y la falta de responsabilidad de los jueces.
2° No hay razón alguna plausible qué alegar para privar al jurado
del conocimiento de los delitos religiosos de la imprenta.
En principio, y considerados estos delitos en la esfera abstracta de
la especulación losóca, no tienen existencia legal en los países que
permiten o toleran la libertad de cultos, porque cada individuo puede
adoptar y profesar en ellos públicamente sus principios religiosos.
No es esto, por desgracia, el estado de las cosas en España; pero res-
petando el que existe, sostenemos, no obstante: primero, que el previo
examen y censura de los escritos religiosos por los diocesanos es una dis-
posición contraria a la ley fundamental del Estado y un anacronismo en
nuestra época; segundo, que las leyes no pueden extender su imperio a las
conciencias, sino limitarse a las acciones externas, únicas susceptibles de
coacción judicial; tercero, que tales acciones en tanto deben estar sujetas
a castigo, en cuanto pasan de los límites de meras opiniones; cuarto, que
su calicación debe partir del supuesto de que tales acciones perturben el
libre ejercicio del culto o provoquen públicamente a su inobservancia u
ofensa; quinto, que cualquiera otra calicación fundada en principios teo-
lógicos convertiría a los tribunales civiles en una nueva Inquisición, o, lo
que sería igualmente fatal a los intereses y al prestigio de la religión, en un
palenque borrascoso de interminables disputas, que so color de conservar
la unidad religiosa, semejante método introduciría la división en la Iglesia,
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abriendo la puerta a polémicas fomentadoras de cismas y herejías, y sem-
brando en el país los gérmenes, por desgracia harto fecundos, del escepti-
cismo y de la indiferencia religiosa; séptimo, que el Estado, aun cuando
reconozca y proteja, como sucede entre nosotros, una religión dominante,
debe limitarse a auxiliarla y protegerla con el carácter de una elevada y es-
pecial policía46: y octavo, nalmente, que fundada en tales principios la
clasicación de los delitos religiosos de imprenta, y supuesta una reforma
radical y completa en la institución, no hay motivo alguno que razonable-
mente pueda alegarse para privar al jurado de su conocimiento y fallo47.
3° Tal es nuestro respeto a la dignidad individual; tal la importan-
cia que damos al honor de los hombres, al sosiego de las familias, al
decoro y majestad de las costumbres, a los fueros en n de la libertad
y de la moral, que no dudamos un instante en señalar a los delitos co-
munes de la prensa un lugar de los más importantes en la clasicación
general de sus actos y en la escala gradual de la responsabilidad en que
incurren. Estas opiniones no obstan, sin embargo, para que sigamos
considerando al jurado como único tribunal conveniente para cono-
cer de ellos y juzgarlos: salvo que, reconociendo como indispensable y
absoluta la necesidad de colocar el honor de los hombres y la santidad
del hogar doméstico a cubierto del pernicioso inujo de las pasiones
políticas y de la obcecación, frecuentemente inmoral de los partidos,
aconsejamos, que para solo el caso de delitos comunes, se halle sujeta
la calicación absolutoria de los jueces de hecho a apelación ante un
tribunal constituido, de los de la jerarquía civil del país.
XVII
A ninguna ley le es dado hacer que la justicia de una pena no sea valo-
rada en la opinión de los hombres, principalmente según la gravedad
moral del delito.(Guizot).
Si después de lo dicho acerca de la índole de los delitos de imprenta,
quisiésemos calicar la legislación penal española partiendo de la incon-
46 Lecciones de derecho penal, pronunciadas en el Ateneo por don Joaquín Pacheco.
47 Véase un interesante folleto recientemente publicado, que lleva por título: Observaciones sobre el
proyecto de código penal y de ley de imprenta, en la parte que se reere a delitos religiosos.
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cusa verdad que hemos colocado por epígrafe de este artículo, ¿qué diría-
mos de ella? ¿ué de la que propone el amante proyecto del gobierno?
Este proyecto es una mina tan rica de dislates, que cada vez que
lo leemos encontramos nuevos motivos de asombro; por manera que
contra nuestro propósito ya manifestado, de dejarlo en paz, volvemos,
no sin repugnancia, a la carga, cumpliendo con la obligación de poner
de maniesto sus crasísimos errores, o su insigne mala fe.
Multa, prisión e inhabilitación para obtener empleos, honores y con-
decoraciones, son las penas aparentes que impone el decreto a los delitos
de la prensa: y si se considera que los límites extremos de la primera son
20 y 60.000 rs., y los de la segunda dos y seis años, podremos decir con
razón que las penas reales son la conscación, un encierro en fortaleza
muy parecido a presidio, y la privación de los derechos políticos.
Abstengámonos por lo pronto de hacer observaciones acerca de
esta nomenclatura penal, y pasemos adelante.
Los delitos contra la persona o dignidad del Rey; los que come-
ta la prensa contra la persona o dignidad del inmediato sucesor a la
Corona, del consorte del Rey, de sus ascendientes en línea recta; y,
nalmente, los delitos contra la seguridad del Estado, gozan por el de-
creto del singular privilegio de ser castigados a la vez, nada menos que
con las tres penas o púas que forma el tridente del título VII, que será
famoso entre todos los títulos de leyes por su propia losofía.
Los delitos contra la sociedad, la religión, el gobierno, los sobe-
ranos extranjeros y los particulares, no se hallan tan honrados por el
decreto, y tan sólo son acreedores a multa, según él: el castigo y la
privación de los derechos políticos son por la cuenta penas muy aris-
tocráticas para ser prodigadas.
Adelante.
Como según este liberalísimo decreto rayaría en lo imposible que
el gobierno favorecido en todos sentidos por él, hiciese condenar tres
veces en doce meses un diario político, el artículo 41 dispone que
cuando se dé un milagro de esta especie quede suprimido el periódico
delincuente. Es verdad que las tres condenas han de ser impuestas, no
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por toda clase de delitos, sino por aquellos susodichos contra las per-
sonas reales, la seguridad del Estado y el orden público. También es
verdad que la supresión del periódico o lo que es lo mismo, su muerte
en garrote vil, debe acordarse en Consejo de Ministros. Y es verdad
igualmente que esta pena nal, equivalente al despojo forzoso y sin
indemnización, es la cuarta en la vida del difunto; salvo que las tres
primeras han sido en detal, y la última en grueso. De cuyas tres verda-
des resulta una cuarta verdad que le sirve de complemento: y que es
sólo en España donde se ven verdades de semejante calibre.
Adelante.
Como tres condenas en un año, y el subsiguiente homicidio pe-
riodístico político podían muy bien parecer cosas escandalosas aun
a los ojos inescandalizables del partido moderado, el ingenioso autor
del decreto, después de rascarse la cabeza, halló que tenía chiste matar
a los periódicos de una manera indirecta, sin necesidad de disponer
con trabajo y éxito dudoso la máquina de una porción de operaciones
prolijas. Y en consecuencia, tomó la pluma, y ordenó gallardamente
en los artículos 45 y 46, que el periódico quede suspendido si a los tres
días de exigidas las penas pecuniarias, no se completa el depósito por
el editor, y también desde el instante en que se decrete la prisión de
este infeliz. Por consecuencia de la última disposición, los editores res-
ponsables van a ser para los periódicos un disparate sumamente caro y
para los interesados un ocio utilísimo mejor que ninguna canonjía, a
causa de verse obligados los primeros a tener en reserva una colección
de los segundos que ofrecer sucesivamente al cancerbero scal sin po-
der calmar nunca su apetito.
Adelante.
Ya tenemos en el artículo 41 un medio directo, y en los 45 y 46 dos
indirectos de matar periódicos. En el 106 se hallará el curioso lector
uno ecaz para matar la institución misma de la prensa; pues no bas-
tando al parecer la rica nomenclatura de delitos asentada magistral-
mente en el famoso título VI, se crea uno nuevo que hace imposible
la publicidad de las defensas. Este artículo, combinado con el 96 del
proyecto, vale, por el ingenio previsor que revelan, tanto como la obra
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toda con sus quince títulos y sus ciento veinte y siete artículos; menos
el último de éstos, único bueno entre todos, por ser el último y por
establecer una práctica que quisiéramos ver generalizada a todas las
leyes y decretos; a saber, la de derogar en el último los anteriores sobre
el mismo asunto, a n de simplicar la legislación.
Pero, dejando ya el proyecto de decreto para volver a la razón, sen-
taremos el principio de que la imposición simultánea de las únicas tres
penas que reconoce, a un solo delito, por más que éste sea o parezca
ser el más grave y odioso de que puede hacerse culpable un periódico,
no se halla justicada por ningún motivo plausible que se deduzca de
la inmoralidad intrínseca de los actos, ni del perjuicio social que pro-
duzcan, ni de la justa represión que debe imponérseles, ni de la ecacia
que debe llevar consigo esa represión para que sea útil, ni del ejemplo
saludable que debe presentar en sus efectos.
Por regla general, las penas de los delitos en que no predomina
el elemento de la inmoralidad de la acción deben ser y conviene a la
autoridad que sean sumamente moderadas, para que no se exciten la
censura de opinión, ni provoquen odio a los tribunales, ni exacerben
las pasiones, ni susciten resistencias morales de ningún género. En este
caso, como ya lo hemos probado, se hallan los delitos de la prensa.
Hay, además, en favor de la templanza y sobriedad del sistema pe-
nal en esta clase de delitos, una razón victoriosa que se desprende de
la índole del tribunal llamado naturalmente a conocer de ellos: el ju-
rado. Representante de la opinión, órgano suyo y juez en su nombre,
el jurado estará siempre en pugna con la autoridad, si ésta falsea por su
base la justicia constituyéndose en perseguidor ocioso de la prensa,
abrumándola con penas que no guardan proporción con la crimina-
lidad real de sus actos, y, lo que es más, ahogándola con la imposición
simultánea de muchas de ellas, equivalentes al más grave castigo seña-
lado en las leyes comunes a los crímenes ordinarios.
Ni perdamos de vista una consideración gravísima, que natural-
mente se presenta aquí acerca, no ya solamente de la cuantía, sino de
la naturaleza de estas penas.
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¿Hasta qué punto deben imponerse a los periódicos las pecunia-
rias? Nuestra respuesta es fácil: hasta el punto en que no alteren pro-
fundamente las condiciones industriales de las empresas; porque mi-
nar éstas, es minar la publicidad.
No sabemos qué idea se han formado algunos gobiernos de la im-
prenta; pero es lo cierto que, caso de ser una idea, en una idea muy
original, según la manera marcial con que la tratan, llegando, como
acabamos de ver en el examen del novísimo proyecto, hasta el extremo
de conscarla y aun de suprimirla en muchos casos.
¡Pues qué! ¿Un periódico, por sólo serlo, deja de estar comprendi-
do en la nomenclatura legal de las propiedades que la ley ampara con
su égida poderosa? Y si es una propiedad como cualquier otra, ¿por
qué se la pone fuera de la ley común para ciertos efectos de jurispru-
dencia universal, tales como la conscación y la supresión? ¿Y qué son
las multas exorbitantes y la privación de publicidad, sino conscación
y supresión? ¿Puede ni debe decretarlas el gobierno en perjuicio de
cualquiera otra propiedad de distinto género?
Nosotros no abogamos por la impunidad de los delitos de impren-
ta. Lejos de eso, queremos que las penas que se les impongan sean e-
caces y equitativas; y en que sean ecaces y equitativas no gana única-
mente la justicia: gana, más que nadie, la autoridad.
Multas de pequeña cuantía; prisión por pocos meses: indemniza-
ción de perjuicios hechos a un tercero en los delitos comunes: he aquí
las penas, en nuestro sentir únicas ecaces y equitativas, y como tales
únicas convenientes.
Las multas exorbitantes no se imponen o se imponen con repug-
nancia, aun por los tribunales más sujetos al predominio del gobierno;
trastornan las condiciones industriales de las empresas, desnivelando la
concurrencia en favor de los periódicos ministeriales; son en realidad
ilusorias, porque los periódicos condenados las hacen pesar por lo co-
n sobre sus amigos políticos y sus suscriptores, dando así ocasión a
un abuso que convendría extirpar en honor de la prensa y del gobierno
mismo; convierte la oposición, de ocasional en sistemática; ahondan las
simas que dividen a los partidos; atacan la propiedad: minan por su base
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la publicidad legítima y dan un ensanche vicioso a la ilegítima.
La prisión prolongada, peor que el destierro y equivalente a la pena de
presidio, es cruel, no guarda proporción con la índole y tendencia de los
delitos de imprenta, se impone con dicultad por ser repugnante a la con-
ciencia pública, deja subsistentes los abusos que la ley ha querido castigar y
da a la sanción legal el carácter odioso de una persecución política.
La indemnización a tercero en los delitos comunes de la prensa es
de estricta justicia.
uisiéramos persuadir al gobierno de una verdad que para nosotros no
tiene sombra de duda, ni caso alguno de excepción; y es que siempre ha sido
una triste y peligrosa situación para la autoridad pública, la de hacer una con-
dición principal de existencia de las faltas y errores del pueblo, y la de tener que
buscar fuerza beneciando la mina de sus aquezas pasadas o presentes48.
Y esto es precisamente lo que hace un gobierno, cuando de propo-
ner por sistema la resistencia para vivir en una perpetua lucha, como
aquellos antiguos caballeros que decían:
mis arreos son las armas
mi descanso el pelear
¿Ignora por ventura, que toda acción violenta provoca una reac-
ción proporcionada, y que si la pena oece un ejemplo, el delito tiene
también el suyo con ecuencia más ecaz?49
XVIII
“Si tuviera que hacer una ley de imprenta, la reduciría a muy pocas pala-
bras: suprimiría el sello, quitaría de esta manera el monopolio a los perió-
dicos, y sobre todo, emplearía por mí mismo la publicidad.(Lamartine).
“La prensa lleva consigo su Constitución, y nada la comprimirá.
(Lord Chatam).
Manifestadas ya claramente nuestras opiniones acerca de las bases
sobre qué debe fundarse una legislación liberal y útil de imprenta, en la
48 Guizot, De la pena de muerte, pág. 133.
49 Íd. íd, íd.
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parte económica, en la administrativa y en la penal, nada tendríamos
que añadir sobre esta importante materia, si no conviniera abogar, en
favor del justo equilibrio de las fuerzas sociales, por las garantías del
gobierno contra los descarríos de la opinión contra las violencias del
gobierno.
Estas garantías de la autoridad se hallan comprendidas en una dis-
posición sencillísima, asequible, legal y barata: la publicación de una
gaceta ocial, no cual la que hoy existe, mezquina, pobre, imperfecta,
sino de una que abrace, como registro general del estado político del
país, el texto el e imparcial de los debates legislativos; el de los de-
bates judiciales importantes; los actos ociales; los proyectos de ley;
los despachos telegrácos; los movimientos administrativos; los nom-
bramientos a empleos; las destituciones, separaciones y ascensos; el
movimiento de las aduanas; los documentos estadísticos; las cuentas
del gobierno; la aplicación práctica de los presupuestos; las noticias de
un interés general relativas al comercio, a la agricultura, a las ciencias
y a las artes; cuanto interese y honre a España las más dignas produc-
ciones del talento; las obras maestras de las artes; los descubrimientos
y sus aplicaciones útiles; los medios todos de mejorar la condición de
las clases sociales y de dar ensanche y vuelo a sus facultades morales.
Este periódico ocial no tendría para Madrid y las provincias más
que el módico precio de ciento cincuenta reales anuales.
En punto a polémica, no convendría jamás sino la recticación
breve y severa de los hechos erróneos o de las inculpaciones gratuitas,
sin ataques ni comentarios.
Reemplazaría al Diario de las Sesiones.
Daría gratuitamente y a tiempo oportuno, el texto de los debates
legislativos a los periódicos de la capital y éstos tendrían la obligación
de insertarlo íntegro en sus columnas.
Veamos las objeciones que pueden hacerse a este proyecto.
¿Su costo absoluto? Téngase presente que el proyecto empieza por
hacer una gran reforma, suprimiendo, a la par que vulgarizando, el
Diario de las Sesiones.
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¿Las dicultades materiales de impresión a consecuencia del crecido
mero de suscriptores que obtendría en breve e indispensablemente
el periódico ocial? Este inconveniente puede obviarse subdividiendo
la composición, y adquiriendo prensas que como algunas de Inglaterra
imprimen en 12 horas 50.000 ejemplares. Bastaría doblar la composición
para obtener en el mismo espacio de tiempo 100.000 de ellos.
¿La baratura del precio? Tiene sobradas compensaciones. El trans-
porte es gratuito, un gran número de suscripciones puede y debe ser
obligatorio, y hay un medio facilísimo de suprimir una porción de
pormenores administrativos costosos, tales como el cierre y los repar-
tidores. Este medio es el de encargar a todos los agentes públicos de
correos el servicio de las suscripciones a los agentes de policía, me-
diante una graticación a éstos, y un tanto por ciento sobre el precio
de las suscripciones a los otros.
Y por otra parte, ¿quién habla de dicultades materiales cuando se
trata de un pensamiento fecundo en grandes, en inmensas consecuen-
cias morales? He aquí, sumariamente enunciadas, esas consecuencias.
El periódico ocial pondría al país en estado de juzgar directamen-
te, y por medio de una transmisión rápida de comunicaciones ociales
y de noticias auténticas; de juzgar, decimos, por sí mismo, los actos de
la autoridad y las personas que la ejercen, antes de que su ánimo haya
recibido las impresiones del espíritu de partido.
Haría desaparecer muchas divisiones y demarcaciones de partido
que la prensa periódica fomenta ahora obligada por la necesidad de
alimentarse.
Formaría una opinión pública más ilustrada, independiente e imparcial.
Substituiría la publicidad impasible y verídica, a la polémica apa-
sionada y falsicadora.
Destruiría los monopolios mercantiles que se ejercen sobre la opi-
nión pública, restituyendo a todos y a cada uno su propia libertad de
opinión sobre los hechos.
Por la obligación (obligación a todas luces justa) impuesta a los
periódicos de reproducir íntegramente los debates legislativos, unifor-
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maría la prensa en forma y en verdad: en verdad, porque ya no sería
dado a los periódicos falsicar la tribuna parlamentaria; en forma,
porque desaparecerían los pequeños con gran benecio del público.
Las otras reformas que hemos propuesto para la prensa facilitarían a
todas las empresas los medios de aumentar y mejorar las publicaciones
de un modo ventajoso, de honra y lucro propios.
Excluyendo la apología ociosa del gobierno y de sus actos, y limi-
tándose a la publicación y recticación de la verdad, el periódico o-
cial podría fácilmente formar una coalición de escritores eminentes,
en un terreno neutro, nuevo y espacioso.
Tenemos la más íntima convicción de que esta reforma, unida a las
otras que hemos indicado, modicaría radicalmente ña naturaleza del
periodismo, con ventaja de las instituciones y de la autoridad pública.
Así constituida, con miras grandiosas de orden público, de respeto a la
autoridad suprema, de veneración a las instituciones y de amor al país, la pu-
blicidad ennoblecida es una idea que debe acoger con júbilo todos los ami-
gos ilustrados y sinceros de las libertades públicas, y cuya ejecución, como re-
forma de elevada política y de sana previsión social, está reservada al primer
ministro que quiera hacer glorioso su nombre, conciliando el progreso de las
instituciones políticas con la estabilidad del poder supremo; la libertad con
el orden y el progreso de la civilización con la monarquía.
Por último, un periódico ocial, constituido del modo que indica-
mos, acabaría de hacer conocer lo mucho que perjudican a los gobiernos
periódicos subvencionados para darles siempre la razón y para tributarles
elogios insensatos, mil veces más peligrosos que la injusticia y la calumnia.
Hacer mercenaria la prensa periódica es alterar el principio de la
publicidad, y componer mayorías cticias con perjuicio de los verda-
deros intereses del país.
Es corromper la opinión pública.
Comprar la apología es ofrecer salario a la mentira y a las injurias.
Proceder así es desmoralizar esa no pequeña parte de la juventud
que por resultado de una educación imperfecta, sólo ha adquirido una
deplorable facilidad de escribir.
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Enseñarle que la agresión, la mentira, los sosmas, el disimulo, y
en muchos casos la difamación, son un camino seguro de empleos, ho-
nores y recompensas, ¿no es hacer el abuso más deplorable del tráco
más ignominioso?
Los escritores jóvenes partidarios del gobierno, pero independien-
tes por carácter y pundonorosos, o le niegan el auxilio de su pluma, o
la esgrimen contra él, temerosos de que una sospecha de venalidad los
manche y deshonre.
La corrupción erigida por este medio en sistema, menoscaba la
consideración de los gobiernos, y la de los escritores que se declaran
partidarios suyos.
“Corromper no es vencer las dicultades que trae consigo el arte
de gobernar; no es ni tan siquiera eludirlas: es acumularlas aplazándo-
las; es tan solo retardar la caída50.
“Fue siempre un arte grande, a la par que difícil, aun antes de la li-
bertad de la prensa y de la necesidad de las mayorías parlamentarias, el
de asegurar la paz y la dicha de un pueblo; pero jamás fue la corrupción
uno de sus preceptos, porque la corrupción nunca ha sido más que la
política de los gobiernos sin alteza y sin buena fe, la habilidad de los
ministros incapaces, y el síntoma precursor de la muerte de los sistemas51.
Por otra parte, ¿a qué conduciría la inmoralidad de la prensa asala-
riada, desde el momento en que un sistema de amplia, legal y generosa
publicidad diese a un buen gobierno un escudo impenetrable a las ar-
mas de sus enemigos?
Solicitado el periódico ocial hasta en los rincones más apartados
del reino, en todos difundiría luz y verdad; y a causa de la baratura de
su precio y de la autenticidad y abundancia de sus noticias, no sólo
modicaría profundamente la opinión, sino que podría llegar a ser
una pingüe renta del Tesoro. Su ejemplo, además, serviría de estímulo
al resto de la prensa para mejorar sus producciones. Y como de su re-
50 Moniteur, 30 de abril de 1835. Discusión de los fondos secretos.
51 Estudios Políticos, pág. 353. Véanse en esta obra los capítulos VI y VII del opúsculo titulado: De la prensa
periódica en el siglo XIX, pues de ellas hemos tomado las principales ideas de este artículo. Las pala-
bras de Girardin que acabamos de citar son tanto más notables cuanto que fueron escritas en 1816.
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dacción debía desterrarse la polémica, las opiniones políticas no obs-
tarían en manera alguna a su circulación, mayormente cuando podría
ofrecer la ventaja de dar con veinte y cuatro horas de anticipación los
despachos telegrácos, las comunicaciones ociales, los movimientos
administrativos, los nombramientos o empleos, y, en n, cuantas noti-
cias facilitan el estudio de los actos del gobierno.
Moralidad, crédito, economía, fuerza: he aquí lo que signica en
nuestro idioma político la organización de la prensa ocial, a condi-
ción de que se la ligue al sistema general de reformas que proponemos
para la institución en su conjunto. ¿Serán por ventura enemigos del
gobierno los que de tal modo quieren acreditarlo y fortalecerlo?
XIX
“La prensa, amiga o enemiga, guarda mejor las fronteras y lo interior
del reino que los ejércitos.
»Confesémoslo: la mitad quizá de nuestros electores tienen más bien
el instinto que el conocimiento de la libertad. La sienten pero no la
reconocen todavía. Obran por impulso.
»El pobre y el rico no se mejoran sino ilustrándose”. (Cormenin).
Resumamos lo que hasta aquí hemos dicho acerca de los principios
generales que deben servir de base a una reforma racional de la legis-
lación de imprenta.
ue el gobierno representativo rinda homenaje al principio de la pu-
blicidad, no por medio de impuros sacricios hechos a la venalidad por
el cohecho y a la inmoralidad por la corrupción, sino organizando la pu-
blicidad de ocio, de modo que ésta pueda elevarse a la categoría de una
grande institución política. He aquí la primera reforma indispensable.
No más depósito; no más derechos de correos; no más editores re-
dentores; no más carencia de responsabilidad en la prensa acogida a la
salvaguardia del anónimo, no más error ni mentira. La prensa perió-
dica, para ser libre, necesita ser independiente, y no será jamás inde-
pendiente mientras subsistan los pechos y gravámenes scales que la
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obligan a arrojarse en brazos de la polémica militante, para buscar un
sustento escaso y una vida precaria y turbulenta. “Para que un poder
sea seguro y constitucional, necesita estar sujeto a responsabilidad: el
poder de la prensa anónima es un poder irresponsable”52 libertad, sin-
ceridad, probidad: nada más pedimos.
Destiérrese las clasicaciones arbitrarias y absurdas de los delitos
de imprenta: establézcase su sistema penal sobre fundamentos losó-
cos, y, sin temor a añejas e infundadas preocupaciones, sométase al
jurado el conocimiento y fallo de sus delitos.
He aquí las garantías esenciales del derecho; en ellas está la verdad;
en la verdad la salud.
Es preciso que la responsabilidad de los escritores no sea una ilu-
sión vana, o una cción deplorable: queremos que la profesión de es-
cribir para el público se eleve a la misma altura que los más dignos y
mejor desempeñados magisterios sociales.
Es preciso que la edad, la experiencia y la posición social de un
director de periódico y de sus colaboradores ofrezcan todas las seguri-
dades vanamente pedidas hasta hoy, no a la moralidad de los hombres,
sino a la suma variable de los depósitos.
Es preciso poner en armonía las instituciones ligando la de la im-
prenta a las demás que forman el sistema político del reino. En su con-
secuencia, el hombre que puede hacer oír su voz en la tribuna parlamen-
taria, puede también alzarla en la tribuna de la prensa y el que puede
elegir a un diputado, se halla en el caso de poder juzgar a un escritor. Las
garantías que sirven al diputado, serán, pues, las mismas que se exijan al
director de un periódico, y todo elector será jurado de imprenta.
Es preciso para la seguridad del gobierno, para la seguridad del
país, y en honor de la prensa, que pueda haber tantos escritos per-
dicos como hombres ilustrados poseedores de una mediana fortuna, y
con deseos de concurrir a la propagación de las ideas útiles.
Es preciso que se acabe para siempre la centralización de la prensa:
plétora de la opinión que amenaza muerte súbita a todos los sistemas
52 Eduardo Litton Bulwer. England and the English. Libro 4°, capítulo 1°, página 253.
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de gobierno. Escarmentemos en los ejemplos que nos ofrecen la Fran-
cia de 1838 y la Francia de 1848.
Es preciso que cada provincia, que cada distrito electoral, que cada
pueblo, si es posible, tenga con el tiempo, y a favor de nuestro método,
un periódico que sea la expresión de sus intereses materiales y morales.
Es preciso que las ideas nazcan y crezcan naturalmente en sus te-
rrenos indígenas, sin necesidad de venir a madurarse a destiempo en
la estufa abrasadora de la prensa central. El derecho de iniciativa no
pertenece exclusivamente a nadie, o pertenece a la verdad.
Es preciso que la prensa adquiera la mayor nobleza y dignidad posi-
bles, pues sólo a este precio será ilustrada y conciliadora; sólo a este precio
dejará de ser intérprete de las pasiones de los partidos, para convertirse en
órgano de sus intereses legítimos como representación verdadera del país.
Es preciso que la tribuna parlamentaria y la de la prensa sean ému-
las, no rivales.
Es preciso que en la prensa haya sitio para todas las opiniones, las
extremas y las intermedias; las de libertad y las de orden; las de partido
y las de gobierno; pero todas espontáneas o independientes.
Es preciso que los periódicos no sean más que los prefacios políticos de
la vida parlamentaria53.
He aquí las garantías esenciales que constituyen el deber.
En la justa organización del derecho y del deber estriba la salud de
las naciones, el progreso de la civilización y el destino de la humanidad.
Todos los medios civilizadores deben formar alianza perpetua: el
Parlamento, las asociaciones, el púlpito, la prensa: ésta es la verdadera
Santa Alianza: la alianza de derecho divino.
¿No ha sucedido a la igualdad cristiana la igualdad civil? Pues que
al imperio de la fuerza suceda el de la opinión. La fuerza no organiza:
reprime. Pero reprimir no es gobernar: es abogar, y cuando más, con-
servar. Conservar, sin embargo, dista poco de inmovilizar, y todo lo
que se detiene perece: sólo lo que progresa vive.
53 Estudios Políticos. Consúltese el capítulo VII del opúsculo De la prensa periódica en el siglo XIX.
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Gobernar por medio de la prensa empleando como medio la opi-
nión y como impulso las ideas: tal es la ley imperiosa de los gobiernos
modernos; ley que cumplida religiosamente por un hombre de Estado
digno de este glorioso título, pondrá en sus manos un auxiliar podero-
so contra el cual serían inútiles la astucia y la fuerza, las ideas anárqui-
cas y las revoluciones prematuras.
Tal es el problema grandioso para cuya resolución, unas veces ape-
lando a nuestra escasa inteligencia, y valiéndonos otras (que son las
más) del fruto de inteligencias superiores, hemos ofrecido algunos da-
tos al gobierno de la patria, sin mira ninguna de interés personal; sin
odios; sin ira; libre la mente de preocupaciones de partido.
Acaso sea para algunos un defecto esa independencia; pero debe
tenerse presente que no es ella voluntaria, sino forzosa; que no proce-
de de la manera de ver las cosas, sino de las cosas mismas. La prensa es
superior a los partidos, y los domina a todos: su elemento constitutivo
es la publicidad; sus medios, la razón; su n, el esclarecimiento de la
verdad. Publicidad, razón, verdad, son o deben ser iguales para todos.
La prensa no tiene partidos: es de todos los partidos, y su legítima or-
ganización está sujeta a principios invariables, comunes a todos los de la
gran familia liberal. ¿ué es la prensa? La ocina que elabora las opinio-
nes; el aparato de la química social que nutre y mantiene los miembros
todos del Estado. Parte integrante de la libertad y de la igualdad, posee
los caracteres de estos dos grandes derechos; o existe o no existe; si lo
primero, vive para todos; si lo segundo, para todos muere.
ue no sea, pues, objeción contra nuestro sistema el que convenga
a todos los partidos liberales que de buena fe se propongan hermanar
la libertad con el orden y el gobierno con el pueblo; antes nos sirva
de recomendación, siquiera sea ésta la única que merezcan nuestras
opiniones, el haberlas hecho girar alrededor del eje de la verdad im-
personal y abstracta, único rme, universal e incontrastable.
Acaso hubiéramos debido condensar, por decirlo así, nuestros prin-
cipios generales aplicándolos, para su esclarecimiento y comprobación,
a un proyecto de ley con su correspondiente aparato de artículos; pero
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semejante método exigía pormenores a que no se prestan fácilmente las
estrechas columnas de un periódico; y era ya tiempo, por otra parte, de
concluir estos estudios, sobrado largos para su poco mérito, y quizás so-
brado enojosos para el común de los lectores habituales de diarios políti-
cos; mayormente hoy, que la hoguera revolucionaria de la nación vecina
eleva hasta el cielo sus enormes lenguas de fuego, tiñendo de rojos co-
lores los horizontes, calentando cabezas, haciendo hervir corazones que
ya no aciertan a palpitar sino con las emociones de que les ofrece ella
abundantísimo pasto en su continuo movimiento.
Por lo visto, pues, asaz largamente hemos abusado de la paciencia
de aquella parte del público que tiene por costumbre ocuparse más en
los negocios ajenos que en los propios; y también de la de aquella otra,
que, más inteligente o menos generosa, ha adquirido con la lectura
el derecho de exigirnos más saber del que hemos demostrado en este
imperfecto trabajo.
A todos pedimos humildemente perdón, dando por disculpa
nuestro buen deseo y sanas intenciones.
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REVISTA POLÍTICA
(1854-1855)1
1 Colección de artículos de política española, publicados en la Revista de Ambos Mundos, Madrid.
1854 y 1855. Iban firmados con las iniciales R. M. B., correspondientes a Rafael María Baralt.
Una sola vez firmó la “Revista Política” con el nombre completo. (Nota de P. G.).
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reVista polítiCa2
Siendo ésta la primera que incluimos en las páginas de nuestra
publicación, parecía natural que la hiciésemos preceder de una intro-
ducción que, epilogando los principales sucesos de nuestra revolución
contemporánea, y por decirlo así, vigente, diese idea del carácter de
la situación actual, y nos iniciase en el conocimiento, preparatorio e
indispensable, de los hombres que la dirigen y de las circunstancias
que la acompañan; con lo cual, poseedores de un hilo conductor tal
cual seguro, podríamos internarnos con conanza en el laberinto de la
sociedad de nuestros días y aun predecir hasta cierto punto sus trans-
formaciones sucesivas.
Por fortuna, los lectores de la Revista Española de Ambos Mun-
dos hallarán en los últimos números de su primera época una historia
documentada de la revolución de junio y julio que hoy determina y
constituye el fondo necesario de la situación que alcanzamos; y puesto
que esa historia no contiene toda la suma de apreciaciones losócas
indispensables para representarnos al vivo la sonomía moral de nues-
tro tiempo, todavía (según el juicioso propósito de su autor), nos da
luces bastantes para seguir sin tropiezo el curso de los sucesos del día,
excusándonos la enojosa y larga tarea de tomar las cosas desde el huevo
de Leda, como dice el buen Horacio.
Dejando, pues, atrás las cosas pasadas, y ateniéndonos sólo a las pre-
sentes para narrarlas y aun juzgarlas con el carácter sintético que convie-
ne a una reseña de la naturaleza de esta que emprendemos, empezamos
por decir que desde el alboroto o cascabelada ocurrida el 28 de agosto
en las calles de Madrid con motivo de la salida cuasi furtiva de doña
2 Publicada en la Revista de Ambos Mundos, vol. 2, pp. 773-783 (N. del E.).
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María Cristina de Borbón, apenas hay hechos que registrar en los ana-
les revolucionarios: es decir, hechos característicos y graves, de aquellos
que jan, determinan o preparan un estado de cosas fecundo y duradero
en la esfera de la administración o del gobierno de los pueblos; porque
hechos comunes, equívocos o incoloros ocurren cada día en las regio-
nes ociales, sin promover ningún cambio o alteración notable en la
gobernación ni en la política. Más claro: el Ministerio (a quien induda-
blemente dio gran fuerza el motín abortado, según unos, y según otros
reprimido el 28 de agosto), parece herido desde entonces de súbita e
incurable parálisis; así que, cuando todos creíamos que aprovechándose
hábilmente de aquel suceso, trataría de resolver en provecho propio y
del país la cuestión de orden público, le vemos, no sin asombro y dolor,
reducido a hacer, de propia voluntad y sin motivo alguno razonable, el
papel de espectador indiferente o distraído del terrible drama que hoy se
representa y en que debiera gurar como esencial protagonista.
¿Cuál es, pues, hoy la situación?
Hablando en general, bien se puede decir que es una situación de
expectativa. El gobierno espera que las futuras Cortes Constituyentes
resolverán felizmente las cuestiones pendientes; y entretanto se cruza
de brazos. Los partidos esperan triunfar en las elecciones; los enemigos
de la revolución esperan, o que éstas no se veriquen, o que vericadas
lleven al Congreso general elementos que coadyuven a sus nes; los
tímidos esperan el auxilio de la Providencia; los atrevidos esperan en
la ecacia de la fuerza. Sólo el pueblo, que paga y padece cada día, sin
ver en ninguno, luz ni asomo de esperanza, empieza a caer postrado en
brazos de la desesperación y del escepticismo.
Esta es, en globo, la situación. Examinémosla ahora por menor en
cada uno de los elementos de que se compone y son la Hacienda, el
orden público, la gobernación, el estado interior y el de las relaciones
exteriores del reino, los partidos, las elecciones, las próximas Cortes
Constituyentes.
La Hacienda. El estado de ésta no es próspero a juzgar por los do-
cumentos ociales que el celo y la honradez del señor Collado han
hecho públicos. Aceptado el guarismo de 707 millones en que se 
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el descubierto del Tesoro para el 25 de agosto del presente año, la pre-
gunta que inmediatamente se ocurre es si el peso de una cantidad se-
mejante superará las fuerzas de la hacienda nacional, o si habrá medio
de sobrellevarle por algún tiempo con esperanza fundada de libertarse
de él al n y al cabo. Oigamos lo que dice el señor Ministro del ramo
en la Exposición a S. M. manifestándole la situación económica del país
a la subida del actual Ministerio, y que se publicó en la Gaceta del 26
del mismo agosto.
“Ese descubierto enorme en que aparece el Tesoro, y que se ha re-
producido y está en camino de crecer después de los sucesivos y diver-
sos arreglos que en el transcurso de pocos años han sufrido las deudas
del Erario, está probando que el Presupuesto dista mucho de su equili-
brio; que hay un décit grande y permanente, que no desaparecerá sin
radicales reformas que necesariamente tienen que afectar a las clases
dependientes del Tesoro, y que impone al Gobierno la mayor pruden-
cia y muchísimo tino al tocar a los impuestos existentes. Las clases no
pueden pretender la integridad de sus actuales haberes, ni los contri-
buyentes la disminución de sus tributos: la igualación de los ingresos y
de los gastos, cuando el exceso de éstos a aquellos es tan considerable,
y habrá de ser doblemente mayor cuando la consolidación de la deuda
pública llegue a su ximum, y cuando hayan de consagrarse al fo-
mento del país los medios que viene reclamando, no puede ser la obra
de diminutas y parciales alteraciones, sino el resultado de una reforma
fundamental en todos los servicios y gastos públicos, y sobre la base
del acrecentamiento simultáneo de los ingresos del Tesoro.
»Con estas convicciones, que son las del Consejo de Ministros, el
que suscribe, Señora, se propone por ahora reponer los impuestos en
el pie en que se encontraban; activar la recaudación; precaver el crédi-
to del Estado, pues que la deuda pública está bajo la salvaguardia de la
nación, de todo menoscabo, acudiendo al pago de todos los servicios
y todas las obligaciones, sin omitir esfuerzo ni sacricio; más adelante,
contando con la venia de V. M., someter a las Cortes la serie de pro-
yectos que más pueden contribuir a mejorar la Hacienda y levantar el
crédito nacional de su actual postración.
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Aquí tenemos cuanto pudiéramos necesitar para juzgar con regu-
lar acierto de la situación del Tesoro en lo presente, y aun en lo porve-
nir, al menos hasta la reunión de las Cortes Constituyentes.
De lo dicho, en efecto, aparece que el equilibrio de los Presupues-
tos depende:
1° De la reducción de los haberes de las clases dependientes del
Tesoro. Esta reducción no se ha vericado alterando la cuantía de los
sueldos; pero todo hace creer que, retrasándose sucesivamente las pa-
gas mensuales, podrá llegarse a suprimir una al cabo del año.
2° De la reforma fundamental de todos los servicios y gastos públi-
cos. Esta reforma está por hacer. El personal de las ocinas del Estado
continúa con poca diferencia siendo el mismo que antes era; y respec-
to de este punto sólo se notan algunas economías de poco momento
practicadas en las secretarías del Despacho.
3° De la reposición de los impuestos al pie en que antes se encontra-
ban. ¡Imposible! En muchas provincias se han suprimido contribuciones,
y de hecho continúan suspendidas. En otras se han alterado los aranceles.
Hay algunas que han prohibido la exportación de caldos y cereales.
4° En la regularidad de la recaudación. Difícilmente se podrá lo-
grar. En varios pueblos se rehúsa a mano armada el pago de los tribu-
tos. Comarcas enteras (y por cierto de las más ricas e industriosas), se
hallan en la imposibilidad de hacerlo a causa del cólera que las azota y
de la emigración que las despuebla. Juntas ha habido que, suprimien-
do ocinas o cambiando enteramente el personal de ellas, han hecho
imposible la recaudación regular y metódica de los impuestos, ada a
manos inexpertas tal vez; tal vez a manos no muy limpias.
De donde resulta que la solvencia del Tesoro es, por ahora al me-
nos, una quimera. Su primera condición era, y continúa por desgracia
siendo, el restablecimiento completo del orden público y el ejercicio
fuerte y vigoroso del poder dentro del círculo legal: porque sin orden,
el trabajo se paraliza, el comercio muere, la industria cesa, las especu-
laciones de buena fe ceden su puesto al agio, las empresas legítimas y
fecundas se arruinan, el país se empobrece, la recaudación se anula, el
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caudal del Estado concluye, y el crédito rehúsa sus favores al que care-
ce de hipotecas seguras y de garantías convenientes.
El orden es al cuerpo social lo que el aire al cuerpo físico: requisito
indispensable de la respiración, del movimiento y de la vida.
Y el orden no está restablecido.
Otra condición, indispensable también, era la conanza que lograse
inspirar el Gobierno para disfrutar los benecios del crédito y tener a
su disposición cuantiosos capitales. Cabalmente una de las ventajas de
los gobiernos constitucionales, de los sistemas representativos y de toda
organización política cimentada en el principio de la soberanía nacio-
nal, es la mayor seguridad que ofrecen sus promesas a los especuladores,
supuesto que el pueblo mismo, es decir, el dueño y administrador de la
riqueza pública, es el que responde con su capital y su trabajo del cum-
plimiento de los empeños que ha contraído por el órgano de sus delega-
dos ociales. ¿Y cómo era posible que no inspirase semejante conanza
un Gobierno nacido en el seno de una revolución gloriosa que entraba
en su período de paz y regeneración; un Gobierno compuesto de perso-
nas ilustres por los servicios, por la probidad, por el saber; un Gobierno
querido y estimado de propios y de extraños?
Falso sería decir que no la ha inspirado: injusto sería insinuar que
no la merece. La ha inspirado y la merece; pero tenemos con razón que
se disminuya a medida que, más y más inactivo cada día, permita que
se haga universal y plausible la opinión, ya muy esparcida, de que no
fía el restablecimiento del sosiego público y la regularidad de la gober-
nación en su propia fuerza y energía, sino en sometimiento voluntario
de los promovedores de las perturbaciones que hoy se notan o en la
acción aislada y por fuerza insuciente de las autoridades subalternas.
Así y todo, las obligaciones del mes de agosto (aunque con algún
atraso), han sido satisfechas; los servicios públicos continúan hacién-
dose, y la deuda otante consistía el 1° de setiembre en 563 millones
reales de vellón. A lo cual hay que añadir que varias de las partidas
que componen dicha suma no son por su naturaleza de instantáneo
reintegro.
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Por donde se ve que la situación del Tesoro no es tan extrema y
desesperada como a primera vista pudiera creerse, y que el restable-
cimiento completo del orden, la uniformidad de los medios scales
y una política elevada y verdaderamente nacional, proporcionarán
al Gobierno el crédito y los caudales que los hombres pudientes del
comercio y de la industria no rehusaron a Ministerios criminales, fa-
cilitándole así llegar, siquiera sea con angustia y trabajo, a las Cortes
Constituyentes: término el más próximo de nuestras ardientes y nun-
ca satisfechas esperanzas.
Orden público. Ya hemos visto que dista mucho de hallarse resta-
blecido, a lo menos por completo; de lo cual hay que echar la culpa al
que tuvo la peregrina y sandia idea de aconsejar la permanencia de las
Juntas de salvación, armamento y defensa, disazadas con el título de Jun-
tas consultivas. ¡Cosa singular, inaudita y sólo propia de este desventura-
do país! Cuando más fuerza y vigor intrínseco; cuando más unidad y r-
meza de propósitos; cuando más iniciativa y espontaneidad necesitaba
la cabeza suprema del Estado para tener a raya y sofocar en su origen la
multiplicidad de tendencias ilegales unas, absurdas otras, incoherentes,
temerarias, aventuradas todas, que amenazaban levantar la cabeza en
cada uno de los ángulos de la monarquía; y cuando, como paso previo
a la consecución de tamaño resultado, la razón y la experiencia de otros
casos análogos aconsejaban como medida salvadora la supresión de las
Juntas, el Gobierno las conserva y las mima, labrándose así con sus pro-
pias manos el obstáculo mayor y más insuperable que puede presentarse
a la beneciosa gobernación de un país, a saber: el fraccionamiento de
la autoridad; el aumento de ruedas inútiles, y por inútiles perjudicia-
les, en la máquina del Estado; la creación de focos parciales de rencillas
sin cuento y de ambiciones innitas. ¿Fue este error hijo del miedo, o
mero resultado de la más supina ignorancia? ¿Fue en algún Ministro el
intento de buscar, en provecho de su sola fuerza propia, un apoyo con
que poder supeditar a sus compañeros de Gabinete, al Trono acaso, y
de camino a los partidos opuestos al que él capitanea? ¿Fue gratitud a
alguna Junta en particular? ¿Fue prevención de auxiliares decididos para
las elecciones que estaban abocadas?
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Dios lo sabe. Lo que nosotros sabemos, y sabe con nosotros todo
el mundo, es que, así como cada alcalde se ha creído poco menos que
un monarca, del mismo modo cada Junta aspiró a ser (y en ciertos ca-
sos lo han sido muchas realmente), asamblea soberana, si no superior,
igual por lo menos al gobierno del Estado. Algunas cambiaron, como
hemos visto, la legislación de aduanas, y la administración y el sistema
de Hacienda. Otras procedieron a suprimir rentas, contribuciones e
impuestos. Cuales, menos acionadas que las referidas a los asuntos
scales y económicos, dirigieron su atención a la enseñanza pública
y suprimieron escuelas e institutos. La de Madrid dio en tierra con el
Consejo Real. La de cierto pueblo o villorrio, muy insignicante por
cierto suprimió el Concordato. Esto (y mucho más que omitimos) en
cuanto a las cosas. ¿uién podría decir con exactitud de lo relativo
a las personas? Nadie, porque sería proceder en innito. Baste saber
que la tendencia de nuestras localidades a romper todo lazo con el po-
der central y a declararse independiente; que la profunda inmoralidad
que corroe las entrañas de este desgraciado país; que la ignorancia de
toda noción de gobierno, de justicia, de conveniencia pública; que la
carencia, en n, de sentido común, se han patentizado de tal modo en
lo general de las disposiciones de las Juntas, que si el poder no hubiera
contenido el torrente, a la hora de ésta la nación española se habría
disipado, quedando sólo de ella trozos palpitantes y ruinas lastimo-
sas. Una grande enseñanza, sin embargo, hemos obtenido los que aún
conservábamos ilusiones acerca de una república española. Ni federal,
ni unitaria, ni de ninguna especie es posible en un pueblo, que reúne,
en discorde mezcolanza, los hábitos y las costumbres del absolutismo
y la teocracia, a la indisciplina, la ambición y las malas pasiones de los
países corrompidos por los gobiernos liberales.
Esta cuestión de orden público es siempre en España la cuestión de
las cuestiones, que siempre se promueve y jamás se acaba de resolver, o
se resuelve de un modo contrario a la razón y al buen sentido. Así que
nunca salimos de la servidumbre (que ha sido el orden del absolutismo
y el de los gobiernos moderados), sino para caer en la licencia, que es
el orden de la revolución y el de los gobiernos francamente liberales.
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No parece sino que el orden tiene que revestir por necesidad en
España la forma y el carácter del más odioso despotismo: los términos
medios son inútiles. Y la razón es muy sencilla, pues consiste en que
nuestro pueblo nunca entra en orden y concierto por sí mismo, sino
por efecto de una fuerza extraña a él y contraria a sus instintos volun-
tariosos e indomables.
El Gobierno ha tenido miedo a estos instintos; lo cual explica por
qué continúan algunos pueblos en el goce de los bienes de propios y
de particulares que se apropiaron en los primeros momentos de la re-
volución; por qué hay provincias en que se dicta sentencia de muerte
contra un reo alegando, no las consideraciones de justicia y de vindicta
pública, sino la necesidad de un desagravio para la Milicia Nacional; por
qué..., pero sería nunca acabar si quisiéremos enumerar caso por caso los
que demuestran la falta de orden público en muchas comarcas del reino,
consecuencia de la falta de vigor en la administración ejecutiva.
La Gobernación. Propiamente hablando no ha existido durante el
Ministerio que hoy rige los destinos del Estado, si por gobernación se en-
tiende la gestión inteligente y adecuada de los asuntos nacionales interio-
res y exteriores. Ninguna reforma en Hacienda; ninguna medida grave en
Fomento; nada en Guerra ni en Marina; inacción en Estado; incongruen-
cias en Gobernación; circulares de poco momento en Gracia y Justicia.
Bien es verdad (y esto debe tenerse en cuenta) que desde un prin-
cipio reconocieron los Ministros la imposibilidad de dictar medidas
de alguna importancia en las dependencias del Estado, supuesto que,
convocadas para término próximo las Cortes Constituyentes, a éstas
y no a ellos correspondía la constitución denitiva del país: conside-
ración que aconsejaba como lógica, prudente y acertada la abstención
del gobierno en materias que pudieran embarazar a la Asamblea o an-
ticiparse a sus fallos soberanos.
No es este el único asunto en que la ya extremosa delicadeza del
Gabinete y su prudencia renada han complicado los negocios; en-
redado, no que simplicado, el arduo ocio de las próximas Cortes y
dado de sí una idea que, aunque falsa, redunda en mengua de su deco-
ro y su prestigio. Y decimos falsa, porque cuando los Ministros lo han
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tenido por conveniente, bien han sabido arrostrar las iras populares,
las preocupaciones de las gentes y aun las contingencias de una lucha
desastrosa. ¿Por ventura no rmaron el preámbulo de la convocatoria
a Cortes Constituyentes? ¿Por ventura no dispusieron la salida de la
Reina Madre? uienes esto hicieron mejor han podido hacer las co-
sas menos arduas en que de seguro hubieran tenido de su parte, para
defenderlos y aplaudirlos, la opinión, no escasa ni por cierto insigni-
cante, de los hombres sensatos del país. Cuanto más que en el terreno
sólido y glorioso de las reformas útiles y perentorias que reclama la
nación, habrían empleado mejor el tiempo que en ese indigno trasiego
de destinos públicos a que con harta debilidad, si no complacencia, se
han prestado.
¡Ojalá que nada perdamos por esperar, y que los proyectos de ley
ofrecidos a las Cortes nos indemnicen sucientemente de los muchos
días transcurridos en el desconcierto y la anarquía!
El estado interior y el de las relaciones exteriores del reino. Del
primero ya tenemos algunas noticias; poco nos queda que hacer para
completarlas.
El Gobierno es respetado en todas las provincias; en ninguna aca-
so es omnipotente. Aquí amenazan conspiraciones tenebrosas, cuya
proximidad, a semejanza de las tempestades del cielo, se anuncian con
síntomas extraños y temerosos que nadie puede explicarse y todos
sienten. Allí, cuerpo a cuerpo con los gobernadores, luchan las Jun-
tas pugnando por hacer valer su autoridad revolucionaria en el curso
normal de los negocios públicos. En tal provincia, el mal procede de
pretensiones mal llamadas socialistas (porque sólo son anárquicas y
absurdas) que tienen por objeto primordial la destrucción de las má-
quinas que ahorran el trabajo humano, y el aumento de los salarios
sin consideración alguna al capital que los mantiene. En cual otra
proviene la perturbación de las corporaciones populares, ansiosas de
renovar las tradiciones que favorecen su entrometimiento abusivo en
la política. ¿Para qué cansarnos? Si orden es el movimiento regular de
las funciones públicas; el cumplimiento estricto del deber en gober-
nantes y gobernados; la conanza que da al súbdito el amparo siempre
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oportuno y ecaz de la autoridad, que vela por su bien; la garantía de
la industria; el terror de los malvados; el escudo de la verdadera liber-
tad: si orden, decimos, es todo esto, el estado de las provincias es por
todo extremo desdichado, atento que en ninguna existe a la hora de
ésta por completo.
Y el estado de las relaciones internacionales no es menos lastimo-
so. Como quiera que altas consideraciones de bien público nos veden
entrar de lleno en este asunto, diremos, no obstante, que nos hallamos
hoy muy bien avenidos con Inglaterra. Resfriadas un tanto cuanto las
relaciones diplomáticas con esta potencia de resultas de las manifes-
taciones irreverentes, y aun procaces, de la prensa inglesa contra au-
gustos personajes españoles, nuestra revolución actual, al conciliarnos
la benevolencia y el afecto de aquella gran nación, ha estrechado la
amistad de los gobiernos respectivos.
Francia (no hablamos del pueblo) miró al principio con malos ojos
y peor talante el alzamiento nacional, temerosa acaso de vernos imitar
ejemplos que quisiera sepultar en el olvido; pero tranquilizada luego
tocante a la cuestión monárquica y a la dinástica (que por algún tiem-
po al menos impedirá la anexión de Portugal) desarrugó el entrecejo,
dejó de hablar de intervención armada y llegó (dicen) en su longani-
midad hasta ofrecernos, sans arrière pensée, mano de amigo.
No así los Estados Unidos, cuyo gobierno tiene la suya levantada,
poco menos que en son de amenaza, contra el nuestro.
Con motivo de Cuba y del asunto bien conocido del Black Warrier,
los Estados Unidos son hoy nuestra pesadilla primera, así como con
motivo de los Estados Unidos, su Ministro plenipotenciario, el hono-
rable Mr. Soulé es nuestra pesadilla segunda. Y ambas pesadillas nos
tienen en una situación por extremo embarazosa.
Tratemos de dar idea, siquiera ligerísima, no del caso que ha dado
origen a esta situación, sino de la situación misma, aprovechándonos
para ello de algunas revelaciones hechas por la prensa española, así
como por la prensa norteamericana, si bien con el pulso y detenimien-
to que requiere un asunto por mil motivos delicado.
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Parece ser que Mr. Soulé, enviado a España para arreglar los negocios
pendientes entre las dos naciones, llegó a Madrid determinado a hacer
algo más que un arreglo diplomático: determinado a emplear todos sus
esfuerzos para anexar la isla de Cuba a la Unión Americana, mediante
un contrato de venta en que nosotros cederíamos aquella rica posesión
por un número mayor o menor de millones de duros: cientos de éstos,
dicen algunos: doscientos y aun trescientos, dicen otros.
No viene a cuento examinar aquí si semejante venta es beneciosa
para España: nuestro pueblo la rechaza por sentimiento como contraria
a su dignidad y a su decoro, y puede asegurarse que no se encontrará
nunca un gobierno capaz de aceptarla, ni siquiera de discutirla, si en
algo estima su popularidad y permanencia. Y siendo esto así, está de más
cuanto la razón pudiera sugerir, cuanto el interés pudiera aconsejar.
Ahora bien: nosotros, decididos a no entrar en tratos de esta espe-
cie, y Mr. Soulé casi comprometido a realizarlos, no podíamos enten-
dernos, y no nos hemos entendido.
La falta completa de publicidad que hay en este país, y el silencio que
se ha guardado acerca de las relaciones ociales entre, el Ministerio an-
terior del Conde de San Luis y Mr. Soulé, no nos permiten formar jui-
cio alguno acerca del progreso de la negociación sobre la base indicada.
¿Propuso o no su plan el Enviudo norteamericano? ¿O se limitó simple-
mente a tratar del arreglo especial de las diferencias pendientes entre los
dos gobiernos? Nada sabemos. Mr. Soulé se ha quejado, a lo que parece
con razón, de falta de cordialidad y buena disposición a tratar por parte
del Gabinete caído; pero también es cierto que nada ha intentado con
el gobierno actual para reanudar las negociaciones. Lejos de eso, cuando
nuestro ministro de Estado se disponía a entrar en ajustes con la mejor
buena fe del mundo y animado de un sincero deseo de reconciliación,
Mr. Soulé deja la capital y va a tomar baños a los Pirineos.
Los periódicos, como era natural, se hicieron cargo de esta extraña
conducta y la atribuyeron al temor que (según ellos) tenía Mr. Sou-
lé de hallarse en Madrid para cuando en esta población se recibiese
la noticia de haberse intentado cierto nuevo ataque libustero con-
tra Cuba, que se estaba por entonces disponiendo. Cierta o no esta
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explicación de su viaje a la frontera, ello es un hecho que Mr. Soulé
la negó y se dio por profundamente sentido e irritado de ella en una
carta que escribió a El Diario Español, y que éste contestó diciendo,
entre otras cosas, que el sentimiento público, esto es, la opinión ge-
neral en nuestra nación atribuía al enviado norteamericano deseos y
actos encaminados a favorecer por todos los medios posibles el triunfo
del partido republicano, con la mira de obtener de él, en cambio de
sus servicios, la ansiada venta de la isla. Dejando a un lado lo que haya
de verdad en acusación tan grave, y de tan difícil prueba, debemos sin
embargo dejar sentado: 1° ue la opinión pública en España, como
lo dice El Diario Español, la hace unánimemente a Mr. Soulé; 2° ue
se la han hecho y hacen igualmente los periódicos extranjeros; 3° ue
los periódicos y noticias norteamericanas persuaden su certeza, a pun-
to de presentar la conducta de Mr. Soulé como resultado de un plan
acordado y mandado ejecutar por su Gobierno.
Una cosa, al n y al cabo, es indudable, a saber: que Mr. Soulé, en
vez de negociar, se ba, y que nuestro Gobierno, en vez de provocar
las negociaciones o de hacerlas durante su ausencia inmotivada, no se
baña, pero se duerme y espera tranquilamente la vuelta del Enviado.
¿Volverá éste? Y si vuelve, ¿volverá para negociar? Y si no vuelve para
negociar, ¿para qué vuelve? Y como no es temerario asegurar que en tal
caso volvería para hacer imposible las negociaciones y provocar acaso
un rompimiento, es cosa de preguntar también si nuestro Gobierno ha
hecho o piensa hacer algo para impedir que el arduo, el importante, el
vital asunto de la paz o la guerra con los Estados Unidos esté a merced de
los caprichos o de los planes particulares de un solo hombre.
Ahora bien (porque esto es lo más importante), ¿qué conviene
hacer para salir de esta callejuela a que, así el anterior como el actual
Ministerio, se han dejado traer por el enemigo?
Por lo mismo que Mr. Soulé no quiere negociar, nosotros a todo
trance negociaríamos anticipándonos a proponer el arreglo de los asun-
tos pendientes: lo primero. Lo segundo, pondríamos al Enviado de los
Estados Unidos en el caso de explicarse con lisura; o bien reuniríamos
las pruebas necesarias para hacer patente a su Gobierno, a España y al
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mundo entero su repugnancia (caso de que realmente exista) a entrar en
tratos convenientes. Lo tercero, publicaríamos esas pruebas. Lo cuarto,
obraríamos, de conformidad con ellas, según los preceptos del derecho
de gentes y la práctica consagrada por las naciones en casos semejantes.
Lo quinto, en n, acabaríamos de una vez para siempre con los motivos
y ocasiones de la guerra que se ha jurado a nuestra Antilla, interesando a
la mayoría de los mismos norteamericanos en conservarla para España.
ue este último extremo no es vana quimera, deducirse ha del exa-
men, siquiera sea rápido y somero, de los elementos de la Unión que
pueden ganar con la anexión de Cuba y de los que, por el contrario,
serían perjudicados por esta misma anexión, en sumo grado.
Cuéntanse entre los primeros quince Estados de la Unión que tie-
nen esclavos; y los comerciantes de los diez y seis Estados del norte que
no los tienen; fuerzas a primera vista poderosas, pero en realidad muy
poco decisivas.
Desde luego, hay que tener en cuenta que los diez y seis Estados
del norte repugnan la anexión de Cuba de tal modo, que gratuitamen-
te ofrecida, no la aceptarían. Para ellos (y esta es la opinión de todos
los hombres sensatos y entendidos de la Unión); para ellos, decimos,
la anexión tan deseada por sus émulos del sur, traería por inmediato
resultado la pérdida del equilibrio político del gobierno federal, y por
consecuencia, más o menos remota, pero necesaria, la división del país
en dos naciones diferentes, y (por la naturaleza de sus intereses y de
su constitución social) rivales o enemigas. Hace ya algún tiempo que
la observación ha descubierto en las entrañas de los Estados Unidos
un germen de corrupción que los años aceleran y hacen de cada vez
más deletéreo. Este germen es la emigración europea por un lado, y
por otro, la anexión de territorios que llevan al antiguo y puro núcleo,
descendientes de los fundadores primitivos, elementos religiosos,
políticos y morales distintos de los que pueden llamarse, y se llaman
con razón, indígenas de América. Por esto, la anexión de Tejas, y la
posterior de California han estado muy lejos de ser populares en los
Estados Unidos; por esto, la incorporación denitiva de la segunda de
aquellas provincias no se ha hecho sino a condición de que sus leyes
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especiales proscribiesen la esclavitud: por esto, en n, los hombres de
Estado de la Unión, sus lósofos, sus patricios eminentes no cesan de
clamar contra la anexión de nuevos territorios, que consideran, con
razón, como causa próxima de trastorno en las bases de la república y
embarazo grave del pacíco ejercicio del gobierno democrático.
Y en efecto, desde que la Unión, dejándose arrastrar del espíritu de
invasión, que tanto repugnaba al héroe a quien debe su existencia, se
extienda indenidamente a todos lados, ¿qué será de su ejército, hoy
tan reducido? ¿ué de su armada, hoy harto modesta? ¿ué de su
economía tan encomiada? ¿ué de las virtudes republicanas a que
debe su esplendor? Nueva Roma, se contagiará como ésta de la co-
rrupción de las provincias extranjeras: los vencidos la vencerán con
la ponzoña que llevan en su seno; la extensión de territorios poblados
por razas diferentes, unos continentales y otros no, harán necesario
el aumento del ejército y armada; la ambición engendrará la tiranía y
perdida al n en el forzado consorcio de tan heterogéneos elementos
la antigua y salvadora rigidez de las costumbres, la Unión se dividirá
en pedazos y reproducirá en época, no muy lejana acaso, el lastimoso
espectáculo que hoy presentan a la compasión y al desprecio de los
pueblos cultos las otras repúblicas de América.
Estas consideraciones (que aquí apenas indicamos) son vulgares
en los Estados del norte, donde apenas se hallará una persona media-
namente ilustrada que no las haga y esfuerce con gran copia de docu-
mentos y calorosa energía de lenguaje. Sólo los comerciantes, sin dejar
de apreciarlas en todo su valor, al n como gente de lucro, en general
egoísta y un si es no es aventurera, toleran y aun aplauden las conquis-
tas que aumentan sus benecios multiplicando las comunicaciones y
abriendo nuevos mercados al tráco de comarcas igualmente ricas en
productos fabriles que en frutos de la tierra. Por lo cual desean la ane-
xión de Cuba, ciertos de que ella sería una calamidad para los intereses
morales de su país, gran complicación en sus relaciones internaciona-
les y carga pesadísima para los presupuestos generales del Estado, pero
seducidos por las ventajas materiales que, según ellos, debían seguírse-
les de la posesión de nuestra Antilla.
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Y he aquí porqué tenemos por seguro que un tratado de comercio
ajustado con los Estados Unidos de América sobre bases equitativas y
generosas, poniendo de nuestra parte a sus tratantes y mercaderes, uni-
formaría en los diez y seis Estados del norte la opinión que combate
la anexión de Cuba por conquista, venta o de cualquiera otra manera.
Reducidos entonces a sus propias fuerzas, los quince Estados del sur no
eran temibles. Harían una que otra expedición libustera de que daría
la cuenta que otras veces la población sensata y el de la isla unida a
su brillante guarnición; al n y al cabo la diplomacia europea, esto es,
el interés bien entendido de Francia e Inglaterra, tomaría parte real y
efectiva en el asunto, viéndose auxiliada por la porción más importante
y valiosa de la Unión y nuestras posesiones ultramarinas hallarían un
escudo donde hasta ahora no han encontrado sino amenazas y agresión.
Partidos. Hay quien duda si los hay hoy en España.
Los hay, si por partidos queremos entender un conjunto de perso-
nas afectas, menos a cierto estado de cosas por lo que éste puede facili-
tar la aplicación beneciosa de ciertos principios, que a determinadas
situaciones por lo que éstas pueden facilitar la consecución y logro de
ciertos intereses.
El mismo demonio, que es sin duda el abanderado o tambor ma-
yor de los partidos políticos, no entiende, hoy por hoy, la que anda
armada entre los que con distintos nombres se disputan el honor de
hacer la dicha de la patria con el más laudable desinterés y la más santa
pulcritud.
Y así tenemos el partido absolutista, que suspira por los buenos
tiempos de 1814 y 1823, con anhelos, aún más retrospectivos, al siglo
XV y XVI.
Tenemos el partido moderado y el partido progresista. Antes eran
diversos estos partidos, porque habían dado en creer y decir que tenían
principios diferentes. Ahora que la revolución ha demostrado la inexac-
titud de semejante aserto, siguen siendo diversos por una razón que no
tiene vuelta de hoja, a saber porque los hombres del primero se llaman
A, B, C, y los del segundo X, Y, Z. ¿uién ha hecho nunca iguales las
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letras del alfabeto? Además, aunque la presente revolución ha sido he-
cha por todos, es ilusión: la verdad es que se ha hecho para los que se ha
hecho; y asunto concluido. La Unión Liberal sigue siendo por lo tanto
una verdad tan palmaria, que los progresistas la saludan de puertas aden-
tro del Gobierno, y los moderados la proclaman de pie o sentados en el
arroyo. Jamás se ha dado una avenencia más cordial.
Ahora bien: los progresistas y los moderados se subdividen cada
cual por su parte.
Hay progresistas monárquicos, no dinásticos; los hay monárqui-
cos y dinásticos; los hay, en n, que no son ni lo uno ni lo otro ¿Son
republicanos? No, señor. Son regentistas.
Hay moderados monárquico-constitucionales: los hay monárqui-
cos solamente ¿Absolutistas? No tal. En todo caso isabelinos puros,
con ribetes cristianistas.
Viene luego el partido democrático: y éste tiene dos hijuelas. Una, la
de los demócratas monárquicos: otra, la de los demócratas republicanos.
Al lado de estos partidos hay clientela al estilo romano, por lo cual
podríamos llamarlas clientelas clásicas. La clientela militar liberal,
odonelista”; la clientela militar ultramoderada, “narvaísta”; la clien-
tela popular, progresista y democrática, “esparterista”; las cuales todas
dan por sentado que la salvación de la patria no puede llevarse a cabo
sin la intervención directa y absoluta de sus patronos.
Poco o nada, sin embargo, valdría todo esto, si viésemos en el trabajo
regularizado de los partidos españoles una esperanza de combate franco o
de victoria decisiva; pero todo anda mezclado y revuelto de una manera
lastimosa, sin sugerir más augurio que el de un prolongado desconcierto.
A nuestro ver, los partidos legales pierden miserablemente el tiem-
po disputando sobre palabras y lanzándose al rostro impertinentes
cuanto odiosas recriminaciones. España no debe sus desgracias a la
carencia de Constituciones liberales (todas ellas, poco más o menos,
lo han sido), sino a la falta de cumplimiento de esas Constituciones.
Búsquense garantías de ejecución para ellas o para la que de nuevo se
forme, que en cuanto a preceptos, los hay sobrado numerosos.
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¿Ni qué signicarán las más sabias y generosas reglas políticas, si en
la práctica las hace frustráneas la miseria del pueblo, la incoherencia de
sus costumbres, el vicio de sus ideas, la falta de hábitos de gobierno, y
su perversa educación? Y luego, ¿cuál es la necesidad presente de Espa-
ña? La actividad industrial, comercial, material. ¡Trabajos! ¡Trabajos!
Trabajos públicos, trabajos privados, trabajos que hagan brotar de su
privilegiado suelo los innitos tesoros que encierra. Y una educación
sólida y esmerada, al par que sencilla y nueva, como base de un estado
nuevo de cosas que tiene contra sí los hábitos, las ideas y las preocupa-
ciones contraídas bajo un largo régimen diferente del actual.
Elecciones. Nada es comparable al desorden, a la confusión, a la in-
coherencia que se nota en los trabajos preparatorios de las provincias.
El Gobierno las ha dejado completamente libres; y, como era natural,
esta libertad insólita en nuestra tierra, ha degenerado aquí en licencia,
allá en lucha encarnizada, donde quiera en cúmulo espantoso de pre-
tensiones diferentes. No hay miembro de Junta, individuo de Ayunta-
miento, jefe de Milicia Nacional, propietario acomodado, director de
periódico, héroe más o menos equívoco de la revolución, que no aspi-
re al honor de sentarse en los escaños del próximo Congreso. Entre-
tanto, los antiguos hombres políticos no quieren darse por vencidos;
de modo que, entre éstos, que pugnan por revivir, y las localidades,
que quieren eliminarlos para hacer preponderar los elementos que lla-
man “nuevos, hay trabada vivísima pelea que anuncia una Asamblea
Constituyente copia el y exactísimo trasunto del estado anárquico de
las ideas y de los intereses del país.
Cortes Constituyentes. Lo que éstas sean sólo Dios lo sabe, aun-
que ya se deja traslucir en lo que hasta ahora hemos escrito.
Sin temor de equivocarnos se puede asegurar que las Cortes no
tendrán una existencia tranquila y sosegada.
El Gobierno, con una delicadeza que le honra, pero que no era
de sazón, ha dejado en sus manos la resolución de todos los negocios
graves de política, administración y economía del Estado. ¡Error que
acaso nos sea fatal! Porque, ¿cómo podrá una Asamblea numerosa va-
car al desempeño de tan vasto cometido, sobre todo en medio de la
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impaciente expectativa de partidos ansiosos de llegar a las manos para
decidir la cuestión previa de su triunfo absoluto y denitivo?
Francamente lo confesamos: no conocemos la ley que rige esta re-
vesada situación en que nos vemos envueltos. Tampoco alcanzamos
cuáles pueden ser los medios de enderezarla por buen camino, porque
los medios legislativos no nos inspiran conanza y los medios de go-
bierno son nulos.
Sólo esperamos en Dios que no querrá la destrucción de este no-
ble pueblo; y que, satisfecho al n de sus dolorosas expiaciones, hará
brillar la luz en el caos que hoy presenta. Así como así, nuestro sino es
pasar, casi sin transición, de peripecias en peripecias a cual más extra-
vagantes e inauditas; por manera que, todo bien considerado, nunca
debemos los españoles temer menos que cuando nos hallamos al bor-
de del abismo; nunca desesperar menos de la Providencia que cuando
más entregados nos hallamos a los azares caprichosos de la suerte.
R. M. B.
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reVista politiCa3*
Sigue la situación política del momento con el carácter de expec-
tación que le atribuimos en nuestra Revista pasada, antes conrman-
do que contradiciendo el juicio que de su índole varía, incoherente
y anómala nos atrevimos a formar con mano harto dura según unos,
demasiado blanda según otros; lo cual prueba que lo hicimos tocando
muy de cerca el blanco de la verdad y la justicia, que casi siempre está
en el justo medio de las cosas.
Cierto no anduvimos muy descaminados, por ejemplo, cuando re-
presentamos la Hacienda trabajosamente asida a la tabla salvadora del
statu quo, sin más anhelo que ir tirando con lo existente hasta restaurar
las tradiciones económicas interrumpidas por el alzamiento nacional:
empresa meritoria en que el señor Collado, sacricando heroicamente
la fácil cuanto deplorable popularidad que acompaña siempre a los
suprimidores de impuestos, ha salvado a la nación de la bancarrota con
gran dolor y profunda indignación de los reformadores socialistas.
Cuánto ha debido batallar el señor Ministro de Hacienda para
cubrir, como lo ha hecho hasta aquí, todas las atenciones del era-
rio, es fácil deducirlo del estado que publicó la Gaceta el 4 del pasa-
do octubre, y según el cual los quebrantos causados por los últimos
acontecimientos en la recaudación de las rentas públicas ascienden
a 38.004,781 reales vellón y 23 maravedís, pues tal es la diferencia
que se nota entre los ingresos de agosto de 1853 y los de igual mes de
1854. Semejante guarismo es demasiado signicativo y elocuente para
que necesite aplicaciones y comentarios. Reejo del desconcierto en
que se han encontrado algunas provincias por efecto necesario de la
relajación de los vínculos legales, en cada uno de los números que le
componen podemos ver una faz de la situación que hemos atravesado
y que más o menos corregida dura todavía. Allí, con efecto, en la baja
de los consumos y de los derechos de puertas, columbramos la mano
atrevida de las Juntas, que quisieron adular al pueblo arruinando el
3 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 2, pp. 924-932. (N. del E.).
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Estado. La que se advierte en el ramo de aduanas nos descubre la an-
cha brecha que han abierto en nuestras rentas el contrabando libre de
cuidados, el celo dormido, el fraude impune y victorioso. La relativa
a correos demuestra la paralización de los negocios, el retraimiento
de los capitales, la industria real y provechosa pospuesta a las estériles
emociones de una política mezquina y embrollona, que sólo aspira a
pescar empleos en el revuelto mar de nuestras discordias palabreras
e infecundas. Por donde se ve que todo contribuye a vaciar las arcas
del Tesoro y a aumentar de una manera, irremediable hasta ahora, el
décit siempre creciente de la Hacienda.
¿Cómo, pues, hay quien declame contra el Presupuesto; quien de-
clare injustos los ramos que lo constituyen; quien excite indirectamen-
te la repulsa de los contribuyentes; quien haga formalmente cargos al
Gobierno porque acude a restablecer el único medio de satisfacer las
cargas públicas, y de evitar, con la bancarrota, el descrédito de la nación,
la disolución del Estado y la anarquía? ¡Poder divino! ¿Pues qué ganaría
la causa de la revolución; qué la libertad; qué España, el día en que el
ejército, el clero y las demás clases que viven del Presupuesto se viesen
privadas de sus haberes? ¿El día en que para salvar nuestro crédito tuv-
semos que acudir al arbitrio ruinoso de los empréstitos o a la ignominia
de declararnos tramposos, que no insolventes, a la faz del mundo atóni-
to de ver nuestra ineptitud y avergonzado de nuestros vicios?
Y luego, ¿dónde está el sosiego, dónde la profunda paz, que más que
ningún otro linaje de reformas, exige imperiosamente el relativo al siste-
ma de rentas en pueblo tan dividido como el nuestro por la constitución
de la propiedad, por el género de las industrias, por las costumbres y los
intereses locales? ¿Así no más, con sólo idearlo y quererlo, se fundan
nuevos impuestos y se disponen los medios de realizarlos cuando care-
cemos de estadística: primero, esencial, imprescindible elemento éste de
todo plan scal que no quiera caminar al acaso y aspire a tener condicio-
nes de equidad, de posibilidad, de duración y de provecho?
El señor Ministro de Hacienda ha comprendido, pues, perfectamente
la situación del reino, las necesidades del Estado, la honra de la nación
y los verdaderos intereses del alzamiento nacional, al fundar su plan de
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Hacienda en el restablecimiento del régimen scal anterior, sin perjuicio
de mejorarle después, de reformarle, de destruirle, si se encuentra otro mé-
todo a todas luces preferible, pero aplazando la época de las mejoras, de las
reformas o de la destrucción para cuando, renacida la conanza y recon-
quistado el crédito, pueda el Tesoro suplir sus pérdidas momentáneas por
medio de un sistema bien entendido y barato de deuda otante.
Fiel a este propósito y tendiendo sin cesar a realizarle de concierto
con los demás Ministros, se dispone a presentar a las Cortes igualados
los Presupuestos de ingresos y gastos por medio de economías que no
bajarán de cien millones y en las cuales entran por mucho los cortes
dados con mano severa y patriótica por el señor Ministro de la Guerra
en las dependencias de su ramo.
Digan lo que quieran los ilusos del impuesto único y progresivo, de los
Presupuestos de seiscientos millones y de la supresión de cuanto existe en
materia de rentas, lo cierto es que el país necesita hacer grandes sacricios de
dinero, así como de hombres, para mantener su independencia y consolidar
su libertad. Y en vano sería pensar en la una ni en la otra (teniendo en con-
sideración el estado actual del mundo), sin erario desahogado y sin ejército
suciente. Ni éste puede bajar de sesenta mil hombres, ni aquél prescindir
de mil doscientos millones de reales, por lo menos. Y en vano será clamar e
inventar sistemas e idear arbitrios y disparatar en punto a remedios para el
mal que nos aige: el remedio heroico es dinero y sangre. Herederos forzo-
sos de las pasadas administraciones, por más que deploremos y maldigamos
sus extravíos, tenemos que pagar sus deudas y que resarcir los perjuicios que
causaron. La buena fe de las naciones no diere de la buena fe de los indi-
viduos; común es su principio, comunes son sus obligaciones; cuanto más,
que al cumplir éstas realmente hacemos un gran negocio libertándonos de
conictos interiores y exteriores contra los cuales no puede valernos la dis-
culpa de una justicada insolvencia. Medios para salir airosos de la situación
en que estamos, por fortuna existen: salvo que se requiere valor para poner-
los por obra. Paguemos desde luego, y discutamos después cuanto se quiera.
Y ya que de discusión y Presupuestos se trata, no poco escándalo
producirán en las Cortes y en el país las revelaciones que, según tene-
mos entendido, van a hacerse cuando se hable del de Guerra. Nada
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menos se va a probar, con documentos fehacientes, sino que este Pre-
supuesto era una mentira dispuesta con el objeto de disminuir en la
apariencia el cargo contra el Tesoro, sin perjuicio de saldar en secreto
el haber real con créditos suplementarios concedidos en globo al mis-
mo ramo. Cómo tales cosas, y otras aún más criminales, que también
se dirán, sucedían en el Gobierno pasado: a cuya causa el actual pone
toda su atención y decidido empeño en expurgar los Presupuestos de
todo gasto inútil, para dejarlos verdaderos e imposibilitar la reproduc-
ción de los abusos anteriores.
Por lo demás, debemos anticiparnos a decirlo: este asunto de Pre-
supuestos, y en general el gravísimo negocio de la Hacienda pública,
dependen de dos circunstancias esenciales: una, que la paz se conserve;
otra, que las Cortes determinen, por medio de una votación política,
que los actuales Ministros sigan en sus puestos. Claro está que la alte-
ración del orden público traería consigo un trastorno consiguiente en
la recaudación de los impuestos, de que es buena muestra el estado de
agosto que dejamos citado más arriba; y en cuanto al Ministerio, tene-
mos entendido que no presentará los Presupuestos antes que la cues-
tión de Gabinete se resuelva. Y tiene razón; porque unos habrían de
ser los Presupuestos formados por el Ministro actual de Hacienda, y
otros, forzosamente diferentes, los que presentase a las Cortes su pro-
bable sucesor. Y no porque nosotros sepamos, ni sospechemos siquiera
(¿cómo lo habíamos de saber ni aun sospechar?) quién sería éste, sino
porque estamos seguros de su procedencia ultrarreformista, y esto nos
basta para tener por cierto que el sistema conservador del señor Colla-
do sería sustituido por un sistema revolucionario a todas luces. Ahora
bien; para nosotros, las revoluciones en asunto de Hacienda son pura y
simplemente la bancarrota, hablando en general: particularmente entre
nosotros tendrían por término la bancarrota y la anarquía.
Y ahora tratemos de otras cosas.
Sea la primera la portentosa colección de maniestos que se ha des-
colgado, a manera de lluvia, sobre España: maniesto de la Reina Madre;
maniesto de Montemolín; maniestos de los candidatos a los electores
para pedirles la diputación al Congreso; maniestos de los elegidos dipu-
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tados dando gracias a los electores, y entre estos últimos, un maniesto, ya
célebre, del señor ministro de Marina don José Allende Salazar.
Las revistas mensuales tienen el gravísimo inconveniente de estar
condenadas a espigar el campo que otros han segado. Para ellas es nue-
vo lo que ya, de puro viejo, está en la tumba del olvido. Trapero humil-
de, sólo puede meter en su espuerta papeles rotos o grasientos harapos
que por viles desecharían los más pobres ¡Cuántos esfuerzos para dar
color a lo que ya el uso ha deslustrado! ¡Cuánta fatiga para presentar
con nueva forma lo que el roce ha gastado y casi demolido! ¡Cuánto
sudor para resucitar lo que está muerto!
Así, ¿quién se acuerda ya de la carta de Monte Mor, en que doña
María Cristina compromete el trono de su hija doña Isabel II, hacién-
dola responsable de los hechos que sólo a ella atribuye tenazmente la
opinión? Sus recriminaciones a los partidos liberales; sus amenazas a
los hombres políticos; sus injurias a la revolución; lo que dice, lo que
sugiere, lo que calla; todo ello al pronto indignó, y luego se ha desva-
necido como todo lo que, siendo efecto de ciegas pasiones, por inútil
se olvida o por torpe se desprecia.
Más importante el maniesto de Montemolín, porque al cabo es la
expresión de los deseos y pretensiones de un partido, ha corrido en la
memoria del país la misma suerte. A nadie satisface: a sus naturales ami-
gos, porque promete transigir; a sus nuevos y equívocos aliados, porque
no transige lo bastante. Término medio entre dos ideas que fatal y per-
petuamente se excluyen, ni es el despotismo, ni es la libertad; se halla tan
lejos de la tradición como de la reforma; no es lo pasado; no es lo por-
venir; es lo antiguo con la odiosidad de sus recuerdos; es lo nuevo con la
repugnante algarabía de sus soluciones indeterminadas e incompletas.
Ahora, ¿quién será osado a hablar de lo que apenas ha existido? ¿De
esas alocuciones volanderas, digamos, que aparecen hoy y desaparecen
mañana sin dejar rastro alguno de su efímera existencia: pesadilla terri-
ble de los periódicos, que a su pesar las insertan; terror y espanto de los
lectores, que a voz en grito las maldicen? Algo muy importante, sin em-
bargo, hay que aprender en ellas, y es que entre nosotros ha hecho pocos
progresos la ciencia práctica del gobierno, y el espíritu eminentemente
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analítico y experimental de la administración. Léanse uno por uno (si a
tanto alcanza humana paciencia) esos malhadados maniestos, y nada
nuevo, nada factible, nada real y positivo se verá en ellos. Sácanse otra
vez a plaza teorías condenadas por la experiencia, aun sin curarse de disi-
mular con postizos atavíos la forma grosera que les dieron los primitivos
inventores. Sistemas que la última revolución ha destruido, de nuevo se
recomiendan como remedio de los males que han causado. Reproduc-
ción de antiguas doctrinas que, por absurdas, no pudieron tener en su
tiempo aplicación o que la tuvieron deplorable; plagios más o menos in-
geniosos de vaciedades francesas o de sueños y abstracciones alemanas;
tal cual disparate indígena; mucho discurso orido y gran copia de ofer-
tas generosas porque a nada comprometen: he aquí lo que, con pocas
aunque honrosas excepciones, registramos en las últimas producciones
de los futuros padres de la patria.
Cualquiera diría que el tiempo no corre para nosotros en la vida
moral e intelectual de la nación. ¿uién puede, por ejemplo, asegu-
rar, al ver muchos programas políticos, administrativos y económicos
del día, que han transcurrido cuarenta y dos años desde 1812 hasta la
fecha? ¿uién no se cree en ocasiones transportado a 1823? ¿uién
no oye hoy las mismas palabras que se dijeron, y ve las mismas pasio-
nes que se agitaron, y presencia los mismos hechos que tuvieron lugar
en 1836, 1840 y 1843? De modo que tantos sacricios hechos, tanta
sangre derramada, tanto ir y venir, tanto hablar y desbarrar, todo ha
venido a reducirse a resucitar épocas muertas, a renovar ideas olvida-
das, a poner en tela de juicio lo resuelto. ¡Ira de Dios, y qué progreso!
Pero entre estas producciones efímeras, hijas más bien de la vanidad
que de la gratitud, hay una originalísima que bastaría por sí sola a demos-
trar la anarquía moral, el desconcierto político, la completa perversión del
sentido común que hoy día padece nuestro pueblo. En ella un Ministro
de la Corona, que ejerce ahora mismo su alto empleo por voluntad, con
la autorización y en nombre de la Reina, dice a una provincia de la mo-
narquía: «ue en el solio de Castilla se siente uno u otro monarca, que
España se dé una u otra forma de gobierno, permaneced tranquilos: no em-
puñéis las armas en pro ni en contra de ninguna bandería ni de ningún
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Príncipe». En ella un soldado valeroso que derramó su sangre en defensa
de esa misma Reina peleando bizarramente contra el Pretendiente, dice a
los antiguos partidarios de éste: «Al país vascongado debe serle completa-
mente indiferente la cuestión dinástica que tuvo su solución en los campos
de Vergara, y jamás deben sus hijos verter ni una sola gota de su preciosa san-
gre por darse tal o cual señor». En ella un progresista, es decir, un individuo
notable del partido que ha sostenido siempre la unidad administrativa y
económica del Estado como principio esencial de gobierno, dice a los que
son una excepción de esta regla: «Pero deben sí derramar toda la sangre
que circula por sus venas el día que haya quien ose desconocer sus derechos
(los fueros); y aquel día, os lo repito, me tendréis a vuestro lado». Por
manera que este hombre, partidario acérrimo del último alzamiento y fer-
voroso creyente del dogma de la soberanía y de la omnipotencia nacional,
limita las omnímodas facultades de las próximas Cortes Constituyentes,
y amenaza a éstas con la guerra (que en tal caso sería la desobediencia y la
rebelión) el día en que fuesen osadas a desconocer que las Provincias Vas-
congadas deben regirse, por privilegio exclusivo, con leyes diferentes de las
que se hagan para el resto de la monarquía.
¿Tendremos necesidad de comentar este singular y nunca visto do-
cumento en que un hombre de honor, un militar valiente, un sincero
liberal, un Ministro de la Reina de España niega el credo político de
su partido; llama cuestión indiferente, y por lo tanto ociosa, la pasada
guerra dinástica, en que él mismo combatió por los derechos de Isabel
II; aconseja el egoísmo político y anuncia clara y terminantemente su
desobediencia armada a la Asamblea nacional el día en que ésta toque
con mano profana y atrevida al arca santa de los fueros vascongados?
El ánimo se conturba y la razón se pierde al querer explicar hechos
tan anómalos, al querer conciliar extremos tan opuestos: ni hay medio
alguno razonable de alcanzar semejante explicación y conciliación, si
no renunciamos a considerar en el documento al hombre que lo ha es-
crito, para tener solamente en cuenta el país y la época en que el autor
y nosotros tenemos la desgracia de vivir.
Y, en efecto, sinceramente creemos que el señor Allende Salazar
está inocente de su famosa alocución; no la ha cometido. La habrá
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escrito, si se quiere, pero el espíritu de nuestro tiempo se la ha dictado:
este espíritu inquieto que, sin conciencia de sí mismo, aspira vagamen-
te, sin plan y sin concierto, a reformar por reformar, y a sustituir a lo
positivo lo ilusorio, menos por amor inteligente y justo a lo que viene,
que en odio brutal y ciego a lo que existe: espíritu de contradicción
que no acierta a ver ninguna cosa en su punto, ninguna idea en su
fuente verdadera, ninguna institución en su asiento: paradójico como
el falso ingenio, iluso como el error, exagerado como la mentira. Este
espíritu que vaga en nuestra atmósfera, que nos penetra como el aire
que respiramos y al cual pagamos todos, más o menos, tributo necesa-
rio; este espíritu, decimos, es el que ha inspirado las extrañas palabras
de un hombre honrado que cree de buena fe ser liberal y creyente,
cuando en realidad no hace más que defender el escepticismo egoísta
que mata la libertad haciendo necesario el despotismo.
A excepción de algunos periódicos que se llaman democráticos,
y son realmente republicanos, los demás de la prensa de Madrid y de
las provincias han desaprobado el maniesto del señor Ministro de
Marina, hallando sobre todo extraño que le publicase sin previo co-
nocimiento de sus colegas de Gabinete. Éstos, aunque no han tratado
en Consejo del asunto, particular y unánimemente han manifestado
la misma opinión que España toda; y aquí, y por la misma causa, se
ofrece una cuestión grave de que conviene hacernos cargo. ¿Cómo re-
probando, como reprueban los Ministros, las ideas contenidas en el
maniesto, permiten que su autor continúe en el puesto que le ha con-
ferido la Corona, cuyos derechos desconoce? ¿Cómo se lo consiente a
sí mismo el señor Allende Salazar?
Semejante anomalía (porque lo es, y muy grande) se explica satis-
factoriamente con la discreta resolución tomada por el Gabinete de
mantenerse unido y compacto hasta la reunión de las Cortes, en que
debe dar cuenta de sus actos. Una ruptura ministerial antes de la inau-
guración de la Asamblea podía haber tenido por inmediato resultado
el aplazamiento de ésta, o cuando menos una división más honda en
ánimos de suyo dispuestos a romper en sus contiendas la valla de la
ley y de la conveniencia pública. Y todo ha cedido ante la necesidad
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de conservar el orden, ante la obligación indispensable de reunir el
Congreso, ante la precisión de entregarle el reino unido y sosegado
para poder recibir su constitución denitiva.
Supuesta esta clave, son fáciles de resolver otras dudas que sugieren
algunos sucesos coetáneos.
Primero, la iniciativa constitucional a que ha renunciado el Mi-
nisterio, siendo así que sólo la han combatido dos Ministros contra el
parecer unánime de todos los demás.
Segundo, el decreto que disponía las operaciones preliminares de
la quinta, en el cual se dividieron los votos del Consejo, del mismo
modo que en el asunto anterior y con el mismo resultado.
Tercero, las opiniones opuestas del señor Duque de la Victoria y
del señor Conde de Lucena en orden a la cuestión magna del Ejército,
decidido el uno por el enganche voluntario y el otro por las quintas.
Como en compensación de estas disidencias, hemos visto acorde al
Ministerio en dos asuntos importantes y que, a nuestro juicio, suplen
con creces la falta de iniciativa en el Gobierno, a saber: el preámbulo
del decreto de convocatoria a Cortes y el discurso que debe pronunciar
la Reina en su apertura. La primera de estas medidas condena la “idea
de un cambio de monarca y de dinastía; la segunda hace moralmente
imposible el “hecho” de un trastorno semejante. ¿ué más iniciativa
puede apetecer el Gobierno supuesto que ha tomado, en dos actos so-
lemnes y espontáneos, la mayor que es posible tomar relativamente al
punto capital de la Constitución futura del Estado? Y aquí de nuevo
se conrma lo que hemos dicho acerca del espíritu incoherente, anó-
malo, contradictorio y antilógico de la sociedad en que vivimos. ¿Pues
no es bueno que una parte del Ministerio cree, y una parte de la prensa
sostiene, y algunos en el público repiten que la iniciativa habría coar-
tado las facultades de las Cortes? Pues si las facultades de las Cortes
no consienten “limitación, ¿por qué se han elegido y se reúnen en vir-
tud de una disposición que “limita” esas mismas facultades en punto
tan cardinal como la forma de gobierno y la persona del príncipe rei-
nante? ¿Y por qué consienten en ser inauguradas con un acto en que
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la Reina, reina, y reinando constituye la Asamblea? ¿O es posible que
después de esto sea la Reina desconocida o destronada por los mismos
que le deben su elección y que se reúnen bajo el amparo y patrocinio
de su reconocida y vigente autoridad? ¿No es por ventura patente y
legítimo ejercicio de esta misma autoridad la apertura de las Cortes?
Todos estos vicios de raciocinio y de conducta reconocen el mis-
mo origen: falta de sana previsión, falta de lógica. La revolución pudo
destruir y no quiso: ahora se pretende que las Cortes quieran destruir
lo que no pueden menos de conservar, si en algo estiman su propia
existencia y la existencia de la libertad que están llamadas a proteger
contra la aviesa y poderosa ambición de propios y de extraños.
No hay un pueblo en que, más pronto que en el nuestro, se propalen,
generalicen y arraiguen ciertos apotegmas o fórmulas generales que, a
modo de muletillas, sirven en todo linaje de conversación, o para ocul-
tar la ignorancia de quien las usa, o para disimular su pensamiento.
Se trata, por ejemplo, de hacer las operaciones preliminares de la
quinta en atención a que estas operaciones invierten un espacio in-
evitable de cuatro meses, preciosísimo hoy que estamos amenazados
de una nueva guerra política y dinástica, y próximos a ver en diciem-
bre reducido el ejército a proporciones miserables. Penetrado de esta
necesidad el señor Santa Cruz, celoso patriota, liberal a toda prueba,
prepara su decreto y le presenta al Consejo: el Consejo le aprueba..., y
le desecha (porque éste es el caso). Y de fuera gritan algunos: «¡Bue-
no! ¡Bravo!, conviene no prejuzgar ninguna cuestión: es preciso que
se cumpla la voluntad nacional». Y contestan los otros: «Pero, se-
ñores, nosotros no prejuzgamos nada, porque las Cortes quedan en
libertad para decretar la quinta o para desaprobarla. Aquí no se trata
sino de las operaciones preliminares, que conviene tener hechas por
si las Cortes aprueban, y con las cuales no se pierde cosa alguna ni
las Cortes desaprueban. En todo caso, la voluntad nacional, o sea la
de las Cortes, quedará por nuestra parte puntualmente obedecida».
Y replican los primeros con mucha gravedad: Conviene no prejuzgar
ninguna cuestión: que la voluntad nacional se cumpla.
Otro caso.
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1091 ISBN: 978-980-7984-28-7
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uiere el general San Miguel, por razones de cortesía y de decoro,
que ha explicado en una comunicación dirigida a los periódicos, pre-
sentar a la Reina una gran parte de la ocialidad de la Milicia ciuda-
dana. Hácelo así; y en un discurso de reducidas dimensiones y harto
discretas palabras, habla al monarca reinante (como era necesario re-
cibiendo éste la visita), de acatamiento a su persona, al propio tiempo
que de libertad e instituciones nacionales. Y aquí fue Troya. Los que
juzgan deber tener y gozar solos el monopolio del patriotismo, la bue-
na crianza y la virtud, han puesto el grito en el cielo diciendo que se-
mejante visita era innecesaria; que ya que se hubiese hecho, convenía
no haber hablado a la Reina de su persona, sino de cualquier otra cosa;
que tamaño atentado prejuzgaba ciertas cuestiones; y, en n, que es
preciso, de toda precisión, que la voluntad nacional se cumpla. Sobre
lo cual se han propalado cosas estupendas, pintando cada cual el suce-
so a su manera: unos, que San Miguel dijo así; otros, que San Miguel
dijo asá; y San Miguel, sin desmentir a nadie, asegurando que no lo ha
dicho ni de un modo ni de otro. Y nosotros, acaso con más sinceridad
y fe que muchos, decimos: «ue se cumpla la voluntad nacional»,
porque estamos seguros de que ella (elmente interpretada por las
Cortes), no defraudará las esperanzas de los buenos.
Insensiblemente, y casi sin apercibirnos de ello, hemos bosqueja-
do el estado de la Hacienda pública y los propósitos del Ministro del
ramo; con la historia de los maniestos hemos hecho el juicio del espí-
ritu reinante; bastante hemos dicho para que se comprenda la división
latente unas veces, agrante otras, que existe entre los individuos del
Gabinete; y con motivo de los aforismos políticos del día, hemos na-
rrado algunos hechos importantes.
Y nos falta mucho camino todavía.
No hemos hablado de las Cortes para decir: 1° ue por lo que has-
ta ahora podemos juzgar, su mayoría se compone de progresistas tem-
plados, a los cuales harán oposición, en ciertos casos, unos cincuenta
demócratas, y en determinados negocios, unos cuantos moderados; 2°
ue no es probable se constituyan con suciente número de diputa-
dos el 8 de noviembre; 3° ue, en nuestro sentir, así como han sido
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las más libremente elegidas, del mismo modo serán las más solemnes,
beneciosas y fecundas que haya tenido nuestra España.
No hemos hablado tampoco del ejército, y hay, sin embargo, algo
muy importante que decir tocante a él. Con el licenciamiento se verá
reducido en el próximo diciembre a veinte y seis mil hombres, sobre
poco más o menos: fuerza insignicante que apenas basta para aten-
der a Cataluña, cuya guarnición ordinaria en tiempos sosegados no
puede bajar de veinte mil infantes. Nada apuntaremos acerca de su
reorganización, porque no es fácil prever la que le darán las Cortes,
ni cuál de los dos sistemas (enganche voluntario o quintas) prevalece-
rá, ni qué número de tropas aparecerá en el Presupuesto como fuerza
militar denitiva y permanente. Lo que sí podemos asegurar es que el
señor general O’Donnell piensa decir a las Cortes que esta fuerza no
puede bajar en ningún tiempo de setenta mil hombres, y que, con uno
menos, no seguirá encargado ni un solo instante del Ministerio de la
Guerra. En este punto, el señor Conde de Lucena tiene razón que le
sobra. Época llegará (y acaso no esté muy distante), en que los ejérci-
tos permanentes desaparezcan y en que desaparezca la policía, porque
desaparezcan igualmente la guerra y los ladrones; pero mientras llega
el día en que la tierra se convierta en paraíso, las naciones en hermanas
unas de otras, los gobiernos en verdaderos tutores de los pueblos y los
ladrones en cajeros de las casas de comercio, bueno será que vivamos
prevenidos conservando algunos soldados y guardias urbanos, por si
acaso, aunque tengamos que sobrellevar los inconvenientes anexos a
los primeros y el garrote, sable y sombrero con que ha dotado el señor
Gobernador de Madrid a los segundos.
No hemos hablado de las relaciones internacionales de España, y
conviene tener en cuenta que Inglaterra nos honra con su indiferencia
respecto de nuestros asuntos interiores, al paso que se muestra solícita
en contribuir “moralmente” a la conservación de nuestros dominios
ultramarinos. Este apoyo “moral” nos lo da también el emperador Na-
poleón, sin perjuicio de permitir a los carlistas que se reúnan y cons-
piren pacícamente en sus dominios cada cuando y donde lo tienen
por conveniente.
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Algunos han creído hallar relaciones misteriosas entre la conducta
recientemente observada por el Gobierno de Francia en orden a Mr.
Soulé y el sistema de conducta que se supone debe proponerse el Go-
bierno español en sus tratos con este personaje. Nosotros creemos que
la expulsión de Mr. Soulé del territorio francés, o la prohibición que
se le ha hecho de entrar en él, es completamente extraña a todo plan
combinado entre nuestro Gobierno y el del vecino reino. Más cree-
mos; y es que aquella no muy generosa ni prudente medida, ha sido
impuesta al Gabinete francés por el Emperador.
¿Hablaremos de los planes que disponen respectivamente los par-
tidos para sacar victoriosas sus doctrinas e intereses en el palenque de
la Asamblea? Cuanto sobre este punto se dijese sería prematuro y te-
merario.
Se ignora aún el número exacto de diputados que cada bando
político traerá a las Cortes, y nada seguro puede, por consiguiente,
anunciarse en orden al espíritu que debe preponderar en ellas. Fácil es,
con todo, prever que las luchas encarnizadas serán entre progresistas y
demócratas: aquéllos, deseosos de adquirir condiciones de partido de
gobierno, reformando lo que existe; éstos, pugnando por destruirlo.
Meros espectadores de la lucha, los moderados, si son cuerdos, harán
alianza con los primeros, realizando a posteriori la unión de los parti-
dos liberales; pero si, como ya lo anuncian algunos de sus órganos en
la prensa, se colocan en la oposición por resentimientos personales o
por escrúpulos de principios, a la larga se verán colocados en la dura
alternativa de renunciar para siempre al poder y a la inuencia, o de
lanzarse a la reacción armada para reconquistarlos algún día.
Ya lo hemos dicho: la situación es de expectativa. Esperemos, pues,
y esperemos para España y para Europa: porque si la una tiene ja toda
su atención en las Cortes Constituyentes, la otra no aparta los ojos de
Sebastopol. La suerte del mundo, o lo que es lo mismo, la suerte de la
libertad humana, debe decidirse en la Crimea; la suerte de la libertad
de la Península se decidirá en Madrid. Acaso tengan entre sí estos dos
esperados sucesos más íntimas, más inseparables relaciones de las que
a primera vista parece; pero no prejuzgaremos los futuros contingen-
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tes. Esperemos en Dios que no querrá hundir de nuevo el mundo en la
barbarie; esperemos en el temple, en el carácter y la virtud de nuestro
pueblo, que destruirá para siempre la que sobre sus robustos y no do-
mados hombros ha pesado tantos años.
R. M. B.
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reVista polítiCa4*
Los sucesos que debe comprender la presente Revista se extien-
den desde la apertura regia de las Cortes hasta los primeros días de
diciembre, espacio corto en el tiempo, pero grande por la trascenden-
cia de los hechos que encierra y bastante por sí solo para enderezar
nuestro juicio al conocimiento verdadero del espíritu de la Asamblea
Constituyente, de las miras y propósitos del Gobierno, del estado de
la nación y de la situación de los partidos militantes. Dentro de ese es-
trechísimo período veremos, en efecto, cómo se resuelve la gran cues-
tión monárquica y dinástica; cómo los opuestos bandos que en pro
y en contra de ella combatían, han quedado de resultas de la lucha;
cómo el Ministerio, empujado por las circunstancias, ha empezado
a dar señales de vida y anuncios de fecundo movimiento; cómo los
que callaban han hablado; cómo los que hablaban han quedado redu-
cidos al silencio, contribuyendo todo ello a darnos de las cosas y los
hombres que en nuestro teatro político tienen representación y ocio,
ideas más claras que las que hasta ahora nos había sido posible formar
de su signicación y su carácter.
Conocida es la ansiedad con que se aguardaba la inauguración de
las Cortes, no menos que la varia opinión que se tenía de su probable
tendencia en ciertos negocios de gran monta: así que, para Madrid,
bien como para el reino todo, fue día de profunda expectación el 8
del pasado noviembre, en que los nuevos padres de la patria se reunie-
ron para dar principio a la ardua empresa de constituir un Gobierno
y dar una Constitución política al Estado. ¿ué harán las Cortes?, se
preguntaban todos. ¿Cómo recibirán el discurso de la Corona? Y las
Cortes contestaron a todos, pueblo, Trono y partidos, aplaudiendo
calurosamente las pocas aunque sentidas y signicativas frases que el
Consejo de Ministros puso en boca de la Reina para confesar sus pro-
pias faltas; para pedir el olvido general de los pasados errores; para
recomendar la unión y concordia de los ánimos; y nalmente, para en-
tregarse, conada y contenta, en brazos del pueblo, allí representado.
4 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 2, pp. 1048-1060. (N. del E.).
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¿uedó, según esto, prejuzgada la que hoy se llama “cuestión” mo-
nárquica y dinástica? Más claro: ¿reconocieron implícita e indirecta-
mente las Cortes a doña Isabel II como reina legítima de España?
Los hechos posteriores han probado que sí, puesto que entonces lo
dudaron algunos, atribuyendo al entusiasmo de los Diputados una sig-
nicación de mera cortesanía extraña a la índole del acto y al carácter
esencialmente político de los que en él tomaron parte. Como quiera, en
aquel punto y hora empezaron a formarse los bandos en que debía que-
dar dividida la Asamblea: uno harto pequeño, compuesto de antiguos
moderados, si no hostiles a la revolución de junio y julio, de todo punto
desconformes con toda tendencia ultraliberal que llegue a menoscabar
las prerrogativas del Trono, ora en favor del Parlamento, ora en favor de
cualesquiera otros cuerpos populares; el segundo, bastante numeroso,
compuesto de demócratas que, por oposición al anterior, profesan los
principios republicanos; el tercero, de progresistas que algunos llaman
puros”, y realmente son “esparteristas”, con principios casi tan avanza-
dos en política como los demócratas, si bien favorables “en abstracto” a
la institución monárquica; el cuarto, reclutado en varios partidos (me-
nos el republicano), compuesto de elementos heterogéneos e indeni-
bles, y con aspiraciones a una independencia, en nuestro sentir, de todo
punto impracticable; el quinto, ni bien enteramente moderado, ni bien
enteramente progresista, sigue, antes en la teoría que en la práctica y con
fe digna de mejor suerte, la generosa bandera de la unión liberal, a que
se debe la no muy despejada ni tranquila situación que hoy alcanzamos.
Ahora bien; si uno de los requisitos que dan más carácter y au-
toridad a los partidos políticos, cuando tras largo tiempo de lucha y
trabajo alcanzan el poder, es la unidad y fuerza de cohesión que úni-
camente puede hacerlos capaces del mando útil y glorioso, ¿qué dire-
mos del partido vencedor que se presenta, el mismo día de su triunfo,
dando al reino en triste espectáculo larga serie de incompatibilidades
personales, de interiores reyertas y de públicas divisiones? ¿ué de
una Asamblea llamada a unir, siendo así que está dividida; llamada a
organizar, siendo así que está discorde? Ninguna de las parcialidades
que en su seno se agitan es capaz de formar ni sostener por sí un Minis-
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terio permanente. Si alguna acomete semejante empresa, tocará desde
luego dicultades invencibles. Capaces sólo del mal e impotentes para
el bien, su vida parlamentaria será una vacilación continua y el perenne
desconcierto entre los elementos constitutivos de la fuerza pública.
Esto han dicho, y dicen aún de las Cortes y del partido progresista,
los moderados, que no quieren transigir con sus antiguos adversarios;
los afectos a la unión liberal, que les atribuyen el designio de apoderar-
se exclusivamente del Gobierno y los hombres sensatos, pero tímidos
y asustadizos, que deploran la sumisión servil, según ellos, con que se
postran a los pies de Espartero, personaje que, en su sentir, sobre ser
en el Gobierno la viviente encarnación de la anarquía, ha sido, es y será
siempre la mayor calamidad que ha podido caer nunca sobre España.
Dejemos hablar los hechos que hasta ahora conocemos, y ellos nos
dirán muy en breve lo que debemos armar o negar en estos juicios y
tristes profecías.
Nada diremos de las primeras operaciones que se practican en los
cuerpos deliberantes de la especie de nuestras actuales Cortes para cons-
tituir lo que se llama en términos parlamentarios la “mesa” interina, y
para determinar el reglamento que debe observarse en sus debates. Con
todo, aunque poco importantes por su índole transitoria, estas opera-
ciones han ocupado, y debido con razón ocupar largo tiempo a nuestros
legisladores, atento que ellas, en esta ocasión más que nunca, debían
ser seguro anuncio del espíritu que dominase en la Asamblea, así como
de su presunta opinión en los asuntos políticos más graves que hoy se
agitan. Y en honor de la verdad debe decirse que las Cortes en estos
primeros pasos, bien así como en la discusión de las actas electorales,
que luego se siguió, han demostrado un patriotismo y cordura a toda
prueba. San Miguel, elegido presidente interino contra los esfuerzos de
los demócratas y de los esparteristas, que sostenían tenazmente al digno
señor Heros, no prueba por cierto que las Constituyentes sean “serviles
de Espartero”: como no prueba exclusivismo intolerante y mezquino,
sino alto sentido de justicia y generosa imparcialidad el amplio debate
concedido a muchas actas electorales, y la reserva que de las más graves
se ha hecho para discutirlas con suciente espacio y calma en adelante.
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Concluidas las actas, se procedió a constituir denitivamente el
Congreso, y para ello se nombró una comisión que propusiese los me-
dios de llegar a ese n con más acierto y diligencia; y aquí da principio
lo que podemos llamar campaña formal y reñida de las Cortes: porque
como en el modo de constituirse éstas debían comprenderse tres asuntos
importantísimos, a saber: una regla para las elecciones de los empleados
de la “mesa, un reglamento cuando menos provisional, y el juramento
de los Diputados, todos los partidos instintivamente conocieron que la
decisión de tales puntos prejuzgaba, si no fallaba en última e inapelable
instancia, el gran litigio pendiente acerca de la forma de gobierno.
Y en efecto, relativamente a los empleados de la “mesa, los demó-
cratas querían que los vicepresidentes fuesen seis, en vez de cuatro que
eran antes; y nombrados, no a la vez, sino uno por uno, para dar a
su elección grande importancia. Su objeto era tener en la “mesa” un
Gabinete ya formado para cuando propusiesen, como tenían resuelto
hacerlo y lo vericaron más tarde, que la Asamblea declarase perte-
necerle por sí, y con exclusión del Trono, la facultad de nombrar los
Ministerios. En cuanto al reglamento, proponíanse excluir del interi-
no que la comisión propusiese y que las Cortes adoptasen, cualquiera
disposición que directa o indirectamente tratase de relaciones ocia-
les entre el Parlamento y la Corona. Y nalmente, negaban que los
Diputados debiesen prestar otro juramento que el de “cumplir el y
lealmente sus deberes, fórmula vaga, elástica y equívoca, si las hay, que
guardando silencio acerca del Monarca, les permitía olvidar a éste, al
descuido con cuidado, hasta que pudiesen francamente suprimirle.
Entretanto los liberales de la Unión, progresistas y moderados, sos-
tenían que por ningún motivo ni pretexto debía abolirse una práctica
inconcusa, eminentemente religiosa y moral, que ligaba fuertemente la
conciencia, y cuyo resultado necesario sería robustecer y aun santicar la
autoridad y el mandato mismo de las Cortes. ¿Por qué, decían, los Dipu-
tados constituyentes no han de jurar delidad a la Reina así como el es-
tricto cumplimiento de su encargo? ¿Por ventura no somos una nación
de católicos, o por lo menos, de cristianos? ¿No profesamos siquiera la
religión natural? ¿No creemos en Dios? ¿Somos ateos? ¿Tan siniestros
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son los designios de algunos que, huyendo del perjurio, no se atreven a
poner al Altísimo por testigo de la rectitud de sus propósitos? Y limi-
tándonos, añadían, al lado puramente político del asunto, ¿en qué se
apoyan los que niegan pleito homenaje y juramento de delidad a doña
Isabel II, para creer que el régimen monárquico y el derecho de la señora
que hoy empuña el cetro pertenecen a la categoría de las cosas litigiosas?
¿uién exoneró al Ministerio del Conde de San Luis? La Reina. ¿uién
nombró el del Duque de Rivas? La Reina. ¿uién llamó al Duque de la
Victoria, le encargó la formación de un nuevo Gabinete y rubricó los
decretos relativos a los individuos que habían de componerlo? La Rei-
na. ¿uién convocó la Asamblea Constituyente y abrió las puertas de la
representación nacional? La Reina. ¿Cuál fue la primera voz que resonó
y cuál el primer discurso que se pronunció en el santuario de las leyes?
La voz y el discurso de la Reina. Los vítores y aclamaciones de los Dipu-
tados, ¿a quién se dirigieron en aquel acto? A la Reina. ¿Cómo se llama,
en n, la solemne inauguración de las Cortes; cómo la célebre sesión del
8 de noviembre por todos los que tienen la sensatez de no negar, por
afectación o por despecho, la evidencia? La sesión regia.
Nada se gana, pues, con malgastar el tiempo y la inteligencia en discu-
siones cuyo resultado es seguro; y está, de puro claro, ya previsto; cuanto
más que, no pudiendo ser indiferentes, habrán de ser, forzosamente peli-
grosas. Si se pretende que a la legitimidad de la tradición reúna el trono de
doña Isabel II la legitimidad que le comunique el voto nacional, fuerza es
reconocer que el pueblo de Julio, en el hervor de su pasión revolucionaria,
se encargó de satisfacer anticipadamente esta solicitud; pues en Madrid y
fuera de Madrid, en todos los ángulos del reino, por sí unas veces, otras
por el órgano de sus juntas, ya implícita, ya explícitamente, de palabra y
por escrito, en los actos comunes y los de administración y de gobierno, de
todos modos, un día y otro día, conrmó y armó la corona en las sienes
de la joven Reina que hoy la ciñe. Por otra parte, ¿no lo reconoció así el
señor Duque de la Victoria en el preámbulo del decreto que convoca las
Cortes Constituyentes? ¿Y con él no lo reconoció y rmó el señor Minis-
tro de Marina, por más que después haya recomendado a los vascongados
el “indiferentismo” en materia de Príncipes y formas de gobierno?
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Y de aquí concluían que la existencia del Trono en general y de
la dinastía en particular, no dependía de la voluntad de la Asamblea,
ni era un problema por resolver y susceptible de opuestas soluciones;
que sostener lo contrario, era echar mano de una pobre cuanto gas-
tada metafísica constitucional, rica tan sólo en sutilezas escolásticas,
en pueriles subterfugios de escuela, en razonamientos alambicados
y en paralogismos pedantescos; que la institución monárquica, bien
así como la dinastía, son, hoy por hoy, incontrastables en España; y
en resolución, que la omnipotencia absoluta de las Cortes, que tanto
se decanta y vocifera, es una palabra vacía de sentido, una engañosa
ilusión, una patente mentira. Y para probarlo preguntaban: ¿Puede
la Asamblea abolir el culto católico? ¿Puede constituir una Iglesia es-
pañola separándonos de Roma? ¿Puede restablecer el absolutismo?
¿Puede desmembrar la monarquía? ¿Puede restablecer la previa cen-
sura? ¿Puede quitar al Congreso la facultad de votar los Presupuestos
y de examinar y aprobar las cuentas del Estado? ¿Puede usurpar las
funciones judiciales y suprimir los Tribunales, el Ejército, la Marina, la
Milicia Nacional y la deuda pública? ¿Puede siquiera, mientras subsis-
te la pena de muerte, suprimir el verdugo y entregar la sociedad desar-
mada a la ferocidad de los monstruos humanos?... Pues si es impotente
para todas estas cosas y otras muchas que se pudieran citar; si la esfera
positiva” de la Asamblea Constituyente es por todo extremo menor
que su esfera “negativa, ¿cómo no se ve que a fuerza de cacarear esa
pretensa omnipotencia se la ridiculiza? ¿Cómo no se comprende que
semejante atributo en una corporación deliberante es la negación de
todo derecho humano, la imposibilidad de toda fuerza razonable, la
solemne proclamación del error y de la anarquía?
Pero ello es que, no obstante, estos alegatos en favor de la prerroga-
tiva real y del juramento que tendía a reconocerla, los demócratas, in-
sistiendo en su propósito, lograron que se nombrase una comisión de
siete Diputados, de los cuales tres apenas pensaban de diverso modo que
ellos. Gran susto causó tamaña victoria en el público y en los otros cam-
pos de la Asamblea; cuanto más que, por hallarse entre los individuos
de dicha comisión el señor Olózaga, y juzgar los demócratas que este
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célebre estadista abundaba en sus ideas, aban con entera conanza el
triunfo denitivo de ellas a su elevado talento y larga práctica oratoria.
Pruebas relevantes del uno y de la otra dio el señor Olózaga en la
sesión del 25 de noviembre, sesión importantísima de que conviene
dar un ligero extracto, porque en ella se trataron y resolvieron, de con-
formidad con las buenas doctrinas constitucionales, tres cuestiones de
suma gravedad.
La primera versó sobre las seis vicepresidencias de nueva planta que
proponía la comisión en el primer artículo de su proyecto. La comisión,
sin embargo, después de pedir media hora de tregua ante la batalla que
le presentaron varias enmiendas, transigió la dicultad retirando las dos
vicepresidencias que, en oposición con la constante práctica parlamen-
taria y en desacuerdo con la opinión general, había propuesto.
La segunda cuestión, más grave aún que ésta, versó sobre si las vo-
taciones para constituir la “mesa” habían de ser públicas o secretas.
El proyecto de la comisión establecía que se hiciesen por medio de
papeletas, amparando así el sufragio del Diputado con el escudo del
secreto; pero algunos demócratas pidieron a voz en grito que la vota-
ción fuese pública. Sea dicho con verdad: algo de sombrío y amena-
zador había en una solicitud que para la generalidad valía tanto como
privar al Congreso de su independencia, entregando el voto de los Di-
putados a la cólera de las turbas irritadas. Violenta fue la acometida;
pero la autorizada y serena voz del señor Sancho, unida a la elegante
cuanto enérgica elocución del señor Tabuérniga, supieron resistirla,
dando al traste con los deleznables argumentos de los “intimidadores.
¿Juzgáis, dijeron estos Diputados, que sois más revolucionarios que
nosotros? ¿Sabéis arrostrar la metralla de los enemigos de la libertad
con frente más impávida que nosotros, sólo porque ngís más ardor
en defensa de la causa pública? No, no; pues si rehusamos hacer alarde
de nuestro voto es porque, cuando con ella se rinde homenaje servil y
se tributa culto extravagante e impío a un ídolo político, la publicidad
es una lisonja vergonzosa: bástanos en ese y otros casos el testimonio
de nuestra conciencia, modesta pero pura; oculta sí, pero más libre
que la vuestra. Con estas o semejantes palabras, y con muy valederas
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razones en favor de la creación de un partido nuevo, que no fuese ni
progresista, ni moderado, ni monárquico absoluto, ni democrático
exagerado, terminó el señor Tabuérniga su peroración, obteniendo se-
ñaladas muestras de aprecio de la mayoría de la Cámara; la cual le dio
también la razón en el punto debatido.
Y ahora vengamos a la tercera cuestión, empeñada también por los
demócratas al llegar al artículo 31 del proyecto. Este artículo dice pura
y simplemente:
«Los Diputados que no tengan uniforme o traje particular, se pre-
sentarán con vestido negro en los días en que el Rey, el sucesor de la
Corona, el Regente o la Regencia asistan a las Cortes, y los de galas
mayores; y del mismo usarán para la diputación al palacio de S. M.».
¡Rey y galas dijiste! ¡Oxte, puto! Los demócratas (¿por qué no
llamarlos por su nombre?), los republicanos, que creyeron ver pre-
juzgada la cuestión de la monarquía en este artículo, presentaron una
proposición suscrita por sus campeones más notables, para hacerle
desaparecer enteramente, como atentatorio, en su concepto, a los fue-
ros de las Cortes. Ciento cincuenta y tres Diputados, en votación no-
minal, probaron a cuarenta y tres demócratas que las ideas monárqui-
cas son tenaces y persistentes en este suelo donde ha vivido siempre,
triunfante y acatado, el principio de autoridad apoyado en la sumisión
del pensamiento. Y entonces fue cuando el señor Olózaga, juntamen-
te con los Ministros y con la gran mayoría de la Cámara, declaró ser
francamente monárquico, por amor a la libertad, por odio a la tiranía,
por considerar que sólo a la sombra y bajo la égida del Trono pueden
ponerse a salvo los grandes intereses sociales y políticos de España. El
eminente orador, que había sacricado, según dijo, el juramento, por
respeto a la libertad del Diputado, no pudo ni quiso sacricar ya más,
y acudió a la defensa de la monarquía, injustamente amenazada. Día
aciago fue, pues, para la democracia el 25 de noviembre; porque no
solamente perdió en él dos batallas importantes, sino que el Trono,
su constante pesadilla, una vez más, sobre las muchas que ha triun-
fado desde el último alzamiento, recibió la consagración de la Asam-
blea, representante e intérprete de la voluntad del pueblo todo. Y aún
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por eso sus adversarios les decían, con sga a la verdad poco cristiana,
después de la derrota: «Dudabais, negabais, no queríais creer, y per-
díais miserablemente el tiempo en descifrar logogrifos y en inventar
subterfugios. ¡Cuántas bellas cosas habéis dicho tocante al asunto de
prejuzgar las cuestiones, y sobre el acatamiento debido a la “voluntad
nacional”! Pues ahí la tenéis declarada por la centésima vez: someteos
a ella, u os llamaremos facciosos contumaces y rebeldes sin excusa».
No nos detendremos más en la discusión del reglamento, pues no vale
maldita de Dios la pena cuanto acerca de él se dijo en la sesión del día si-
guiente. Apresurémonos a llegar a la constitución denitiva del Congreso,
que se vericó el 28 del pasado, después de elegida la “mesa” en esta forma:
presidente, sin competencia alguna, por una mayoría de 238 votos, el Du-
que de la Victoria: vicepresidente, el general O’Donnell, el general Dulce,
el señor Madoz (don Pascual) y el señor Marqués de Perales.
Pero, ¿cómo, preguntará alguno, aparece nombrado presidente de
las Cortes el presidente del Consejo de Ministros? ¿Son compatibles
estos cargos? Y si, como salta a la vista y todo el mundo lo reconoce
y conesa, no lo son, ¿qué especie de subversión, no ya de las ideas y
prácticas que en semejantes materias rigen, sino del simple y sano sen-
tido común, es ésta que nos conduce a confundir todos los principios,
y a dar, sin avergonzarnos, el ejemplo de aberraciones tan absurdas?
Para contestar a estas preguntas es necesario volver la vista atrás y
hacernos cargo de un suceso ocurrido el 21 de noviembre. Concluido
en este día el despacho ordinario de los asuntos del Congreso, se puso
en pie el señor Duque de la Victoria, y con voz clara y sonora dirigió a
los Diputados el siguiente discurso:
“Señores; cuando toda la nación resolvió en el último pasado mes
de julio recobrar sus derechos y extirpar los abusos que se habían in-
troducido en el gobierno del Estado, fui llamado por el heroico pue-
blo de Zaragoza para que autorizase y sostuviese el movimiento, que
con el propio objeto se había efectuado en aquella capital y en las prin-
cipales poblaciones de Aragón. Acudí sin vacilar a sostener y defender
tan noble intento, y ofrecí del modo más solemne que emplearía todos
mis esfuerzos para que la voluntad nacional fuese cumplida.
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»“Entonces” S. M. la Reina me nombró presidente del Consejo
de Ministros, y admití este cargo con la rme resolución de dejarle
luego que se hallasen reunidas las Cortes Constituyentes, que fue una
de las principales peticiones que hice a S. M., y que la Reina admit
sin repugnancia.
»Las Cortes Constituyentes están ya reunidas, y el Ministerio que
tengo el honor de presidir va a presentar su dimisión para dejar a la
Reina en plena libertad de elegir sus consejeros responsables, en con-
formidad con las prácticas parlamentarias.
»Aprovecho esta ocasión, señores, para declarar aquí, en el santua-
rio de las leyes, ante Dios y ante los hombres, que no tengo aspiración
de ninguna especie; que sólo deseo, que es mi única aspiración vivir
como simple ciudadano, siempre obediente a las leyes”.
Por de pronto, y sin intención de disminuir en lo más mínimo la
importancia de este documento, diremos que si el adverbio “enton-
ces” del segundo párrafo quiere signicar, como parece, que la Reina
nombró presidente del Consejo de Ministros al señor Duque en el
tiempo u ocasión en que éste, acudiendo al llamamiento de Zarago-
za, se había asociado al alzamiento inaugurado el 28 de junio anterior
en Madrid, el hecho, por lo menos, está mal explicado, porque S. M.
llamó al general Espartero, suponiendo que se hallaba en Logroño sin
tomar parte alguna en los sucesos ocurridos, y esto es tan cierto que la
comunicación en que se le encargaba de la formación del Ministerio
fue dirigida a dicha ciudad directamente.
Hay que notar, por otra parte, en las cláusulas del párrafo tercero,
una pequeña inexactitud, y un error, más pequeño aún si se quiere,
pero que llama desde luego la atención. La inexactitud es de hecho,
y consiste en que, cuando el señor Duque decía a las Cortes que el
Ministerio iba a presentar su dimisión, ya (desde la noche anterior) la
tenía presentada: por donde se ve que lo que en el discurso aparece
como cosa de tiempo por venir, aunque inmediato, era en toda rea-
lidad cosa de tiempo pretérito y ya del todo consumada. El error, es
decir, que al dar aquel paso procedía en conformidad con las prácticas
parlamentarias.
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Con perdón del señor Duque, el hecho de que se trata, esto es, la re-
nuncia del Ministerio, no tiene en sí, ni por la ocasión en que se hizo, ni
por la manera como se anunció, explicación parlamentaria, ni explicación
constitucional, ni explicación razonable y legítima, de ninguna especie.
Dice que admitió el cargo de presidente del Consejo de Ministros
con la rme resolución de dejarle luego que se hallasen reunidas las
Cortes Constituyentes. Si estas palabras valen lo que suenan, habló el
señor Duque demasiado tarde, porque las Cortes estaban reunidas
desde el 8 de noviembre; y si quiso decir que tenía dispuesta la renun-
cia para cuando se hallase constituida la Asamblea, habló demasiado
temprano, pues el 21 no lo estaba aún. ¿Y qué puede haber tan con-
trario a las nociones corrientes de toda política constitucional y par-
lamentaria como una renuncia repentina e inmotivada del Gobierno
ante unas Cortes no constituidas? Semejante determinación colocaba
a la Corona en un conicto que no era fácil resolver; porque, según las
prácticas parlamentarias, la Reina saca sus Ministros de la mayoría de
los cuerpos deliberantes; pero, ¿dónde estaba esa mayoría el 21, sien-
do así que el Congreso no se hallaba aún constituido? ¿Cómo podía
adivinarse el espíritu que en él había de dominar?
Además (y esto se reere a la calicación de “inmotivada” que he-
mos dado a la renuncia), ¿tan urgente era la dimisión, tanto pesaba
la suprema autoridad al señor Duque, que después de haberla ejerci-
do por espacio de tres meses, no podía sobrellevarla ni siquiera unos
días más? En el penúltimo Consejo de Ministros quedaron zanjadas
cuantas dicultades hubieran podido dividir al Ministerio antes de
la constitución de la Asamblea, y nada había ocurrido veinticuatro
horas después de aquella amigable cuanto cuerda avenencia (el 21 de
noviembre) que, no ya justicase, sino explicase siquiera una resolu-
ción contraria a la que muy sabia y patrióticamente habían tomado los
Ministros de conservar sus puestos hasta que constituidas las Cortes,
diesen a éstas cuenta de su conducta y supiesen si merecían o no su
alta conanza.
A este propósito decía, con mucha razón, un diario autorizado de
Madrid:
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“Lo repetimos, porque es preciso repetirlo: la dimisión del Minis-
terio es extraña, porque no hay antecedentes que la justiquen. Por
el contrario, a juzgar por antecedentes, no debíamos esperarla; pero
es más extraña aún por lo inoportuna; porque produce un conicto
innecesario; porque tiene que suscitar cuestiones peligrosas; porque
tiene que encender pasiones mal encubiertas; porque puede provocar
una lucha sin término, que quizá de otra manera se habría evitado, no
obstante lo mal encaminada que iba ya la dirección de los negocios, y
sobre todo, porque sienta el antecedente funesto de que no es necesa-
rio que la Corona conozca el espíritu que domina en las Cortes para
nombrar sus Ministros: lo cual en los tiempos que alcanzamos puede
signicar, no que el Trono puede usar libremente de su prerrogativa,
sino que sus consejeros responsables no deben ser otra cosa más que
meros ejecutores de los acuerdos de la Asamblea, no teniendo por sí
ninguna representación, ni valor alguno político. Dice el Duque de la
Victoria que aceptó el mando con la condición expresa de dejarle en
cuanto se reunieran las Cortes Constituyentes. Norabuena; pero la
reunión material de los Diputados presuntos no es la reunión de las
Cortes; porque no hay Cortes, no hay Asamblea hasta el momento
en que se constituye, esto es, hasta el momento en que los Diputados
presuntos son reconocidos como Diputados verdaderos. Antes de esto
no hay más que una reunión de hombres más o menos caracteriza-
dos, pero sin representación y sin poder: por lo cual no les es dable
hacer otra cosa que examinar y aprobar actas. Es decir, que el Duque
de la Victoria ha podido conservar el mando hasta la constitución de
la Asamblea, sin faltar al compromiso de abandonarle en cuanto las
Cortes Constituyentes estuviesen reunidas. Más: nosotros creemos
que hubiera cumplido mejor y más exactamente su compromiso es-
perando para dimitir a que estuviese la Asamblea constituida, o para
decirlo mejor, a que hubiese Cortes, porque hasta ahora no las hay.
»De manera que la explicación que nos ha dado el Duque de la Vic-
toria de su proceder, no es una explicación satisfactoria; que antes tiene
traza de pretexto buscado para cohonestar una conducta que nos parece
injusticable a todas luces. No hacemos cálculos ligeros, ni queremos
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penetrar el secreto de las intenciones: apreciamos los hechos tales como
se nos presentan y procuramos razonar con la posible solidez y buen
criterio. De todos modos, ello es que en virtud de la dimisión del Minis-
terio la Reina querrá proceder en el nombramiento de los nuevos Minis-
tros con arreglo a las prácticas parlamentarias, y no podrá, porque no es
factible la elección; y el Parlamento querrá ver convertidos en gobernan-
tes a los individuos más inuyentes de su mayoría, y no podrá, porque
no hay mayoría, ni Parlamento; de donde, por último, vendrá a resultar
que, hasta no estar resuelto el conicto en que malamente se nos ha co-
locado, ni tendremos verdadero Parlamento, ni verdadero Gobierno.
»El Duque de la Victoria ha declarado al despedirse que ninguna
aspiración tiene. Lo creemos así; pero las circunstancias exigían que esta
declaración, si bien recomendable por su sencillez, fuese menos vaga, o
por mejor decir, mucho más explícita. La nación tiene derecho a saber
adónde se la conduce y por qué camino se la lleva. Conocemos que hay
nombres respetables que por sus antecedentes inspiran conanza; pero
más conanza que los nombres inspiran a los pueblos los hechos eviden-
tes y las explicaciones terminantes. El silencio y la ambigüedad infunden
la alarma en los ánimos y hasta autorizan la maledicencia.
He aquí cómo se explicaba en la misma ocasión un periódico muy
sensato e imparcial.
“Nada tenemos que censurar en lo que S. E. dijo, de tanta impor-
tancia al menos como algo que no dijo, debiendo haberlo dicho, según
nuestra leal opinión. ¿Por qué el mismo hombre que durante once
años, ya en Inglaterra, ya en Logroño, no ha dejado pasar ocasión al-
guna plausible sin ofrecer a nuestra legítima soberana doña Isabel II su
espada y sus servicios, ha omitido hoy hacer la menor declaración de
su delidad al Trono y a la Reina; declaración que exigían sus deberes
como súbdito y soldado; declaración, más necesaria hoy que nunca,
cuando al descubierto se apoyan en su nombre y con su importancia
política las frenéticas pretensiones de un partido, mal dijimos, de unos
cuantos hombres turbulentos y ambiciosos que sólo aspiran a sumir
la patria en un abismo de calamidades y desórdenes? ¿ué afectada
reserva es esta en el instante de la suprema crisis de la revolución?
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»Presentada fue ayer a la mesa, aunque retirada luego, acaso por
no juzgar oportuno el momento una proposición pidiendo a la Asam-
blea que reasumiese todos los poderes del Estado. Viénese ha días ha-
blando de esto con más o menos franqueza. ¿No parecen, en verdad,
extrañas coincidencias?”.
Otra cita, y concluimos.
“Confesamos, dice un periódico notable por su habitual circuns-
pección y por la habilidad con que está redactado; confesamos que no
lo comprendemos (el asunto de la renuncia), porque a lo menos esta
era la ocasión de poner término a una debilidad crónica ya y harto cen-
surable. Si antes de ayer se había restablecido la concordia y la paz (en
el seno del Gabinete muy dividido en verdad) y se había resuelto con-
tinuar en el mando para someterse razonable y políticamente al fallo
de la Asamblea, ¿cómo ayer se varía “por unanimidad, de propósito, y
se opta “unánimemente” por provocar un conicto sin ejemplo?
»Si a lo menos el Congreso estuviese ya constituido, sería más ex-
cusable semejante conducta, porque la Corona tendría a quién acudir
desde luego para formar el nuevo Ministerio.
»El propósito del Duque de la Victoria es, según se dice, presentarse
como candidato a la presidencia de la Asamblea. De esta manera queda-
ría explicada la oposición que ha hecho a la candidatura del general San
Miguel: de esta manera se conrmarían las especies corrientes a tiempo
en el público, y que anunciaban exactamente lo que ha sucedido y lo
que parece sucederá; de esta manera se ha proseguido la realización de
una idea que en diferentes ocasiones se ha anunciado y que se mostraba
empeño en hacer pasar por una quimera de los meticulosos, o por una
calumnia de los enemigos encubiertos del estado político de la nación.
»Ya anoche se reunieron en uno de los salones del Congreso los
bandos denominados democrático y esparterista, con el objeto de po-
nerse de acuerdo para la votación de la presidencia. El presidente será,
sin duda alguna, el Duque de la Victoria, el cual, como jefe de la ma-
yoría, una vez admitida la renuncia, recibirá nuevamente el encargo
de formar un Gabinete”.
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Hay algo que recticar en estos párrafos. Y desde luego diremos
que la resolución de dimitir no fue “unime” en los Ministros: to-
dos ellos, menos el señor Allende Salazar, se opusieron a que se lle-
vase a cabo: puesto que, viendo en el Duque de la Victoria irrevoca-
ble propósito de hacerla, se resignaron, mal su grado, a darle gusto.
Esto lo primero. Lo segundo, no es cierto que la elección del señor
Duque para presidente de las Cortes se quisiese hacer depender por
sus partidarios de la aceptación previa de la renuncia como presiden-
te del Consejo de Ministros, pues ya hemos visto que se vericó sin
este requisito. Por lo demás, la oposición del Duque a la candidatura
del general San Miguel es un hecho innegable: como lo es igualmente
que, habiéndose acordado por el Gabinete proponer en lugar de San
Miguel a Infante, se desatendió este compromiso en vista de los deseos
manifestados por Espartero de que se lo nombrase, en lugar de ellos,
para el primer cargo de las Cortes.
Pretenden algunos que el general Espartero no hizo renuncia for-
mal ante la Reina del que tenía como presidente del Consejo de Mi-
nistros, sino que únicamente anunció a S. M. que dimitiría cuando
las Cortes se hallasen constituidas; pero dado, y no concedido, que
así fuese, ¿para qué un anuncio semejante? ¿Con qué mira se hacía?
Con la mira que la elección de la “mesa” probó luego y que inmedia-
tamente, antes de esta elección probaron las conferencias o reuniones
preparatorias de los individuos de la mayoría y de la minoría del Con-
greso: a saber, con la mira, por cierto singular e inaudita, de dar por no
existente el Gobierno (que existía), y proporcionar así a los amigos del
señor Duque el achaque de un sosma que les permitiese nombrarle,
siendo presidente del Consejo de Ministros, presidente también de la
Asamblea. Lástima grande que no hubiese otra cosa que hacer al señor
Duque; porque tal es la buena voluntad de algunos hombres que, por
honrar a la nación, le habrían dado título de ella acto continuo. Lo
cual nos trae a la memoria cierta epístola que un loco hambriento en-
derezó una vez a Godoy, y que empieza así:
«De la Paz príncipe excelso,
de Alcudia señor y dueño,
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Virgen Santa, Padre Eterno,
a ti, Señor, me encomiendo».
Hecha la elección de la “mesa, siguiose el programa convenido, y
a poco quedó constituido el nuevo Ministerio. Como el carácter de
dicha elección no alteraba en nada la situación política, fácil era prever
que los elementos de ésta seguirían combinados de la misma manera
que lo estaban antes; y en efecto, con sólo la excepción de los señores
Pacheco y Alonso, que fueron sustituidos con don Claudio Antón de
Luzuriaga y don Joaquín Aguirre, los demás Ministros quedaron en
sus puestos, como si tal tejemaneje ministerial no hubiese habido.
¡Y para alcanzar tamaño resultado; para obtener el cambio de dos
nombres en el Ministerio, y la repetición de dos elecciones en el Con-
greso (la de Presidente y primer Vicepresidente), se suscita una alarma
general en los ánimos, se burla la conanza de la Reina, se promueve
una paralización peligrosa en los negocios públicos y privados, se crea
un conicto entre el Parlamento y la Corona, y se prescinde, en n, de
las prácticas tutelares del gobierno representativo! Y si en todo ello no
se ha pospuesto el bien común a la conveniencia particular de hacer un
vano alarde de fuerza y de preponderancia; si realmente se quería algo
más, y más útil que dotar al señor Duque de la Victoria de una aptitud
de que carecía, y que por cierto no necesitaba, dígasenos con franque-
za lo que era. ¿Probarnos por ventura que el glorioso Pacicador de
España tenía popularidad en la Asamblea? Nadie se la había disputa-
do; lejos de eso, todo el mundo se la reconocería. ¿Se quería tener al
frente del poder soberano y como personicación del mismo, al que
simbolizaba ya la situación? No; porque el señor Duque, volviendo a
la presidencia del Consejo de Ministros, se incapacitaba por su propia
voluntad para presidir de modo alguno la Asamblea. ¿Se quería dar
al Ministerio un origen parlamentario? Para ello no era necesario tal
rodeo. Bastaba que el Gabinete, apenas constituido el Congreso, hu-
biera presentado una cuestión de conanza, o como cuestión de con-
anza la elección de la “mesa, para que, según costumbre, el objeto se
hubiera conseguido regenerándose con el bautismo parlamentario el
Ministerio. ¿Se buscaba, nalmente, un cambio en la política? De nin-
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gún modo, porque en el nuevo Gabinete vemos los mismos elementos
de que el anterior se componía.
Pero, al cabo, ya está constituido el Gobierno: ¿qué hará? Según nues-
tras noticias (conformes en un todo con las que publicó La España en su
mero correspondiente al 3 del actual) su programa es el siguiente:
Abstención completa de toda iniciativa en el proyecto de Consti-
tución, dejándola a las Cortes, en el concepto de que el nuevo edicio
político ha de estar cimentado en el trono de la Reina doña Isabel II y
de su dinastía.
Ley de imprenta con jurado. Libertad completa para examinar y
censurar los actos de los agentes de la autoridad, pero muy limitada en
todo lo concerniente a personas y cosas privadas.
Milicia Nacional en las capitales de provincia, y por regla general
en todas las poblaciones de suciente vecindario, para poder defen-
derse de enemigos armados.
Reforma de las contribuciones, especialmente de las que más gra-
van al pueblo, tales como las de consumos y puertas, pero con la ex-
presa condición de que han de regir las actuales, sin exceptuar las ren-
tas estancadas, hasta que se encuentren medios de cubrir el décit del
Tesoro. Autorización, que se pedirá a las Cortes, para que los nuevos
Presupuestos empiecen a regir desde 1° de enero de 1855.
Disminución del Presupuesto de clases pasivas, a cuyo efecto se dará
preferente colocación a los empleados cesantes que disfruten haber.
La fuerza del ejército de tierra constará de 70.000 hombres, que se re-
clutarán por medio de enganches voluntarios, y sólo en el caso de que no
puedan completarse así los cuerpos, se acudirá para la parte que falte al
sistema de quintas. De estos 70.000 hombres, diez mil serán destinados a
la reserva y servirán de base a la organización de batallones provinciales,
cuyos cuadros se formarán con jefes y ociales del ejército, a los cuales se
les asignarán las cuatro quintas partes del sueldo común de actividad.
Ley orgánica del Estado Mayor del ejército.
Ley de ascensos militares, en el supuesto de que las dos terceras
partes de las vacantes que ocurran se darán por rigurosa antigüedad, y
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la otra tercera parte se concederá por elección con ciertos requisitos,
procurando indemnizar a los que hubiesen sido postergados en su ca-
rrera por causas políticas.
Tales son, de seguro, las principales bases del programa que, pre-
sentado por el general O’Donnell al Duque de la Victoria, fue acepta-
do por éste y sus demás antiguos y nuevos compañeros.
Además de esto, se ha hablado, y aún se habla mucho, de los proyectos
del señor Ministro de Hacienda, asegurando algunos: 1° ue tiene muy
adelantadas negociaciones con el Banco, para que éste tome a su cargo el
pago, así en España como fuera de ella, del semestre de la deuda que vence
en n del presente año; 2° ue piensa convertir la deuda otante en bille-
tes del Tesoro al interés de 6 por 100 anual, y un fondo de amortización
con hipoteca especial de la quinta parte de los bienes de Propios.
Aun suponiendo que este último proyecto haya sido ideado y se
proponga inmediatamente a las Cortes, y que éstas, en el más breve
término imaginable, le discutan y acepten, hay que tener en cuenta
que sus efectos no son de los que pueden satisfacer de un día para otro
las necesidades ordinarias de nuestra Hacienda, ni mucho menos acu-
dir a las extraordinarias que, por muchos y tristes motivos, ya visibles,
abrumarán muy pronto las arcas casi exhaustas del Tesoro.
Relativamente a las negociaciones con el Banco, noticias que tene-
mos por seguras nos dicen que a la hora de ésta no se han vericado, y
que en todo caso el Banco sólo se encargará de los acreedores extran-
jeros en Londres y París.
Esto y el décit general de los Presupuestos, los gastos extraordina-
rios que absorben hoy en Ultramar los sobrantes que antes se envia-
ban a la Península, la resistencia tenaz que oponen muchos pueblos
(Zaragoza y Barcelona, por ejemplo), ora al pago de los derechos de
puertas, ora al de la contribución de consumos; el azote del cólera,
que ha pesado sobre nuestras más importantes provincias, mermando
su población y su riqueza; y en resolución, la inestabilidad de las co-
sas públicas, que hace huir los capitales, forma todo un estado, no ya
malo, sino pésimo, violento y casi desesperado para nuestra Hacienda,
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la cual, reducida a arbitrios empíricos para salir del día e ir conllevan-
do los servicios públicos, carece de fuerzas para resistir los remedios
heroicos que la situación política, por otra parte, no consiente.
Ahora bien: ni en Hacienda ni en Guerra pueden ser grandes y ra-
dicales las reformas. El Gobierno mismo lo reconoce en su programa.
Es imposible, en efecto, intentar una reforma grave en Hacienda, si no
es acompañada de una reforma fundamental en política, y no parece
factible esta última en el estado que tienen nuestros asuntos interiores,
necesariamente complicados con el que hoy alcanzan los de Europa.
Y luego, entre las Cortes y el Gobierno hay una fatal oposición que se
hará de cada vez más honda, a medida que, orillados ciertos asuntos
generales en que cabe la uniformidad de pareceres, se entre en el debate
de las cuestiones políticas, administrativas y económicas en que cada
bando tiene su sistema y cada Diputado un compromiso. Las Cortes
tienen, por fuerza, que ser reformadoras en Hacienda y Guerra; el Go-
bierno, por el contrario, tiene que ser, forzosamente también, conser-
vador en estos ramos. ¿Cómo, sin ejército ni contribuciones exigibles
al instante, podría prepararse para la guerra que amenaza en el interior
y la que en el exterior se hace más y más probable cada día? Y por
otra parte, si las reformas no se hacen, ¿para qué ha sido la revolución?
Muchos Diputados, elegidos por la inuencia de los Ayuntamientos y
Diputaciones Provinciales, ¿cómo responderán a sus comitentes, si la
contribución de consumos y las quintas continúan?
Nosotros no tenemos la ridícula pretensión de meternos aquí a doc-
tores políticos aconsejando remedios para el mal que nos aige. Harto
difícil es ya la tarea de indagar la enfermedad, y después de descubierta,
revelarla con lisura y buena fe, para que echemos sin más ni más sobre
nuestros débiles hombros la carga adicional de un recetario. Lo cual no
obsta para que creamos, sin hacer, por supuesto, fuerza a nadie:
1° ue toda reforma “inmediata” en el sistema de Hacienda traería
consigo en plazo más o menos próximo, pero infalible, la bancarrota.
2° ue en general, puesta la consideración en el estado social de las
naciones modernas y en la situación presente de Europa, la supresión
del ejército es un absurdo; y que, en particular, bien considerado el
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estado interior e internacional de España, la reducción exagerada de la
fuerza armada, aunque sea en la apariencia compensada con el sistema
más amplio de Milicia cívica que sea dable imaginar, nos traerá en el
interior la servidumbre o la anarquía; en el exterior, la vergüenza y la
desmembración del territorio.
3° ue, si no para el remedio radical, para el alivio momentáneo
de los males que hoy apenas podemos sobrellevar y que amagan ele-
varse a proporciones gigantescas, no se descubre otro arbitrio que un
empréstito contraído con la garantía de todas las rentas existentes.
4° ue sin la paz interior, todo remedio económico será frustrá-
neo e inútil.
5° ue para alcanzar esta paz es indispensable que el Gobierno,
prescindiendo de la diferencia esencial que puede haber (y hay real-
mente) entre las ideas sistemáticas de sus miembros, se proponga lle-
var a cabo, con la energía y la decisión que sólo pueden resultar de una
voluntad única y rme, el programa que ha adoptado.
6° ue, entretanto, discutidas y aun resueltas las reformas, se apla-
cen para llevarlas a cabo lentamente, y a medida que las circunstancias
permitan poner, sin peligro, lo que se crea en lugar de lo que se destruye.
Tenemos la íntima convicción de que estas miras, bien así como
cuantas se dirijan al bien de nuestra desventurada patria, hallarán en
el señor Duque de la Victoria decidida consagración y rme apoyo.
Pronto, según creemos, rasgará el héroe de Luchana el velo con que
hasta ahora ha creído deber encubrirse por respeto (acaso nimio, pero
sin duda alguna honroso) a la soberanía nacional y a la independencia
de las Cortes. Nada tiene que temer el Trono de él; todo, por el con-
trario, debe de él esperarlo para su consolidación; todo también para
armar su nueva alianza con el Pueblo.
Los peligros de la situación no vienen, pues, del Gobierno: vienen
de la Asamblea Constituyente, y en ella están, y en ella pueden perpe-
tuarse, si el Ministerio sigue (lo que no es de esperar) el sistema de iner-
cia que le legó su antecesor: sistema antes justicable, pero que hoy no
tendría excusa, ni sería digno de perdón. Por efecto de los tiempos, a
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causa de las circunstancias que han mediado en su elección, y por otras
razones que no nos es dable ahora explicar, nuestro actual Congreso, a
juzgar por lo ya visto, ni es bastante revolucionario, ni sucientemente
conservador; no tiene elementos para ser profundamente reformista,
y se asusta a la sola idea de dejar las cosas en el estado en que se encuen-
tran; carece de sistema propio; no tiene homogeneidad, y es de temer
que su mayoría, aunque sana, patriótica e ilustrada, sea en ocasiones
para el Gobierno una rémora; para la verdadera libertad un peligro.
R. M. B.
Madrid.
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reVista polítiCa5*
Escritos apenas los últimos renglones de la anterior vinieron los
sucesos a conrmar algunas de nuestras predicciones, ya con relación
al curso de los asuntos públicos en general, ya en particular tocante a
las personas que los preparan y dirigen, con mayor suma de inuencia,
en nuestra España.
No bastaba a la opinión pública que el triunfo de la Unión Liberal
en las últimas elecciones de la mesa del Congreso hubiese determina-
do la formación de un Ministerio aceptable, o mejor dicho, la parcial
y poco importante modicación del anterior, porque este Ministerio,
compuesto siempre de elementos heterogéneos y discordantes en su
esencia, mantenía vivo el temor de que pudiese dividirse más adelante
en cuestiones graves, aún no resueltas, produciendo conictos lamen-
tables en la nación y en el Gobierno. Ni bastaba tampoco a tranqui-
lizar los ánimos el programa del Gabinete, pues, ni era conocido o-
cialmente por declaración parlamentaria y solemne del Presidente del
Consejo, ni sus cláusulas, acomodaticias y ambiguas muchas de ellas,
tenían derecho a la conanza tranquila y serena que sólo merecen las
declaraciones terminantes y los propósitos enérgicos.
Era, pues, necesario que una votación del Congreso, en asun-
to propuesto por el Gobierno como “cuestión de Gabinete”, diese a
conocer la opinión de éste y la opinión de la mayoría parlamentaria
tocante a la monarquía y a la dinastía: dos puntos estos acerca de los
cuales dudaba aun la nación si habría parecer unánime en las Cortes,
y resolución decisiva por parte de Espartero: dos puntos, además, de
primera magnitud y trascendencia.
Conciliose todo con la siguiente proposición, presentada a la
Asamblea el 30 de noviembre, aunque desde el 28 estaba sobre la mesa:
“Pedimos a las Cortes se sirvan acordar, que una de las bases fun-
damentales del edicio político que, en uso de su soberanía, van a le-
vantar, es el trono de doña Isabel II, reina de las Españas y su dinastía.
5 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 104-128. (N. del E.).
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Palacio del Congreso a 28 de noviembre de 1854. Manuel de la Con-
cha; Pablo Avecilla; Miguel Zorrilla; Patricio de la Escosura; Manuel
Cortina; Evaristo San Miguel; El Marqués de Perales.
Antes de la votación que recayó sobre este asunto gravísimo, había
circulado por Madrid la noticia de que el Duque de la Victoria se ad-
heriría, en nombre del Gabinete, a la proposición presentada; lo cual,
y el anuncio de que las Cortes debían oír aquel día el programa del
Ministerio, fue parte para que los Diputados y el público, cada cual
por su lado, con asistencia más puntual y presurosa que en los casos co-
munes, diesen a la sesión del 30 cierto aire de solemnidad y grandeza
extraordinaria. Ciertamente el Ministerio defraudó las esperanzas de
todos en lo tocante a explicar sus ideas y planes de gobierno, pero hizo
en cambio, como vamos a ver, una cosa importantísima.
Leída la proposición de que hablamos, se levantó a apoyarla y ocu-
pó la tribuna para hacer uso de la palabra el general San Miguel. La
voz autorizada del anciano a quien tanto debieron en julio la pobla-
ción de Madrid, el Trono y el reino en general, conmovió profunda y
visiblemente al Congreso, el cual se disponía ya a manifestar su adhe-
sión a las convicciones y afectos del orador, que eran los suyos propios,
cuando una declaración del Duque de la Victoria y cierto incidente,
inesperado cuanto interesante, vinieron a aumentar la honda emoción
de que todos estaban poseídos.
Cuando el general San Miguel acabó de hablar, se oyeron las siguien-
tes palabras que dijo desde su asiento el señor Duque de la Victoria: “El
Gobierno está conforme con la proposición del general San Miguel: pido
que la votación sea nominal. Entonces bajó presuroso de la tribuna el ora-
dor, y dirigiéndose al banco de los Ministros, se arrojó en los brazos del
general Espartero y le estrechó tiernísimamente entre los suyos.
Largo rato estuvieron los señores Diputados poseídos de la pro-
funda e inefable emoción que se originó de aquella escena; largo rato
duró el estruendo del general aplauso con que el Congreso y las tribu-
nas saludaron aquel fraternal abrazo, símbolo de esperanza que ponía
término a los recelos y desconanzas que sucesos recientes, y en la apa-
riencia signicativos, habían engendrado en muchos corazones.
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Tomada en consideración la propuesta, y habiéndose acordado
que fuese inmediatamente discutida, se entabló un debate harto po-
bre en el fondo y en la forma; y eso que, elevándose a la esfera de las
doctrinas y penetrando en el terreno de la historia, ofrecía el ancho
campo y oportunísima ocasión para profundas consideraciones y no
poco elocuentes enseñanzas.
Hablando, el primero, contra la proposición, pronunció el señor
Bertemati un breve discurso en que confesó que la nación española era
monárquica; y no adujo más argumento contra la dinastía actual que el
juicio que deben abrir las Cortes a la Reina Madre, suponiendo que de-
bía amenguar la autoridad y el prestigio de la hija. Contestó a Bertemati
el diputado Escosura (don Patricio) defendiendo la monarquía como
afecto nacional, como tradición de quince siglos, como hecho respetado
por la revolución y como necesidad histórica, geográca y hasta de raza.
Apuntando la idea de que la democracia no consiste en las formas de
gobierno, probó sin grande esfuerzo que “república” no era sinónimo de
“libertad”; echó una rápida ojeada a los estériles y bulliciosos gobiernos
democráticos de la América del Sur; manifestó que no cabe imaginar
otro vínculo de unión entre provincias de hábitos diversos sino el Tro-
no; y recordando luego los hechos contemporáneos, hizo mención de la
guerra civil de siete años, y del desenvolvimiento simultáneo de la idea
liberal y de la dinástica. Tuvo el orador momentos felices, especialmen-
te cuando respondiendo a la observación de su contrincante respecto
de doña María Cristina de Borbón, dijo que la autoridad real no podía
amenguarse por el triste deber que la Representación Nacional tuviese
que cumplir en semejante caso, como no se había amenguado con la
muerte del príncipe de Viana, ni con la del infante don Carlos, ni con la
lamentable y vergonzosa causa del Escorial en otras épocas.
Pero, ¡qué diferencia entre esta discusión y la que sobre la monarquía
y la república comparadas se promovió en Francia el año de 1848! Si
por una y otra se debiese medir la diferencia entre los países respectivos,
¡cuán grande apareciera nuestra inferioridad! ¡Cuánto debería humi-
llarnos nuestra pobreza! Por fortuna sobran medios de explicar el he-
cho sin necesidad de acudir a cotejos, desfavorables para nosotros, entre
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la elocuencia parlamentaria francesa y la española; fuera de que en la
ocasión presente los resultados de la discusión, y la discusión misma,
pueden consolarnos de la poca elevación que en ella se ha notado.
Perorando en favor de la proposición y para cerrar el debate decla-
ró el general Prim que era monárquico por sentimiento, por convic-
ción y por necesidad. “Los republicanos, dijo, son pocos en España.
Todos los Diputados conocen en sus provincias a los españoles que
propalan la república; y saben cuántos son en cantidad y en calidad”.
Haciéndose cargo luego de ciertas palabras del señor Marqués de Al-
baida, exclamó con verdadera elocuencia: “¡Se dice que un Trono dis-
cutido es un Trono herido de muerte! En esta época de análisis todo se
discute; y sin embargo, la discusión no mata, sino que fortalece. Dios
mismo ha sido negado por algunos y esto no impide que el género
humano se postre ante el Ser omnipotente e invisible”.
Esta declaración del señor general Prim fue una de las consecuen-
cias favorables de la discusión de que estamos tratando porque ella
(nada sospechosa por cierto de parcialidad ni de ignorancia), nos pre-
paró para el resultado del debate y fue el preludio de una votación
nominal en que 194 votos contra 19 proclamaron una vez más a doña
Isabel II, Reina constitucional de España.
Tal fue, brevísimamente compendiada o bosquejada apenas, la me-
morable sesión del día 30. La nación aplaudió sinceramente un resul-
tado que debía poner término al curso vario, incierto y asendereado de
la revolución, no menos que a las vacilaciones misteriosas atribuidas,
por lo visto sin razón, al Presidente del Consejo. Verdad es que una
sola palabra de éste hubiera podido anticipar tan fausto desenlace; y es
cierto también que muchas y poderosas razones debieron haberle mo-
vido a salir antes de su ya harto exagerada reserva. ¡Cuántos motivos
de disculpables recelos, cuántas desconanzas, cuántas inquietudes
fundadas en hechos que se prestaban a tristes conjeturas se habrían
desvanecido! No pocas alteraciones graves y ocasionadas a fatales
consecuencias se habrían igualmente conjurado, haciendo desapare-
cer como humo vano las locas esperanzas de propios y de extraños que
les servían al par de fundamento y de pretexto. Pero aunque algo tarde
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para lo que el bien público reclamaba, no por eso ha dejado de hacer
el general Espartero un grandísimo servicio a la patria; y no por eso
dejaremos nosotros de tributar a su conducta aplausos tan desinteresa-
dos e imparciales como lo han sido las acusaciones que sus procederes
anteriores nos han sugerido en otro tiempo.
La votación del día 30 colocaba, pues, al Gabinete presidido por el
Duque de la Victoria en la situación que corresponde a los gobiernos re-
gulares, los cuales, supuesta la forma representativa de las instituciones,
toman la iniciativa en los grandes asuntos de interés público y buscan en
las mayorías parlamentarias los medios de hacer preponderar sus prin-
cipios y de llevar a cabo sus planes y sistemas. Dejó también muy mal
parados a los escasos partidarios con que cuenta la República en España
y en el seno de las Cortes; y esta era una victoria de gran precio para la
paz interior y el orden público. Abría el palenque a la discusión fecun-
da y siempre útil de los principios y teorías aplicables a la gobernación
del Estado; y le cerraba al estéril y desagradable debate de las reticencias
humillantes y de los recelos suspicaces. Y establecía por n una línea
divisoria entre lo que es permitido controvertir y lo que es necesario res-
petar, señalando el campo, de vasta extensión y rme asiento, en que,
supuesto el amor a la libertad y el deseo del orden, sin el cual la libertad
no es posible, pueden todos, Gobierno y Parlamento, Pueblo y Trono,
contribuir ordenadamente y con recíproco concierto al bien común.
Grande cuanto fundado y general fue por lo tanto el júbilo que
produjo la casi unánime votación del día 30; y en vista de ella, todos
nos pusimos a conar en que iba a abrir para el Gabinete, para el Con-
greso, para los partidos, y en suma, para la nación, una nueva era de
sosiego y regularidad que permitía esperar conadamente la consoli-
dación de los principios y de los intereses legítimos a cuyo nombre se
ideó y puso por obra el alzamiento nacional.
Pero los republicanos no quisieron darse por vencidos, y al siguien-
te día presentaron una proposición en que nada menos se pedía sino
que las Cortes anulasen la regia prerrogativa haciendo ellas mismas,
por sí y potestativamente, el nombramiento de Ministros. Renovo-
se, pues, la discusión del día anterior con un largo discurso del señor
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Ruiz Pons (uno de los autores de la proposición), a despecho de la
voz y la campanilla del tercer vicepresidente, que advertían al orador
su lastimoso extravío; a despecho también del Congreso, que harto
visiblemente manifestaba su impaciencia y asombro; y a despecho del
sentido común, que motejaba de extemporáneo un asunto en el cual
iba envuelta signicación contraria al voto solemne emitido por las
Cortes Constituyentes poco antes. Y en efecto, si corporaciones como
ésta no reconocen las cortapisas que ellas mismas, en uso de su dere-
cho y por medio de acuerdos solemnes, ponen a sus facultades; si con-
sienten que se mantenga constantemente vivo y agresivo el espíritu de
examen de sus propios actos; si, en suma, no se atienen y conforman a
las limitaciones con que en el curso de los trabajos legislativos van ela-
borando su pensamiento y bosquejando su obra, ¿cómo se concebiría
la posibilidad de que llegasen nunca a obtener un resultado satisfacto-
rio, cumpliendo en breve término los justos deseos de sus comitentes?
El señor Ministro de Estado impuso silencio al orador demócrata,
declarando que a nadie le era lícito (por respeto a la autoridad de las
Cortes así como a la autoridad real, legítimamente consagrada) reno-
var un litigio fallado ya en términos no menos perentorios que irrevo-
cables. “Hasta que llegue el tiempo (dijo además) en que los señores
rmantes de la proposición vean establecido el gobierno a que aspiran
(la república), desgraciadamente han de pasar muchos años. No le ve-
rán SS. SS; y eso que son bastante jóvenes.
Pasaba esto el día 1° de diciembre. En el siguiente 2 empezó la se-
sión de Cortes con un breve discurso del señor Presidente del Consejo
de Ministros, reducido a decir que el Gobierno contribuiría con toda
su buena oluntad a que las Cortes hiciesen leyes que aanzasen los de-
rechos de la nación, destruyesen los abusos (todos los abusos introducidos
en la administración del Estado) y fomentasen la prosperidad y ventura
de los pueblos. «Las Cortes y el Gobierno, exclamó, tienen grandes
deberes que cumplir, y estoy seguro de que los cumplirán».
Ni la mejor voluntad del mundo, ni la imaginación más dispuesta a
forjar fantasmas y recreativas ilusiones, pueden hallar en tales palabras
fondo ni forma de programa general de gobierno, como en la ocasión
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le llamaron algunos; pero ello es cierto que el Congreso, menos por lo
que decían que por lo que permitían esperar, las acogió con grandes
muestras de aprobación, interpretándolas sin duda como manifesta-
ción del deseo de entrar resueltamente en el camino del régimen cons-
titucional y parlamentario.
Deslizábase tranquilamente la sesión, después de este incidente de
buen agüero, entre proyectos y proposiciones de ley, cuando el señor
Sánchez Silva presentó una para que se suprimiesen la contribución de
consumos y los derechos de puertas, aduciendo ingeniosos argumen-
tos en demostración de que estos impuestos, por gravar las primeras
materias, así como por vejar a los pobres y estimular la codicia de los
especuladores, alimentan un sinmero de gentes que viven de la san-
gre del pueblo, sin que por n y postre saque de ellos el Gobierno más
que una muy escasa utilidad. De la suma total que la contribución de
consumos produce, solamente ingresa en el Tesoro, según la cuenta de
S. S., una dozava parte, a causa de la extraordinaria complicación de
sus medios y de su mal entendido sistema de cobranza. «Yo bien sé,
dijo el orador, la delicada situación de todo Gobierno, y más después
de una revolución que, sin contar con los despilfarros de otros Minis-
terios, basta por sí sola para destruir toda proporción entre los ingre-
sos y los gastos... El señor Ministro de Hacienda dirá probablemente,
¿con qué se sustituye la contribución de consumos? Pero la respues-
ta no incumbe a un Diputado que se limita a acusar de oneroso un
impuesto. La ilustración del señor Ministro y la del Gobierno sabrán
discurrir un equivalente que llene el vacío».
La teoría de dejar solo al Gobierno en esto de discurrir impuestos
nuevos, después de privarle de los antiguos, conocidos y vigentes, en cir-
cunstancias extraordinarias y nada favorables al sco, no deja de ser ori-
ginal; pero como ahora no vamos a tratar de la propuesta en sí misma,
sino del suceso que de ella se originó, diremos que el señor Collado cali-
có de exagerados los cómputos del señor Sánchez Silva, y protestó que
un impuesto suprimido, sin previa preparación del ingreso que ha de re-
emplazarle, podía trastornar la Hacienda, por lo cual pidió al Congreso
que la proposición pasase a la comisión de Presupuestos, para que ésta,
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teniendo a la vista datos más generales y procediendo a comparar unos
con otros impuestos, gastos e ingresos, su diversa índole y su notoria
utilidad o inconveniencia, diese a la idea del proponente la preferencia
que con entero conocimiento de causa mereciese.
El señor Sánchez Silva, antiguo Diputado, ofreciendo el testimo-
nio de su larga experiencia, dijo que en la comisión a que se le quería
remitir, todo caminaba muy despacio y que su proposición no con-
sentía términos dilatorios. Así las cosas, el señor Marqués de Corbera
y otros miembros del Congreso acudieron en auxilio del señor Mi-
nistro de Hacienda rmando y defendiendo otra proposición en que
se pedía que la anterior pasase a la comisión de Presupuestos. Puesta
a votación resultó desechada por 138 votos contra 67, quedando así
acordado que del asunto de supresión de los impuestos de consumos
y puertas conociese, como el señor Sánchez Silva lo deseaba, una co-
misión especial e independiente. Los señores Ministros O’Donnell,
Collado, Santa Cruz y Allende Salazar, únicos presentes, votaron con
la minoría; y en el mismo instante se vio poseída la Asamblea de una
agitación profunda al par que tumultuosa. Oyéronse voces en las tri-
bunas e interpelaciones de los Diputados que el bullicio no permitió
entender. El señor Collado y sus compañeros de Ministerio salieron
cabizbajos del salón; y como el tumulto aumentase, el presidente de
las Cortes tuvo por conveniente levantar la sesión, temeroso, según
dijo con voz clara y rme, de que la Asamblea echase en olvido lo que
debía a su propia dignidad y al buen ejemplo.
A consecuencia de la votación que acabamos de referir, la noche
del mismo día pusieron los Ministros su dimisión en manos de la Rei-
na. Pero S. M., reconociendo que la causa ocasional de tan grave reso-
lución no tenía ningún motivo político, y considerando por otra parte
la situación en que nuevamente se hallaba la Asamblea, sin haber he-
cho la elección de presidente a que por tercera vez se veía obligada, no
juzgó conveniente aceptar la renuncia de sus consejeros responsables.
Cuando esto sucedía, gran número de Diputados reunidos en los
salones del Congreso acordaban que se convocase para el día siguiente
a todos los presentes en Madrid, con el n de arbitrar el mejor medio
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de persuadir al Ministerio que la votación del día anterior no era de
carácter político, y no debía por consiguiente ser considerada como
cuestión de Gabinete. Y entre tanto los demócratas preparaban de-
mostraciones públicas favorables a las ideas de su partido y en térmi-
nos capaces de intimidar a la Asamblea y al Gobierno.
Por fortuna, el señor Gobernador de la provincia hizo abortar es-
tos planes; y las Cortes, en su sesión del día 4, los cortaron (a lo menos
por el pronto) de raíz, acordando por 146 votos contra 40, y a pro-
puesta del mismo señor Sánchez Silva, un voto de conanza al Minis-
terio. Grandes y hasta desesperados fueron los esfuerzos que el bando
democrático y el que se llama “progresista puro, hicieron para dar a
la discusión un carácter por todo extremo diverso del que le comuni-
caban los hechos que la originaron y del que la imparcialidad menos
severa le hubiera desde luego atribuido. Gracias a Dios, semejantes
esfuerzos resultaron vanos, y tres votaciones nominales probaron una
vez más el buen juicio que domina en nuestras Asambleas políticas
cuando el cielo lo permite y el caso lo requiere.
Con esto, y con la elección del señor Madoz para presidente de las
Cortes, hecha por estas en sesión del día 5, entraron las cosas públicas
en caja, o por lo menos tomaron un aspecto de regularidad que permi-
tía esperar días comparativamente tranquilos para la Representación
Nacional, sosegados para el pueblo, y de provechosa y serena actividad
para el Gobierno.
Y en efecto, desde entonces apenas ha habido suceso alguno que,
saliendo del orden común, nos ponga en el caso de hacer de él una
mención especial en este introito de nuestra Revista; por lo cual, y
entrando todo lo acaecido posteriormente en la esfera de los hechos
comunes, haremos de estos ciertas divisiones generales que permitan
registrarlos y estudiarlos con más fruto que si los reriésemos por un
orden estrictamente cronológico y seguido, en las formas conocidas
de historia o de relato.
El Gobierno. Por lo tocante a las personas que componen el Mi-
nisterio, ya hemos visto en la Revista pasada cuáles son. En esta parte
no ha habido más novedad que la salida del señor Allende Salazar, y
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su reemplazo por el señor don Antonio Santa Cruz, antiguo ocial
general en nuestra armada.
Relativamente a las ideas políticas y administrativas del Gabinete,
he aquí cómo las explicó el señor Ministro de Estado a las Cortes, en
la sesión del martes 19 de diciembre.
En dos partes dividió el señor Luzuriaga esto que hoy se llama
programa ministerial o de Gobierno: una consagrada a los principios,
otra a la conducta.
Entre los principios dio el puesto de honor, primero y principal, a
la Soberanía de la Nación, la cual explicó prácticamente diciendo que
las Cortes actuales hacen y sancionan las leyes constituyentes, pero
que ahora y después, las leyes ordinarias serán sancionadas y promul-
gadas por el Trono. Graduó la sanción real de altamente provecho-
sa al bien público y que en tal concepto debía, a su juicio, asentarse
como principio inconcuso, bien que, añadió, no debe considerarse la
utilidad como origen, fuente ni pauta de las acciones o de las leyes, las
cuales tienen y deben tener por principal fundamento las inmutables
leyes del orden moral y religioso.
La seguridad individual fue el segundo de los principios proclamados
por el señor Luzuriaga. En seguida expuso el modo de pensar del Gobier-
no sobre la organización del Parlamento, decidiéndose categóricamente
por la existencia de dos Cámaras, representantes la una de las opiniones y
de los intereses más o menos transitorios y del día; depositaria la otra de las
opiniones y de los intereses permanentes y conservadores. Llegado aquí,
el orador consagró unas cuantas y justas palabras a la buena y honoríca
memoria del último Senado, del que formaba parte S. S.
Enunció luego el principio de la unidad religiosa, o sea la consa-
gración del actual orden de cosas en esta materia gravísima, fundando
su opinión y la del Gabinete en varias razones políticas e históricas.
«Unidad religiosa, dijo, en todo lo que tenga carácter exterior. No
es este lugar para discusiones teológicas, ni yo soy competente para
entrar en ellas; tampoco me parece oportuna la discusión cientíca de
estas materias. He dicho antes cuál es la medida de lo bueno (el bien
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del pueblo), y esa medida se encuentra aquí en todos los hechos como
en todas las ocasiones: el país tiene sus creencias seculares; esas creen-
cias seculares no ceden su puesto sin resistencia, y la historia nos dice
a lo que da lugar la resistencia en estas materias. Trae consigo la guerra
civil, y la guerra civil sobre estos puntos ha ensangrentado el mundo.
Dentro de ese principio, las Cortes pueden presumir si el Gobierno
estará o no dispuesto a proteger todo lo que no sea abiertamente con-
trario a él. No digo más, porque los señores Diputados reconocen lo
delicado de esta materia».
La Milicia Nacional, no sólo como garantía de las instituciones,
sino como escudo del orden público, y convenientemente organizada
para que corresponda a aquellos importantes nes, fue también colo-
cada entre los principios políticos del Ministerio.
Proclamó asimismo el derecho y hasta el deber de resistir el pago
de los impuestos no votados por las Cortes; y como forzosa condición
de semejante derecho, el principio de la reunión anual “obligatoria
de la Representación Nacional, si bien no explicó S. S. con bastante
claridad si la reunión de las Cortes habría de vericarse por derecho
propio y sin necesidad de convocatoria. Así, suponemos nosotros con
algún fundamento que debe entenderse.
Acerca del derecho de petición y otros análogos, explicó por qué la
ley debía regular el ejercicio de la libertad, y como, en ciertas materias,
la libertad limitada era la prenda más segura del derecho de todos. Las
pocas palabras que pronunció tocante a la prensa periódica, se ajustan
estrictamente a estos principios. “En cuanto a la prensa, dijo, el Go-
bierno cree que no necesita leyes, y que su mejor freno está en su pro-
pio decoro y buen juicio. No quiero por lo tanto leyes represivas para
ella, salvo los casos en que sea necesario reprimir la mala tentación de
invadir los actos de la vida privada. En este caso las leyes represivas
serían aplicadas por el jurado, no por los tribunales ordinarios.
En administración civil se decidió por un sistema medio entre la
centralización absoluta y la completa descentralización que forma la
base de las teorías democráticas; y en lo relativo a la administración
de justicia, sostuvo el principio de la inamovilidad y el de la unidad
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de fuero en lo civil, añadiendo que el Gobierno proyectaba una orga-
nización de tribunales y una ley de procedimientos que, en su sentir,
reunirán las condiciones necesarias de brevedad y acierto.
Por lo que hace a instrucción pública, las ideas y propósitos del Ga-
binete son facilitarla a toda costa para hacer efectiva la igualdad civil,
esto es, el derecho igual de todos para entrar en todas las carreras y car-
gos públicos, previos los estudios necesarios y una completa idoneidad.
En cuanto al ejército y la armada, la regla a que el Gobierno ajusta
su opinión es la de que sean sucientes para asegurar en cualquier caso
la paz interior, la integridad del territorio, y por consiguiente, el respe-
to que, como a nación independiente, nos deben las extrañas.
Por último, el señor Luzuriaga concluyó esta parte de su discurso
encareciendo la necesidad urgentísima de proveer a la construcción de
vías férreas, “tan necesarias”, dijo “para la unidad universal y para que
nuestros frutos sean comunes a todas las naciones.
Acerca de la conducta que el Gobierno se propone observar, indicó
que el primero de todos sus propósitos, fuera de los que se desprenden de
las explicaciones que precedieron a esta parte de su discurso, era mante-
ner el país en estado de paz con todos los demás, cualesquiera que sean
sus formas de Gobierno, con decisión de “sostener la fuerza necesaria
para hacerse respetar en todos tiempos”. Y relativamente a nuestras pro-
vincias ultramarinas manifestó, cuerda y patrióticamente, no querer que
nos liguen a ellas los lazos de la conquista y de la fuerza, sino el vínculo
estrecho al par que suave de la fraternidad; “proteger su libertad civil y
destruir la inmoralidad, que tantos males ha causado en ellas.
Concluida la exposición del programa, indicó el señor Luzuriaga
la necesidad imperiosa de que las Cortes resolviesen dos cuestiones:
una, si juzgaban aceptables las ideas y principios del Gobierno; otra,
si, aun juzgándolas favorablemente, consideraban que personas más
capaces que los actuales Ministros podían llevarlas a término dichoso;
en cuyo caso, añadió, debía señalarlas, y al punto se retirarían todos,
excepto el señor Duque de la Victoria, a quien dejarían gustosos en
libertad de formar un nuevo Ministerio.
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Al señor Luzuriaga sucedió en el uso de la palabra el general Es-
partero. La importancia de este personaje nos mueve a poner aquí tex-
tualmente sus palabras. Dijo, pues, así:
“Señores Diputados: la nación desea constituirse y esta grande
obra se halla ada a vuestro cuidado. Para que se lleve a cabo es nece-
sario que no haya divergencias y que se forme una mayoría compacta.
Por lo que a mí toca, señores, el Ministerio que yo presida amará siem-
pre la libertad, fomentará el bien público y obedecerá y hará obedecer
las leyes que todos hagamos.
Y las haremos para que la patria recobre sus derechos, para que
desaparezcan los abusos, y para que la nación, con el trono de doña
Isabel II, puesta en el camino del progreso (en ese camino que ha se-
ñalado Dios al género humano) lo prosiga con paso rme y mesura-
do. Y si enemigos de nuestra ventura intentasen turbarnos, intentasen
hacernos retroceder, yo me pondré delante de vosotros, delante del
ejército, delante de la Milicia Nacional, delante de la nación entera, y
sabré confundirlos y escarmentarlos.
“Concluyo rogando a los señores Diputados que formen pronto una
mayoría compacta y que hagan pronto la Constitución del Estado.
Cosas ambas, en efecto, importantísimas y urgentes, decimos no-
sotros, y que hace muy bien en desear el señor Duque; salvo que acaso
se vea en la dura necesidad de desearlas mucho tiempo.
Lo cierto es que la Asamblea, esto es, el honor de la Asamblea, pe-
día a grito herido una iniciativa por parte del Gobierno que sirviese de
punto de partida a sus discusiones incoherentes; de base a su mayoría
uctuante e incolora; de centro, en n, de unidad y cohesión a las di-
versas opiniones que, al acaso, sin plan jo ni objeto determinado, se
agitaban en su seno. ¿En qué puede ofender, ni cómo puede menoscabar
semejante iniciativa las facultades de las Cortes? ¿No quedan éstas siem-
pre en libertad para conservar o retirar su conanza al Ministerio, así
como para coadyuvar a sus planes u oponerles otros que determinen la
formación de un nuevo Gabinete con fuerza y prestigio sucientes para
establecer un sistema propio de administración y de gobierno?
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Partiendo de este principio, y aprobando por consiguiente el paso
dado por el señor Duque de la Victoria y sus compañeros, sólo hay que
lamentar que, como casi todos los suyos, se haya hecho esperar dema-
siado. Ahora, que logre su objeto ennobleciendo y elevando los deba-
tes, sujetándolos a reglas seguras o invariables, llamando la atención a
lo útil, desviándola de lo pernicioso y cortando el vuelo a las pueriles y
casi insensatas divagaciones a que se abandona el celo indiscreto de los
unos, el hipo de levantar gura de los otros, la inexperiencia verbosa y
atrevida de un gran número; que logre tan grande y precioso objeto,
decimos, cosa es que no se puede con fundamento asegurar, y que al-
gunos, por el contrario, temen no ver conseguido en mucho tiempo.
Hay otra duda. Aceptados los principios generales del programa,
cabe todavía que se susciten cuestiones de mucha trascendencia en el
desenvolvimiento de esos mismos principios, así como que nazcan
hondas divisiones y divergencias de escuela acerca del modo de enten-
derlos y aplicarlos. No basta un programa abstracto, digamos, en que
sólo se enuncian miras generales y necesariamente vagas, sino que es
indispensable reducirle, en cada uno de los puntos que contiene, a fór-
mulas concretas y precisas. ¿Cuáles serán estas en cada caso particular?
Esto es precisamente lo que no sabemos; lo que tememos mucho que
el Gobierno mismo no sepa todavía y lo que el Congreso y la nación
tienen que averiguar en su día. Y de semejante averiguación nacerán, a
nuestro modo de ver, las únicas verdaderas y naturales relaciones que
hasta aquí hayan existido entre la mayoría del Congreso y el Gobierno.
Y aquí se presenta otra duda (porque aquí vivimos para dudar); y es
ésta: Dado que el programa, en general, se acepte, ¿serán los Ministros
actuales los llamados a realizarle? ¿O será el Duque de la Victoria con la
cooperación de nuevos compañeros? Todo puede ser; y aunque no hay
todavía datos sucientes para fundar opinión sobre el particular, bueno
es tener presente que algunas palabras vertidas por el señor Ministro de
Estado al nal de su discurso, y otras que en el suyo dijo el señor Presi-
dente del Consejo de Ministros, dejan comprender que se ha previsto
el caso muy posible, y aun quizá verosímil, de que se realice la hipótesis
indicada en la segunda interrogación que arriba hemos abierto.
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Por lo demás, dichas palabras claro demuestran la importancia, verda-
deramente extraordinaria, que sigue teniendo en la nación el señor Du-
que de la Victoria. Las crisis ministeriales le dejan en pie y con todo su
crédito, que, en lo sólido, no parece en verdad crédito español. Ningún
partido (de los legítimamente liberales) juzga posible gobernar sin él; y
en esta ocasión, como ha sucedido en otras anteriores, sus compañeros
de Gabinete hablan, con naturalidad y sencillez, de salir ellos, dejándole
en libertad para formar nuevos Ministerios. La mayoría del Congreso,
siempre dispuesta a acoger con respeto y conanza sus palabras, es propia
suya, como eco de su voz, como representación de su persona. Para con
la nación es impecable: otros, a su lado y aun con su anuencia, pueden
prevaricar; pero él, por sí solo, es siempre “inocente”. Cuanto pudiéramos
decir encareciendo la singularidad de semejante prestigio, apenas daría
idea exacta de él; por lo cual, dejando hablar los hechos, nos limitaremos a
añadir, con nuestra habitual franqueza, dos palabras.
Ningún hombre público ha tenido jamás entre nosotros mayor ni
igual suma de poder moral que la que hoy parece vinculada en el señor
Duque; ninguno tampoco la ha merecido más por sus grandes servi-
cios, por sus altas virtudes patrióticas, por su acrisolada probidad; y en
medio del lastimoso descrédito que hoy amengua y envilece las cosas
todas y a casi todos los hombres de nuestro país, tenemos por dicha
suma y visible benecio del cielo la existencia de una reputación inma-
culada, la no contestada autoridad de un gran patricio.
La situación del señor Duque es, pues, en la esencia, provechosa a la
nación, como lo será siempre, en todo pueblo trastornado por las revo-
luciones, la existencia de un punto de apoyo para el Gobierno y de un
escudo para el orden; pero es preciso reconocer que una situación que
no puede ni explicarse, ni juzgarse, ni medirse por las reglas ordinarias
de los sistemas constitucionales, al paso que impone inmensa responsa-
bilidad al que goza de ella, le exige calidades y requisitos no comunes,
en proporción con los benecios que debe a la nación que se la ha dado.
¡Dicha grande, dicen algunos, la de ser, en el mando, una necesidad reco-
nocida hasta por sus mismos adversarios! Si es dicha grande, replicamos
nosotros, también es carga que debe hacer aquear los hombros más
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robustos; también es empeño que debe aterrar a los más fuertes corazo-
nes; también es responsabilidad que debe hacer temblar de miedo (del
miedo de los justos) a la más pura y recta conciencia. La popularidad
impone el deber de seguir siempre mereciéndola, y hay ocasiones en que
conviene renunciar a ella para ser honrado y justo. ¿ué es el prestigio
que se contenta con el vano incienso de la lisonja? ¿ué es la fuerza que
se contenta con pueriles alardes de estéril prepotencia? ¿Cómo se llama
el poder que no es útil? ¿De qué sirve la ciencia que no aprovecha, la
mano que no obra, la luz que no brilla?
Tiempo es ya, por consiguiente, de que el señor Duque, después de
haber dado muchos excelentes desengaños a los díscolos y revoltosos con
sus declaraciones políticas, proporcione a los que dudan de su capacidad
gubernativa algunas agradables sorpresas con su conducta ulterior en el
Gobierno. El programa es aceptable como índice de un libro que, escrito
de conformidad con el título de sus capítulos, podría ser un libro excelen-
te, pero que tiene todavía la mayor parte de sus páginas en blanco.
Verdad es que algunas se van llenando poco a poco, v. g., las relativas
a la fuerza permanente y al sistema de reemplazo, así como las que se
reeren a Presupuestos; pero, en cambio, ¡cuántas hay en que, no sólo
no se ha escrito una letra, si no que se ignora cuáles deberán escribirse!
Así y todo mucho ha hecho el Gobierno y debemos agradecérselo. Y
en cuanto a las Cortes, una vez dado a conocer el plan económico, que
está en los Presupuestos, y la idea política, que está en el discurso del señor
Luzuriaga, ¿por qué no han de caminar rápidamente hacia su n, consti-
tuyendo a la nación, haciéndola entrar en las vías regulares y pacícas del
derecho constituido y promoviendo de una manera ecaz el aumento de
la riqueza pública, el crédito del Estado y el bien de la república?
Ya tenemos, pues, un punto de partida, señalada la carrera que de-
bemos seguir, previstos los obstáculos, indicado el término. Ya vere-
mos hasta dónde y cómo se llega a él, por amor al pueblo, en el menor
tiempo posible.
Las Cortes. De las cosas confusas y casi indescifrables en que abun-
da hoy nuestra España, ninguna tanto como las actuales Cortes; no
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porque, hablando en general, estén ellas mal compuestas, ni tampoco
porque no se hallen animadas de las mejores intenciones, ni menos,
porque no reconozca la necesidad que tiene la nación de un pronto
y denitivo arreglo de sus asuntos interiores y exteriores. El mal, si
hemos de decir todo nuestro humilde parecer, procede: primero, de
los diversos e irreconciliables bandos que se agitan en el seno del Con-
greso; segundo, del poco vigor que se nota en la iniciativa propia del
Ministerio; tercero, en el espíritu fatalmente “reformista” de las Cor-
tes, ante un Gobierno que, compóngase así o asá y de quien se quiera,
tiene que ser “conservador” en muchos puntos: por miedo, v. g. en las
cuestiones coloniales, en la de Concordato, en la de aranceles y adua-
nas y en la de restricción a los derechos individuales; por prudencia,
en la del ejército permanente; por necesidad, en la relativa a la forma
del reemplazo y en la de Hacienda.
El deseo manifestado por el señor Duque de la Victoria en la sesión
del día 9 de diciembre, de que cesasen las divergencias de opinión y se
formase una mayoría compacta, es la prueba más patente que puede pre-
sentarse de las profundas divisiones que trabajan al Congreso, así como
de la multiplicidad de pareceres de sus individuos y de la vaguedad y
falta de concierto que se nota en las ideas de los que, por pertenecer a
un mismo bando, debieran tenerlas, cuando no comunes, semejantes.
Excusamos mayores pruebas de estos asertos porque las que exis-
ten están a la vista de todos. Véanse, si no, las discusiones por una par-
te, y las votaciones por otra, en muchos casos contradictorios entre sí.
Téngase presente que al cabo de muchos días de sesiones, todavía no se
puede asegurar cosa alguna acerca del modo de pensar de las Cortes en
los asuntos más importantes de administración y de gobierno. Y por
último, examínese con cuidado el personal de la Asamblea, y dígase
con franqueza: ¿cuáles son los jefes reconocidos de lo que puede hoy
llamarse mayoría?, ¿cuáles los de la minoría u oposición?, ¿de quiénes
se compone esta oposición o minoría?
En los gobiernos representativos de la forma del nuestro, el Go-
bierno es el jefe natural de la mayoría; pero aquí ésta, aunque ha votado
algunas veces en favor del Ministerio, no lo ha hecho para defender con él
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un programa político común, sino por razones particulares que se reeren
más bien al señor Duque de la Victoria que al Gabinete que preside.
Y es lo peor del caso que si no reconoce por jefe al Gobierno, tam-
poco reconoce por tal a ningún adversario de éste: la verdad es que no
tiene jefe alguno. Dando por sentado que el mayor número de Diputa-
dos pertenece al partido progresista templado, ¿reconocen los tales por
jefes al señor Olózaga, o al señor Cortina, o al señor Infante, o al señor
Madoz? De ninguna manera. El señor Olózaga no ha perdido sus altas
cualidades de orador, pero no ha adquirido más de las que tenía de hom-
bre de Estado. Se le oye con gusto; se respetan y atienden sus palabras,
y en ocasiones se diere a sus opiniones, mayormente si son relativas a
materias de reglamento y prácticas parlamentarias, en las cuales es con-
sumado; pero no impone sus ideas, no decide de los debates, no gana
victorias colectivas con soldados que peleen a sus órdenes; en n, no es
caudillo. El señor Cortina, o reserva sus fuerzas para mejor ocasión, o se
da por muerto en estas Cortes. Todavía no ha hablado. ¿ué dirá cuan-
do despliegue los labios? Los progresistas, que no le tienen por orto-
doxo en su religión política, lo ignoran; los demócratas, que le detestan,
lo ignoran y no quieren saberlo; los conservadores, que le estiman con
razón como hombre probo y de sanas ideas gubernativas, saben acaso lo
que puede decir, pero no esperan que lo diga. El señor Infante es dema-
siado hábil para la gente bisoña del Congreso (que son los más), a quie-
nes asusta la causticidad socarrona, y la apariencia jesuítica del antiguo
Ministro: los demócratas le temen; los progresistas “puros” le hacen la
cruz, y los templados o cuasi conservadores, reconociendo en él las no
comunes dotes de honradez, inteligencia, laboriosidad y conocimiento
teórico y práctico de los negocios, no le conceden (y en realidad no las
tiene) las cualidades de energía y popularidad que se necesitan para ser
adalid de almogávares. Y por lo que toca al señor Madoz, cuyo crédito e
inuencia como hombre político han crecido merecidamente en estos
últimos tiempos, todos sabemos que no es ni puede ser más que un buen
presidente del Congreso.
La mayoría, pues, no tiene jefe. Ni le tiene la minoría democráti-
ca, especie de campo común abierto, como tierra por colonizar, a los
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ensayos y aventuras de no pocos arrebatados y presuntuosos emigran-
tes. ¡Suerte dura y lastimosa la de este partido en España! Tiene ideas,
y carece de sistema; es un partido que tiene en sus principios condicio-
nes de gobierno, y parece y es en la práctica un partido revolucionario;
tiene ciencia, y parece ignorante; es desinteresado, y parece ambicioso;
puede envanecerse de caudillos valerosos y diestros, y no tiene quién le
dirija ni le mande. Si quisiésemos (que no queremos, ni tenemos fuerza
para tanto) buscar la razón de estas anomalías, acaso las hallaríamos:
primero, en la falta de oradores, tan necesarios en un país idólatra de la
elocución fácil, galana y elegante, que no de la profunda y grave; segun-
do, en la forma abstracta y critica, más bien que concreta y dogmática de
su controversia; tercero, en los diversos y aun opuestos principios que
sirven de fundamento a ésta, por carecer sus lósofos, sus hombres de
Estado y sus periodistas de una teoría común que abarque la política, la
administración y la Hacienda; cuarto, y como consecuencia necesaria
de lo anterior, en la escasa unidad de las ideas, y la menor aún que se nota
en la conducta; quinto, en el espíritu de violencia e intimidación que
inspiran siempre todos sus actos públicos, y más acaso que en todo esto,
en la destemplanza de los argumentistas, en la tosquedad bronca de las
maneras, en la virulencia de los cargos, en la ligereza y brutalidad de las
acusaciones, en la falta de respeto a la vida y conciencia ajena: defectos
por todo extremo repulsivos, y que, a una, condenan y rechazan la justi-
cia universal, los dulces hábitos de la discusión serena, el amor a nuestros
semejantes y el reconocido axioma de que no persuaden fácilmente la
verdad los que, al menos en la apariencia, sólo aspiran a hacer de ella un
instrumento de humillación y de exterminio.
Ahora bien, ¿qué perderían los demócratas en ser humanos y cul-
tos? Si tienen, o creen tener la razón, ¿por qué no aspiran también
a apoderarse de las voluntades? Júzganse capaces de gobierno, ¿por
qué no se esfuerzan en persuadir que lo son igualmente de mantener
el orden, de conservar la paz y de hacer el bien de la nación? Algo
pudiéramos también decir aquí de algunas imprudentes alianzas con-
traídas en estos últimos tiempos por el partido democrático, así como
de su poco justicable prurito de arrostrar sin ningún miramiento las
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ideas comunes o, si se quiere, las preocupaciones más arraigadas de la
sociedad en que vivimos, pues nada prueba tanto la falta de aptitud
de los partidos políticos para las funciones prácticas y por necesidad
transigentes del Gobierno, como el carácter díscolo de sus adeptos y
la pedantesca inexibilidad de los principios en su aplicación vulgar a
los negocios ordinarios de la vida. Pero como nadie deplora más que
nosotros los errores de una parcialidad que estimamos, y con la cual,
en muchas ideas fundamentales, convenimos, deseamos poner térmi-
no a una censura que pesa a nuestro corazón, por más que haya sido
indispensable al cumplimiento de nuestro deber como imparciales na-
rradores de los sucesos coetáneos.
No son más felices en cuanto al mando de sus huestes los conserva-
dores moderados del Congreso, ni los progresistas “puros”, ni los llama-
dos “independientes. En éstos, a la verdad, es fácil de explicar el hecho
si se considera que, compuesta como lo está su masa de ingredientes
heterogéneos o, si decimos, eclécticos, ni puede tener cohesión en las
ideas, ni unidad en los planes, ni disciplina en la conducta, ni término
de acción, ni marcha uniforme y regular, ni jefe conocido. Hombres de
bien todos ellos y sinceros patriotas, se han propuesto, según parece,
pelear al acaso, como los antiguos paladines, dando la razón al que la
tiene y defendiendo el derecho donde le hallan. Caballeros andantes de
la política revesada y anárquica de nuestra desventurada sociedad, aquí
hacen una justicia, allí desfasen un agravio, acullá enderezan un entuer-
to. ¿Y qué más pueden hacer? ¿Dónde está la comunidad para que ellos
la respeten? ¿Dónde la idea única para que ellos la sigan? ¿Dónde la
fuerza invencible y tutelar para que a ella se sometan?
Los conservadores moderados son en las Cortes más bien una
compañía con capitán que un regimiento con coronel; y los progresis-
tas “puros” un regimiento con coronel honorario que lo es efectivo de
otro cuerpo. Y en efecto, estos buenos soldados (veteranos casi todos)
reconocen por jefe al Duque de la Victoria; y el Duque de la Victoria,
jefe real del Gobierno, vota lo que ellos no votan y piensa lo que ellos
no piensan. Casos ha habido en que ha pensado y votado incurriendo
para con ellos en “excomunión de participantes.
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Trazada así con mano tosca, pero no parcial ni malévola (verdad sa-
bida y buena fe guardada) la sonomía de los bandos que contienden en
las Cortes, sólo nos resta hacer notar que ninguno de ellos parece hasta
ahora vencido denitivamente y sin remedio. Derrotados los demócra-
tas en las cuestiones de monarquía, dinastía y ejército permanente, pue-
den aún, si no triunfar, disputar palmo a palmo la victoria en las cues-
tiones de reemplazo de la fuerza armada, en algunas de Constitución, y
en las más graves de Hacienda. Vencidos los conservadores moderados
en la ley de Ayuntamientos, han triunfado en el campo monárquico y
dinástico y pueden pelear con buen éxito en el de Presupuestos. Los
progresistas mismos, aunque capaces de decidir del suceso nal de la
campaña, se han visto ya, y seguirán viéndose, en la dura necesidad de
transigir en muchos asuntos importantes. Alguno de los andantes inde-
pendientes, o si se quiere, independientes andantes, puede llegar a ser,
andando el tiempo y soplando la fortuna, rey de las Gaulas o emperador
de Trapisonda. Y hasta los “puros” pueden concebir fundadas esperan-
zas de poner tres y aún más picas en la Flandes del Ministerio, si el señor
Duque se descuida y Dios nos deja de su mano.
Y ahora, bien quisiéramos concluir aquí el presente artículo sin de-
cir palabra de los dos caracteres generales, aunque acaso transitorios, que
más se notan en las discusiones del Congreso: uno, la garrulidad insus-
tancial y pueril de los oradores; otro, su disposición intolerante y agresiva.
Sobre este último punto ha habido deplorables, y aun casi vergonzosos
ejemplos, en términos que muchas sesiones han hecho recordar a la pa-
tria de Cervantes las más cómicas escenas del uijote. Y así, historiando
cierto observador juicioso una de las sesiones en que más de bulto se notó
esa vidriosidad impropia en hombres graves y ajena además de legislado-
res, cita aquel tan conocido pasaje de la inmortal historia del famosísimo
manchego: “Y así como suele decirse el gato al rato, el rato a la cuerda, la
cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el
ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa, que no se daban
punto de reposo: y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y
como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a
doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
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En el caso a que se alude no se le apagó el candil al señor Madoz,
pero sucedió que a punto y sazón que se trataba de dar a la Corona
una contestación a su discurso, diósela el señor Ordax Avecilla al ge-
neral Prim sobre una quisquilla vieja que no parece sino que la tenía
como ascua viva sobre el alma. Cierra, pues, Ordax contra Prim, y el
general O’Donnell se dispara contra Ordax, y tres diputados catala-
nes contra Prim, y cuatro diputados militares contra Ordax; y todos
menudeaban con tanta prisa que no se daban punto de reposo; y fue
lo bueno que el presidente del Congreso gritó: “¡ué espectáculo tan
triste estamos dando a la nación!”, y se levanta incontinenti, y aquello
se acaba; y ya era tiempo, porque, a oscuras de luz racional y olvidados
de toda consideración de decoro, se daban tan sin compasión todos a
bulto, que a doquiera que ponían la mamo no dejaban cosa sana.
El Trono. Fuerza es convenir en que la consolidación de éste ha coin-
cidido de un modo notable con la del orden público, no menos que con
el restablecimiento de la conanza general dentro y fuera del país. Mu-
cho se ha dicho, escrito y hecho estos últimos meses en España contra
la monarquía y el monarca; mucho comprometieron la existencia del
uno y de la otra los deplorables Ministerios anteriores al alzamiento na-
cional de Julio; mucho, en n, pudo temerse con razón del justo des-
crédito en que, ya por sus propias faltas, ya por las ajenas, había caído
la Corona. Pero ello es que la suprema razón de la necesidad, por una
parte; por otra, la absoluta imposibilidad de desentenderse de las su-
gestiones extranjeras, favorables (como es natural) a la conservación del
sistema político europeo, han ido disponiendo la opinión a mirar como
un gran benecio la conservación del régimen monárquico y la nueva
consagración de doña Isabel II como reina legítima de España. Y como,
una vez reconocida la conveniencia de semejante resultado, aconsejaba
el sentido común que a las declaraciones ociales se añadiesen las espon-
táneas de todas las clases del pueblo, nada han dejado que desear éstas,
en muchas ocasiones igualmente signicativas que solemnes, respecto
de homenajes y pruebas de adhesión a nuestra Reina.
Así, bien puede asegurarse que nunca ha sido S. M. más vitoreada
por el sensato pueblo de Madrid que en estos últimos dos meses, y prin-
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cipalmente el 26 de diciembre con motivo de la entrega de banderas y
estandartes a la Milicia Nacional. Milicia, pueblo y tropas compitieron
ese día en sus manifestaciones de amor al monarca que pocos meses an-
tes no salía a las calles, ni visitaba los teatros sin recibir la triste aunque
elocuente lección que da a los reyes el silencio de los pueblos.
En ningún país del mundo se pierde más lastimosamente que en el
nuestro este género de enseñanzas, pero la reciente ha sido tal, que hace
presumible el escarmiento. Por lo cual es de esperar que las Cortes vean
satisfechas los buenos deseos que pone de maniesto su contestación
al discurso de la Corona, hábil paráfrasis de éste, en que su distinguido
redactor don Modesto Lafuente, a vueltas del más profundo respeto al
Trono y al monarca, inculca la necesidad de imponer severo castigo a los
causantes de la penosa situación en que hoy se encuentra el reino.
Política interior. No tiene hoy nuestro Gobierno ninguna diferen-
te de la que ha observado en los meses anteriores. Conservar en lo
posible el orden público; transigir con los pueblos reacios en el pago
de las contribuciones; armar a toda prisa y con los más costosos sa-
cricios la Milicia Nacional; hablar unas veces; callar otras; esperar
que las Cortes obren; y verse atado a cada instante en el curso de una
administración que no tiene reglas jas para nada: he aquí la situación
del Ministerio en sus relaciones con el gobierno del Estado.
Y si de España pasamos a las provincias ultramarinas, veremos en
ellas preponderante un régimen más absoluto, y por consiguiente, más
arbitrario que el que antes las vejaba y oprimía. ¡Cómo! ¿No se entien-
de la libertad con todas y cada una de las provincias de la monarquía?
Si se entiende, ¿por qué no se las llama a todas a decidir sobre su suer-
te? Y si no se entiende, ¿por qué siquiera, cumpliendo con una antigua
promesa, no las dotáis de leyes especiales? Las llamáis hermanas, y les
cerráis vuestros brazos; son hijas de la misma madre, y no les permitís
sentarse en el hogar de la familia.
Partes integrantes de la monarquía las declaró la ley de Cádiz, y según
la práctica observada hasta 1837, el bien o el mal, la libertad o el despo-
tismo eran comunes. Las Cortes Constituyentes de aquel año lo dispu-
sieron, sin embargo, de otro modo. Fundándose en la peculiaridad de sus
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circunstancias, instituciones y costumbres, y en el ejemplo que ofrecía el
Código de Indias, hecho especialmente para su policía y buen gobierno
en tiempos anteriores, juzgaron conveniente romper la unión y comuni-
dad que, a pesar de ese Código vetusto y de hecho anulado, subsistían.
Las rompieron con promesas de dar a las provincias ultramarinas leyes
especiales, y ni ellas se las dieron, ni otras Cortes después se las han dado,
ni nadie recuerda hoy con formalidad empeño tan solemne.
Las actuales Cortes tienen el noble encargo de reparar las injus-
ticias pasadas, así como de construir, con los materiales del siglo, un
nuevo edicio político duradero y provechoso. ¿Será creíble que, al
poner mano a tan grandiosa obra, olviden la deuda sagrada contraída
con Cuba, y pierdan la última y oportunísima ocasión que se presenta
para reanudar los lazos que en otro tiempo unieron estrechamente a
las colonias con la metrópoli, lazos casi quebrantados hoy por la injus-
ticia de la una y por el consiguiente desafecto de las otras?
Política exterior. La nuestra, como la de todos los pueblos débiles,
sin conciencia de la ley de su desenvolvimiento ulterior y del n de
su propia actividad, se reduce a mantener con el posible decoro una
independencia más aparente que real, sujeta por desgracia a muchas
intercadencias humillantes.
Así, aunque el programa del Ministerio establece que España tratará
de mantener buenas relaciones de amistad, paz y concordia con todas
las naciones, cualesquiera que sean sus formas de gobierno, semejante
declaración, aunque sucientemente explícita, no ha impedido a Fran-
cia e Inglaterra invitarnos a enviar a Crimea 15.000 hombres de nuestro
ejército, pagados por ellas y mandados por ociales españoles de reem-
plazo. En honor de la verdad debe decirse que la invitación se ha hecho
en los términos más amistosos del mundo, y antes con la forma de suges-
tión prudente y recatada que con la de apremio o solicitación indiscreta
e importuna; pero así y todo, no demuestra en los que nos proponen
dar paso tan grave un muy exacto conocimiento de nuestros asuntos
interiores, ni el mejor deseo de que los arreglemos fácilmente. A Dios
gracias, el señor Luzuriaga ha contestado manifestando la simpatía del
pueblo y del Gobierno español hacia la causa de las potencias occidenta-
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les, y el vivísimo deseo que a uno y otro anima de que la victoria corone
sus esfuerzos; pero al propio tiempo, no ha olvidado demostrar de una
manera incontestable las dicultades prácticas que se oponen al envío
de “cualquiera” fuerza militar española al teatro de la guerra, pues ni
puede desmembrarse de nuestro reducido ejército, ni hay probabilidad
de que las Cortes, tan opuestas a la contribución de sangre, voten, para
tomar parte en asuntos extraños, una quinta mayor de la que a duras
penas concederán para los propios; fuera de que no es posible que el
enganche de voluntarios para servir tan lejos de la patria, tenga buenos
resultados, siendo así que no los da sino muy mezquinos cuando sólo se
propone para el servicio de nuestro mismo territorio, con no desprecia-
bles recompensas. Por lo demás, el señor Luzuriaga dio a entender que
el Gobierno no se opondría a que los ociales de reemplazo tomasen
partido voluntariamente en los ejércitos aliados de Oriente, dando así
una prueba de que no negamos a las grandes y generosas naciones occi-
dentales cuanto buenamente podemos concederles. Y ahora, por lo que
toca a las razones íntimas y reales que nuestro Ministro de Estado haya
tenido para dar la anterior respuesta, algo útil podemos decir, si nuestros
informes son exactos: y es que el Gabinete actual está decidido a conser-
var (cualesquiera que sean sus simpatías hacia determinadas causas) una
neutralidad perfecta en los asuntos internacionales. Bien pudiera faltar
a este propósito tratándose de mirar como enemiga a una potencia que
no ha reconocido aún la legitimidad de la dinastía reinante, pero miran-
do ante todo por los intereses nacionales, no ha creído político romper
abiertamente con Rusia, fautora oculta de los carlistas y amiga cordial
de la Unión Americana.
Ya en tiempo del señor Pacheco propuso el Gobierno inglés al es-
pañol que asimilase la trata de negros a la piratería, como lo practican
los Estados Unidos, las repúblicas hispanoamericanas y otras naciones
ilustradas. Nuestro Ministro de Estado contestó que otras naciones,
también ilustradas, no habían hecho aún la asimilación que se solici-
taba, cuanto más que ninguna de las del antiguo ni del Nuevo Mun-
do se halla, como España, en el caso de considerar semejante asunto,
no sólo en el punto de vista de una declaración lantrópica, sino en el
concepto de cuestión social y de buen gobierno respecto de una parte
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considerable de sus súbditos. A la insistencia y réplica del Embajador
inglés en Madrid, ha seguido oponiendo el Gobierno español (según
nuestros informes) las mismas razones, añadiendo que en las circuns-
tancias presentes de nuestras posesiones ultramarinas, bien así como en
todo rigor de justicia y equidad, lo mejor y más acertado por lo tocante
al punto controvertido era atenerse estrictamente al cumplimiento de
los tratados, los cuales, por cierto y por la verdad, nada más exigían de
España sino la represión del tráco con los medios de que le fuese dable
disponer: obligación que hasta ahora había cumplido honradamente.
Sobre este abominable asunto de comercio de negros hay que te-
ner presente una circunstancia curiosa; y es que el señor Marqués de
la Pezuela, último capitán general de la isla de Cuba, permitió a los
agentes ingleses en ella reconocidos acudir personalmente a los inge-
nios de azúcar con facultad de escudriñar si en ellos se aumentaban
indebidamente los esclavos. Guiado por los principios expuestos, pero
no queriendo alentar en manera alguna a los infames tracantes, nada
ha resuelto ocialmente el Gobierno contra las tales facultades pes-
quisidoras, concedidas por el Marqués de la Pezuela en un arrebato de
celo lantrópico y cristiano, aunque es indudable que ha dado instruc-
ciones al nuevo capitán general don José de la Concha, para que, sin
dejar de impedir el tráco, se atenga a lo estrictamente estipulado con
Inglaterra, cortando cualquier abuso vejatorio a los propietarios que
en la materia se hubiese introducido.
Dijimos en nuestra Revista anterior que Mr. Soulé acababa de llegar
a Madrid, y ahora añadiremos que, según informe de personas que se da-
ban por bien enteradas, venía con intenciones y propósitos nada bené-
volos para con nuestro Gobierno, y especialmente para con el señor Pa-
checo, entonces Ministro de Estado. Los hechos han dado al traste con
semejantes temores y manifestado en el Enviado norteamericano un
modo de proceder, si no de pensar, que ha dejado en extremo sorpren-
didos a los vaticinadores de desgracias. Mr. Soulé ha tenido con el señor
Luzuriaga una conferencia en que, a vueltas de amargas quejas contra el
señor Pacheco, protestó de su buena disposición y la de su Gobierno a
conservar con España las mejores relaciones de amistad, y a resolver los
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asuntos pendientes de la manera más conforme a los eternos principios
de justicia. El señor Luzuriaga defendió a su antecesor, probando que no
había tenido parte directa ni indirecta en las acusaciones hechas por los
periódicos, y particularmente por El Diario Español y por El Siglo XIX,
a Mr. Soulé con ocasión al último viaje de éste a Francia, y respecto de
los buenos sentimientos del Gabinete de Washington y de su represen-
tante, aseguró que ambos hallarían siempre en el Gobierno español el
carácter leal, honrado y franco que es menester para llevar toda negocia-
ción entre partes a buen término.
Posteriormente, ha insinuado Mr. Soulé a nuestro Ministro de
Estado si por ventura convendría al Gobierno de España asentir el
convenio celebrado hace poco entre Rusia y la Unión reconociendo
y prometiendo sostener el principio de que el “pabellón cubre la mer-
cancía, pero el señor Luzuriaga ha eludido cuerdamente la propuesta,
manifestando que, sin resolverla en el fondo, la consideraba inopor-
tuna; y ello, lo primero, porque la aquiescencia a un tratado hecho
para favorecer a una de las naciones beligerantes, incluía la ruptura de
su plan de neutralidad en la actual guerra; lo segundo, porque no era
ocasión propia para discutir un punto tan grave de derecho de gentes,
la que hoy ofrece el estado de las relaciones internacionales entre las
grandes potencias europeas; y lo tercero, porque a semejante aquies-
cencia obstaba la conducta observada por Rusia respecto a la dinastía
reinante en nuestro suelo.
En tal situación ha quedado este negocio; y por lo tocante a los asun-
tos pendientes entre España y los Estados Unidos, el de notar que Mr.
Soulé se ha mantenido hasta el día en una inacción incomprensible. Hay
quien la explica con el inesperado triunfo obtenido recientemente en
las elecciones generales de la Unión por un partido adverso a Mr. Sou-
lé, y también por la oposición del Ministro de Estado norteamericano,
Mr. Marcy, a la conducta observada por los agentes diplomáticos de los
Estados Unidos en Europa. Como quiera, lo que no deja duda es que,
merced a un acuerdo recientísimo de nuestras Cortes, el campo de las
negociaciones de Mr. Soulé, a lo menos por lo que respecta a la isla de
Cuba, ha quedado por todo extremo desembarazado y expedito.
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La importancia del acuerdo a que acabamos de aludir nos mueve a
detenernos un momento para explicar sus términos y origen.
Entre un mar de proposiciones triviales y de interpelaciones de uti-
lidad dudosa por lo menos, aconteció que el 18 de noviembre se hizo
en las Cortes al Gobierno una pregunta oportuna sobre asunto de ver-
dadero y urgente interés nacional, así como de notorio patriotismo.
Interpeló el Diputado don Luis Mariátegui al Gabinete para que diese
explicaciones, compatibles con la reserva diplomática, acerca del esta-
do de las negociaciones pendientes con el Gobierno de Washington, y
manifestó asimismo el deseo de que se esclareciese lo que pudiese ha-
ber de cierto o de especioso en los rumores esparcidos dentro y fuera
del reino tocante a la posibilidad de la venta de la isla de Cuba.
El resultado de la discusión promovida por el señor Mariátegui no
pudo ser más decisivo, pues nuestro Ministro de Estado, guardando la de-
bida reserva en punto a los tratos pendientes, pronunció, entre calurosos y
casi frenéticos aplausos de los Diputados y del público de las tribunas, es-
tas solemnes palabras: “La venta de la isla de Cuba sería la venta del honor
nacional y no hay un solo español capaz de suscribir a la deshonra de su
patria. Las Cortes, a propuesta del señor Olózaga, que pronunció con este
motivo un excelente discurso, se adhirieron a aquellas palabras, y votaron
por unanimidad que “habían oído con satisfacción las explicaciones dadas
por el Gobierno acerca de la conservación de la isla de Cuba.
No hay medio posible de negar que la sesión del 18 sea un elocuente
desengaño para los que habían abrigado la esperanza de comprar por
sorpresa, en la confusión de nuestros disturbios interiores, la más impor-
tante de las provincias ultramarinas españolas. Mr. Soulé, que presenció
esta importante sesión desde la tribuna destinada al cuerpo diplomático,
debe haberse convencido por sus propios ojos de que en este raro país,
tan revesado en sus juicios, tan dividido en sus opiniones, tan extrava-
gante por lo común en sus ideas, subsiste, sin embargo, a despecho de la
perversión moral de los tiempos, vivaz y prepotente, el amor a la patria y
la ingénita virtud de morir por su honor y en su servicio.
Relaciones con la Santa Sede. No son hoy muy amigables que diga-
mos; y de ello son causa dos sucesos recientes. El primero la traslación
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de los Padres jesuitas del Colegio de Loyola a las Baleares; el segundo,
la rebaja hecha a las asignaciones del clero en los amantes Presupues-
tos, sin haber contado con la Santa Sede y contra lo dispuesto en el
vigente Concordato.
Acerca de la traslación de los jesuitas nada podemos decir, sino
que el Gobierno está en su derecho señalando residencia a las corpora-
ciones que “tolera” en el territorio. Sobre la rebaja hecha a las asigna-
ciones del clero, preciso es confesar que vulneran una ley del Estado,
porque no otra cosa es el Concordato, como lo son todos los tratados
celebrados legalmente entre naciones, y sancionados, publicados y
mandados observar y cumplir por los gobiernos respectivos. Y luego,
¿para qué esta violación? ¿Por ventura no conoce Roma la situación
de España? La conoce, y aun está dispuesta a conceder por las buenas
cuanto la revolución pudiera, de mano airada y poderosa, arrebatarle,
salvo que no quiere dejarse privar en silencio de derechos adquiridos y
solemnemente estipulados.
Tal es, en efecto, según nuestras noticias, el espíritu, sino la forma
de una recientísima protesta hecha por monseñor Franchi contra la
rebaja indicada la cual, y las medidas que se preparan para sacar pro-
vecho, en favor del Estado, de los bienes del clero, acaso produzcan (si
no hay tiento al par que hábil rmeza del Gobierno) una ruptura con
Roma, no por cierto muy de desear en las presentes circunstancias.
Don Joaquín Francisco Pacheco ha sido nombrado últimamente
Embajador de España en Roma. ¡Cuenta no haga inútil su viaje mon-
señor Franchi saliendo de Madrid cuando él llegue a la Ciudad Eterna!
Disposiciones acordadas. Lo han sido hasta la fecha en que escribi-
mos las siguientes:
Ley sobre Ayuntamientos en que se ordena: 1° ue los elegidos
con arreglo al art. 1° del Real Decreto de 6 de setiembre último y los
que lo fueron en su totalidad de orden de las Juntas de las provincias o
de las Diputaciones Provinciales, con arreglo a la legislación que esta-
ba vigente al publicarse el Real Decreto de 30 de diciembre de 1843,
sigan sin renovarse en el ejercicio de sus funciones. 2° ue se proce-
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da, en conformidad con los decretos de las Cortes restablecidos por
las Constituyentes en 29 de noviembre y 27 de diciembre de 1836,
y declaraciones posteriores que estaban vigentes al publicarse el Real
Decreto de 30 de diciembre de 1843, a la renovación de los Ayunta-
mientos que, por hallarse comprendidos en los artículos 3° y 4° del
mencionado Real Decreto de 6 de setiembre, no se sujetaron a nueva
elección. 3° ue los actuales individuos de Ayuntamiento pueden ser
reelegidos; y no será incapacidad el parentesco de los entrantes con
los salientes. 4° ue la renovación dispuesta en la prevención segunda
tendrá lugar en el mes de diciembre, y que los electos tomen posesión
de sus cargos el 1° de enero de 1855.
Lo admirable de nuestras leyes es la claridad y la unidad.
La presente tiene, además de estas dotes nacionales, una particula-
ridad bastante notable. Fue acordada por las Cortes el 15 de diciem-
bre, y el 16 apareció en la Gaceta con forma, no de ley sancionada y
promulgada por el Trono, sino de circular del Ministerio de la Go-
bernación. Lo cual provino de que, suscitada la duda de si la sanción
regia era o no necesaria para convertir en leyes las resoluciones de unas
Cortes Constituyentes, el Gobierno convino en que el proyecto de
ley sobre renovación de Ayuntamientos quedase sin aquel requisito
hasta que se resolviese el punto al tratarse de las bases de la futura ley
fundamental. Por manera que la segunda disposición acordada por
las Cortes, (ley que ja en 70.000 hombres la fuerza del Ejército para
1855) tampoco ha sido sancionada; ni lo será, por el mismo motivo,
ninguna posterior en mucho tiempo.
¡Singulares aberraciones y anomalías! Una votación solemne de las
Cortes disipó ya las dudas que los más escrupulosos, y aun los más exigen-
tes, podían abrigar acerca de la coexistencia legítima de los derechos del
Trono y de los derechos de la nación; y doña Isabel II fue declarada “base
esencial”, entre otras, de la futura Constitución de la “monarquía”: porque
monarquía ha de ser España, según aquella misma declaración, y “no re-
pública. ¿Pues a qué viene entonces negarle la sanción y promulgación de
las leyes? ¿No es Gobierno? ¿No tiene Ministros responsables que rigen
a la nación en su nombre, y que como tales Ministros, reconoce de hecho
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y de derecho la Asamblea? ¿Y cómo se concibe un Gobierno sin la facul-
tad propia suya, indispensable, inmanente, de sancionar y promulgar los
acuerdos del legislador? ¿ué otra cosa son la sanción y la promulgación
de semejantes acuerdos, sino el requisito indispensable de su ejecución y
cumplimiento, así como la justicación anticipada de las penas en que in-
curren los que a ellos contravienen? Este no es asunto de monarquía, ni de
república, ni de forma alguna de gobierno: es asunto del gobierno mismo,
en sí, en su esencia necesaria, en su manera propia de existir y obrar, en su
noción racional y legítima; y si no, ¿quién ha negado jamás al Presidente
de una república el derecho que hoy se niega a la Reina y sus Ministros?
Pero volviendo a la nueva disposición sobre Ayuntamientos, dire-
mos que, según ella, la elección y organización de los tales será en un
todo igual a la elección y organización establecida en 1812, y tendrán
por norma de sus atribuciones la Instrucción de 3 de febrero de 1823.
Así queda enterrado (¡Dios le perdone!) el sistema administrativo de
los moderados con el viejo sistema de anarquía municipal del partido
progresista. Nada nuevo; muertos que resucitan para volver a morir;
fantasmas que evoca la ignorancia o la incuria y que disipan luego al
punto la razón y el desengaño.
En defensa de la ley de 3 de febrero se dijo que no admitía duda su
inutilidad, pero que se había hecho para prevenir la invasión francesa
organizando las provincias a modo de autoridades independientes y ab-
solutas. Según eso, fue ley de circunstancias, y como tal debió pasar con
ellas, lo primero. Lo segundo, correspondió mal a su objeto, porque las
provincias no opusieron resistencia. ¿ué puede, pues, recomendarla,
cuando a mayor abundamiento tuvo después una vida llena de contra-
tiempos y miserias? La experiencia no se ha hecho para nosotros y aquí
el Gobierno es un ujo y reujo constante de unos mismos elementos.
Proposiciones presentadas a las Cortes. Desde que éstas se constituyeron
hasta el día en que escribimos, se han presentado por los señores Diputa-
dos, en uso de su prerrogativa, 86 proposiciones: de éstas, 29 son proyec-
tos de ley; 26 se reeren asuntos económicos; 8 a asuntos administrativos,
y 23 son puramente políticas. El Gobierno ha presentado nueve proyectos
de ley, la mayor parte sobre ferrocarriles. El de quintas y el de autorización
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para plantear los novísimos Presupuestos desde 1° de enero de 1855 están
sobre la mesa del Congreso para discutirse con urgencia.
¿Adónde iríamos a parar si quisiésemos hacer un inventario razo-
nado de todas estas joyas legislativas? Ya nos iremos haciendo cargo de
ellas por menor, y a medida que la discusión las vaya sacando a luz en
el espacio de cuatro o cinco años que tiene de durar nuestro Congreso
si ha de examinarlas, pulirlas y engastarlas una a una.
Presupuestos. He aquí un extracto de los presentados por el señor
Ministro de Hacienda a las Cortes el 18 de diciembre, con intento de
que sirvan para el año entrante.
El de gastos importa 1.567.389.804 rs. incluso 84.600.000 rs. para
obras públicas. Los ingresos se calculan, contando con los medios ex-
traordinarios, en 1.569.080.914. Los medios extraordinarios son:
1° El descuento gradual de sueldos que, elevado hasta el 25 por % y
no eximiéndose de él sino el ejército y las monjas en clausura, produ-
cirá 55.000.000 de reales;
2° Un impuesto de 8 por % sobre las rentas percibidas des Estado,
que se supone producirá 12.000.000;
3° La negociación de obligaciones de compra de bienes nacionales,
que vencen desde 1856 en adelante, por valor de 65.000.000 efectivos;
4° Los giros sobre Ultramar, por valor de 45.000.000; y
5° Nada menos que 84.600.000 rs., producto de una emisión y ne-
gociación de acciones de obras públicas.
Con estos medios extraordinarios se propone el señor Collado
igualar los ingresos con los gastos.
Las bajas introducidas en el Presupuesto 145.197.274 reales ve-
llón, en esta forma:
14.350.000 rebajados a la Casa Real:
1.324.877 a las clases pasivas;
62.000 a la Presidencia del Consejo de Ministros;
683.364 al Ministerio de Estado;
822.224 al de Gracia y Justicia;
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61.819.706 al de Guerra;
5.173.318 al de Marina;
34.615.090 al de Fomento en el servicio ordinario y extraordinario; y
26.346.705 al de Hacienda.
Pero habiéndose aumentado los gastos, por nuevas y precisas car-
gas para 1855, en 40.532.387 rs., el total líquido de economías para el
venidero año asciende sólo a 104. 664.887 rs., suma, a la verdad, muy
digna de reparo.
En estas nuevas y precisas cargas (para que nada se nos olvide) -
guran:
18.887.405 rs. efecto del mayor interés que en 1855 devengarán la
deuda diferida, la personal y alguna otra sagrada;
35.756 rs. por reconocimiento de cargas de Justicia;
5.833.011 que importan, más que el año anterior, las obligaciones
eclesiásticas;
44.000 para la Presidencia del Consejo de Ministros;
7.267.780 para el Ministerio de la Gobernación, cuyo Presupuesto
comprende 10.000.000 para el armamento de la Milicia Nacional, y
2.000.000 para acudir al remedio de calamidades públicas;
6.790.296 para gastos de administración y adquisición de prime-
ras materias; y
1.714.139 para las devoluciones de ingresos; todo lo cual forma
la suma, expresada arriba, de 40.532.387 rs. con que se aumentan los
gastos en 1855.
Las contribuciones de puertas y consumos dejan de hacer papel
en el Presupuesto de ingresos; pero se comprende en éstos la suma
equivalente como subrogación provisional hasta que las Cortes jen
la sustitución denitiva.
La rebaja de sueldos que se hace es por el tenor siguiente: hasta
6.000 rs. de 10 por %; de 6 a 12.000, el 12; de 12 a 20.000, el 14; de 20
a 30.000 el 16; de 30.000 a 40.000, el 18; de 40.000 a 50.000, el 20; de
50.000 a 80.000, el 22; y de 80.000 en adelante el 25.
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Los recargos sobre las contribuciones y rentas públicas en materias
de obligaciones provinciales y municipales continúan rigiéndose por
las disposiciones vigentes.
El máximum de la deuda otante se ja en 600.000.000; y en
100.000.000, solamente cuando las Cortes resuelvan su amortización.
Los Ministros no disfrutarán cesantía como tales, sino cuando lo
sean por dos años.
Para las jubilaciones será sueldo regulador el más subido que tenga
señalado el empleo servido constantemente dos años.
Las pensiones remuneratorias calicadas de dudosas cesarán a n
de 1855 si antes el tribunal contencioso-administrativo no las decla-
rase permanentes.
No se concederán suplementos extraordinarios de crédito.
De la cantidad a que hemos dicho asciende el Presupuesto de gas-
tos, tocan:
1° A la Casa Real, 33.000.000;
2° A los cuerpos colegisladores, 1.866.910;
3° A la deuda del Estado, 259.836.474;
4° A cargas de Justicia, 13.585.733;
5° A las clases pasivas, 149.598.178;
6° A las obligaciones eclesiásticas, 124.873.319;
7° A la Presidencia del Consejo y Dirección general de Ultramar,
1.227.460;
8° Al Ministerio de Estado, 10.732.640;
9° Al de Gracia y Justicia, 38.102.906;
10° Al de la Guerra, 280.672.636;
11° Al de Marina, 91.229.171;
12° Al de la Gobernación, 50.630.610;
13° Al de Fomento, por servicio ordinario y extraordinario,
148.353.394;
14° Al de Hacienda, 26.704.793;
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15° A gastos de administración y resguardo de las rentas públicas,
259.580.441;
16° A devolución de ingresos y gastos que disminuyen el pro-
ducto de las rentas 66.306.139; todo lo cual suma los expresados
1.567.389.804 rs.
Los ingresos, en n, para 1855, calculados como hemos dicho en
1.569.080.914 rs. Se dividen en:
578.540.000, por contribuciones e impuestos;
374.477.870, por rentas estancadas y ncas del Estado;
168.796.845, por aduanas y aranceles;
124.172.328, por loterías, casas de moneda y minas;
774.000, por producto de los ramos de Estado;
8.025.000, por los de Gracia y Justicia;
186.653, por los de Guerra;
2.558.868, por los de Marina;
14.440.000, por los de Gobernación;
20.114.000, por los de Fomento;
15.695.350, por los del Tesoro; y
261.600.000, por los ingresos extraordinarios de que damos cuen-
ta más arriba.
A estos Presupuestos acompañó el señor Ministro de Hacienda dos
proyectos de ley: uno, pidiendo autorización para recaudar e invertir las
contribuciones y rentas públicas, con arreglo a los mismos, y hasta que
éstos sean votados por las Cortes, sin perjuicio de las alteraciones que se
hiciesen al examinarlos y discutirlos: otra, pidiendo autorización para
emitir títulos de la deuda pública consolidada al 3 por % en cantidad
bastante a producir en negociación 500 millones de reales efectivos, con
destino a extinguir igual suma de la deuda otante del Tesoro.
Tal es el sistema de rentas propuesto por el Gobierno. Uno por
uno examinaremos sus capítulos (cuando llegue el caso de discutirse
en el Congreso) con copia abundante de noticias. Por ahora, nos li-
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mitaremos a decir que no ha dejado satisfechos ni a los amigos de las
reformas radicales, ni a los partidarios absolutos o condicionales del
statu quo en materias económicas. Las contribuciones de puertas y
consumos, sobre todo, han dado origen a disputas acaloradísimas que
están muy lejos de haber terminado a la hora de ésta. La comisión del
Congreso encargada de abrir dictamen sobre el caso se dividió, opi-
nando la minoría por la abolición pura y simple de dichos impuestos
desde 1° de enero del año entrante, y proponiendo la mayoría: 1° ue
quedase abolida desde la misma fecha la contribución de consumos;
2° ue desde esa fecha hasta que quede planteada la nueva ley de Pre-
supuestos (ley que establecerá denitivamente los medios de cubrir
todas las atenciones del servicio público), pagarán los pueblos la mis-
ma cantidad que por aquel concepto han satisfecho al Tesoro en la
forma que determinen sus Ayuntamientos con la aprobación de las
Diputaciones Provinciales; 3° ue si los Ayuntamientos de las pobla-
ciones en que se haya establecido el derecho de puertas, acordasen su
abolición, elevarán al Gobierno de S. M., informada por la Diputación
Provincial, la propuesta de los nuevos arbitrios que hayan de sustituir-
la, y la forma en que éstos han de repartirse y cobrarse, para obtener
la superior aprobación del Gobierno, sin la cual no podrá suspenderse
la cobranza de los derechos de puertas en la forma hoy establecida, ni
llevarse a efecto la sustitución propuesta.
Comparados estos dictámenes con los términos del Presupuesto
de ingresos y las partidas del de gastos, vemos un Gobierno arrastra-
do a suprimir, contra su voluntad, impuestos que necesita, sin acertar
a proponer medios ningunos de sustituirlos; una mayoría conforme
con una minoría en la supresión de los mismos impuestos; una mino-
ría desconforme con la mayoría en la manera de sustituir los dichos
impuestos; una situación anómala, irregular y ocasionada a tantos
conictos como Ayuntamientos tiene la monarquía. Y todo porque
el señor Ministro de Hacienda (temiendo acaso demasiado las extra-
viadas opiniones reinantes) no se ha atrevido a hacer con tiempo, una
de dos cosas a cual más natural y sencilla. Una, decir a las Cortes y
a la nación: “No suprimo las contribuciones de consumos y puertas
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porque tengo indispensable necesidad de ellas para gobernar; porque
sin ellas, la posibilidad de un trastorno insubsanable en la Hacienda
es inminente; porque, hoy por hoy, son ellas preferibles con mucho a
cualesquiera otros medios supletorios; porque, si ahora las suprimís,
es probabilísimo que pronto tengáis que restablecerlas en modo y
forma más gravosa. Otra, proponer diversas maneras de sustitución
con el n de demostrar la insuciencia de todas ellas; y en todo caso,
para asegurar al crédito y a los servicios públicos recursos sucientes.
¿ué ha sucedido por andarse con intempestivas contemplaciones?
ue el Gobierno ha podido quejarse, con razón, de que las Cortes
le impongan la supresión de contribuciones indispensables, sin darle
los medios de sustituirlas; que las Cortes a su vez hayan podido que-
jarse, con razón, de que el Gobierno resista a sus demandas y no sepa
acomodarse a ellas por falta de iniciativa, de arbitrios y de ideas; y que
nosotros, en nombre del pueblo, podamos, con razón, quejarnos del
Gobierno y de las Cortes. Es decir, que aquí carece todo el mundo del
don de gobernar, y que esta revolución nuestra, justa como todas, pero
como todas inútil o perniciosa por falta de buena dirección, no sabe, o
no quiere, o no puede cumplir sus compromisos sin crear otros nuevos
y mayores. Y éste será el caso de salir por ahí preguntando: ¿quién hace
el favor de una idea económica para el Gobierno? ¿uién sabe y hace
merced de un plan administrativo para las Cortes Constituyentes?
Pero volvamos a la narración de los hechos.
El 27 desecharon las Cortes en votación nominal el dictamen de
la minoría por 128 votos contra 16, no obstante haber declarado el
Gobierno que hacía del asunto “cuestión de gabinete”.
En la sesión del 28 anunció el señor Sánchez Silva que el Gobier-
no y la mayoría y la minoría de la comisión, todos de consuno, habían
convenido en una idea. ¡Una idea! ¡Ahí es un grano de anís una idea
en estos tiempos! Y la idea consiste en abolir el impuesto de consumos
en la parte que tiene relación con el Estado, dejando subsistente la que
corresponde a los Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales. No con-
tenta con esto, la “idea” declara que dentro de la ley de Presupuestos,
comparados los gastos y los ingresos, se enjugará denitivamente el -
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cit que resulte. Y entretanto (continúa la “idea”) el Gobierno levantará
un crédito de “cuarenta millones de reales efectivos” para atender a las
obligaciones del Estado, y emitirá además, para subvenir al pago de esta
cantidad, ciento veinte millones de títulos de la deuda consolidada del 3
por 100, obligándose al propio tiempo al reintegro de esta emisión con
los recursos que nazcan de reformas por hacer en el Presupuesto general.
Esta es toda la idea. Puesta a votación en forma de proyecto de
ley con cinco artículos, se discutió y aprobó nominalmente el artículo
primero, relativo a la supresión del impuesto, por 209 votos contra 2,
que fueron los señores Nocedal y Castro.
Leyéronse en seguida al Congreso dos comunicaciones del Presiden-
te del Consejo de Ministros, dando cuenta a las Cortes de la dimisión
del señor Collado y de su reemplazo por el señor Duque de Sevillano.
He aquí el artículo aprobado:
“Desde 1° de enero de 1855 se suprimen la contribución de con-
sumos y los derechos de puertas en todos los pueblos de la Península e
islas adyacentes en la parte que percibe el Estado.
El día 30 se aprobó el segundo artículo cuyo tenor es el siguiente:
“Si después de hechas las economías que el servicio público permi-
ta en el Presupuesto de gastos para 1855 resultase décit comparado
con el de ingresos, la ley de Presupuestos establecerá los medios reales
y efectivos necesarios a cubrir el mismo décit”.
El mismo día habló por primera vez el señor Duque de Sevillano;
y entre otras cosas dijo: Yo voy al grano... Aquí se habla mucho... Estas
Cortes deben llamarse proponentes e interpelantes, pero no Consti-
tuyentes; y por el estilo otras muchas verdades que pueden ver y medi-
tar a su sabor los curiosos en El Diario de las Sesiones.
Y aquí concluyen las del Congreso en el año que acaba de expirar.
En los primeros días del de 1855, se votará por entero el proyecto de
ley sobre contribuciones de consumos y puertas; y es imposible que
deje de aprobarse, porque es malo.
R.M. B
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apéndiCe
La sesión del Congreso correspondiente al 2 del presente mes de
enero de 1855 fue muy importante. En ella se aprobaron los tres artí-
culos últimos del proyecto de ley relativo a las contribuciones de puer-
tas y consumos. Su texto es el siguiente:
Art. 3° Se autoriza al Gobierno para levantar un crédito hasta la
cantidad que sea necesaria para cubrir el décit que resulte por la su-
presión de la contribución de consumos y derechos de puertas desde
1° de enero hasta que se ponga en ejecución la ley de Presupuestos, con
tal que no pase de cuarenta millones de reales efectivos.
»Art. 4° Se autoriza también al Gobierno para que emita títulos
de la deuda consolidada del 3 por 100 hasta la cantidad nominal de
ciento veinte millones de reales, de los que se depositará en el Banco
español de San Fernando la suma que sea necesaria en garantía de la
que levante en uso de la autorización que se le concede en el artículo
anterior. Estos títulos no podrán aplicarse a ningún otro objeto.
»Art. 5° La cantidad que el Gobierno reciba a virtud de esta auto-
rización, será pagada con los recursos que se voten en la ley de Presu-
puestos; pero si el día 1° de julio de 1855 no estuviesen reintegrados
en todo o en parte los prestamistas, se procederá a la venta de los títu-
los depositados en garantía hasta la cantidad necesaria para vericar el
reintegro de lo que se les adeude, y los títulos sobrantes se inutilizarán
públicamente”.
Interpelado el Gobierno en la misma sesión acerca de los desórdenes
ocurridos recientemente en Málaga, el señor Ministro de la Goberna-
ción hizo la historia de ellos, poniendo de maniesto que en dicha ciu-
dad unos cuantos díscolos de la Milicia habían invadido a mano armada
la casa del gobernador civil, de cuyas resultas resignó éste el mando; que
el Gobierno había nombrado en su lugar al señor Cardero, gobernador
civil que ha sido últimamente de Zaragoza; y por n, que se habían en-
viado fuerzas de mar y tierra a Málaga con orden de restablecer a toda
costa en su recinto el orden público y el imperio de la ley.
En seguida tomó la palabra el señor presidente del Consejo de Mi-
nistros, y dijo:
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“Señores: voy a hablar a la nación, aquí legítimamente representa-
da. El ídolo de mi adoración ha sido y será siempre la libertad de mi
patria. Por aanzarla de un modo estable e indestructible estaré siem-
pre dispuesto a perder la vida, y lo que es más, mi reputación. Pero,
señores, sin la obediencia a las leyes y sin la conservación del orden
público, la libertad es imposible.
«Yo emplearé todos mis esfuerzos para conservarla. Cuento con
vosotros, con vuestras luces, con vuestros talentos, con vuestras virtu-
des; cuento también con la Milicia Nacional, cuento con el ejército,
cuento con la nación entera. Y con tan poderoso apoyo, si acaso al-
gunos tratasen de quebrantar las leyes, si tratasen de trastornar el or-
den público, llámense como se quiera, llámense anarquistas, llámense
amantes de la corrupción y de los vicios, llámense prosélitos del des-
potismo, sobre todos ellos caerá la cuchilla de la ley; y si alguno logra
librarse de ella, huirá cargado de confusión y oprobio: nuestra patria
quedará puricada, y la libertad restablecida para siempre».
Las Cortes aplaudieron, como era justo, estas palabras, elocuentes
de puro sensatas, y votaron que estaban resueltas “a dar su apoyo al
Gobierno para el aanzamiento del orden público, sin el cual la liber-
tad es imposible”.
En la sesión del día 3 se concedió al Gobierno la autorización que
éste había pedido para cobrar las contribuciones, con arreglo a los Pre-
supuestos presentados, desde 1° de enero de 1855, sin perjuicios de las
alteraciones que en ellos más adelante pudiesen hacerse por las Cortes.
A la hora en que escribimos estas líneas, no hay de particular y no-
table sino el temor, harto fundado, de que en algunos puntos del reino
origine trastornos la parte de derechos de puertas conservada a favor
de los Ayuntamientos; por manera que el asunto, resuelto al parecer
de un modo, vuelve a presentarse de otro, más impopular aún que el
primero. No es probable que el Gobierno se conforme (aunque no
sea sino por el bien parecer) con la solución ab irato dada al problema
por los que aspiran a la supresión total de los impuestos de consumo;
pero fuerza es confesar que la lógica del pueblo va en esto, como por
lo común en todo, más acertada que la de sus legisladores. Y en efecto,
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¿para qué suprimir el impuesto en lo que tenía de productivo, para
conservarle sólo en lo que tiene de vejatorio y odioso? ¡Se renuncia a
un ingreso de doscientos millones, y para cobrar sólo treinta de ellos,
se emplean los mismos medios de recaudación y los mismos vejámenes
scales! Por esta vez tienen razón los pueblos.
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reVista polítiCa6*
“Ningún país del mundo ha celebrado mejor que Inglaterra, en todas
las cosas, el himeneo de la razón y de la experiencia”.
CH. DE RÉMUSAT.
Valga la verdad: si el n de los gobiernos y de las revoluciones, de las
leyes y de las guerras, de las lucubraciones de la ciencia y de los trabajos
de la industria; en resolución, si el n de la actividad de los seres racio-
nales es, o debe ser, el que proponía Bacon Verulamio a la renovación de
la losofía, esto es el de “favorecer los intereses de la humanidad, dotarla
de nuevas obras y de nuevas fuerzas, mejorar, en una palabra, las circuns-
tancias de la vida, forzosamente habremos de convenir en que todavía
no le han alcanzado nuestra industria ni nuestra ciencia, nuestras gue-
rras ni nuestras leyes, nuestras revoluciones ni nuestros gobiernos. ¿Y
por qué? Precisamente porque de España puede decirse con razón lo
contrario de lo que con sobradísima dice de Inglaterra nuestro epígrafe:
“En ningún país del mundo existe un divorcio más completo entre la
razón y la experiencia”; y ello porque en ninguno son las revoluciones
más novadoras y los gobiernos más rutinarios; porque en ninguno se
imita más y se inventa menos; porque en ninguno predomina más la
imaginativa sobre la reexión, la seducción de lo brillante sobre el jui-
cio frío y sereno de lo útil, el error atrevido y petulante sobre la verdad
modestamente persuasiva, y en n, porque en ninguno inclina más el
carácter desidioso a conservar lo que existe, y la sangre hervorosa y ligera
a precipitar su destrucción y n violento.
Y luego, ¿quién como nosotros voltario y extremoso? ¿uién que
se mueva más y ande menos? ¿uién que menos concluya y más ra-
zone? Inglaterra por ejemplo (ya que de ella hemos hablado) ha re-
producido en su historia, con caracteres distintos y precisos, todo el
desenvolvimiento gradual de la sociedad, pasando por las fases del feu-
dalismo y la Edad Media, de la realeza y la aristocracia, de las corpora-
6 Publicada en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 254-280 (N. del E.).
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ciones representativas y las libertades locales, del impuesto votado en
Cortes y el derecho común: de todo lo cual ha resultado el gobierno
que hoy vemos y admiramos como modelo insuperable de exibilidad
y de fuerza, de estabilidad y de progreso, de inmovilidad y de reformas,
de libertad y sujeción, de respeto a lo pasado y de constante aspiración
a un estado mejor y más perfecto en lo futuro. Y nosotros, queriendo
salvar los grados necesarios a toda buena enseñanza individual o colec-
tiva, sin escuchar la “razón” y prescindiendo de la “experiencia, pasa-
mos del despotismo a la licencia en 1812, de la licencia al despotismo
en 1814, del Rey a las turbas en 1820, de las turbas al Rey en 1823,
y después de un Rey a otro y de una Constitución a otra diferente... y
siempre lo mismo, y las cosas iguales, hasta hoy que tenemos y no tene-
mos Constitución, tenemos y no tenemos Rey, tenemos y no tenemos
gobierno, y sólo existen en realidad las Cortes, y las Cortes lo saben
todo, pero no se conocen a sí mismas; si bien es verdad que Dios nos
conoce a todos y sabe adónde ha de ir a parar tanto embolismo.
Así y todo, tenemos fe en que nuestra revolución, al parecer tan asen-
dereada, ha de llegar a buen término; y en que esos Ministros, a quienes
se acusa de débiles, y esas Cortes, que realmente lo son a causa de sus pro-
fundas divisiones, han de constituir a la nación de un modo estable. Por
punto general, no somos de los que se complacen en predecir catástrofes,
ora llevados de un natural lúgubre y sombrío, ora inducidos a funestos
vaticinios por los desengaños de otros tiempos. “La historia, dice un pro-
fundo pensador inglés, prohíbe la desesperación. Y por otra parte, ¿qué
nos sería dable hacer por el mundo y por la libertad si asentásemos rotun-
damente que la libertad es inasequible, y que el mundo está próximo a
su n? ¿Cómo podría tratar razonablemente del arte de curar un médico
que a priori diese por enfermo a todo el mundo y por incurables todas
las dolencias? Mal estudiaríamos los problemas políticos, si empezásemos
persuadiéndonos que son insolubles; y por lo mismo que en las pestes su-
cumben de ordinario los miedosos, conviene, y aun es indispensable en las
revoluciones (peste también de cierto género) tener el valor y la conanza
necesarios para conservar libre el espíritu de aprensiones, más peligrosas a
las veces, que el mal real o imaginario que tememos.
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Y cuenta que no queremos dar a entender con esto que nada nos
inquiete; que nos inquietan, por el contrario, muchas cosas.
Nos inquieta el espíritu arrastrado por sus triunfos a traspasar los lími-
tes de la justicia y de la necesidad y a fundar su imperio en la ruina común
de los antiguos vínculos sociales. Y nos inquieta, porque intimida, des-
concierta y apaga el verdadero liberalismo; porque resucita las pasiones y
las ideas que pretende abolir; porque pone en pie a sus enemigos derriba-
dos, y les devuelve la palabra y el movimiento, que sin sus violencias, jamás
recobrarían; y en n, porque es el instrumento más ecaz de la contrarre-
volución desde luego, y de su propio descrédito en seguida.
Nos inquieta la reacción llevando al exceso, por odio al espíritu revo-
lucionario, la resistencia absoluta, que envuelve en una común proscrip-
ción la libertad y el desenfreno. Y nos inquieta, porque, imprimiendo
una tensión exagerada a los muelles de la Constitución y a los instintos
conservadores de todos los pueblos cultos, condena la sociedad a mo-
verse, sin provecho ni descanso, en un eterno círculo vicioso, sin más
salida que la del sable dictatorial o la de las tempestades tribunicias.
Nos inquieta el movimiento vago, incierto y caprichoso de las co-
marcas españolas, que ora piden la ley agraria, ora el derecho al tra-
bajo, ora el privilegio, más elevado, de disponer a su antojo de la ad-
ministración de justicia o de la dirección de los negocios del Estado.
Y nos inquieta, porque negándose a pagar los impuestos ordinarios,
vienen, por único fruto de su insensata rebelión scal, a pagarlos ex-
traordinarios y mayores, y en suma, porque exigiendo derechos que no
tienen, o son impracticables o ilusorios, pierden la ocasión o retardan
la coyuntura de adquirir los suyos naturales.
Y nos inquieta el carlismo con sus títulos carcomidos y sus rancias
ideas: no porque, ni un instante siquiera, temamos su triunfo, sino por-
que introducirá por algún tiempo en esta pobre nación, tan combatida
de contrarios elementos, uno nuevo de perturbación y recia pugna.
Pero estas inquietudes ni paralizan nuestro esfuerzo ni nos pri-
van de dulces esperanzas. El tiempo es un instante para la humani-
dad en manos de la Providencia, y los siglos pasados, por haber sido
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lentamente fecundos, no han quitado su savia a los siguientes. Menos
sombrío que las ideas enfermizas de unos y los principios malsanos de
otros, es el aspecto general de nuestra época y aun de nuestro pueblo;
y en resolución, si hay algo probado, a la vez por la razón y por la ex-
periencia; si hay algo que veamos claramente por los ojos y que leamos
sin ningún género de duda en nuestra conciencia; si hay algo que nos
dice igualmente el instinto de nuestra naturaleza, la enseñanza de la
historia y la contemplación del universo, es que la libertad se derrama
invenciblemente por el mundo dando al rápido e inevitable curso de la
civilización estos dos caracteres generales: 1° Llevar a cabo los bienes
mayores y más preciados a menos costa que en los tiempos anteriores;
2° Proclamar la supremacía del todo sobre la de las partes, y la coexis-
tencia armoniosa del derecho de cada uno con el derecho de todos.
Y aquí, y ahora mismo ¿qué vemos que nos fuerce a desesperar?
¿Dónde están las divisiones irreconciliables, los implacables resenti-
mientos, las cuestiones sin resolución, los males sin remedio?
Hay guerra más o menos latente entre los partidos liberales, es ver-
dad; pero, tarde o temprano, los partidos liberales se unirán, sí, una
vez conformes en la fórmula verdadera del alzamiento de Julio (fór-
mula reformista sin ser revolucionaria) caen en la cuenta de que, sólo
siguiéndola, pueden los unos salvar el Trono y las instituciones con-
servadoras; los otros, la libertad y las tendencias democráticas.
Hay indisciplina en el pueblo, es verdad; pero, generalmente ha-
blando, el nuestro es dócil; y las alteraciones que hasta ahora han
acaecido en algunas comarcas, ni han sido parte para turbar el curso
normal del Gobierno, ni poderosas lo bastante para resistir el menor
amago de sus fuerzas.
Y por lo que toca al carlismo, aun dando por verdaderas y realizables
todas las ilusiones de sus partidarios en punto a armas, a soldados, a di-
nero, a efecto de algunas provincias, a indiferencia por el Gobierno ac-
tual en otras; y a cooperación ecaz de varias de ellas, ¿a qué se reducirá
a la larga? Puro en sus dogmas y principios, es imposible hoy en España
y en el estado actual de las naciones europeas; modicado con conce-
siones hechas al partido liberal y al espíritu del siglo, pierde su fuerza,
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abdica su poder. ¿ué trae a los pueblos? Desde luego la guerra, y con
ésta la pérdida de caudales y de sangre. En economías no hay que pensar,
porque las economías están reñidas con las Restauraciones, y porque
lo que se llama el “régimen antiguo” no se ha distinguido nunca por la
moderación en los gastos ni por la regularidad en los proventos. Si nos
trae la amortización, entonces ¿con qué paga? Y si decreta la bancarrota,
se pierde y deshonra a la nación. Medios para extinguir la deuda otan-
te y para disminuir siquiera la consolidada, no debe traer; y de seguro
traerá aumentos a la una y a la otra con los créditos que por fuerza ha de
necesitar para llevar a cabo sus proyectos desgarrando el seno, ya harto
dolorido y profanado, de la patria. ¿Para qué cansarnos? Supongamos
que triunfe: su victoria no sería sino una nueva faz de la revolución. De-
trás de él está la república, como detrás de la república la intervención
extranjera y la ignominia de 1823. No hay para España sino una sola
bandera; y es de Libertad y Trono de Isabel II Constitucional. Los que
traspasen este límite hacia lo pasado, van contra la corriente a buscar un
manantial impuro, y hallarán el despotismo; los que salven la barrera ha-
cia lo futuro, caerán en el mar de lo desconocido y darán con la anarquía.
Pero ya es tiempo de dar tregua a toda clase de consideraciones
generales para entrar, de lleno y más por menor, en las materias que
deben componer nuestra Revista.
Actos del Congreso.– No es muy grande, que digamos, el caudal
legislativo del mes pasado, pues sólo se compone de dos joyas: la ley
que concede una quinta de 25.000 hombres para el año actual, y la que
se llama de incompatibilidades parlamentarias.
No poco trabajó el general O’Donnell, poderosa y ecazmente au-
xiliado por el bizarro y entendido general Concha, para obtener que las
Cortes hiciesen posible la ley de fuerza permanente por medio del sor-
teo, supuesto que el enganche voluntario apenas dará una tercera parte
de la gente necesaria para el reemplazo del ejército. Probaron el Conde
de Lucena y el Marqués del Duero, valiéndose de nuestra propia historia
antigua y moderna, de la historia de otros pueblos cultos de Europa, y de
la elocuentísima de los ejércitos francés e inglés en Crimea el día de hoy,
que con tropas compuestas de enganchados es difícil la disciplina, in-
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ecaz el estímulo del honor militar, imposible la buena administración,
tardío y malo el reclutamiento, lentas las operaciones, irreparables los
descalabros; hicieron ver que, así como el pago de las contribuciones es y
debe ser forzoso, forzoso debía ser el servicio militar, atento que este ser-
vicio y aquel pago son deberes de la misma especie, impuestos al ciuda-
dano por sus relaciones y lazos con la patria; que el sistema de quintas es
más cónsono que el de enganche con las ideas liberales, porque forma el
ejército de las entrañas mismas del pueblo, educa a éste, y hace factible la
igualdad en los ascensos; que los ejércitos permanentes, compuestos de
enganchados, vendedores de sus personas y gente, por lo común, de vida
airada, deben, por precisión, llegar a ser más fatales a la libertad que los
que se forman de mozos no pervertidos con la costumbre prolongada de
campamentos y cuarteles; y nalmente, que Francia no hubiera podido
levantar como por encanto los catorce ejércitos a que debió su libertad
e independencia en tiempo de la Convención, si en vez de conscriptos
hubiera tenido que echar mano, para formar sus huestes, de soldados
voluntarios. Merced a estas razones, expuestas con noble arrojo y varo-
nil elocuencia, las Cortes, un tanto cuanto a regañadientes, tuvieron a
bien permitir que haya ejército para defenderlas a ellas mismas y para
sostener el orden público; pero, escrupulizando en tamaña concesión,
todavía hubieron de arrancar al señor Ministro de la Guerra la promesa
de hacer cuanto estuviese de su parte para que esta quinta fuese la última
de España: precaución indiscreta, y necia comezón de prevenir sucesos
futuros, sin echar de ver que éstos se nos entran en casa casi siempre “sin
permiso del portero.
Supuesta (en el estado general del mundo y en el particular de nues-
tra nación) la imprescindible necesidad de los ejércitos permanentes,
no puede España ar la organización del suyo, su propio reposo y la se-
guridad de sus territorios peninsulares y ultramarinos, al allegamiento
contingente que produzcan las banderas. ¡Extraño liberalismo el que
pone la patria en peligro, y pide, como garantía de libertad, instru-
mentos que la destruyan! Hágase una buena ley de Milicia Nacional;
líguese la organización de la Milicia Nacional a la de un bien enten-
dido sistema de reservas; tómese de éstas la fuerza anual permanente;
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y tendremos Milicia útil, reservas numerosas y disciplinadas, ejército
liberal y morigerado, digno de un pueblo libre por su origen, por su
conducta y por su objeto. Pero entre tanto no olvidemos que, destrui-
das de un todo o enaquecidas las antiguas instituciones; sin clero, sin
noblezas, sin grandes corporaciones históricas, sin tradiciones guber-
nativas ni políticas, en lucha todos los principios y puestas en tela de
juicio todas las creencias, sólo queda en pie el Ejército como fuerza
viva capaz de salvar la sociedad del naufragio a que la precipitan, in-
voluntariamente los amigos de la libertad, y con propósito deliberado
sus eternos e implacables enemigos.
Y ahora vengamos a la ley de incompatibilidades parlamentarias:
ley cuyo objeto comprenden poco los que la han hecho, comprenderá
poquísimo la nación de nuestros días, y probablemente será un enig-
ma para las generaciones venideras. Tal y como ha salido del crisol
de la discusión, a nada conduce. La incompatibilidad declarada en su
primer artículo, se atenúa en el segundo, y desaparece casi comple-
tamente en el tercero. Todo por no comprender que en materia de
incompatibilidades sólo hay dos principios seguros: uno, la opinión
pública (donde la hay) que juzga y da sanción a los hechos no someti-
dos al dominio de la ley; otro, aplicable siempre y en todas partes, que
sólo hace incompatibles de derecho las funciones que lo son de hecho,
por no poder ser ejercidas a un mismo tiempo en lugares diferentes.
Si a estas dos leyes añadiésemos una larga y penosa discusión sobre
la sanción regia, que paró en aplazar el asunto para cuando se tratase de
las bases constitucionales, dejaríamos hecho el registro completo de los
trabajos legislativos del mes próximo pasado: producto glorioso de la sa-
biduría del Congreso. El cual debe adquirir, y adquirirá cierto más valor
a los ojos de nuestros lectores cuando éstos sepan que, no habiéndose
n determinado el cómo y el cuándo debe ser rey el rey sancionando y
promulgando las leyes, las dos referidas no lo son; de donde pasamos a
sacar la consoladora consecuencia de que aquí nada es lo que parece: ni
el rey, rey; ni la ley, ley; ni la revolución, revolución.
Concluiremos este artículo haciendo conmemoración del último
resultado que ha tenido un ejercicio inocente a que se entregan con
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frecuencia las Cortes. No queremos hablar del ejercicio de la palabra,
sino del de nombramiento de Presidente. Después del general San
Miguel, del Duque de la Victoria y del señor Madoz, ha recaído al
n en el digno general Infante el honor de dirigir los trabajos de la
Asamblea: cargo penoso en que este ilustre patricio tendrá que luchar
con dicultades innitamente más graves que las que embarazaron a
sus predecesores; porque el tiempo, lejos de calmar la irritación de los
partidos contendientes, de cada vez más la empuja y exacerba; porque
los desengaños, lejos de haber aplacado el furor oratorio de algunos
adocenados palabreros, cada día le hacen más ciego y turbulento.
Entre lo presupuesto y lo recaudado resulta hasta n de noviembre
la diferencia de 43.365.382 rs. 15 mrs.; pero debe tenerse presente que
en el primer semestre apareció la recaudación mejorada en más de 20
millones; de manera que, no sólo se ha paralizado después el movi-
miento ascendente que se notaba en todos los ramos, sino que se han
perdido 64 millones de reales próximamente.
Otro hecho.
En el mes de diciembre último se ha aumentado la deuda otante
del Tesoro con 21.920.553 rs. 20 mrs. De sus resultas la deuda otante
ascendía en 1° de enero próximo pasado a 575.652.905 rs. 11 mrs. La
negociación de fondos de diciembre se ha efectuado con el descuento
de 10 por % anual en las letras y pagarés a favor de particulares, y de
9 por %, también al año, en los efectos cedidos al Banco Español de
San Fernando.
Y por n, la deuda del material en circulación a nes de noviembre
último daba un total de billetes por valor de 56.261.675 rs. 6 mrs.
comprendiéndose en esta suma la de los créditos, ya satisfechos, de la
suprimida Junta de Reclamaciones procedentes de Tratados.
Hecho apenas cargo del Ministerio de Hacienda, el señor Madoz
procedió a examinar la situación del Tesoro, y halló que el 23 de enero
próximo pasado estaban por pagar seis millones de duros correspondien-
tes a los gastos de noviembre y diciembre anteriores; y aunque se esperaba
recaudar 60 millones de reales por cuenta del Presupuesto de 1854, así y
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todo el décit en dicho año no bajará de otros sesenta. Creíase también
que a este guarismo, ya considerable, habría que unir el de veinte y cinco y
medio millones de reales presupuesto de más en los ingresos de dicho mes
de enero; con lo cual la diferencia en contra del Tesoro, para principios del
actual, vendría a ser por todo extremo enorme y aictiva.
Añádase:
1° El estado un tanto cuanto permanente de insurrección en que se
hallan las provincias: unas, queriendo gobernar el Estado por medio
de motines; otras, sirviéndose de los motines políticos para desarmar
a los carabineros e introducir impune, y casi públicamente, el contra-
bando, a ciencia y paciencia de las autoridades, reducidas a ver el mal
sin poder remediarle; tales, provocando desórdenes para eximirse del
pago de las contribuciones; cuales, haciendo imposible su cobro con
amenazas de próximo levantamiento; y todas ellas enervando la ac-
ción de la autoridad, imposibilitando el restablecimiento del orden,
alejando de la industria los capitales, disminuyendo la suma del traba-
jo productivo, fomentando el descrédito del Gobierno, matando en
n toda fe en la libertad, toda esperanza de verla algún día imperar,
fecunda y gloriosamente, entre nosotros.
2° El poco fruto que ha dado el empréstito de 40 millones decre-
tado para compensar la falta de la contribución de consumos. Todavía
no se ha cubierto enteramente este dichoso empréstito; muchas per-
sonas han retirado los ofrecimientos que hicieron en un principio, y la
mayor parte se han abstenido de interesarse en él por miedo de la si-
tuación política o por no tener en concepto de saneada la garantía del
reembolso; y en resolución, porque no estando sancionado el acuerdo
hecho por las Cortes, carecía éste del carácter de ley obligatoria y dig-
na de conanza. El Banco de Barcelona se ha suscrito por tres millones
a 5 por %: dos menos que el interés general que para negociarle se ha
jado; pero esto no quita para que, comparando lo acaecido aquí con
la suscripción exorbitante, y casi podríamos decir monstruosa, que ha
tenido el empréstito francés, nos duela, como buenos españoles, ver
que el Gobierno de nuestros vecinos, empeñados hoy en una lucha gi-
gantesca y de éxito dudoso, no muy rme él mismo sobre el deleznable
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cimiento de la fuerza bruta, obligado a vencer a extraños poderosos
para seguir oprimiendo a nacionales descontentos, pide y obtiene sin
esfuerzo un empréstito cuantioso, al paso que nuestro Gobierno, hijo
de una revolución popular, administrador probo y desinteresado de
los caudales públicos, sostenido por las Cortes, compuesto de hom-
bres animados de las mejores intenciones, no halla en este país, rico
de suyo, y en momento en que se juega, no ya la gloria militar, sino el
honor, la libertad, la independencia de la nación, cuarenta miserables
millones de reales para cubrir las atenciones más sagradas y premiosas
del Estado. ¿De qué proviene tamaña diferencia?
De que en Francia pueden desaparecer de un día para otro las for-
mas políticas del Gobierno, pero nunca desaparece el Gobierno mismo,
rodeado de su correspondiente aparato administrativo y económico. A
la antigua monarquía sucede la Revolución con sus formas revesadas
y confusas; a la Revolución sucede el Directorio, a éste el Consulado,
al Consulado, el Imperio. Viene la Restauración, y gobierna, es decir,
administra y cobra, como el Imperio; Luis Felipe administra y cobra
como administraba y cobraba Carlos X. Lamartine y sus compañeros
republicanos nada quitan ni añaden en la esfera del gobierno interior;
y Luis Napoleón, Cónsul de por vida o Emperador, súbdito o dueño
de la nación, deja en pie reglas y prácticas anteriores que le permiten
hacer menos funestas, y aun acaso útil, su dominación política con la
recta observancia de una administración civil y económica hábilmente
adaptada a las necesidades del país. Finalmente, en Francia muere el jefe
del Estado: nunca el Estado mismo; por lo cual puede aplicarse a éste la
antigua fórmula francesa: “El Rey ha muerto; ¡Viva el Rey!”.
Pero entre nosotros, pocas personas tienen una noción exacta del
Estado, y muchas menos se forman idea de los deberes que impone éste
al ciudadano; y sin embargo, como cuerpo político de la nación, el Es-
tado es el pueblo mismo en su expresión más abstracta y elevada. ¿ué
son, si no, el honor, el crédito, la prosperidad del Estado, más que la
prosperidad, el crédito, el honor de la nación que en él se simboliza? Y
aquí lo primero que tienden a destruir las revoluciones es el Estado, ora
privándole de los medios indispensables de existencia, ora embarazando
el desenvolvimiento de sus fuerzas naturales.
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Así, por ejemplo, la revolución de Julio, o (para no calumniarla) los
que se reputan legítimos representantes suyos, creen caminar rectamen-
te a sus nes de libertad, bienestar e independencia, aconsejando la in-
surrección a las comarcas, induciéndolas a resistir el pago de las contri-
buciones de dinero y sangre y suscitando tantos enemigos al Gobierno
cuantas son las clases y los intereses que debieran, por conveniencia pro-
pia y por obligación de patriotismo, sostenerle. ¿Cómo no comprenden
que el Estado indefenso, próximo a la bancarrota, juguete de facciones
intestinas y ludibrio de las naciones extranjeras, no es un Ministerio, no
es un partido desacreditado y reducido a la impotencia, sino España
misma caída de su antiguo esplendor, y sumida, por la ignorancia o la
mala fe de sus propios hijos, en un abismo de oprobio y desventura?
Aquí llegamos cuando en el curso de los Ministros de Hacienda
(curso tan jo aquí como el de cualquiera otra cosa) llegó su turno al
señor Madoz; y en el curso del tiempo llegó su vez al 24 de enero de
este presente año 1855 en que vivimos, para ver tres Ministros de Ha-
cienda distintos y un solo plan de Hacienda verdadero, como vamos a
tener la honra de demostrarlo a nuestros benévolos lectores.
Fue, pues, el caso que en la sesión del Congreso correspondiente a
dicho día, suspendida la discusión de las bases constitucionales..., has-
ta que vuelva a empezar y se suspenda de nuevo y nunca, o tarde y mal
se acabe, y se acabe todo, tomó el señor Madoz la palabra y, después de
explicar las circunstancias que habían mediado en su nombramiento
para Ministro de Hacienda expuso que el Ministerio presidido por el
señor Duque de la Victoria se había visto, y se veía aún, en una situa-
ción económica muy difícil, equívoca y precaria, con un décit de 600
millones, nulos o casi nulos los ingresos, con poca fuerza la autoridad,
y con las concesiones que natural y necesariamente debían hacerse a la
revolución de Julio. Imposible parecía, según el señor Madoz, que hu-
biesen podido abrirse las Cortes, y mientras se reunían, ninguno más
que el señor Collado habría podido sobrellevar las cargas del Estado.
Del señor Sevillano nada decía porque había permanecido poco tiem-
po en el Ministerio; cuanto más que apenas le había sido dable hacer
otra cosa que ir conllevando los apuros del Tesoro.
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Hecha la oración fúnebre de sus antecesores (algo diminuta la del
señor Collado, para lo que éste merece) pasó el nuevo Ministro a decir
cuál era el estado en que recibía la Hacienda. “Deuda otante, excla-
mó, 586.853.504 reales 29 mrs., otros datos de 22 de enero, hacen su-
bir esta cantidad a 820.226.230 reales y 26 mrs. Recursos: 87.784.387
rs. ¿uiere saber el Congreso la suma en efectivo de que únicamente
he podido disponer el día 22 del actual? Pues es la de 438.005 reales”.
Hablando del movimiento de las rentas y del estado (por todo ex-
tremo deplorable) de la recaudación, hizo presente el señor Madoz
que en 1854 se habían presupuestado 190 millones para el estanco del
tabaco, de los cuales faltaban diez y ocho millones. La sal ha tenido
una baja de catorce; otros tantos la renta de aduanas: todo, dijo, por
consecuencia del contrabando, de la perturbación del comercio y de
desórdenes de todas clases. Tocante a la recaudación rerió los hechos
siguientes: una renta que en cierta provincia produjo en noviembre de
1854 sólo 50.390 rs., había dado en 1853 tanto como 317.978 y 10
mrs; otra, que dio de sí 33.713 rs. 2 mrs., había producido 426.622 y
27 maravedises; y nalmente, tal que en el año antepasado dio al Es-
tado 370.525 reales, únicamente produjo, o le fue permitido en 1854
la suma de 32.936. “No quiero escandalizar más al país” dijo el orador.
Y ahora, ¿cómo piensa salir el nuevo Ministro de Hacienda de
tan angustiosa situación? 1° Diciendo a los pueblos: “Os vamos a dar
libertad y economías, dadnos orden y autoridad”; y a este propósito
añadió: “Si no procuramos unirnos, señores, unirnos todos, para con-
solidar el orden y establecer principios de gobierno, inútil será que
ofrezcamos reformas, porque el desorden nos traerá muy pronto el
desengaño en los números. 2° Ya que se han hecho economías en los
gastos, exigir por compensación que no sea ilusoria la recaudación de
los impuestos. 3° Proceder a la desamortización civil y a la eclesiástica:
a la primera, respetando los derechos de los pueblos y disponiendo
sólo de la parte que en los bienes de Propios corresponde al Estado; a
la segunda, vericándola inmediatamente, sin pedir para ello licencia
a nadie, y con la demora únicamente necesaria para preparar las re-
glas y disponer las precauciones necesarias. 4° Reformar los aranceles.
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Sobre este punto juzgamos indispensable mencionar las palabras for-
males del orador. “Esta cuestión, dijo, es grave para mí. ¿Por qué he ve-
nido a ocupar el Ministerio de Hacienda siendo partidario del sistema
prohibitivo? ¿Por qué he aceptado este cargo teniendo que contar con
el apoyo de una corporación casi en su totalidad librecambista? Raro
parece esto; y no lo es, sin embargo. La cuestión de aranceles no es
cuestión de partido. Hay moderados que son partidarios del comercio
libre; y republicana ha sido Francia sin dejar de ser prohibicionista.
Aquí señores, hago una declaración. Soy diputado catalán; más diré:
soy diputado por Barcelona; pero, consejero de la Corona, no reco-
nozco provincias. Soy Ministro de Hacienda de la Reina de España, y
nada más. Se ha de hacer alguna reforma, y yo procuraré que se haga
conciliando todos los intereses legítimos y dignos de respeto, combi-
nando todos los elementos de prosperidad pública y huyendo de las
opiniones extremas; ni me quedaré donde estoy ahora, ni iré tan lejos
como los señores de enfrente” (señalando los bancos democráticos).
El discurso del señor Madoz fue muy aplaudido por el Congreso y
las tribunas, y aun si hemos de juzgar teniendo en cuenta los indicios
de la Bolsa, por la opinión en general. Los fondos públicos subieron;
los empleados se las prometieron muy felices; los carlistas fruncieron
el entrecejo; y los enemigos todos de la revolución empezaron a entrar
en cuidado, proponiéndose poner tiento en sus manos y en su lengua.
Concedemos nosotros de buen grado que el señor Madoz pronunció
un discurso enérgico, lleno de verdades dignas de saberse, repleto de
promesas lisonjeras no del todo temerarias ni ilusorias. Concedemos
también que es hombre capaz de cumplir tamañas promesas, si para
ello nada más es necesario que valor, probidad y rectas intenciones;
pero el amor a la verdad nos obliga a hacer sobre su discurso-programa
algunas observaciones que juzgamos oportunas e importantes.
1° El señor Madoz, “suprimidor” de ayer, que combatía al señor Co-
llado, ¿cómo ahora adopta las ideas de aquel Ministro pidiendo orden
y exactitud en la recaudación y tregua en las controversias económicas?
Pagar y cobrar; cubrir el décit con el producto de la parcial desamor-
tización civil, y la general y absoluta desamortización eclesiástica; ex-
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tinguir la deuda otante convirtiéndola en deuda perpetua de títulos
consolidados al tres por ciento; reformar “prudentemente” los arance-
les; restablecer el crédito acudiendo con puntualidad a sus necesidades;
reconstruir la sociedad trastornada por la anarquía; fundar, en n, la
Hacienda en un buen sistema político que restablezca el imperio de la
ley, y conservar inalterable el orden público: esto quería y pedía el señor
Collado; esto quería y pedía el señor Sevillano; esto quiere y pide el se-
ñor Madoz, ¿por qué, pues, se retiran los señores Collado y Sevillano, a
causa de la tibieza y progresiva mala voluntad de las Cortes y obtiene de
éstas el señor Madoz una mayoría de 207 votos que se adhieren virtual-
mente a su sistema, contra 13 que, ya en todo, ya en parte, le rechazan?
2° La desamortización eclesiástica, dijo el señor Madoz, la desamorti-
zación inmediata, completa, sin venia de nadie, sin previo concierto, sin
guardar consideraciones de ningún género, “es un hecho reconocido y
confesado hasta por los mismos que se oponen en principio a la medida,
es también un derecho de la nación. Indudablemente, la desamortización
eclesiástica es idea antigua en España, muy bien estudiada durante el siglo
XVII, y resuelta, con gran copia de doctrina y buenas razones, por Carlos
III en el siguiente. La desamortización bien entendida, desenvuelta con
aplicación al fomento de nuestra prosperidad nacional, desatendida, rea-
lizada con el respeto debido a los intereses y derechos de todos, y llevada a
cabo por medios dignos y convenientes, no sólo no encontraría oposición,
sino que debería ser promovida por los amigos mismos del clero y de la
Iglesia. Así pensaba el señor Collado cuando la dispuso; y así piensan los
actuales Ministros de la Gobernación, de Estado, y de Gracia y Justicia,
como consta de declaraciones hechas solemnemente en el Congreso. Pero
la desamortización, que, hecha con mutuo asenso, con prudencia suma,
proponiendo transacciones progresivas y graduales, apenas (por la fatali-
dad de los tiempos) produciría una parte de los ventajosos resultados que
el Gobierno se propone, ¿dará alguno vericada con brusco rompimiento
y violenta sacudida de muy respetables intereses? Entre el comprador y el
Estado, ¿no se interpondrá la bandera carlista? ¿No se alzarán y agitarán las
preocupaciones religiosas movidas e incitadas por el clero? ¿No se levan-
tará la revolución misma sembrando desconanzas y esparciendo terro-
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res con sus agitaciones incesantes? ¿Y es este Ministerio sucientemente
fuerte para poner por obra una medida ocasionada a tales contingencias,
con motines casi diarios en las ciudades principales del reino; desprovisto
de la fuerza que da la preexistencia de leyes constitutivas; indenidos e
indeterminados todos los poderes públicos; puestas en tela de juicio sus
naturales relaciones; careciendo de industria, crédito y comercio; en baja
casi enorme todas las rentas del Estado; y herido en sus entrañas el sistema
general de contribuciones y de impuestos?
3° Grata sorpresa nos causó que el señor Madoz se mostrase un
tanto cuanto resuelto a abandonar el sistema prohibitivo, aquí donde
la industria fabril es una pura ilusión, por no decir una solemne menti-
ra y donde las restricciones engendran el monopolio, y con él la inmo-
ralidad, el contrabando y la miseria general de la nación; pero, ¿a qué
se reducirá en manos del señor Madoz la reforma de aranceles? No lo
sabemos, ni tampoco si comprenderá esta reforma la de los géneros de
Ultramar; y como, según protesta hecha por el mismo señor Madoz
en el Congreso, dos días después de la manifestación de su programa,
el Gobierno se “opondrá con todas sus fuerzas al desestanco de la sal
y del tabaco, debemos pensar, sin gran temeridad ni riesgo mayor de
equivocarnos, que la reforma de aranceles, es decir, el único princi-
pio útil, fecundo, justo y eminentemente liberal en que puede y debe
fundarse el arreglo y regeneración de la Hacienda española, no es en
la mente del señor Madoz una idea maduramente estudiada, ni com-
pleta. Porque, en nuestro sentir, la revolución no tenía sino uno de dos
caminos económicos que recorrer para salvarse: uno, conservar “por el
pronto, pero sin excepciones, lo existente, pagar y cobrar respetando
todos los compromisos anteriores, porque antes que los bandos polí-
ticos, y que los sistemas losócos, y que las cavilosidades metafísicas,
es el crédito nacional; otro, echar la nave del Estado a golfo lanzado
en las reformas aconsejadas por la ciencia económica y por las circuns-
tancias de nuestro país, pidiendo a una prueba atrevida y ocasionada
a dolorosas alteraciones, pero de éxito seguro, el remedio de los males
pasados, la equitativa compensación de los presentes y la grata seguri-
dad de días prósperos y gloriosos en el tiempo por venir.
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4° Invoca el señor Madoz el patriotismo de todos los bandos polí-
ticos de la nación y del Congreso, y hace, sin embargo, en su discurso
las más violentas acusaciones a los Ministerios anteriores. ¿Por qué; ese
encono? ¿A qué n esos recuerdos dolorosos y humillantes en el mo-
mento mismo en que se pide ayuda y cooperación al adversario para
gozar tranquilamente de los despojos cedidos por él, después de alcanza-
dos por él en buena guerra? ¿Con qué objeto esos alardes de jactanciosa
prepotencia a nombre y por la autoridad del partido progresista en su
signicación más acerba, más injuriosa y exclusiva? El señor Madoz ha
dado un golpe cruel a la Unión liberal; y la Unión liberal, así como ha
sido el origen y el instrumento, la causa, la ocasión y el medio de la li-
bertad que hoy disfrutamos, del mismo modo es el único ecaz escudo
que puede interponerse entre ella y sus varios, constantes y poderosos
enemigos. Es preciso decirlo con franqueza: así en el Gobierno como
en el Parlamento, así en España como hoy en Inglaterra, así, nalmente,
en Inglaterra como por lo general en el mundo civilizado de nuestro
siglo, la fuerza y la autoridad de las mayorías no pueden obtenerse sino
al precio de una coalición, y por medio de una vasta opinión liberal que
absorba poco a poco todas las diferencias, uniforme gradualmente to-
dos los colores, y junte (aunque no consiga unirlos) todos los partidos,
imponiéndoles siquiera un modo de proceder común y regular. Sólo de
esta manera, y tratando de reducir las convicciones y los propósitos, los
temores y las esperanzas, las abstracciones y los ensayos prácticos, a una
media proporcional de teoría y de experiencia, de pasión y de sabiduría,
de reformas y de transacciones, no más podrá llevarse a buen cabo y feli-
císimo remate la obra admirable y difícil de conciliar la conservación de
las garantías históricas del buen gobierno con la efectuación de las miras
losócas de la ciencia social. Todas las ideas exclusivas son facciosas;
todos los principios intolerantes en el orden político son falsos; y por
más que parezca paradójico, el único medio de progresar es conservar, y
la sola vía segura que se presenta para lograr los nes de la revolución, es
renunciar a los medios revolucionarios.
Aquí concluyen nuestras observaciones tocantes al fondo del dis-
curso programa del señor Madoz: su forma, motejada por muchos de
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poco grave, de irrespetuosa para con el Trono, de excesivamente lison-
jera hacia el Duque de la Victoria, y en n de imprudente y tosca, no
merece, en nuestro sentir, tan duras calicaciones. Discurso de parti-
do, necesariamente ha debido tener el carácter general del partido a
quien se dirigía, y ser, como éste, acerbo en las acusaciones, jactancioso
en la frase, atrevido en los conceptos e inculto en el estilo.
Por los demás, la entrada del señor Madoz en el Ministerio, digan
lo que quieran sus adversarios, ha sido un suceso fausto para el crédito
del Estado y para la conanza que el Gobierno tiene precisión de ins-
pirar al comercio en general y al pueblo todo. Muchas atenciones no
pagadas han quedado en el acto satisfechas; servicios importantes sus-
pendidos por falta de medios pecuniarios, han vuelto a proseguirse;
negociaciones de fondos sobre Ultramar, que estaban paralizadas por
obstáculos, al parecer insuperables, se han efectuado con provecho del
Tesoro; y en n, el papel del Estado, el movimiento más animado de la
industria, y la buena voluntad con que muchos capitalistas han abierto
sus arcas al nuevo Ministro de Hacienda, claro, maniestan cuánto
se promete la opinión general de su celo por el bien público, y (sobre
todo) de su indomable energía y catalana tenacidad en lances apura-
dos. Luego, la más plausible objeción que se ha hecho a su sistema es la
que se reere a la manera de llevar a cabo la desamortización de bienes
eclesiásticos; y en este punto, si nuestras noticias son exactas, su con-
ducta con Roma no diferirá esencialmente de la que nuestro ilustrado
y sensato Ministro de Estado ha propuesto se adopte, conciliando el
derecho que dan a España las formales estipulaciones del Concordato,
con las prácticas de derecho común y de gentes que exige el cumpli-
miento de ajustes celebrados entre altas partes contratantes.
Concluiremos este artículo, harto largo por cierto con unas cuantas
palabras relativas a dos establecimientos públicos de grande importan-
cia, y cuyas operaciones deben seguirse atentamente como seguros in-
dicios para venir en conocimiento del estado de la nación y del Tesoro.
La Caja general de Depósitos (uno de ellos) tenía en 23 de ene-
ro próximo pasado, 1.230.062 rs., 7 mrs. de existencia en metálico, y
261.575.215 rs. 2 mrs. en papel (inclusos los billetes del Tesoro recibi-
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dos en prenda), para responder de 65.408.832 rs., 12 mrs. depositados
en metálico, y 179.955.815 rs. 2 mrs. Depositados en valores públicos.
El Banco Español de San Fernando (que es el otro) ha tenido en
la cuarta semana de enero una baja en su activo de 1.311.113 rs., 16
mrs; las existencias en poder de comisionados han disminuido en
3.906.711 rs. 19 mrs.; las cuentas corrientes en 1.444.164 rs. 16 mrs,;
y la cifra de ganancias y pérdidas, a la fecha del 27 del mismo mes, en
91.381 rs. 20 mrs. Dicho guarismo ascendía al n de la cuarta semana
del mes pasado a 866.622 rs, 13 mrs.
Veamos ahora los aumentos.
Los han tenido: su metálico en caja, de 1.226.630 rs. 18 mrs; sus
valores corrientes en cartera, de 1.378.254 rs. 30 mrs.; y sus depósi-
tos de todas clases, de 661.254 rs. 30 mrs. Hanse recuperado créditos
vencidos por valor de 9.307 rs. 9 mrs; y se han entregado 386.802 por
corresponder a dividendos.
Relaciones exteriores. Las de España con Inglaterra y Francia siguen,
como estaban, con apariencias muy cordiales: Francia dispuesta a ayu-
darnos leal y francamente en nuestros asuntos ultramarinos, aun arros-
trando la contingencia de formales altercados con los Estados Unidos;
Inglaterra limitada a darnos buenos consejos cuando la idea de semejan-
te contingencia se presenta al espíritu de sus hombres de Estado.
Según nuestras noticias, Mr. Soulé tuvo a mediados de enero últi-
mo una larga conferencia con el señor Luzuriaga. Parece ser que el en-
viado norteamericano, saliendo al n de la admirable quietud en que
el mes pasado le dejamos, empezó luego a moverse manifestando el
deseo, por no decir la pretensión, de ser oído por el Consejo de Minis-
tros acerca de los asuntos que dan mayor importancia a la plenipoten-
cia que aquí ejerce; deseo que por la cuenta no dio a conocer directa
ni claramente al Gobierno, sino por medio de amigos comunes y de
personas caracterizadas de las que por su estado tienen fácil acceso en
dependencias y ocinas. El señor Luzuriaga contestó a las insinuacio-
nes que con tal motivo se le hicieron, cómo era insólito e inaudito en
los usos diplomáticos semejante proceder, cómo no parecía justicado
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por ninguna formal necesidad, cómo, en n, más que para nadie era
ofensivo para la persona que dirigía los asuntos internacionales del Es-
tado; pero que, esto no obstante, y para que nunca pudiese decirse que
su amor propio había puesto obstáculo, grande ni chico, al arreglo de
las cuestiones pendientes con los Estados Unidos, él mismo, demos-
trada que le fuese la conveniencia de aquel paso, daría los necesarios
para que Mr. Soulé viese cumplido su deseo.
La fuerza de estas sensatas razones, u otros motivos que ignora-
mos, fueron parte para que el señor Enviado norteamericano desistie-
se de su singular propósito, supuesto que, sin volver directa ni indirec-
tamente a mencionarle, solicitó tan sólo una conferencia con nuestro
Ministro de Estado, que éste le otorgó para el domingo 14 del pasado.
En ella empezó Mr. Soulé manifestando deseos de que España
acabara de prestarse a celebrar el tratado de comercio y navegación,
tantas veces incoado cuantas diferido, entre España y la Unión. A lo
cual parece contestó el señor Luzuriaga que asuntos de tal gravedad no
debían tratarse con precipitación; cuanto más que, aun antes de sentar
sus preliminares, convenía estudiar no pocos puntos importantes que
a él se referían, v. gr., la naturaleza de las relaciones comerciales entre
la metrópoli y sus posesiones de Ultramar, de éstas con los Estados
norteamericanos, y de la Unión con España; y puesto que (según lo
había insinuado Mr. Soulé) el estudio de semejantes cuestiones podía
haberse hecho ha muchos años, con todo, convenía observar que, si las
noticias existían, no así, de mucho tiempo a esta parte, su trasmisión
regular y tranquila, ni el espacio y vagar que han menester los Minis-
tros para ocuparse con fruto en los arduos negocios del Estado.
Pasó luego a tratar Mr. Soulé de la queja que, en su concepto, pue-
den formar los Estados Unidos por la renuencia que maniesta el Go-
bierno español a darles las satisfacciones pedidas a consecuencia de
algunos actos harto conocidos de sus delegados coloniales. A lo cual
contestó el señor Luzuriaga que no veía otro medio de llegar a avenen-
cia entre dos Gobiernos que dan a los hechos controvertidos opuestas
interpretaciones, sino el arbitraje de naciones amigas y desinteresadas;
arbitraje, honoríco para los jueces y las partes, de que ofrecen ejem-
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plos numerosos las historias; que está conforme con las prácticas di-
plomáticas de todos los pueblos cultos, y que, por lo mismo que ema-
naba de un acto voluntario de naciones soberanas, demostraba el alto
respeto de éstas a los dictados de la razón y a los principios de justi-
cia. Por último, el Ministro norteamericano insistió en que se le diese
pronta y categórica respuesta acerca de los puntos tratados en la con-
ferencia, tanto más cuanto juzgaba conveniente anunciar al Gobierno
español cómo para el 4 de marzo próximo se proponía estar de vuelta
en Washington. No habiendo en Secretaría, (observó el señor Luzu-
riaga) ninguna comunicación pendiente de Mr. Soulé, por cierto y por
la verdad no podía acusarse de moroso ni omiso al Gobierno español;
y siendo esto así, sólo le era dable ofrecer a S. E. que le comunicaría
oportunamente cuanto ocurriese de nuevo, y fuese digno de atención,
hasta el momento de su partida. Con lo que terminó la conferencia,
en el discurso de la cual acaeció también que tal vez se deslizase el
Enviado extranjero a hacer observaciones relativas a la situación más
o menos regular de nuestro Gobierno; pero tamaña intrusión en los
asuntos interiores del Estado halló en los labios del señor Luzuriaga la
respuesta conveniente; si bien es justo notar que Mr. Soulé se condujo
en el caso con los miramientos debidos al Ministro español y como
corresponde a su propia conocida ilustración y buena crianza.
En noviembre llegó a Santo Domingo, ciudad capital de la Repúbli-
ca Dominicana, el agente comercial de España, señor Saint-Just. Recibi-
do con la mayor cordialidad por el presidente don Pedro Santana, obtu-
vo el día siguiente al de su arribo, el competente “exequatur”, y empezó
a ejercer inmediatamente sus funciones con gran júbilo de los naturales,
los cuales, siempre eles a la antigua madre patria, saludaron entusias-
mados su bandera, y dieron a su representante pruebas inequívocas de
afecto. Así han quedado reanudadas las relaciones de la Península con la
isla llamada, por excelencia, en otro tiempo “Isla Española”; y ahora sólo
falta que un buen tratado las regularice, aance y perpetúe por medio de
estipulaciones equitativas y de recíproco provecho.
Negociaciones con la Santa Sede. A principios del presente febre-
ro debe partir para Roma el señor Pacheco; pero no nos atrevemos a
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decir si va a negociar o a lo que va. Cierto no podía escogerse persona
más apropiada para tratar con Roma que la que reúne, a no comunes
dotes de saber, las distinguidísimas de trato ameno y cortesano y de
elocución fácil, jugosa y persuasiva, pero estas excelentes prendas aca-
so sean frustráneas si, como de público se dice y todo lo persuade, el
señor Pacheco va menos a tratar que a hacer prescindir de todo trato.
Porque es el caso que, resuelta por el Gobierno la venta de los bienes
del clero, la Embajada se reduce, no ya a inducir a Roma a consentir en
dicha venta, sino a determinar al Papa a darle su sanción, una vez hecha.
¿Puede proceder así el Gobierno? Dicen que sí sus partidarios, atento
que la desamortización eclesiástica está prevenida en el Concordato; y
prevenida en términos tan explícitos que se halla prescrito el modo de
vericarla por títulos de la deuda consolidada al 3 por %, y en pública
subasta. La circunstancia de substituirse el Estado a los compradores en
la licitación ocial, no perjudica, antes favorece a los vendedores, su-
puesto que el Gobierno hace a estos árbitros de jar a su antojo el precio
de la cosa vendida, por el cual les dará títulos nominales e intrasmisibles,
sujetos al interés ya mencionado. Rebajado este interés de la asignación
ja que se señale al clero en los Presupuestos generales, si la Iglesia no
pierde cosa alguna con este arreglo, el Gobierno gana sólo mejorando
la condición de la propiedad, haciendo cumplir el Concordato, y aco-
modándose al espíritu del tiempo y de la opinión que a una piden la
completa y denitiva supresión de manos muertas.
No son vanas ni despreciables, ciertamente, estas razones; pero to-
davía pudiera preguntarse: ¿se ha negado el Padre Santo a acceder a los
deseos del Gobierno? ¿Rehúsa por ventura, y no obstante lo dispuesto
en el aún vigente Concordato, prestarse a la venta de los bienes ecle-
siásticos en cualesquiera forma y términos que sea? Y si nada de esto
ha sucedido, ni tampoco se le ha hecho indicación alguna ocial ni
ociosa acerca del asunto, ¿por qué se prescinde de él, dando de mano
a la intervención y autoridad que aquel mismo tratado le concede?
¿Gana algo el Gobierno negando el derecho de una de las partes con-
tratantes, e invalidando por consiguiente el suyo propio? ¿Ganarán
algo los bienes vendidos, privados de uno de los requisitos destinados
a legitimar y asegurar su posesión al comprador?
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Nada prueba tanto la mala condición, la incuria, y aun diremos la
ineptitud de los gobiernos que han regido en todos tiempos a este des-
venturado país, como el estado en que se hallan sus asuntos eclesiásticos,
o mejor dicho, político-religiosos en la parte que tiene relación con la
autoridad y los equívocos derechos de la curia ponticia: unos no re-
sueltos, otros malamente determinados, cuáles zanjados ruinosamente,
muchos en litigio, todos ellos ocasionados a disputas interminables o a
reyertas peligrosas. Nunca se ha visto en España un esfuerzo perseveran-
te y tradicional en favor de la secularización que, haciendo entrar poco
a poco al clero en el dominio del derecho común tuviese por necesario
resultado la igualdad ante la ley. Ya en 1561 proponían algunos Estados
de Francia la supresión del clero como orden político en la república,
sentando por principio inconcuso el derecho absoluto del Estado a las
posesiones eclesiásticas, y probando la conveniencia de aplicar éstas a la
extinción de la deuda pública. Entre varios planes que al efecto se for-
maron, obtuvo el general asentimiento uno que consistía en vender a
benecio del rey todos los bienes del clero, indemnizando a éste con
pensiones jadas de conformidad con la categoría de sus miembros. Tal
es precisamente el asunto de que hoy se trata en España, y que nuestros
vecinos, más afortunados, iniciaron en el siglo XVI, y resolvieron cerca
de doscientos años más tarde con el auxilio de sus Estados Generales,
de sus gobiernos absolutos, de sus gobiernos revolucionarios, de sus re-
yes, de sus tribunos, de sus sabios, de sus santos, desde San Bernardo y
San Luis, hasta Gerson, Bossuet, Pascal, Arnauld y Luis XIV; desde la
Convención Nacional hasta el Imperio. ¿Y nosotros queremos destruir
en un día lo que costó tantos años de ímproba fatiga a las lumbreras
de la nación más ilustrada y poderosa del orbe cristiano; nosotros que,
uctuando siempre entre dudas y vacilaciones, destruimos hoy lo que
fundamos ayer, y no heredamos de los que nos preceden en la carrera del
gobierno sino los escollos en que ellos mismos se estrellaron? Buena es la
libertad, santo el progreso; pero mal puede alcanzarse el uno y gozarse
la otra, suprimiendo de una plumada, sin miramiento ni compensación,
los derechos adquiridos a la sombra de la ley; que antes que favorecer,
es esto suprimir la In libertad y hacer de todo punto imposible el buen
progreso. El malo ya, por desgracia, le tenemos en casa.
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La Futura Constitución. He aquí sus bases, según fueron presenta-
das al Congreso en la Sesión del 13 de enero, por la comisión encar-
gada de formarlas:
1ª Todos los poderes públicos emanan de la nación, en la que reside
esencialmente la soberanía, y por lo mismo pertenece exclusivamente
a la nación el derecho de establecer sus bases fundamentales.
2ª La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros
de la religión católica que profesan los españoles. Pero ningún espa-
ñol ni extranjero podrá ser perseguido civilmente por sus opiniones,
mientras no las manieste por actos públicos, contrarios a la religión.
3ª Todos los españoles pueden imprimir y publicar libremente sus
ideas, sin previa censura, con sujeción a las leyes. No se podrá secues-
trar ningún impreso hasta después de haber empezado a circular. La
calicación de los delitos de imprenta corresponde a los jurados.
4ª No puede ser detenido, ni preso, ni separado de su domicilio
ningún español, ni allanada su casa, sino en los casos y en la forma que
las leyes prescriben.
5ª Ningún español puede ser procesado ni sentenciado, sino por el
juez o tribunal competente, en virtud de leyes anteriores al delito y en
la forma que éstas prescriben.
6ª No se podrá imponer la pena capital por delitos meramente po-
líticos. Tampoco se impondrá la pena de conscación de bienes; y nin-
gún español será privado de su propiedad, sino por causa justicada de
utilidad común, previa la correspondiente indemnización.
7ª Si la seguridad del Estado exigiese en circunstancias extraordina-
rias la suspensión temporal en toda la monarquía o en parte de ella, de
todo lo dispuesto en la base anterior, se determinará por una ley. Pro-
mulgada ésta, el territorio a ella sujeto se regirá durante la suspensión
por la ley de orden público, establecida de antemano. Pero ni en una ni
en otra ley se podrá en ningún caso autorizar al Gobierno para extrañar
del reino ni deportar, ni desterrar fuera de la Península a los españoles.
8ª Las Cortes se componen de dos cuerpos colegisladores, iguales
en facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados.
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9ª Los Senadores son vitalicios y nombrados por el rey. Para ser
Senador se requiere ser español, tener treinta y cinco años cumplidos
y pertenecer a alguna de las categorías siguientes:
1ª Ministros de la Corona.– 2ª Presidentes de las Cortes o de al-
guno de los cuerpos legisladores.– 3ª Arzobispos y Obispos.– 4ª Ca-
pitanes generales del ejército o de la Armada.– 5ª Embajadores.– 6ª
Presidente de los Tribunales Supremos.– 7ª Los que hayan sido Se-
nadores por cualquiera de los dos métodos de nombramiento que se
han practicado en España.– 8ª Los que hayan sido tres veces admiti-
dos Diputados.– 9ª Los Ministros Plenipotenciarios que hayan ejer-
cido este cargo un año por lo menos.– 10ª Los Tenientes Generales
que cuenten al menos un año en este empleo.– 11ª Los Ministros y
Fiscales de los Tribunales Supremos que lleven al menos un año de
ejercicio.– 12ª Los individuos de número de las Reales Academias Es-
pañola, de la Historia y de Ciencias que hayan sido Diputados. Los
comprendidos en las anteriores categorías deberán además disfrutar
30,000 rs. de renta, procedente de bienes propios o de sueldos de los
empleos que no pueden perderse sino por causa legalmente probada,
o de jubilación, retiro o cesantía.– 13ª Podrán también ser nombra-
dos Senadores los que paguen con un año de antelación 6,000 rs. de
contribuciones directas y hayan sido Diputados a Cortes, o sean gran-
des de España y Títulos del reino, y los que sean o hayan sido dipu-
tados provinciales, alcaldes de pueblos de 30,000 almas, presidentes
de juntas o tribunales de comercio, individuos de la Real Academia
de Nobles Artes. La primera creación de Senadores no podrá exceder
de 120. Las vacantes por defunción o renuncia se podrán proveer en
cualquier tiempo. Podrá el rey además, abiertas las Cortes, y durante la
legislatura, nombrar cada año un número de Senadores que no exceda
del de la décima parte de la primera creación. Cada nombramiento se
hará por un decreto especial, y en todos se expresará la categoría a que
pertenezca cada senador. Los hijos del rey y del heredero inmediato de
la corona serán Senadores a los veinte y cinco años.
10ª Cada provincia nombrará un Diputado a lo menos por cada
50.000 almas de su población.
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11ª Los Diputados serán elegidos por tres años.
12ª Las Cortes se reunirán todos los años el día 1° de octubre, y
estarán reunidas cuatro meses consecutivos contados desde el día en
que se constituya el Congreso, salvo los casos en que el Rey las suspen-
diese o disolviese. Esta suspensión en una o más veces no podrá pasar
de un mes, y las Cortes estarán después reunidas tantos días como
hubiese durado la suspensión. Fuera de este plazo, las Cortes se reu-
nirán cuando sean convocadas por el Rey, o en los casos prescritos en
la Constitución, por la Diputación permanente de Cortes. Cuando el
Rey disuelva las Cortes, convocará otras en el término de sesenta días,
y las nuevas Cortes estarán reunidas hasta completar los cuatro meses,
contando el tiempo de las anteriores.
13ª El Senado nombra su Presidente, Vicepresidentes y Secretarios.
14ª Habrá una Diputación permanente de Cortes compuesta de
cuatro Senadores y siete Diputados que, cuando las Cortes no estén
reunidas, velará por la Constitución y por la garantía de la seguridad
individual, y convocará las Cortes en los casos que la misma previene y
en el que se mande exigir alguna contribución o préstamo que no esté
aprobado por la ley de Presupuestos u otra especial.
15ª El Tribunal de Cuentas será de nombramiento de las Cortes, y
él mismo nombrará sus Contadores y demás dependientes.
16ª El Rey sanciona y promulga las leyes.
17ª El Rey necesita estar autorizado por una ley especial para contraer
matrimonio, para permitir que lo contraigan las personas que sean súb-
ditos suyos y estén llamadas por la Constitución a sucederle en el Trono.
18ª Cuando el Rey se imposibilitase para ejercer su autoridad, y
la imposibilidad fuera reconocida por las Cortes, o cuando vacare la
Corona, siendo de menor edad el inmediato sucesor, nombrarán las
Cortes, para gobernar el reino, una Regencia compuesta de una, tres
o cinco personas.
19ª En cada provincia habrá una Diputación Provincial compues-
ta del número de individuos que determine la ley, nombrados por los
mismos electores que los diputados a Cortes. Estas corporaciones en-
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tenderán en todos los negocios de interés peculiar de las respectivas
provincias y en los municipales que determinen las leyes.
20ª Para el gobierno interior de los pueblos no habrá más que Ayunta-
mientos compuestos de Alcaldes, Regidores y Síndicos, nombrados todos
directa e inmediatamente por los vecinos que paguen contribución direc-
ta por los gastos del Estado, de la provincia o del distrito municipal.
21ª Los Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales intervendrían
necesariamente en la formación de las listas de electores para diputados
a Cortes. Los individuos de estas corporaciones y los funcionarios pú-
blicos de todas clases que cometan abusos, faltas o delitos en la forma-
ción de las listas, o en cualquier acto electoral, podrán ser acusados por
acción popular y juzgados sin necesidad de autorización del Gobierno.
22ª El año parlamentario y económico empieza el día 1° de octubre.
23ª Dentro de los ocho días siguientes a la constitución del Con-
greso presentará el Gobierno el Presupuesto general de ingresos y gas-
tos del Estado para el año inmediato, y asimismo las cuentas de la re-
caudación e inversión de los fondos públicos del penúltimo año para
su examen y aprobación.
24ª No puede el Gobierno exigir ni cobrar, ni los pueblos están
obligados a pagar, ninguna contribución ni arbitrio que no esté apro-
bado por la ley de Presupuestos del año respectivo u otra especial. El
Ministro o Ministros responsables que a esto faltaren y los empleados
que obedecieren o trasmitieren sus órdenes o intervinieren en la exac-
ción de cantidades no aprobadas por las Cortes, perderán sus empleos
y todos los derechos a ellos anexos, sin perjuicio de las penas que se les
impongan como infractores de la Constitución.
25ª Las Cortes jarán todos los años, a propuesta del Rey, la fuer-
za militar permanente de mar y tierra. Las leyes que determinen esta
fuerza se votarán antes que la de Presupuestos.
26ª Habrá en cada provincia cuerpos de Milicia Nacional cuya or-
ganización se arreglará por una ley, y el Rey podrá en caso necesario
disponer de esta fuerza dentro de la respectiva provincia, pero no fue-
ra de ella, sin otorgamiento de las Cortes.
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27ª Las leyes determinarán la época y el modo en que ha de celebrarse
el juicio por jurados para toda clase de delitos, y las garantías más ecaces
para impedir los atentados contra la seguridad individual de los españoles.
Palacio de las Cortes Constituyentes, 13 de enero de 1855. San-
cho. Heros. Ríos Rosas. Lafuente. Valera. Olózaga. Lasala.
Cuatro de estos señores presentan voto propio: el señor Olózaga
para proponer la creación de un Senado popular; los señores Valera
y Lasala disintiendo de sus compañeros en varias bases, y principal-
mente en la 8ª, relativa a la división de las Cortes en dos cuerpos co-
legisladores, que ellos quisieran reducir a la sola Cámara popular o
Congreso, pues lo propuesto por la comisión es, según ellos, una com-
plicación innecesaria, un absurdo y hasta una subversión del principio
generador sobre que descansa el gobierno representativo; y nalmen-
te, el señor Ríos Rosas proponiendo las alteraciones siguientes:
Base 1ª– “Toda potestad pública emana de la nación.
Base 11ª– “Los Diputados serán elegidos por cinco años.
Base 12ª– “Las Cortes se reunirán el día 1° de octubre todos los
años, y durante cada uno estarán reunidas a lo menos cuatro meses,
contados desde el día en que se constituya denitivamente el Con-
greso de Diputados. Corresponde al rey convocar y abrir las Cortes,
y suspender y cerrar sus sesiones y disolver el Congreso; pero con la
obligación, en este último caso, de convocar otras Cortes y reunirlas
dentro de dos meses. Cuando el rey suspenda las Cortes antes de cum-
plirse el término de los cuatro meses, la suspensión no podrá exce-
der de un mes. Abiertas las Cortes después de cualquier suspensión o
disolución, celebrarán precisamente en el curso del año, contado de
octubre a octubre, a lo menos tantas sesiones como días falten para
completar el término de los cuatro meses.
Base 14ª– Suprimida.
Base 20ª– “Para la administración interior de los pueblos habrá
Ayuntamientos nombrados por los vecinos a quienes la ley concede
este derecho. No podrá el rey nombrar por sí Alcaldes en ningún pue-
blo de la monarquía, pero podrá intervenir en el nombramiento de los
Alcaldes en los pueblos y en la forma que determine la ley”.
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No han faltado personas que, desaprobando el voto particular del
señor Olózaga, motejen de díscolo a este caballero y atribuyan a su di-
sentimiento aviesas miras de prolongar indebidamente la discusión, de
dividir los ánimos y de enconar más y más las pasiones que luchan a
brazo partido en la Asamblea. Nuestras noticias explican y justican la
conducta del señor Olózaga, dándola como efecto necesario de un con-
venio formado con la mayoría de la comisión, y roto por ésta; de resultas
de lo cual, libre el señor Olózaga para sostener su opinión propia, se atu-
vo al Senado popular, en vez del mixto que se había acordado, y de que
se prescindió para adoptar el vitalicio (según voces) por altos respetos e
inuencia de personas de suprema jerarquía. La verdad en su lugar.
Pero lo indudable es que, ya de por sí numerosas y extensas las bases
constitucionales, reciben con los votos particulares un refuerzo tan con-
siderable, que, en verdad, visto el curso ordinario de las discusiones del
Congreso, no nos prometemos ver concluida la de la ley fundamental,
en mucho tiempo. Y como indicio de lo que puede ser semejante discu-
sión en las actuales Cortes, vean nuestros lectores aquí narrada la sesión
del 23 de enero, primera de tan importantísima materia.
Presidía el digno general Infante; el salón de las sesiones estaba casi
desierto. Después de un incidente poco importante, se anuncia la dis-
cusión de las bases, y el primer secretario pregunta si hay quien pida la
palabra contra la totalidad de ellas; y como nadie le responda, pasa a la
lectura de la primera, considerando, con sobrada razón, que el Congre-
so renuncia a la discusión del conjunto para irse en derechura a la de las
partes componentes. Pero contó sin la huéspeda. Poco a poco, en efecto,
y como a la deshilada, van entrando en el recinto algunos demócratas,
quienes, informados de la situación del debate, piden que se vuelva atrás
en él para poder discutir la totalidad que por discutida, malamente a su
juicio, se había dado poco antes. Aquí ruido y algazara y descompasadas
voces y estruendo, en n, que va atrayendo curiosos (Diputados) como
en contienda de calle o plaza cercan los transeúntes a los combatientes,
sin maldita la intención de separarlos. En lo más recio del alboroto (que
duró, por cierto y por la verdad, más de veinte minutos) se oyen algunos
gritos: “Se ha acordado pasar a la discusión parcial”. “No se ha acorda-
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do tal”. “El caso es importante y solemne”. “ue se discuta la totalidad.
“ue no. “Pido que se lea el artículo 94 del reglamento. “Esto que aquí
sucede es una cosa que no tiene nombre”. Y el que esto dijo estaba en lo
cierto. Por n volviose atrás la presidencia, y acordó someter de nuevo a
discusión la totalidad: para qué, dígalo el “Diario de Sesiones” a quien
se atreva a preguntárselo. Nosotros nos contentaremos con hacer notar
que el primero de los oradores que en aquella sesión habló contra las
bases, comenzó declarando que hablaba para “sacar a la Asamblea del
estado de indiferencia en que se hallaba: para prestar calor a los ánimos.
¡Cómo! ¡Los constituyentes fríos en la obra de la Constitución! ¡Los
padres de la patria sin fe, sin ardor, sin abnegación generosa en la ar-
dua y sagrada tarea de dar leyes a sus conciudadanos! ¡Los delegados del
pueblo indiferentes a su suerte, y consintiendo que siga revolcándose
inútilmente en el lecho doloroso de una revolución que, cual si estuviese
loca o ebria, no sabe dominar ni dominarse!
“El caso es importante y solemne”. Muy bien; y precisamente el
modo de quitarle toda especie de solemnidad e importancia es hilva-
nar discursos rellenos de teorías inaplicables y mil veces rebatidas; y ello
todo por la pueril vanidad de dar qué decir, bien o mal de la persona, o
por cumplir compromisos punibles de facción o de partido. Discutir
la totalidad, es decir, el conjunto de una ley, es, según el espíritu del
reglamento, facilitar al Congreso el medio de rechazarla en globo sin
necesidad de descender a menudencias cuando estas mismas no son de
la aprobación de la Asamblea; pero en un dictamen de la naturaleza del
presente, cuyas partes, cada una de por sí y todas, forzosa y obligato-
riamente, deben entrar en discusión, ¿a qué puede conducir lo que se
ha hecho? Sin duda a dar ocasión a las minorías, pródigas en facundia
hueca y en verbosidad abrumadora, para que digan dos veces las mismas
cosas: una en forma genérica y vaga, remontándose a las nubes, y echan-
do por esos trigos, con todo el matalotaje de las escuelas llamadas lo-
sócas, cuando se trate de la generalidad; otra, más precisa y concreta,
pero siempre estéril, o sólo fecunda en dilaciones, cuando la pobre ley,
pieza a pieza, cae en la lengua de noveles oradores de villorrio, impacien-
tes de distinguirse en gran teatro. Esto ha acontecido en la primera es-
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caramuza del 23; y esto tendrá que suceder en los encuentros sucesivos.
Por el pronto, el señor Corradi (que, justo es decirlo, no abusa de su fácil
y elegante elocución) propuso y obtuvo en la sesión de dicho día, que
el Congreso se obligase a no dar por terminados los debates acerca de
las bases constitucionales, mientras hubiese un Diputado que quisiese
hablar sobre ellas. Según S. S., para que semejantes debates sean tan am-
plios, profundos y libres como es debido y como lo exigen las gravísimas
y sumamente importantes cuestiones que han de ventilarse, es preciso
que se discutan todos los principios y que se examinen todas las teorías;
hecho lo cual, y sólo así, se conseguirá formar (en su sentir) una obra, si
no perfecta (¡Dios nos libre de las obras perfectas!) a lo menos digna de
los Representantes de la Nación.
“¡Palabras, palabras, palabras!” Las muchas que, discutiendo to-
dos los principios y examinando todas las teorías, pronunció la fa-
mosa Dieta de Francfort en 1848, sólo sirvieron para probar que las
palabras se las lleva el viento. Las que emplearon los dignos Consti-
tuyentes de Cádiz (sin que se entienda que tratamos de injuriar su
nobilísima memoria con absurdas comparaciones) en los debates de
nuestra primera Constitución, ni hicieron buena a ésta, ni la salvaron
de ruina inmediata y vergonzosa. ¿A qué cansarnos? ¿Dónde estáis
Constituciones de 1837 y de 1845? ¿ué ha sido de vosotras? ¡De
cuántos discursos habéis sido ocasión y reos de cuántas palabras! Y
así y todo, nadie se acuerda de vosotras sino para motejaros de im-
potentes. Mudas en vuestro eterno sepulcro, ¿cómo no empleáis para
defenderos y justicaros siquiera una palabra de las innitas que para
haceros incompletas, débiles e inecaces emplearon vuestros padres
en la trabajosa elaboración de vuestras cláusulas?
Pero dejemos en paz a los muertos, y volvamos a este embarazo que
tenemos entre manos para hacer notar que ya hay, entre presentadas y
preparadas para presentarse, lo menos dos docenas de recetas, en for-
ma de enmiendas, para sacarle a luz. Una de ellas dice así:
“La nación declara que, así como la hacienda legítima es la pro-
piedad civil de cada uno y de todos los españoles, así la vida es su pro-
piedad natural e inalienable; la seguridad del individuo, su propiedad
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política; el derecho de pensar y comunicar sus pensamientos, su pro-
piedad inteligente; el derecho de la fama, de la honra, de las costum-
bres, su propiedad moral; la creencia en Dios, su propiedad religiosa;
la elección de su voluntad, su propiedad libre”.
¡Singular manía de “articulizar” lo que se está muy bien y mejor
sin artículos ni zarandajas! Tan “propiedad libre” es la elección de la
voluntad como la “creencia, como el pensamiento o “uso de la razón”;
porque todas y cada una de estas operaciones son propias y privati-
vas del ser humano; y como propias y privativas, espontáneas; y como
espontáneas, necesarias a su existencia y desenvolvimiento natural; y
como tales inviolables y sagradas. ¿A qué, pues, llamar a la una “pro-
piedad libre”, y a las otras respectivamente “propiedad religiosa” y
propiedad inteligente”? Y luego, ¿es menos “propiedad religiosa” la
creencia en Dios” que el “culto, cualquiera que sea, ‘que se tributa a la
Deidad’ y que el señor enmendador no menciona”? La “seguridad del
individuo, ya que por fuerza, no bastando su antiquísimo y respetable
nombre, deba ser nuevamente bautizada con el de “propiedad”, no es
propiedad política, sino propiedad tan “civil” como la de la hacienda
propia; “libertades políticas, en todo caso, serán las que den partici-
pación más o menos directa e inmediata al individuo en el gobierno
del Estado; y ya que de este género de propiedad tratamos ¿cómo ha
olvidado el señor enmendador el derecho electoral, por ejemplo, que
(según su sistema) debería constituir la “libertad electiva, y el derecho
a ser empleado que, completando su nomenclatura, vendría a ser “pro-
piedad covachuelista”? Lo particular de esta enumeración no es tanto
su imperfección y anomalías, como su completa inutilidad; pues bien
puede echar de ver cualquiera que, sea cual fuere el nombre nuevo
de los viejísimos “derechos” que comprende, cada uno de ellos, como
sujeto a un “deber” correlativo, está sujeto a jurisprudencias que va-
rían con los países, las circunstancias y los tiempos, en virtud de una
propiedad” que se ha dejado en el tintero el autor de la enmienda; y
es la “propiedad gubernativa, o el derecho que tiene el Estado a vivir y
a conservarse, en provecho y para la libertad del todo, luchando cons-
tantemente contra el egoísmo y la tiranía de las partes.
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Otra enmienda de los señores Orense, Ordax, Rivero y demás di-
putados demócratas: “Pedimos a las Cortes se sirvan también declarar
como bases de la Constitución los siguientes principios y libertades ori-
ginarias, sin las cuales las instituciones políticas son letra muerta, y los
derechos individuales no tienen garantía: 1ª Libertad de imprenta sin
depósito ni editor responsable. 2ª Libertad de asociación. 3ª Libertad
de reunión pacíca. 4ª Libertad de la enseñanza. 5ª Juicio por jurados
en lo civil y en lo criminal. 6ª Sufragio universal. 7ª Unidad de fueros.
Hay dos enmiendas a la base relativa a la religión. Una, proponiendo
que dicha base se escriba así: “La religión del Estado es la católica, apos-
tólica, romana; la nación se obliga a proteger y mantener con decoro
y puntualidad el culto y sus ministros”. Otra, añadiendo lo siguiente:
“Pero ningún español podrá ser perseguido civil ni criminalmente por
sus creencias ni por sus actos religiosos, siempre que con ellos no profa-
ne el culto del Estado ni ultraje a sus ministros. Los autores de esta úl-
tima (señores Ribot, Gálvez Cañero, Corradi, López Grado, Carballo,
Escalante y Martín), piden también que, después del párrafo anterior se
añada como art. 3° de la base respectiva: “Se permite a los extranjeros
que vengan a establecerse en España el ejercicio de su culto, bajo la con-
dición de sostenerle a sus expensas y con las demás que las leyes exijan.
Y últimamente (porque enumerarlas todas sería proceder en in-
nito), dícese que está preparada una enmienda concebida así: “Pedi-
mos a las Cortes declaren que la nación española se halla hoy en pleno
progreso social. Si no es broma (y por tal nos inclinamos a tenerla),
pertenece esta enmienda a la familia de aquel artículo, candorosísi-
mo si los hay, de la Constitución de Cádiz que dice: “El amor de la
patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y
asimismo el ser justos y benécos”; artículo que no mejoró en un ápice
nuestra condición moral, como el otro, caso de pasar de enmienda a
artículo de ley fundamental, no mejorará en lo más mínimo nuestra
condición política; fuera de que sería abusar demasiado de las declara-
ciones hacer una, innecesaria, si el hecho a que se reere es verdadero:
ridícula y absurda, si por ventura no lo es. “Progreso social, por otra
parte, quiere decir, a nuestro juicio, síntesis o expresión la más general
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y comprensiva del buen estado y progresiva mejora de todos y cada
uno de los ramos que componen el servicio del Estado; de todas y cada
una de las partes que forman el Gobierno; de todos y cada uno de los
elementos que constituyen la nación. Y en verdad (si esto es cierto),
no sabemos qué especie de progreso puede ser el de un pueblo que se
halla en la situación del nuestro; sin sosiego interior; sin completa paz
exterior; próximo a la guerra civil; no muy distante de ver empezar la
extranjera; sin hacienda, sin marina, con escaso ejército; en materia
de costumbres políticas, incipiente; en punto a fama, honra, costum-
bres, o como dice el autor de cierta enmienda, a “propiedad moral”, no
muy medrado; tocante a requisitos de buen gobierno, indigente; sin
hablar de la industria y del comercio, que viven en atraso lamentable;
del arte, que apenas vive; de la ciencia y del movimiento intelectual,
harto asendereados. Ahora, si por “progreso social” debe entenderse la
intemperancia con que, depuesta toda consideración de conveniencia
y decoro, se abusa de la libertad parlamentaria para vulnerar altas y
venerandas instituciones; de la de imprenta para trastornar el orden
político y moral; de la de pensar para ponerlo todo en duda; y en n,
de todas las libertades para hacerlas odiosas, de todos los derechos
para eximirnos del cumplimiento de las obligaciones que imponen,
sin duda alguna estamos en “pleno progreso social”, y así debemos de-
clararlo a la faz del mundo, que duda de nuestra aptitud para gober-
narnos y hasta de nuestra idoneidad para ser gobernados.
Volviendo ahora a las bases de la futura Constitución, ya se com-
prenderá que no nos es dable hacer en una Revista de la naturaleza
de la presente el examen de ellas. Fuera de que, después de la de hacer
una Constitución, y en general una ley, no hay empresa más ardua en
el mundo que la de juzgarla; porque semejante juicio, para ser exacto,
debe fundarse en la apreciación de la índole de los pueblos y del carácter
de las instituciones que, procediendo de conformidad con ella, deben
aplicársele: y tal apreciación supone el conocimiento profundo de los
orígenes y la historia de la nación que se estudia, de la raza que la puebla,
de la naturaleza de su territorio, de las necesidades de sus habitantes, del
género de sus relaciones con los países comarcanos o remotos, de sus
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ensayos pasados, de sus miras para lo por venir; en n, de cuanto en lo
físico, lo moral y lo intelectual constituye el ser y estado de las familias
reunidas en cuerpo político con derecho a darse instituciones propias.
Y esto en el supuesto de que todos sus habitantes tengan idéntico
origen, o que, cuando menos, ya que en un principio la tuviesen diver-
so, el curso del tiempo haya confundido en uno solo los linajes; pero,
¿qué será cuando cada provincia de las varias que compongan el cuerpo
político sea de una raza diferente, sea un pueblo distinto de los otros?
Entonces, a la dicultad propia del asunto en sí, se añade la casi insupe-
rable, no de estudiar separadamente cada uno de los elementos de tan
abigarrada sociedad, sino la de dar con una legislación que resuelva el
problema de hallar la unidad en la variedad, la uniformidad en la distin-
ción, la comunidad en la parcialidad, el interés general y sólo del Estado
en los intereses parciales de pueblos y provincias diferentes.
Tal es la situación en que se encuentra España: sociedad compuesta
de no pocas sociedades diversas, a las que no ha podido hasta hoy uni-
car la servidumbre ni la independencia, la libertad ni el despotismo;
sociedad singular, análoga e incoherente; una por la posición geográ-
ca, otra, muy distinta, por las costumbres, y el carácter de sus habitantes;
llamada por la naturaleza a formar una nación compacta y homogénea,
e impelida siempre por los sucesos interiores y exteriores a oponerse
constantemente a su destino; especie de taracea política y moral, en cu-
yos vastos términos se hablan, como en otra Babel, diversas lenguas, se
agitan encontradas pasiones, combaten opuestos intereses.
Itil es, pues, encarecer la dicultad de gobernar, y sobre todo de
constituir un pueblo semejante, esto es, de darle instituciones generales, al
paso que fecundas, vigorosas; cuanto más que España tiene contra sí dos
graves obstáculos, los mayores que pueden oponerse a la práctica ecaz
de un buen régimen político. Uno, que nunca, como cuerpo general de
nación, se ha gobernado en lo antiguo por sí misma. Otro, que, cuando en
los tiempos modernos la han traído los sucesos a entender directamente, o
por medio de apoderados (o “se-diciente” tales) en sus asuntos interiores o
exteriores, no ha hecho cosa de provecho. De manera que, por un lado, no
se halla habituada al régimen de la libertad; no tiene historia ni tradicio-
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nes de gobierno propio y libre; y por otro lado, ha visto desacreditado ese
régimen o le ha desacreditado ella misma con pruebas frustráneas hechas
a costa de su reposo, de su caudal y de su sangre.
Todo bien considerado, la empresa de dar a España una Constitu-
ción en el año de gracia 1855, es la mayor de cuantas el pasado, y hasta
hoy muy poco provechoso alzamiento, ha puesto a cargo del Congreso,
por lo cual, y por otras muchas razones que omitimos, no intentaremos
hacer una nosotros en el presente humildísimo trabajo, cuyo objeto,
además, no es ni puede ser otro que indicar someramente nuestra leal y
desinteresada opinión acerca de las bases, “estrictamente necesarias”, que
debe contener, así como tocante a los escollos que en ella deben evitarse.
El primero de éstos, en nuestro sentir, es el “tamaño, pues (por más
que a primera vista parezca paradójico) la teoría de las dimensiones pro-
porcionadas al n, objeto y uso de las cosas, es tan aplicable a las del
orden moral e intelectual como a las del orden físico; tan necesaria en
materia de gusto y arte como en asuntos de legislación y ciencias. En
todos ellos la proporción es la armonía, como la armonía es la belleza, y
ésta el sine qua non de la conveniencia intrínseca del objeto creado por
el hombre o destinado por la naturaleza a su uso regular y provechoso.
El segundo escollo es la “complicación” de los sistemas o teorías que
en ella se establezcan. ¿ué es una Constitución política? Nada más que
el resumen de los principios que deben servir de base a las leyes futuras del
Estado; la planta, si decimos, de lo que puede llamarse el edicio público; la
norma general, la idea generadora, el espíritu de las reglas que deben regir
en el gobierno de la república. Y ahora preguntamos nosotros, ¿son muchos
esos principios, muy complejas esas ideas, muy revesada esa norma, muy abs-
truso ese espíritu? De ninguna manera: pues aunque las aplicaciones de un
sistema puedan, y aun deban ser varias, complicadas y de distintos órdenes
y categorías, el fundamento, la idea madre del sistema mismo no es más que
una, y consiste en la noción simple que, colocada en la base de semejante
sistema, como premisa necesaria, produce todas las consecuencias y desen-
volvimientos ulteriores, al modo que el germen de una planta contiene en sí
y produce, por medio de trasformaciones “sucesivas” y “graduales”, el desa-
rrollo de todas y cada una de las partes que deben componerla.
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El tercer escollo es la “tardanza, y ésta no necesita explanación ni
comentarios.
Y por lo que toca a las bases de la Constitución, partiendo de las
consideraciones anteriores, diremos que deben ser muy pocas. Desde
luego tenemos por innecesaria, a más de ocasionada a estériles dispu-
tas, la relativa a la “Soberanía nacional”. ¿Hay por ventura necesidad
de declarar que vemos porque tenemos ojos y porque el sol alumbra?
¿No es efecto de la “Soberanía nacional” todo lo que existe en el orden
político presente, inclusas las Cortes que van a hacer la Constitución,
y la Constitución misma que ellas formen? ¿ué otra cosa es el sistema
representativo sino la consagración más o menos explícita y completa
de la “idea democrática” que hace al individuo “parte del soberano” y
le autoriza para delegar su “soberanía”? Todo lo que no sea monarquía
pura, de “derecho divino, o pura oligarquía, es democracia, derecho
divino de los pueblos a gobernarse por sí mismos, “soberanía nacional
de la nación, porque, diga y piense lo que quiera el señor Ríos Ro-
sas, “la potestad pública que emana de la nación, emana porque en
la nación “reside esencialmente la soberanía, y lo demás es sutileza y
embolismo.
La base relativa al culto no es “constitucional”, porque, ya con reli-
gión dominante, ya con pluralidad de religiones libres y toleradas, una
nación puede existir como cuerpo político independiente; y lo “cons-
titucional” es lo “indispensable”, lo “imprescindible”, lo “necesario” y
“forzoso, no lo “contingente”, “condicional” y “variable”.
Las bases 3ª, 4ª, 5ª, 6ª y 7ª, son materia, ya del código civil y crimi-
nal, ya de leyes orgánicas especiales.
Las 8ª y 9ª pueden pasar haciendo el Senado mixto de elección de
las Diputaciones Provinciales y de nombramiento del Gobierno en los
actos y con los requisitos que se expresen.
Las 10ª, 11ª, 12ª y 13ª son objeto de la ley electoral o de un reglamento.
No estamos por la base 14ª, de la cual pensamos que es una de las
invenciones más anárquicas que ha hecho el espíritu de la desconan-
za política en los últimos tiempos.
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La 15ª pertenece a la ley especial que debe regir en materia de
cuenta y razón de los caudales públicos.
La 16ª, en rigor, es excusada. Si hay Rey, ¿qué ha de hacer el Rey
sino sancionar y promulgar las leyes? Pero pase; siquiera para que no
se tenga la monarquía por institución supererogatoria o de aparato.
La 17ª y 18ª son realmente “constitucionales”.
No así las 19ª, 20ª y 21ª, que deben ser asunto de leyes especiales.
La 22ª podría excusarse haciéndose buenamente lo que dispone, si
así se hallase conveniente.
Las 23ª, 24ª y 25ª son, en nuestro sentir, las verdaderas bases de
toda Constitución política moderna.
Con lo cual, y con dejar la Milicia Nacional para una ley, no ya es-
pecial, sino especialísima, y el Jurado civil y criminal para cuando Dios
permita que se pueda establecer en un país donde el de imprenta es de
lo más lastimoso que se conoce, tendríamos una Constitución com-
puesta de ocho, y a todo tirar, (y por gana de conceder algo al prurito
oratorio de algunos señores Diputados) de doce artículos, los cuales
artículos, discutidos y acordados en una semana (damos seis días más
de los necesarios), podría sancionarse y promulgarse inmediatamente,
formando así la única razonable ley fundamental que haya tenido has-
ta ahora nuestro pueblo.
Si así lo hicieres (que no lo harás) Él te lo premie; y si no, te lo de-
mande: que sí te lo demandará.
R.M. B.
apéndiCe
***
El día 1° del actual, a las ocho de la noche, recibió S. M. la Reina en
audiencia de despedida al honorable Pedro Soulé. El señor Ministro
Plenipotenciario de los Estados Unidos, después de una campaña agi-
tada y en realidad poco fructuosa, vuelve a América adonde le llaman,
a lo que parece, su cargo de senador, y quizá también la necesidad de
dar explicaciones públicas acerca de su conducta diplomática.
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El mismo día fue desechada en el Congreso la parte del voto par-
ticular del señor Ríos Rosas relativa a la Soberanía nacional, por 214
votos contra 18.
El 3 fue aprobada la 1ª base por 180 votos contra 6.
En nuestra próxima Revista haremos una ligera reseña de la discusión
de las bases constitucionales hasta el punto a que haya llegado el 5 de mar-
zo, pues tenemos fundadas esperanzas de no parar con ella hasta junio.
En la Sesión del 5 acordó el Congreso, contra el parecer de los de-
mócratas, por 182 votos contra 38, saltar de la discusión de la 1ª base
a la 16ª, que trata de la Sanción Real: acuerdo prudente y sensato éste,
pues, por no saber la regla que ha de regir en tan importante materia,
están sin sanción ni promulgación las leyes (las dos leyes) hechas hasta
ahora en Cortes desde su gloriosa inauguración el día 8 de noviembre.
En la referida sesión, leyó el señor Madoz, con aplauso de los Dipu-
tados y del público de las tribunas, el siguiente:
P  L
Artículo 1° Se declaran en estado de venta los predios rústicos y
urbanos, censos y foros, que pertenecen al Estado, a los pueblos, al
clero, y a los establecimientos y corporaciones de benecencia e ins-
trucción pública.
»Se exceptúan las ncas aplicadas al servicio público, los montes
y bosques del Estado que convenga conservar, las minas de Almadén,
los terrenos de aprovechamiento común para los vecinos, de los pue-
blos, y cualquier otro edicio o terreno que el Gobierno considere de-
ber exceptuar por razones especiales.
»Art. 2° La venta se hará con publicidad, por partes, porciones o
trozos, según lo acuerde el Gobierno en las subastas simultáneas que
se celebrarán en el pueblo donde radique la nca o ncas, caso de no
exceder su valor en tasación de la cantidad de 10.000 rs., y en un tercer
remate, también simultáneo, que además de aquellos se vericará en
Madrid cuando la nca o ncas excedieren de la expresada cantidad.
»Art. 3° El pago del remate de las ncas rústicas y urbanas deberá
hacerse en metálico y en la siguiente proporción: al contado 10 por
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100; en cada uno de los tres primeros años siguientes a la fecha del
primer pago, 10 por 100; en cada uno de los cinco años subsiguientes,
6 por 100, y 5 por 100 en cada uno de los seis restantes.
»El pago de los censos a favor de los pueblos se hará en la misma
especie y proporción que las ncas rústicas y urbanas, así como el de
los pertenecientes al Estado, clero, y a las corporaciones y estableci-
mientos de instrucción y benecencia, siempre que excedan de 500 rs.
de capital; concediéndose a los compradores o censatarios que redi-
man los de menor cuantía la rebaja de una tercera parte del precio de
subasta, o en defecto de ésta, de la capitalización.
»Art. 4° El producto de todos los expresados bienes ingresará en el
Tesoro para ser aplicado con sujeción a lo que determinen las leyes, ex-
ceptuando el 80 por 100 del procedente de los propios de los pueblos,
el que, depositado en el Banco de San Fernando, se reservará para los
objetos que el Gobierno designe, a propuesta de los ayuntamientos y
diputaciones provinciales.
»Art. 5° A medida que se enajenen los bienes procedentes del cle-
ro, se emitirán a su favor inscripciones intransferibles de renta conso-
lidada al 3 por 100 por un capital nominal equivalente al producto de
las ventas, en razón del precio que obtengan en el mercado los títulos
de aquella clase de deuda el día de las respectivas subastas, con destino
a cubrir el presupuesto de culto y clero que la ley señale.
»Se emitirán desde luego a favor de los ayuntamientos y corpora-
ciones de benecencia e instrucción pública inscripciones, también
intransferibles, de dicha deuda por una renta igual a la de las ncas
y censos de su pertenencia. Efectuada que sea la venta y realizado su
cobro por el Tesoro, se practicará una liquidación, reintegrándose al
mismo de lo que hubiese satisfecho como renta de dichas inscripcio-
nes y emitiendo por el sobrante que resulte más inscripciones a favor
de las citadas corporaciones y establecimientos.
»Art. 6° Serán libres del derecho de hipotecas las ventas y reventas
que de los expresados bienes se hicieren durante los cinco primeros
años siguientes al día de su primer remate.
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»Art. 7° Se faculta al ministro de Hacienda para que con anuencia
del Tribunal Contencioso Administrativo, y acuerdo del Consejo de
Ministros, je las reglas de tasación, capitalización y demás condu-
centes a facilitar las ventas de que trata la presente ley. Madrid, 5 de
febrero de 1855.– El Duque de la Victoria.– Leopoldo O’Donnell.–
Claudio Antón de Luzuriaga.– Joaquín Aguirre.– Antonio Santa
Cruz.– Francisco Santa Cruz.– Francisco de Luján.– Pascual Madoz”.
Mr. Breekenbridge, miembro de la Cámara de Representantes de
los Estados Unidos, ha sido nombrado para reemplazar a Mr. Soulé
en Madrid.
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reVista polítiCa7*
Todas las situaciones o estados de los pueblos, recién salidos de una
revolución, o padecientes de ella todavía, tienen siempre un lado vul-
nerable que, más que ningún otro, maniesta la causa del mal pasado
y el origen probable de los males venideros. El lado vulnerable, la parte
aca de la revolución de Julio es la Hacienda: lo cual demuestra, así
que el principio morboso del estado anterior a la revolución era la Ha-
cienda, como que ésta puede ser también la fuente de futuros desastres
que anulen esa misma revolución o la hagan infructífera.
Los asuntos planteados por el alzamiento nacional, cual más, cual me-
nos, han tenido o van teniendo, no obstante su índole trascendental y gra-
vísima, felices desenlaces. El de la monarquía y la dinastía, el de la sanción
real, el de reorganización del ejército, el de quintas, y en n el de orden
público (materias ele inmensa importancia, ora por su carácter constitu-
tivo u orgánico, ora por su inevitable inuencia en el éxito denitivo de
las reformas y en la suerte de la nación) todas, decimos, se van venciendo
paulatinamente, puesto que con suerte varía, sin gran conformidad entre
sí y algunas disonando en el cuadro de las instituciones destinadas a poner
por obra la idea nacional manifestada en el último alzamiento.
Pero la cuestión de Hacienda permanece siempre en pie, viva, te-
rrible, amenazadora; todavía no ha tenido resolución; y si alguna, no
pasa de transitoria e incompleta, acaso fundada en hipótesis y depen-
diente de futuras contingencias.
Esto por una parte; por otra, ¿satisface lo que se ha hecho hasta
ahora y lo que para más adelante se intenta, a la premiosa necesidad
de Unión que ha sido y es el voto unánime del reino expresado en la
serie sucesiva y concorde de las más inequívocas manifestaciones? No
lo creemos. En la provisión de empleos y destinos públicos, se nota
una tendencia de mal agüero al nepotismo político y personal que
tan funesto inujo ha ejercido en la continuación y recrudescencia
de nuestras divisiones intestinas; en la administración se ha reputado
7 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 386-402. (N. del E.).
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progreso retroceder a la organización provincial y municipal de épo-
cas pasadas, ya irrevocablemente condenadas por el fallo acorde de la
ciencia y de la práctica; en la política, pugnan todavía los partidos por
alzarse con el dominio que ninguno de ellos, solo y de por sí, puede
sustentar sobre sus débiles y ya cansados hombros; en la región supre-
ma del imperio, la libertad, que para ser fuerte debiera hermanarse
con el Trono, desconfía de éste y le amenaza; y el Trono, que, para ser
universalmente amado, debiera hacer alianza íntima y perpetua con la
libertad, la mira con temor y sobresalto.
Por lo tocante al proyecto de ley fundamental, ya lo hemos di-
cho o dado a entender antes de ahora, al dar nuestra opinión gene-
ral sobre las bases presentadas: pocas para código, son muchas para
Constitución política; porque ésta nunca es buena sino cuando el
pueblo la sabe de coro por tradición, o puede fácilmente aprenderla
por enseñanza. La Constitución que un pueblo no se apropia y asi-
mila; la que no es un catecismo o símbolo breve y sustancioso de sus
dogmas políticos; la que necesita explanaciones y comentarios como
materia abstracta de derecho común controvertible; la que requiere
estudios prolijos cual si fuera una ciencia complicada y a pocos con-
cedida, ser, cuanto se quiera sabia, completa, profundísima, pero no
será cual, debe ser, “el libro vulgar de la nación”: su vade mecum. ¿Ni
cómo queréis que el pueblo se apasione de una obra compleja, plagada
de pormenores, dispuesta como un tratado, cuajada de artículos como
un código, erizada de baluartes como una fortaleza? Además, los por-
menores difusos matan las Constituciones multiplicando los casos de
infracción, facilitando la impunidad de los infractores, rompiendo el
freno de la responsabilidad y privándolas del acento preceptivo y so-
lemne, del lenguaje conciso, sentencioso y enérgico que tanto impone
a la imaginación, y que tan bien sienta a la ley fundamental y suprema
del Estado. En suma, las Constituciones (hecha la debida y respetuosa
diferencia entre lo divino y lo humano) tienen un modelo en los pre-
ceptos del Decálogo: diez artículos comprenden toda la ley moral de
la humanidad; pocos más serían necesarios para formular toda la ley
política de un pueblo.
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No abrigamos esperanzas ningunas de que semejantes ideas predo-
minen en las Cortes, las cuales, por lo visto hasta ahora, trasmitirán a
la Constitución la inuencia que ellas mismas han recibido de circuns-
tancias transitorias y especiales, aunque indudablemente poderosas. Las
frecuentes violaciones de la época pasada sugerirán sin duda el deseo
de aglomerar precauciones encaminadas a impedirlas en lo futuro. La
idea es patriótica, el n plausible, pero el medio es erróneo e infructuo-
so. ¿ueréis que la futura Constitución sea inviolable y sagrada? Haced
que se encarne en el pueblo; proceded de modo que el pueblo la conoz-
ca, la comprenda, la ame y encuentre en ella la suma compendiosa de sus
deberes y de sus derechos, así como la anza segura y constante de su
seguridad y bienestar. Bien pueden venir entonces combates y tempesta-
des: el pueblo salvará la ley llevándola sobre sus hombros, como llevaron
los levitas el Arca, como llevaron sus lares los troyanos. Aprendamos en
recientes experiencias. La Constitución de 1812, erizada de precaucio-
nes y colmada de cortapisas, sucumbió tres veces, en 1814, en 1823, en
1837; y cien más sucumbiría, si otras tantas resucitara. La Constitución
republicana de Francia en 1848, formada expresamente con la idea, en-
tonces predominante, de acotar en estrechísimas lindes los poderes pú-
blicos, cedió a la ligera presión de un Presidente simpático al pueblo por
los recuerdos de su nombre. ¿De qué sirvieron tantas y tan exquisitas
precauciones? Esas Constituciones eran códigos complejos, verdaderos
libros fuera del común alcance del pueblo iliterato y sencillo y éste no
amó ni amará nunca lo que no conoce ni comprende, lo que no está en
su corazón ni en sus costumbres.
Y en tanto que con la discusión de las bases constitucionales (tres
solamente de las cuales llevan consumidos 29 días) se pierde un tiem-
po precioso, postérganse los Presupuestos; se da de mano a las leyes
orgánicas más esenciales; se prolonga el estado de interinidad que
enaquece y lastimosamente desautoriza la situación creada por el al-
zamiento nacional; se dan vagar, respiro y favorables coyunturas a la
conspiración carlista; y se gasta el Gobierno en su incesante lucha con
la ambición hidrópica de sus amigos y con los reiterados embates de
su diferentes adversarios.
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Las consecuencias de tan lamentable conicto público saltan paten-
tes a la vista de todo el mundo. Las provincias se indisciplinan creando
embarazos cuotidianos al Gobierno y dicultades insuperables al reli-
gioso cumplimiento de las obligaciones del Estado; los extranjeros nos
desprecian, aplicándonos el célebre dicho del historiador romano: Nec
servitutem nec libertatem patiuntur; póstranse las fuerzas sociales y la
seguridad y el sosiego huyen de nuestro suelo amenazando llevarse en
pos de sí hasta la esperanza, este supremo y último bien de los pueblos
aigidos, que buscan a Dios cuando desesperan de sí mismos.
Pero el remedio de tamaños males ni es difícil de señalar ni imposible
de emprender: Constitución, lo más pronto posible; examen inmediato de
los Presupuestos; medidas económicas liberales a la vez que prudentes; re-
forma de la pésima organización administrativa de las provincias peninsu-
lares y ultramarinas, y otras, enlazadas con éstas, que la misma notoriedad
de su urgencia y la falta de espacio, nos dispensan de enumerar con minu-
ciosos pormenores. Grande sería nuestra satisfacción si en la próxima Re-
vista pudiéramos felicitarnos, y con nosotros al reino, de ver encaminado el
curso de los negocios públicos por la senda que con profunda convicción
señalamos como la única gloriosa para las Cortes y el Gobierno.
La Futura Constitución. Gracias al espíritu controversista y nimia-
mente disputador de nuestros actuales diputados constituyentes, ne-
cesitamos decir algunas palabras acerca de las debatidas cuestiones del
Derecho Divino y de la Soberanía Nacional. Muy graves son ellas en
la región especulativa, y forman, según la manera como se resuelvan,
las bases de dos sistemas sociales opuestos entre sí; aunque, a decir
verdad, no tanto corresponden a los tiempos que alcanzamos, como a
otros, ya muy distantes de nosotros, en que dominaba la pasión de las
disputas de palabras, que Napoleón llamaba con desprecio soberbio
“ideología política, y Bacon, con harta propiedad, “vírgenes estériles.
Fuera de que, si no nos engañamos, acaso por querer discurrir y suti-
lizar demasiado acerca de ellas, a impulso de encendidos afectos de
partido y de rencillas miserables de escuela, no se las ha considerado
en el punto de vista más conveniente a la fructífera indagación de la
verdad, ni a la aplicación concreta de ésta a los gobiernos.
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Es de fe que “todo poder es de Dios y viene de Dios”; de fe, y tam-
bién de “razón, porque es de “verdad. Pero la Iglesia nos advierte que
lo que se dice del Poder en general no comprende ni puede compren-
der a ningún príncipe en particular. San Gregario el Grande es termi-
nante en este asunto. “La razón, asegura, no permite mantener como
rey a quien en lugar de regir el imperio le destruye”. Santo Tomás va
n más lejos, pues aboga paladinamente por el “derecho de insu-
rrección, después de haber sentado como inconcusa la doctrina de la
Soberanía Nacional; innumerables son los lugares en que el Angélico
Doctor sustenta ambas teorías. Veamos, en obsequio de la brevedad,
tan sólo algunos, escogidos al acaso.
“No debe, dice, ensoberbecerse el príncipe por su elevación, ni te-
nerse por mejor que sus súbditos, ni menos desatenderlos. Aunque la
cabeza está más elevada que el cuerpo humano, con todo, es mayor
que ella el cuerpo... Al cuerpo, que está en lugar inferior, debe la ca-
beza el estar en alto, la cual cuanto es en sí debiera estar baja. Así el
príncipe tiene de los súbditos la potestad y la elevación.
Y en otra parte de sus obras:
“Por lo mismo que tiene «derecho la multitud para elegirse rey»,
puede «sin injusticia» despojar al que eligió o refrenar su potestad, si
abusase de ella tiránicamente. Ni debe juzgarse que falta a la delidad
el Pueblo destronando al rey que le gobierna con tiranía, aun cuando
antes se hubiese sujetado a él perpetuamente; porque merecido se tie-
ne él mismo que no le guarden los súbditos su pacto, por no portarse
con delidad en su gobierno, como lo exige el ocio de rey”.
Y en la Suma.
“El régimen tiránico es injusto porque tiene como n, no el bien co-
n, sino el bien particular del que gobierna. Por consiguiente, la des-
trucción de este régimen no implica en sí crimen de sedición, salvo el caso
en que condujese a grandes perturbaciones y desórdenes con que padecie-
se más la multitud a consecuencia de ella que con la misma tiranía.
Nosotros prescindimos ahora de la calicación de esta doctrina,
que podríamos corroborar con muchos testimonios de teólogos, his-
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toriadores, lósofos y publicistas ilustres; pero citarlos todos sería pro-
ceder en innito. Lo esencial es saber qué se deduce de ella.
Dedúcese, a despecho de Hobbes y de sus secuaces: lo primero,
que la sociedad es de institución divina; lo segundo, que son divinos
el origen y la procedencia del Poder; lo tercero, que éste no es ni puede
ser delegado por Dios a familia, a individuos ni a castas; lo cuarto, que
creados a un mismo tiempo la Sociedad y el Poder, son dos entidades
simultáneas, correlativas y que viven en vida común, recíprocamente
dependientes una de otra. Admitimos estas consecuencias, excusando
más amplios razonamientos y pruebas, por parecernos ociosas en vista
del general asentimiento que han recibido de todas las escuelas.
Y ahora preguntamos: ¿qué hay fuera de la Sociedad? Si fuera de
la Sociedad no hay nada; si es ella la más sublime creación del Ser
Supremo; si es ella el sitio donde todo se realiza, pasiones, ideas, in-
tereses; si es el campo donde se ejercita y desenvuelve la historia en
sus altas y divinas enseñanzas; si en ella labra el hombre su presente
y su futuro destino; si es ella, en n, el más rme lazo que une a Dios
con sus criaturas, ¿para quién, en provecho y por medio de quién debe
ejercerse el Poder? A menos de desvariar negando las premisas ante-
riores y corriendo a campo traviesa en la región de las abstracciones
nebulosas, por fuerza habremos de responder que el Poder debe ejer-
cerse en provecho de la Sociedad, para la Sociedad, y por medio de la
Sociedad. ¿Cómo? Este es el problema, hasta hoy indeterminado, del
mejor gobierno posible; esta es la cuestión política por excelencia en
que no nos es dado entrar de lleno por los límites a que nos sujetan la
extensión y naturaleza del presente trabajo.
Mientras la cuestión del Derecho Divino se reduzca, pues, tan sólo
a sostener que, por derivarse de Dios, como de fuente primitiva y eter-
na, todo derecho y toda justicia, el derecho que por delegación del
pueblo pueden tener los reyes está ligado indiscutiblemente al deber
de la justicia, y que ese deber y ese derecho proceden de Dios, y no de
otra manera pueden concebirse, toda disputa es impertinente y ocio-
sa; pues semejante proposición, sobre estar conforme con la doctrina
apostólica, en nada se opone a la “Soberanía de la Sociedad, única,
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en nuestro sentir, rme y legítima. Pero fuera de este círculo, sobrado
extenso, que reduce el Poder a las condiciones necesarias de hecho
esencialmente social, con medios, fuerzas, objeto y nes sociales, a
ateos como místicos, y tanto los socialistas exagerados como los ultra-
montanos rabiosos, se extravían en un laberinto enredado y confuso
de varias especulaciones y de suposiciones gratuitas.
Y por otra parte, ¿qué viene a signicar la Soberanía del Pueblo o
de la Nación? Pura y simplemente el derecho que tienen la Sociedad
y sus distintos elementos de administrar sus negocios y de regirse a
sí mismos; derecho que, lejos de oponerse al principio cristiano del
origen y procedencia divina de la “Potestad, le conrma. Niéguese,
en efecto, que sea soberano o naturalmente libre el pueblo en tal con-
cepto, y caeremos, de consecuencia en consecuencia, en el sacrílego
dislate de negar la propiedad y la familia; y de aquí en el abismo de
ese sistema ateo que deica al Estado sacricando la personalidad hu-
mana, y prepara el imperio de la más injusta, violenta y monstruosa
tiranía que Dios, en su cólera, haya jamás lanzado sobre el mundo.
Pero una cosa es la Soberanía de la Nación y otra, muy distinta,
la voluntad de la nación. Ya sabemos de dónde procede la primera;
pero no es igualmente fácil determinar quién representa la segunda.
¿Por ventura el número, es decir, la mayoría numérica de la nación
entera? En rigor, este principio tendría por consecuencia irremisible
la supresión de toda minoría, y por consiguiente, de toda oposición.
Y luego, si se quiere llegar a la representación de todas las voluntades y
de todas las opiniones, contando éstas por cabezas, ¿con qué derecho
se excluiría a las mujeres; ni cómo prescindir, de que la representación
de la opinión nacional sea elegida, sin excepción, por todo el pueblo?
En semejante caso la representación sería imposible, porque la nación
tendría que representarse a sí misma.
La constante exclusión que en todas partes y en todos tiempos se
ha hecho de las mujeres, de los menores, de los dementes y otros, así
como la indispensable división del cuerpo electoral en juntas locales,
con frecuencia diversas por el número, prueban que el instinto uni-
versal, de acuerdo con la razón, ha exigido siempre en los ciudadanos
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algo más que las simples circunstancias de ser y existir: que ha exigido
además la idoneidad, es decir, la garantía de un juicio libre y razonado,
de una voluntad espontánea y propia, de un carácter moral intachable.
La discusión de las diversas teorías que hasta ahora se han emiti-
do acerca de la representación de la voluntad nacional, pueden todas
reducirse a una idea simple, aunque un poco vaga, como frecuente-
mente lo son las ideas de sentido común; y es que una asamblea repre-
sentativa es tal en cuanto representa la sociedad, no considerando a
los individuos aislados y de por sí, sino a los elementos que componen
la nación. Y hasta ahora no se ha hallado, ni quizá se hallará nunca, el
método de extraer de una sociedad, con precisión y regularidad abso-
lutas, la representación de todos sus elementos (opiniones, intereses,
ideas, estados, etc.), según el grado de inuencia, de idoneidad, de po-
der, de derecho, de utilidad que corresponde a cada uno de ellos. Así,
los sistemas de representación, o electorales, más desemejantes entre
sí, pueden producir resultados análogos y aun idénticos, y por lo tanto
contrarios a las intenciones y propósitos que determinaron su adop-
ción; porque todo depende, ya de las circunstancias que acompañan
a la elección misma, ya (principalmente) de la naturaleza, ilustración,
moralidad y demás condiciones del pueblo que la hace.
No debe, pues, entenderse por Soberanía nacional el voto imposi-
ble de una mayoría numérica, imposible también; ni mucho menos el
ejercicio real de la fuerza del mayor número, porque semejante fuer-
za no puede constituir derecho alguno, supuesto que de ninguno se
deriva. Los errores que sobre este punto se cometen, proceden de la
forma abstracta que se da al principio, sin consideración alguna al tea-
tro en que el principio se realiza. Hay Soberanía social o nacional:
concedido; pero, ¿qué es la sociedad o nación en la cual debe ejercerse
esa soberanía? Lo primero: ¿cuáles y cuántos son sus elementos?; lo
segundo: ¿cuál es su historia?; lo tercero: ¿cuál es su constitución so-
cial?; lo cuarto: ¿cuál es su gobierno?; lo quinto, en n: ¿cuáles son
su civilización y su cultura? Cada pueblo tiene, según sean su civili-
zación y cultura, su gobierno, su constitución social, su historia y sus
elementos tradicionales, un modo distinto de manifestar su voluntad,
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órganos distintos para representarla, fuerzas distintas para llevarla a
cumplimiento. Cuando, prescindiendo de tales consideraciones, esto
es, cuando prescindiendo de la “constitución real” de una nación, se
levanta el mayor número a imponer al menor su voluntad por medio
de la fuerza, hay “revoluciones” y semejantes revoluciones, por más
que a veces sean útiles y a veces indispensables, no pueden, sin embar-
go, prescribirse ni de antemano autorizarse en la ley fundamental de
un pueblo culto, como se hace en aquellos que, proclamando como de
derecho un principio abstracto de dicilísima inteligencia, dan oca-
sión a motines, vasto campo a las ambiciones impacientes, anticipada
justicación a los levantamientos sediciosos.
Abundando en esta última parte de nuestra doctrina, sostuvo jui-
ciosamente el señor Nocedal en el Congreso: 1° que no debía consig-
narse en la Constitución futura del Estado lo que se llama el principio
de la Soberanía nacional; 2° que, tratándose, como se trata de legislar
para la sociedad española, tal como se halla, tal como es, debía hacerse
la Constitución por los poderes existentes, que son las Cortes y la Rei-
na; y 3° que, en su consecuencia, la Constitución debía ser hecha por
la Representación Nacional y sancionada por el Trono.
Los principios políticos del señor Nocedal no son, generalmente
hablando, los nuestros; ni el aprecio que profesamos a este joven dipu-
tado, nos ciega hasta el punto de desconocer la parte aca y vulnerable
de su fácil y lucida peroración del día 1° de febrero; pero seríamos in-
justos si no dijésemos que de todos los oradores antiguos y modernos
que hoy se sientan en los escaños del Congreso, sólo él demostró en la
discusión de las bases 1ª y 16ª del código fundamental venidero, ese
exquisito sentido práctico que demuestra un conocimiento profundo
o una intuición feliz de la ciencia de la administración y del gobierno.
La declaración de la Soberanía nacional es “ociosa, si sólo signica
el hecho real y efectivo de una revolución triunfante ya pasada; “revo-
lucionaria contra la revolución, si quiere establecer el derecho de un
levantamiento venidero; absurda, si pretende consagrar el hecho de
un concierto general de voluntades que la naturaleza y la constitución
social de todos los pueblos conocidos hace de todo punto irrealizable.
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Y en cuanto a la Sanción real, verdaderamente parece imposible que
los hombres nacidos al calor de la revolución la nieguen, o tan siquiera
la limiten; pues desde el momento en que esa revolución amparó con su
égida al Trono, los actos de éste fueron declarados valederos. Valedero
fue, en efecto, el nombramiento que hizo de sus consejeros responsa-
bles; valedera la convocación de Cortes; valedera la solemne inaugura-
ción que de éstas hizo luego. ¿O valen los actos del Trono en un caso, y
no valen en otro? ¿Cuando conviene se le deja obrar, y cuando no con-
viene se suprime? ¿Es apto para convocar las Cortes, es decir, para crear-
las, y no lo es para aprobar o desaprobar la obra de los que “legalmente”
le deben la existencia? ¿Legitima su cometido y no puede legitimar lo
que hacen en virtud de la comisión que de sus manos recibieron?
Sea lo que fuere, ya vimos en la Revista anterior que las Cortes,
desechando el dictamen particular del señor Ríos Rosas por doscien-
tos catorce votos contra diez y ocho, aprobaron la 1ª base por ciento
ochenta contra seis. Habiendo determinado que de la 1ª se pasase a la
16ª (para que los poderes públicos existentes no continuasen siendo
un enigma y las leyes acordadas una charada), quedó también aproba-
da ésta el día 6 de febrero, no sin gran combate y singulares peripecias.
Y fue el caso que como el Presidente preguntase si estaba el punto
sucientemente discutido, una gran mayoría de diputados se levantó
de sus asientos y declaró que sí. Los demócratas pidieron, sin embargo,
votación nominal, y la decisión quedó conrmada por ciento sesenta y
cinco votos contra cincuenta y cuatro. ¿ué querían estos cincuenta y
cuatro? ¿Hablar? Tiempo de sobra habían tenido para hacerlo. ¿Oír?
Nunca oyen. Y este es el primer lance de aquel día.
Segundo lance. Tratábase de aprobar la base 16ª que dice así: «El
Rey sanciona y promulga las leyes». Un joven orador progresista, el se-
ñor Ulloa, había sostenido en una peroración nutrida de claros y fáciles
conceptos, y fundada en los antecedentes prácticos de todos los países
constitucionales, la teoría del veto absoluto, única que explica y comple-
ta el principio de la sanción real. Mvese un gran tumulto en la Asam-
blea. Unos diputados se inclinan al veto suspensivo; otros quisieran que
la base transcrita no rigiese a las Cortes Constituyentes, sino a las futuras
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Cortes ordinarias; muchos no comprenden si, al votar la base, votarían
en favor de la sanción real, aplicada a las leyes llamadas orgánicas. Por
n, explica el señor Olózaga este último punto, sin prejuzgarle; y bajo
la impresión de tantas dudas, de tantas divergencias y de tan opuestas
fantasías políticas, se procede a la votación, y la base queda aprobada en
reñidísima lucha por ciento treinta votos contra ciento siete.
“¡Cómo dijeron los monárquicos asustados, veinte y tres votos de
diferencia entre la monarquía y la república!”. “Treinta y cuatro, sí se-
ñor; treinta y cuatro votos de diferencia entre la república y la monar-
quía, contestaron los demócratas alborozados.
Pero ni unos ni otros estaban en lo cierto respecto de temores ni
de esperanzas; porque no contaban ni con los rápidos cambios de la
Asamblea, ni con las raras apariciones que hace en su legislativo recin-
to el Duque de la Victoria.
Presentose éste, en efecto, aquel día durante la votación que aca-
bamos de referir; y justo es confesar que lidió como honrado y como
bueno en pro de la sanción real, concluyendo por votarla de una mane-
ra tan noble como signicativa. No así algunos empleados que disfru-
tan pingües sueldos, los cuales, al declararse contra ella, anularon los
nombramientos que tienen del Trono; pero... siguen en sus puestos.
Y aquí entra el tercer lance o escena de este drama, el cual se liga
por lazos misteriosos y simpáticos con la aparición del señor Duque.
Pues efectivamente, colocado éste en su sitio, el Ministerio, por boca
de los señores Aguirre y Luzuriaga, pide autorización a la Asamblea
para elevar inmediatamente a la sanción real todas las leyes pendien-
tes. ¡Cosa increíble! Hay quien se opone a que se conceda semejante
autorización, que (todo bien considerado) estaba ya concedida, no ya
virtual sino textualmente en la votación anterior; pero el señor Du-
que de la Victoria se levanta entonces y declara, con gran dignidad
y rebosando generosa energía, que el Gobierno “estaba allí de más si
no se autorizaba la sanción de las leyes aprobadas por las Cortes, que
eran de todo punto indispensables para la gobernación del Estado”;
los señores O’Donnell y Madoz deenden calurosamente la misma
proposición; y he aquí el resultado de la tercera votación, que fue
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también nominal a petición del Presidente del Consejo y del Ministro
de la Guerra. Desaparece como tormenta de verano toda aquella for-
midable minoría (107) de la segunda votación, que nosotros hemos
dado en llamar segundo lance; huyen, absteniéndose de votar, varios
demócratas; y ciento siete votos (que también es rara coincidencia)
se declaran a favor de la sanción real inmediata y práctica, y “nueve”
–nada más que “nueve”– sola, únicamente “nueve” votan contra ella.
¿ué se hicieron aquellos otros ciento siete del segundo lance? ¿Dón-
de se ocultaron aquellos previsores y concienzudos representantes de
la nación, que en un mismo día y en una misma hora hacen correr un
grave riesgo a la monarquía, y condenan la república a una derrota hu-
millante y vergonzosa? ¿Dónde está el criterio, dónde la consecuencia
a los principios, dónde el decoro, dónde el sentido común? ¿No es una
inmensa desgracia para el reino la triste incertidumbre de lo que pue-
den un día acordar, por un error del momento, o movidos de diferente
impulsos semejantes legisladores?
Y lo peor del caso no es lo que acabamos de narrar; lo peor del caso es
que parece resuelto y no lo está. uedó acordado, por consecuencia del
segundo y tercer lance, que la Corona sancione y promulgue las leyes; y
efectivamente ha sancionado y promulgado ya las que estaban pendientes,
pero el Gobierno y la comisión de bases han dicho que el Trono no tiene
nada que ver ni con la futura Constitución ni con las leyes que se llaman
constitutivas u orgánicas, por contraposición a las que se dicen ordinarias.
De modo que el Rey es Rey para unos casos, y no lo es para otros: lo es para
las leyes “menores” y no lo es para las “mayores”; por manera que éstas,
que por su naturaleza debieran ser privilegiadas para no carecer de ningún
requisito de aquellos cuya omisión pudiera poner en duda su legitimidad
y validez, son, por el contrario, las que van a salir a luz sin el primario y
esencial de la sanción. ¡Buena es ella! Y luego, ¿cuáles son las leyes consti-
tutivas y cuáles las ordinarias? ¿uién va a hacer esta curiosa distinción?
¿En qué principio se fundará la original teoría de que un Trono vigente,
reconocido y en ejercicio deberá dejar de tener estas calidades en ciertos
momentos y recuperarlas en otros? ¿ué especie de eclipses son estos?
¿uién ha inventado esta peregrina astronomía?
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Otros respondan, que nosotros pasamos ahora, con el Congreso, a
la discusión de la base 2ª, que dice así:
“La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros
de la religión católica que profesan los españoles. Pero ningún español
ni extranjero podrá ser perseguido “civilmente” por sus “opiniones”,
mientras no las manieste por actos públicos contrarios a la religión.
A tres clases o categorías pueden reducirse las enmiendas que se
proponen a esta base.
1ª La de los que quieren que subsista como está, con sólo la supre-
sión del adverbio “civilmente”, y el cambio de “opiniones” por creen-
cias”. La base, modicada así tiene en su favor la autoridad de nuestro
Código criminal; pues, con efecto, este sólo declara punibles, en ma-
teria de actos religiosos, los “exteriores” que ofendan al culto nacional.
El Gobierno y la comisión de bases sostienen esta opinión, que, en
nuestro concepto, triunfará.
2ª La de los que quieren sustituir esta base con el artículo de la
Constitución de Cádiz que dice:
“La religión de la nación española es, y será perpetuamente, la ca-
lica apostólica romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y
prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.
De esta opinión son los pocos ultramoderados de la Cámara, algu-
nos progresistas timoratos y la generalidad de los prelados españoles,
los cuales han representado ya a las Cortes, si no pidiendo la intole-
rancia de cultos en los términos referidos, en otros análogos y virtual-
mente idénticos.
3ª la de los que piden desembozadamente una tolerancia absoluta
y práctica para todas las religiones o sectas conocidas, con la misma
latitud que se les concede en Francia, el Piamonte, Inglaterra y otras
naciones cultas de Europa y América, y aun algunas menos civilizadas
de Asia y África. Sostienen esta opinión los demócratas y algunos pro-
gresistas exaltados.
La discusión empezó el jueves 8 de febrero, y desde entonces acá
(a vueltas de las muchas incomprensibles evoluciones ideológicas en
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que la Asamblea se aparta siempre de todas las lógicas de que tenemos
conocimiento) ha votado constantemente contra las enmiendas de-
mocráticas, desechando, por grandes mayorías, la tolerancia religiosa.
Es muy notable, por varios conceptos, el discurso pronunciado por el
señor Luzuriaga en la sesión del 10 de dicho mes.
“El Gobierno, dijo, al exponer sus principios, expuso también el
concerniente a la religión, y jó, poco más o menos, el principio mis-
mo que la comisión presenta en sus bases... El sentimiento religioso:
esa comunicación íntima, intuitiva, inmediata de Dios con el hombre;
ese culto interior que tiene por templo la conciencia, está lejos, está
libre hasta de la investigación de la autoridad pública... Pero el senti-
miento religioso, comunicativo de suyo, necesita una manifestación
exterior, y esta manifestación es el culto, y este culto es el vínculo más
fuerte entre los hombres, el vínculo más resistente, el vínculo que no
puede romper la ley ni el hacha del martirio... ¿Y cuál es la primera
condición de una ley que ha de nacer con vida, que no ha de nacer
muerta? Es la conformidad con la opinión general con la voluntad
de todos... El producto de la opinión de las mayorías no es la opinión
pública cuando no está conforme con la opinión general del país... Y
entre los innitos programas electorales que se han presentado, no he
visto más que uno en que se hablaba de tolerancia de cultos; y le tuvie-
ron que recoger a las veinte y cuatro horas, y no tuvo un voto.
Pasando el señor Luzuriaga de la impugnación del principio de la
tolerancia de cultos, “aplicado hoy” a nuestro país, a la defensa de la
base, tal como está concebida, dijo cosas que merecen tenerse muy en
cuenta.
“Presentado (son sus palabras) el código penal en el Senado, se re-
unieron todos los obispos que hacían parte de él, y eran entonces en
gran número. Se reunieron con la comisión (de que era yo secretario)
aquellos prelados, entre los cuales los había muy ilustrados, como el
señor Tarancón, el arzobispo de Sevilla, el de Córdoba, Toledo, etc., e
hicieron observaciones a varios de los artículos del código, entre otros
al de blasfemia; pero no tuvieron una palabra que decir contra la par-
te relativa a los delitos de religión, es decir, que esta parte mereció el
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asentimiento expreso de la Iglesia, representada por una porción de
sus más dignos prelados... Pues ahora bien: ¿qué sucedería con la base
si alcanzara la aprobación de las Cortes? No sucedería más que conti-
nuar el statu quo, y darle alguna más garantía poniendo ese artículo en
la Constitución del Estado. Pero en lo demás, ese statu quo, ese estado,
esa legalidad que ha merecido, como he dicho, el asentimiento expreso
de una porción de prelados de la iglesia, y el asentimiento tácito de la
Iglesia entera, es una ventaja que apreciarán en lo mucho que vale los
señores Diputados, ahora, sobre todo, que han empezado ya a asomar
oposiciones que yo temo mucho para mi país. Las temo mucho por sé
el mucho mal que han hecho en un país vecino “dividiendo el clero en
las clases de juramentados y no juramentados... Si la base por un lado
satisface, como no puede menos de satisfacer, a los prelados de la Igle-
sia, no puede menos de satisfacer también todas las exigencias de la
civilización moderna... Todos en España, todos somos católicos... Para
los españoles pues, no hay necesidad ninguna de libertad de cultos...
para los extranjeros tampoco. Si hubiera una población puramente
de extranjeros en alguna parte, se comprendería esa necesidad; y digo
más: si esa necesidad existiera y llegara a ser un hecho social, enton-
ces la ley tendría que satisfacerla por nuestros mismos principios. Hay
una necesidad, lo sé, que es la de los Campos-Santos, porque la piedad
exige de todos los hombres prestar esa especie de culto a los que han
fallecido... Pues bien: la base no se opone a eso, y el Gobierno, no sólo
no se opone, sino que está dispuesto a pagar tributo de respeto a ese
sentimiento de humanidad.
Y con esto se ha conrmado lo que dijimos en nuestra Revista
pasada acerca de la inutilidad e inconveniencia de poner en la futura
Constitución “una base religiosa.
Ora se admita la existencia de Dios, ora se niegue, siempre habre-
mos de reconocer forzosamente que el poder político carece de au-
toridad legítima, así sobre el pensamiento como sobre la conciencia;
que no puede, sin pecar de ignorancia o de malicia, y contra todas las
nociones de la religión y de la sana losofía, hacerse juez de lo ver-
dadero y de lo falso, del bien y del mal absoluto, de lo justo y de lo
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injusto en sí mismo; que por consiguiente, las creencias, el culto, las
opiniones mismas, y en general cuanto constituye el orden espiritual
es independiente de él; que cuando una autoridad, cualquiera que sea,
se arroga como inherente a su esencia el derecho de intervenir en el
dominio vedado del fuero interno, conculca las leyes primeras, natu-
rales y divinas de la sociedad, convirtiéndose en tirano: de todo lo cual
resulta que semejante potestad no pertenece a ninguna soberanía, ya
se conceda ésta por derecho divino al monarca, o ya se atribuya por
derecho racional y de justicia a las naciones.
Y por lo tanto, la tendencia universal de la civilización a sustraer
el orden espiritual del pensamiento y la conciencia, del dominio de
los gobiernos es, no solamente una tendencia legítima en sí, mas tam-
bién un inmenso progreso de nuestros días, como, una vez alcanzada
la emancipación, será ésta en los días venideros la más bella conquista
del cristianismo sobre la barbarie. Porque la libertad que en nombre
de su divino fundador reclama para sí y para los suyos la Iglesia, ¿qué
otra cosa es sino el imprescriptible derecho que tienen el pensamiento
y la conciencia a depender sólo de Dios y de sus propios fallos?
Hasta aquí tienen razón los demócratas, pero contra éstos tienes
razón los católicos españoles alegando la unanimidad de su culto en el
reino; la historia nacional ligada siempre a ese culto; la gloria pasada,
que le escuda; la conveniencia actual y las costumbres, que le prote-
gen; los prelados amenazando con no jurar la Constitución si ésta no
le declara exclusivo; las provincias inquietas prontas quizá a rebelarse
si se le pone en competencia con cultos extranjeros; y los carlistas, en
n, convirtiendo con buen éxito en arma de partido estas discusiones
extemporáneas y enojosas.
A esto, teniendo razón contra los ultramontanos y contra los de-
mócratas, dice el señor Luzuriaga que hay un término medio excelente
que tomar entre la libertad absoluta de cultos y la exclusiva preponde-
rancia de uno de ellos; y es declarar al nuestro, al católico, al nacional,
culto del Estado; mantenerle y protegerle a él y a sus ministros; no
permitir que otros cultos se ejerzan públicamente en competencia con
el dominante; pero al propio tiempo salvar los derechos individuales,
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el principio liberal y la noción de la justicia, respetando las creencias,
cualesquiera que sean, y no haciendo delito de religión sino los actos
públicos ofensivos a la que el pueblo y el Estado reconocen como pro-
pia suya y únicamente verdadera. “La religión, según el señor Luzu-
riaga, es un hecho social, y como tal sujeto a la inuencia natural del
tiempo y de las costumbres: día acaso vendrá en que la propagación
de muchos cultos diversos en España dé derecho a sus hijos para pedir
la tolerancia religiosa; pero, ¿a qué declararle hoy, siendo así que el
hecho social presente es la “unidad” y no la “diversidad”? Y si las leyes,
para no nacer muertas en lastimoso aborto, necesitan conformarse
con la opinión pública, ¿para qué dar a ésta lo que no pide, o mejor
dicho, lo que repele y abomina? Esto por lo que toca a los demócratas;
relativamente a los ultramontanos observa el señor Luzuriaga que su
actual oposición al temperamento que proponen de acuerdo la comi-
sión de bases y el Gobierno, tiene todos los caracteres del error volun-
tario, si no de la mala fe más repugnante; y ello, sin ir más lejos, porque
recae sobre un hecho respetado por todos, vigente, legal, reconocido
expresamente por los prelados y tácitamente consentido por la Iglesia.
Y ahora (teniendo razón contra el señor Luzuriaga, contra el Go-
bierno en cuyo nombre habla, contra la comisión que de acuerdo con
éste ha propuesto la base, contra los ultramontanos y contra los de-
mócratas) decimos nosotros: si el statu quo satisfacía completamente
a todos los partidos; si estaba autorizado con un artículo del código
penal; si en este sitio (el más propio para el caso) cumplía el propósito
de mantener ileso y venerado el culto público, ¿para qué hacéis de un
asunto resuelto un asunto cuestionable?, ¿para qué, teniendo la paz,
buscáis la guerra? Al n y al cabo, cuando después de haber provocado
la oposición del clero; cuando después de haber hecho vacilar la leal-
tad de las provincias; cuando después de haber dado armas a vuestros
enemigos; cuando después de haber perdido un tiempo precioso e
irrecuperable, hayáis hecho aprobar la base con las pequeñas modi-
caciones que se han propuesto y habéis aceptado, ¿tendréis acaso más
de lo que teníais? ¿No confesáis vosotros mismos que sólo tendréis el
statu quo, ni más ni menos?
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¡Desgraciados de nosotros! Ni conocemos el valor del tiempo, ni nos
tomamos el trabajo de estudiar la nación de que pretendemos ser legis-
ladores, ni sabemos discutir, ni sabemos resolver, ni se nos alcanza cosa
alguna de “callar” cuando conviene, que es la gran sabiduría del hombre
prudente y razonable. Y no es más, sino que el mal de antes y de siempre
subsiste mantenido por las inexplicables anbologías de las comisiones
parlamentarias, por la dudosa iniciativa del Ministerio, por In fuerza cen-
trífuga, irregular y variable de los señores Diputados, y por la nunca vista
ni oída confusión de ideas que se nota en el recinto de las Cortes.
Pero sigamos narrando.
La discusión de la segunda base, interrumpida por varias causas,
continuó el 22 con una enmienda del señor Salmerón que algunos
han llamado, con razón y chiste, enmienda marítimo-terráquea, por
cuanto proponía que se estableciese la libertad de cultos en los puertos
habilitados y en las capitales de provincia. Fue desechada por ciento
treinta y seis votos contra noventa y dos; y en ello anduvo acertada la
Asamblea, porque el jueves 22 de febrero era ya pasado Carnaval, y no
está el tiempo para bromas en Cuaresma. El señor Salmerón ha sido,
hasta el día en que escribimos estas líneas (22 de febrero), el séptimo
disidente que ha ocasionado la séptima votación sobre el mismo asun-
to, al rumor y compás de los murmullos de las Cortes y de las tribunas,
igualmente fastidiadas de este prolijo, infecundo y temerario debate.
Esto decíamos el 22 de febrero.
El 23 desechó la Asamblea, por ciento veinte y cinco votos contra
ochenta y cinco, una enmienda concebida en términos casi idénticos
a los de la anterior; acto continuo, y por ciento cincuenta y nueve vo-
tos contra cincuenta y seis, decidió no tomar en consideración una
redactada así:
“La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros
de la religión católica, apostólica, romana, que es la del Estado y la
única que profesan los españoles.
Por donde se ve que la mayoría de la Asamblea, y con ella el Gobier-
no todo, se han negado a admitir, así las enmiendas encaminadas a per-
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mitir la libertad de cultos, como la única que de sentido rigurosamente
católico se ha presentado en todo el curso de la fatigosa controversia.
Otros actos del Congreso. Entre los más notables se cuentan:
1° La aprobación de las actas de Canarias hecha en la sesión del 13 de
febrero por ciento cuarenta y dos votos contra cuarenta y siete. Más de
cuatro mil rmas y un sinnúmero de correspondencias públicas y privadas
protestaban contra ellas; de tal modo, que eran mucho más, sin compara-
ción, las personas que se oponían a la validez de aquellas elecciones, que las
que aparecen en las actas como votantes. Además el señor Tassara demos-
tró que en dichas elecciones no se había respetado la legalidad puesta en
práctica por la revolución, ni las leyes de 3 de febrero de 1823, ni las de 20
de julio de 1837, ni las adiciones y modicaciones posteriores. ¡Magníca
ocasión se ofrecía a las Cortes para poner un correctivo a la aprobación en
montón y de golpe y zumbido de casi todas las elecciones de la Península,
ahora mayormente que no puede servir de pretexto para la sanción de tan
monstruosos escándalos la apremiante necesidad de constituir el poder
legislativo! Cómo se ha realizado nuestra esperanza, ya lo ve el discreto
lector. Si deseáis que se os considere como legítimos representantes de la
verdadera voluntad de vuestros comitentes, ¿por qué no lo sois? Y si no lo
sois, ¿por qué extrañáis que nadie lo crea?
2° La aprobación que dio en la sesión del día siguiente, por dos-
cientos diez votos contra dos, a la siguiente proposición:
“Pedimos a las Cortes se sirvan declarar que, en atención a las cir-
cunstancias políticas en que la nación se hallaba el 27 de agosto de 1854,
y con el objeto de evitar los conictos que podían sobrevenir, si por más
tiempo permanecía en el país la reina doña María Cristina de Borbón, el
Ministerio presidido por el ilustre Duque de la Victoria obró con pre-
visión y acierto extrañando del reino a dicha Señora, y reteniendo en
depósitos sus bienes, hasta que las Cortes resuelvan lo conveniente”.
Esta votación no absuelve ni condena a la Reina Madre, como lo
reconocieron y confesaron el Gobierno y todos los oradores que to-
maron parte en el debate. Lo que el 14 de febrero se votó signica tan
sólo que, supuesta la situación política de la época, obró el Gobierno
con previsión y acierto adoptando la medida que, en forma de circular
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del Ministerio de la Gobernación, se publicó en la Gaceta del día 28
de agosto de 1854. Lo demás queda, como es justo, pendiente de la in-
formación parlamentaria que se ha mandado abrir, y del juicio ulterior
y denitivo de los tribunales de justicia. ¿Y si éstos fallan, preguntan
algunos, contra el secuestro preventivo? ¿Y si de la información resulta
que la Reina Madre era inocente? No por eso, respondemos nosotros,
resultará jamás que el gobierno debió abstenerse de obrar como lo
hizo en pro de la misma Señora; no por eso (tal es al menos nuestra
profunda convicción) podrá nunca desconocerse sin injusticia, que el
Gobierno le salvó la vida evitando a la revolución, en su período de
mayor efervescencia, un acto que la habría infamado para siempre.
3° La anulación de las elecciones de Málaga hecha en la sesión del
17 de febrero. ¿Por qué si eran mucho peores las elecciones de Cana-
rias, y se aprobaron?
4° La autorización concedida al Gobierno para emitir títulos de
deuda consolidada al 3 por 100 en cantidad suciente (1.500 millo-
nes) para producir 500 efectivos.
Para resolver un conicto, nacido de la imprudente supresión de
un impuesto, fue autorizado el Gobierno a levantar un empréstito de
40 millones de rs., también con la garantía de títulos del 3 por 100.
Para resolver otro conicto más grave (el que produce la enorme
masa de deuda pública reconocida y premiosa) se ha concedido la au-
torización del 17 de febrero.
Para resolver de una vez toda la cuestión económica, haciendo po-
sible la nivelación del Presupuesto de gastos con el de ingresos, será
aprobado por las Cortes el proyecto de desamortización general de
bienes civiles y eclesiásticos.
Pero vengamos a razones, porque, como dijo muy bien un señor
Diputado en la sesión de dicho día, las cuestiones de Hacienda “no
son de conanza política, sino de publicidad y claridad, de números y
de crédito, de posibilidad y conveniencia.
La Asamblea votó, a instancias del señor Sevillano, los primeros
cuarenta millones; y el señor Sevillano, fortalecido con una casi uná-
nime votación, y más todavía con su crédito y caudal propio, salió del
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Ministerio sin haber realizado el empréstito. El señor Madoz declaró
en la sesión del 17 que si se hubiera propuesto llevar a cabo un emprés-
tito semejante al que se ha levantado últimamente en Francia, autori-
zado por la Asamblea, y de conformidad con el Consejo de Ministros,
habría experimentado un desaire común a todos. La emisión aprobada
de 1.500 millones y la desamortización son dos proyectos que, en con-
cepto del señor Madoz, se auxilian y completan recíprocamente; y sin
embargo, el mismo señor Madoz no parece que está muy seguro ni del
uno ni del otro, ni de ambos reunidos. No sabe a qué tipo hará la emi-
sión; duda si, una vez admitido el papel, habrá quien le quiera tomar;
tampoco las tiene todas consigo acerca de si la conversión denitiva
se hará en deuda perpetua o en deuda amortizable. Y en cuanto a la
desamortización, ignora también (y lo ignoramos todos, en efecto) si
sus resultados serán tan inmediatos que hagan innecesaria la emisión:
el Concordato, por una parte, le ahoga; le inquieta y confunde por
otra, el temperamento que ha de adoptar con los bienes de Propios,
según las varias ideas y el diverso empuje de los Ayuntamientos res-
pectivos; y no sabe, hoy por hoy, cuáles puedan ser las excepciones y
modicaciones a que, en este punto, deban sujetarse sus proyectos. Y
los bienes de Benecencia, que sirven para satisfacer necesidades so-
ciales imperiosas, ¿se entregarán al azar de la compra y venta pública, a
las oscilaciones del crédito, a las contingencias que siempre amenazan
a nuestros gobiernos débiles y efímeros?
Esto no es desesperar; esto es dudar. Dudamos y esperamos; y a na-
die culparemos si nuestras dudas se realizan y nuestras esperanzas se ma-
logran. ¡Es tan ardua la situación! ¡Son tan limitadas nuestras fuerzas!
Hacienda. Algunos discursos pronunciados por el señor Ministro
del ramo en el Congreso, con motivo del proyecto de ley que autoriza al
Gobierno para emitir 1.500 millones de títulos de la deuda consolidada
al 3 por 100, pueden darnos una idea bastante exacta del estado actual
de la Hacienda, y aun de los proyectos que se forman para mejorarla.
El señor Madoz ha declarado que no entra en sus miras imponer
en el año actual arbitrio ni contribución alguna sobre la riqueza terri-
torial, ni sobre los medios industriales o mercantiles: el Presupuesto
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de gastos, según él, ha de cubrirse, necesaria y forzosamente, con los
ingresos votados para las Cortes, es decir, que las Cortes han de votar
los ingresos que permitan cubrir en lo sucesivo todas las obligaciones
del servicio público, sin sacricio alguno por parle de los pueblos. ¡Ex-
celente deseo, patriótica resolución!
Pero, según el mismo señor Madoz, (sesión del 15 de febrero), debe
el Tesoro: al Banco, en letras 134.498.627 rs.; a particulares, en letras,
88.076.892 rs., 27 mrs.; y existen pagarés, “sin ninguna garantía, contra
la Caja Central por 41.679.556 rs. Sólo desde últimos del mes de abril ha
tenido el Tesoro que cubrir letras a 60 y 90 días, por valor de 238.149.147
reales. El Gobierno ha recibido de la Caja de Depósitos (es decir, que debe
a ésta, como ésta a los particulares) 64.315.311 rs., 4 mrs; al paso que hay
que devolver 48 millones por anticipación del semestre de contribucio-
nes hecho al Ministerio del Conde de San Luis, y 3.736.343 rs., 10 mrs.,
procedentes de las Cajas de la Isla de Cuba: fondos estos últimos que han
venido a España y se han gastado en fusiles, uniformes, fornituras y otras
curiosidades, sin que se haya devuelto cosa alguna.
¿Y cómo se sale de esta situación?
“El pensamiento mío, dijo el señor Madoz en la citada sesión, pensa-
miento atrevido, no lo desconozco, es la autorización para levantar 500
millones de reales, pudiendo entre tanto aplicarlos en garantía a las ope-
raciones de crédito que haga el Tesoro en un plazo por lo menos de doce
meses... Yo emito porque desamortizo... ¿Por qué emito los títulos que
son necesarios (1.500 millones) para levantar una suma de 500 efectivos,
con destino a la extinción de la deuda otante? Porque al mismo tiempo
presento la ley de desamortización... ¿Habría yo incurrido en la contra-
dicción de legar a mi país 45 millones de interés perpetuo, si no tuviera
la seguridad de levantar más de dos mil, tres mil, cuatro mil millones
de reales, “cómo se demostrará con documentos, para emplear dos mil
millones en obras públicas, y los dos mil restantes en la desamortización
de la deuda?... Nótelo bien el Congreso: dar la autorización para levan-
tar los 500 millones efectivos, no es imponer 2.000 de títulos al país: es
dar medios para restablecer el crédito; para extinguir la deuda otante
a menor precio que el que cuesta; para dar tiempo a que se desenvuelva
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la idea de la desamortización; para que pueda levantarse, por medio de
una operación de crédito, cantidad considerable con que cubrir el Pre-
supuesto de este año, atender a las obras Públicas, y en los años sucesi-
vos amortizar cantidad mucho mayor que la de 500 millones de reales...
Cuando he dicho que se puede salvar al país, es porque encuentro una
suma de 500 millones de un lado, y del otro lado una de 4.000 millones;
es porque encuentro una gran cantidad de tierras amortizadas y sin pro-
ducto, que dentro de un año estarán desamortizadas y produciendo en
abundancia; es porque creo que se ha aumentado la riqueza imponible,
a consecuencia de la desamortización decretada en 1836 y 37, y tengo
conanza en que la nueva desamortización que ahora se lleve a cabo ha
de aumentar, con la riqueza del reino, la masa de las contribuciones, la
cuantía de las rentas públicas, y la fuerza del Gobierno.
Consistiendo, pues, todo el plan del señor Ministro de Hacienda,
por una parte en la emisión de 1.500 millones de títulos de renta con-
solidada al 3 por 100; y por otra parte en la desamortización general
de los bienes de manos muertas, nos parece indispensable poner a la
vista de nuestros lectores la ley, ya sancionada y promulgada, que au-
toriza lo primero, y el proyecto de ley que, acerca de lo segundo, ha
presentado la comisión del caso en el Congreso.
Esta es la ley, tal como se ha publicado en la Gaceta correspondien-
te al sábado 24 de febrero.
Artículo 1° Se autoriza al Gobierno para emitir títulos de la deuda
pública consolidada al 3 por 100 interior o exterior, en cantidad bastan-
te a producir en negociación 500.000.000 de reales efectivos, que se in-
vertirán precisamente en la extinción de igual suma de la deuda otante
del Tesoro a medida que fuese necesario, pudiendo entre tanto aplicarse
aquellos a garantizar las operaciones de crédito que haga el Tesoro, en las
cuales se jará por lo menos el plazo de doce meses para el reintegro de
su importe, a cuyo efecto se depositarán en los bancos públicos.
Los primeros ingresos de la desamortización de que pueda dispo-
ner el Gobierno, se destinarán en su mitad a la amortización de los
títulos de la deuda del 3 por 100, emitidos en virtud de la presente, y
la otra mitad restante a obras de utilidad pública.
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Art. 2° La negociación de los títulos se vericará, cuando llegue el
caso, en pública licitación, al precio, tipo y en los términos y épocas que
el Gobierno considere conveniente señalar, previo acuerdo del Consejo
de Ministros, con asistencia del presidente de las Cortes, del tribunal de
cuentas, del gobernador del Banco Español de San Fernando y del direc-
tor general presidente de la junta directiva de la deuda pública.
Art. 3° El Gobierno dará oportunamente cuenta a las Cortes del
uso que haga de esta autorización.
Este es el proyecto presentado por la comisión parlamentaria al
Congreso, y leído a éste en la sesión del mismo día 24 de febrero.
título i
Bienes declarados en estado de venta y condiciones generalesde su
enajenación.
Art. 1° Se declaran en estado de venta con arreglo a las prescrip-
ciones de la presente ley, y sin perjuicio de las cargas y servidumbres a
que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos y urbanos,
censos y foros pertenecientes:
Al Estado.
A los propios de los pueblos.
A la benecencia.
A la instrucción pública.
Al clero.
A las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa
y San Juan ele Jerusalén.
A las cofradías, obras pías y santuarios.
Al secuestro del ex infante don Carlos, y cualesquiera otros perte-
necientes a manos muertas, ya mandados vender por leyes anteriores.
Art. 2° Exceptúanse de lo dispuesto en el artículo que precede:
1° Las ncas y edicios destinados al servicio público.
2° Los edicios que ocupan hoy los establecimientos de benecencia.
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3° Los montes y bosques cuya venta no crea oportuna el gobierno.
4° Las minas de Almadén.
5° Las salinas.
6° Los terrenos que hoy son de aprovechamiento común, previa
declaración de serlo en efecto, hecha por el Gobierno oyendo al Ayun-
tamiento y Diputación provincial respectivos.
7° Y por último, cualquier edicio o nca cuya venta no crea opor-
tuna el Gobierno por razones graves.
Art. 3° Se procederá a la venta de todos y cada uno de los bienes
comprendidos en el artículo 1° de esta ley, sacando a pública licitación
las ncas o sus suertes a medida que lo reclamen los compradores, y no
habiendo reclamación, según lo disponga el Gobierno; mas siempre
por partes, porciones o suertes, procurándose precisamente la mayor
posible subdivisión de las ncas.
Art. 4º Cuando el valor en tasación de la nca o suerte que se ven-
da no exceda de 10.000 rs. vn., su licitación tendrá lugar en dos subas-
tas simultáneas, a saber:
Una en la cabeza del partido judicial en que la nca radique.
Y otra en la capital de su respectiva provincia.
Art. 5° Cuando el valor en tasación de la nca o suerte que se ven-
da exceda de 10.000 rs. vn., además de las dos subastas que previene el
artículo anterior, tendrá lugar otra tercera, también con aquella simul-
tánea, en la capital de la monarquía.
Art. 6° Los compradores de las ncas o suertes quedan obligados
al pago en metálico de la suma en que se les adjudiquen, en la forma
siguiente:
1° Al contado el 10 por 100.
2° En cada uno de los dos primeros años siguientes el 8 por 100.
3° En cada uno de los dos años subsiguientes el 7 por 100.
4° Y en cada uno de los diez años inmediatos el 6 por 100.
De forma, que el pago se complete en quince plazos y catorce años.
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título ii
Venta y redención de censos.
Art. 7° A los actuales censatarios de los censos declarados en estado
de venta por la presente ley, se les concede el plazo de seis meses, con-
tados desde la publicación de la misma, y la rebaja de un 20 por 100
del capital para redimir sus censos.
Los censatarios han de satisfacer el importe de la redención cuan-
do lo veriquen en los mismos términos y plazos en el artículo 6° esta-
blecidos para los compradores de las ncas.
Art. 8° Para la redención de los censos cuyo capital exceda de 500 rea-
les vellón, se concede a los censatarios la rebaja de 1/3 del capital mismo.
Art. 9° Pasado el plazo de los seis meses se pondrán en venta los
censos no redimidos, en los mismos términos y condiciones que las
ncas o suertes, mas en aquellos cuyo capital no exceda de 500 rs. vn.,
se hará la rebaja de un 30 por 100.
título iii
Inversión de los fondos procedentes de las rentas de los bienes pertene-
cientes al Estado.
Art. 10. Los fondos que se recauden a consecuencia de las ven-
tas realizadas en virtud de la presente ley, exceptuando el 80 por 100
procedente de los bienes de propios y el total de lo que produzcan los
del clero, benecencia e instrucción pública, se destina a los siguientes
objetos, a saber:
1° A que el Gobierno cubra, por medio de una operación de crédito,
el décit del presupuesto del Estado, si lo hubiese en el año corriente.
2° El 50 por 100 de lo restante, y en los años sucesivos del total
ingreso, a la amortización de la deuda pública, comenzando precisa-
mente por los títulos emitidos, o que se emiten en virtud de la ley
votada por las Cortes en 17 de febrero de este año.
Y 3° El 50 por 100 restante a obras públicas de interés y utilidad
generales, sin que pueda dársele otro destino bajo ningún concepto.
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Art. 11. El 50 por 100 del producto de las rentas de los bienes
comprendidos en el artículo anterior, destinado, según en el mismo
se previene, a la desamortización de la deuda pública, se depositará
en las respectivas tesorerías, en arca de tres llaves, bajo la inmediata
responsabilidad de los claveros, y a disposición de la junta directiva de
la deuda pública exclusivamente.
Art. 12. La Junta Directiva de la deuda pública dispondrá que men-
sualmente ingresen en su propia tesorería los fondos de que trata el artí-
culo anterior, y no consentirá que en ningún caso ni bajo pretexto algu-
no, sea la que fuere la autoridad que lo intente, se distraigan los mismos
fondos del sagrado objeto a que exclusivamente están destinados.
título iV
Inversión de los fondos procedentes de los bienes de propios, benefi-
cencia, instrucción pública y del clero.
Art. 13. El Gobierno invertirá el 80 por 100 del producto de la venta
de los bienes de propios, a medida que se realicen, en comprar títulos de
la renta consolidada al 3 por 100, que se convertirán inmediatamente en
“inscripciones intransferibles” de la misma a favor de los respectivos pueblos.
Art. 14. Los cupones de las inscripciones intransferibles serán ad-
mitidos a los pueblos como metálico en pago de contribuciones, a la
fecha de sus respectivos vencimientos.
Art. 15. Para que no queden en descubierto las obligaciones a que
hoy atienden los pueblos con los productos de sus propios, el Estado
les asegura desde el momento en que se realiza la venta de cada nca
o suerte la misma renta líquida que por ella perciben en la actualidad.
Art. 16. Luego que el Estado haya percibido por cuenta del 80 por
100 de los bienes de propios de cada pueblo, una suma equivalente a
los adelantos que en su renta y capital hubiere hecho, y previa la co-
rrespondiente liquidación, se invertirá el saldo, si lo hubiese, en nue-
vas inscripciones intransferibles a favor de los pueblos respectivos.
Art. 17. Cuando los pueblos que quieran emplear, con arreglo a
las leyes, y en obras públicas de utilidad local o provincial, o en bancos
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agrícolas o territoriales, o en objetos análogos, el 80 por 100 del capital
procedente de la venta de sus propios o una parte de la misma, se pondrá
a su disposición la que reclamen, previos los trámites siguientes, a saber:
1° ue lo solicite fundadamente el ayuntamiento.
2° ue lo acuerde, previo expediente, la diputación provincial respectiva.
3° ue recaiga la aprobación motivada del Gobierno.
Art. 18. El producto íntegro de la venta de los bienes de benecen-
cia y de instrucción pública, se invertirá en comprar títulos de la deuda
consolidada al 3 por 100, para convertirlos en inscripciones intransfe-
ribles a favor de los referidos establecimientos, a los cuales se asegura
desde luego la renta líquida que hoy les produzcan sus rentas.
Los cupones serán admitidos a su vencimiento como metálico en
pago de contribuciones.
Art. 19. Realizado que sea el total importe de la venta de los bienes
de benecencia y de instrucción pública, se vericará una liquidación,
cuyo saldo después de reintegrarse el Erario de lo que como renta hu-
biese anticipado, se invertirá también en compra de títulos del 3 por
100, que han de convertirse en inscripciones intransferibles a favor de
los respectivos establecimientos.
Art. 20. A medida que se enajenan los bienes del clero, se emitirán
a su favor inscripciones intransferibles de la renta consolidada al 3 por
100, por un capital nominal equivalente al producto de las ventas, en
razón del precio que obtengan en el mercado los títulos de aquella
clase de deuda al día de las respectivas entregas.
Art. 21 La renta de las inscripciones transferibles de que trata el art.
20, se destina a cubrir el presupuesto del culto y clero que la ley señale.
título V
Disposiciones generales.
Art. 22. Se declaran exentas del derecho de hipotecas las ventas y
reventas de los bienes enajenados en virtud de la presente ley, durante
los cinco años siguientes al día de su adjudicación.
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Art. 23. No podrán en lo sucesivo poseer predios rústicos ni urba-
nos, censos ni foros, las manos muertas enumeradas en el art. 1° de la
presente ley, salvo los casos de excepción explícita y terminantemente
consignados en su artículo 2°.
Art. 24. Los bienes que se donen o leguen en lo sucesivo a ma-
nos muertas, y que éstas pudieran aceptar con arreglo o las leyes, se-
rán puestos en venta o retención, según dispone la presente, tan lue-
go como sean declarados propios de cualquiera de las corporaciones
comprendidas en el art. 1°.
Art. 25. El producto de la venta de los bienes de que trata el artícu-
lo anterior, se invertirá según su procedencia y en la forma prescrita.
Art. 26. Se declaran derogadas, sin fuerza y valor, todas las leyes,
decretos, reales órdenes anteriores sobre amortización o desamortiza-
ción, que en cualquier forma contradigan el tenor de la presente ley.
Art. 27. Se autoriza al Ministro de Hacienda para que, oído el
Tribunal contencioso-administrativo, y con acuerdo del Consejo de
Ministros, je las reglas de tasación y capitalización, y disponga los
reglamentos y demás que sea conducente a la investigación cabal de
la presente ley.
Palacio de las Cortes, 23 de febrero, de 1855.– Antonio González,
presidente.– Fernando Madoz.– Manuel de la Fuente Andrés.– José
G. Sorní.– Pasiano Masadas.– José de Galvez Cañero.– Patricio de la
Escosura, secretario.
A estos indispensables datos añadiremos dos igualmente impor-
tantes para juzgar con acierto de la situación del Tesoro y de las espe-
ranzas que se libran en las reformas proyectadas.
Uno es la renovación de la deuda otante obtenida por el señor
Madoz de los tenedores de ella en junta pública celebrada el 24 de
febrero. No sabemos aún cuáles serán el tipo, el interés y el plazo de
esta renovación, porque dichos plazo, interés y tipo deben ser jados
por una comisión compuesta de los tenedores principales y de algu-
nos altos empleados de Hacienda; pero es seguro que la negociación
se hará por un año y más, como es innegable que ella, a lo menos por
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el pronto (y prescindiendo del décit mensual del Tesoro), quita del
cuello al señor Madoz el dogal que más despiadadamente le ahogaba.
Otro dato es la clasicación de los bienes que van a enajenarse, y
que tomamos de noticias ociales presentadas a la comisión del Con-
greso encargada de informar acerca del proyecto de desamortización
del señor Madoz.
Valor capital de los bienes que disfruta el clero en pagos de su
consignación.
N. 1°– Los del clero secular, entregados en virtud de la ley de 3 de abril de
1845 por la capitalización de la renta líquida al 3 por ciento.... 781.250.400
Los de encomiendas y maestrazgos entregados por la de 20 de abril
de 1849, según los inventarios.................................................31.508.182
Los de frailes, monjas y cofradías entregados en virtud del Concor-
dato, según la cuenta general de 1853................................ 734.937.701
TotaL......................................................................................1.547.696.283
N. 2°– Comisiones investigadoras. Cantidades liquidadas, recauda-
das en metálico..............................................................................933.165 2
Capitales descubiertos y que pueden adjudicarse al clero.....12.037.312 20
Capitales investigados pendientes de adjudicación.....99.736.662 33
Total.....................................................................................111.774.015 19
N. 3°– Productos y rentas que recaudan directamente los diocesa-
nos, según los datos existentes en la ordenación general de pagos, al
tiempo que se redactó el presupuesto eclesiástico del año corriente.
Total...................................................................................... 55.041.853 30
N. 4°– Cantidades que ha producido la venta de los bienes del clero
hasta n de 1854, valor total de las inscripciones intransferibles de
deuda consolidada al 3 por 100 que se han entregado a las respectivas
diócesis y renta anual que devengan
Número de inscripciones......................................................................150
Importe de valores líquidos en venta....................................7.424.882 4
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Id. de las inscripciones que se han emitido...........................18.407.625
Renta anuaL...............................................................................552.218 11
N. 5°– Número y valor capital de las ncas rústicas, urbanas y censos
de propiedad del Estado, procedentes de la orden de San Juan de Je-
rusalén, Inquisición, canales, incorporaciones, mostrencos, etc.
Núm. Valor capital
Fincas rústicas 2.398 27.086.173 33
Id. Urbanas1.155 35.117.144 3
Censos8.360 22.710.960 33
Totales11.913 84.914.279 1
N. 6°– Capital de las ncas urbanas y rústicas pertenecientes a los
propios, con los productos anuales de los mismos, según los estados
parciales remitidos por los gobernadores de las provincias. Faltan los
pertenecientes a las provincias de Canarias. Navarra, Sevilla y Zamora.
Núm. Capital Productos Anuales
Fincas rústicas 22.352 246.793.767 33 6.953.235 6
Id. urbanas 88.574 668.350.956 21 22.912.238 27
Según cálculo aproximado, el producto de los bienes de las provincias
que no han remitido los estados, asciende a...........................3.687.037
Resumen de productos
Fincas rústicas…………………………………………… .... 6.953.235 6
Id. Urbanas……………………………………………… .... 22.942.238 27
Productos de las provincias que no han remitido los estados......3.687.037
Total..................................................................33.582.510 33
N. 7°– Producto anual de las ncas, rentas y censos que poseen las universi-
dades del reino, calculado por las fuerzas del año próximo pasado....520.000
N. 8°– No hay datos estadísticos seguros sobre los bienes de instruc-
ción pública y benecencia. Sin embargo, en el resumen de los presu-
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puestos provinciales correspondientes al año 1854, dato que conside-
ra poco exacto el ministerio de la Gobernación:
Los productos fueron:
Los de instrucción pública 1.692.688
Los de benecencia 17.547.935
Tampoco hay datos exactos sobre baldíos y realengos. A pesar de ello,
en conformidad de ciertas opiniones que se reputan un tanto exa-
geradas, se tasan por el Gobierno en................................4.000.000.000
Los montes y bosques del Estado, sobre cuyo valor tampoco tiene datos el
Gobierno, se calculan, bien que se considera exagerado, en......800.000.000
No está regulado el valor de las minas de Ríotinto, Linares, Falset
y Marbella, y las casas de moneda de Jubia y Segovia.
Tampoco se regula el valor de los terrenos por derribo de murallas,
glasis, etc.
Los desembolsos hechos por el Estado para el canal de Isabel II
podrán ser reintegrados ventajosamente cuando se termine la obra.
Por último, debe hacerse mención de algunas encomiendas de las
órdenes militares y de la de San Juan.
Política exterior. Algo se ha adelantado en ésta si hemos de dar cré-
dito a lo que de público se sabe, y conrman nuestras noticias priva-
das.
El señor Ministro de Estado había declarado en pleno Parlamento
que las relaciones entre España y los Estados Unidos, lejos de ser tan
malas como algunos suponían, estaban próximas, si no a un arreglo
formal y denitivo, por lo menos a ser objeto de negociaciones en
que el Gobierno español pondría de su parte cuanta buena voluntad
y cuanto espíritu de conciliación fuesen compatibles con la justicia y
su derecho. Esta declaración nos tenía preparados a lo que después ha
acontecido; y es lo siguiente:
A la entrada del señor Pacheco en el Ministerio de Estado, y una
vez examinado el ruidoso asunto del Black-Warrior, parece se conven-
ció de que no estaba toda la razón de nuestra parte, y de que, en tal
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supuesto, acaso sería conveniente dar a los Estados Unidos algunas
explicaciones encaminadas a preparar una avenencia decisiva. Someti-
da la idea del señor Pacheco al Consejo de Ministros, éste la desechó:
no porque, entrando a estudiar fundamentalmente la cuestión, la fa-
llase en favor nuestro, sino porque siendo los Estados Unidos quie-
nes, al parecer, huían de tratarla amistosamente, no era decoroso que
España hiciese concesión alguna a su adversario, sin que por parte de
éste se diera el primer paso en términos más comedidos que los hasta
entonces empleados por sus agentes diplomáticos y por sus autorida-
des superiores. Pero es el caso (y esto lo ignoraba todo el mundo) que
los Estados Unidos habían dado, desde julio último, el paso que el
Gobierno español reputaba preliminar indispensable de toda negocia-
ción justicable y honoríca; y tal paso era una nota razonada y con-
ciliatoria acerca del Black-Warrior enviada a Mr. Soulé para que éste la
pusiese, cuando lo creyese oportuno, en manos del primer Secretario
de Estado de S. M. C. Pues bien: el Ministro norteamericano no tras-
mitió esta nota al señor Luzuriaga sino pocos días antes de su salida
de España; y esta inconcebible cuanto inaudita morosidad mantenía
en suspenso toda especie de relaciones diplomáticas entre potencias
igualmente deseosas de llegar a una avenencia razonable. Toca a Mr.
Soulé explicar de una manera satisfactoria semejante omisión. Noso-
tros sólo añadiremos que meditada por el señor Luzuriaga la nota del
Gabinete de Washington, halló que podía y debía contestarla recono-
ciendo que hubo exceso de celo por parte de las autoridades españo-
las en el registro y detención del Black-Warrior, por olvidar que este
buque había hecho muchos viajes en la forma y manera que se quiso
castigar después; y porque procedieron a la captura del buque antes
de cumplirse el término dentro del cual pudo hacer, e hizo en efecto,
el correspondiente maniesto. En cuanto a los daños y perjuicios de
particulares (necesariamente pequeños porque el buque se entregó
en seguida por el general Pezuela a sus dueños), el señor Luzuriaga
somete la cuestión al fallo de la sala de Indias del Tribunal Supremo
de Justicia, con cuyo parecer se harán en su día las indemnizaciones
necesarias.
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1230
ISBN: 978-980-7984-28-7
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El 18 de febrero se rmó en esta Corte un tratado de reconoci-
miento, paz, amistad, comercio, navegación y extradición entre Espa-
ña y la República Dominicana. Este tratado, para el cual se han te-
nido a la vista, por una parte los que España ha celebrado con otras
repúblicas de América, y por otra los que la República Dominicana
ha hecho con Francia e Inglaterra, este tratado, decimos, fundado en
el principio de la más estricta reciprocidad, consta de 47 artículos y es,
sin duda alguna, el más completo, así también como el más ventajoso
a las partes contratantes de cuantos hasta ahora se han celebrado entre
España y sus ya emancipadas posesiones coloniales. La gran cuestión
de secuestros (cuestión principal y espinosísima en todos los conve-
nios hispanoamericanos) no ha ofrecido aquí ninguna dicultad, por
cuanto la República Dominicana, emancipada de Haití y no de Espa-
ña, está libre de responsabilidad en materia de conscaciones hechas
a españoles o a súbditos de España. El reconocimiento es explícito e
incondicional, como lo necesita y tiene derecho a pedirle la República
Dominicana para legalizar su situación política y su ahora legítima
e inconcusa posesión del territorio. Los casos de extradición (asunto
en que tiene España mucho interés por la vecindad de sus posesiones
ultramarinas) se han limitado a los delitos que deben castigarse por
respeto a la moral universal; y en n, las estipulaciones de comercio
y navegación son recíprocas, que es lo que en tales asuntos exigen la
equidad y el buen derecho.
Parece, pues, que nuestra Política exterior camina con buen pie en
América; y a juzgar por las pruebas de adhesión y simpatía que recibe
nuestro Gobierno de Francia e Inglaterra, no se hallan en manera algu-
na mal paradas nuestras relaciones internacionales en Europa. Francia,
sobre todo, se está portando con nosotros en términos que son muy de
elogiar y agradecer. No contenta con advertirnos de las tramas carlis-
tas, ha internado sin piedad a los secuaces del Pretendiente, limpiando
de ellos las ciudades, los pueblos, montes y vericuetos fronterizos.
Sólo con Roma estamos mal, o mejor dicho, no sabemos cómo esta-
mos. Monseñor Franchi, que es persona muy amable y de nísimos mo-
dales, suele tener algunas conversaciones político-religiosas con el señor
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Luzuriaga, en las cuales ganan siempre mucho la recíproca instrucción,
la buena conciencia y la piedad bien conocida de las partes conversan-
tes; pero poco Roma, porque el Nuncio protesta no estar autorizado
para tratar los casos graves y de empeño; y nada España, porque no hay
forma de tratar con quien no tiene poderes para hacerlo.
Conversan, pues, amistosa y casi fraternalmente el señor Luzuriaga y
Monseñor Franchi; y en estas conversaciones suele hablarse de monjas,
del Concordato, de los bienes del clero, del culto y de otros asuntos de
entidad: pero como sobre todos y cada uno de ellos hay que esperar el
resultado de la Embajada del señor Pacheco a Roma, aguardaremos las
primeras comunicaciones de este diplomático para formar idea, siquiera
aproximada, de la disposición en que se halla el Padre Santo a tratarnos
mejor o peor que a sus muy amados hijos del Piamonte.
Orden público. A la fecha en que escribimos estas líneas (3 de mar-
zo), no se haya alterado en parte alguna del reino. En todo el mes ante-
rior se han descubierto dos conspiraciones carlistas: una, severamente
castigada, en Pamplona; otra, de cuya importancia y ramicaciones
sabemos aún muy poco, en Valladolid. Todo está pues tranquilo; y la
única amenaza que puede inspirar recelos al Gobierno es la que le vie-
ne del Pretendiente y sus secuaces. Nuestra opinión acerca de éstos es
que han perdido un tiempo precioso en preparativos y prevenciones
de campaña, dando lugar a que nuestro ejército se organice, a que la
quinta se haga, a que la Milicia Nacional se propague, a que las más
graves dicultades administrativas y económicas se orillen y resuel-
van. Por querer abarcar demasiado han apretado, como siempre, poco
o nada. Y en esto precisamente se parecen, que no pueden parecerse
más, nuestra última revolución y los carlistas. “Españoles sobre todo.
R.M.B.
apéndiCe
El señor Madoz ha obtenido de los tenedores de la deuda otante la
renovación de sus créditos por el término de un año al interés de 8 por
100, y con la garantía de títulos de deuda consolidada al 3 por 100 de los
que deben emitirse en virtud de la autorización últimamente concedida:
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el tipo jado a este papel por una junta mixta, compuesta de representan-
tes de los tenedores y de apoderados del Gobierno, es de 32 por 100.
He aquí las bases que ha acordado el Consejo de Ministros para
llevar a cabo esta importante operación.
Excmo. señor: En uso de la autorización que nos fue conferida por
Real Orden de 24 del actual, nos reunimos, previo aviso, a las nueve
de la noche del mismo día en el local de este Ministerio con los señores
don Antonio Álvarez, don Juan Manuel Mazarredo, don Acisclo Mi-
randa, don Francisco de las Rivas y don Carlos Jiménez, comisionados
nombrados por los demás tenedores de la deuda otante del Tesoro
en la junta general celebrada aquella misma mañana, para conferenciar
acerca de la manera de llevar a efecto el pensamiento manifestado por
V. E., y aceptado unimemente por los interesados que concurrie-
ron a la citada junta de combinar una operación por la cual viniesen
a renovarse o canjearse los efectos en que hoy está representada dicha
deuda, por otros al plazo de doce meses fecha, garantizando el pago de
estos nuevos créditos con los títulos de la deuda consolidada al 3 por
100 que el Gobierno está facultado a emitir en virtud de la ley de 23
del corriente, a n de facilitar por este medio al Tesoro el inmediato
desahogo que necesita de las apremiantes obligaciones que por aquel
concepto vienen pesando sobre el mismo.
La buena disposición con que se presentaron los señores comi-
sionados por parte de los tenedores de la deuda otante; la lealtad,
patriotismo y franqueza con que tocaron todas las cuestiones que en
el delicado y el cumplimiento de su encargo debían ser objeto de
discusión o de aclaraciones previas; y el laudable propósito que, sin
olvidar los legítimos derechos e intereses de sus comitentes, resplan-
decía en todas sus manifestaciones de contribuir al n apetecido, nos
proporcionaron la satisfacción de que en una sola sesión, y de perfecta
conformidad, quedasen acordados los puntos más esenciales en que, a
nuestro juicio, podría basarse la nueva operación.
Estos fueron los tipos de interés al capital y de valoración a los títulos del
3 por 100 para la garantía, los cuales se jaron denitivamente por nuestra
parte en 8 por 100 de interés anual el primero, y por los comisionados de la
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deuda otante en 32 por 100 el segundo, a condición de sustituir el depó-
sito de los títulos de la nueva emisión con el de pagarés de compradores de
bienes nacionales en el caso de que se elevase a ley el proyecto de desamorti-
zación que se halla presentado a la deliberación de las Cortes.
De los demás particulares que hubo necesidad de tratar, los más fue-
ron de pura forma; otros, de aclaración fácil y sencilla con arreglo a las
leyes vigentes; y el único de entre ellos que merece especial mención es
el referente a la manera de enajenar las garantías en el inesperado caso de
que los nuevos valores de la deuda otante no se pagasen por el Tesoro
a su vencimiento. Respecto de este punto, la ley de 23 del corriente, que
autoriza la emisión de títulos, previene la imprescindible circunstancia
de la subasta pública para su enajenación, y a ella era preciso atenerse.
Sin embargo, como la ejecución de este medio de venta es puramente
de las atribuciones del Gobierno, preciso era combinar el cumplimiento
de la ley con la libertad de acción que, en caso de omitirse por cual-
quier evento aquel requisito, debía reservarse a los interesados para la
realización de la garantía, si ésta ha de ser efectiva. Con tal objeto, se
acordó que la venta había de vericarse en pública licitación dentro de
los treinta días siguientes al vencimiento de los pagarés o letras que se
expidiesen por el Tesoro, y que pasado este término sin haberse efectua-
do la subasta, quedaba de hecho autorizado el Gobernador del Banco
de San Fernando para que en los tres días siguientes, previo aviso por
los interesados, procediese a la enajenación por medio de agentes de la
Bolsa, y en la forma acostumbrada para los valores de esta clase.
En esta parte, así como en todas las demás que tienden a demos-
trar la seguridad del pago y a restablecer la conanza de los acreedo-
res del Tesoro, los que suscriben, eles intérpretes de los sentimientos
manifestados por V. E., no vacilaron en satisfacer cumplidamente a
los señores comisionados, quienes íntimamente convencidos de la
considerable mejora de condición que experimentaban sus créditos,
y de la necesidad de prestar su apoyo moral y material al Tesoro en
la operación propuesta, se retiraron con ánimo de dar cuenta a sus
comitentes, quedando en celebrar nuestra segunda reunión ayer 26
a la misma hora de las nueve de la noche, para con vista del resultado
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que obtuviesen en la junta general de tenedores de la Deuda otante
que habían convocado al efecto en el banco español de San Fernando
a las doce del mismo día, proceder a lo que se creyese más conveniente.
Reunidos, en su consecuencia, de nuevo en la noche de ayer, se nos
manifestó por los señores comisionados la unánime y favorable acogi-
da que habían merecido de sus comitentes, los tipos y demás puntos
propuestos por ambas comisiones en la sesión del 24, y que, por lo
tanto, era llegado el caso de redactar las bases convenidas. Ejecutado
este trabajo de mutua conformidad, tenemos la honra de someterlo a
la superior aprobación de V. E. en cumplimiento de nuestro cometido.
bases
1ª La Dirección general del Tesoro recibirá de los tenedores de la
Deuda otante las letras y pagarés que éstos entreguen, cualesquiera que
sean sus vencimientos, y abonará o descontará sobre su importe al res-
pecto de 8 por 100 anual los intereses que les correspondan para traerlos
a un vencimiento común que se ja en el día 28 del presente mes. En los
efectos vencidos y no pagados, se abonará además del interés, los gastos
del protesto, si éste se hubiese vericado; pero en el caso de acompañar
cuenta de resaca, se pagará ésta y se emitirá el abono de intereses.
2ª En equivalencia de la cantidad que cada interesado acredite por
la liquidación que se le haga con arreglo a la base anterior, le expedirá
el Tesoro el día 1° de marzo próximo y al vencimiento de 1° de igual
mes de 1856, pagarés a cargo en la Tesorería central, o letras sobre las
Tesorerías de las provincias, a voluntad de los interesados, guardándo-
se la proporción, sin embargo de que en la totalidad de la operación no
se expidan mayor número de letras que el que próximamente corres-
pondía a un 25 por 100 de su importe.
3ª Para garantir el pago de los efectos que expida el Tesoro en vir-
tud de la base 2ª, se constituirá en el Banco español de San Fernando,
a nombre de cada individuo, un depósito en títulos del 3 por 100 de
los que se emitan a consecuencia de la ley del 23 del actual, y en can-
tidad suciente a cubrir al tipo de 32 por 100 de valor el importe de
las letras y pagarés que se le expidan. Entre tanto que pueden confec-
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cionarse los nuevos títulos del 3 por 100 y a calidad de canjearse por
éstos tan inmediatamente como estén confeccionados, la Dirección
general de la Deuda pública emitirá, en vista de los avisos que le pasará
la del Tesoro, inscripciones nominativas en el Gran libro por las canti-
dades que represente cada interesado. Estas inscripciones se construi-
rán como depósito interino en el Banco, el cual expedirá resguardos
por duplicado, pasando uno al Tesoro, y retirando otro a su poder el
individuo a cuyo favor se haga el depósito.
4ª Si llegado el vencimiento de las letras y pagarés no se satisciesen
por las cajas del Tesoro sobre que se hallen expedidos, el Gobierno acor-
dará la venta de la garantía en pública licitación dentro de los 30 días
siguientes al del vencimiento; mas, si pasado este término no se hubiese
efectuado la subasta en los tres días inmediatos siguientes, y previo aviso
de los interesados, con exhibición de los giros no satisfechos, queda de
hecho autorizado el señor Gobernador del Banco a la enajenación de
las respectivas garantías por medio de agentes de la Bolsa y en la forma
acostumbrada para esta clase de valores. En uno u otro caso, el producto
de la garantía se aplicará al pago de las letras o pagarés a que aquélla se
halle afecta y al de los intereses de demora al mismo respecto de 8 por
100 que hayan causado desde el día del vencimiento hasta el del total
pago, quedando responsable el Tesoro a satisfacer la diferencia, si el pro-
ducto de la venta no alcanzase a cubrir la obligación contraída, así como
deberá retirar a sus cajas el sobrante, si lo hubiese.
5ª En el caso de que se eleve a ley el proyecto de desamortización
presentado a las Cortes, el Gobierno se obliga a sustituir desde luego
con la mitad del importe de los pagarés que produzcan las primeras
ventas de bienes nacionales y en la cantidad suciente el depósito o
garantía de los títulos del 3 por 100, arreglando el tipo de aquéllos,
según sus vencimientos, de mutuo acuerdo con los interesados.
6ª Si por efecto de otras operaciones, el Gobierno se hallase en si-
tuación de satisfacer a metálico, antes de su vencimiento, las letras y
pagarés que han de expedirse a virtud de la presente, podrá descontar
aquéllos de mutuo acuerdo con los tenedores que entonces lo sean,
bajo el mismo tipo de 8 por 100 anual que abona a los interesados.
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7ª No se considera desvirtuada por este convenio la hipoteca gene-
ral concedida a la Deuda otante por la ley de 5 de agosto de 1851, ni
ninguna de las demás disposiciones que favorecen dicha clase de Deu-
da, pues por el contrario, la garantía especial que ahora se le otorga a
virtud de la nueva ley de 23 del corriente, es para darle mayor fuerza y
robustecer la conanza de sus tenedores.
Tales son, Excmo. Sr., las bases acordadas, que V. E. podrá apreciar
en su alta penetración de la manera que mejor estime.
Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid, 27 de febrero de 1855.–
Excmo. Sr.– Gonzalo de Cárdenas.– Pedro Salaverría.– Pedro Jonto-
ya.– José de Sierra.– José García Jove.– Excmo. Sr. Ministro de Ha-
cienda.
Madrid, 28 de febrero de 1855.– El Consejo de Ministros aprueba
estas bases.– Pascual Madoz.
Indudablemente la conversión de la deuda otante es un gran paso
dado en el arreglo y ulterior reforma de nuestra Hacienda, pero no le
tenemos, como algunos optimistas, por un paso decisivo. Es, en nues-
tro sentir, uno de tantos pasos preparatorios como hay que dar para
conseguir el objeto indicado; pero no el único. Y esto es tan cierto
que, más tarde o más temprano, obligado por la fuerza mayor de cir-
cunstancias invencibles, tendrá el señor Madoz que intentar, dentro o
fuera de España, una grande operación de crédito sobre las garantías
que ha obtenido de las Cortes con la ley de emisión de títulos, y las
que obtendrá con la ley de desamortización general de bienes civiles
y eclesiásticos.
***
La base religiosa quedó aprobada el último día de febrero por dos-
cientos votos contra cincuenta y dos, en los términos siguientes:
“La nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros
de la religión católica que profesan los españoles; pero ningún espa-
ñol ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones y creencias,
mientras no las manieste por actos públicos contrarios a la religión.
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Tienen desgracia las Cortes Constituyentes: cuando prolongan el
tiempo de sus discusiones, es siempre a costa del buen sentido; cuando
le abrevian, siempre es a costa de la justicia y del derecho. Un caso de
esta última especie se ofreció en la ocasión de que hablamos; y fue
que la sesión se declaró permanente para votar la base a todo trance,
siendo así que tenían pedida la palabra en contra varios de los más
distinguidos oradores de la fracción conservadora.
El señor Olózaga (don Salustiano) pronunció el discurso decisi-
vo que preparó el éxito de la votación. La base, interpretada autén-
ticamente por él, no es la libertad de cultos ni la tolerancia religiosa,
sino la libertad de conciencia pura y simple. El código penal y la in-
tervención espiritual de la autoridad eclesiástica nada pierden, ni en
nada amenguan su vigor y fuerza con la existencia constitucional de
la base. La palabra “civilmente” se suprimió para librar al clero de la
injuriosa suposición de que pensase, por los tiempos que alcanzamos,
en persecuciones religiosas. La base, según el señor Olózaga, es cató-
lica, católica la comisión; católico el Gobierno. Lo que no es católico,
según nosotros, ni mucho menos, es el prurito que tienen las Cortes
de meterse, sin qué ni para qué, en camisas de once varas.
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reVista polítiCa8*
De los pueblos felices se ha dicho que no tienen historia; y noso-
tros creemos que los que realmente carecen de ella son los pueblos
“fastidiados. Si aquéllos se ven privados de los lances y alternativas
que forman la parte dramática de los anales y las crónicas, éstos vege-
tan en innoble postración, tan incapaces de las profundas emociones
de la dicha, como de las hondas y a veces provechosas impresiones del
infortunio verdadero. Para los pueblos que han llegado a ese estado de
degradante marasmo, un día se parece a otro día, sin que ninguno trai-
ga a la administración pública un benecio, a la política un progreso,
a la industria una mejora, a las ciencias un descubrimiento, a las artes
una obra digna de admiración, a las costumbres un rasgo merecedor
de alabanza. Lo mismo para los individuos que para las naciones, el
fastidio produce la indiferencia; y cuando ésta llega a ser la situación
normal de un Estado, las virtudes cívicas desaparecen, la noción del
deber se obscurece, el patriotismo es ridículo, y la sociedad camina
precipitadamente a la abyección que hace mirar el despotismo como
el único medio de regeneración imaginable.
Si no nos equivocamos atribuyendo a la nación nuestras propias
sensaciones, España, fastidiada de los ensayos infructuosos de que ha
sido víctima, y sin esperanza de que las ideas la salven, ni de que los
hombres la regeneren, concede a los unos tan poca virtud como a las
otras, y contempla con igual indiferencia las esperanzas que de éstas y
de aquéllos se derivan. Todos los sistemas, alternativamente vencedo-
res y vencidos, ha tenido en sus manos el poder; y todos han probado
que no le merecían.
¡Cuántos hombres distintos por el carácter, por la educación y por
los principios la han gobernado! Y ninguno, sin embargo, ha impreso
una huella luminosa en las instituciones, ni un recuerdo completa-
mente glorioso en la historia. ¿ué monumento si no han dejado tales
hombres y tales sistemas en la legislación civil o en la económica, en la
8 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 535-564. (N. del E.).
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religión, en la guerra, en la política? ¿ué han hecho para levantar el
espíritu nacional? ¿ué para fomentar la riqueza e industria del reino,
regularizando la recaudación de las rentas, reformando los aranceles y
destruyendo las barreras que se oponen a la libre circulación de nues-
tros productos en el interior, y a su fácil y provechosa concurrencia en
los mercados extranjeros? ¿ué les deben, en n, el crédito del Estado,
la administración de la justicia, el buen gobierno de nuestras posesio-
nes de Ultramar y las relaciones internacionales de España con las na-
ciones de Europa y especialmente las de América?
Responda por nosotros el estado de la instrucción pública, y con
especialidad el de la primaria; la escasez e imperfección de nuestros
caminos provinciales y vecinales, de las comunicaciones uviales y de
las vías férreas; el terroríco guarismo de la deuda pública consolida-
da, y el abismo cada vez más profundo de la otante; la llaga incurable,
al parecer, del contrabando; los vergonzosos apremios scales; la ca-
rencia absoluta de establecimientos de crédito destinados al fomento
de la agricultura; el espectáculo aictivo de una industria protegida
que paraliza en gran manera las fuerzas nacionales sin alcanzar por
eso ningún desenvolvimiento progresivo; la administración de justicia
tan lenta, dispendiosa y enredada como en los siglos XV y XVI; la
gobernación hecha un caos; las costumbres en oposición con las insti-
tuciones políticas, y éstas cada día más desacreditadas en la intermina-
ble controversia de los partidos contendientes; y en n, la opinión sin
tino, el criterio público sin pauta, la actividad sin objeto, la ambición
sin freno que tienen convertida a nuestra mísera España en uno como
cuerpo inanimado y vil, sujeto por castigo a las repugnantes e impunes
experimentaciones de todos los charlatanismos conocidos.
Así, a medida que el tiempo avanza, se hace más difícil la tarea que
nos hemos impuesto de dar cuenta mensualmente de los negocios pú-
blicos del reino: porque en la extraña y casi inconcebible confusión que
nos rodea, estamos condenados a movernos en el vacío, torturando el
entendimiento y el lenguaje para haber de comunicar alguna novedad
a la monótona repetición de unos mismos hechos, apenas revestidos de
formas diferentes. ¡Siempre, en efecto, esta interminable urdimbre que
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llamamos Constitución colocada en el telar del Congreso y haciendo
mover, sin provecho conocido y sin adelanto notable, la incansable e in-
ecaz devanadera de los señores Diputados! ¡Siempre en el interior una
conspiración carlista que se inventa por los periódicos o se descubre por
la policía! ¡Siempre en el exterior la nube del Pretendiente que, ni se re-
suelve en lluvia, ni descarga en tormenta de pedrisco o rayos! ¡Siempre la
Oposición que censura o el ministerialismo que aplaude! Y la Hacienda
siempre en apuros; y la desamortización inmóvil; y nuestras relaciones
internacionales como siempre equívocas; y los partidos que se ven pri-
vados del poder, siempre conspirando para gozarle de nuevo; y siempre,
en suma, por fastidio o por indenible malestar, descontentos de lo que
existe y anhelando cambios que de seguro empeorarán la situación de
que ahora, con acerba e injusta acritud, nos lamentamos.
Pero mejor que nuestras apreciaciones generales, y forzosamente va-
gas, habrá de dar a conocer la que hoy en todos conceptos alcanzamos,
el simple relato de los hechos ocurridos desde la última Revista. Proce-
damos pues a ponerlos a la vista de nuestros benévolos lectores con la se-
vera imparcialidad a que constantemente hemos procurado sujetarnos.
Constitución. Cuando llegue la posteridad para las actuales Cortes
Constituyentes, el historiador de sus altos hechos, suponiendo que sea
amigo, hase de ver muy embarazado para conciliar las contradiccio-
nes de sus actos, para disculpar la ligereza de sus resoluciones, para
poner de acuerdo (si tanto logra) a la Asamblea consigo misma en el
que amenaza ser copioso registro de sus resoluciones soberanas. Pero
no permita Dios que el futuro historiador, o cualquier cronista, sea
enemigo de su buen nombre y respetable memoria; pues ya se nos -
gura verle escribiendo en la Historia de las variaciones legislativas de las
Cortes Constituyentes de 1854, más lindezas que escribió Bossuet en la
Historia de las variaciones de las sectas protestantes.
Acordada apenas la base religiosa, de que ya tienen conocimientos
nuestros lectores, ocurría y ocurre aún preguntar: ¿qué signica esta
base? ¿Se puede restringir con ella la libertad religiosa, o se puede ir
con ella hasta la libertad de cultos? ¿uién ha explicado el sentido que
contiene? De aquí la necesidad de una interpretación; y sin duda para
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lograrla, no hallándola en parte alguna, quisieron algunos Diputados
apelar de la Asamblea al pueblo sosteniendo que éste podía pedir la
aclaración, modicación o supresión de cualquiera de las bases consti-
tucionales aprobadas por las Cortes.
En su consecuencia, el Señor Jaén (diputado demócrata, pero acé-
rrimo defensor de la unidad religiosa y de la exclusiva preponderancia
del culto católico en España) presentó en la sesión del 3 de marzo varias
exposiciones de pueblos de la provincia de Valencia que representaban
contra la aprobación de la base segunda del “proyecto” constitucional;
pero la Asamblea contestó adoptando una proposición del señor Escosu-
ra para que no se dé cuenta a las Cortes de ninguna exposición popular
encaminada a modicar el texto de una base ya aprobada. En la discusión
de esta proposición sostuvieron los conservadores, y con ellos algunos
progresistas, que aprobarla valía tanto como incomunicar a la Represen-
tación Nacional con el pueblo español, y viciar el derecho de petición
restringiéndole indebidamente; que semejante restricción podría tener
algún fundamento si la base fuese ya un artículo de la Constitución futu-
ra; que existía un acuerdo de la Asamblea por el cual las adiciones, alte-
rando las bases más que las enmiendas, se habían remitido en conjunto al
período que debía mediar entre la discusión total de ellas y la redacción
denitiva de la Constitución; que ese acuerdo claramente demostraba
que las bases, aun después de aprobadas y votadas, quedaban, dentro y
fuera de la Asamblea, sujetas a todas las consecuencias de la discusión; y
en n, que la teoría constitucional es que los pueblos pueden representar
cuanto quieran pidiendo respetuosamente a las Cortes la modicación
de la base segunda, en virtud del derecho que les da una cuestión pen-
diente de resolución denitiva, y en virtud también de la facultad que las
Cortes mismas, con profunda previsión, se han reservado.
He aquí a los moderados, adversarios de la soberanía nacional y de-
cididos campeones de la omnipotencia parlamentaria, minando ésta y
fomentando aquella con la aprobación explícita de las manifestacio-
nes populares en el seno mismo de las Cortes.
Los progresistas y demócratas, para quienes los plebiscitos son la
más legítima expresión de la voluntad pública, y que miran el derecho
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absoluto de petición como sagrado, sostuvieron, por el contrario, que
no era lícito a nadie representar contra un principio que se acababa de
aprobar; que siempre que se discute una ley y se aprueban sus bases
no admiten éstas alteración; que el año de 1837 se aprobaron antici-
padamente las bases de la Constitución, y al reducirlas a artículos se
pusieron con letra bastardilla en el cuerpo de la ley fundamental; y que
esto es lo que siempre se ha hecho, hace y hará en tales casos, porque lo
contrario sería absurdo y faccioso.
No queriendo darse por vencidos los conservadores presentaron el
día 5 la siguiente proposición:
“Pedimos a las Cortes se sirvan declarar que, mientras otra cosa no
se determine en una ley del reino, o en la Constitución, debida y le-
galmente promulgada, admitirán cuantas peticiones les dirija cual-
quier español sobre todos los puntos que crea convenientes a la buena
gobernación del país, con arreglo al derecho de petición que, sin li-
mitación alguna, han concedido todas nuestras leyes fundamentales.
Madrid 5 de marzo de 1855.– Cándido Nocedal.– Corvera.– Moya-
no.– El Marqués de Oviedo.– Alejandro Castro.– Tomás Jaén.– Ma-
nuel Rancés y Villanueva.
A este propósito preguntaba el señor Orense (Marqués de Albai-
da) a los rmantes de la proposición, si entendían que en virtud de
ésta pudiesen hacerse peticiones contra la monarquía como contra
cualquiera de las bases acordadas de la Constitución. “Si no hay bases,
dijo el señor Ministro de Estado, no hay monarquía constitucional.
¿Consentirán los rmantes en que se volviese a controvertir y poner
en tela de juicio el veto o la sanción de la Corona?”.
“Nosotros, replicaban los conservadores, no la hubiéramos sujeta-
do nunca a discusión. La monarquía es muy anterior a las bases; de tal
modo que el señor Luzuriaga y sus colegas no habrían sido Ministros,
ni la Asamblea sería lo que es, sin la preexistencia de la monarquía
constitucional, cuyos principios, aunque combatidos, son los únicos
que ahora sirven de fundamento y sostén a la vacilante sociedad es-
pañola. ¿ué es la base segunda? Un principio enteramente nuevo,
que ha nacido exclusivamente de la revolución. ¿ué es la base de la
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monarquía? Una institución que se apoya en el pueblo hace catorce si-
glos. Supongamos que la opinión, el sentir, el afecto íntimo y profun-
do del pueblo, sus preocupaciones si se quiere, no acepten la innova-
ción religiosa: el patriotismo consistiría en reconocerlo hidalgamente.
Pero crear la disyuntiva, sin que a ello obligue nada en el mundo (ni
la necesidad, ni la conveniencia, ni el derecho, ni siquiera la duda) de
que la nación ha de renunciar al principio absoluto de su religión, si
ha de conservar su monarquía, o ha de perder su monarquía si se em-
peña en defender por medios legales su catolicismo, es una temeridad
inaudita: es de ambos modos condenar a la infeliz España a desastres
sin cuento y a ruina inevitable y próxima.
“Semejante argumento, decían los progresistas, más ingenioso que
exacto, prejuzga en vez de contestar la pregunta que se hace. Solicitáis
la consagración absoluta del derecho de petición; y el derecho abso-
luto de petición, como todo lo que es incondicional e ilimitado, nada
excluye. ¿Por qué, pues, habrá de ejercerse con respecto a unas bases
más bien que con respecto a otras? ¡Decís que porque la base de la
monarquía es anterior al Gobierno y al Congreso; y porque la institu-
ción de la monarquía se apoya en el pueblo hace catorce siglos! Pues
ahora os preguntamos: ¿y si el pueblo le niega su apoyo? ¿Si en virtud
de su absoluto derecho de petición solicita que el trono desaparezca?
O habréis de negar entonces el derecho absoluto que ahora armáis,
o habréis de restringirle; y en ambos casos os contradeciríais de una
manera lastimosa. ¿ueréis acaso dar a entender que no habría quien
tal pidiese? Estáis en un error. Pocos serán los que en España deseen la
destrucción de la monarquía, como son pocos, no los que desean la li-
bertad de cultos, sino los que quieran ver desaparecer nuestra admira-
ble unidad de creencias religiosas; pero sean los que fueren, su derecho
de petición contra un culto dominante no es menos absoluto, según
vuestra teoría, que el que pudiera asistirles para pedir la proclamación
de la república. Nada puede prejuzgarse, nada constituirse desde el
momento en que concedáis que contra todo puede pedirse anulación
o reforma; y la Asamblea desaparece absorbida por los que tienen la
facultad incondicional e ilimitada de representar contra sus actos.
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Pocos escándalos han dado las actuales Cortes mayores que el que
ocurrió con motivo de esta discusión: en tal grado que cierto Diputado
tuvo de repente una idea grotesca, aunque muy propia de las circunstan-
cias; y fue que tomó el sombrero del presidente, y llegándose por detrás
se lo puso. Resistiose el señor Infante, pero al n y al cabo, que quiso que
no, resultó cubierto a la vista de la Asamblea. Levantáronse entonces
todos, y todos se cubrieron, y la sesión parecía concluida al son y con
acompañamiento de gritos y aun silbidos (que algunos oímos) semejan-
tes a los que se oyen en los teatros en aciagas ocasiones.
Volviose, sin embargo, a reconstruir la sesión a instancia de varios; y
puesta a votación la propuesta de los conservadores fue negada por 140
votos contra 19, quedando así por el pronto orillado un asunto en que,
si por parte de los enemigos de la revolución se había hecho alarde de no
poca mala fe, por parte de los amigos de la revolución se demostró una
lastimosa carencia de dotes de gobierno y de jeza de principios.
De la base segunda saltó el Congreso a las octava y novena, por con-
sideración personal al señor Olózaga, que quería defender su voto par-
ticular favorable al senado electivo para regresar prontamente a París.
El voto particular de los señores Lasala y Valera, por distar más que
el del señor Olózaga del dictamen de la comisión, que hemos trans-
crito en una de nuestras anteriores Revistas, inauguró la discusión el
6 de marzo. El señor Olózaga quería dos Cámaras del mismo origen,
recordando, en parte, la fugaz Constitución del 37. Los señores Lasala
y Valera formulaban su base de organización de los cuerpos colegisla-
dores en la forma siguiente, que es la teoría de la Cámara única:
“Las Cortes se componen de los Diputados de la nación elegidos
libremente en cada provincia por los ciudadanos que, estando en el
pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, y siendo de mayor
edad, contribuyan directamente con la cantidad anual de cien reales
para gastos generales, provinciales o municipales; y por los que, aun
cuando no paguen esta cantidad, tengan título profesional en cual-
quiera de las carreras que lo exijan para ejercerlas.
¿Nada vale aquí la experiencia? ¿Nada dice a los partidarios de la
mara única el ejemplo de la Constitución de Cádiz, ni el que estas
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mismas Cortes Constituyentes están dando? “El que puede todo lo
quiere, quiere más de lo que debe”: máxima de eterna verdad a nada
más aplicable que a las corporaciones que se juzgan omnipotentes, y
que no son sino esclavas de sus pasiones o servidoras de las pasiones
ajenas. La ambición parlamentaria, cuando no tiene restricción ni
contrapeso alguno, es exigente, invasora, oprime al pueblo, al monar-
ca, a los Ministros; comete errores que no tienen remedio sino con
retractaciones que rebajan la dignidad; y se lanza, en un día de vértigo
y de pasión, hasta el crimen que mata la libertad, o hasta la ignominia
que vende la independencia. Lo mismo en Francia que en Inglaterra,
la supresión de la Cámara alta se escribe con lágrimas y sangre; y a
nada más conduce que al luto y al oprobio de las dos más poderosas
naciones que caminan al frente de la civilización del mundo.
Fortuna fue que la comisión de bases, ecazmente auxiliada por el
Gobierno (el cual hizo de este asunto lo que se llama “cuestión minis-
terial o de Gabinete”) recabó de las Cortes, en la sesión del día 8, que
desecharan el dictamen particular de los señores Lasala y Valera por
155 votos contra 101.
Demostró, pues, el Gobierno que quería dos Cámaras; y es justo
confesar que su opinión decidida en este asunto contribuyó, más que
ninguna otra consideración, a persuadir el ánimo de la Asamblea. Pero,
¿qué piensa el Ministerio tocante a los elementos que han de entrar
en la composición futura del Senado? ¿Apoyarán una Cámara alta de
origen popular, y semejante, en la elección, a los Congresos anteriores;
o empeñará combate para asociar al Trono, por medio de una antigua
prerrogativa regia, las fuerzas conservadoras del país? Esto que entonces
se preguntaban unos a otros todos los partidos en vísperas de discutir el
voto particular del señor Olózaga, pudiera preguntarse hoy mismo que
ese voto está aprobado. De aquí en adelante, para todo lo que tiene rela-
ción con la composición del Senado, el Gobierno, si ha formado alguna
opinión, no la maniesta: abstiénese de votar; y deja entregada la Asam-
blea a sus propias inspiraciones, que (por lo común) son desgraciadas.
Anticipando, pues, el resultado de la discusión diremos que el voto
particular triunfó, y que la composición popular del Senado ha he-
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cho de igual origen y naturaleza a los dos cuerpos colegisladores, a
despecho de las lecciones de la historia, no obstante los consejos de
la prudencia, y con olvido total de las circunstancias especiales, pa-
sadas y presentes, de España. Más diremos; y es que este triunfo de
la revolución que no quiere moderarse a sí misma, y que, en odio al
Trono, le rodea de cortapisas y desconanzas, menos perjudiciales a
la monarquía que a la libertad, se ha debido a la voluntaria abdicación
hecha por el Gobierno de toda inuencia y opinión en el asunto. No
le culparemos, sin embargo, por ello. Divididos los Ministros en la
cuestión, prerieron abandonar el campo a pasarse al enemigo, o a
dar en las Cortes el ejemplo de un desacuerdo perjudicial a su fuerza
y su prestigio; pero siempre es lamentable que, cuando se trata nada
menos que de la futura Constitución del Estado, los Consejeros de la
Corona cedan a consideraciones distintas de las que les imponen los
verdaderos intereses del país, con absoluto desprendimiento de todos
interés personal o de partido.
Prosigamos.
El 13 de marzo decidió el Congreso, por 175 contra 57, tomar en
consideración el voto particular del señor Olózaga; he aquí la signi-
cación genuina de este voto:
“Los senadores son elegidos del mismo modo y por los mismos
electores que los Diputados a Cortes.
“El número de los senadores será igual a las tres quintas partes del
de los Diputados, y la duración de su encargo cuatro veces mayor, re-
novándose por cuartas partes”.
“Para ser Senador se requiere ser español, mayor de 40 años, y tener
una renta de ochenta mil reales vellón, procedente de bienes propios
o de algún empleo o cesantía que no se pueda perder legalmente sin
previa formación de causa, o pagar tres mil reales de contribución di-
recta territorial”.
Tomadas en consideración estas bases de elección popular, y do-
minando, como dominaba entonces, y por desgracia domina aún en
la Asamblea, el espíritu suspicaz que ha de transpirar por todos los
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poros de la futura ley fundamental, fácil era predecir la acogida que
habían de tener las enmiendas encaminadas a modicar más o menos
el principio ya reconocido. Así, en la sesión del 14 fueron desechadas
dos. Una en que el señor Marqués de Corvera, respetando la elección
popular, dividía el cuerpo electoral en distritos y categorías: en cada
distrito que pagase cinco millones de reales de contribución, elegirán
los cien mayores contribuyentes un Senador; y doce luego, respec-
tivamente, el Clero superior, el ejército, la magistratura, los cuerpos
de administración, la Grandeza, los títulos de Castilla, y las reales
Academias y claustros de Universidades. La otra enmienda, del señor
Coello (rechazada por 135 votos contra 69) proponía que el Senado
se compusiese de igual número de individuos que el Congreso; que
las tres quintas partes de los Senadores fuesen de elección popular y
el resto de nombramiento de la Corona. Igual suerte cupo el día 15 a
una enmienda en que el señor Marqués de la Vega Armijo proponía
un Senado mixto de elección popular y de individuos pertenecientes a
las altas jerarquías del Estado, los cuales habían de tener asiento en la
mara conservadora por derecho propio. Ciento doce votos contra
setenta y cuatro condenaron la nueva combinación; y con esto, y con
haberse retirado por sus autores otras enmiendas, se entró el mismo
día en la discusión de la totalidad del voto particular. Impugnándole
hábil y valerosamente los señores Ulloa (progresista avanzado), Ros
de Olano (general de los que se llaman “libertadores o de Vicálvaro”)
y el señor Ríos Rosas.
Este elocuente orador se propuso demostrar que el principio único
de la elección no representa los intereses generales de un pueblo. La
elección, según él, podrá ser la fórmula de los sistemas transitorios, de
los sentimientos accidentales y someros, y por lo tanto efímeros de una
nación; pero los intereses permanentes, característicos, esenciales de la
sociedad han menester otros medios de expresión y manifestación que
participen de la estabilidad e inmutabilidad propias de las ideas repre-
sentadas. La elección es el desenvolvimiento de la vida de los pueblos;
pero esta vida puede escatimarse cobardemente unas veces, puede
malgastarse otras en poco tiempo: así un joven lleno de vigor derrama
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en sus primeros años la savia de su corazón, el elemento de sus fuerzas
físicas, el calor de su imaginación, el principio vital de sus sentidos, con
sólo el equívoco provecho de goces prematuros y deletéreos que paran
en la impotencia de una vejez anticipada, esclava de la enfermedad y
tributaria de la muerte. La representación de los intereses permanen-
tes de las naciones es el principio de vida, el instinto de conservación,
regulador y prudente, que con la vista ja en lo futuro, porque es hijo
de lo pasado, estimula al indolente y contiene al pródigo para que las
fuerzas sociales se distribuyan conveniente y equitativamente, según
los designios de la Providencia acerca de los hombres y de los pueblos,
de la mejora de la civilización y del provecho de la humanidad. Si se
falsea uno de estos principios, si en la representación nacional todo
es electivo y popular, todo será también instable y movedizo: la vida
no será vida sino ebre; y la ebre será continua, general, abrasadora;
y el término de semejante irritación orgánica será, velozmente y por
precisión, el desfallecimiento, el marasmo y la muerte.
Pero ni estas razones, ni las que en sesiones anteriores habían ex-
puesto sabia y elocuentemente los señores Lafuente, Infante y San-
cho, campeones célebres y autorizados de las ideas liberales, pudieron
contener el espíritu invasor, mezquino y revoltoso de la Asamblea; y
los diferentes párrafos del voto particular fueron aprobados el 17 de
marzo en votaciones sucesivas, ora ordinarias, ora nominales.
Y aquí terminó el debate sobre la composición de los cuerpos cole-
gisladores, ahora dos en el nombre, uno en la esencia. La división entre
los partidos liberales, ahondada por la deplorable discusión de la base
segunda, se ha hecho profundísima y casi insubsanable con la consti-
tución del Senado electivo, que niega y anula la existencia política de
las jerarquías sociales existentes. Cuerpos de igual origen, ¿no tendrán
las mismas tendencias? ¿No será el uno para el otro recíprocamente
un embarazo? Y si, por el contrario, hermanos en la cuna se declaran
adversarios en el curso de la vida, ¿no será inminente el riego de la ab-
sorción legislativa? Establecidas dos Cámaras populares, creemos con
el señor Ríos Rosas que la una será absorbida por la otra, y que el Caín
homicida, el antropófago Saturno que se trague, ya que no a sus hijos,
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a su hermano, será el Senado; porque a él concurrirán las personas de
mayor inuencia y arraigo; porque ofrecerá mejores y más saneadas
prendas de estabilidad y de prestigio; y porque al cabo, sin dejar de es-
tar sujeto a la fermentación de las pasiones populares de su origen, será
revestido por la opinión pública de la fuerza mayor que ha menester
para el logro de su objeto.
Y luego, ¿cómo se legisla sin ninguna consideración a la historia, a
los antecedentes, al estado y circunstancias de un país? ¿ué ha sido
entre nosotros el Senado electivo? ¿ué resultados ha producido el
Senado hereditario? ¿ué diferencia hay entre nuestra España y los
países que poseen respectivamente el uno o el otro? ¿ué garantías de
bondad y legalidad ofrece la elección en un pueblo de la cultura y cos-
tumbres del nuestro? Y por el contrario, ¿cuáles son las probabilidades
favorables que pueden hallarse en la elección del Trono, circunscrita
más o menos, pero desembarazada y libre?
Estas y otras cuestiones, esencialmente políticas y de gobierno, de-
bieron ser consideradas con preferencia a esotras de escuela, equívocas
y vagas, con que en nombre de una ciencia tan vana como mal digeri-
da, y tan oscura como inasequible, pretenden algunos seudolósofos
hacer Constituciones eternas de las que nacen hasta sin la efímera re-
comendación del interés o de la utilidad de un día.
Acuerdos de las Cortes. Los correspondientes al mes próximo pasa-
do, son: restitución del camino de Aranjuez a Almansa al señor Sala-
manca; ley que manda recoger las acciones de carreteras y ferrocarri-
les, o las carpetas creadas para el pago de las obras, o subsidios a éstas,
en virtud de los Reales Decretos que se citan (las acciones que no ha-
yan sido canjeadas en el término de cinco años desde la publicación de
esta ley, quedarán sin fuerza ni valor alguno); siete leyes declarando
subsistentes las concesiones de los caminos de hierro de Barcelona a
Granollers, de Barcelona a Mataró, de Tarragona a Reus, de Barce-
lona a Martorell, de Mataró a Areins de Mar, de Alar a Santander;
proyecto de ley para que se legalicen las cargas llamadas de justicia, y
que continúen pagándose por el término de ocho meses como hasta
aquí, mientras la legalización no se verique; otro para que se invier-
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tan inmediatamente en el armamento de la Milicia Nacional los diez
millones que en el Presupuesto se consignan para este objeto; y otro,
en n, para que se nombre una comisión investigadora de los abusos
cometidos en el abono de suministros hechos en tiempo de la guerra
de la Independencia.
También han aprobado las Cortes el Presupuesto de la Guerra para
1855.
La distribución de él es como sigue:
Administración central, 3.759.500;– material de la misma,
1.316.800;– personal del tribunal de guerra y marina, y juzgados
de guerra, 2.302.949;– material del mismo, 44.700;– personal
de generales y brigadieres en cuartel y junta consultiva de guerra,
8.863.614;– cuerpo de Estado Mayor, 8.745.284;– personal del
ejército y de la reserva, 107.658.680;– Estados Mayores de plazas,
6.316.312;– material del mismo, 748.663;– cuerpo administrati-
vo del ejército, 5.544.734;– material, 612.500;– colegios y escuelas
militares, 3.323.469;– material, 108.000;– comisiones activas del
servicio, 2.956.493;– establecimiento de inválidos, 1.369.017;–
material, 12.000;– vigías y torreros, 253.750;– subsistencias mi-
litares, 29.078.328;– utensilios, 6.804.847;– vestuario y equipo,
4.088.783;– remonta y montura, 4.367.941;– hospitales: personal,
1.922.223;–material, 6.115.200;– transportes y postas, 800.000;– co-
misiones extraordinarias, 500.000;– personal de artillería e ingenieros
770.792;– material, 14.011.232;– ociales de reemplazo y clases pasi-
vas, 11.110.164;– Guardia Civil, 31.519.430;– inspector de la misma,
230.820;– material, 37.200;– provisión y pienso, 8.891.083;– presu-
puesto de la quinta, 5.985.369;– resultas de los anteriores, 1.874.463.
Total 270.658.003 reales.
Hacienda. Mejor que discursos y amplicaciones a que, por punto
general, no somos inclinados, sacarán a luz de verdad el estado positi-
vo de nuestros negocios económicos los dos hechos siguientes:
El 16 de marzo pasó el señor Ministro de Hacienda a las Cortes la
comunicación que a la letra copiamos:
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“Excmos. señores. De orden de S. M. y del Consejo de Ministros,
remito a VV. EE., para conocimiento de las Cortes, el expediente
instruido en este Ministerio, en cuya virtud, para ocurrir a las peren-
torias necesidades del Tesoro, y en fuerza de las graves consideracio-
nes políticas que la situación sugiere, ha acordado el Gobierno que se
retiren desde luego del Banco Español de San Fernando los títulos del
3% que, emitidos por la ley de 7 de febrero último para subvenir en
el primer trimestre de este año al décit, por la supresión de derechos
de puertas y consumos, existían en dicho establecimiento sin aplica-
ción a la negociación abierta por consecuencia de dicha ley, a n de
que, entregándose por el Tesoro a don Manuel Matheu, bajo numera-
ción y obligación de haberlos de devolver oportunamente, suministre
con la garantía de dichos valores, y por cuenta del mismo Tesoro, los
fondos “que pudiera adquirir”. Dios guarde a VV. EE., muchos años.
Madrid, 16 de marzo de 1855.– Pascual Madoz.– Señores Diputados
secretarios de las Cortes Constituyentes.
Interpelado el señor Ministro de Hacienda ante el Congreso con
motivo de esta evidente infracción de la ley citada, contestó: “ue el
Gobierno se encontraba a principio del mes de febrero en situación
muy angustiosa, sin poder hacer frente a las obligaciones más pe-
rentorias, y sobre todo, no pudiendo dar la paga, “que es en Madrid
una cuestión de orden público”; que en tal estado creyó conveniente
adoptar la resolución de que se trataba, dispuesto, sin embargo, a dar
cuenta de ella a las Cortes; que la operación se había hecho con sólo el
benecio de 1 1/4 por %, y con acuerdo del Consejo de Ministros; y
en n, que el Gobierno, por no perder tiempo en un asunto de índole
urgentísima y premiosa, había preferido un voto absolutorio después
del hecho, a una autorización anticipada.
Este es el primer hecho a que hemos aludido. El segundo es la apro-
bación que dieron las Cortes en votación ordinaria, el 24 de marzo, al
siguiente proyecto de ley presentado por el señor Madoz el día 10 del
mismo.
“Se autoriza al Gobierno para aplicar los títulos de la deuda pú-
blica al 3 por 100, emitidos y que se emitan en virtud de las leyes de
7 y 22 de febrero último, a garantir préstamos al Tesoro por plazos de
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menos de un año, y para consignarlos en poder de particulares, bajo
las formalidades y precauciones que el Gobierno juzgue más conve-
nientes.
Ultramar. El 2 de marzo por la tarde llegó a Cádiz en el vapor y
correo Fernando el Católico, procedente de La Habana, el jefe de es-
cuadra don José María Bustillos, encargado por el Capitán General de
la Isla de Cuba de poner en conocimiento del Gobierno los porme-
nores de una conspiración últimamente descubierta en la capital del
territorio de su mando.
Grande y penosísima impresión causó en Madrid esta desagradable
noticia, comunicada, harto imperfectamente, por el telégrafo óptico;
y todos nos pusimos a esperar con ardiente impaciencia la llegada del
comisionado, para saber de su boca lo cierto tocante al peligro corri-
do, y a los que aún pudiesen amenazar a nuestra Antilla: unos temien-
do por la seguridad del territorio; otros temblando por la suerte de los
deudos; cuales, si bien abominando el delito, de antemano condolidos
del mísero n que aguardaba a los delincuentes, entre los cuales (¡do-
lor y lamentable propiedad de las discordias intestinas!) podía hallarse
un hermano o un amigo; y todos deplorando la inaudita ceguedad
y criminalísima incuria de los que, un día y otro día advertidos del
riesgo, no han querido alargar la mano para conjurarle o prevenirle
estrechando, en señal de verdadera y perpetua fraternidad, la de los
cubanos ofendidos o quejosos.
El día 7 llegó por n el señor Bustillos a Madrid; y por los papeles
que trajo, así como por los informes verbales que dio, sabemos lo si-
guiente:
Tiempo hacía que el actual Capitán General de la Isla de Cuba, don
José de la Concha, seguía con atención los trabajos y movimientos de
la junta de “anexionistas cubanos de Nueva Orleans, porque si bien
contribuían a tranquilizarle en parte los informes de los agentes es-
pañoles en los Estados Unidos, no dejaba de excitar sus sospechas la
coincidencia del asesinato de Castañeda (el aprehensor de López),
con la abortada conspiración de Baracoa. Fijo, pues, en el pensamien-
to de que algo se tramaba, determinó en plena paz prevenirse para la
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guerra; y en tal concepto reorganizó los batallones del ejército; alige-
ró su equipo; cambió su armamento viejo de chispa por uno nuevo
y de pistón; y últimamente, situó las fuerzas de la Isla de modo que
estuviesen dispuestas para obrar al primer aviso, en mar o en tierra.
Así las cosas, la policía empezó a dar alguna luz sobre los planes que
se tramaban; y de noticia en noticia, atando cabos, comparando re-
velaciones, apurando condencias, se llegó a obtener la seguridad de
que una vasta conspiración, preparada desde época muy anterior a
la llegada del señor Concha a Cuba, estaba próxima a estallar; que
al efecto se habían reunido fondos considerables que no bajaban de
70.000 duros; que el primer golpe, y la señal de un levantamiento
general y simultáneo en todo el territorio, sería el asesinato del Ca-
pitán General, perpetrado en el teatro al tiempo de apagarse el gas; y
que toda la trama estaba combinada con una expedición considerable
de los Estados Unidos, al mando de uiktman y otros aventureros,
los cuales llegarían a diferentes puntos de la Isla en cuatro vapores
de gran porte: uno, el Pampero, que debía salir de Galvestown (Te-
jas) con setecientos hombres de desembarco; el Daniel Webster y el
Prometheus, procedentes de Savannach, cada uno con igual fuerza; y
el resto, hasta tres mil seiscientos hombres, en el Massachusset. Éste,
denunciado por el cónsul español de Nueva York, fue detenido por
las autoridades norteamericanas al salir de dicho puerto.
Los conjurados retardaban la ejecución de su plan en espera del
resultado de las negociaciones o maquinaciones de Mr. Soulé en Espa-
ña; dispuestos, si por ventura fracasaban, a hacerse al mar los unos con
sus buques, y a apoyar la expedición libustera los otros con partidas
que se levantarían improvisamente en la mayor parte de los puntos de
la Isla; partidas que tenían ya sus jefes reconocidos, sus puntos desig-
nados, su lección aprendida, y todo, en n, de tal manera concertado,
que en tres días, cayendo como un torrente sobre las poblaciones prin-
cipales, las reducirían, sin trabajo, a su dominio y obediencia.
Descubierto a tiempo el mal no era muy difícil el remedio, si bien
pedía una mano hábil, experimentada y valerosa para ser aplicado en
sazón y coyuntura convenientes. Madura, pues, la revelación, y dis-
puesto todo para convertirla en daño de los enemigos, prendiose desde
luego a los ya conocidos como cabecillas de éstos; en Trinidad, punto
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el más amenazado de la conspiración, se situaron algunos batallones;
concentráronse en las Tunas las tropas que guarnecían, con diversos
destacamentos y piquetes, el departamento oriental; cubriéronse las
ciudades de Santiago de Cuba y Puerto Príncipe; recogiéronse a La
Habana las columnas situadas en sus alrededores; llamáronse al servi-
cio los soldados cumplidos; organizáronse compañías de voluntarios
peninsulares; pidiéronse refuerzos a Puerto Rico; y con éstas y otras
muchas medidas militares, que sería prolijo enumerar, el golpe quedó
frustrado y la tranquilidad restablecida.
El Gobierno, en vista de las comunicaciones de las autoridades de
La Habana (su fecha 12 de febrero último) y de los informes del gene-
ral Bustillos, dispuso, en la misma noche del 7 de marzo, que por el va-
por y correo que debía salir de Cádiz el 12, se enviara inmediatamente
a La Habana el batallón de artillería de marina que residía en la Isla de
San Fernando; y que para el 1° de mayo, hecha ya la quinta, estuviesen
dispuestos para trasladarse a Cuba siete mil hombres, con los cuales
ascendería el ejército de dicha Isla a veinte y dos mil, o poco menos.
Comunicaciones posteriores (27 de febrero) del general Concha
ponen en conocimiento del Gobierno la llegada a Cuba de los refuer-
zos pedidos a Puerto Rico; la buena disposición y número suciente
de las tropas, dispuestas en tres grandes cuerpos movibles y prontos
a hacer frente a cualquier amago de levantamiento o de invasión; el
sosiego y buen ánimo de las comarcas; y nalmente, el entusiasmo de
todos, indígenas y peninsulares, tropas y milicias, en favor de la causa
de la metrópoli, nunca más que entonces querida y vitoreada; en tan-
to grado, añade el general, que era anhelo ardentísimo de todos los
servidores de la Reina ver aparecer las expediciones norteamericanas
anunciadas, para darles un escarmiento aterrador y decisivo.
Pero estas expediciones, ¿estaban acaso preparándose para salir?
¿Habían salido? ¿Era probable que saliesen? Los periódicos norteame-
ricanos, padres del error y fuentes inexhaustas de embolismos y menti-
ras, han anunciado el día y hora de la salida de los buques, sus nombres,
su cabida, sus capitanes, chusma y soldados expedicionarios; y menos el
punto de desembarco (que hubiera sido, hasta para periódicos “yankees,
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demasiado revelar) han dicho cuando podía ilustrar al mundo acerca de
estos nuevos y honrados argonautas en viaje para Colcos.
En Europa se han creído estas noticias; y no es extraño, atento que
en ninguna parte han merecido más crédito que en Cuba. Y todo bien
considerado así ha debido ser. ¿Por ventura, la detención del Mas-
sachusset no probaba la existencia de la expedición libustera? ¿No
constaba ésta, además, por los papeles ocupados a los conspiradores
de la Isla? ¿No era ella uno de los principales elementos de esa misma
conspiración tan a tiempo descubierta?
Mas sea de esto lo que fuere, lo cierto es que nuestro celoso e in-
teligente Ministro Residente en Washington, el señor Cueto, ecaz-
mente auxiliado por los cónsules y agentes españoles en los Estados
Unidos, ha escrito últimamente que no se descubre rastro alguno de
la cacareada expedición; que en ninguna parte se hace alistamiento de
piratas, ni menos se dispone embarque de ellos; que sólo en Luisiana
se habían reunido algunos en número que no llegaba a quinientos,
tan desarrapados en los vestidos como en la conciencia; que, estando
él sobre aviso, impediría su embarque a tiempo, si por ventura lo in-
tentaba tan escasa y desastrada gente; y en suma, que para esto, y para
cualquiera otra cosa que en el asunto tuviese que reclamar en nombre
del derecho de España y de la justicia universal, del derecho de gentes
y del honor de las naciones, contaba con el Gobierno de la Unión, de
quien no tenía sino elogios que hacer por la completa justicación,
benevolencia y equidad de que estaba dando pruebas relevantes.
De lo cual debemos concluir, o que la expedición se ha desbarata-
do con motivo del descubrimiento de la conspiración de Cuba, o que
ésta (como casi siempre sucede) estaba engañada respecto de las fuer-
zas exteriores con que los bandidos de la Unión ofrecieron auxiliarla;
si bien, en último resultado, ha sido útil toda esta alharaca, pues ella,
aumentando el tamaño del peligro, ha estimulado el celo para preve-
nirle, y hecho allegar mayores medios para arrostrarle con buen éxito.
¡uiera Dios que ese mismo celo, legítimo y santo para la defensa, no
exceda en la represión los límites de la necesidad, de la equidad y de
la prudencia!
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Y ahora digamos unas cuantas palabras acerca de los conspirado-
res, según la lista ocial que de ellos tiene el Gobierno.
Han sido aprehendidos:
En La Habana. Don Ramón Pintó (cabeza de la conjuración),
Cintra, don José Antonio Echavarría, don Carlos Rusca, don Juan
Cadalso, los dos Balvines hijos, Pinelo.
En Matanzas. Don Benigno Gener, Santa Cruz de Oviedo.
En Bejucal. Cabrera, Palma.
En Güines. Don Manuel Hernández, don Basilo Mena, don Sera-
fín Rodríguez.
En Cienfuegos. Entensa, Entensa (hijo del anterior), Cadalso.
En Puerta de Golpe (Villa Clara). El señor cura párroco.
En Cárdenas. Don Diego Fonseca, Mancebo, don Francisco Cadalso.
En Pinar del Río. Don José Pío Díaz, don Manuel Vingut, don
Bartolomé Blanco, don Bartolomé Blanco (hijo del anterior), don
Mariano Ramírez.
En Trinidad. Don Francisco Pérez, don Juan Goñi, don Alejo Iz-
naga, don Pablo Arcides.
En Jaruco. Don José Cándido Valdés (el cura párroco).
Andaban prófugos don Miguel Cantero (vecino de Trinidad),
don José Muñoz (de Cárdenas) y algún otro.
A la fecha (12 de febrero) de la primera comunicación del Capitán
General, un scal de la Comisión Militar estaba instruyendo con toda
actividad la sumaria; la comunicación de 27 del mismo anuncia que
pronto estaría concluida en la parte relativa a los reputados cabezas de
la conspiración, a saber, Pintó, Echavarría y Cintra.
Don Ramón Pintó, hijo de España y natural de Cataluña, fue novi-
cio en el monasterio de San Lorenzo del Escorial, y en tal condición le
halló la exclaustración decretada en 1822. Obligado a variar de vida, y
propio para todas ellas, dio al traste con las ideas y hábitos monásticos,
y se alistó en la Milicia Nacional de Madrid, en cuyas las hizo el viaje
a Cádiz escoltando al Rey. A la caída del Gobierno constitucional en
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1823, tomó el partido de emigrar a la Isla de Cuba, donde, merced a
la protección que el general Vives dispensó a las innitas víctimas de
la persecución realista que se presentaron en aquellos dominios, vivió
seguro y tranquilo. Dotado de ingenio; con un carácter enérgico, activo
y emprendedor; gran músico y mejor cantante; hombre alegre y de rum-
bo como un torero, chistoso y decidor como un andaluz; reuniendo,
por n, en su persona (que por otra parte carece de atractivos) las raras
cualidades, no siempre correlativas, de insinuación y de imperio, consi-
guió a fuerza de trabajo colocarse en situación ventajosa, hasta llegar a
ser uno de los hombres más visibles de La Habana. A él principalmente
se debe la fundación del Liceo artístico y literario de dicha ciudad, cuya
presidencia ha ejercido desde el primer día de su apertura sin intermi-
sión, habiendo sido reelegido cuatro o cinco veces. Esta circunstancia,
acompañada de sus corteses modales y prodigiosa actividad, le permi-
tieron ejercer de luego a luego grande inuencia en el país, y aun en las
elevadas personas que enviaba España a su gobierno. Y así, entraba con
facilidad en Palacio; se hombreaba con los primeros empleados de la
Isla; y los Capitanes Generales, no sólo le dispensaban bastante consi-
deración, sino que le sentaban frecuentemente a su mesa, y en no pocas
ocasiones se valían de él para negocios de importancia. Cuéntase (¡y oja-
lá no sea verdad!) que a pesar de ser deudor de constantes atenciones al
general Concha, era el que estaba encargado de asesinar con su propia
mano a éste en el teatro. Una rarísima casualidad hizo que se descubriese
en su casa un papel en que estaba trazado el plan de la conspiración; y
fue preciso hacerle gran violencia para quitárselo de las manos e impedir
que le destruyera. ¡Infeliz! ¡Cómo que en ello le iba la vida!
Don José Antonio Echavarría es natural de la provincia de Bar-
celona, en la República de Venezuela, y por lo tanto paisano del des-
graciado Narciso López, que procedía de la misma nación, y aun del
mismo pueblo. Avecindado en La Habana desde sus más tiernos años,
se había granjeado la estimación general por sus elevadísimas prendas
de corazón, de inteligencia y de carácter; seguro en el trato, rme en la
amistad, candoroso y ferviente en los afectos; alma educada en la ince-
sante contemplación de la heroica virtud de los antiguos tiempos. Era
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ingeniero del ferrocarril de Matanzas, y sobresale en su profesión, pero
todavía es más eminente como historiador y narrador de escenas de
costumbres. Echavarría es uno de los más elegantes, castizos y enérgi-
cos escritores de nuestra lengua, cuyos grandes modelos ha estudiado
siempre con la fruición que sólo puede experimentar el que es capaz
de comprenderlos y aspira a la difícil gloria de imitarlos.
Cintra es el abogado de más reputación y más negocios del colegio
de La Habana.
Don Miguel Cantero, a quien se supone prófugo, es el más rico
propietario de Trinidad. La cosecha anual que le dan sus ingenios po-
cas veces baja de treinta mil cajas de azúcar, lo cual, en un año común,
supone una renta líquida de treinta mil onzas de oro.
A excepción de las personas citadas, y de un tal Iznaga, que parece
ser también rico propietario, todos los demás arrestados carecen de
nombradía, si bien son gente de viso e inuencia en sus respectivas
comarcas.
Y ahora diremos al Gobierno con el primer poeta castellano:
“¡Ay triste! ¿Y aún te tiene
el mal dulce regazo? ¿Ni llamado
al mal que sobreviene
no acorres? ¿Ocupado
no ves ya el puerto de Hércules sagrado?”
Y con Saavedra Fajardo:
“Sobre las piedras de las leyes, no de la voluntad, se funda la verda-
dera política... No es mejor gobernador el que más castiga, sino el que
excusa, con prudencia y valor, que no se dé causa a los castigos”.
Relaciones Exteriores. No dejan de ofrecer novedad e interés los
asuntos internacionales ocurridos en todo el mes de marzo.
Uno, harto desagradable, tenemos pendiente con Francia; y es el
siguiente:
Declarada ya la guerra entre Rusia y las potencias occidentales, suce-
dió que un buque de aquella nación (la fragata Luisa) fue vendida en
Cádiz a un comerciante español llamado don Javier L. Bustamante.
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Cambiose el nombre primitivo del buque en el de Valentina, y hechas las
convenientes diligencias de nacionalización y abanderamiento, salió de
Cádiz con carga y pasajeros para Santander; pero dos vapores de guerra
franceses, que a la cuenta estaban en acecho, le apresaron a corta distancia
de Cádiz, desembarcaron los pasajeros en Gibraltar, y condujeron el bu-
que a Orán con propósito, sin duda, de declararle buena presa.
Cuando el señor Bustamante adquirió la Luisa o Valentina en junio
del año anterior, acudió a nuestro Gobierno solicitando el abanderamien-
to del buque, en atención a haber hecho su compra legalmente y bona de.
En su consecuencia, el Ministro de Estado escribió a los Embajadores de
Francia e Inglaterra en esta corte poniendo el hecho en su conocimiento, y
pidiéndoles le trasmitiesen al de sus gobiernos respectivos para los efectos
consiguientes, esto es, para que los cruceros y buques de guerra de ambas
naciones respetasen a la Valentina como propiedad española, y en calidad
de tal la tuviesen y tratasen. El señor embajador inglés contestó que así lo
haría; pero el francés protestó contra la legalidad de la venta como opuesta
al reglamento de 16 de julio de 1778, en el cual declaró Francia que nin-
gún buque enemigo podía ser vendido a neutrales, ni en puertos neutra-
les, después de declarada la guerra y empezadas las hostilidades.
De esta protesta y de las negociaciones entabladas para obtener
que Francia desistiese amistosamente de ella, dio conocimiento nues-
tro Ministro de Estado al de Marina; pero el señor Santa Cruz, atento
sólo a la legalidad y buena fe de la compra de la Luisa por súbditos es-
pañoles, y estimando acaso que la jurisprudencia marítima de Francia
en este asunto no es “absoluta, por cuanto no es “universal”, autorizó
el abanderamiento del buque; con lo cual su nuevo propietario, más
impaciente quizá de lo que la prudencia requería, lo echó al mar con
el deplorable resultado que sabemos.
Estos son los hechos. Veamos ahora lo que se alega.
ue el Gobierno español, por conducto del Ministerio de Marina,
declaró la compra legal y de buena fe, con cuya declaración el buque,
debidamente abanderado, quedó hecho español. Pero no se tiene en
cuenta que había protesta fundada en una jurisprudencia vigente en la
nación que la interponía; ni que, aun concediendo que semejante juris-
prudencia es privativa y no universal, todavía era necesario resolver el
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caso por negociación, sin que a una de las partes le fuera dado resolverle
por sí y ante sí. Hecha la protesta y empezada la negociación, lo único
que procedía era esperar su resultado, rescindir la adquisición, y para
todo evento mantener el buque al abrigo del puerto en que se hallaba.
Alégase también que la venta de la Luisa se hizo dentro del plazo
o término jado por las potencias beligerantes “para los casos de esta
naturaleza entre el enemigo y los neutrales. En lo cual hay mala inteli-
gencia. El plazo o término de que se habla fue concedido por Francia e
Inglaterra a los buques rusos para que saliesen de los puertos franceses
e ingleses restituyéndose a los suyos; no para que las seis semanas ja-
das al efecto sirviesen a otros nes.
Ahora, no obstante lo que antecede, nuestra opinión es que la
equidad y la justicia, si no la estricta legalidad, están de parte de Espa-
ña en la cuestión; y para sentir así nos fundamos, entre otras razones,
en las tres siguientes:
1ª ue la jurisprudencia francesa establecida por el reglamento de
16 de julio de 1778 no era conocida ni de los compradores del bu-
que ni del Gobierno español cuando ocurrió el caso en junio del año
próximo pasado.
2ª ue Inglaterra y otras naciones, más liberales que Francia en
este punto, no reconocen semejante jurisprudencia, y legitiman las
ventas hechas bona de; y
3ª ue existe un antecedente favorable para nosotros en el asunto;
y es el de un buque ruso (el Holtie) vendido a súbditos holandeses en
Rotterdam, después de declarada la actual guerra entre Rusia, Fran-
cia e Inglaterra; cuya venta, reconocida amigablemente por Francia,
como hecha legalmente y de buena fe, constituyó buque holandés al
Holtie, sin más condición que la de que dicho buque, destinado en un
principio al Báltico, hiciese viaje al Mediterráneo.
Posteriormente ha publicado el Moniteur de París una especie de
edicto anunciando que en Argel se instruye expediente sobre el apre-
samiento de la Valentina, el cual debe someterse al Consejo Imperial
de Presas; :v el señor Luzuriaga, que desde el principio tiene puesta una
atención especial a este asunto, ha comunicado el aviso del periódico o-
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cial francés a los interesados en el buque y carga, y ordenado a la legación
española en París y a nuestro consulado en Argel, intervengan del modo
posible y más ecaz para proteger los intereses españoles deshaciendo el
error que se comete al suponer rusa la fragata y simulado el nombre de
Valentina; todo sin perjuicio de las negociaciones directas entabladas ya
entre el Ministro de Estado y el señor Embajador francés en esta corte.
Pasemos ahora de un asunto desagradable con Francia, a otro, no
muy bueno, con Inglaterra.
Apenas tuvo conocimiento lord Howden de la segunda base para la
futura Constitución, dirigió al señor Ministro de Estado una nota que
bien podemos llamar exploradora. En ella manifestaba el representante
británico deseos de saber cuál sería, bajo el punto de vista religioso, y
con motivo de dicha base, la situación de los súbditos ingleses residentes
en España, y que perteneciesen, ora a la comunión protestante, ora a
cualquiera de las sectas conocidas en la Gran Bretaña; celo éste de lord
Howden harto prematuro, y acaso indiscreto, supuesto que la base se-
gunda podía ser aceptada o desechada, o experimentar por último al-
guna modicación, como en efecto ha sucedido. El señor Luzuriaga no
contestó a esta nota, y lord Howden reprodujo su demanda.
Tampoco se dio el Ministro de Estado por entendido de esta se-
gunda excitación; y habiendo ocurrido entretanto en Sevilla el caso
de que ciertos agentes del Gobierno penetrasen, sin mandato judicial,
en la habitación de un súbdito inglés, y allí disolviesen una reunión de
protestantes, que en privado ejercían su culto, lord Howden, después
de reiterar el contenido de sus notas anteriores, pedía explicaciones
sobre esto que él calicaba de ilegal violación de domicilio y ofensa
grave hecha a la santidad de los tratados.
Parece que a estas notas no tardó en contestar respectivamente el
señor Luzuriaga, diciendo: que la base cuya aclaración se solicitaba,
no podía ya ser ocasión de dudas para el señor Ministro de S. M. B.,
supuesto que la palabra “civilmente” (origen de la duda y objeto de
la solicitud) había desaparecido en la redacción denitiva; que aun
dado caso que la inteligencia de dicha base fuese oscura, no tocaba al
Gobierno aclararla por medio de interpretaciones; que tales interpre-
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taciones, cuando se dan en términos generales, tocan exclusivamente
al legislador, y cuando se reeren a casos particulares resultan de los
fallos de los tribunales de justicia, los cuales fallos constituyen por sí
jurisprudencia; que al Gobierno sólo compete velar por la ejecución
de las leyes; y por último, que, respecto al caso ocurrido en Sevilla, el
Gobierno español no tenía el menor conocimiento de él.
Esta última parte de la contestación del señor Luzuriaga hubo de ofen-
der a lord Howden; no sin razón, pues lo menos que merecía era que se le
prometiese averiguar el caso y pedir antecedentes a Sevilla, con protesta de
hacer lo conveniente para dejar la verdad en su lugar y satisfecha la justicia.
Ello es que, por ésta u otra razón, tomó el señor Embajador inglés el par-
tido de pasar otra nota concebida en términos, si bien atentos y corteses
en la forma, bastante duros en el fondo; y tanto que, dada cuenta de su
comunicación en Consejo de Ministros, llegó a dudarse (según se nos ha
dicho) si cumplía o no al decoro del Gobierno devolverla. No se devolvió,
pero nos consta que el señor Luzuriaga, insistiendo en sus contestaciones
anteriores, y reservándose juzgar del asunto de Sevilla para cuando se le
trasmitiesen los informes que había pedido, demuestra enérgica aunque
templadamente el derecho que asiste al Gobierno español para proceder
como lo hace en el asunto ventilado.
El tercero de que tenemos que dar cuenta es el famoso del Black-
Warrior con los Estados Unidos, en el cual, según han dicho los perió-
dicos, sin ser desmentidos por la Gaceta, el señor Luzuriaga ha dado
un corte que permite esperar su arreglo denitivo y favorable. Parece
ser que nuestro Ministro de Estado reconoce, en una nota dirigida
al Gabinete de Washington, que la detención y secuestro del buque
norteamericano se hizo, si no ilegalmente, a lo menos con falta de
equidad; y ello, lo primero porque había hecho muchos viajes sin las
formalidades que al n, y sin previo apercibimiento, se le exigieron; y
lo segundo, porque había presentado el maniesto de su cargamento
en tiempo hábil y legal, según los reglamentos de las aduanas de Cuba.
Hecha semejante declaración, procedía que se tocase el punto crudo y
crítico de los resarcimientos, y el no menos grave de la responsabilidad
contraída por los empleados de la Isla en el asunto. Tocante a lo uno
el señor Luzuriaga se prestará a toda composición que no sea onerosa
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para España, supuesto que, devuelto, como lo fue, el buque a sus due-
ños, poco tiempo después del secuestro, no puede tratarse ya de una
compensación muy cuantiosa. Respecto a lo otro, nuestro Ministro de
Estado someterá la conducta de los empleados de Hacienda de Cuba
al examen y fallo del Tribunal Supremo de Guerra y Marina.
Una declaración semejante, o idéntica a ésta, había querido hacer
el señor Pacheco cuando fue Ministro de Estado, pero el Consejo se
negó a aceptarla en atención a no existir nota alguna del Gobierno de
los Estados Unidos que diese motivo u ocasión decorosa a un paso
semejante. Y lo singular en este asunto es que la nota de los Estados
Unidos (nota de templados términos y grandemente conciliadora)
existía, pasada por Mr. Marcy, Ministro de Relaciones Exteriores de
la Unión, a nuestro Ministro de Estado; y existía, y estaba en Madrid,
desde el tiempo mismo del señor Pacheco. Pero Mr. Soulé, a cuyas
manos, por desgracia, había venido, juzgó conveniente a sus misterio-
sos propósitos y tortuosa política, callar y guardarse el escrito, el cual
presentado pocos días solamente antes de su última, y si Dios quiere
eterna partida de España, proporcionó al señor Luzuriaga el requisito
que se deseaba, y de que privó a su antecesor la conducta de Mr. Soulé;
conducta incalicable a la verdad, si son ciertos los hechos referidos.
Interpelado sobre ellos el señor Luzuriaga en la sesión de Cortes
correspondiente al 5 de marzo, contestó que todavía estaba pendiente
la negociación; pero que tenía, sin embargo, la satisfacción de anun-
ciar que, “haciendo justicia solamente, abrigaba la esperanza de llegar
a un arreglo pacíco y amigable del asunto.
Para concluir con los Estados Unidos, en este capítulo de sus re-
laciones internacionales con España, diremos que, habiendo renun-
ciado el encargo de representarlos en esta corte Mr. Brekenridge, ha
sido nombrado en su lugar Mr. Dodge, sujeto estimabilísimo, según
noticias; algo áspero en los modales, y un tanto cuanto acedo en el
carácter, pero de honradez cabal y de una justicación a toda prueba.
Las últimas noticias que, hoy 26 de marzo, tenemos del señor Pa-
checo, son las de haber llegado a Roma el 10 del mismo, a las cinco de
la tarde, hora en que, apeado apenas del coche de viaje, escribió al Go-
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bierno su feliz arribo. ¿Por dónde han sabido, pues, algunos periódicos
que nuestro Embajador no había logrado ver al Padre Santo a pesar de
exquisitas diligencias, y (añaden) de no pocas humillaciones? Cuando el
señor Pacheco se haya desempolvado, lavado, vestido, y pasado siquiera
un día, bueno y sano, en la capital del orbe cristiano, nos dirá sin duda
lo que debemos creer en el asunto. Entretanto, y mientras tengamos la
satisfacción de ver entre nosotros a monseñor Franchi, no hay cuidado.
Francia nos ha dado, y sigue dándonos, muestras inequívocas de
benevolencia y buena amistad, internando, sin conmiseración ni mi-
ramiento, a cuantos carlistas aparecen en la frontera, ya amagando
traspasarla, ya con achaque de establecerse y morar en los pueblos co-
marcanos. Bien está este comportamiento, por el cual debemos mos-
trarnos sinceramente agradecidos, pero conviene tener presente que
en Francia se han descubierto algunas conspiraciones legitimistas, en
comunicación y estrecha alianza con los absolutistas españoles.
El Embajador inglés en Madrid, ha demostrado recientemente cuánto
se interesa por la tranquilidad de España. En efecto, habiendo llegado el
24 a noticia del digno lord Howden que la plaza de Tarifa, según decían
algunos periódicos, era objeto de las asechanzas del partido carlista, deseo-
so de apoderarse de ella por un golpe de mano, dirigió inmediatamente
(a las doce de la noche) una nota al Gobierno español poniendo en su
noticia cómo había dado orden al gobernador de Gibraltar para que todas
las fuerzas navales de S. M. B., surtas en el puerto, prestasen mano fuerte
a las autoridades españolas, vigilasen las costas, y pusiesen a cubierto la de
Tarifa de toda clase de agresión, cualesquiera que fuesen los enemigos de
S. M. la Reina doña Isabel II que la intentasen. Este paso de lord How-
den, noble y franco como su carácter, ha venido a probar que sus últimas
contestaciones con el Gobierno español en nada han alterado las íntimas
relaciones que felizmente existen hoy entre España e Inglaterra.
Coronación del poeta Quintana. Aunque la índole de nuestra Revista
pudiera y aun debiera eximirnos de la obligación de dar cuenta en ella
de otros asuntos que de los políticos, todavía queremos apartarnos de
la regla haciendo una excepción con la gran solemnidad literaria a que
alude el título del presente artículo. Muévenos a ello el deseo de que
nuestros lectores de provincias, y principalmente de Ultramar, formen
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idea, siquiera imperfectísima, de un suceso tan notable, o mejor dicho,
único en los fastos de nuestra literatura: cuanto más que si bien se mira,
hay en este suceso de político la circunstancia de reunir el poeta laurea-
do la doble calidad de ingenio sobresaliente y de eminentísimo patriota.
El domingo, pues, 25 de marzo, como estaba anunciado, se celebró
la coronación de don Manuel uintana en el local del antiguo Senado,
y más antiguo palacio de doña María de Aragón. Ocupaba la tribuna
pública una escogida y numerosa orquesta; en las tribunas reservadas
se hallaban los Ministros diplomáticos con sus señoras, y varias perso-
nas invitadas a la ceremonia; lucían sus galas y deslumbradora belleza
en los bancos del Senado muchas damas de distinción; en los primeros
asientos se colocaron académicos, literatos, diputados, generales, magis-
trados, y grandes empleados de la Corte; y nalmente, no lejos del sitial
dispuesto para SS. MM. se veía, colocada en una rica mesa, la primorosa
y soberbia bandeja de plata que contenía la corona destinada al poeta.
La marcha real anunció poco después de las dos y media de la tarde
que SS. MM. se acercaban. Salieron a recibirlas los señores Ministros y los
individuos de la comisión que entendía en lo relativo a la solemnidad; y
luego entraron en el salón, precedidas de los unos y seguidas de los otros.
La Reina llevaba un magníco traje blanco de seda, bordado de verde y
adornado con encajes, y un precioso aderezo de perlas y brillantes; el Rey
vestía uniforme de Capitán General. Acompañaban a SS. MM. la señora
Duquesa viuda de Alba, camarera mayor; la señora condesa de Puñonros-
tro, dama de guardia; el Duque de Bailén, sumiller de corps; el Conde de
Altamira, mayordomo del Rey; el Capitán General de Madrid; los Gober-
nadores militar y civil; y un numeroso Estado Mayor: todos de gran gala.
Ocupado el Trono por las Reales Personas, entró el señor uintana
en el salón acompañado de don Francisco Martínez de la Rosa, presiden-
te de la Academia Española, y de los señores Infante y Ferraz, presidente
el uno de las Cortes, y el otro primer Alcalde constitucional de Madrid.
Besó uintana las manos de SS. MM. y fue luego a colocarse en el sitio
que se le tenía señalado, hecho lo cual subió a la tribuna don Pedro Calvo
Asensio (Diputado a Cortes, director de La Iberia, autor y promovedor
del pensamiento de la coronación que entonces se ponía por obra) y leyó
el discurso alusivo a la circunstancia que prevenía el ceremonial acordado.
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En seguida los señores Martínez de la Rosa e Infante condujeron
a uintana a los pies del Trono. El señor Hartzembusch tomó la ban-
deja en que estaba la corona, y puso ésta en manos del señor Duque de
la Victoria, de quien la recibió S. M. la Reina para ceñir con ella, como
lo hizo, las sienes del afortunado vate, en medio de un profundo reco-
gimiento de la concurrencia, a que luego sucedió grande, espontánea
y calurosa explosión de vítores a S. M. y al poeta coronado.
Llevando puesto el laurel de oro y acompañado de sus padrinos,
colocose éste en frente de S. M., aunque a respetuosa distancia; y con
acento conmovido dirigió algunas palabras de gratitud a la que “se
asociaba a aquel acto, en nombre de la patria, como Reina; en nombre
de las letras, como discípula”: corteses e ingeniosas palabras con que
honró S. M. a su antiguo ayo.
En este solemne memento tocó la orquesta y se cantó con entu-
siasmo un himno compuesto por Ayala (autor del Hombre de Estado,
Rioja y otras obras notables) y puesto en música por Arrieta, conclu-
yendo la verdadera ceremonia de la coronación con la lectura que hizo
doña Gertrudis Gómez Avellaneda de una excelente oda que copia-
mos a continuación, junto con las composiciones de Romea y Hartz-
embusch, únicas que el espacio disponible nos permite insertar, y que,
puestos en el caso de juzgar las muchas escritas para celebrar el suceso,
habríamos escogido (con paz sea dicho) como más dignas de él y de
la reputación de sus autores; si bien reconocemos en todas las demás
dotes apreciabilísimas de pensamiento y de dicción.
Y ahora, congratulándonos con las letras españolas por este me-
recido premio concedido a uno de sus más venerables y beneméritos
representantes, debemos manifestar el deseo de que semejantes de-
mostraciones no se desautoricen y envilezcan prodigándose. Esta vez
la prensa, anticipándose a la posteridad e invadiendo sus fueros, ha
acertado a interpretarla; otra vez puede darle que reír poniéndose en
desacuerdo con sus fallos soberanos.
Hechos varios y resoluciones importantes del Gobierno. Entre estas
últimas hay que contar dos circulares del Ministerio de la Goberna-
ción. Una de ellas, su fecha 7 de marzo, declara que las bases de la
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futura Constitución del Estado, una vez votadas por las Cortes Cons-
tituyentes, están “fuera de toda discusión, y que así lo han acordado
las mismas Cortes resolviendo no oír las peticiones que contra ellas le
sean dirigidas; que los que, abusando de la credulidad de las personas
sencillas, agitan los ánimos, hacen exposiciones y recogen rmas con
que se intenta falsear la verdadera opinión del reino, “disfrazando a
la sombra de sentimientos piadosos sus conatos de perturbación, no
sólo atentan contra la autoridad de las Cortes, sino que esparcen la
alarma, y turban la tranquilidad y el sosiego público; y que por estas
consideraciones, y para que tenga cumplido efecto lo acordado por
la Asamblea, S. M., conformándose con el parecer de su Consejo de
Ministros, se ha dignado mandar eviten los gobernadores civiles de las
provincias se rmen y dirijan exposiciones contra las bases de la Cons-
titución aprobadas, y que en lo sucesivo se aprueben, sin perjuicio de
entregar a los tribunales de justicia a todos los que con este motivo
cometan actos penados por las leyes.
Con esta circular acudió el Gobierno a parar los golpes que sus
varios enemigos empezaban a asestarle en nombre y por virtud de la
famosa base religiosa; pues, en efecto, no ya sólo los prelados, a quie-
nes incumbe por derecho propio y deber imperiosísimo de su sagrado
ministerio velar por la unidad del culto, habían representado contra la
base, sino que también empezaban a hacerlo los pueblos a excitación
de los bandos políticos, y hasta las mujeres, a sugestión, sin duda, del
demonio instigador de la vanidad y petulancia de su sexo.
La segunda circular (su fecha 12 de marzo) manda que los cons-
piradores y rebeldes sean juzgados con arreglo a la severa ley de 17
de abril de 1821; medida que el Gobierno ha juzgado necesaria para
hacer instantáneo el castigo de los perturbadores del sosiego público
por medio del juicio breve y sumario de las comisiones militares.
***
Por el telégrafo eléctrico se recibió en Madrid el 10 la noticia del
fallecimiento del señor don Carlos María de Borbón, ocurrido en
Trieste a las nueve de la mañana del mismo día.
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Hacía cinco años que don Carlos se vio acometido de un accidente
perlático, de cuyas resultas arrastraba una existencia valetudinaria que
iba prolongando con auxilio de los baños de Baden. Su médico, el señor
Cardona, escribía algún tiempo antes a uno de sus amigos anunciándole
una catástrofe, pues se le habían arraigado al paciente tan recias e indo-
mables tercianas que ningún medicamento era poderoso a combatirlas.
Había nacido don Carlos el 10 de marzo de 1788; y ha fallecido,
por consiguiente, el día en que cumplía 67 años de edad. Ocho hacía
que vivía en Trieste en compañía de su esposa y de su hijo menor don
Fernando, rodeado sólo de tres o cuatro antiguos y eles servidores.
Ocupaba el segundo piso de una casa sumamente modesta; y si algu-
nas veces paseaba en coche era porque se lo prestaba el gobernador
austríaco de la plaza. Los únicos medios con que contaba para sub-
sistir consistían en una pensión que le había señalado el emperador
de Rusia Nicolás, cuya muerte, ocurrida ocho días antes que la suya,
acaso le había privado de todo amparo y protección.
Muchos males causó a España este desgraciado príncipe; pero es
de justicia reconocer que, a falta de dotes políticas y de mando, poseía
grandes virtudes privadas, a las cuales dio realce la cristiana resigna-
ción con que sobrellevó constantemente el infortunio.
***
Por renuncia tenaz que hizo el señor Ríos Rosas del puesto de em-
bajador español en Portugal, nombró el Gobierno para sucederle al
señor don Patricio de la Escosura, Diputado a Cortes. Dícese que el
nuevo Ministro irá a desempeñar realmente su destino... en Lisboa,
tan pronto como terminen los debates sobre el proyecto de ley de
desamortización general que, como individuo de la comisión, tiene
que sostener en el Congreso. Mucho lo deseamos por España, por
Portugal, por nuestro Gobierno y por el señor Escosura; pues sobre
ser necesaria la presencia de nuestro Embajador en la capital del ve-
cino reino, es tiempo ya de que los puestos diplomáticos españoles se
ejerzan en las cortes extranjeras, que no en la villa y corte de Madrid.
Hace poco estaban en ésta los señores Olózaga, Ríos Rosas, González,
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Pacheco y González Brabo, en lugar de hallarse respectivamente en
París, Lisboa, Londres, Roma y Viena; pero la salida efectiva del señor
Pacheco para Italia; la que se anuncia del señor Escosura para Portu-
gal; la que ya debe haber emprendido el señor Olózaga para Francia; y,
en n, otras partidas necesarias, harán que, recogido cada embajador
a su puesto, deje el de Diputado a los que no son aún embajadores.
***
No sabemos si la desamortización es pecado más grande que la to-
lerancia de cultos, pero lo que parece indudable es que la primera tiene
la desgraciada propiedad de inspirar más profunda indignación que la
segunda a algunas almas piadosas. Así a lo menos lo persuade la con-
ducta reciente del obispo de Osma. Representó este prelado contra la
base religiosa, pero lo hizo en términos comedidos que no llamaron
particularmente la atención de las Cortes ni del Gobierno. Menos
prudente cuando se ha tratado de la venta de los bienes del clero, no
sólo ha protestado contra ella, sino que ha amenazado a los Diputados
que la voten con negarles la sepultura eclesiástica y los fueros de cris-
tianos en la vida y en la muerte. Celoso el Gobierno por la salvación
de tanta alma de Diputado como corre peligro de condenarse por ese
motivo, cuando por otros no están, que digamos, muy seguras de la
gloria eterna, pidió a las Cortes que le pasaran la representación del
obispo para entenderse directamente con él en asunto tan grave y pe-
liagudo. Accedieron las Cortes a la solicitud del Gobierno, y éste ha
llamado al prelado a la Corte, después de dar conocimiento del caso a
la Cámara Eclesiástica. Entre la Cámara y el Gobierno (interviniendo
la ley y los respetos debidos a la autoridad) tratarán de que el obispo
tache por sí mismo las palabras ofensivas de su escrito; y cuando, des-
pués de emplear los mayores miramientos y amigables persuasiones,
no acabasen con que él se desdiga, parece que al viaje denitivo de
los Diputados desamortizadores al inerno, precederá el del obispo
de Osma a las Canarias, llamadas en la antigüedad Islas Afortunadas
o verdaderos Campos Elíseos. Por manera que si el obispo propina a
los Diputados el Tártaro, el Gobierno condena al prelado al Paraíso.
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También han representado contra la desamortización el arzobispo
de Santiago, los obispos de Murcia y de Cartagena, y otros. Todos los
prelados, como es natural y hasta puesto en razón, representarán con-
tra la venta de los bienes del clero. Ninguno, sin embargo, ha omitido,
hasta hoy, al dirigirse a las Cortes con el más profundo respeto, los
términos de benevolencia y cortesanía que, sin quitar nada a la verdad
ni al derecho, dan lustre y realce al uno y a la otra.
***
Con la época de estas manifestaciones coincide la salida de sor
Patrocinio de Madrid, enviada por el Gobierno a un convento de
Baeza. De esta monja se ha hablado mucho en años anteriores por
sus llagas milagrosas, en que pocos creen, y que Roma no ha cali-
cado todavía. Siguiendo, pues, la prudente reserva de la Santa Sede,
nada diremos de las llagas; pero como la monja, por la cuenta, hace
otros milagros que no son enteramente del gusto de los que gobier-
nan, éstos han solido empeñarse en que los cometa lejos de la Corte,
sin duda para la mejor edicación de las provincias. Nosotros desea-
mos que España tenga algún día un Gobierno bastante fuerte para
dejar que las monjas hagan libre e impunemente en sus conventos las
diabluras que les dé la gana.
***
El 18 se vericó la solemne inauguración del ferrocarril de Madrid
a Albacete, sección considerable de la línea general que en breve debe
unir a la Corte con uno de los mejores puertos del Mediterráneo.
***
El 28 por la tarde salieron SS. MM. para el Real Sitio de Aranjuez,
donde permanecerán de Jornada, según costumbre, algunos meses.
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***
Desde el día anterior por la noche empezaron a notarse en Madrid
síntomas graves de alteraciones encaminadas, si no a turbar el orden,
por lo menos a suscitar embarazos al Gobierno. Tratábase, en efecto,
de reuniones de los comandantes de la Milicia Nacional cuyo objeto
era manifestar disconformidad con la política de los Ministros, y dar
un voto de censura a cuatro de ellos: los señores Luján, Aguirre, San-
ta Cruz (el de Gobernación) y Luzuriaga. Pero como no es nuestro
propósito hacer una relación minuciosa de los hechos ocurridos desde
entonces, nos limitaremos a decir que la reunión de los comandantes
tuvo lugar; que, gracias a algunos de ellos (hombres razonables y ver-
daderamente patriotas), la reunión se disolvió sin determinar cosa al-
guna; que, a la sombra de ella, hubo en varias calles y plazas principales
grupos numerosos de milicianos armados dispuestos a todo; que algu-
nos acudieron (por fortuna en vano) a cierto cuartel de la Milicia con
el n de sorprender su guardia, extraer las cajas de guerra que en él se
custodiaban, y tocar generala a toda prisa; que el celo del Gobernador
civil, Sr. Sagasti, concluyó por dispersar los grupos; y, nalmente, que
el Gobierno, con razón indignado de semejante conducta y deseoso
de impedir que se reprodujese, resolvió, entre otras cosas, presentar al
Congreso un proyecto de ley concebido en términos capaces de estor-
barla en lo sucesivo, y para siempre.
Pero antes de poner a la vista de nuestros lectores este proyecto de
ley, conviene dejar sentado que a la reunión de que hablamos había
precedido una embajada de varios jefes de la Milicia al general Espar-
tero, con el n de persuadirle la modicación ministerial que arriba se-
ñalamos. Reérese que el señor Presidente del Consejo, sin dar tiempo
a que los embajadores desenvolviesen por completo la manifestación
de su deseo, contestó con energía que entre las Cortes y la Corona no
reconocía, ni reconocerá nunca, poder alguno intermedio; que a las
Cortes, y a nadie más, corresponde indicar al Trono la conveniencia
de cambiar de Ministerio; que la Representación Nacional tiene su
derecho expedito para declarar, si es que así lo estima útil, que los Mi-
nistros actuales no merecen su conanza, pero que mientras esto no se
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verique, el Gobierno permanecerá rme en su puesto, resuelto a obli-
gar a todo el mundo, por todos los medios necesarios, a respetar la ley
y las prerrogativas de la Corona y de las Cortes. Aludiendo a la Milicia
Nacional, manifestó el Sr. Duque, con no menos entereza y razón, que
conocía perfectamente el buen espíritu de que estaba animada por lo
cual era seguro que si alguno intentaba extraviarla, ella, desoyendo la
voz del engaño o de la traición, seguiría como hasta aquí el camino de
la legalidad, y continuaría siendo un modelo de cordura y sensatez.
El proyecto de ley presentado dice así:
Artículo único. La Milicia Nacional no puede discutir, deliberar
ni representar sobre negocios políticos ni otros asuntos más que los
relativos a su organización. Los que falten a esta disposición serán
castigados con arreglo a las leyes. Madrid, 28 de marzo de 1855.– El
Ministro de la Gobernación, Francisco Santa Cruz.
Al apoyar este decreto en el acto de su presentación, y posteriormen-
te en cuantas ocasiones se han ofrecido, ha protestado el Gobierno de su
respeto a la Milicia como institución guardadora del orden y protectora
de la libertad, pero ni esta patriótica declaración, ni la que ha hecho atri-
buyendo (como es la verdad) los sucesos ocurridos a un corto número
de milicianos turbulentos, salvará su proyecto de ley de una fuerte opo-
sición en el Congreso, si por ventura no, como algunos lo auguran, de
una negativa formal y contundente. Ttase, con efecto, de un asunto en
que, por la primera vez desde el alzamiento de Julio, van a luchar frente a
frente y a brazo partido la verdadera libertad, hermana del orden, con la
demagogia, promovedora de la violencia y la anarquía; trátase de saber
si es posible el gobierno legal, o si sólo debemos y merecemos tener el de
las turbas, precursor del despotismo; trátase de averiguar si este pueblo
infeliz, clamando siempre por la libertad sólo conoce y emplea los me-
dios que, al envilecerla y deshonrarla, la hacen de todo punto inasequi-
ble; trátase, en n, de cuatro vacantes ministeriales, por lo menos; y no
son cosas éstas para abandonarlas al acaso, sin que los muchos patriotas
eminentes que desean servir a su patria en los primeros puestos del Esta-
do, dejen de emplear todos sus esfuerzos para conseguir el objeto de su
noble ambición a cualquier precio.
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Ello es que, aunque a los Ministros condenados por la Milicia no
se les hace, ni mucho menos se les prueba, cargo alguno; y aunque el
hecho cuya repetición quiere impedir el Gobierno es universalmente
reprobado; y aunque el Ministerio, conforme y unánime, hace cues-
tión propia o de Gabinete la aceptación del proyecto de ley por una
mayoría respetable, todo induce a creer que el combate será reñido y
muy disputada la victoria.
La Milicia quiere ser institución política; y siéndolo, necesita, se-
gún dice, velar por la libertad inuyendo en el Gobierno. “Si nos qui-
táis la facultad de discutir, deliberar y representar en asuntos políticos,
¿qué seremos?” – “Y si se os concede semejante facultad, ¿qué será el
Gobierno? ¿ué serán las Cortes?” decimos nosotros.
O las Cortes son la verdadera representación del país, y (presunti-
vamente) la voluntad pública, o no. En el primer caso, cualquier otro
poder que, no siendo el pueblo mismo, en su universalidad más alta,
se arrogue la facultad de coartar, limitar o modicar las de las Cortes,
es faccioso; en el segundo, no hay gobierno representativo. Y ahora
preguntamos nosotros: “¿La Milicia es el pueblo? Si es el pueblo, ¿qué
son los militares, los magistrados, los empleados, los hombres provec-
tos que por diferentes motivos no pertenecen a sus las? Y dando por
sentado que lo sea, ¿toca al pueblo, en los gobiernos representativos, el
derecho de insurrección permanente contra el Gobierno y las institu-
ciones que él mismo ha proclamado?”.
Por lo demás, el Ministerio tiene muy merecido lo que hoy le pasa;
y más que le pasase lo merecería. Abandonó a los partidos las eleccio-
nes y los partidos le dieron el caos en la Asamblea. Abdicó su legítima
iniciativa constitucional y hoy no tiene Constitución; y será mala la
que tenga. Hizo traición al Tesoro y al crédito público abandonando
la contribución de puertas y consumos, y hoy no tiene Hacienda. Y
en resolución, por perseguir un fantasma de voluntad nacional que
no se halla, ni es posible hallar, en parte alguna, abandonó en muchas
ocasiones la causa del orden y de la revolución, apadrinando la impu-
nidad de los que hoy le piden... el puesto, en nombre de una energía
cuya falta sólo a ellos ha favorecido, perjudicando, en general, a todo
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el mundo. No de otra manera algunos amantes ingratos, sin fe ni ley,
cohonestan la infamia de abandonar a sus víctimas echándoles en cara
la fragilidad que los ha hecho felices. Pretenden que la que ha cedido a
la seducción de uno, puede ceder igualmente a la de varios; y en todo
caso preeren, para guardar incólumes sus penates, a los muros derrui-
dos los que han sabido ser inexpugnables.
R.M. B.
apéndiCe
A ruego del señor Ministro de Hacienda quedó postergada el día
26 la discusión de la base constitucional relativa a la libertad de im-
prenta, y se inauguró la del proyecto de ley de desamortización gene-
ral, civil y eclesiástica.
Según noticias privadas y ociales llegadas últimamente de Italia, el
señor Pacheco fue recibido por el Papa, en audiencia solemne, el 17 del
próximo pasado. Se han llevado pues chasco los que anunciaban que
el Padre Santo desairaría a nuestro Embajador; pero como el toque de
este asunto consiste en tener siempre una noticia en el aire, y otra en el
taller, ya dicen los periódicos “bien informados” cómo el recibimiento
del señor Pacheco no es sino mera fórmula de atención; cómo pronto
tendrá que volverse, mohíno y cabizbajo, desesperado de alcanzar cosa
de provecho; cómo el Sumo Pontíce ha protestado ya contra la base
religiosa y la desamortización; y, en n, cómo todo se arreglará según
los deseos y miras de los “buenos”, que siempre son, por necesidad y por
instituto, enemigos jurados del Gobierno. Todo puede ser; pero éste no
ha recibido aún noticación ocial de la protesta ponticia.
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reVista polítiCa9*
Dejamos en la última parte de nuestra Revista anterior a los valero-
sos amigos de la omnipotencia de la Milicia y al Gobierno con las espa-
das altas y desnudas en guisa de descargar furibundos fendientes, tales
que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y defenderían de
arriba abajo, y abrirían como una granada. Y en aquel punto tan dudo-
so paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, que ahora, anudando
el hilo de ella, para que no quede manca y estropeada con disgusto de
los presentes y profundísimo dolor de los venideros, proseguimos di-
ciendo cómo, puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los
valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amena-
zando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente
que tenían. Y los primeros en descargar el golpe fueron los coléricos
milicianos; el cual golpe tuvo asomos, lejos, sombras y vislumbres de ser
dado con tanta fuerza y tanta furia, que, a caer en buen sitio, él solo fuera
bastante para poner n a su rigurosa contienda y a todas las aventuras
de nuestro buen caballero, el de la Mancha, y a las de los que a su lado
y sombra viven y militan. Pero por fortuna no fue nada; pues la buena
suerte que para mayores cosas le tiene guardado, torció las espadas de sus
contrarios de modo que, sin acertar a herir en parte noble, no le hicieron
más daño que acabar de desarmarle llevándole de camino toda la celada
con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo
dejándole más mohíno que maltrecho.
Así, parodiando uno de los más famosos y gallardos capítulos del
más gallardo y famoso libro español, podríamos contar y dejar per-
fectamente acabada la historia de lo ocurrido entre el Ministerio y
algunos malos milicianos nacionales, con motivo de la ley presenta-
da en Cortes prohibiendo a la Milicia toda reunión, deliberación y
representación en asuntos de política y gobierno. Hubo, en efecto, un
motín o conato de motín el día 10 de abril a la sazón que los Dipu-
9 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 671-692. (N. del E.).
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tados salían del Congreso, y a favor de la especie de confusión que en
tales casos suele haber; mas todo se redujo a carreras, gritos de viva y
muera, arremolinamiento de gente aviesa y baladí en la Puerta del Sol,
tal cual garrotazo, y después disiparse todo cuando el señor Sagasti,
con la guardia miliciana de Correos, manifestó resolución formal de
no consentir más tiempo aquel bullicio.
Tinta por cierto muy mal gastada sería la que destinásemos a his-
toriar por menor semejante cascabelada, injusticable en el n, ridí-
cula en los medios, hija de las pasiones ambiciosas e impacientes de
media docena de hombres mal avenidos con el orden, porque con él
nunca saldrán de la obscuridad a que su notoria insuciencia los con-
dena. ¡Desgraciada nación! Hace ya medio siglo que sólo se mueve
en el vacío, sin extirpar de raíz ningún mal, sin establecer con sólidos
fundamentos ningún bien: sus hombres de capacidad y fuerza la enca-
denan al despotismo; sus patriotas generosos la conducen a la licencia;
el movimiento es agitación; el reposo es la muerte. Con lo cual está
mereciendo que se le aplique lo que decía Tito Livio de los antiguos
galos: “Pueblo nacido para los vanos tumultos.
El del 10 de abril ha producido, sin embargo, algunos bienes. Des-
de luego puso al Gobierno, acaso por la primera vez, en la feliz nece-
sidad de tomar una actitud rme y enérgica; justicó también más y
más la ley que se discutía; y nalmente, ofreció una nueva prueba de la
ya proverbial sensatez y buen criterio del pueblo de Madrid y de la casi
totalidad de sus milicianos nacionales.
En favor de éstos, y en general de los de toda España, inocentes del
hecho, declararon las Cortes Constituyentes en la sesión del mismo
10 de abril “que se hallan altamente satisfechas del patriotismo que
anima a la Milicia Nacional de Madrid; y que en ella, y en la de toda
España, ven uno de los principales y más sólidos baluartes de la liber-
tad, contando con su apoyo para llevar a cabo las reformas que el genio
liberal de la época y el interés público reclaman.
Por n, después de largos debates que prolongaron de intento, con
enmiendas y adiciones innitas, los adversarios de la nueva ley, quedó
ésta acordada el día 11 de abril en los términos siguientes:
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Artículo único. La Milicia Nacional, como fuerza pública, no
puede discutir, deliberar ni representar sobre negocios políticos; sin
embargo, la ley de organización de estos cuerpos, determinará los de-
rechos y facultades que les conciernen.
Nuestros habituales lectores echarán de ver que esta redacción de
la ley no es la primitiva del Gobierno; tampoco es la de la comisión
del Congreso que abrió dictamen sobre la materia. No es, con efecto,
sino una enmienda presentada por algunos señores Diputados con el
objeto de conciliar las encontradas opiniones en que estaba dividida la
Asamblea. Aceptola el Ministerio, aceptola la comisión, aceptáronla
las Cortes por 165 votos contra 28; y ha quedado hecha ley “provisio-
nal e interina” (así la llamamos nosotros) sin más ventaja real que la de
poner término a una cuestión enojosa y absurda como todas las que,
no siendo provechosas a la verdadera libertad, perjudican al orden, al
sosiego y a la industria de los pueblos.
Por lo tocante a la ley en sí misma, reconocemos desde luego el es-
píritu conciliador que la ha inspirado, y en tal concepto hacemos com-
pleta justicia a la buena intención de sus autores; pero, aun suponiendo
que así hayan quedado satisfechas las encontradas opiniones emitidas
dentro y fuera de la Cámara sobre el asunto discutido, creemos que, lejos
de haberse conseguido por tal medio una resolución denitiva y per-
manente, el conicto ha quedado en pie, aplazándole, con aumento de
contingencias azarosas, para una ocasión más o menos inmediata.
Y en verdad, o la segunda parte de la ley que dejamos copiada
nada signica, o si tiene sentido envuelve una contradicción que no
sabemos explicarnos; en uno u otro caso la tenemos por ocasionada
a inconvenientes de gran monta. Resuelto y declarado que la Milicia
Nacional no tiene para qué entender ni ocuparse en negocios políticos
y de gobierno, ¿qué más quedaba que decir sobre este punto, supuesto
que era el único sometido a la deliberación de la Asamblea? Añadir
que, “sin embargo”, en la ley especial de organización de la Milicia se
determinarán los derechos y facultades de ésta, es suponer que por
dicha ley especial puede quedar anulada la presente; es dar a la resolu-
ción de ahora un carácter de interinidad que la desautoriza; y es poner
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de maniesto la debilidad del Gobierno, que en cuestión tan grave de
orden público cede, vacila y transige desconociendo completamente
los deberes de su puesto. Pero si nada de esto signica la cláusula a
que aludimos, ¿querrá ser acaso una vaga promesa hecha sin intención
de cumplirla; un modo más o menos ingenioso de hacer a un mismo
tiempo “ley y trampa”; una cción, en n, indigna del Gobierno y de
las Cortes, e indigna también de la Milicia Nacional? En uno y otro
caso, repetimos, la dicultad no se resuelve, sino se aplaza; y el peligro,
lejos de desaparecer, se aumenta sobre modo.
Terminado este que podemos llamar incidente, continuaron los
debates acerca de la ley de desamortización civil y eclesiástica: debates
que todavía duran el día (25 de abril) en que escribimos estas líneas.
Hanse aprobado ya los primeros artículos del proyecto de la comisión,
pero nada queremos decir de ellos ni de los restantes hasta que, resuel-
to por completo el punto, emitamos sobre él un juicio general, tenien-
do en cuenta la controversia que su espíritu y su forma han suscitado.
La Gaceta del 24 del citado mes publica, ya sancionadas por S. M.,
algunas leyes votadas por las Cortes Constituyentes en el período de
tiempo transcurrido desde nuestra última Revista hasta la fecha, y algu-
nas algo antes. Son: una, autorizando al Gobierno para establecer un
sistema completo de líneas eléctrico-telegrácas que pongan en comu-
nicación a la Corte con todas las capitales de provincias y departamen-
tos marítimos, y que lleguen a las fronteras de Francia y Portugal; otra,
concediendo una pensión de 5.000 rs. anuales a los padres de don Satur-
nino Orense, sacricado el 19 de marzo de 1849 por los piratas chinos,
a la sazón que conducía la correspondencia pública de la Península a las
Islas Filipinas; y la tercera, pensionando a los que fueron heridos o mu-
tilados en Madrid con motivo del alzamiento nacional de julio último.
También ha sancionado S. M. una ley autorizando la formación de
la compañía del ferrocarril de Alar a Santander, y la denominada del
Centro de Cataluña; otra, permitiendo la introducción en España, li-
bre de derechos, de la tubería necesaria para los conductos de la fuente
de la Reina, destinada al uso del vecindario de Madrid; tercera, reba-
jando dos años a los quintos que pasen a servir en Ultramar; cuarta,
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autorizando la formación de la compañía titulada Sociedad del canal
de la Albufera; quinta, sobre Cargas de Justicia; y la sexta, relativa al
ferrocarril del Grao de Valencia a San Felipe de Játiva. Omitimos al-
gunas menos importantes.
Últimamente, el 24 de abril resolvieron las Cortes, por 106 votos
contra 65, que la ley de incompatibilidades, mucho tiempo ha vota-
da por ellas, pasase a la sanción de la Corona: resolución notable por
cuanto demuestra que ha vuelto a ponerse en tela de juicio el veto real,
cumpliéndose así lo que en una Revista anterior anunciamos acerca
de la tendencia de una parte de la Asamblea a escatimar el concurso
del Trono a la formación de las leyes, con tanta pequeñez de miras
como desvío de los buenos principios constitucionales. Merced a estos
trámites intempestivos, la ley ha experimentado una demora injusti-
cable, a cuya sombra se han hecho no escasos nombramientos para
empleos públicos en Diputados que, agraciados por el Gobierno, ni
han sido sometidos a reelección, según la antigua ley, ni tampoco se
han considerado sometidos a la nueva: inmunidad insólita, muy poco
lisonjera para ellos y no nada favorable al buen nombre y prestigio de
las Cortes. Por n, ya es ley del Estado ésta que ha debido serlo siem-
pre de delicadeza y decoro para los señores Diputados.
Disposiciones y actos del Gobierno. Los principales en el mes trans-
currido son los siguientes, que mencionaremos por el orden de sus
fechas.
Un Real Decreto concebido así:
Artículo 1° Por ahora, y hasta que se verique el arreglo general
del clero parroquial, no se conferirán órdenes sagradas.
Art. 2° Se exceptúa de lo dispuesto en el artículo anterior, a los que
hayan obtenido u obtengan prebendas o benecios eclesiásticos, con
arreglo a las disposiciones vigentes, y a los que hayan ascendido ya al
subdiaconado, que podrán ser promovidos a las demás órdenes.
Dado en Aranjuez a primero de abril de mil ochocientos cincuenta
y cinco.– Está rubricado de la real mano.– El ministro de Gracia y
Justicia, Joaquín Aguirre”.
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Este decreto ha sido objeto de la más cruda censura y oposición
por parte de la prensa moderada, así como de las reclamaciones de
muchos obispos. Resueltos éstos, por lo que se ve, a no perder ocasión
de embarazar y debilitar al Gobierno, y con medios sucientes para
hacerle la guerra, rehúyen el cumplimiento de lo mandado, ora alegan-
do el derecho que tiene el clero a la libertad que se concede en general
a todos los ocios y profesiones, ora la imposibilidad del arreglo del
clero parroquial mientras no esté dotada España del número de igle-
sias que su población y circunstancias hacen necesario. En tal sentido
se expresa, según hemos oído, el prelado de Cartagena en representa-
ción hecha al Gobierno poco ha.
—La Gaceta del miércoles 4 de abril publicó:
Un Real Decreto, estableciendo en la Dirección general de Ul-
tramar una sección de contabilidad, para llevar la cuenta y razón a
las cajas de La Habana, Puerto Rico y Filipinas, cuya dependencia se
compondrá de un jefe de administración de tercera clase con el suel-
do anual de 30.000 rs.; de un jefe de negociado de segunda con el de
20.000; de otro de tercera con el de 16.000; de un ocial de negociado
de segunda clase con el de 12.000; de otro de tercera con el de 10.000,
y de otro de cuarta con el de 8.000 reales anuales.
Otro mandando que desde la fecha ingresen materialmente o por
formalización en las cajas del Tesoro dependientes de las superinten-
dencias de hacienda de Ultramar los productos íntegros de todas las
rentas. En este Real Decreto se establecen reglas para las operaciones
de la contabilidad de aquellas provincias.
Una Real Orden expedida por el Ministerio de Estado, remitiendo
al de la Guerra copia de la sentencia dictada por el tribunal supremo de
justicia en los autos de residencia tomada al teniente general don Valen-
tín Cañedo, por el tiempo que desempeñó los cargos de gobernador y
presidente de las audiencias de Cuba, de la cual resulta que dicho fun-
cionario se condujo en ellos con lealtad, celo y pureza.
Otra, mandando que los gobernadores dirijan a los alcaldes una cir-
cular por medio del Boletín Ocial, manifestando a los pueblos que la
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supresión de los derechos de puertas y consumos, no afecta ni se extien-
de a los artículos estancados ni que devengan derechos por aduanas, los
cuales continúan sujetos a la inspección y vigilancia del resguardo.
Otra, mandando que desde 1° de mayo se uniforme el porte de
toda la correspondencia extranjera, cobrándose 4 rs. por cada carta
de cuatro adarmes, excepto las de Francia que pagarán 2, y 1 las de
Portugal por mediar tratados especiales. Desde la citada fecha deja
de exigirse el previo franqueo para las cartas de Italia.
—Si el señor obispo de Osma no ha sido extrañado temporalmen-
te de la Península, como dijimos en nuestra Revista anterior que acaso
sucedería, se halla, de orden del Gobierno, en Cádiz, camino del des-
tierro, y de hecho separado de su diócesis.
Interpelado vivísimamente acerca de este acto el señor Aguirre, mi-
nistro de Gracia y Justicia, en la sesión del Congreso correspondiente al
21 de abril, hizo relación de los hechos; y de ésta resulta que, llegado el
prelado a Madrid fue invitado por el Ministro a dar de su conducta “una
explicación que fuera bastante a dejar en el lugar conveniente la digni-
dad del Gobierno y la del Parlamento mismo; que ni se le jó término
para dar esa explicación, ni se le exigió que en ella se retractase; que el
Obispo ofreció darla, y la dio en efecto incidiendo e insistiendo en los
mismos conceptos y doctrinas de su exposición a las Cortes, lejos de
atenuarlas, y hasta el punto de decir: ‘ue al redactar dicha exposición
sólo tuvo presente lo que manda la ley de Dios, y la necesidad de expre-
sar los inconvenientes y perjuicios que resultarían si se llevaba a cabo el
proyecto de desamortización; y en tal concepto nada había que necesi-
tase explicaciones, y sólo sabía raticarse en lo expuesto’; y que en vista
de todo, y creyendo más conveniente a la dignidad y decoro del Obispo
una medida gubernativa que un proceso criminal, había tomado aq-
lla, no sin oír antes el dictamen de todos y cada uno de los individuos
que componen la Cámara Eclesiástica, los cuales, incluso el scal, que lo
es también del Supremo Tribunal de Justicia, dijeron que en la exposi-
ción del señor obispo de Osma hay mucha culpabilidad”.
Los honores de la discusión del 21, si no por la galanura del estilo
ni por la elocuencia, por la sensatez y templanza, pertenecen al discur-
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so pronunciado por el señor Gómez de la Serna en apoyo y justica-
ción de la medida del Gobierno.
“Ésta, dijo, se conforma a la política constante de todos los tiem-
pos y adoptada por todos nuestros reyes... No es ésta una cuestión de
partido; no lo es ni puede serlo. El obispo de Osma no ha hecho una
representación cualquiera: lo que ha venido a arrojar aquí es un libelo.
Yo aplaudo y sostengo la libertad que deben tener los prelados para
representar. Digo que semejante libertad no es sólo un derecho, sino
un deber que tienen obligación de cumplir los prelados..., pero deben
cumplirla con prudencia y circunspección.
Entrando luego en el fondo de las doctrinas sustentadas por el
Obispo, dijo:
“El Evangelio aconseja en la vida común vender los bienes y dárse-
los a los pobres. Cuando algunos príncipes privaron a la Iglesia de la
facultad de adquirir, ¿qué hicieron los Santos Padres?: Lamentarse de
que la Iglesia se hubiera hecho merecedora de esta prohibición.
»San Jerónimo reputó como un mal para la Iglesia el que tuviera
bienes. San Ambrosio en sus cartas a Graciano contestaba a los empe-
radores romanos que tenían facultad para disponer de los bienes de la
Iglesia. San Agustín, cuya autoridad no puede ser sospechosa ni aun a
los ultramontanos, dice que la facultad que tiene la Iglesia de adquirir,
ha dimanado exclusivamente del poder temporal, es decir, del derecho
humano y no del derecho divino...
»Respecto a la bula In coena Domini (bula citada, como autoridad,
en la exposición del obispo de Osma) diré que en ninguna nación cató-
lica ha sido reconocida, porque, según su contexto, no habría tribunales,
ni poderes, ni aun reyes posibles. En España jamás se admitió ni aun en
tiempo del católico Felipe II, quien mandó castigar a un librero que la
imprimió en Zaragoza contra el tenor de una prohibición que aún sub-
siste en nuestros días. Y tan igual fue en este particular la opinión de los
reyes en diferentes ocasiones, que se llegó a consignar terminantemente
en las leyes recopiladas. Y siendo así, ¿por qué cuando se piden al pre-
lado explicaciones acerca del texto de esta bula, contesta «que es una
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cuestión jurídica»? No es cuestión jurídica lo que se halla prohibido
terminantemente en las leyes del reino antiguas y modernas.
»¡Ojalá hubiera terminado este asunto satisfactoriamente para to-
dos...! Si el señor Obispo, sin retractarse, hubiera dado explicaciones,
como pudo hacerlo, todo estaría terminado. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por
qué no ha imitado la conducta de sus compañeros en este asunto? ¿Por
qué censura determinadas leyes? ¿Por qué después de decir que la pre-
sente ataca la propiedad, pone en duda esa misma propiedad, garantida
por la Santa Sede? ¿Por qué anunciar que el Padre Santo invalidará la
propiedad de los antiguos poseedores de bienes nacionales? ¿Es éste un
argumento ad terrorem? ¿ué segunda intención hay en todo ello?”.
Y concluye diciendo:
“La medida tomada contra el prelado es la misma que tiene que
adoptar todo Gobierno cuando se ve comprometido. No hay medio
entre dejar entregada la sociedad a una guerra religiosa, o cortar tales
males y abusos en su origen. El reverendo Obispo ha obrado fuera de
razón y contra la costumbre establecida... Tal vez si no hubiera estado
rodeado de «instrumentos políticos» habría obrado de otro modo.
Lo cual es tan cierto como que dichos “instrumentos” no dan por
terminado el asunto. Lejos de eso, algunas personas que se calican a sí
mismas de católicas (católicas del Credo y herejes de los Mandamien-
tos) han resuelto seguir alborotando en la prensa, fuera de ella, y de
todos modos, con el señor obispo de Osma, hecho así, sin merecerlo
acaso, palillo de suplicaciones. En los moderados enemigos del actual
Gobierno (que hay otros que le son afectos) es en quienes se ha desa-
rrollado con más furia la comezón religiosa del pasado invierno y la
presente primavera, siendo de notar que entre los periódicos invitados
a la cruzada, La Esperanza y El Católico se han negado a apoyarla con
el concurso de sus fuerzas. Acaso (pensando bien) no han querido los
que se llaman ortodoxos hacer causa común con los “sepulcros blan-
queados” de la Oposición, temiendo, fuera de la impureza del con-
sorcio, el grave inconveniente de una partición desigual del presunto
botín entre ovejas y leones. Pero lo cierto es que el diablo anda suelto
y predicando.
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Hacienda. El Tesoro mal, a causa del estado de la nación; la Hacienda
mal, a causa del estado del Tesoro; todo mal, a causa del estado deplorable
de la Hacienda; lo de siempre, que es, en compendio, la historia de la re-
volución de Julio. Veamos, si no, la recaudación de febrero, por la cual se
evidencia que ni los siete meses largos trascurridos desde el alzamiento na-
cional, ni las circulares conminatorias dirigidas a nombre del señor Presi-
dente del Consejo de Ministros a los gobernadores de las provincias, ni las
fuerzas de que dispone el Gobierno, ni la paz relativa de que goza el país,
nada ha sido suciente, no ya para mantener la antigua situación de las
rentas públicas, sino para impedir su, por desgracia, notable decadencia.
Demuestran, en efecto, los guarismos publicados en el número de la
Gaceta correspondiente al 3 de abril próximo pasado, que entre la recau-
dación de febrero de 1854 y la del mismo mes del presente año, hay un
desperfecto de 22.952.933 rs. 15 mrs., de los cuales, rebajando 14.719.978
rs. 9 mrs. que corresponden a las suprimidas contribuciones de consumos
y derechos de puertas, quedan 8.232.955 rs. 9 mrs. para representar el ver-
dadero décit. Los principales ramos en que ha resultado, son:
Subsidio............................ 1.118.597— 1
Sellos de correos... 551.890—32
10 por 100 de partícipes... 312.979— 2
Lotería primitiva.. 467.242—14
Arbitrios de amortización. 219.413
Ídem moderna…… 818.579
Tabacos………………… 464.524— 5
Sal……………………… 2.003.064—13
Minas de Estado…. 1.377.022— 8
Efectos
Timbrados…………... 505.097—32
Preces a Roma…… 478.461—13
Instrucción pública.. 279.613— 2
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Ramos de Marina….. 200.320—15
Correos..................... 556.650— 9
Los ramos en que se nota aumento, son los siguientes:
Contribución directa……………......... 823.152—23
Hipotecas............................................. 188.632
Aranceles de aduanas……………….. 736.345—12
Descuento de sueldos……………….. 294.629— 5
Así que, si se exceptúa el ramo de aduanas, todos los demás apa-
recen en baja. Y todavía no es el Presupuesto general el que sale peor
librado; pues para medir con toda exactitud la profundidad del abis-
mo a que camina la Hacienda, sería preciso tener a la vista los Presu-
puestos provinciales y municipales. El décit que resulta en la mayor
parte de ellos es tan considerable que varios Ayuntamientos han he-
cho colectivamente renuncia de su cargo, por no tener medios con
que cubrir sus obligaciones; mientras que otros, como el de Zaragoza,
acuden al arbitrio supremo de imponer contribuciones a sólo las clases
acomodadas, con lo cual se pone en práctica un principio malo en sí, y
que puede ser causa legítima de no pocas perturbaciones lamentables.
He aquí ahora el estado comparativo entre lo presupuesto por la Di-
rección del Tesoro, y lo recaudado durante el mes de febrero último:
Presupuesto Recaudado
Contribuciones............... 46.405.600 49.039.234 9
Estancadas………........... 28.386.827 26.134.438 19
Aduanas……………......... 9.300.000 10.338.494 28
Loterías…………............. 8.285.590 7.851.569 4
Ramos de Estado……..... 64.500 4.811 8
–de Gracia y Justicia…… 712.000 204.177 24
–de Guerra………............ 375 14 375 14
–de Marina………............ 45.840 17 143.066 12
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–de Gobernación…………. 517.669 11 517.669 11
–de Fomento……….......... 1.220.490 1.241.355 27
–del Tesoro……………...... 73.981 7 52.487 25
Gastos extraordinarios…. 30.585.704 15 28.045.760 24
Total en febrero............... 125.598.577 30 123.573.441 1
Arguyen algunos de esta pequeña diferencia (1.825.136 rs. 29 mrs.)
entre lo presupuesto y lo recaudado que las rentas han dado, sobre poco
más o menos, cuanto el Estado les pedía; pero los que, para consolarse,
hacen este argumento, olvidan que la pérdida de 22.952.933 rs. 15 mrs.
no es menos real por no haber sido prevista, como su adquisición no ha-
bría sido menos ventajosa porque no se hubiese anunciado ocialmente.
Sea lo que fuere, lo que todo el mundo ha visto es que el señor Ministro
de Hacienda ha tenido que apelar a una operación de crédito para cubrir
las obligaciones de marzo, contratando unos cuantos millones al 9, 9½, 10,
y 10½%, con la garantía de los títulos de nueva emisión dados al 25 y 26.
Estos millones, que al principio fueron 40, se redujeron después a muchos
menos por la falta de cumplimiento de una oferta de 16 que hubo de reti-
rar cierto banquero; y otros no entraron realmente en las cajas del Tesoro
por haberse descontado a los prestamistas en cupones corrientes y libranzas
protestadas. Lo que al n y a la postre resultó líquido de tan mezquino em-
préstito se consumió en el pago de la mensualidad vencida; salió a consolar
en países extranjeros a nuestros empleados diplomáticos, olvidados hacía
mucho tiempo; y se repartió, en n, como pan bendito, aquí y allí en aten-
ciones urgentísimas, sin que, por serlo también en primer grado, la Caja de
Amortización y la de Depósitos lograsen cosa alguna en el reparto.
En vista de tan angustiosa situación, y cuando se acerca a toda prisa
el vencimiento del semestre, ¿qué conviene hacer al Tesoro para evitar
una suspensión general de pagos, anuncio de la bancarrota y señal se-
gura acaso de un trastorno profundo en todo el reino?
Desde luego ocurre la idea de buscar el desahogo y reorganización
de la Hacienda en la reforma de aranceles; pero aún, suponiendo que
el señor Madoz proponga esta reforma a las Cortes, en el proyecto
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que de orden suya ha dispuesto y redactado la Dirección general de
Aduanas, con la latitud que únicamente puede hacerla útil y fecunda,
sus resultados, lentos y lejanos por necesidad, no pueden ser contados
entre los medios de acudir a remediar males premiosos que es imposi-
ble desatender un instante sin riesgo de la vida.
Otra idea buena en sí, y que tiene la ventaja de una aplicación casi
instantánea, es la de sustituir las suprimidas contribuciones de puer-
tas y consumos con otra de producto equivalente; pero ni es fácil hoy
imaginar un impuesto en el cual concurran y se hermanen los requisi-
tos indispensables de cuantioso, fácil de recaudar, y en lo posible acep-
to al pueblo, ni al señor Madoz le es dable concebir siquiera, no que
aplicar, un pensamiento que está en contradicción con las solemnes y
un tanto cuanto inoportunas promesas, hechas en pleno Parlamento,
de no aumentar ni con un ochavo las contribuciones existentes.
Una tercera idea es la de los empréstitos garantidos con títulos de deu-
da consolidada al 3 por 100 cuya emisión ha sido autorizada por las Cor-
tes; pero hechos recientes han probado que semejante idea es hoy de todo
punto irrealizable en nuestra España, la cual, convertida en botín de co-
diciosos e impudentes extranjeros, ve uctuar su crédito al compás de es-
peculaciones mañosas y usurarias que no es posible prevenir ni remediar.
Hanse hecho, con efecto, al Gobierno proposiciones de emprésti-
to: cuáles de 500, cuáles de 600 millones, y aun de mayor cantidad si
fuese necesario. Pero, ¿con qué condiciones?
Pídese corto interés: los generosos prestamistas se conformarían
con un 8 y hasta con un 6 por 100. ¿ué les importa a ellos el inte-
rés cuando su único propósito es servir a España sacando de apuros a
su erario? Fijos en este sublime pensamiento, tampoco quieren que el
tipo de los títulos de nueva emisión sea más bajo que el precio corrien-
te de la plaza; por el contrario, conviene en que sea un poquito más
alto, v. g., 32, 32½, en n (y para no regatear), 33 por 100.
La ley primera de emisión prescribía que los títulos que hubiesen
de forjarse para levantar con ellos un empréstito de 500.000.000 de rs.
efectivos, se depositasen en el Banco de San Fernando. Otra ley acordaba
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pocos días después que aquella, autorizó al señor Madoz para ponerlos
en manos de los prestamistas, eso sí, con las precauciones necesarias para
que no saliesen al mercado; y siempre en el concepto de que servirían sólo
como prenda o garantía del empréstito hasta que, no amortizado éste con
fondos del Tesoro en el plazo convenido, se vendiesen en pública subasta.
Pues bien: unos prestamistas pretenden que el Gobierno les venda
desde luego los títulos, contra lo mandado por la ley; quieren, dicen,
cuentas claras y resultados inmediatos. Otros se conforman con reci-
bir el papel en prenda (respetando la ley como gente honrada) pero,
llegado cierto plazo, que jan en seis meses, el Gobierno debe entre-
garles la garantía para disponer de ella a su antojo, y sin que la subasta
(que por la cuenta sería en tal caso ilusoria) pueda alterar el tipo de 32
ó 33 por 100, o cualquiera otro que se estipulase en el contrato. Algu-
nos (todavía más escrupulosos en materia de honradez y legalidad que
los anteriores) se conforman con una subasta libre, siempre que ésta
se haga, respecto de las varias cantidades del empréstito, a los ocho
meses de su entrega respectiva; en cuyo caso, es tan desinteresado su
patriotismo que se comprometen a recibir el papel según la cotización
de la plaza el día de la subasta, si ésta no da resultados superiores a ese
precio. Además, quieren, exigen todos, como tan celosos del crédito
de la nación y del Gobierno, que de los 500 millones que presten se
destinen 300 a aanzar el pago indefectible de los intereses de la deu-
da pública por el término de tres años cuando menos. De modo que
prestarían 500 millones al Gobierno, y en realidad sólo le entregarían
200, aplicando los restantes, con admirable previsión y gran discerni-
miento, a hacer subir el papel en la Bolsa un 6 por 100.
Tal sería el resultado infalible de asegurar el pago de los cupones
por seis semestres; y conseguido esto, los prestamistas realizaban un
benecio de 18 por 100 sobre el capital de los 500 millones, o lo que es
lo mismo, ganaban en esta sola operación 90 “millones de reales efec-
tivos. Agréguese la suma representada por los intereses del anticipo,
comisiones, cambios etc., etc., y se verá como es preciso que España
se asemeje mucho a un cuerpo muerto para que con tal desfachatez
presuman hincar en ella la uña semejantes aves de rapiña.
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Para obligar al Gobierno a aceptar estos contratos leoninos, se ha
puesto en juego toda clase de medios: cuáles de amenaza e intimida-
ción, cuáles de persuasión y pérdos halagos; pero así y todo, el señor
Ministro de Hacienda se ha resistido, y se resiste aún, a pasar por las
horcas caudinas que los llamados “capitalistas y hombres de negocios”
le están hace tiempo preparando; rme en el propósito de no hacer
emisión de títulos, ni operación ninguna de crédito que aumente, sin
motivo muy justicado y con segura esperanza de amortización, los
intereses, ya por desgracia enormes, de la deuda del Estado.
Y éste es precisamente el motivo por que no ha querido acceder a
las repetidas instancias y elevadísimos esfuerzos que un día y otro día,
y siempre, y a todas horas y en todas formas se hacen por los tenedores
de “cupones ingleses” para que éstos sean incorporados en la deuda na-
cional. Nadie ignora la historia de estos cupones, a la cual, si bien por
causas contrarias, han unido sus nombres los Ministros de Hacienda,
Bravo Murillo y Llorente. Andando el tiempo han venido a parar en
pocas, aunque fuertes manos, que hoy hacen lo imposible para dar-
les valor cotizable en el mercado; y como semejante legitimación no
es factible sin anuencia del Gobierno, han ofrecido a éste, con tal de
conseguirla, un empréstito cuantioso y de equitativas cuanto ventajo-
sas condiciones. La oferta es tentadora; cuanto más que los pareceres
andan divididos en lo tocante a la justicia intrínseca de la reclamación
en que se apoya; pero, ¿cómo prescindir de la impopularidad que lleva
consigo este negocio? ¿Cómo del gravamen que impondría a nuestra
deuda? ¿Cómo del maculoso carácter de agio y trampa que le ha co-
municado otro proyecto de la misma especie desechado con indecible
enojo, en época pasada, por la opinión general y el Parlamento? Así
que, el Gobierno, nuevo Ulises, ha tomado las precauciones clásicas
conocidas para no oír el canto engañador de las Sirenas; y el señor Ma-
doz, tapados con cera los oídos y atado al mástil de la nave zozobrante
de la Hacienda, dejará que prueben su encanto en el Congreso, seguro
de que los Diputados nada tienen que temer de diablos ni hechiceras.
Pero, en n, preguntan todos: ¿qué piensa hacer, para llegar sano y
salvo a Itaca, el señor Madoz, poniendo n glorioso a su Odisea?
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El señor Madoz (pasando, con nosotros, de la fábula a la historia y
de las ilusiones a la realidad) piensa, si no mienten nuestros informes,
estudiar atentamente los Presupuestos para jar con rigor y verdad sus
guarismos, y venir en conocimiento perfecto del cit que arroje la com-
paración entre los generales de ingresos y de gastos. Conocido el décit,
esto es, puesto el dedo en la llaga, el señor Ministro de Hacienda pedirá
resueltamente al Congreso los medios de curarla, ya con el especíco de
una contribución regular, ya con el de una extraordinaria, por más que en
ello se aparte de sus promesas de otros días y haya de hacer el sacricio de
su popularidad en aras del bien público. Propinado el remedio, curado el
mal, y reducidos a perfecta igualación los Presupuestos, todas las atencio-
nes del Estado se cubren, los intereses de la deuda se pagan religiosamente,
el crédito se levanta, y este estado relativamente próspero de la Hacienda
permite al señor Madoz inaugurar la reforma de los aranceles, contener
con mano fuerte el contrabando, y aplicar los primeros productos de la
venta de bienes de manos muertas al fomento de la riqueza pública y al
desarrollo de la materia imponible; hecho lo cual, el señor Madoz sacará a
subasta los títulos de nueva emisión, con la seguridad de obtener la extin-
ción de la deuda otante del Tesoro sin recibir la ley de los especuladores y,
por lo tanto, sin más sacricios que los que le imponga el curso natural de
los valores públicos no violentados por agios ni negociaciones engañosas.
Asuntos diplomáticos. El señor Ministro de la Gobernación manifes-
tó el 29 de marzo en el Congreso que no había existido el fundamento
en que el señor Embajador de Inglaterra apoyó la nota de que hablamos
en nuestra Revista anterior, referente a lo que se suponía haber ocurrido
en Sevilla en casa de un clérigo protestante a tiempo que, reunido con
varios de sus correligionarios, estaba desempeñando las funciones de su
ministerio. “Anoche, dijo el señor Santa Cruz, recibí contestación del
gobernador de Sevilla en que asegura que el hecho es inexacto. Efecti-
vamente mora en aquella población un ministro protestante llamado
Arturo Frith; pero el gobernador nada sabía de sus ocupaciones habi-
tuales. A consecuencia de la Real Orden que se le comunicó, dispuso
que los comisarios de policía hiciesen las averiguaciones convenientes; y
de éstas ha resultado que en la vida y conducta del referido ministro pro-
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testante no hay nada que tachar, siendo, por el contrario, tal su piadosa
probidad y discreta tolerancia que tiene una criada católica a quien deja
ir a misa y aconseja cumplir estrictamente los preceptos de la Iglesia.
El siguiente día 30 dirigió lord Howden al director de El Clamor
blico una comunicación que dice así:
“Muy señor mío y estimado amigo: Habiendo el señor Ministro de la
Gobernación tenido a bien declarar en las Cortes, con sobrada precipi-
tación y «sin haberse puesto en comunicación conmigo», que ningún
súbdito inglés había sido molestado en manera alguna en Sevilla en el ejer-
cicio de su religión, «no me queda más recurso» que apelar a los medios
de publicidad «que afortunadamente existen todavía» para recticar
aseveraciones que no concuerdan con los hechos. Por tanto, ruego a Ud.
tenga la bondad de publicar en su acreditado periódico la presente ma-
nifestación, por la cual declaro a mi vez que es enteramente inexacto «lo
que dijo» sobre este asunto el señor Ministro de la Gobernación. No es
mi ánimo decir con esto que este caballero haya hecho deliberadamente
una sugestio falsa, sino una supresio veri que me es imposible dejar pasar.
»Es muy cierto que la autoridad civil de Sevilla se negó a intervenir
en el asunto, como se lo pedía uno de los curas de aquel «sabio cabil-
do»; pero también lo es que las autoridades eclesiásticas o las personas
que se decían serlo, intimaron al clérigo de quien se trata que suspen-
diese las reuniones privadas (que nunca llegaban a veinte personas) que
tenía los domingos en su casa; que las mismas autoridades eclesiásticas
o personas que se decían serlo, intimaron a la dueña de la casa en que
vivía dicho clérigo, que si continuaba permitiendo dichas reuniones se
le echaría de la casa (presumo que ésta será propiedad de la Iglesia); y
que, a consecuencia de esta doble intimidación que, sin reparo puede
llamarse persecución en el siglo en que vivimos, el clérigo inglés suspen-
dió sus reuniones y ha buscado otro alojamiento para librarse y librar
también a su patrona de ser molestados por este motivo. Y aún dejo a la
consideración del mismo señor Ministro de la Gobernación el decidir si
la palabra «molestar» está bien empleada en este caso.
»Con este motivo tengo el gusto de repetirme con la mayor con-
sideración y distinguido aprecio de vd. afectísimo amigo y muy atento
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seguro servidor Q. S. M. B. El Enviado de S. M. B., General Caradoc,
Lord Howden”.
Para los que, conociendo al honorable representante de la Gran Bre-
taña, saben cuán alto raya la rectitud de su carácter y la nobleza de sus
sentimientos, será siempre un motivo de doloroso al par que inconcebible
asombro esta nota en que un hombre de elevado talento y no común ins-
trucción, dulce en el trato, afable en las maneras, probo, justo, y que tantas
pruebas ha dado de benevolencia y respetuoso cariño a nuestra nación y
a nuestros compatricios, irroga a todos, patria, gobierno y ciudadanos, un
agravio tanto más irritante cuanto es menos merecido y de ningún modo
ha sido provocado. Grandes son los respetos que la persona del noble lord
y su posición ocial nos imponen; grandes también las consideraciones
que por todos conceptos, y especialmente por sus excelentes prendas per-
sonales nos merece; pero ni estos respetos, ni estas consideraciones, ni la
gratitud que le debemos los españoles por la ilustrada protección que ha
dispensado siempre a nuestras artes, y en general a nuestras cosas, nos exi-
men del deber de desaprobar en esta ocasión su conducta como insólita e
inaudita en los fastos diplomáticos, y también como injuriosa al decoro y
a la dignidad del pueblo y del Gobierno.
Éste, en efecto, no estaba obligado a “ponerse en comunicación
con el Enviado de S. M. B. para dar en Cortes las explicaciones que un
Diputado “había pedido. El señor Santa Cruz, al desmentir el “hecho
público” sobre el cual se le había interpelado, no procedió con “sobra-
da precipitación, ni con ninguna; ni fue ocioso; ni fue indiscreto; ni
hizo más que cumplir, “a su debido tiempo, con el deber que su puesto
de Ministro de la Corona le imponía. Y dado que hubiese procedi-
do “espontáneamente” haciendo declaraciones no solicitadas, dado
que hubiese “revelado un secreto, ¿qué le iba en ello a la dignidad del
Embajador de S. M. B. ni a los intereses y derechos de los súbditos
ingleses? Corría el rumor de que entre lord Howden y el Gobierno
mediaban contestaciones desagradables acerca de un hecho de carác-
ter religioso que se suponía ocurrido en Sevilla, y en el cual (partiendo
el noble lord de datos “no autorizados ni exactos” como después se ha
visto) atribuía a la autoridad civil de aquella ciudad una participación
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que, ni directa ni indirectamente, había tenido. Y el señor Ministro de
la Gobernación, averiguado el hecho, y deseoso de tranquilizar los áni-
mos, se apresura a poner en conocimiento de las Cortes y de la nación
(felicitándolas y felicitándose por ello), que nada había ocurrido en la
materia capaz de alterar las buenas relaciones que felizmente existen
entre España e Inglaterra. Por donde se ve que el señor Santa Cruz no
sacaba el asunto de su terreno natural, ni privaba al señor Embajador
inglés de los medios ordinarios de reclamación de que disponen en to-
dos los países cultos los Ministros extranjeros, ni mucho menos ponía
al de Inglaterra en el extremo caso de apelar, “como único recurso, a
los medios de publicidad que “afortunadamente existen todavía. Y ya
que hemos venido a parar a este concepto, ¿signica él por ventura que
todavía, afortunadamente, no ha logrado acabar el Gobierno español
actual con los medios de publicidad que hay en España”? Digámoslo
de una vez, aunque de paso y con profundo sentimiento: este adver-
bio “todavía”; el epíteto de “sabio, dado irónicamente al cabildo de
Sevilla; la última frase de la nota; y el espíritu, en n, de toda ella,
claro demuestran que, al escribirla, luchaban desventajosamente en el
ánimo de su autor las consideraciones de la prudencia con los ímpetus
desapoderados de un enojo duro y ciego, tan impropio de su carácter
público como del personal cortés y afable, que en él reconocemos.
Ahora bien, al hacer el señor Santa Cruz en pleno Parlamento la de-
claración que motiva la nota de lord Howden, se apoya en un ocio del
Gobernador de Sevilla, “único agente ministerial a quien se habían pedi-
do informes sobre el caso, y el solo a quien el Ministro de la Gobernación
debía dirigirse para obtenerlos, cuanto más que las reclamaciones de lord
Howden achacaban “precisamente” a dicha autoridad el hecho perpetra-
do en la persona del reverendo Arturo Frith. ¿Aludió el señor Santa Cruz
en el Congreso a otro ocio que al del señor Gobernador de Sevilla; o
aludió a éste alterando voluntariamente su sentido? Sólo en uno u otro de
estos extremos hubiera sido permitido “pensar” que el Ministro español
hacía una suppresio veri, o (para hablar en castellano) una “ocultación de
la verdad”; y sin embargo, los extremos supuestos son falsos y el señor Em-
bajador de Inglaterra ha dicho por escrito y en público lo que, a ser ciertos
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y estar probados tales hechos, apenas le hubiera permitido “pensar” su
natural cortesanía y los respetos debidos, ya que no al elevado puesto del
Ministro, a la nación y al Trono en cuyo nombre le ejercía.
Fácil pues era la defensa, y el señor Santa Cruz la hizo tan completa
como digna en la sesión del 2 de abril.
“Las Cortes recordarán, dijo, que en la sesión de 29 de marzo, contes-
tando yo a una pregunta que me dirigió el señor Ruiz Pons, decía (leyó):
»Esta es la revelación que un Ministro de la Corona ha hecho ante
las Cortes Constituyentes. Se ha puesto en duda lo que yo dije, y el
Ministro no puede contestar más que a las Cortes Constituyentes. Y
la contestación que da es pedir al señor Presidente, mande a un señor
Secretario se sirva leer las comunicaciones del Gobernador de Sevilla,
y los datos que las acompañan” (se leyeron).
Oigamos ahora la opinión de dos diarios (por no citar la de todos
los de España y muchos extranjeros) que no son por cierto sospecho-
sos de ministerialismo parcial ni general.
“La lectura de aquellos documentos, dice El Diario Español, ha
dejado en el lugar que le corresponde la veracidad del Ministro y senti-
mos decirlo porque respetamos mucho la persona y el carácter ocial
del señor Embajador de Inglaterra, pero es lo cierto que han venido a
demostrar hasta qué punto anduvo ligero el honorable representante
del pueblo inglés en su carta del día pasado.
Al levantarse el señor Ministro de la Gobernación, dice La España
aludiendo a la sesión del 2 abril, creyose que iba a contestar a la extraña
interpelación que, a primera hora y hallándose ausente, le había dirigido
el señor Gaminde... No fue así. El señor Ministro creyó, y con razón
a nuestro juicio, más urgente y patriótico contestar a la inculpación,
tan inusitada en la forma como grave en el fondo, que lord Howden le
ha dirigido en el comunicado a que nos referíamos en nuestro último
mero. Sabidas son las escasas simpatías que el señor Ministro de la
Gobernación merece a La España, pero en cuestiones de esta natura-
leza, en que de un lado están la razón y el Gobierno del país, y de otro
la sinrazón y el representante de una nación extranjera, nuestro puesto
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está marcado: somos completamente ministeriales. Nosotros creemos
que lord Howden ha procedido, contra su costumbre, de una manera
inconveniente en esta cuestión; que su conducta será censurada dentro y
fuera de España; y en Inglaterra, donde la dignidad ocial se comprende
a maravilla, más aún que en ninguna otra parte. Nosotros creemos que la
respuesta del señor Santa Cruz fue categórica y digna.
¡Enojoso y por todos conceptos lamentable altercado! El Gobier-
no español le ha puesto en conocimiento del inglés remitiéndose en
un todo, leal y generosamente, a su alto juicio; al paso que lord How-
den ha declarado su rme resolución de dimitir el cargo de Embajador
si por ventura semejante juicio no es favorable a su conducta. La apro-
bación de ésta implicaría una ofensa grave a España de que podrían
resentirse, no sólo las relaciones internacionales, sino la resolución
práctica de muchos negocios que conciernen a súbditos ingleses, y que
nos es potestativa; y su desaprobación privaría a España y a Inglaterra
de uno de los mejores, más dignos y más amados Ministros que jamás
hayan mantenido la unión y buena armonía entre ambos pueblos.
—Ignórase aún la resolución del Gobierno de los Estados Unidos
tocante al asunto del Black Warrior, pues apenas sí tenemos noticia de
la llegada a aquel país del despacho en que el señor Luzuriaga propone
su amigable composición y buen arreglo. Correspondencias particu-
lares, y aun la ocial del señor Cueto, hablan muy bien de la buena dis-
posición del Gabinete de Washington a terminar este enojoso asunto;
pero desgraciadamente no hay que ar gran cosa en las resoluciones de
un Gobierno sometido, casi por necesidad imprescindible, a los súbi-
tos cambios de opinión del pueblo más cojijoso y voltario de la tierra.
No hace poco fue probable el nombramiento de Mr. Soulé para Mi-
nistro de Estado de la Unión por renuncia o separación de Mr. Marcy;
y bien que la Providencia no haya querido permitir que semejante ca-
lamidad se una a las muchas con que nos prueba su justicia y merecen
nuestros muchísimos pecados, todavía no debemos dormirnos en la
seguridad de que el riesgo de ella haya desaparecido para siempre.
—Sometido por el Gobierno francés el negocio de la fragata Va l e n -
tina al conocimiento y resolución del Consejo imperial de Presas de
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Argel, ante él tendrán que ir a deducir sus derechos y acciones los inte-
resados españoles. Hállase entre éstos el Estado (persona que en España
es pocas veces la que hace y siempre la que padece) como propietario
de casi todo el cargamento, lo cual signica que, si Dios no lo remedia,
cargamento y fragata, ya que no también los pasajeros y el Estado, serán
declarados decomiso. Justo, sin embargo, es decir que si en este asunto
hay visos y vislumbres de que el Gobierno francés se muestre algo egoís-
ta, en todo lo demás se presenta bastante interesado. Así, por ejemplo,
sigue internando a los carlistas en provecho común de los limítrofes.
—El estado de nuestras relaciones con la corte de Roma puede
muy bien deducirse del siguiente diálogo entre un diputado celoso y
el señor Ministro de Hacienda, ocurrido en la sesión de Cortes corres-
pondiente al 21 de abril próximo pasado.
“El señor Figueras: Corre la noticia, y algunos periódicos la acogen
hoy, de que el Gobierno de Su Santidad se niega a negociar sobre la in-
terpretación dada al Concordato por el nuestro. Y como éste abona al
clero 57.000.000 anuales, me parece, en inscripciones, como compensa-
ción de los bienes que se desamortizan, mi pregunta se dirige a saber si,
en el caso de ser cierta aquella noticia (y las Cortes deben saberlo), está el
señor Ministro de Hacienda resuelto a retirar esa compensación.
»El señor Ministro de Hacienda: No venía dispuesto a contestar a
esta pregunta, que es más bien una interpelación. Lo único que diré por
mi parte es que he presentado el proyecto de desamortización; que éste,
con la aprobación de las Cortes, será ley, y que en seguida se ejecutará.
»Por lo demás, el Gobierno no tiene más noticia de nuestro Em-
bajador cerca de la Santa Sede, sino que ha llegado a Roma y ha sido
recibido. Y en cuanto al último punto, el Gobierno no ha tratado de
él; pero siempre está dispuesto a sostener la dignidad de la nación.
Suplamos algo que falta a esta declaración del señor Madoz; y es:
1° que Roma ha signicado categóricamente su oposición a cualquiera
interpretación del Concordato que tenga por objeto justicar la venta
de los bienes eclesiásticos; 2° que no disimula su propósito de con-
siderar anulado aquel convenio desde el instante en que se eche por
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tierra una de sus estipulaciones principales, y de cuya validez no cabe,
a su juicio, duda alguna; 3° que el señor Pacheco, con poca fe y menos
esperanzas en negociaciones relativas a este asunto, ha propuesto al
Gobierno anticiparse a ellas haciendo la venta, y presentarse en segui-
da alegando la fuerza y virtud de los hechos consumados.
Hecha esta pequeña aclaración, ya no es dudoso el sentido de la
pregunta y la respuesta contenidas en el diálogo. El señor Figueras cree
posible que el Gobierno deje en la calle al clero quitándole la asignación
que, Deo olente, se le dará como resarcimiento de los bienes que hoy
posee; y el señor Ministro de Hacienda contesta que los bienes se ven-
derán mal que le pese al Padre Santo. A primera vista parece que no hay
gran relación entre la pregunta y la respuesta; pero, bien examinadas una
y otra, dan a conocer concordemente que si el clero y el Papa repugnan
la desamortización, la desamortización no necesita, para ser católica,
que el señor Pacheco saque fe de bautismo de ella en Roma.
Menos con nosotros mismos, seguimos, como se ve, viviendo en
paz con todo el mundo.
apéndiCe
El Obispo de Osma ha representado al Gobierno desde Cádiz,
raticando las opiniones y doctrinas emitidas en su ya famosa expo-
sición a las Cortes; calicando de injusta la medida tomada con él; y
pidiendo que, al revocarse, como pide se revoque, se le dé una comple-
ta satisfacción. El Consejo de Ministros, a quien se dio cuenta el día 26
de esta nueva provocación del prelado, ha decidido últimamente que
éste siga su viaje a Canarias.
***
El Encargado de Negocios de la Santa Sede, monseñor Franchi, es-
cribió al Gobierno el día 3 de abril manifestando disgusto y sorpresa
por el Real Decreto de 1° del mismo que manda suspender “por ahora
la colación de órdenes sagradas, hasta que se verique el arreglo del clero
parroquial. El Nuncio de su Santidad pretende que el citado decreto es
contrario a los artículos 4, 43 y 45 del novísimo Concordato. A lo cual
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ha contestado, o contestará el Gobierno: 1° que tiene exacto y perfecto
conocimiento de las continuas infracciones que se cometen en muchas
diócesis elevando a las órdenes a personas sin instrucción ni medios
decorosos de subsistencia, resultando de aquí, y de muchos fraudes y
engaños en la erección de sus patrimonios, que luego se ven en la nece-
sidad de buscar la vida por medios indignos, con mengua y vilipendio
de su estado; 2° que tamaños abusos aumentan diariamente con exceso,
y sin necesidad justicada, el número de los promovidos a las órdenes,
siendo así que son tan inútiles para el desempeño de la cura parroquial,
cuanto que muchos RR. Obispos se han visto en el caso de encargar
las parroquias vacantes a los párrocos de los pueblos inmediatos, por
no inspirarles conanza los clérigos ordenados a título de patrimonio,
capellanías u otros; 3° que el Gobierno, ni se opone a que se abran con-
cursos donde se premie a los más dignos, ni tampoco a que se coneran
todos los benecios vacantes aunque sea en los no ordenados, siempre
que, al ordenarlos después, se tomen las precauciones necesarias; 4° que
lo que el Gobierno no puede permitir, sin faltar a su deber, es que, con
menosprecio de la “legislación canónica vigente”, se abuse del título de
patrimonio, y otros, para llenar nuestra Iglesia de clérigos “vagos e inúti-
les, cuya ignorancia y número son igualmente perjudiciales a la religión
y al Estado”; y 5° nalmente, que estas disposiciones se apoyan en lo dis-
puesto por el Concilio de Trento, en el art. 5° del Concordato de 1737,
en los Breves expedidos para su ejecución, y en las leyes publicadas des-
pués y “que están en observancia”; por lo cual, y por el tenor mismo del
novísimo Concordato, es absurdo pretender que a ellas se opongan “ni
este Concordato ni el Real decreto de 30 de abril de 1852 expedido de
acuerdo de ambas potestades, política y eclesiástica.
***
Las últimas noticias recibidas de Cuba nos han hecho saber la eje-
cución de Pintó el día 26 de marzo, y la posterior de un tal Estrampes,
norteamericano que con armas y municiones había desembarcado
meses antes en Baracoa para favorecer en este punto un movimiento
revolucionario.
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***
El proyecto de ley de desamortización fue aprobado por las Cor-
tes el 27 de abril, y sancionado por S. M. la Reina el 29 del mismo.
Grandes esperanzas de suscitar apuros al actual Gobierno fundaban
muchos en la resistencia de doña Isabel II a hacer uso de su prerroga-
tiva en favor de la venta de los bienes de manos muertas; pero aunque
la Augusta Señora, dando oídos a pérdas sugestiones, negó la sanción
el día 28, el siguiente cedió sin resistencia a las respetuosas observacio-
nes que le hicieron sus Ministros. Formalmente inquietos éstos de los
males sin cuento que habría acarreado al reino la obstinación de S. M.
en sostener una negativa que estaba muy lejos de ser espontánea, y que
además carecía de plausibles fundamentos, parece que abrieron a S. M.
los ojos acerca del peligro de ceder ciegamente a la inuencia extrale-
gal de personas tan empeñadas en destruir el actual orden de cosas que
no vacilaban, para conseguirlo, ni aun en arrostrar la contingencia de
sacricar la dinastía, el Trono mismo, y el reposo del país.
El texto de la ley, tal como aparece en el periódico ocial, es el
siguiente:
Doña Isabel II, por la gracia de Dios y la Constitución, Reina de las
Españas: a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed que las
Cortes constituyentes han decretado y nos han sancionado lo siguiente:
título primero
Bienes declarados en estado de venta y condiciones generales de su enajenación.
Artículo 1° Se declaran en estado de venta, con arreglo a las pres-
cripciones de la presente ley, y sin perjuicio de las cargas y servidum-
bres a que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos y
urbanos, censos y foros pertenecientes:
Al estado.
Al clero.
A las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa
y San Juan de Jerusalén.
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A cofradías, obras pías y santuarios.
Al secuestro del ex Infante don Carlos.
A los propios y comunes de los pueblos.
A la benecencia.
A la instrucción pública.
Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no
mandados vender por leyes anteriores.
Art. 2° Exceptúanse de lo dispuesto en el artículo anterior:
Primero. Los edicios y ncas destinados, o que el gobierno desti-
nare, al servicio público.
Segundo. Los edicios que ocupan hoy los establecimientos de be-
necencia e instrucción.
Tercero. El palacio o morada de cada uno de los MM. RR. arzobis-
pos y RR. obispos; y las rectorías o casas destinadas para habitación de
los curas párrocos, con los huertos o jardines a ellas anejos.
Cuarto. Las huertas y jardines pertenecientes al instituto de las es-
cuelas pías.
uinto. Los bienes de capellanías eclesiásticas destinadas a la ins-
trucción pública, durante la vida de sus actuales poseedores.
Sexto. Los montes y bosques cuya venta no crea oportuna el Gobierno.
Séptimo. Las minas de Almadén.
Octavo. Las salinas.
Noveno. Los terrenos que son hoy de aprovechamiento común,
previa declaración de serlo, hecha por el Gobierno, oyendo al ayunta-
miento y diputación provincial respectivos.
Cuando el Gobierno no se conformase con el parecer en que es-
tuvieren de acuerdo el ayuntamiento y la diputación provincial, oirá
previamente al tribunal contencioso-administrativo, o al cuerpo que
hiciere sus veces, antes de dictar su resolución.
Décimo. Y por último, cualquier edicio o nca cuya venta no
crea oportuna el Gobierno por razones graves.
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Art. 3° Se procederá a la enajenación de todos y cada uno de los bienes
mandados vender por esta ley, sacando a pública licitación las ncas o sus
suertes a medida que lo reclamen los compradores y, no habiendo recla-
mación, según lo disponga el Gobierno; vericándose las ventas con la
mayor división posible de las ncas, siempre que no perjudique a su valor.
Art. 4° Cuando el valor en tasación de la nca o suerte que se ven-
da no exceda de 10.000 rs. vn., su licitación tendrá lugar en dos subas-
tas simultáneas, a saber:
Una en la cabeza del partido judicial donde la nca radique.
Y otra en la capital de su respectiva provincia.
Art. 5° Cuando el valor en tasación de la nca o suerte que se ven-
da exceda de 10.000 rs. vn., además de las dos subastas que previene
el artículo anterior, tendrá lugar otra tercera, también simultánea con
aquéllas, en la capital de la monarquía.
Art. 6° Los compradores de las ncas o suertes quedan obligados al
pago en metálico de la suma en que se les adjudiquen en la forma siguiente:
Primero. Al contado, el 10 por 100.
Segundo. En cada uno de los dos primeros años siguientes, el 8 por 100.
Tercero. En cada uno de los dos años subsiguientes, el 7 por 100.
Cuarto. Y en cada uno de los 10 años inmediatos, el 6 por 100.
De forma que el pago se complete en 15 plazos y 14 años.
Los compradores podrán anticipar el pago de uno o más plazos,
en cuyo caso se les abonará el interés máximo, de 5 por 100 al año,
correspondiente a cada anticipo.
título segundo
Redención y venta de los censos.
Art. 7° Para redimir los censos declarados en venta por la presente
ley, se concede a los censatarios el plazo de seis meses, a contar desde
su publicación, bajo las bases siguientes:
Primera. Los censos cuyos réditos no excedan de 60 reales anuales
se redimirán al contado capitalizándolos al 10 por 100.
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Segunda. Los censos cuyos réditos excedan de 60 rs. anuales se re-
dimirán al contado capitalizándolos al 8 por 100, y en el término de
nueve años y diez plazos iguales, capitalizados al 5.
Tercera. Los censos cuyos réditos se pagan en especie se regularán
por el precio medio que haya tenido la misma especie durante el mer-
cado durante el último decenio.
Cuarta. Los censos, foros, treudos, prestaciones y tributos de cual-
quier género, cuyo canon o interés exceda del 5 por 100, se redimirán
en la forma prescrita al tipo reconocido en la imposición o fundación,
y si no estuviese reconocido, al consignado en las bases primera y se-
gunda.
Art. 8° Concluido el término señalado para la redención, se proce-
derá a la venta de los censos en pública subasta bajo los mismos tipos y
condiciones establecidas en el artículo anterior.
Art. 9° El Gobierno asegurará a cada establecimiento de benecen-
cia las rentas que disfruta en la actualidad, compensando la pérdida
que pueda sufrir en la reducción o venta de los censos con el aumento
que se obtenga en la de los bienes inmuebles.
Cuando no posea el establecimiento de benecencia bienes in-
muebles, o no se obtengan aumentos en la enajenación de éstos, el
Gobierno cubrirá el décit con los fondos del tesoro público.
Art. 10. El pago del laudemio en las enteusis será a cargo de los
compradores.
Art. 11. Se perdonan los atrasos que adeuden los censatarios, ya
procedan, de que no se hayan reclamado en los últimos cinco años, ya
de ser los censos desconocidos o dudosos, o ya de cualquier otra causa,
con tal que se conesen deudores de los capitales o sus réditos.
título terCero
Inversión de los fondos procedentes de la venta de los Bienes del Estado del clero
y 20 por 100 de propios.
Art. 12. Los fondos que se recauden a consecuencia de las ventas
realizadas en virtud de la presente ley, exceptuando el 80 por 100 pro-
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cedente de los bienes propios, benecencia e instrucción pública, se
destinan a los objetos siguientes:
Primero. A que el Gobierno cubra por medio de una operación de cré-
dito el décit del presupuesto del Estado, si lo hubiere en el año corriente.
Segundo. El 50 por 100 de lo restante, y el total ingreso en los años
sucesivos, a la amortización de la deuda pública consolidada sin prefe-
rencia alguna, y a la amortización mensual de la deuda amortizable de
primera y segunda clase con arreglo a la ley de 1° de agosto de 1851.
Y tercero. El 50 por 100 restante a obras públicas de interés y utili-
dad general, sin que pueda dársele otro destino bajo ningún concepto,
exceptuándose 30.000.000 de rs. que se adjudican para el pago de las
consignaciones que hasta la fecha tenga hechas el Gobierno de S. M.
con destino a la reedicación y reparación de las iglesias de España.
Art. 13. El 50 por 100, producto de las ventas de los bienes com-
prendidos en el artículo anterior, destinado a la amortización de la
deuda pública, se depositará en las respectivas tesorerías en arcas de
tres llaves, bajo la inmediata responsabilidad de los claveros y a dispo-
sición exclusivamente de la Junta directiva de la deuda pública.
Art. 14. La Junta directiva de la deuda pública dispondrá que men-
sualmente ingresen en su propia tesorería los fondos de que trata el
artículo anterior y no consentirá que en ningún caso, ni bajo pretexto
alguno, sea la que fuere la autoridad que lo intente, se distraigan los
mismos fondos del sagrado objeto a que exclusivamente están desti-
nados.
título Cuarto
Inversión de los fondos procedentes de los bienes de propios, benecencia e ins-
trucción pública.
Art. 15. El Gobierno invertirá el 80 por 100 del producto de la venta
de los bienes de propios a medida que se realicen, y siempre que no se
les dé otro destino, con arreglo al art. 19, en comprar títulos de la deuda
consolidada al 3 por 100, que se convertirán inmediatamente en ins-
cripciones intransferibles de la misma a favor de los respectivos pueblos.
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Art. 16. Los cupones de las inscripciones intransferibles serán ad-
mitidos a los pueblos, como metálico, en pago de contribuciones, a la
fecha de sus respectivos vencimientos.
Art. 17. Para que no queden en descubierto las obligaciones a
que hoy atienden los pueblos con los productos de sus propios, el
Estado les asegura, desde el momento en que se realice la venta de
cada nca o suerte, la misma renta líquida que por ella perciben en
la actualidad.
Art. 18. Luego que el Estado haya percibido, por cuenta del 80 por
100 de los bienes de propios de cada pueblo, una suma equivalente a
los adelantos que en renta y capital hubiere hecho, y previa la corres-
pondiente liquidación, se invertirá el saldo, si lo hubiere, en nuevas
inscripciones intransferibles a favor de los pueblos respectivos.
Art. 19. Cuando los pueblos quieran emplear, con arreglo a las le-
yes, y en obras públicas de utilidad local o provincial, o en objetos
análogos, el 80 por 100 del capital procedente de la venta de sus pro-
pios, o una parte de la misma suma, se pondrá a su disposición la que
reclamen previos los trámites siguientes:
Primero. ue lo solicite fundadamente el ayuntamiento.
Segundo. ue lo acuerde, previo expediente, la diputación provincial.
Tercero. ue recaiga la aprobación motivada del Gobierno.
Art. 20. El producto íntegro de la venta de los bienes de benecencia
y de instrucción pública, si las corporaciones competentes no hubieren
solicitado y obtenido otra inversión, se destinará a comprar títulos de
la deuda consolidada al 3 por 100 para convertirlos en inscripciones
intransferibles a favor de los referidos establecimientos, a los cuales se
asegura desde luego la renta líquida que hoy les produzcan sus ncas.
Los cupones serán admitidos a su vencimiento, como metálico, en
pago de contribuciones.
Art. 21. Realizado que sea el total importe de la venta de los bienes
de benecencia y de instrucción pública, se vericará una liquidación,
cuyo saldo, después de reintegrarse el erario de lo que como renta hu-
biere anticipado, se invertirá también en la compra de títulos del 3 por
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100, que han de convertirse en inscripciones intransferibles a favor de
los respectivos establecimientos.
Art. 22. A medida que se enajenen los bienes del clero, se emitirán
a su favor inscripciones intransferibles de la deuda consolidada al 3
por 100 por un capital equivalente al producto de las ventas, en razón
del precio que obtengan en el mercado los títulos de aquella clase de
deuda el día de las respectivas entregas.
Art. 23. La renta de las inscripciones intransferibles de que trata
el artículo anterior, se destina a cubrir el presupuesto del culto y clero
que la ley señale.
título quinto
Disposiciones generales.
Art. 24. Se declaran exentas del derecho de hipotecas, las ventas y
reventas de los bienes enajenados en virtud de la presente ley durante
los cinco años siguientes al día de su adjudicación.
Art. 25. No podrán en lo sucesivo poseer predios rústicos ni ur-
banos, censos ni foros las manos muertas enumeradas en el art. 1° de
la presente ley, salvo en los casos de excepción explícita y terminante-
mente consignados en su artículo 2°.
Art. 26. Los bienes donados y legados, o que se donen y leguen en
lo sucesivo a manos muertas, y que éstas pudieren aceptar con arreglo
a las leyes, serán puestos en venta o redención, según dispone la pre-
sente, tan luego como sean declarados propios de cualquiera de las
corporaciones comprendidas en el artículo 1°.
Art. 27. El producto de la venta de los bienes de que trata el artícu-
lo anterior, se invertirá según su procedencia y en la forma prescrita.
Art. 28. Un año después de publicada esta ley caducarán los arren-
damientos pendientes, sin perjuicio de las indemnizaciones a que pue-
dan tener derecho las partes contratantes.
Art. 29. Se declaran derogadas sin fuerza ni valor todas las leyes,
decretos, reales órdenes anteriores sobre amortización o desamortiza-
ción que en cualquier forma contradigan el tenor de la presente ley.
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Art. 30. Se autoriza al Ministro de Hacienda para que, oído el
Tribunal Contencioso-administrativo, y con acuerdo del Consejo de
Ministros, je las reglas de tasación y capitalización, y disponga los re-
glamentos y demás que sea conducente a la investigación de los bienes
vendibles, y a facilitar la ejecución y cumplimiento de la presente ley.
Por tanto mandamos a todos los Tribunales, Justicias, Jefes Gober-
nadores y demás Autoridades, así civiles como militares eclesiásticas,
de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir,
ejecutar la presente ley en todas sus partes.
Aranjuez, a 1° de mayo de 1855.– Yo la Reina.– El Ministro de
Hacienda, Pascual Madoz”.
***
También aprobaron las Cortes el día 27, y ha sido sancionada por
S. M. la siguiente ley:
Art. 1° En todas las poblaciones donde la necesidad lo exija, a juicio
del Gobierno, se permitirá construir cementerios donde sean conduci-
dos, depositados y sepultados, con el decoro debido a los restos huma-
nos, los cadáveres de los que mueren fuera de la comunión católica.
Art. 2° En aquellas poblaciones que no tengan los cementerios
especiales a que se reere el artículo anterior, los Alcaldes y Ayunta-
mientos cuidarán, bajo su más estrecha responsabilidad, que los cadá-
veres de los que mueran fuera de la comunión católica sean enterrados
con el decoro debido a los restos humanos, tomando las precauciones
convenientes para evitar toda profanación.
***
En la sesión del mismo día se leyó un dictamen que decía así:
“Los delegados de los tenedores ingleses de fondos españoles y de
su comité (junta) en Londres, acuden a las Cortes solicitando el reparo
de un agravio que se inrió a los acreedores de España en el extranjero
por una de las disposiciones del último arreglo de la deuda pública,
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que dispuso que los intereses vencidos y no pagados durante los diez
años de 1841 a 1851, tan sólo fuesen capitalizados por una mitad en
renta diferida del 3 por 100, quedando la otra mitad sin efecto; espe-
rando los exponentes que se haga el arreglo que se crea justo y equita-
tivo para acallar los clamores de los acreedores en el extranjero.
»La comisión es de dictamen que se nombre una especial que infor-
me sobre el objeto de la petición, por exigirlo la gravedad del asunto.
El señor Moyano, diputado conservador, impugnó hábil y elo-
cuentemente el dictamen anterior, probando que, el asunto estaba juz-
gado ya desde 1853, supuesto que las Cortes de aquel año desecharon
con indignación un proyecto del Ministro del Ministro de Hacienda
Llorente en que iba envuelto el reconocimiento de los cupones. El
Congreso desechó el dictamen por 167 votos contra 5, quedando así
denitivamente sepultado un asunto de mala nota y no muy pulcro
carácter, cuya aprobación habría acarreado al Tesoro un gravamen de
1000 millones nominales por lo menos.
***
El 30 de abril se anudaron nuevamente los debates relativos a la
Constitución con el examen de su 3ª base, que es la que se reere a la
libertad de imprenta.
***
Mr. Perry, secretario de la legación de los Estados Unidos en esta
Corte, ha comunicado recientemente a nuestro Gobierno que el suyo
aceptaba el arreglo propuesto por el señor Luzuriaga en el asunto del
Black-Warrior, de que ya tienen conocimiento nuestros lectores. Al
hacer esta comunicación Mr. Perry, según se nos ha informado, enca-
rece la justicia del Gobierno español, y maniesta grandes esperanzas
de que la terminación de aquel enojoso asunto contribuirá a estrechar
relaciones amigables entre España y la Unión americana.
Pero quiere nuestra mala suerte que apenas zanjada una dicultad,
nace otra para alterar de nuevo la armonía que debiera reinar entre
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ambos pueblos. Dos cañonazos disparados por la fragata española de
guerra La Ferrolana a un vapor correo de los Estados Unidos llamado
El Dorado, y la reciente ejecución de Estrampes, han dado margen a
nuevas reclamaciones que la prensa norteamericana envenena con su
insensato clamoreo; que Soulé y sus amigos hacen servir a sus per-
versos nes; y que los libusteros, ansiosos de venganza y de botín,
quieren convertir en declaración de guerra próxima. La justicia y el
derecho están, en ambos casos, de nuestra parte; porque Estrampes no
podía ser considerado sino como un conspirador sorprendido en a-
grante delito, y La Ferrolana tenía indisputable facultad de ejercer el
derecho de visita en las aguas y costas de Cuba, vedadas al comercio en
virtud de una declaración reciente y conocida de bloqueo; pero, ¿qué
vale la justicia ni el derecho para un Gobierno desvanecido con su pre-
potencia, y que no disimula el afán de hacer uso de ella violando todas
las leyes divinas y humanas con mengua y desdoro de la civilización
de nuestros tiempos? ¡Y luego, nosotros, aferrados a una política de
necias tradiciones, y sin ingenio o valor para concebir y ejecutar un sis-
tema nuevo, conforme a las necesidades de la época, no hay forma que
salgamos de los hábitos de violencia, desconanza y mezquindad que
han caracterizado siempre nuestra dominación en las Antillas! Cuba
no puede salvarse sino por medio de los mismos que quieren perderla:
por medio de sus hijos, enemigos hoy de la tutela española; y por me-
dio de los norteamericanos, que hoy se afanan en arrebatárnosla. Pero,
¿cómo, se dirá, convertiremos en amigos a nuestros más implacables
adversarios? Abriendo de par en par las puertas del comercio de la Isla
a los unos; abriendo de par en par la puerta de la libertad a los otros.
Lo demás es ilusión y demencia.
***
El 1° de mayo acordó el Congreso la construcción de un camino de
hierro que, partiendo de Sevilla, termine en el culto e importantísimo
pueblo de Cádiz.
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Jorge F Vidovic L (Compilador)
***
Terminamos esta Revista el 2 de mayo, día de gloriosa conmemora-
ción para España, y que nos sugiere muchas y no poco penosas reexio-
nes. Nuestros lectores pueden también hacerlas si, partiendo como no-
sotros del por siempre memorable 2 de mayo de 1808, se detienen en el
2 de mayo de 1855, recorriendo con la imaginación los cuarenta y siete
años transcurridos. ¡Cuántos heroicos sacricios por la independencia
nacional… que hoy no poseemos! ¡Cuántos heroicos sacricios por la
libertad... que cada vez parece alejarse más de nuestro suelo!
Rafael María Baralt
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reVista polítiCa10*
El festivo Padre Cobos llama al señor Madoz Nuestro Colaborador
por excelencia, a causa, escribe, de los preciosos materiales que en di-
chos, hechos y propósitos suministra el señor Ministro de Hacienda a
su vena jocosa y burlona, cuando no despiadada. Lo mismo que el Juve-
nal de la prensa periódica pudieran decir otros representantes de ella: la
grave España, el irritable Diario Español, el implacable Parlamento; los
cuales, y otros más, hermanos del reverendo en Oposición, si no en há-
bito, le ayudan en la caritativa empresa de dar una lección de humildad,
e imponer un cristiano escarmiento al antiguo presidente de las Cortes.
Por su parte los periódicos paniaguados no se duermen en la defensa del
Ministro; los periódicos independientes mezclan con el elogio la censu-
ra; los demócratas ponen duras condiciones a su apoyo; con que, unos
por esto y otros por aquello, pero todos charlando sin n y sin medida,
así traen y maltraen al señor Madoz, que su desdichada suerte a los ami-
gos sinceros da grima y a los indiferentes pone espanto.
De lo cual debemos deducir, no que el señor Madoz sea absoluta-
mente un mal Ministro de Hacienda, sino que la Hacienda española
continúa siendo en sus manos, hasta hoy, el problema insoluble del
gobierno, la plaga verdadera de la situación, y una como Esnge que
amenaza de muerte a los que no saben o no pueden descifrar su enigma.
La recaudación de marzo último, comparada con la de igual mes
de 1854, ha experimentado un quebranto de 3.367.007 rs. 18 mrs.
que, juntos al producto de la contribución de consumos y derechos de
puertas en la misma época, que importaron 15.521.872 rs., forman la
considerable suma de 18.888,88, reales 7 mrs. Así, en marzo último se
cobraron 97.398.847 rs. 18 mrs.; y en marzo del año próximo pasado
entraron en el Tesoro 116.287.727 reales 20 mrs.
Las rentas que han tenido mayores pérdidas son las siguientes:
Inmuebles, cultivo y ganadería……………………….. 1.433.793 14.
10 Publicado en la Revista de Ambos Mundos, vol. 3, pp. 791-812. (N. del E.).
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Subsidio industrial y de comercio…….....………….. 297.664 6.
Derechos de hipotecas………………………................. 149.354 30.
Veinte por ciento de Propios……………….................. 183.147
Diez por ciento de administración de partícipes.......... 310.694 17.
Arbitrios que estuvieron aplicados a la amortización de la Deuda.
........................................................................................... 211.472 20.
Sacos…………………….............…..................................... 396.093 3.
Sal……………………………………..................................... 2.047.367 7.
Efectos timbrados…………………................................ 266.889 32.
Pólvora…………………….……….................................... 158.900 11.
Sellos de correos…………………………......................... 160.114 23.
Bienes de la propiedad del Estado y de secuestro......... 100.240 4.
Lotería primitiva…………………...………..................... 158.279 28.
Lotería moderna……………………………..................... 391,916
Instrucción pública………………………........................ 414.652
Correos, inclusos los marítimos……........................ 1.035.386 15.
Carreteras………………….……...................................... 128.519
Remesas a Ultramar en documentos de pago de obligaciones de la
Península……….…………………....………………………. 284.548 8.
En los derechos de aduanas no se experimentó más que la insigni-
cante baja de 62.167 rs. 20 mrs.
Han resultado favorecidas las minas del Estado en 3.376.841 rs.
24 mrs.; y el descuento de sueldos en 639.823,33. Otras rentas lo han
estado también en pequeñas cantidades.
La recaudación por cuenta del Presupuesto de 1854 subió en mar-
zo a 7.686.321 rs. 2 mrs. Unida esta cantidad a 1.347.913.542 rs. 8
mrs. recaudados en los catorce meses anteriores, y a 366.188–2 por
aumento de recaudación no comprendida en febrero, resultan hasta
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n de marzo 1.355.966.051 reales 12 mrs. No está comprendida la re-
caudación habida en Cádiz, e Islas Baleares y Canarias por no haberse
recibido las noticias necesarias. (¡Famosas ocinas!).
Entre lo presupuesto por las Direcciones respectivas, y lo recauda-
do en marzo, hay la diferencio de 14.811.469 reales 3 mrs.; porque se
computaron 98.551.867–19, y sólo se han cobrado 83.740.398–16.
Computada la recaudación de los meses de enero y febrero, y el au-
mento no comprendido en la liquidación de este último mes, aparece
que en los tres primeros del año se han presupuesto 270.711.725 rs.
27 mrs., y hecho efectivos 254.638.185–28, habiendo consistido las
mejoras en 7.648.796-23, y las pérdidas en 23.722.336–32.
Semejantes resultados no son, según algunos, del todo desconso-
ladores si se miran desde el punto de vista de la recaudación real y
ordinaria de las rentas, y no parando mientes en los quebrantos pro-
ducidos por causas transitorias, o bien por la supresión de contribu-
ciones últimamente decretada. Pero, ¿qué nos importa que el décit
se explique, si el décit nos mata? ¿ué más da que provenga de esto
o de aquello si, tal como es y como le han hecho nuestros comunes
desaciertos, nos tiene reducidos a la miserable condición de una casa
en bancarrota? La verdad es que las rentas públicas producen menos,
ahora que, para cubrir las atenciones del Estado, sería de desear que
produjesen más; la verdad es que en el sistema actual de contribucio-
nes, mutilado por la supresión de la más pingüe de ellas, no es dable
hallar modo de conseguir el equilibrio de los ingresos con los gastos;
la verdad es, en n, que si las rentas no permiten ese equilibrio, es ocio-
so buscarle en las economías, aquí donde el Presupuesto, según dicho
(muy exacto por cierto) del señor Bravo Murillo, equivale a la “contri-
bución de pobres” de Inglaterra.
¡Y esto cuando tenemos 600 millones de deuda otante; cuando
se deben 60 a la Caja de Depósitos; y cuando la guerra civil, como
más adelante veremos, ha levantado ya la cabeza anunciando desastres
cuyas consecuencias inmediatas serán aumento en los gastos, mayores
dicultades en la percepción de los impuestos, paralización en las in-
dustrias, postración del crédito público, lástimas y miserias sin cuento!
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Para acudir a remediar tamaños males, el señor Ministro de Hacien-
da, prosiguiendo el plan de que dimos cuenta en la Revista anterior,
trató de averiguar, con el auxilio de la comisión parlamentaria de Presu-
puestos, el décit verdadero de los del año que transcurre; y jado dicho
décit en 204 millones, ha propuesto, para cubrirle, un anticipo de 200,
parte voluntario y parte forzoso, pagadero en cuatro plazos, reintegrable
en redención de censos y pago de bienes nacionales, con interés de 8 por
100, y exigible a los contribuyentes que satisfagan la cuota de impuesto
ordinario que je la misma comisión de Presupuestos. La sesión celebra-
da por ésta el 21 por la noche, y en que quedó aprobada la contribución
extraordinaria, merece ser historiada por menor.
Diose pues cuenta de una proposición del señor Alfonso en que pe-
día se suspendiese toda discusión acerca del asunto hasta que, exami-
nados y discutidos en Cortes los Presupuestos generales de gastos y de
ingresos, se adquiriera un conocimiento exacto y seguro del décit. ¿No
puede y aún debe, en efecto, variar éste, con las reformas denitivas que
produzcan las decisiones del Congreso? Si de semejantes decisiones re-
sulta aumentado el descubierto, ¿no será el anticipo que hoy se pide in-
suciente? Y si, por el contrario, aparece disminuido, ¿no exigirá el an-
ticipo un sacricio innecesario, y en tal supuesto impolítico y absurdo?
La proposición, sin embargo, fue desechada por 21 votos contra 10.
Continuando la discusión propuso el señor Labrador que se nom-
brase una comisión delegada de la general de Presupuestos, y com-
puesta de cinco individuos, para que, teniendo en cuenta las consi-
deraciones que se expusiesen en el debate, redactase un proyecto de
ley sobre el asunto. También como la anterior, fue desechada esta pro-
puesta; y acto continuo expuso el señor Madoz el proyecto que arriba
mencionamos, y que aprobaron 13 votos contra 10, absteniéndose de
votar ocho diputados de diferentes opiniones, con lo cual quedó com-
prometida la comisión a darle cabida en el dictamen que debe presen-
tar a las Cortes en desempeño de su arduo cometido.
Por la cuenta, poco satisfecho el señor Ministro de Hacienda de
esta decisión que, aunque denitivamente favorable, no lo era en el
grado que él apetecía, se presentó el 22 por la mañana en casa del se-
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ñor Duque de la Victoria, a quien, según noticias dedignas, hizo pre-
sente que, tanto por los reñidísimos debates habidos en la comisión,
como por los incidentes ocurridos en el acto de votar, y por la votación
misma, y por otros síntomas de mal agüero, infería que el proyecto
del anticipo forzoso hallaría formal resistencia en el Congreso; a cuya
causa, él, que no quería serlo de una crisis ministerial, estaba resuelto
a retirarse si el Consejo encontraba un medio mejor que el suyo para
sacar de apuros al Tesoro; y sólo continuaría en su puesto a tal que los
Ministros hiciesen cuestión de Gabinete el anticipo.
El 22 por la noche se reunió el Consejo con asistencia de los Direc-
tores del Ministerio de Hacienda, a quienes el señor Madoz llevó a su
seno para que ilustrasen la materia que a su resolución se proponía; y
fue curioso, entre las cosas curiosas de este curiosísimo asunto, que los
señores Sierra y Salaverría, Director el primero del Tesoro, y el segundo
de la Caja de Amortización, disintiendo del Ministro, manifestasen su
particular y rme opinión de que el anticipo forzoso tenía, entre otros
inconvenientes, el muy grave de ser insuciente para el objeto a que
se le quería aplicar, aun en el caso, poco probable, de que se recaudase
con la regularidad y prontitud que lo premioso de la urgencia deman-
daba; fuera de que, según ellos, el décit no puede cubrirse, ni nunca se
logrará establecer el apetecido y necesario nivel entre los ingresos y los
gastos, si no se acude al arbitrio de crear contribuciones permanentes.
El señor Cárdenas, Director de Contabilidad y muy amigo del señor
Madoz, se adhirió al parecer de sus compañeros; y es voz común que
éstos y él sugirieron la idea de restablecer, con algunas modicaciones,
los suprimidos impuestos de puertas y consumos.
Ello es que el Consejo, desestimando estos pareceres, adoptó el del
señor Madoz resolviendo apoyarle, unánime y concorde, cuando se
presente al Congreso después de resuelto con la Comisión de Presu-
puesto el punto grave, y aún pendiente, de la cuota de contribuciones
ordinarias que debe servir de base a la exacción de ésta, extraordinaria
y forzosa, que hoy se exige. Muchos creen que semejante resolución
signica que el Ministerio hará el asunto cuestión de Gabinete; pero
para nosotros es dudoso, porque si bien es natural que todos los Mi-
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nistros apoyen la idea, aprobada de antemano, no se sigue de aquí que
el Gabinete entero comprometa en esta clase de cuestiones su existen-
cia. Lo primero es de rigor, supuesto que las disidencias entre los Mi-
nistros se ventilan y resuelven en Consejo antes de dar públicamente
en Cortes el espectáculo de la desunión y el desconcierto; y en cuanto
a lo segundo, sabido es que a cada Ministro incumbe una parte espe-
cial de responsabilidad que no puede alcanzar a los demás.
Por el pronto, el único resultado positivo que ha dado de sí este asunto
es la separación del Director general del Tesoro don José de Sierra y Moya,
y la del Director general presidente de la Caja de la Deuda pública don
Pedro Salaverría: dos de los tres empleados de Hacienda que, llamados
sin necesidad al Consejo del 22 opinaron de diverso modo que el señor
Madoz respecto de la contribución extraordinaria. Tocante a ésta, nada
tenemos por ahora que decir. Gozaba ella del privilegio de llamar exclu-
sivamente la atención del público, cuando el 23 de mayo fue destronada
por la insurrección civil y militar del Aragón, que, desde entonces, absorbe
por completo, y con justísimos motivos, los cuidados del Gobierno y de
las Cortes, así como la inquieta consideración del reino todo.
Duerme, pues, el anticipo forzoso; y ésta, no sabemos si feliz o
desgraciada circunstancia, nos permite referir algunos de los muchos
juicios que sobre él se han emitido.
Desde luego, el del señor Ministro de Hacienda es que el anticipo se
presenta como el único medio de aliviar al Tesoro dando tiempo para
que se toquen los efectos de la desamortización, y levantando el crédito
lo suciente para subastar con provecho los dos mil millones de títulos,
de nueva emisión que se le han concedido para extinguir la deuda o-
tante, y contratar empréstitos en España y fuera de ella. Y luego, dice,
el anticipo es poco gravoso. Derramado entre los contribuyentes que
pagan de 500 rs. arriba de impuestos ordinarios, deja libres a los pobres;
es reintegrable en breve plazo; y por último, proporciona un papel que
no se puede negociar con pérdida, atento que gana un interés de ocho
por ciento, mayor que aquel a que puede descontarse en la plaza, en el
supuesto poco probable, de que sus dueños, siendo ricos, quieran desha-
cerse de él sin aguardar el reembolso por parte del Estado.
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Los adversarios del señor Madoz, y aun algunos amigos suyos “libres
pensadores, dicen que el anticipo es, antes y más que todo “absurdo, por-
que es “insuciente”; y siéndolo, exige sin provecho un sacricio desagra-
dable y costoso, dejando en el ánimo de las víctimas la triste certidum-
bre de que en plazo más o menos lejano volverán a ser martirizadas. A
más, añaden, el anticipo es “inicuo, porque grava sólo a una parte de los
contribuyentes; y tiene olor, color y sabor “socialista, porque esos contri-
buyentes son los ricos. Aduciendo datos numéricos en corroboración de
estos asertos, aseguran: 1° que el décit es en realidad mayor de lo que se
ha supuesto; 2° que el anticipo, en todo caso, bastaría para cubrir el que
arrojan los Presupuestos de 1855, mas no el que produzcan los Presupues-
tos de los años posteriores; 3° que si de cuatro millones de contribuyentes
que en España existen, se quiere concretar el pago del impuesto o anticipo
forzoso a 144.631 personas que satisfacen, por contribuciones ordinarias,
cupos mayores de 500 rs., a cada una de estas vendrá a corresponder una
anualidad completa; 4° que en tal caso, y suponiendo que el anticipo for-
zoso sea de 162 millones, Madrid aprontará 19 millones y medio, Barce-
lona más de 13, otro tanto Sevilla, 10 y pico Cádiz, Córdoba 6 y medio, 6
Zaragoza y Málaga, 5 la provincia de Jaén, y casi otro tanto la de Granada;
por manera que, entre seis provincias de Andalucía y las de Madrid, Barce-
lona y Zaragoza, esto es, entre nueve provincias de las cuarenta y nueve en
que está dividida España, se satisfarán 84 millones, o sea más de la mitad
del total de la contribución extraordinaria.
Otras noticias estadísticas que tenemos a la vista demuestran lo
siguiente:
Número de contribuyentes en mayo de 1854.
Total de contribuyentes Reales Subsidio Territorial
De 1 a 49 312.447 2.500.645 2.813.112
50 ” 99 88.749 359.727 448.476
100 ” 199 39.138 183.451 222.589
200 ” 299 13.033 68.332 81.365
300 ” 399 7.959 34.563 42.522
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400 ” 499 3.880 24.026 27.906
500 ” 999 4.054 28.178 32.232
1000 ” 1999 1.513 11.922 13.438
2000 en adte. 726 6.171 6.897
471.519 3.217.015 3.688.534
De 500 a 999 término medio.
750 reales……...................………. 24.174.000
De 1.000 a 1.999 1.500…………………… 20.152.500
De 2.000 en adelante 15.000............................... 34.485.000
78.811.500
Para producir 300 millones necesitarían cuatro veces su contribu-
ción............................................................................. 98.811.500
315.246.000
Si estos datos son erróneos, el Gobierno ha hecho muy mal en no
publicar los verdaderos.
Y como quiera, lo cierto es que, en vez de disminuirse, se aumen-
tan cada día los apuros del Tesoro; que el crédito decae; y que las ma-
rañas y embrollos económicos ponen en riesgo, no sólo la existencia
del Gobierno, sino la suerte misma de la causa liberal. Los capitales se
esconden o retraen, falta el trabajo, permanecen estancadas las fuentes
de la riqueza y de la producción, y huye la conanza, estímulo de la
industria y fundamento de la fuerza.
Y si no, ¿cómo es que, después de haber concedido las Cortes
abundantes recursos al Ministerio, votando tantos y tantos millones
en papel, se tiene que recurrir a un empréstito forzoso?
Seamos francos e imparciales. Cierto, la penuria del Tesoro se debe
en parte a las maquinaciones inicuas del agio codicioso, que vive del
desorden y de los conictos pecuniarios, pingües fuentes de la usura;
cierto, también se debe a los empeños ruinosos que legaron al actual
Gobierno sus antecesores de fatal memoria; ni puede ponerse en duda
que, al tomar posesión del mando los Ministros de ahora, encontraron
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vacías las arcas del Erario, disminuidos los ingresos, sobrecargadas las
rentas con el peso de una deuda otante abrumadora. Pero habrían
sobrado recursos si, en vez de abandonar la Hacienda a Dios y a la
ventura en medio de las oscilaciones políticas que causaban una verda-
dera perturbación, se hubieran emprendido con ánimo resuelto (de-
jando intacto, “por el pronto, el sistema scal, o como ahora se dice,
tributario) grandes reformas en materia de gastos inútiles, de ocinas
redundantes, de trámites embarazosos, y de aranceles vejatorios cuan-
to absurdos. Pero ha sucedido desgraciadamente lo contrario. Apenas
se abrieron las Cortes y se tocó la cuestión de Hacienda viose claro
que nada se había meditado acerca de ella; que no se tenía opinión
formada sobre ninguno de los grandes problemas económicos que se
agitaban; que se carecía, en n, de todo plan, de todo sistema capaz
de conducirnos a puerto de salvación por entre el décit presente y la
bancarrota en perspectiva.
¿ué conanza podía inspirar, en cuanto al arreglo de la Hacien-
da, un Gobierno que dejaba al leal saber y entender de una Asamblea
heterogénea, multiforme y voltaria con exceso, la supresión o conser-
vación de una de las más pingües rentas del Estado, en el momento
crudo y crítico de una revolución cuyo resultado inmediato debía ser,
y ha sido en efecto, la disminución de los impuestos, el aumento de los
gastos y la paralización de las industrias.
Concíbese luego la medida revolucionaria de la desamortización;
y los mismos que la conciben la matan, antes de nacer, vacilando pri-
mero; perdiendo tiempo después; concitándole luego, sin necesidad,
la animadversión de los que, a estar mejor dispuesta y trazada, habrían
sido, por conveniencia propia, sus más celosos defensores. Y luego, para
vender se necesita, antes que todo, que el comprador tenga conanza,
así en la responsabilidad del vendedor, como en la segura conservación
de lo vendido. ¿Tenéis responsabilidad, siendo, como sois, pobres, y en
el momento mismo de enajenar, sin oportunidad ni discernimiento, los
últimos restos del caudal que os dejaron vuestros padres? Y por ventura,
¿es ocasión de vender a buen precio la heredad cuando habéis dejado
crecer, si no atizado, el fuego en que arde la comarca?
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Vienen en seguida las concesiones de títulos de la deuda, en la no
despreciable cantidad de “dos mil millones”; y el señor Madoz no ha
podido obtener siquiera una proposición de empréstito aceptable.
Ahora, suspendida la venta de los bienes amortizados, se acude al
extremo arbitrio de un anticipo forzoso de 204 millones, que también
se suspende precisamente cuando, levantado el pendón de la guerra
civil, podía el Ministro obtener de las Cortes, en atención al caso ex-
traordinario y temeroso, lo que a duras penas le concederán en los or-
dinarios y tranquilos.
Digámoslo de una vez: los derechos de puertas y consumos fueron
abolidos ab irato, sin preparación, sin oportunidad, sin más carácter que
el de medida aislada e incompleta; conservada la parte que cobraban
los Ayuntamientos, poco o nada se ha adelantado con ella; y abrió una
brecha a las rentas y aumentó el décit, sin que tamaño sacricio haya
redundado en provecho de los pobres. La ley de desamortización adole-
ce no menos graves defectos, el principal de los cuales es no hacer distin-
ción alguna entre los diversos intereses que maltrata, resultando de aquí
que a todos, aun los más opuestos, concierto y une en la misma obstina-
da y acaso terrible resistencia a sus mandatos. Y por n, el anticipo, por
no gravar a todos es impolítico e inicuo; por no gravar sucientemente,
es incompleto; por la manera como se ha pedido, vergonzante. ¿Votarán
los Diputados 204 millones sin tener la seguridad de que sean un prés-
tamo reproductivo, capaz de librarnos de la angustiosa situación en que
se consumen sin provecho las fuerzas de pueblos y partidos? ¿Arrostra-
rán la impopularidad que acompaña siempre a todo anticipo de dinero,
y mucho más en épocas tristes y azarosas, estando persuadidos de que
sólo por instantes aliviará nuestra dolencia, para agravarla luego y abrir
a nuestros pies un horroroso precipicio?
Así que, en todo ha tenido razón el Gobierno; y en todo (por lo
tocante, al menos, a la Hacienda) ha desbarrado. Hoy mismo, si por
ventura considera que el anticipo es el único medio de obtener recur-
sos efectivos con que cubrir las obligaciones del Estado, ¿por qué no
acude a la nación, “a toda la nación, pidiéndole que se salve a sí misma
con un último y heroico sacricio? ¿ué teme para no hacer este lla-
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mamiento a la honradez y magnanimidad bien probadas de las pro-
vincias españolas? ¿Hacer patentes nuestras llagas? Todo el mundo las
conoce. ¿Contradecirse, y perder una efímera y poco envidiable popu-
laridad? Tenga presente el Gobierno que en decir la verdad siempre
hay nobleza; y que nada puede ser tan meritorio como perder el amor
de un pueblo por salvarle. Además de que, sería ridícula pretensión la
de querer aplicarse lo que sólo de Dios dijeron Séneca y David.
Semel iussit semper paret.
Dominus iuravit et non paenitebit eum.
Relaciones exteriores. Ya dijimos en nuestra Revista anterior cómo,
terminado a duras penas el asunto del Black-Warrior, vino a punto el del
registro de los buques norteamericanos por los nuestros, en las costas
bloqueadas de Cuba, para mantener una quisquilla pendiente con los
Estados Unidos; pues quiere nuestra mala suerte, favorecida por las peo-
res artes de anexionistas y libusteros, que de algún tiempo a esta parte
nunca se halle limpio y desbrozado el campo de nuestras negociaciones
con la Unión Americana. Pusieron efectivamente el grito en el cielo sus
periódicos denostando a nuestro Gobierno por aquel acto de legítima
defensa, autorizado por las leyes de todas las naciones, y que ellos, sin
embargo, presentaban como una violación del derecho que quieren ten-
ga la suya a tremolar impunemente su pabellón en todo mar, y en toda
circunstancia, mal que le pese al derecho inconcuso de otros pueblos; y
tanto dijeron, y tanto alborotaron, que el Gabinete de Washington, más
sensible que otro alguno a los estímulos del charlatanismo vocinglero de
la prensa, despachó una escuadra a las aguas de Cuba con orden de hacer
respetar a viva fuerza la inmunidad de los buques nacionales.
Pero parece ser que el comodoro Macauley, comandante de la es-
cuadra, fue a La Habana, conferenció amigablemente con el señor
general Concha, y después de discutidos, aclarados y concertados los
puntos en litigio, convencido de que el registro de los buques nor-
teamericanos se había hecho dentro de las aguas jurisdiccionales de
la Isla, se prestó de buen grado a recibir algunos nos obsequios con
que quiso favorecerle el jefe de ella. Y ha sido cosa de ver y de reír
cómo los mismos periódicos que, fundando en Macauley la esperanza
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de un rompimiento con España, pusieron en las nubes su nombre y su
carácter, luego que el honrado marino frustró intentos tan perversos
haciendo justicia a la estricta legalidad de procederes españoles, le han
puesto cual no digan dueños, vituperando su conducta con violencia
y cinismo sólo iguales a la adulación y renada malicia con que antes
le sugirieron la contraria.
Es, pues, de esperar que este asunto quede pronto y favorablemente
terminado; a lo cual contribuirá no poco la ya próxima llegada a Madrid
del señor general Dodge, sujeto a quien la fama atribuye cuantas buenas
prendas deben adornar a un diplomático digno de este nombre.
Por lo demás, a la fecha de las últimas noticias recibidas de La Habana,
allí y en toda Cuba estaba en poco que las cosas volviesen al estado normal
y tranquilo de otros tiempos. Habíase jado el día 1° de mayo para levan-
tar el bloqueo de las costas y el estado de sitio en el interior del territorio.
La expedición que se preparaba en Nueva, York para invadir la Isla había
parado en que los únicos cien hombres alistados con tal objeto se habían
dispersado por orden de las autoridades; y éstas, a excitación de nuestro
Ministro Plenipotenciario, señor Cueto, habían manifestado su resolu-
ción de estorbar enérgicamente aquel intento, o cualquiera otro de igual
especie que en adelante se mostrase. Así, los libusteros norteamericanos
y los anexionistas de Cuba, viendo la actitud del Gobierno, la tibieza de
los jefes diputados al mando de la expedición, el corto número de los alis-
tados, y la opinión sensata de los Estados Unidos haciendo oír su voz entre
el clamor de los partidos, andaban mustios, alicaídos y avergonzados, lla-
mándose a engaño y clamando al Dios verdadero.
Lo bueno de todo esto es que la política conciliadora y justa de Mr.
Marcy ha triunfado al n por completo de la desatentada y embrollo-
na de Mr. Soulé y sus amigos. Hay quien cree que el señor Secretario
de Estado de la Unión pone desde ahora el atrevido pensamiento en
la herencia presidencial de Mr. Pierce, a cuya causa quiere con tiempo
ganar una sólida reputación de hombre templado y de buen seso. Pero,
¿qué nos importa a nosotros el motivo de su conducta si al n y al cabo
salimos de ella gananciosos? Dios le haga Presidente, y le conserve los
buenos propósitos; haya paz, y vivamos.
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¡Lástima que en tan bueno como inesperado estado de cosas, el
señor Cueto, que más que nadie ha contribuido a prepararle, quiera
abandonar el puesto de Ministro Plenipotenciario en que sus servicios
han sido de suma utilidad al Estado! Dícese que su resolución proviene,
tanto del arreglo del Black-Warrior, cuyos términos desaprueba, como
del mal estado en que tiene la salud, de resultas de la caída que dio me-
ses pasados. De todo hay; pero entretanto el Gobierno, no sabiendo a
quién nombrar en su lugar, conserva vacante la importante legación de
Washington. ¡Prueba triste cuanto irrecusable de que en materia de em-
pleados diplomáticos andamos tan escasos como en todas!
México nos acaba de dar un disgusto a que, según parece, no son
extraños algunos españoles intrigantes avecindados en su capital. Y es
el caso que, nombrado Ministro Plenipotenciario, en lugar del señor
Lozano, don Juan Antoine y Zayas, el Gobierno de la República no ha
querido recibir a éste con tal carácter, alegando para ello ciertos motivos
que el Embajador mejicano en esta Corte, señor Vivó, recibió orden de
comunicar inmediatamente al gobierno de la Reina. Si no son inexactos
nuestros informes, semejantes motivos están muy lejos de justicar la
conducta que se ha seguido con nuestro Enviado; y más lejos aún de per-
mitir, honesta y decorosamente, al Gobierno español la menor apatía o
indiferencia en el asunto. Parece, sin embargo, que no se tomará resolu-
ción alguna decisiva hasta ver el resultado de las gestiones amigables que
debían hacerse en México, por ciudadanos respetables de la República,
para encaminar por mejor senda a sus Ministros; y hay esperanzas fun-
dadas de que, penetrado el general Santa Ana del objeto de la intriga
que anda en el asunto, evitará las consecuencias de una negativa que no
descansa en ningún motivo razonable, ni siquiera pretexto plausible, su-
puesto que toda la justicia y la razón están de nuestra parte.
—A todo el mundo cogió de sorpresa en Roma la noticia de la san-
ción dada por la Reina a la ley de venta de bienes amortizados; pues allí
Papa y cardenales, frailes y monjas, herejes y cristianos, todo viviente es-
taba persuadido de que la ley no pasaría por el tamiz Real; como hoy lo
está de que primero ha de hundirse España que tener la tal ley cumplida
ejecución. De esperanzas vive el hombre; y abundando en esta última,
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no hay género de resolución extrema y desatinada que no atribuyan los
enemigos del Gobierno español al Padre Santo. Y así hay quien dice que
nos excomulgará; otros que protestará; cuáles que llamará a Monseñor
Franchi, despedirá al señor Pacheco; y cuando éste se halle en la fron-
tera, prorrumpirá en anatemas furibundos. Los menos devotos y más
humanos hablan de que Su Santidad derramará su dolor en el seno del
Consistorio secreto que, según costumbre, debe celebrarse el lunes ante-
rior a San Pedro apóstol; y no falta quien sugiera, a las calladas, con aire
diplomático y profundo, que nuestro Embajador ha dado esperanzas de
una suspensión de la venta de bienes eclesiásticos como paso primero y
preparatorio para su entrega perpetua a las iglesias. Esto último es falso.
Lo relativo al Consistorio secreto harto verosímil, pues, no sólo se com-
padece muy bien con las prácticas de la Cancillería romana, sino que
sienta perfectamente a un gobierno que sólo existe por el apoyo incesan-
te y opresor de la fuerza extranjera, y cuyos apuros pecuniarios, mayores
que los nuestros (y es mucho decir), piden como único alivio posible
la negociación de un empréstito extranjero. ¡Singulares anomalías! La
cristiana Roma pide dinero al judío Roschild; y el descendiente de los
crucicadores de Cristo se atreve a pedir al sucesor de San Pedro los
bienes de la Iglesia en garantía de las sumas que anticipe!
—El despacho dirigido por el Foreing Oce al secretario de nuestra
legación en Londres, señor Comyn, respuesta del que éste, por orden
y con instrucciones del Gobierno, pasó a lord Clarendon haciendo
al gabinete inglés juez y árbitro de la conducta de lord Howden en el
asunto relativo al clérigo protestante Arturo Frith, que ya recordarán
nuestros lectores, no ha debido satisfacer ni a nuestro Gobierno ni al
señor Embajador inglés en esta Corte; y sin embargo, éste y aquél le
han acatado. Dice el despacho que lord Howden hubiera procedido
más en consonancia con los usos diplomáticos dirigiéndose a nuestro
Ministro de Estado en queja ocial y reservada, que no descendien-
do al terreno público y común de la prensa por el medio, inusitado y
anómalo, de una comunicación particular rmada de su mano; y esta
es la de cal. La de arena, es declarar, como lo hace, que, por lo demás,
y en lo substancial del asunto, lord Howden ha procedido conforme
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al espíritu constante de la política inglesa, que consiste en proteger los
derechos de sus súbditos y la libertad de cultos donde quiera. A lo cual
añade que el Gobierno español, más por contrariar ese espíritu que
por lo que en sí pudiera tener de ofensiva la conducta del Embajador
inglés, se había manifestado resentido de los términos cultos y templa-
dos en que estaba concebido el comunicado de éste al Clamor Público.
No salimos garantes de la exactitud literal de estas noticias, aunque
tenemos motivos para creer que en el fondo son dignas de conanza. Y
siéndolo, parece extraño que, reconociendo el gobierno inglés el funda-
mento de la queja, apele, para desvirtuarla, al medio poco digno y hasta
vulgar de una interpretación arbitraria de los sentimientos de nuestro
Gobierno, con añadidura el agravio de suponer a éste capaz de ocultar su
oposición a ciertas ideas so capa de un resentimiento personal, ngido por
la cuenta. No quedará sin respuesta, según nuestros informes, esta sugestio
falsa (para hablar como lord Howden); pero, satisfecho nuestro Gobierno
con que siquiera indirectamente haya reconocido el inglés la justicia de su
causa, deserta la demanda remitiendo a la historia el juicio de ella.
Sea en buena hora. Sinceramente celebramos que, a pesar de seme-
jante aprobación de su conducta, consienta lord Howden en quedarse
entre nosotros, y no menos, que el Gobierno español, dando al olvido
la parcialidad de la sentencia, desista de apelar de ella al que la ha dado.
Ahora lo que debe desearse, en provecho de todos, es que éste sea un
pelillo de los que se echan a la mar y van al fondo.
Constitución y leyes. Si lo grande de la obra ha de corresponder a lo
trabajoso y a lo lento de su formación, en lo lento (con fundado temor
de incompleto) será obra legítima española; y en lo trabajoso (sin fun-
dada esperanza de perpetuo) será obra romana, egipcia o china. Esto
es si quiere Dios que llegue a ser obra de cualquiera especie; pues por
lo que toca a los señores diputados, sabido es que no lo quieren.
Y en efecto, temerosos del llamado cólera-morbo que (según cons-
ta de la fama entre el vulgo, y de la Gaceta entre los periódicos) ha invadi-
do a Madrid; o anhelando volver a las dulzuras, largo tiempo olvidadas,
del hogar doméstico; o desconando de la obra cansada, y hasta ahora
improductiva, que prosiguen, ello es que muchos padres de la patria han
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querido dar de mano a la Constitución y al Congreso suspendiendo las
sesiones de éste, y yéndose a descansar por algún tiempo en el regazo de
la familia y a la fresca sombra de las arboledas conterráneas.
Testigo el siguiente proyecto de ley, que se leyó a las Cortes el día 4
de mayo próximo pasado.
Art. 1° Las Cortes Constituyentes suspenderán sus sesiones el día
1° de julio próximo para volver a reunirse y continuar sus tareas el día
1° de setiembre de este año.
»Art. 2° Durante la suspensión quedará en Madrid una comisión
permanente de 25 diputados, elegidos por las Cortes Constituyentes,
con la facultad de vigilar por la observancia de las leyes y convocar las
Cortes, bien sea de acuerdo con el Gobierno, bien por sí sola, si las
circunstancias lo exigiesen.
Antes de todo una observación. ¿Pueden las Cortes, por sí solas,
suspender sus sesiones o disolverse sin contar con el monarca? A se-
mejante pregunta deben contestar con otras la lógica, la imparcialidad
y la justicia. ¿Nacieron las actuales Cortes de una revolución que echó
por tierra al Trono, o por ventura le encontró vacío? ¿No han sido
convocadas por el poder Real recibiendo de éste la vida, la forma de
la existencia, la autoridad, y aun la naturaleza misma del encargo que
debían desempeñar? Cortes convocadas con determinado objeto por
el Rey, no pueden, en buena razón, sobreponerse al monarca, como no
admitamos la teoría de que el apoderado, una vez constituido en dere-
cho por delegación del poderdante, puede suprimir a éste o anularle.
Sostuvo estas ideas, con gran copia de razones, el señor Moyano,
diputado conservador, si bien cometió la falta de sostenerlas, menos
en nombre de los principios generales de buen gobierno, que en nom-
bre del que se llama partido moderado, reivindicando para éste la po-
sesión exclusiva de las únicas prácticas constitucionales, correctas y le-
gítimas, que es dable imaginar; prurito este lastimoso y quizá necio de
sacar a la colada, en todo tiempo y ocasión, el nombre y los principios
de las parcialidades políticas, sin más fruto que el de mantener vivo
entre ellas el germen de una guerra interminable.
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Como quiera, el Congreso, procediendo aquí de acuerdo con la
opinión del Gobierno, desechó el proyecto de ley decidiendo que con-
tinuaría reunido hasta dar cima y felicísimo remate a la obra que trae
entre manos, a despecho de los demócratas y de los progresistas puros,
los cuales, más sensibles a las variaciones atmosféricas, más temero-
sos del cólera, o menos deseosos de nuevas elecciones que el resto de
sus compañeros, querían que las Cortes, suspendidas ahora, volviesen
luego a la carga, prolongando así por tiempo indenido su existencia.
Sucedía esto el 9 de mayo. El 25 del mismo tomaba en consideración
el Congreso, por 56 votos contra 38, la siguiente proposición de ley:
“1° La aprobación del acta se hará en votación nominal.
2° Los diputados que sin licencia de las Cortes se hayan ausentado,
se entiende que renuncian sus cargos si en el término de 15 días con-
tados desde el en que se apruebe esta proposición, no se presentasen a
tomar parte en las sesiones.
3° Los diputados que se ausentasen con licencia de las Cortes, se
entiende que renuncian su cargo si a los 15 días de expirar su licencia
no se presentasen en el Congreso.
4° Se exceptúan los altos empleados que con acuerdo de las Cortes
vayan a desempeñar sus destinos a los respectivos departamentos.
5° ue las licencias a los diputados para ausentarse del Congreso,
se concedan por orden de preferencia a favor de los que cuentan más
tiempo de asistencia a las tareas legislativas.
Palacio de las Cortes 10 de mayo de 1855.– Pedro Calvo Asen-
sio.– Vega Armijo.– López Mollinedo.– Corradi.– Egozcue.– J. de
Huelves.– González de la Vega.
Pocos días antes llamaba el señor Presidente de las Cortes, por cir-
cular, a 63 diputados que se habían ausentado de Madrid sin licencia,
o que prorrogaban indebidamente la que tenían del Congreso; lo cual
todo prueba que, sin un favor visible del cielo, los señores diputados
inutilizarán de hecho la resolución del 12, vericándose lo que en la
discusión de este día anunció el señor Olózaga (don José) al sostener
el dictamen de la mayoría de la comisión que sostenía las vacaciones.
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Ya se habrá observado, dijo, cuán escaso es el número de señores di-
putados que hay presentes, lo cual nos está dando ya a conocer que aun
cuando el acuerdo sea de que continúen abiertas las Cortes, lo estarán
de derecho. ue fue modo habilísimo cuanto mañoso de decir que
los señores diputados estaban en buena disposición para burlarse de
las supremas disposiciones de las Cortes.
Algo más de lo que en sí merece nos hemos detenido en narrar
este incidente, por lo que tiene de curioso, y ahora, anudando el hilo
cronológico de los sucesos diremos que el 7 de mayo quedó aprobada
la tercera base constitucional que es la relativa a la imprenta. El día 8
lo fue sin discusión, la cuarta base, que dice así:
“No puede ser detenido, ni preso, ni separado de su domicilio nin-
gún español, ni allanada su casa, sino en los casos y en la forma que las
leyes prescriben.
Presentose una adición a esta base (adición democrática, muy justa
por cierto) concebida en estos términos:
“Los que contravinieren a esta disposición, como autores o cóm-
plices, además de las penas que se les impongan por infracción de la
Constitución, serán responsables de los daños y perjuicios que ocasio-
nen, y perderán sus empleos y todos los derechos a ellos anexos.
Opusiéronse a ella la comisión y el Gobierno; pero, puesta a vota-
ción nominal, el Gobierno y la comisión fueron derrotados y la adi-
ción admitida por 89 contra 88 votos.
Viene (el mismo día; porque ahora van las cosas más de prisa) otra
base, la quinta, que dice así:
“Ningún español puede ser procesado ni sentenciado sino por el
juez o tribunal competente, en virtud de leyes anteriores al delito, y en
la forma que éstas prescriban.
Y en seguida viene otra enmienda, concebida en el mismo espíritu
de la anterior, para que todo español detenido o procesado por juez in-
competente, o con arbitrariedad pudiese utilizar el “derecho de mani-
festación” establecido en los antiguos fueros de Aragón. Este derecho,
semejante al de Habeas Corpus de la legislación inglesa, consistía en
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poder quejarse del juez ordinario ante un tribunal especial, el cual hacía
trasladar las personas agraviadas a prisión más decorosas que las comu-
nes, y que en la tierra se llamaba “Cárcel de los Manifestados. La co-
misión halló difícil compaginar esta veneranda y liberal institución con
nuestras actuales leyes y costumbres; y el Congreso rechazó la enmienda
por el sentir de 129 contra el de 64 Diputados. Según el nuestro hubiera
debido meditarse más un asunto semejante. Los señores Orense, autor
de la enmienda, y Lafuente, que en nombre de la comisión la combatió,
trataron de ella antes como eruditos que como legisladores y lósofos; y
las Cortes, que en ocasiones no saben ni adónde van ni lo que quieren,
pasaron en volandas por sobre una cuestión más digna de examen pro-
fundo y detenido que las mil y una, insignicantes y mezquinas, a que
suelen dedicar una gran parte de sus cuidados y su tiempo.
De la base 5ª se pasó el día 11 a la 15ª por haberlo pedido así el señor
Ministro de Hacienda. Dicha base estaba concebida en estos términos:
“El Tribunal de cuentas será de nombramiento de las Cortes, y el
mismo nombrará sus contadores y demás dependientes.
A esta redacción, clara y terminante, sustituyó la comisión la si-
guiente:
“El Tribunal de cuentas será de nombramiento del Congreso de los
Diputados, y el mismo nombrará, etc..
Y a nosotros se nos gura que, con el cambio de Cortes en Congre-
so, hay ahora una ambigüedad que antes no existía; porque en reglas
de buena gramática “el mismo” hace referencia, no al primero sino al
último sustantivo singular “Congreso, entendiéndose, contra el sentir
de la comisión, que las Cortes han de nombrar además del Tribunal,
sus contadores y dependientes.
Todavía experimentó la base otros dos cambios importantes de los
que, por fortuna, no resultó lesión para la lengua: una, que los conta-
dores serán de nombramiento del Tribunal, pero no los subalternos,
los cuales, a propuesta de aquél serán nombrados por el Gobierno;
otra, que los Diputados quedarán excluidos del Tribunal, aunque con
anticipación hayan hecho renuncia de su cargo.
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En la sesión del 14 empezó el debate relativo a la base 6ª cuya pri-
mera parte dice así:
“No se podrá imponer la pena capital por delitos meramente po-
líticos.
Y fueron desechadas dos enmiendas: la primera, que proponía la
abolición de la pena de muerte para todos los delitos; la segunda, que
pedía la supresión del adverbio “meramente” en el contexto de la base.
Ésta fue aprobada el 15; y el mismo día se pasó a la 7ª, que exige una ley
para suspender las garantías individuales; sobre lo cual no hubo dis-
cusión poca ni mucha, por cuanto el principio ni es nuevo ni admite
duda razonable. Pero si no hubo discusión hubo una duda. Hela aquí.
Para suspender las garantías individuales, en casos extraordinarios,
se necesita una ley; pero si los casos extraordinarios ocurren cuando
las Cortes no se hallen reunidas, ¿quién hace la ley? Y no siendo posi-
ble hacer la ley, ¿qué hace el Gobierno? Otra duda. ¿Pueden sobreve-
nir circunstancias críticas, extraordinarias, que hagan necesaria aque-
lla suspensión y justiquen el interregno de la ley común? Sin duda
que sí. Y en este caso, ¿no será lícita la suspensión sino cuando se halle
autorizada por una ley especial que, partiendo del supuesto, sería de
todo punto imposible sancionar?
ueriendo conciliar estos extremos con la base, decía el señor Ríos
Rosas:
Asegúrase que si cuando sobrevengan acontecimientos de inmen-
sa gravedad están cerradas las Cortes, será preciso que pase mucho
tiempo antes que la ley se discuta, quedando entretanto expuesta al
peligro la sociedad. Ya he dicho que éstos son los inconvenientes del
régimen; pero cuando el peligro sea muy grave, el Gobierno, puesta la
mano en su pecho, verá lo que le aconseja el bien público. Por mi parte
diré con franqueza que, en tales circunstancias, bajo mi responsabili-
dad, con una mano convocaría las Cortes y con otra promulgaría la ley
de orden público.
A lo cual contestó el general O’Donnell que eso era cortar el nudo
gordiano, pero no desatarle.
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El Congreso hizo más: ni desató ni cortó, sino que aprobó la base
tal como por la comisión ha sido presentada. uisieron algunos señores
modicarla haciendo incompatibles en una sola mano los mandos mili-
tares y civil, y declarando incompetentes, para conocer de los delitos que
hubiesen dado origen al estado excepcional, a todos los tribunales que
no fueran los establecidos previamente por las leyes; pero aunque esta
adición, incomponible con el texto de la base ya acordada, fue tomada
en consideración, el 16 por 79 votos contra 78, quedó desechada por
114 votos contra 61 el 17, día por cierto de la Ascensión de Nuestro
Señor, declarado no festivo para los trabajos legislativos de estas Cortes.
En una especie de simulacro de discusión, o más bien en una conver-
sación amigable y entretenida que tuvo el Congreso el 18, habiéndose ya
votado en sesiones anteriores las bases 8ª y 9ª se aprobó la 10ª y a renglón
seguido la 11ª que ja en tres años la duración del cargo de Diputado, no
obstante, la enmienda presentada por alguno para que hubiese Congre-
so nuevo cada año. No sabemos si al votarse se levantó algún Diputado
más que su autor: nos consta sí que dio mucho que reír idea tan original
y extravagante. Otra enmienda proponiendo que los Diputados perci-
bieran dietas pagadas por las provincias, fue negada el 21, en votación
nominal, por 125 contra 24 votos. Más afortunada una del señor Gil
Virseda (Diputado fecundísimo en enmiendas) para que la elección de
los padres de la patria se hiciera por el método directo y por provincias,
y que la diputación durara tres años, fue aprobada el 22, a pesar de los
esfuerzos del señor Ríos Rosas, que defendió la elección por distritos,
y de lo demostrado por el señor Lafuente en punto a la inconveniencia
de ingerir en las bases constitucionales preceptos reglamentarios de esta
especie, propios sólo de la ley electoral.
El 25 fueron aprobadas las bases 13ª y 17ª; retiró la comisión la base
14ª que establece una diputación permanente de Cortes, acaso por estar
comprendida la disposición en la base 12ª que se puso a discusión dicho
día, empezando por un voto particular en que el señor Ríos Rosas la
combate como inútil, embarazosa y humillante para el Trono. Porque
no es, dice, ni poder legislativo, ni poder ejecutivo, y si sólo rémora de
éste y un fantasma de aquél, sin más realidad que su pomposo nombre;
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superfetación parlamentaria ridícula que no escuda la libertad, porque
no puede impedir la tiranía. Los progresistas no son lógicos, añade,
cuando después de haber aceptado la monarquía, la deprimen en sus na-
turales atributos; se llaman monárquicos, y verdaderamente no lo son.
Si la monarquía es una institución perniciosa, debe haber bastante valor
para suprimirla; pero si se considera como una institución provechosa,
conviene respetarla, enaltecerla y rodearla de prestigio.
Negocios más urgentes que lo es, según parece y todo el mundo con-
esa, el de esta interminable Constitución que el Congreso teje y desteje
cada día, cual otra tela de Penélope, han impedido la continuación de los
debates. Nosotros los dejamos el 30 de mayo, sin perjuicio de volver a ellos
cuando de nuevo se reanuden. Y ahora vamos a completar la noticia de los
trabajos legislativos, indicando las leyes y disposiciones más importantes
que han acordado las Cortes entremedias de las bases; porque, merced al
sistema de acometer un sinmero de asuntos que hoy se toman y maña-
na se dejan por otros, sin concluir los cuales vienen otros nuevos, la mesa
presidencial tiene tanto trabajo en desmarañar la madeja de tan varios
debates, como el Congreso en seguirlos y nosotros en narrarlos.
A vueltas pues de pensiones y otros muchos asuntos menores, se
han acordado:
1° Una ley general de ferrocarriles, cuya discusión, empezada tiempo
ha, terminó a nes de mayo. De ella no podemos decir más, a lo menos
por ahora, sino que sobre el primitivo proyecto del Gobierno, muy acep-
table por cierto, llovió un diluvio de enmiendas que le dejaron hecho un
fenómeno, con más recodos, travesías, ramales y rodeos que camino de
contrabandista o vereda en terreno montañoso. Cada diputado se ha
creído en la obligación de pedir para su ciudad, villa, aldea o villorrio un
trozo de vía férrea; y la Asamblea, con una benevolencia digna de mejor
causa, ha deferido sin empacho a tan extrañas pretensiones, no obstante
la repugnancia del Gobierno. Ello es que la ley ha pintado un sistema
de líneas en el cual corresponde a cada Diputado un trocito; todo en
dibujo, por supuesto, porque en dibujo quedará.
2° La abolición del absurdo derecho de 8 reales que se exigía a los
portugueses a su paso por la frontera de España; medida, excelente a
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todas luces, que destruye una de las muchas barreras colocadas estúpi-
damente por el régimen antiguo entre el brazo derecho y el izquierdo
de lo que ha sido, debiera ser y será, con el tiempo y con el favor de
Dios, un solo cuerpo.
3° La autorización concedida al Gobierno para el ordenamiento y
compilación de las leyes y reglas del enjuiciamiento en negocios civiles
con sujeción a ciertas bases. Consisten éstas en restablecer nuestras
antiguas leyes sobre la materia, desterrando los abusos introducidos en
la práctica; en evitar cuantas dilaciones no sean absolutamente necesa-
rias; en que la prueba sea pública cuando los litigantes tengan derecho
de presentar contrainterrogatorios; en que las sentencias han de ser
fundadas y dos las instancias, sin perjuicio del recurso de nulidad; y
por último, en hacer extensivos estos procedimientos a todos los tri-
bunales que, por fuero, no los tengan especiales.
Estado interior del reino. El descubrimiento casual de unas cuan-
tas armas, pertrechos y otros objetos de guerra, hecho a mediados de
mayo en un cortijo de Aragón, puso a las autoridades de Zaragoza en
la huella de una conspiración carlista de vastas ramicaciones. Y como
por las prisiones hechas y las providencias tomadas conjeturasen algu-
nos comprendidos en la trama que los hilos de ésta iban cayendo uno
a uno en mano de los jueces, temiendo ser delatados, se fugaron el 21
en la noche con dirección a Calatayud, en cuyas inmediaciones die-
ron efectivamente el 22 los gritos de “Viva Carlos VI, viva la religión,
mueran los herejes, siendo en todo 164 amotinados.
El señor ministro de la Gobernación dio cuenta a las Cortes de este
suceso a poco de principiada la sesión del 23; y algo más tarde, en el cur-
so de ella, se levantó de nuevo para poner en noticia de los señores Di-
putados que, según partes acabados de llegar, en la noche del 22 habían
salido sublevados de Zaragoza, proclamando al “Rey”, tres secciones de
caballería del ejército pertenecientes a un escuadrón del regimiento de
Bailén que estaba allí de guarnición. Las tres secciones componían un
total de 60 hombres, los cuales iban acaudillados por un don Cipriano
de los Corrales, capitán con grado de comandante que mandaba una de
las compañías del escuadrón, y que había sido el cabeza de motín.
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“Ningún otro ocial los ha seguido, dijo el señor Santa Cruz, y la
Milicia Nacional y el pueblo de Zaragoza han correspondido, como
siempre, al espíritu liberal de que se precian. El Capitán General, a la
cabeza de la Milicia, de la artillería rodada y de 100 infantes, ha salido
de Zaragoza en persecución de los rebeldes, acompañándole los jefes y
ociales de los mismos sublevados. A las once del día se encontraban a
una hora de camino unos de otros.
El Congreso aprobó en seguida, por unanimidad, la siguiente pro-
posición:
“Pedimos a las Cortes se sirvan declarar que están dispuestas a pres-
tar su apoyo al Gobierno en todo lo que sea necesario para reprimir a
los que, con cualquiera bandera, promuevan la guerra civil.– Marqués
del Duero.– Huelves.– Gómez de la Serna.– Serrano Domínguez.–
Coello y uesada.– Hazañas.– Bruil”.
Apoyola el general Serrano, con ardiente y patriótico celo, en una
breve aunque sustanciosa improvisación, cuyo objeto principal fue exci-
tar a todos los partidos a reunirse en rededor del Gobierno. ¡Mísera con-
dición la de España! ¡Sólo para batallar se invoca la unión, y se consigue!
Con el triunfo empieza siempre entre nosotros la discordia: en la guerra,
valientes; en el Gobierno, indisciplinados; en el botín, codiciosos.
Entretanto el Gobierno, recibida apenas la triste nueva de la subleva-
ción militar (la primera en que se ha visto a soldados de nuestro ejército
faltar a la fe del juramento haciendo un cambio infame de banderas) dictó
las órdenes más apremiantes para la marcha instantánea de varios cuerpos
de tropas procedentes de Madrid, Guadalajara y Alcalá de Henares; de-
claró en estado de sitio los distritos de las Capitanías generales de Aragón,
Burgos y Navarra; y pidió al Congreso la autorización siguiente: “Se au-
toriza al Gobierno para que, cuando el Consejo de Ministros lo acuerde
por unanimidad, pueda destinar al punto de la Península que estime con-
veniente a cualquier español de quien tenga datos para creer que intente
perturbar el orden público, o conspirar contra la seguridad del Estado, del
trono constitucional de Isabel II o del Gobierno representativo; y para
suspender la publicación y circulación de los periódicos e impresos que
considere, excitan, auxilian o preparan la rebelión.
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Nombrada inmediatamente (y no sin reñida lucha en las seccio-
nes) la comisión que debía informar sobre la propuesta, reuniéronse
luego al punto los Diputados elegidos al efecto; y de ellos, seis exten-
dieron en esta forma su dictamen:
Art. 1°– Se autoriza al Gobierno que presida el Duque de la Vic-
toria para que cuando el Consejo de Ministros lo acuerde por una-
nimidad, pueda destinar al punto de la Península que estime conve-
niente, a cualquier español de quien tenga datos para creer que intenta
perturbar el orden público, o conspirar contra la seguridad del Estado,
del trono constitucional de Doña Isabel II o del Gobierno representa-
tivo; y para suspender la publicación y circulación de los periódicos e
impresos que excitan, auxilian o preparan la rebelión.
Art. 2°– El Gobierno formará un expediente general de las me-
didas que adopte en virtud de esta autorización y dará cuenta a las
Cortes del uso que haya hecho de ella.– San Miguel.– Camprodón.–
Alonso.– Sánchez Silva.– Batllés.– Bayarri”.
El señor Salmerón, Diputado demócrata, hizo voto particular
negando al Gobierno la autorización como contraria a los principios
del partido progresista, que reprueban tales medidas; como contraria
también a las bases constitucionales acordadas supuesto que si hay una
en que se habla de la suspensión de las garantías individuales, no hay
ninguna que lo haga de la suspensión de las garantías de la prensa;
como no justicada por las circunstancias, las cuales no representa-
ban, a su juicio, el carácter de urgencia y gravedad que sólo, y hasta
cierto punto, podían disculparla; y en n, como lastimosa aberración
de todos los sanos principios liberales.
Así y todo, este voto particular fue desechado en la sesión del día
28 de mayo por 130 votos contra 55; y aprobado el de la mayoría de
la comisión el día 30 por 124 contra 49: diferencia notable de votos si
se atiende a la crudísima oposición que hicieron a la medida los mo-
derados, progresistas puros y demócratas; los primeros resueltos a no
poner en manos del Gobierno un arma cuyo lo y temple conocían
por haberla usado muchas veces; los segundos, más sinceros en su ene-
miga, determinados a sacricarlo todo a sus principios.
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Contra unos y contra otros daban, entre tanto, al Gobierno la
razón cuántos sucesos ocurrían; pues si es verdad que, perseguidas
vivamente las facciones carlistas de Aragón, fueron en parte disper-
sadas por las tropas del Gobierno, y señaladamente (el 28, cerca de
Avanto) por la columna del brigadier Serrano Bedoya, no lo es menos
que, subdivididas en mil pequeñas porciones, han continuado, hasta
la hora en que escribimos, fatigando a nuestros beneméritos soldados,
sin mayor provecho, a favor de la escabrosidad del terreno, y del mal
tiempo general en toda España. Otras facciones y gavillas carlistas se
han levantado, ya en Teruel, ya en Soria, ya en el Maestrazgo; siendo
de notar que hacia este último territorio se dirigen todas, con el n,
sin duda, de reunirse y formar un cuerpo respetable capaz de esfuerzos
grandes, así como de intentos productivos.
Con todo lo cual coinciden conatos de insurrección en muchas
partes, conspiraciones fraguadas en otras, recelos de agitación, por di-
ferentes motivos y orígenes, en todas. Aquí mismo, en la capital de la
monarquía, asiento del Gobierno y cuartel general de sus mejores y más
numerosas fuerzas, se ha descubierto un plan vastísimo de conjura cuyos
pormenores ignoramos; pero que debe haber inquietado grandemente
a las autoridades, a juzgar por las prisiones hechas en la noche del 28 de
mayo, por las que siguen ordenándose, por el carácter de las personas
que han sido objeto de ellas, y en general, por las medidas de precaución
que se dictan y ejecutan con tanto sigilo como inusitada actividad. Res-
pecto de las personas puestas a buen recaudo, respetando su desgracia,
sólo diremos que son casi todas jefes u ociales procedentes de las an-
tiguas las de don Carlos; y curas, sacristanes y devotos, de toda laya y
condición, de los que lloran con un ojo y ríen del otro: cuáles (de estos
últimos) sin misa, o con ellas, aspirando a canonjías u obispados; cuáles
(de los otros) de reemplazo, y por consiguiente, descontentos; o sirvien-
do en nuestras las, y por ende, desleales y traidores.
Por fortuna, el Gobierno no se duerme en las pajas; y así fusila
capellanes cogidos con las armas en la mano (que esta suerte ha tenido
uno de Maella, capitán de paisanos sublevados), como prende a los
clérigos, y separa de la cura de almas en pueblos y ciudades a los pá-
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rrocos tildados de carlistas, o conocidamente desafectos a la causa de
la Reina. En cuanto a los militares de igual nota, hálos separado, con
rigor inexorable cuanto justo, de las las del ejército.
A este propósito viene una circular del Ministro de Gracia y Jus-
ticia que insertamos a continuación por juzgarla digna de memoria.
Dice así:
“Las conspiraciones descubiertas, las pequeñas facciones que se han
levantado en varios puntos del reino, y la actividad de los principales
emigrados carlistas, dan a entender que este partido, no bastante desen-
gañado por el mal éxito de sus anteriores tentativas, hace desesperados
esfuerzos por encender de nuevo la funesta llama de la guerra civil. No
teme el Gobierno que lleguen a ponerse en peligro el Trono y las insti-
tuciones que la nación se ha dado: por una parte el desenlace de Verga-
ra, los triunfos de 1840, el desastroso n de las partidas del Maestrazgo,
y la vergonzosa disolución de las fuerzas rebeldes en la última sedición
de Cataluña; y por otra, la ilustración del siglo y los intereses nacidos a
la sombra de las reformas hechas en el presente reinado, inspiran la más
completa seguridad de que recibirán un nuevo desengaño los enemigos
del Trono legítimo y del régimen representativo.
»Mas, aunque sea seguro el triunfo de la buena causa, las descabe-
lladas intentonas del bando vencido traen al país gravísimos perjui-
cios, causando todo género de vejaciones en las comarcas que eligen
para teatro de sus excesos, alterando el orden administrativo y creando
un estado de inquietud y de alarma que acarrea incalculables daños.
»El Gobierno tiene el deber de evitar estos males como responsa-
ble del orden y como encargado de promover la prosperidad pública
que sólo con una paz duradera logra crecer y desarrollarse; y cuenta
para ello muy principalmente con la cooperación del clero que, el a
su ministerio de paz y mansedumbre, predicará al pueblo la concordia
y le inculcará el respeto y la obediencia a las leyes y autoridades cons-
tituidas. No hay motivo para dudar de que tal será la conducta de la
inmensa mayoría de los eclesiásticos; pero la historia de nuestras di-
sensiones es demasiado reciente, para que pueda olvidarse que algunos
individuos de esta respetable clase se decidieron abiertamente por la
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causa carlista, habiendo quienes faltaron a sus deberes, hasta el punto
de abandonar sus iglesias para seguir la suerte del Pretendiente.
“La Reina (Q. D. G.) siempre clemente y bondadosa, concedió a
todos generoso perdón apenas pudo hacerlo, sin perjuicio de la tran-
quilidad del país; y muchos de los que militaron en las las rebeldes
ocupan hoy benecios eclesiásticos y ejercen el importante cargo de la
cura de almas. Mientras el bando a que pertenecieron no daba señales
de querer probar turbar la paz, no había peligro en que desempeñasen
estas funciones; pero hoy, que ya han dado algunos ministros del Altí-
simo el escándalo de levantarse acaudillando a los nuevos enemigos de
la Reina, so color de defender la religión, como si hubiera profanación
más sacrílega que teñir en sangre las manos consagradas para celebrar
el incruento sacricio, no es prudente mantener en estos puestos a
quienes es muy de temer que perseveren en sus antiguos sentimientos,
o que sus anteriores compromisos los arrastren, aun contra su volun-
tad, a actos de indencia o de complicidad con los rebeldes.
“Para evitar pues toda ocasión de que pueda convertirse en daño
del Gobierno legítimo la inuencia natural de los párrocos en los pue-
blos, es la voluntad de S. M. que V... disponga cesen en la regencia de
los curatos de que están encargados los ecónomos que hayan estado en
el campo carlista, y los que durante la guerra se hubieren ordenado en
el extranjero, eludiendo los preceptos del Gobierno que prohibían por
entonces la admisión a las órdenes sagradas, y sean designados como
peligrosos por las autoridades civiles; y que muden temporalmente de
residencia los curas propios que se encuentren en cualquiera de estos
casos. S. M. espera que sus órdenes serán cumplidas con el celo y exac-
titud de que tantas pruebas tienen dadas los prelados españoles.
“De real orden lo digo a V... para los efectos consiguientes. Dios guar-
de a V... muchos años. Madrid 27 de mayo de 1855.– Aguirre.– Señor....
Excusamos comentarios; que sobradamente maniestan los ren-
glones anteriores la causa principal de los males que hoy se tocan.
Por lo demás, no hay, a nuestro juicio, grandes motivos para temer
ni por la causa liberal ni por el Trono de la Reina. Todos los partidos
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legales están de parte del Gobierno en la cuestión, por más que algu-
nos moderados díscolos, y algunos progresistas, antes tontos que mal
intencionados, le hayan negado su apoyo en estos días. El ejército es
el; la Milicia Nacional inmejorable por su espíritu; la generalidad
de las provincias sensata; el Gabinete enérgico; el Congreso decidido.
Mengua sería que, hoy por hoy, y con tales elementos de defensa, te-
miésemos formalmente el último desesperado esfuerzo de un puñado
de fanáticos ilusos y de ambiciosos sin entrañas. La libertad es hija de
Dios, y no perece. ¿No fructica por ventura la sangre que por ella se
vierte? Démosle, pues, toda la nuestra si es preciso.
apéndiCe
Las últimas fechas de la correspondencia de la Habana que aca-
bamos de recibir son del 23 de abril, anteriores por tanto a las que ya
teníamos por los periódicos extranjeros.
La Isla de Cuba quedaba tranquila; y las disposiciones adoptadas
por el Capitán General la habían puesto en un estado respetable de
defensa. Antes no había más que 20.000 hombres armados; ya tenía
40.000.
La Habana, guarnecida por 5.000 escasos, presentó en parada, el
domingo 22 de abril, 1.000 caballos y 11.000 infantes.
En el puerto estaba la escuadrilla norteamericana, que parece debía
aumentarse con algunos buques, al mando del comodoro Macauley;
pero la presencia de estas fuerzas no inspiraba recelo alguno. Aun se
decía que a la sazón reinaba la mejor armonía entre el general Concha
y el Gobierno de Washington.
El cólera-morbo (puesto que se ha convenido en dar este nombre a la
enfermedad reinante) disminuye sensiblemente. Según partes ociales, el
27 de mayo fueron acometidos del mal once personas (¡en una población
que pasa de 250.000 almas!), de las cuales murieron seis, así como de los
anteriormente acometidos, tres; y se dieron de alta, en el concepto de cu-
radas, cinco. Sobre esto del cólera-morbo de Madrid hay cosas curiosas:
una, por ejemplo, que con ser peste o epidemia, no ha invadido sino los
barrios situados al Sur de la ciudad, dejando en paz los restantes, e igual-
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mente los hospitales y cuarteles; otra, que según una alocución del señor
Alcalde primero constitucional de esta Corte, fecha el mismo día, apenas
amenazada nuestra capital por la enfermedad que aige a otras ciudades
(el susodicho cólera-morbo), los enemigos del reposo público, que son,
dice el señor Alcalde, los constantes adversarios de la libertad y de las insti-
tuciones, han hecho circular las voces más absurdas, excitando la animad-
versión pública contra nuestras autoridades, contra los dignos profesores
de la ciencia de curar, y contra los que se ejercitan en ciertas industrias con-
sentidas por la ley. Lo cual quiere decir que carlistas, moderados, y toda
laya de enemigos del Gobierno no perdonan medio alguno para concitar
los ánimos y provocar alteraciones y conictos, que cada día hagan más
triste y lastimosa la situación que hoy alcanzamos; a cuya causa han in-
tentado amotinar la plebe contra los médicos, porque no curan; contra el
Ayuntamiento, porque no les obliga a curar; contra los boticarios, porque
propinan venenos. Por más inverosímiles que parezcan y sean tamañas
atrocidades, debemos tener presente que se trata de la plebe; y también,
que ésta es la misma tierra donde el año 1834 fueron degollados los frailes,
en las calles, en los tejados y aun al pie de los altares, por un cargo idéntico
al que hoy se hace a los malhadados farmacéuticos. Mudan los tiempos, las
víctimas y los verdugos, trocando sus papeles; nunca los instintos salvajes
de la muchedumbre, ignorante, grosera y fanática siempre; feroz cuando
el hambre la acosa o el peligro la amenaza.
Y que por tales medios, amén de otros muchos, se conspira, parece
probarlo un milagro reciente que trataron de hacer en San Francisco el
Grande dos clérigos taumaturgos, por la cuenta, valiéndose de una e-
gie de nuestro señor crucicado. El intento era probar que la egie per-
tenece a la Oposición; y como no pudiesen llevarla al Congreso para
hacerla hablar contra la base religiosa y la ley de venta de bienes ecle-
siásticos, imaginaron propalar que sudaba sangre y meneaba la cabeza.
Extendido el rumor del portentoso caso, acudieron apresuradamente
a contemplarle las viejas más próximas al lugar en que ocurría; luego
las viejas más próxima a las primeras; después los niños, los ciegos para
ver, los rateros para hacer de las suyas; y en n, fue tal la auencia de
gente que acudió el 17 de mayo a los alrededores del templo, que el
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capitán de la guardia de prevención del cuartel inmediato tuvo por
conveniente poner su tropa sobre las armas y dar cuenta del suceso al
Gobernador militar de la provincia. Éste y el Gobernador Civil, con el
auxilio de algunos soldados, hicieron remover la egie de la capilla en
que se hallaba; y puesta en medio del templo, para que todo el mun-
do pudiese contemplarla, comprobaron que el crucijo no movía pie
ni mano, ni sudaba, ni daba en n indicio de ningún movimiento o
alteración que pudiese atribuirse a poder sobrenatural y milagroso. El
asunto, sin embargo, duró dos o tres días, hasta que por último fueron
presos dos capellanes de quienes se supo que habían propalado la pri-
mera nueva del portento, asegurando su verdad por vista de ojos. Y es
claro: presos los taumaturgos, desapareció el prodigio.
El día 31 de mayo, desechado el voto particular del señor Ríos Ro-
sas que se oponía a la Diputación permanente de Cortes, fue aproba-
da la base constitucional 14ª a que dicho voto particular se refería, con
una enmienda de los señores Valera y Lasala para que la Diputación se
compusiera de 5 Diputados y 4 Senadores autorizados para convocar
las Cortes en el caso de que fallezca el monarca o se inhabilite para el
ejercicio de sus altas funciones, o en el de que se cobren contribuciones
no votadas, o se declare ilegalmente alguna provincia en estado de sitio.
El día 1° de junio se leyó en Cortes la base 18ª que establece la
regencia electiva, y sin debate ni más formalidad que la pregunta ordi-
naria de un señor Secretario, y con escasísimo número de Diputados,
la mayor parte de ellos en pie, fue aprobada. La base 19ª, que ja la
existencia y el objeto de las Diputaciones Provinciales, recibió los ho-
nores de una discusión, aunque ligera; en seguida fue aprobada. Re-
tiró la comisión la 20ª para redactarla de nuevo; y se empeñó luego
un debate animadísimo sobre la 21ª que concede a las Diputaciones
y a los Ayuntamientos intervención en la formación de las listas elec-
torales. La cuestión era bien sencilla: la comisión quería que las cor-
poraciones populares “intervinieran” en esa interesante operación; los
demócratas y progresistas avanzados pretendían que fuese “atribución
exclusiva” de aquellas corporaciones. Los señores Ríos Rosas y Sancho
hicieron oír su voz en defensa de un principio de gobierno; los señores
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Gil Sanz y Navarro (don Alonso) defendieron un principio contrario:
el de la inacción, el del silencio del Gobierno en la operación que más
trascendentalmente puede lastimar los grandes intereses políticos de
que el mismo Gobierno es custodio; y el Congreso dio a los segundos
la razón por 113 votos contra 59. Se nos olvidaba decir que la base te-
nía dos partes: una, la que acabamos de expresar; la otra establecía una
sanción penal contra los funcionarios públicos que cometan cualquier
abuso en los actos electorales. Esta segunda parte fue aprobada.
En la sesión de dicho día, el señor Ministro de la Gobernación leyó
un proyecto de ley de orden público; y en la del 2 el señor Ministro de
Hacienda uno relativo al anticipo forzoso. La grandísima importancia
de este documento nos mueve a ponerle íntegro aquí.
Artículo 1° Calculado el décit del presupuesto de este año en
200.000.000 de reales, se ja en la misma cantidad la partida que se ha
de aplicar a cubrirle de los fondos procedentes de la venta de bienes
del Estado, del clero y del 20 por 100 de los propios, en virtud de lo
dispuesto en el párrafo 1°, artículo 12 de la ley de 1° del actual.
Art. 2° Mientras se realiza la recaudación de aquella suma, los contri-
buyentes comprendidos en los repartimientos de la contribución territo-
rial e inscriptos en la matrícula de la industria y del comercio, cuyas cuotas
anuales por cada una o ambas contribuciones, dentro de una provincia,
sean de 500 o más reales, inclusos los recargos, adelantarán a calidad de
reintegro el importe de una anualidad de sus respectivos cupos, cuyo pago
harán por partes iguales dentro de los meses de junio, agosto, octubre y
diciembre, sin exigírseles cantidad alguna por premio de cobranza.
Como la enunciada suma no se cubre con el producto de la antici-
pación prevenida en el artículo anterior, podrán interesarse además en
la misma, suscribiéndose al efecto voluntariamente los contribuyentes
de cuotas anuales inferiores a 500 reales por las cantidades que las mis-
mas determinen; pudiéndose admitir, en caso de que dichas suscrip-
ciones no completasen la totalidad de los 200 millones, aquella canti-
dad porque quisiesen suscribirse en igual forma los contribuyentes de
cuota superior, así como la de cualquier otra persona que lo intente.
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Art. 3° Serán admisibles en equivalencia de lo que importan estas
suscripciones voluntarias, los créditos vencidos o que deban vencer y
satisfacerse dentro del ejercicio del presente año, bien se hallen repre-
sentados por documentos expedidos por las ocinas del gobierno o
comprendidos en las distribuciones mensuales de fondos; pero no los
que lo estén en documentos de giro o procedan de sueldos, gratica-
ciones, pensiones o haberes personales de cualquier clase.
Art. 4° El Tesoro público emitirá billetes con el interés anual de
8 por 100 abonable por semestres vencidos, a contar desde el 1° de
setiembre próximo, en cantidad igual al producto de las cuotas anti-
cipadas y de las por que se hubiesen suscrito voluntariamente, cuyos
billetes se entregarán a los respectivos interesados, en representación
de las sumas que hubiesen satisfecho.
Art. 5° Estos billetes, los intereses que tuviesen devengados y el im-
porte del descuento en su caso, a razón del 5 por 100, con arreglo al pá-
rrafo último del art. 6° de la ley de 1° de mayo, se recibirán como metáli-
co por todo su valor en pago de los bienes que se vendan procedentes del
Estado, del clero, del 20 por 100 de los correspondientes a los propios
de los pueblos, y en la redención de los censos de que trata la citada ley.
La mitad del importe de los que no resulten amortizados por el
medio expresado anteriormente, se pagará a metálico o será admitido
en pago de contribuciones y rentas por el Tesoro en 1° de enero de
1857, y la otra mitad restante en igual día del de 1858.
Art. 6° La cantidad que, procedente del anticipo decretado en 19
de mayo de 1854, deba satisfacerse en junio del presente año, se ad-
mitirá por cuartas partes en los cuatro plazos señalados en el art. 2°
de esta ley.
Art. 7° Si por consecuencia del examen denitivo de los presu-
puestos, resultase un décit menor al jado en el art. 1°, se hará a los
contribuyentes en el último plazo la rebaja correspondiente.
Art. 8° Por el Ministerio de Hacienda se adoptarán las disposicio-
nes para la ejecución de la presente ley.
Madrid, 1° de junio de 1855.– Pascual Madoz.
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En la sesión del mismo día leyó el señor Ministro de la Goberna-
ción un parte, en que el Capitán General de Aragón participaba haber
destruido cerca de Alcañiz a la facción que se había levantado en aquel
distrito, quedando muertos dos de sus jefes y prisionero el otro; con
lo cual, dicen algunos, ha disminuido la gravedad de las circunstancias
caducando el fundamento de la autorización recientemente concedi-
da al Gobierno. A nuestro juicio la autorización sigue siendo necesa-
ria; duerme el fuego debajo de la ceniza; y no faltan manos expertas
que cuidadosamente lo conserven con apariencia de apagado, para ati-
zarlo en ocasión más oportuna. A tiempo el rigor, previene o remedia;
tarde, mata al que le usa.
R. M. B.
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FONDO EDITORIAL DE LA
ACADEMIA DE HISTORIA DEL
ESTADO ZULIA
Juan Carlos Morales Manzur
Presidente
Jorge Vidovic López
Coordinador
Reyber Parra Contreras
Édixon Ochoa Barrientos
Lucrecia Morales García
Miembros
ISBN: 978-980-7984-28-7
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Publicación digital de Ediciones Clío, Fondo Editorial
de la Academia de Historia del estado Zulia, Fundación
Difusión Cientíca, Centro de Estudios Históricos de
la Universidad del Zulia, Fundación Teatro Baralt y
Fundación Cientíca.
Maracaibo, Venezuela,
03 de julio de 2022
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Escritos políticos
Rafael María Baralt es sin duda el primer historiador contemporáneo
de su época. Su aporte intelectual los encontramos en la historia, literatura,
poesía, en sus escritos políticos, artículos de prensa y nalmente en su contri-
bución como diplomático entre Venezuela, República Dominicana y España.
Destaco como uno de los grandes prosistas de la lengua castellana, hasta el
punto de gurar como el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en
la Real Academia de la Lengua Española en 1853. A pesar del poco tiempo
de su existencia física, creo un estilo propio y nos dejó obras que le acreditan
como maestro de la lengua castellana.
En torno a su pensamiento político, hay que agregar que a pesar de estar
inuenciado por los socialistas utópicos y los anarquistas; el socialismo con
el que Baralt se identicó fue el de los cambios graduales o un socialismo
reformista apostando a la construcción de una sociedad más justa sin la me-
diación de la fuerza o estallido social, no se mostró partidario de la lucha de
clases, aunque consideraba de vital importancia la igualdad de derechos entre
éstas. Esto lo aleja del marxismo y del socialismo cientíco, y lo acerca más a
los liberales progresistas.
La publicación de sus escritos políticos representa un nuevo esfuerzo rea-
lizado por la Academia de la Historia del estado Zulia, Ediciones Clío y otras
instituciones académicas con el n de dar a conocer parte de sus escritos y
aportes en esta materia.